INTRODUCCIÓN

Este libro no es de ciencia ficción, y menos una novela basada en fantasmagorías imaginadas por el autor o en libros místicos. Éste es un libro en el que se narran hechos. Hechos inexplicables y hasta absurdos si se quiere pero hechos reales, investigados la mayor parte de ellos directamente por mí. Y en algún caso vividos y hasta padecidos por mí.

Los eternos dubitantes siguen diciendo que en el mundo paranormal «no hay hechos comprobados». Efectivamente, para el que tiene la mente cerrada nunca habrá casos ni pruebas suficientes.

Pero «la sarna no está en las sábanas». La sarna está en la cerrazón de mollera de algunos «intelectuales».

Los casos que en este libro presento son casos concretos y comprobados, y muchos de ellos son pruebas que podrían dar fe en un tribunal de justicia y que para mí han sido convincentes. Otros, en cambio, son sólo «evidencias circunstanciales» que nos ayudan a acercarnos a conclusiones ciertas.

¿Tiene algo que ver este libro con el fenómeno OVNI y con la ovnilogía?

 

Tiene que ver mucho y no tiene que ver nada. Tiene que ver mucho porque en él se hace referencia constante a estos misteriosos aparatos que surcan nuestros cielos y se habla de sus ocupantes; y en un aspecto se llega hasta el fondo del «fenómeno OVNI».

Y no tiene que ver nada porque la ovnilogía se empeña en seguir empantanada en un nivel primario, al dedicar sus esfuerzos a recopilar y hasta computabilizar estadísticas sobre las formas de los aparatos, frecuencia y lugar de los aterrizajes o tamaño de los ocupantes. Y en este libro no se le da importancia a eso porque ya hace tiempo que dejó de tenerla.

Lo que la tiene es investigar qué hacen esos tripulantes en nuestro mundo y qué han estado haciendo siempre desde hace miles de años. Pero no desde sus naves, sino mezclados con nosotros en nuestras calles, en el interior de nuestros hogares y sobre todo dentro de nuestras mentes.

Porque lo que la ovnilogía no acaba de comprender es que estos tripulantes hace muchos años que aprendieron a bajarse de sus aparatos y a andar entre nosotros haciendo cosas muy extrañas.

Presentar sus múltiples, disimuladas y variadísimas andanzas en nuestro mundo y, sobre todo, ver cuál debería ser nuestra reacción, es lo que pretendo en este libro. Entretanto los «ufólogos» (¿qué es eso?) seguirán coleccionando casos sin saber qué hacer con ellos y estarán cada día más confusos.

Por otra parte, este libro no es para las personas que creen que todo lo inventable ya está inventado ni para las que piensan que la ciencia es capaz de dar solución a todos los misterios del mundo, y que todo aquello a lo que ella no es capaz de encontrar una solución tiene que ser rechazado como absurdo o inexistente.

En este mundo en el que vivimos, prescindiendo de la vastedad del infinito Universo, hay una enorme cantidad de hechos que sobrepasan con mucho los límites de la ciencia y que no son susceptibles de ser explicados por ella porque simplemente rebasan la capacidad de comprensión de nuestros cerebros.

Además, todo el reino del espíritu —y el Cosmos, al decir de grandes astrónomos y filósofos, da la impresión de ser una gigantesca inteligencia y tiene más de mental o de espiritual que de físico— escapa por completo a los métodos y a los propósitos de nuestra ciencia.

Por lo tanto, entremos en la consideración de los extraños temas de este libro, tranquilos en cuanto a lo que los científicos puedan decir contra nosotros. Los científicos «primarios», si se dignan atender a lo que decimos, levantarán por un momento su cabeza de la rutinaria tarea con la que se ganan la vida y harán un gesto de desdén hacia nosotros, considerándonos como unos pobres chiflados perseguidores de quimeras o adoradores de mitos.

 

Y seguirán rutinaria y machaconamente repitiendo sus observaciones y experimentos, en sus laboratorios y clínicas, para profundizar un poco más en el conocimiento de la materia y también para llevarle el sustento a su familia. Dios los bendiga.

Son los obreros de la ciencia, gracias a los cuales mejoramos nuestros instrumentos y a veces nuestra salud. La Humanidad tiene que estarles agradecida por su pesada labor, que con frecuencia acaba embotando las mejores cualidades de su espíritu y de su inteligencia, al ceñirlos obligada y rutinariamente a una sola parcela del saber humano. Tenemos que ser comprensivos ante su incredulidad y ante su miopía.

Los otros científicos, los «graduados», que no son meros obreros de la ciencia, repetidores de experimentos o de recetas, sino que se remontan por encima de las fórmulas para filosofar sobre el porqué de la vida, y en vez de seguir planos o pautas que otros trazaron, diseñan nuevas vías para la mente, constituyéndose en arquitectos y estrategas de la Humanidad, ésos no nos criticarán. Sencillamente se limitarán a observar cuál es el fruto de nuestras investigaciones en los campos del misterio, sabiendo que la vida en sí es un gigantesco misterio.

¡Qué enorme gusto sentí el día que supe que el patriarca de los científicos «graduados» modernos, el gran Albert Einstein, tenía como libro de cabecera nada menos que La Doctrina Secreta, de la reina del esoterismo —tan denostada por la ciencia de a pie— Helena Petrovna Blavatski!

 

Y cómo se alegró mi espíritu cuando leí Los escritos místicos de los físicos más famosos del mundo (Heisenberg, Schródinger, Einstein, Jeans, Planck, Pauli, Eddington) editado por Ken Wilber (Kairós, 1987)!

La tesis del libro que tienes en tus manos es de una gran audacia, pero está refrendada por miles de hechos que pasan inadvertidos al suceder mezclados con muchos otros de los que está entretejida nuestra vida diaria. Sin embargo, sucede a veces que a lo largo de la historia aparecen personajes increíbles o pasan cosas inexplicables, que curiosamente no nos hacen despertar del letargo en que las teorías sociales y los mitos religiosos tienen sumida a la Humanidad. Los historiadores, los sociólogos, los políticos y los grandes mitólogos modernos —los teólogos— los explican cada uno a su manera y conforme a sus conocimientos o a sus intereses. Y la Humanidad sigue ciega caminando por un camino sin salida que únicamente lleva a la autodestrucción.

La tesis de este libro es la misma que expuse en Defendámonos de los dioses. Pero aquí profundizo más en ella y aporto nuevas pruebas de que aquella manipulación que entonces describía sigue dándose en gran escala aunque disimulada y escondida tras mil velos.

La gran tesis de aquel libro sostiene que la Humanidad es una granja de los «dioses», entendiendo por «dioses» unos seres racionales, de ordinario invisibles, superiores al hombre en entendimiento, que en fin de cuentas son los auténticos dueños del mundo.

En el orden de las ideas trascendentes, los hombres creemos lo que ellos nos han hecho creer —y éste es el origen y la esencia de todas las religiones— y en cuanto a nuestros conocimientos de la Naturaleza, sabemos lo que ellos nos han dejado saber. Hasta hace apenas un siglo, los avances técnicos y científicos se debieron en gran parte a lo que estos seres les comunicaban a algunos de sus amigos «iluminados».

 

Lo mucho que las tribus primitivas —tan ignorantes en otras cosas— saben sobre los poderes curativos de las plantas, v lo mucho que los chinos saben, desde hace milenios, sobre las corrientes bioenergéticas que surcan el cuerpo humano, con sus correspondientes puntos de acupuntura, son sólo dos ejemplos de esta ciencia «revelada». Hay muchos otros casos de inventos y descubrimientos debidos a alguna «revelación privada».

En la actualidad, las cosas han cambiado radicalmente en este particular. La raza humana se ha liberado de muchos tabúes que los «dioses» le habían hecho creer —precisamente para que no avanzase— y desentraña por sí misma los secretos de la materia y de la Naturaleza.

Una circunstancia importante, que hay que tener en cuenta en esta tesis, es que estos misteriosos seres que nos dominan desde las sombras no son buenos ni malos de por sí: simplemente nos usan, al igual que nosotros usamos a los animales. A éstos, aunque los cacemos y aunque organicemos espectáculos con ellos, no los odiamos: simplemente los usamos para lo que nos conviene. Si ese uso conlleva un buen trato (animales domésticos, por ejemplo) los tratamos bien; pero si ese uso conlleva un mal trato (animales sacrificados para nuestro alimento) los matamos sin remordimiento alguno.

 

Lo mismo hacen con nosotros esos seres que dominan el mundo y la raza humana.

La gran deducción que de esto se puede sacar es que los hombres no somos los reyes del mundo, tal como habíamos creído, ni somos la más excelsa de las criaturas de Dios, ni estamos en vísperas de abrazarnos eternamente con Él si nuestras obras han sido buenas durante nuestra permanencia en este planeta.

 

Todas éstas son infantilidades con las que estos seres han nutrido nuestro ego para que siguiésemos ajenos a la gran realidad de que somos sus esclavos. Los verdaderos dueños del mundo son ellos y nosotros sólo hacemos lo que a ellos les conviene, para lo cual han inventado unas formidables estrategias que describo detalladamente en el libro al que hice referencia.

Y como no quiero repetir lo ya escrito, únicamente dejaré claro, por considerarlo de gran importancia para la recta concepción de esta nueva manera de entender el mundo, que no todos estos seres son iguales. La diversidad entre ellos es enorme y mucho mayor de la que se da entre los humanos. Si entre éstos nos encontramos con blancos y negros, altos y bajos, europeos y asiáticos, varones y hembras, etc, etc., entre los «dioses» las variedades son muchísimo mayores, ya que nuestras diferencias sólo atañen a cualidades externas y no esenciales —puesto que todos somos seres humanos pertenecientes a la misma especie—, mientras que las de ellos se extienden a la esencia misma de sus «personas».

 

Muchos de ellos son radicalmente diferentes entre sí y lo único que tienen en común es el ser inteligentes, aunque en esto mismo tenemos que decir que muchos aspectos de su inteligencia se escapan a nuestra comprensión.

Ciertas especies de «dioses» dan la impresión de ser benévolos para los humanos o por lo menos para algunos individuos, mientras que otros actúan de una manera muy negativa o, cuando menos, peligrosa e ilógica.

¿En qué nos basamos para decir esto?

 

En hechos. En miles de hechos que están ahí desde remotos tiempos, conocidos en todas las culturas, escritos en todas las literaturas y presentes en nuestros mismos días en las vidas de innumerables conciudadanos cuyos testimonios no podemos ignorar.

El que la ciencia oficial no tenga explicación para ellos o los poderes constituidos prefieran ignorarlos por razones políticas, no obsta para que los hechos sigan esperando y exigiendo una explicación racional, sea la que fuere y venga de donde viniere.

Esto es lo que intentamos hacer en este libro, sabiendo que nos exponemos al ludibrio de los que todo lo saben y de los que todo lo pueden. De nuevo, Dios los bendiga.

La vida es un sueño. Y ellos también sueñan con sus adelantos técnicos, con sus dogmas y con sus poderes políticos. Y como todo soñador, también tienen pesadillas con bombas de neutrinos, con guerras de las galaxias, con infiernos eternos, y con ríos y bosques envenenados por los residuos químicos de sus fábricas.

Nuestros esfuerzos por descifrar tantos misterios de la vida no son menos válidos que los suyos. Por lo tanto tenemos el mismo derecho que ellos a usar nuestra cabeza para descubrir el porqué de algo que por siglos lleva inquietando la mente de los hombres.

Seguramente que las autoridades religiosas se juntarán al coro de los que nos denigran. Pero no se puede tirar piedras al tejado ajeno cuando se tiene el propio de cristal. Los jerarcas cristianos tienen su credo lleno de ángeles y demonios, que en nada se distinguen de los «dioses» y de las entidades a que aquí nos referimos. La única diferencia es que sus ángeles y demonios ven limitadas sus actividades al tinglado dogmático del cristianismo, mientras que nuestros «dioses» actúan libremente en el planeta, con todos los seres humanos, sean o no cristianos.

No sólo eso, sino que el pretendido «Dios» del cristianismo, que manipulaba al pueblo hebreo desde una nube, es según nuestra tesis uno más de estos entes misteriosos que desde siempre han dominado a los humanos.

San Pablo llama repetidamente a estos seres, «los señores del mundo», y tenía muy mala idea de ellos. En su epístola a los efesios escribió el famoso pasaje tan confuso como esclarecedor:

«Nuestra lucha no es contra la carne ni contra la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del mal que están en las alturas»

(Ef. 6,12).

A estos mismos «Espíritus del mal que están en las alturas» es a los que nosotros nos referimos con el muy genérico nombre de «Ellos».

 

Al final del libro hago una recopilación de todas sus cualidades, que iremos viendo aflorar diseminadas en los casos que presento. De éstos, la mayor parte fueron investigados directamente por mí y han sido seleccionados entre una gran cantidad de hechos inexplicables, de los que más o menos de cerca me ha tocado ser testigo.

Alguno de ellos ha marcado mi vida de manera indeleble y en mi ser llevo las profundas cicatrices que me ha dejado el haberme visto envuelto en él. Y precisamente debido a esta manipulación de que estamos hablando, muy probablemente me iré a la tumba sin que pueda dar a conocer todos sus íntimos detalles.

He de advertirle al lector que en varios de los casos cambio la ubicación de los hechos y los nombres de los protagonistas por habérmelo así pedido ellos. En otros me he visto obligado a distorsionar algo el propio hecho para no traicionar la identidad de los individuos que, de narrar el hecho tal como sucedió exactamente, serían identificados fácilmente por sus parientes o vecinos.

 

Pero la esencia y la paranormalidad de los hechos y sobre todo su realidad, no sufren nada con estas pequeñas distorsiones.

 

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