CAPITULO III
		
		La Guerra Es La Paz
		
		
		
		La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un 
		acontecimiento que pudo haber sido previsto - y que en realidad lo fue 
		antes de mediar el siglo XX. 
		
		 
		
		Al ser absorbida Europa por Rusia y el 
		Imperio Británico por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia 
		dos de los tres poderes ahora existentes, Eurasia y Oceanía. 
		
		 
		
		El tercero, 
		Asia Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de otra década de 
		confusa lucha. 
		
		 
		
		Las fronteras entre los tres superestados son arbitrarias 
		en algunas zonas y en otras fluctúan según los altibajos de la guerra, 
		pero en general se atienen a líneas geográficas. 
		
			
				- 
				
				Eurasia comprende toda 
		la parte norte de la masa terrestre europea y asiática, desde Portugal 
		hasta el Estrecho de Bering.    
- 
				
				Oceanía comprende las Américas, las islas 
		del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África 
		meridional.    
- 
				
				Asia Oriental (Eastasia), potencia más pequeña que las otras y con una 
		frontera occidental menos definida, abarca China y los países que se 
		hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante 
		porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet. 
		
		
		
		
		 
		
		Estos tres superestados, en una combinación o en otra, 
		están en guerra 
		permanente y llevan así veinticinco años. Sin embargo, ya no es la 
		guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras 
		décadas del siglo XX. 
		
		 
		
		Es una lucha por objetivos limitados entre 
		combatientes incapaces de destruirse unos a otros, sin una causa 
		material para luchar y que no se hallan divididos por diferencias 
		ideológicas claras. Esto no quiere decir que la conducta en la guerra ni 
		la actitud hacia ella sean menos sangrientas ni más caballerosas. 
		
		 
		
		Por el 
		contrario, el histerismo bélico es continuo v universal, y las 
		violaciones, los saqueos, la matanza de niños, la esclavización de 
		poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta el punto 
		de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y cuando esto 
		no lo comete el enemigo sino el bando propio, se estima meritorio. 
		
		 
		
		Pero 
		en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría 
		especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. 
		Cuando hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el hombre medio 
		apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes que 
		guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de 
		civilización la guerra no significa más que una continua escasez de 
		víveres y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas 
		de víctimas. 
		
		 
		
		En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más 
		exactitud, puede decirse que ha variado el orden de importancia de las 
		razones que determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y 
		son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban latentes en las 
		grandes guerras de la primera mitad del siglo XX.
		
		
		Para comprender la naturaleza de la guerra actual - pues, a pesar del 
		reagrupamiento que
		ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra - hay que darse cuenta 
		en primer lugar de que esta guerra no puede ser decisiva. Ninguno de los 
		tres superestados podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por 
		los otros dos en combinación. 
		
		 
		
		Sus fuerzas están demasiado bien 
		equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas. Eurasia está 
		protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura 
		del Atlántico y del Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y 
		laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué luchar. 
		Con las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de 
		las causas principales de las guerras anteriores, ha dejado de tener 
		sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una cuestión 
		de vida o muerte. 
		
		 
		
		Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que 
		puede obtener casi todas las materias que necesita dentro de sus propias 
		fronteras. Si acaso, se propone la guerra el dominio del trabajo. Entre 
		las fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un modo 
		permanente a ninguno de ellos, se extiende un cuadrilátero, con sus 
		ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi 
		una quinta parte de la población de la Tierra. 
		
		 
		
		Las tres potencias luchan 
		constantemente por la posesión de estas regiones densamente pobladas, 
		así como por las zonas polares. 
		
		 
		
		En la práctica, ningún poder controla 
		totalmente esa área disputada. Porciones de ella están cambiando a cada 
		momento de manos, y lo que en realidad determina los súbitos y múltiples 
		cambios de afianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro pedazo 
		de tierra mediante una inesperada traición.
		 
		
		Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos 
		de ellos producen ciertas cosas, como la goma, que en los climas fríos 
		es preciso sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre todo, 
		proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. 
		
		 
		
		La 
		potencia que controle el África Ecuatorial, los países del Oriente Medio, 
		la India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también de 
		centenares de millones de trabajadores mal pagados y muy resistentes. 
		
		
		 
		
		Los habitantes de esas regiones, reducidos más o menos abiertamente a la 
		condición de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a otro y 
		son empleados como carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que 
		sirven para capturar más territorios y ganar así más mano de obra, con 
		lo cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar más 
		territorios, y así indefinidamente. 
		
		 
		
		Es interesante observar que la lucha 
		nunca sobrepasa los límites de las zonas disputadas. 
		
		 
		
		Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla 
		septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano Indico y del 
		Pacífico son conquistadas y reconquistadas constantemente por Oceanía y 
		por Asia Oriental; en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia 
		Oriental nunca es estable; en torno al Polo Norte, las tres potencias 
		reclaman inmensos territorios en su mayor parte inhabitados e 
		inexplorados; pero el equilibrio de poder no se altera apenas con todo 
		ello y el territorio que constituye el suelo patrio de cada uno de los 
		tres superestados nunca pierde su independencia. 
		
		 
		
		Además, la mano de obra 
		de los pueblos explotados alrededor del Ecuador no es verdaderamente 
		necesaria para la economía mundial. Nada atañe a la riqueza del mundo, 
		ya que todo lo que produce se dedica a fines de guerra, y el objeto de 
		prepararse para una guerra no es más que ponerse en situación de 
		emprender otra guerra. 
		
		 
		
		Las poblaciones esclavizadas permiten, con su 
		trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si no existiera ese 
		refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el 
		cual ésta se mantiene no variarían en lo esencial.
		
		
		La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los 
		principios del 
		
		doblepensar) la
		reconocen y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del 
		Partido Interior. Consiste en usar
		los productos de las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la 
		vida. Hasta fines del siglo
		XIX había sido un problema latente de la sociedad industrial qué había 
		de hacerse con el sobrante
		de los artículos de consumo. 
		
		 
		
		Ahora, aunque son pocos los seres humanos 
		que pueden comer lo
		suficiente, este problema no es urgente y nunca podría tener caracteres 
		graves aunque no se
		emplearan procedimientos artificiales para destruir esos productos. El 
		mundo de hoy, si lo
		comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de 
		desolación; y aún más si lo
		comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. 
		
		 
		
		A 
		principios del siglo XX la
		visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y 
		con tiempo para todo - un
		reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de 
		nívea blancura - era el ideal
		de casi todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se 
		desarrollaban a una velocidad
		prodigiosa y parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera 
		jamás. 
		
		 
		
		Sin embargo, no
		continuó el perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento causado 
		por una larga serie de
		guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso científico y 
		técnico se basaba en un hábito
		empírico de pensamiento que no podía existir en una sociedad 
		estrictamente reglamentada. En
		conjunto, el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta años. 
		
		 
		
		Algunas 
		zonas secundarias han
		progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos, ligados 
		siempre a la guerra y al
		espionaje policiaco, pero los experimentos científicos y los inventos no 
		han seguido su curso y los
		destrozos causados por la guerra atómica de los años cincuenta y tantos 
		nunca llegaron a ser
		reparados. 
		
		 
		
		No obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando 
		aparecieron las grandes
		máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la 
		servidumbre del trabajo y que
		esto contribuiría en gran medida a suprimir las desigualdades en la 
		condición humana. Si las
		máquinas eran empleadas deliberadamente con esa finalidad, entonces el 
		hambre, la suciedad, el
		analfabetismo, las enfermedades y el cansancio serían necesariamente 
		eliminados al cabo de unas
		cuantas generaciones. 
		
		 
		
		Y, en realidad, sin ser empleada con esa finalidad, 
		sino sólo por un proceso
		automático - produciendo riqueza que no había más remedio que distribuir 
		- 
		elevó efectivamente
		la máquina el nivel de vida de las gentes que vivían a mediados de siglo. 
		Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo XIX.
		
		
		Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan 
		extraordinario amenazaba con la destrucción - era ya, en sí mismo, la 
		destrucción - de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos 
		trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas 
		cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y 
		poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la 
		forma más obvia e hiriente de desigualdad. 
		
		 
		
		Si la riqueza llegaba a 
		generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era 
		posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de 
		posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida 
		mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña 
		casta privilegiada. 
		
		 
		
		Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría 
		conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y 
		del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí 
		mismos; y si empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más 
		tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a 
		los demás y acabarían barriéndoles. 
		
		 
		
		A la larga, una sociedad jerárquica 
		sólo sería posible basándose en la pobreza y en la ignorancia. 
		
		 
		
		Regresar 
		al pasado agrícola - como querían algunos pensadores de principios de 
		este siglo - no era una solución práctica, puesto que estaría en contra 
		de la tendencia a la mecanización, que se había hecho casi instintiva en 
		el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera atrasado 
		industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o 
		después bajo el dominio de un enemigo bien armado. 
		
		 
		
		Tampoco era una buena 
		solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción. 
		
		 
		
		Esto se practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron 
		que su economía se anquilosara. No se renovaba el material indispensable 
		para la buena marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las 
		tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían 
		de la caridad del Estado. 
		
		 
		
		Pero también esto implicaba una debilidad 
		militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, 
		despertaba inevitablemente una gran oposición. El problema era mantener 
		en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del 
		mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en 
		la práctica, la única manera de lograr esto era la guerra continua.
		
		
		El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de 
		vidas humanas, sino de los
		productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir 
		en el fondo del mar los
		materiales que en la paz constante podrían emplearse para que las masas 
		gozaran de excesiva
		comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. 
		
		
		 
		
		Aunque las armas no se
		destruyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de 
		gastar trabajo sin producir
		nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotante, por ejemplo, se 
		emplea el trabajo que
		hubieran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda 
		anticuada, y sin haber
		producido ningún beneficio material para nadie, se construye una nueva 
		fortaleza flotante mediante
		un enorme acopio de mano de obra. 
		
		 
		
		En principio, el esfuerzo de guerra se 
		planea para consumir
		todo lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de 
		la población. Este
		mínimo se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que 
		hay una escasez crónica
		de casi todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se 
		considera como una ventaja. 
		
		 
		
		Constituye
		una táctica deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al 
		borde de la escasez, porque un
		estado general de escasez aumenta la importancia de los pequeños 
		privilegios y hace que la
		distinción entre un grupo y otro resulte más evidente. 
		
		 
		
		En comparación 
		con el nivel de vida de
		principios del siglo XX, incluso los miembros del 
		
		Partido Interior 
		llevan una vida austera y
		laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan - un buen piso, 
		mejores telas, buena calidad
		del alimento, bebidas y tabaco, dos o tres criados, un auto o un 
		autogiro privado - los colocan en
		un mundo diferente del de los miembros del Partido Exterior, y estos 
		últimos poseen una ventaja
		similar en comparación con las masas sumergidas, a las que llamamos «las 
		proles». 
		
		 
		
		La atmósfera
		social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de 
		carne de caballo establece la diferencia entre la riqueza y la pobreza. 
		Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en 
		peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta 
		parezca la condición natural e inevitable para sobrevivir.
		
		
		Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que 
		la efectúa de un modo aceptable psicológicamente. En principio, sería 
		muy sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y 
		pirámides, abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo 
		inmensas cantidades de bienes y prendiéndoles fuego. 
		
		 
		
		Pero esto sólo 
		daría la base económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada. 
		Lo que interesa no es la moral de las masas, cuya actitud no importa 
		mientras se hallen absorbidas por su trabajo, sino la moral del Partido 
		mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del Partido 
		sea competente, laborioso e incluso inteligente - siempre dentro de 
		límites reducidos, claro está - , pero siempre es preciso que sea un 
		fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la 
		adulación y una continua sensación orgiástico de triunfo. 
		
		 
		
		En otras 
		palabras, es necesario que ese hombre posea la mentalidad típica de la 
		guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una 
		victoria decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único 
		preciso es que exista un estado de guerra. La desintegración de la 
		inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se 
		logra mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero 
		se nota con más relieve a medida que subimos en la escala jerárquica. 
		
		
		 
		
		Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y el 
		odio al enemigo son más intensos. 
		
		 
		
		Para ejercer bien sus funciones 
		administrativas, se ve obligado con frecuencia el miembro del Partido 
		Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede 
		saber muchas veces que una pretendida guerra o no existe o se está 
		realizando con fines completamente distintos a los declarados. Pero ese 
		conocimiento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del
		
		doblepensar. 
		
		 
		
		De modo que ningún miembro del Partido Interior vacila ni 
		un solo instante en su creencia mística de que la guerra es una realidad 
		y que terminará victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía 
		sobre el mundo entero. Todos los miembros del Partido Interior creen en 
		esta futura victoria total como en un artículo de fe. 
		
		 
		
		Se conseguirá, o 
		bien paulatinamente mediante la adquisición de más territorios sobre los 
		que se basará una aplastante preponderancia, o bien por el 
		descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda de 
		nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía 
		pueden encontrar salida la inventiva y las investigaciones científicas. 
		
		 
		
		En la Oceanía de hoy la ciencia en su antiguo sentido ha dejado casi de 
		existir. 
		
		 
		
		En neolengua no hay palabra para ciencia. El método empírico de 
		pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos científicos del 
		pasado, es opuesto a los principios fundamentales de 
		
		Ingsoc. E incluso 
		el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser 
		empleados para disminuir la libertad humana.
		
		
		Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la 
		Tierra y extinguir de
		una vez para siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. 
		Hay, por tanto, dos grandes
		problemas que ha de resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra 
		la voluntad del interesado, lo
		que está pensando determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir, en 
		pocos segundos y sin
		previo aviso, a varios centenares de millones de personas. 
		
		 
		
		Éste es el 
		principal objetivo de las
		investigaciones científicas. 
		
		 
		
		El hombre de ciencia actual es una mezcla 
		de,
		
			
				- 
				
				psicólogo y policía que
		estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de las 
		expresiones faciales, gestos y tonos de
		voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la 
		terapéutica del shock, del hipnotismo y de la tortura física 
- 
				
				o es un químico, un físico o un 
				biólogo, sólo se preocupará por aquellas
		ramas que dentro de su especialidad sirvan para matar 
		
		En los grandes 
		laboratorios del Ministerio de
		la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas 
		brasileñas, en el desierto australiano o
		en las islas perdidas de la
		
		Antarctica, trabajan incansablemente los 
		equipos técnicos. 
		
			
				- 
				
				unos se dedican
		sólo a planear la logística de las guerras futuras 
- 
				
				otros, a idear 
		bombas cohete cada vez mayores,
		explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más impenetrables 
- 
				
				otros buscan gases más
		mortíferos o venenos que puedan ser producidos en cantidades tan 
		inmensas que destruyan la vegetación de todo un continente, o cultivan 
		gérmenes inmunizados contra todos los posibles antibióticos 
- 
				
				otros se 
		esfuerzan por producir un vehículo que se abra paso por la tierra como 
		un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan independiente de su base 
		como un barco en el mar 
- 
				
				otros exploran posibilidades aún más remotas, 
		como la de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes 
		suspendidas en el espacio a miles de kilómetros, o 
				
				producir terremotos 
		artificiales y grandes olas utilizando el calor del centro de la Tierra 
		
		Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y 
		ninguno de los tres superestados adelanta a los otros dos de un modo 
		definitivo. 
		
		 
		
		Lo más notable es que las tres potencias tienen ya, con la 
		bomba atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que 
		ahora tratan de convertir en realidad. Aunque el Partido, según su 
		costumbre, quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron 
		por primera vez a principios de los años cuarenta y tantos de este siglo 
		y fueron usadas en gran escala unos diez años después. 
		
		 
		
		En aquella época 
		cayeron unos centenares de bombas en los centros industriales, 
		principalmente de la Rusia Europea, Europa Occidental y Norteamérica. El 
		objeto perseguido era convencer a los gobernantes de todos los países 
		que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad organizada y por 
		tanto con su poder. A partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún 
		acuerdo formal, no se arrojaron más bombas atómicas. 
		
		 
		
		Las potencias 
		actuales siguen produciendo bombas atómicas y almacenándolas en espera 
		de la oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. 
		
		 
		
		Mientras 
		tanto, el arte de la guerra ha permanecido estacionado durante treinta o 
		cuarenta años. Los autogiros se usan más que antes, los aviones de 
		bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de guerra fue reemplazado por 
		las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir. 
		
		 
		
		Pero, aparte de 
		ello, apenas ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el tanque, el 
		submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso el rifle y la granada 
		de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por la 
		Prensa y las telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras 
		anteriores en las cuales morían en pocas semanas centenares de miles e 
		incluso millones de hombres - no han vuelto a repetirse.
		
		
		Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que suponga 
		el riesgo de una seria derrota. 
		
		 
		
		Cuando se lleva a cabo una operación de 
		grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa contra un 
		aliado. La estrategia que siguen los tres superestados - o que pretenden 
		seguir es la misma. 
		
		 
		
		Su plan es adquirir, mediante una combinación, un 
		anillo de bases que rodee completamente a uno de los estados rivales 
		para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir en 
		relaciones pacíficas con él durante el tiempo que sea preciso para que 
		se confíen.
		
		
		En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los sitios estratégicos. 
		Esas bombas, cargadas en
		los cohetes, serán disparadas algún día simultáneamente, con efectos tan 
		devastadores que no habrá
		posibilidad de respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad con la 
		otra potencia, en
		preparación de un nuevo ataque. 
		
		 
		
		No es preciso advertir que este plan es 
		un ensueño de imposible
		realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las zonas disputadas 
		en el Ecuador y en los
		Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo cual explica que en 
		algunos sitios sean
		arbitrarias las fronteras entre los superestados. 
		
		 
		
		Por ejemplo, Eurasia 
		podría conquistar fácilmente las
		Islas Británicas, que forman parte, geográficamente, de Europa, y 
		también sería posible para
		Oceanía avanzar sus fronteras hasta el Rin e incluso hasta el Vístula. 
		Pero esto violaría el principio - seguido por todos los bandos, aunque nunca formulado 
		- de la integridad 
		cultural. 
		
		 
		
		Así, si
		Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían con los nombres de 
		Francia y Alemania, sería
		necesario exterminar a todos sus habitantes - tarea de gran dificultad 
		física o asimilarse una
		población de un centenar de millones de personas que, en lo técnico, 
		están a la misma altura que los
		oceánicos. 
		
		 
		
		El problema es el mismo para todos los superestados, siendo 
		absolutamente
		imprescindible aue su estructura no entre en contacto con extranjeros, 
		excepto en reducidas
		proporciones con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el 
		aliado oficial del momento es
		considerado con mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve 
		a un ciudadano de
		 
		
		Eurasia ni de Asia Oriental - aparte de los prisioneros 
		- y se le prohíbe 
		que aprenda lenguas extranjeras. 
		
		 
		
		Si se le permitiera entrar en relación 
		con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo 
		esencial y que casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta 
		de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado y en que vive y quizá 
		desaparecieran el miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su 
		moral. 
		
		 
		
		Se admite, por tanto, en los tres Estados que por mucho que 
		cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las fronteras 
		principales nunca podrán ser cruzadas más que por las bombas.
		
		
		Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido 
		tácitamente y sobre el que se basa toda conducta oficial, a saber: que 
		las condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En 
		Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el 
		neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se conoce por un nombre chino 
		que suele traducirse por «adoración de la muerte», pero que quizá 
		quedaría mejor expresado como «desaparición del yo». 
		
		 
		
		Al ciudadano de 
		Oceanía no se le permite saber nada de las otras dos ideologías, pero se 
		le enseña a condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el 
		sentido común. La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres 
		ideologías, y los sistemas sociales que ellas soportan son los mismos. 
		
		
		 
		
		En los tres existe la misma estructura piramidal, idéntica adoración a 
		un jefe semidivino, la misma economía orientada hacia una guerra 
		continua. De ahí que no sólo no puedan conquistarse mutuamente los tres 
		superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo consiguieran. 
		Por el contrario, se ayudan mutuamente manteniéndose en pugna. 
		
		 
		
		Y los 
		grupos dirigentes de las tres Potencias saben y no saben, a la vez, lo 
		que están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del mundo, pero 
		están convencidos al mismo tiempo de que es absolutamente necesario que 
		la guerra continúe eternamente sin ninguna victoria definitiva. 
		
		 
		
		Mientras 
		tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la 
		denegación sistemática de la realidad, que es la característica 
		principal del
		
		Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí hemos de repetir 
		que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado fundamentalmente de 
		carácter.
		
		
		En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más 
		pronto o más tarde tenía un final; generalmente, una clara victoria o 
		una derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los 
		principales instrumentos con que se mantenían las sociedades humanas en 
		contacto con la realidad física. 
		
		 
		
		Todos los gobernantes de todas las 
		épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos, 
		pero no podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. 
		Como quiera que la derrota significaba la pérdida de la independencia o 
		cualquier otro resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones 
		para evitar la derrota. 
		
		 
		
		Estos hechos no podían ser ignorados. Aun 
		admitiendo que en filosofía, en ciencia, en ética o en política dos y 
		dos pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano 
		tenían que ser cuatro. Las naciones mal preparadas acababan siempre 
		siendo conquistadas, y la lucha por una mayor eficacia no admitía 
		ilusiones. 
		
		 
		
		Además, para ser eficaces había que aprender del pasado, lo 
		cual suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores. 
		
		
		 
		
		Los periódicos y los libros de historia eran parciales, naturalmente, 
		pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se realiza. 
		La guerra era una garantía de cordura. Y respecto a las clases 
		gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser, desde el poder, 
		absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra 
		cualquiera podía ser ganada o perdida.
		
		
		Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque 
		desaparece toda necesidad militar. El progreso técnico puede cesar y los 
		hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas sin 
		importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento. 
		
		
		 
		
		Como cada uno de los tres superestados es inconquistable, cada uno de 
		ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser 
		practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La 
		realidad sólo ejerce su presión sobre las necesidades de la vida 
		cotidiana: la necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un 
		techo, de no beber venenos ni caerse de las ventanas, etc...
		
		
		Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico, 
		sigue habiendo una distinción,
		pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el mundo exterior y 
		con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio 
		interestelar, que no tiene manera de saber por dónde se va hacia arriba 
		y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son 
		absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. 
		
		 
		
		Se ven 
		obligados a evitar que sus gentes se mueran de hambre en cantidades 
		excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar 
		que sus rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y 
		deformar la realidad dándole la forma que se les antoje.
		
		
		Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una 
		impostura. Se podría comparar esto a las luchas entre ciertos rumiantes 
		cuyos cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. 
		
		 
		
		Pero 
		aunque es una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir 
		el sobrante de bienes y ayuda a conservar la atmósfera mental 
		imprescindible para una sociedad jerarquizado. Como se ve, la guerra es 
		ya sólo un asunto de política interna. En el pasado, los grupos 
		dirigentes de todos los países, aunque reconocieran sus propios 
		intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la 
		destructividad de la guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y 
		el vencedor aplastaba al vencido. 
		
		 
		
		En nuestros días no luchan unos contra 
		otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el 
		objeto de la guerra no es conquistar territorio ni defenderlo, sino 
		mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra 
		guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, 
		al hacerse continua, ha dejado de existir. 
		
		 
		
		La presión que ejercía sobre 
		los seres humanos entre la Edad neolítica y principios del siglo XX ha 
		desaparecido, siendo sustituida por algo completamente distinto. 
		
		 
		
		El 
		efecto sería muy parecido si los tres super-estados, en vez de pelear 
		cada uno con los otros, llegaran al acuerdo - respetándole - de vivir en 
		paz perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del otro. En ese caso, 
		cada uno de ellos seguiría siendo un mundo cerrado libre de la 
		angustiosa influencia del peligro externo. Una paz que fuera de verdad 
		permanente sería lo mismo que una guerra permanente. 
		
		 
		
		Éste es el sentido verdadero (aunque la 
		mayoría de los miembros del Partido lo entienden sólo de un modo 
		superficial) de la consigna del Partido: LA GUERRA ES LA PAZ.