|
QUINTA
PARTE
SOBRE ALGUNAS
SEMICERTIDUMBRES MARAVILLOSAS
CAPÍTULO PRIMERO
LA UNIÓN LIBRE
DEL SABER Y DEL HACER
Fin del viaje: a caballo sobre algunas certidumbres. - La ciencia y
la tecnología pueden ser dos actividades sin ligamen ni relación; es
decir, contradictorias. - Esta comprobación ilumina nuestro tiempo y
el pasado. - Abundancia de pruebas. - Una ojeada sobre el mundo
animal. - Los cálculos justos y las ideas falsas de los astrónomos
babilonios. - Genio e impotencia de los griegos. - El Imperio de los
ingenieros. - Sobre el progreso de los mogoles. - Humanizar el
futuro, rehumanizando los milenios enterrados.
Hemos galopado mucho a lomos de lo interrogantes. Algunos de éstos
eran vigorosos. Otros aparecían un poco desalentados. Pero en las
postas hay que tomar lo que se encuentra. Lo importante, para el
embellecimiento de la vida, es viajar. He aquí nuestra última etapa.
Ahora hemos encontrado algunas certidumbres, que son monturas de
otra clase. Son jóvenes y muy nerviosas. Procuraremos tener la
espuela ligera.
La arqueología oficial hizo grandes progresos en Creta y,
recientemente, importantes descubrimientos en Turquía. Cabalguemos
en estas certidumbres y, de vez en cuando, espoleemos a la montura
con algunas de nuestras absurdas preguntas. Pero, ¿son realmente tan
absurdas? Tal vez un día, cuando algunas de las ideas o de las
hipótesis que flotan en nuestros toscos libracos engendren
vocaciones, alcanzarán aquéllas la dignidad de un método.
Llevamos, por ejemplo, en nuestras alforjas, una idea que, a nuestro
modo de ver, merece alguna consideración. Podría servir muy bien
para una comprensión más exacta del pasado y aun del presente. Ya
veréis cómo la empleamos en los próximos capítulos, al hablar del
mito de Dédalo y de los refinamientos de las recién desenterradas
ciudades de Çatal Huyuk.
La idea es ésta:
cada vez que se descubren
señales de técnica avanzada el tiempos muy antiguos, se produce un
movimiento de estupor. Incluso de contrariedad. Es algo -se piensa-
difícil de admitir, dada la presunción de que la ciencia de la época
era infantil y falsa. Sólo un conocimiento exacto de las leyes
permite la aplicación de la ciencia. Dicho de otro modo: parece que
una civilización para ser técnica, tiene que ser científica.
Nuestra
idea rechaza este principio. Rechaza, pues, el estupor y la
contrariedad en presencia de vestigios técnicos.
Expulsa de la mente
el principio-tabú que le impide seguir aquellas pistas. Pensamos, en
efecto, que no siempre y necesariamente existe, en una civilización
dada, una relación entre realización técnica y conocimiento general.
Aunque esta civilización sea la nuestra. Este modo de ver es,
ciertamente, desconcertante. Sin embargo, nos parece de acuerdo con
la realidad.
Es, propiamente hablando, del orden del descubrimiento, y este
descubrimiento puede servir para una mejor comprensión de nuestro
tiempo y de los tiempos enterrados.
Toda nuestra educación escolar, organizada y orientada por
filósofos, hombres de mentalidad literaria y pedagogos, tiende a
persuadirnos de que la técnica es un producto derivado de la
ciencia. El sabio descubre los principios, y el técnico se sirve de
ellos para realizaciones prácticas. Según este esquema convencional,
el progreso arranca de los hombres que tuvieron grandes
conocimientos generales, como Euclides, Descartes, Newton, Fresnel,
Maxwell, Plank y Einstein; y el papel de las inteligencias tipo
Arquímedes, Roger Bacon, Galileo, Marconi o Edison se reduce a sacar
deducciones del conocimiento fundamental de las leyes del Universo.
Hay que empezar por la comprensión, y continuar con la acción. Pero
semejante esquema, sobre el que se apoya toda la reflexión
contemporánea, y, por ende, toda nuestra manera de estudiar el
pasado, no corresponde a la realidad.
Generalmente, la mayoría de
las grandes construcciones del genio científico no han dado lugar a
ninguna transformación del medio material en que vivimos, ni
contribuido a ningún progreso material, ni al dominio del hombre
sobre la Naturaleza.
En cambio, la mayoría de las etapas del
progreso técnico, que han conducido a nuestro dominio actual de los
fenómenos naturales, son resultado de actuaciones sin el menor
alcance filosófico, efectuadas la mayoría de las veces por hombres
carentes de verdadera cultura científica y que han realizado grandes
cosas, no porque fuesen sabios, sino porque no lo eran lo bastante
para saber que tales cosas eran imposibles.
El «cientifismo»
aristocrático, que prevalece en el esquema convencional, no
corresponde en absoluto a la realidad dinámica.
Con frecuencia, el hombre hace, antes de conocer las leyes que
explicar correctamente los resultados que obtiene. Y el hecho de que
atribuya estos resultados a los Dioses, no implica que lo que hace
sea forzosamente mítico. Los altos hornos funcionaron mucho antes
del nacimiento de la química industrial.
Antiguamente, se hundía una
espada calentada al rojo en el cuerpo del prisionero sacrificado. Se
imaginaban que las virtudes de la víctima templaban el acero. En
realidad, el nitrógeno orgánico producía este efecto. El
procedimiento era mágico; pero la técnica era correcta.
Cuando
Fausto niega la prioridad al Verbo y, después, al Pensamiento, y se
decide a escribir: «A1 principio era la Acción», empieza su
aventura, se agitan «los espíritus en el pasillo» y entra Mefistóteles disfrazado de estudiante... De la misma manera, unos
hombres de civilizaciones desaparecidas, disfrazados de sumos
sacerdotes, con una mentalidad irracional y una visión absurda del
Universo, pudieron realizar proezas técnicas que desafían nuestra
comprensión y desbaratan nuestros cálculos.
La solución no radica en
la negativa a considerar el problema, ni en la mística del paraíso
perdido, de los Dioses presentes en el principio y de los
Atlantes
de conocimiento absoluto. Y, aunque lleguemos a suponer (suposición
lícita, a nuestro modo de ver) que hubo visitas de «Grandes
Galácticos» en la noche de los tiempos, éstos no transmitieron, sin
duda, una ciencia intraducible, sino procedimientos, trucos, juegos
de manos, que conocieron diversa suerte, a través de unos mares de
olvido, de ignorancia, de indiferencia al saber.
Echemos un nuevo vistazo a nuestro propio tiempo.
¡Cuán poco espacio
ocupa la pasión del saber! ¡Y qué extensión más grande el afán y la
necesidad de saber hacer! Nuestro mundo técnico seguiría su marcha
ascensional durante años, durante siglos, aunque toda nuestra
ciencia se detuviese mañana en el punto alcanzado, y aunque se
olvidasen los principios generales.
La ciencia intervino muy tardíamente en la técnica, y no sin
encontrar resistencia, pues la impaciencia del hacer tolera mal los
engorros del saber. Desde luego, el conocimiento de las leyes de la
Naturaleza permite actuar sobre ésta. La ciencia delegó sus poderes
en los prácticos, en ingenieros científicamente instruidos. Pero la
acción sobre la Naturaleza demuestra, a veces, que aquel
conocimiento es falso, o insuficiente, o más sencillamente,
indiferente.
El inventor no pertenece al mundo de las leyes, sino al
de los actos. No es una mente ilustrada. Es una mente inflamada por
la voluntad de poder inmediato. Su fuego interior le impulsa a
triunfar, con independencia de que la Ciencia considere realizable o
irrealizable su proyecto.
El profesor Simon Newcomb demuestra
matemáticamente, a fines del siglo XIX, que el vuelo de un objeto
más pesado que el aire es una quimera. Dos reparadores de
bicicletas, los hermanos Wright, construyen un avión. A principios
del siglo XX, Hertz está convencido de que sus ondas no pueden
servir para transmitir un mensaje a larga distancia. Un italiano
ingenioso y sin títulos académicos, Marconi, establece las primeras
comunicaciones inalámbricas.
Lo que ocurre es que confundimos con la
ciencia las realizaciones de este tipo especial de mentalidad que
tan pronto sigue la corriente del conocimiento como navega contra
ella. Y, en nuestra época actual, el impulso fáustico, en cuanto ha
sido reanimado por la ciencia pura, sumerge a ésta, la envuelve y la
asfixia entre sus olas. La imagen del «gran sabio», que resplandeció
durante un siglo, está perdiendo consistencia.
El gran sabio
pertenece a una especie cada día más rara. Arrastrado por la ola, o,
más estúpidamente, por los deberes administrativos, este tipo de
hombre, que se entregó a una vocación casi religiosa en favor de la
inteligencia pura, justamente orgulloso de su saber, absorto en
ideas generales, preocupado por las consecuencias de su trabajo,
está quedando anticuado.
Por otra parte, es significativo que, en la
actualidad, se sustituya la palabra «sabio» por la de
«investigador». Lo cual no es efecto de la modestia. Lo que ocurre
es que el «investigador» pertenece ya a otra raza, más estrechamente
especializada y orientada por entero hacia el saber hacer.
Nosotros vemos una homogeneidad del saber y el hacer, de la ciencia
y la técnica, siendo así que lo que hay es coexistencia,
superposición y, a veces, antinomia.
Los físicos experimentales afirman de buen grado, en privado, que
las vastas síntesis de la física teórica no tienen para ellos la
menor utilidad práctica. Los propios técnicos os dirán que las más
formidables instalaciones nucleares representan, sobre todo, un
triunfo del ingenio artesano; que son fruto de miles y miles de
pequeños «trucos» agrupados por la experiencia y sin relación alguna
con las teorías fundamentales.
Cierto que tienen que confesar que su
campo fue, en un principio, explorado por unos teóricos cuyos
trabajos no pueden ignorarse. Y aquí reside, quizás, una gran
novedad de nuestro siglo: que, para ser técnico, había que ser
también un poco sabio. Esta relación es un hecho nuevo en la
Historia, constituye una originalidad. Pero esta originalidad no
podría fundar una ley general.
Los partos tecnológicos no requieren,
como condición necesaria, el previo apareamiento de las dos
actividades de la mente. Incluso en nuestra civilización, es ésta
una unión muy libre, con sus rabietas, sus escapatorias y sus
engaños. Tal vez se necesitaría una transformación de la mentalidad
humana, comparable a la realizada por los griegos hace veinticinco
siglos, para que nazca una nueva forma de conquista del Universo que
una estrechamente el conocimiento a la acción.
Sin embargo, aquel esquema está tan profundamente arraigado en
nosotros, que decimos de buen grado que nuestra civilización es
científica. Y, en realidad, es tecnológica. No está en modo alguno
gobernada por las virtudes del espíritu científico. Son los afanes
del demonio del saber los que llevan la voz cantante.
Tenemos
sociedades de managers y de ingenieros, de burócratas y de policías,
en las que el empirismo rige las cosas y los hombres, con
justificaciones ideológicas muy vagas, muy dudosas, y con peticiones
de principio cuyo carácter relativo nadie ignora. Una sociedad
regida por la Ciencia sigue siendo una utopía. No; el hacer no es,
en circunstancia alguna, una recompensa del saber. Y nuestra visión
de la historia de la mente se ve falseada por esta creencia.
El Renacimiento, por ejemplo, no es un fruto rápidamente madurado
por una súbita luz. Cierto que la imprenta, la brújula, la pólvora,
aparecen aproximadamente en el momento en que renace la ciencia
fundamental, después de un eclipse de casi quince siglos; pero la
contribución de la ciencia a los inventos y a los descubrimientos es
absolutamente nula. La brújula no nació de la aplicación de las
leyes del electromagnetismo, sino todo lo contrario. Los grandes
navegantes españoles y portugueses precedieron en cuatro siglos a Ampère y a Maxwell. Descartes concretó las leyes de la óptica mucho
tiempo después de que Galileo fabricase su primera lente y
descubriese las montañas de la Luna, los satélites de Júpiter y las
fases de Mercurio y de Venus.
El ejemplo más impresionante del distanciamiento entre la Ciencia y
la técnica es la obra de Newton. este es sin duda con Einstein el
genio más grande de los tiempos modernos. Sus trabajos inspiraron
durante tres siglos, el conocimiento de las leyes del Universo.
Pero
sería imposible citar una sola aplicación práctica de sus
descubrimientos hasta el lanzamiento del primer Sputnik. Nada habría
cambiado desde el siglo XVIII, en la conquista de la Naturaleza por
el hombre, si las leyes de la gravitación hubiesen permanecido
envueltas en la ignorancia. Ni la máquina de vapor (inventada mucho
antes de que Carnot formulase su teoría), ni la electricidad, ni la
química, les deben nada.
Cuando uno piensa en todo esto se siente turbado. Los más fecundos
inventores modernos, los que más han contribuido a cambiar el mundo,
Denis Papin, Watt, Edison, Marconi, Armstrong, De Forest, Tesla,
George Claude, los hermanos Lumière, no eran lo que se ha convenido
en llamar sabios. Habríamos podido vivir lo mismo que vivimos hoy,
sobre un sondo teórico diferente sobre una visión del Universo y
unos conceptos fundamentales no científicos, irracionales o
religiosos.
A fin de cuentas, el nazismo era una filosofía mágica
absurda, y su técnica estuvo a punto de conquistar el mundo. A fin
de cuentas, nuestro racionalismo y nuestro materialismo son también
opciones ideológicas, más que productos del espíritu de verdad. A
fin de cuentas, el evolucionismo, sobre el que se apoya todo nuestro
concepto del progreso, es un cuento de hadas.
Todo lo que llevamos dentro se rebela contra estas comprobaciones.
Quisiéramos que las
realizaciones fuesen recompensas de lo que tenemos por nuestro más
noble deseo: el deseo de la verdad. Por esto queremos negar a
nuestros antepasados la posibilidad de hacer; porque vivían en un
profundo alejamiento de las verdades.
Y cuando descubrimos la
calefacción central en las ciudades antiguas, nuestra sorpresa tiene
un matiz de angustia. Es nuestro mundo mental que se tambalea. Los
pequeños tenedores de madera, surgidos de la Prehistoria, pinchan
nuestra mente.
El robot de Tales, de las costas de Creta, nos
lapida. Los constructores de Stonehenge son nuestros enemigos.
Dédalo nos hace dudar de nosotros misinos. El calendario maya
perturba nuestras constelaciones mentales. y, sin embargo, cuando
pensamos en la Ciencia y en la técnica, un solo vistazo a la
Naturaleza debería desengañarnos. No hay un solo descubrimiento
útil, transformador de nuestro mundo, que no haya sido realizado
anteriormente por el mundo animal. La jibia y ciertos insectos
esténidos se propulsan por reacción. La avispa fabrica papel.
El pez
torpedo dispone de condensadores fijos, de pilas y de interruptores
de corriente eléctrica. Las hormigas practican la ganadería y la
agricultura, y tal vez conocen el uso de los antibióticos. El pez Gymnarcus niloticus lleva, cerca de la cabeza y de la cola,
generadores de tensión y aparatos capaces de apreciar ínfimos
gradientes eléctricos. El demonio del hacer juega todas las cartas y
circula misteriosamente a través de toda la Naturaleza y, sin duda
alguna, de todos los hombres de todos los tiempos.
El prestigio de la ciencia astronómica de los babilonios se mantiene
después de tres milenios. En efecto, no cabe duda de que, en cierto
sentido, esta ciencia fue muy lejos, más lejos que la de los
griegos, e incluso, en ciertos terrenos, que la moderna astronomía
hasta el siglo pasado. Hace más de dos docenas de siglos que Kidinnú
calculó el valor del movimiento anual del Sol y de la Luna con una
precisión que sólo fue superada en 1857, cuando Hensen obtuvo cifras
con un error menor a tres segundos de arco. El error de los
resultados de Kidinnú no superaba los nueve segundos.
Más extraordinaria aún es la precisión del cálculo de los eclipses
lunares por el propio Kidinnú. Los actuales métodos de cálculo,
perfeccionados en 1887 por Oppolzer, suponían un error de siete
décimas de segundo de arco por año en la determinación del
movimiento del Sol. el cálculo de Kidinnú se aproximaba más a la
realidad... ¡en dos décimas de segundo!
Toulmin y Goodfiels, en un
curso que dieron en 1957 en la Universidad de Leeds, no ocultaron su
admiración por el viejo astrónomo de Mesopotamia.
«Que una tal exactitud -escribieron- pudiese alcanzarse sin
telescopio, sin reloj, sin los impresionantes aparatos de nuestros
modernos observatorios y sin matemáticas superiores, parecería
increíble si no recordásemos que Kidinnú disponía de archivos
astronómicos que abarcaban un período mucho más largo que el de sus
sucesores de nuestro tiempo.»
¿Diremos que Kidinnú y sus colegas eran grandes astrónomos? ¡No! Por
muy sorprendente que parezca, sus conocimientos astronómicos eran
prácticamente nulos. No alcanzaban, ni con mucho, el nivel de los de
un niño de nuestras escuelas primarias. Kidinnú y los otros
«astrónomos» babilonios creían que los planetas eran divinidades.
No
tenían la menor idea de las dimensiones del cielo: y la idea misma
de distancia espacial, aplicada a la Luna, al Sol o a Marte, les
habría parecido absurda, escandalosa, sacrílega, como les parecería
a nuestros teólogos modernos cualquier cálculo trigonométrico del
movimiento de los ángeles o de la distancia que separa el Cielo del
Purgatorio.
Los astrónomos, que durante siglos y más siglos observaron el
movimiento de los planetas desde lo alto del Gran Zigurat, eran
verdaderos ingenieros en teología. Este Gran Zigurat, cuyas
colosales ruinas producen aún, justificadamente, una especie de
estupor sagrado en el hombre del siglo XX, no tenía nada de
observatorio, y sólo una ceguera psicológica nos inclina a darle
este nombre.
Nos acercaríamos más a la verdad si lo imaginásemos
como una gigantesca sacristía, dotada de una oficina de estudios.
Por lo demás, los textos «astronómicos» babilónicos reflejan
perfectamente los conceptos básicos en que se apoyaban los
admirables cálculos de Kidinnú.
«Entonces, Marduk (el Dios supremo) creó reinos para los Grandes
dioses. Trazó su imagen en las constelaciones.
»Fijó el año y definió sus divisiones, atribuyendo tres
constelaciones a cada uno de los doce meses.
»Cuando hubo definido los días del año por las constelaciones,
encargó a
Nibiru (el Zodíaco) que las midiese todas (... ) y situó
el Zenit en el centro. Hizo a la Luna brillante señora de las
tinieblas, y le ordenó que habitase la noche y marcase el tiempo.
Mandó que su disco aumentase, un mes tras otro, incesantemente:
»Al comenzar el mes... brillarás durante seis días como un arco
creciente, y como medio disco al séptimo día. En el plenilunio, a la
mitad de cada mes, te hallarás en oposición al Sol.
»Cuando te alcance el Sol, en el Este, sobre el horizonte, te
encogerás y formarás un creciente invertido... Y el día vigésimo
noveno, volverás a estar en línea con el sol»
(Fragmentos del texto
sagrado del
Enuma Elish.).
Y así sucesivamente para los planetas, el movimiento del Sol en el
Zodíaco, etcétera. El hombre moderno se siente inclinado, por sus
invencibles ilusiones realistas, a interpretar estos textos como
ficciones literarias, destinadas a vestir de un modo elegante unos
hechos cuyo carácter material era perfectamente conocido por los
calculadores del Gran Zigurat.
No puede creer que unos cálculos tan
perfectos pudiesen ser realizados por hombres para quienes la Luna,
Venus, Marte y todos los astros fuesen realmente Dioses. Pero existe
un texto antiguo, perfectamente claro, que no deja lugar a dudas
sobre la prodigiosa ignorancia de los astrónomos babilonios.
Allá por el año 270 antes de J. C., Beroso, de quiera hemos hablado
ya a propósito de los Akpallus, emigró a la isla de Cos, en el
Dodecaneso, y enseñó allí la ciencia de su país. Su enseñanza no
cayó en saco roto, y, doscientos años más tarde, el romano Vitrubio
hizo un resumen de ella, que ha llegado hasta nosotros.
Según Beroso,
heredero de dos mil años de astronomía babilónica, la Tierra era
plana, el Sol la sobrevolaba a altura constante y lo propio hacía la
Luna, aunque a más baja altura. Ésta tenía una cara luminosa y una
cara oscura, y giraba sobre sí misma, de una manera tan ingeniosa
que explicaba sus variaciones mensuales, pero tan extraña que, en el
momento; del plenilunio, ¡daba su cara oscura al Sol! Desde luego,
la Luna y el Sol tenían que ser forzosamente Dioses, porque, después
de desaparecer todas las noches por el horizonte occidental,
reaparecían al día siguiente por Oriente, gracias a un milagro que
sólo el gran Marduk podía explicar.
Pero Beroso no dejó por ello de
impresionar a los griegos (que conocían desde hacía tiempo la
redondez de la Tierra y, a grandes rasgos, las configuraciones
celestes), por la fantástica precisión de sus efemérides y de sus
predicciones de eclipses. Los griegos eran sabios. Beroso era un
técnico. Los trabajos prácticos de los astrónomos babilonios no
requerían ningún conocimiento teórico y no han dejado rastro alguno
de una sabiduría de esta clase.
El abismo que separa la Ciencia de la técnica se pone aún más de
manifiesto si recordamos que, en la época en que Beroso llega a Cos,
Aristarco de Samos había descubierto ya la rotación de la Tierra
sobre sí misma, su revolución anual alrededor del Sol, y las
inmensas dimensiones que, partiendo de este último fenómeno, había
que atribuir al espacio sideral.
Pero no había ninguna necesidad
técnica (aquí, teológica) que obligase a Aristarco a prever los
eclipses con un error de una décima de segundo de arco. Le bastaba
con saber cómo ocurrían las cosas y cómo podían explicarse las
apariencias, según había dicho Platón.
Por otra parte, la aventura intelectual de los griegos ilustra en
cierto sentido el desarrollo independiente de la Ciencia y de la
técnica, pues ellos, que fueron los primeros auténticos hombres de
Ciencia, consideraron siempre la técnica como una habilidad propia
de bárbaros y de esclavos, al menos hasta Arquímedes, cuyo genio
revolucionario es tanto el de un ingeniero como el de un sabio.
Si
los griegos fueron los primeros hombres de la Historia que
vislumbraron la verdadera naturaleza del universo material y el
orden natural que lo organiza -la palabra Cosmos, que ellos nos
legaron, es, ante todo, un adjetivo que significa hermoso, elegante,
ordenado-, si fueron los primeros en comprender la situación, a la
vez predominante y modesta, del hombre en el seno de esta máquina
enorme, no les debemos, en cambio, ninguno de los grandes inventos
realizados en su época.
Cuando Arquímedes comprendió, al fin, que la
auténtica Ciencia debía tener también el aspecto artesano de la
experimentación, era ya demasiado tarde: como se sabe, Arquímedes
fue asesinado por un soldado del victorioso ejército romano. Con los
romanos, la técnica volvió a remplazar a la Ciencia.
Hemos citado a Vitrubio, a quien los diccionarios dan el título de
arquitecto, porque él mismo se daba este nombre. Pero, en realidad,
el arquitecto romano era un auténtico ingeniero, como lo fueron
después los arquitectos italianos del Renacimiento.
El arquitecto romano Sergius Orata, contemporáneo de Julio César,
realizó la calefacción central indirecta, en la forma que está
actualmente más de moda: por el suelo. Los ingenieros romanos y
galorromanos multiplicaron, hasta el final del Imperio, los pequeños
inventos que transforman la vida cotidiana (como, por ejemplo, los
cristales (de las ventanas), sin apelar al menor conocimiento}
científico.
Este progreso técnico se desarrolló sobre un fondo de
ignorancia científica total. En los tiempos de Augusto, los
escolares seguían aprendiendo los teoremas de la geometría de Euclides pero ya no se les enseñaban las demostraciones... Pues,
¿qué utilidad tenía aprender la demostración, «si Euclides la había
hecho ya»?
Este pequeño detalle nos muestra, mejor
que otro cualquiera, hasta qué punto el genio romano, tan fecundo en
el arte de transformar la Naturaleza, se había aislado de las
fuentes de la inteligencia científica. Cuando recorremos los restos
de un gran acueducto romano, por ejemplo el que alimentaba Cartago a
través de ochenta kilómetros de llanuras y colinas, nos maravilla la
exactitud del cálculo de la pendiente.
Pero los que efectuaron estos
cálculos y las mediciones topográficas correspondientes no sabían
demostrar el viejo teorema de Pitágoras y además, les importaba un
bledo. Como nuestros ingenieros modernos y como los ingenieros
babilonios, disponían de tablas y de baremos que resolvían todos los
problemas prácticos. Y la teoría de estas tablas les era tan
indiferente como útil.
Uno de los más curiosos descubrimientos de la arqueología moderna,
cuya significación fue el profesor André Varagnac uno de los
primeros en recalcar, es que la caída del Imperio romano se debió
tanto a razones técnicas como a causas políticas. Al registrar las
tumbas de los bárbaros que, a partir del siglo V, se instalaron
sobre los despojos , de aquél, se comprobó, con sorpresa, que sus
armas eran mejores que las de los romanos, por ser su acero de más
alta calidad, así como sus armaduras, los arneses de sus caballos e
incluso sus utensilios.
Más aún: los feroces hunos, de los que, al
cabo de los siglos, conservaremos aún un recuerdo espantoso, gracias
al testimonio de los últimos cronistas latinos, resulta que
aportaron inventos de los que ningún pueblo europeo tenía la menor
idea, y menos que nadie los griegos, tan hábiles en descifrar los
secretos del Universo.
En efecto, a aquéllos y a los mogoles debemos la herradura, las
guarniciones racionales de los caballos, con su collera rellena, el
fieltro e incluso, indirectamente, ¡la imprenta!
En lo que atañe a la imprenta, los hechos, largos y complicados,
pueden resumirse de la manera siguiente: a principios de nuestra
Era, los chinos inventan el arte del grabado sobre madera; los
mogoles invaden China y la India; en este último país, aprenden...
el juego de naipes, distracción predilecta del soldado ocioso. Para
renovar sus barajas, gastadas en las noches de guardia, utilizan la
técnica china del grabado, que transmiten después a Europa.
Los
monjes occidentales se apoderan del invento, no para fabricar
barajas, sino estampas piadosas. Un holandés concibe la idea de
separar, en dos objetos diferentes, el grabado que representa la
imagen y el que contiene la leyenda, a fin de combinar diversas
imágenes y leyendas, practicando una permuta. Después, también en
Holanda y en Alemania del norte, otros inventores separan las letras
unas de otras.
Y, por último, Gutenberg inventa los diferentes
dispositivos que aún se emplean en la actualidad: la prensa, la
tinta de negro animal, la aleación metálica de los caracteres. Sólo
teniendo en cuenta estos dos inventos -las guarniciones modernas del
caballo y la imprenta (ésta indirectamente)-, nos vemos obligados a
confesar que el aporte de los mogoles a Occidente contribuyó más a
la transformación de este que toda la admirable ciencia griega, al
menos hasta el Renacimiento. Ahora bien, la base científica de la
imprenta y de la guarnición con collera es absolutamente nula.
En
los tiempo de la grandeza de Roma, las ocas, cuya cría constituía
una especialidad de Gran Bretaña, eran transportadas a Italia por
recuas que hacían el viaje a pata y eran conducidas por veinte
intermediarios a través de la Galia, desde Calais hasta los Alpes,
aproximadamente en un mes.
Con la aparición del caballo de tiro, el
mismo comercio pudo realizarse en forma de pasta y de encurtidos,
transportados, en parte, en embarcaciones fluviales, y en parte, en
pesadas carretas que representaban el mismo papel económico que
nuestros actuales ferrocarriles.
El caballo de sirga, al generalizar
la tracción de pesados cargamentos en los ríos de curso lento de
Alemania y de Flandes, abrió hasta tal punto el camino de la
civilización a estos países, que su papel igualó muy pronto al de la
Europa mediterránea y acabó por eclipsarlo. Fue, pues, en parte,
gracias a los mogoles, que la civilización se implantó en el norte
de Europa.
Sin embargo, ¿quién lo recuerda, y qué sitio ocupan los
mogoles en la historia oficial del progreso?
Una vez establecida la idea, surgen innumerables ejemplos. Así,
ningún lazo une a los abstractos de la ciencia helenística del siglo
II antes de Jesucristo con los ingenieros de Alejandría, que, en la
misma época, descubrieron, entre otras cosas, el motor de reacción,
la famosa "bola de Herón"—, que, veinte siglos más tarde,
proporcionaba a Jean Jacques Rousseau un éxito de curiosidad.
La historia de los inventos es desmesurada; la historia de la
Ciencia es estrecha. La Ciencia es un río; la invención es un
océano. La Ciencia es conquista y reto para la mente; la invención
es la Naturaleza misma, agitándose en el hombre. La Ciencia es
cálculo en relación con lo posible; la invención es victoria ciega
sobre lo imposible. En este sentido, la invención es magia.
Pero
estamos hasta tal punto alienados por la ideología, que creemos
sinceramente que la Naturaleza permanece muda, si no tenemos sobre
ella nuestras ideas actuales. Así, nuestra cultura nos separa de la
realidad dinámica de los mundos desaparecidos, como nuestras ideas
modernas sobre el hombre nos separan de las profundidades y de las
amplitudes de la naturaleza del hombre, de las regiones oscuras en
que el genio de la creación supera al genio de la reflexión, donde
el hacer, indiferente al saber, se adelanta a éste.
El genio humano: si unimos a esta expresión el poder de ser causa,
la asociamos a una facultad de la libertad. En este sentido, es una
expresión y un concepto modernos. Los Antiguos veían el genio en los
dioses, o en el recuerdo de los grandes antepasados actuando en el
hombre.
Y considerando que la mayoría de nuestras realizaciones, si
no todas, han sido efectuadas por la Naturaleza, »través de las
especies vivas, diremos: el genio de la Naturaleza en el hombre pudo
desarrollarse muchas veces y de diversas maneras, a lo largo de
decenas de milenios enterrados.
«Tenemos en nosotros el centro de la
Naturaleza -dice Paracelso- Todos estamos en creación. Somos tierra
arable.»
El poder creador en bruto, lo que remueve la materia, lo
que moldea la vida, pudo germinar de muchas maneras en esta tierra
arable. La antigüedad del hombre retrocede sin cesar. Las
excavaciones nos revelan continuamente la existencia de
civilizaciones de sutileza enigmática, en un pasado que, ayer mismo,
considerábamos poblado de hirsutos brutos que cascaban piedras en la
húmeda oscuridad de las cavernas.
Si como pensaba Marx, los
descubrimientos se realizan en el momento en que la Humanidad los
necesita, ¿cuál es la necesidad que corresponde a estas exhumaciones
aceleradas? Tal vez la de sentir que no estamos solos, aislados en
una aventura de conquista de la Naturaleza y de nuestra propia
máquina humana; que esta aventura pudo desarrollarse varias veces,
en diversos grados de comprensión fundamental, de éxitos y de
riesgos, de extensión en el espacio y en el tiempo.
Tal vez,
también, la de llegar a un humanismo útil para el futuro, que sólo
podremos alcanzar mediante la rehumanización de los tiempos
enterrados, en una concepción general de la
eternidad del hombre.
Volver
al Índice
CAPÍTULO II
LAS DOCE CIUDADES DE ÇATAL HUYUK
La más antigua se remonta a 9.000 años. - Trajes, joyas y espejos. -
Los frescos y el símbolo de la mano. - Preguntamos urna vez más:
¿dónde está la escritura? - Los santuarios de la Diosa Madre. --
Esos tenedores que vienen de tan lejos a pinchar nuestra mente. -
Los técnicos de la obsidiana y el mito de Prometeo. - Huellas
evidentes de agricultura. - Cuestiones sobre el Arca. - Los
descendientes, ¿de quién?
Hemos evocado en este libro muchas maravillas conjeturales. Pero si
es preferible maravillarse sin conjeturas, he aquí una civilización
que hace soñar, pero cuya existencia está actualmente comprobada.
Cuatro de sus centros han sido definitivamente identificados. El más
célebre de ellos se llama Çatal Huyuk.
Debemos su exhumación a James Mellaart.
El descubrimiento fortuito de un objeto de obsidiana, al sur de
Turquía, intrigó a Mellaart. Pensó que su hallazgo procedía tal vez
de un taller insospechado, en las cercanías de uno de los volcanes
de Anatolia central. La perspectiva de determinar el origen de
tantas armas, útiles y utensilios de la misma materia, exhumados en
numerosos países donde no había obsidiana, no podía dejar de seducir
a un arqueólogo.
La localización de un centro semejante demostraría
que, desde el Neolítico, se efectuaban intercambios entre el Asia
anterior, Mesopotamia, la meseta irania, y, probablemente; diversas
regiones occidentales. El joven sabio registró, pues, la región de
Konya. A cincuenta kilómetros de la ciudad y a ochenta del volcán
Hassali Dagh, dos tells o colinas se abrazan en la llanura. Los
resultados superaron con mucho las esperanzas de Mellaart.
Descubrió doce ciudades superpuestas, la más antigua de las cuales
se remontaba a 7.000 años antes de J. C., o sea a 9.000 años antes
de nuestros días. Salvo la más reciente, era indudable que estas
ciudades habían sido destruidas por el fuego y reconstruidas
después. Sin apelar siquiera al simbolismo, cabe pensar que esta
superposición de ciudades presenta una analogía con nuestra
civilización, la cual podría muy bien haber sido edificada sobre un
montón de civilizaciones desaparecidas.
Pero lo que más nos choca, aquí, es el grado de cultura y de
refinamiento que presuponen los hallazgos realizados en estas doce
ciudades.
Estas ciudades estaban formadas por casas de ladrillos, desprovistas
de puertas. Se penetraba en ellas por el tejado y con ayuda de unas
escaleras. El conjunto de viviendas de un barrio estaba dispuesto en
forma de colmena y constituía una fortaleza contra los eventuales
asaltantes y las crecidas del río Carsamba. Los edificios se habían
derrumbado casi totalmente, pero se pudo reconstruir fragmentos de
muros.
Se descubrió que éstos estaban cubiertos de frescos en su
parte interior. Sin embargo, los restauradores chocaron con un
escollo: una vez expuestos a la claridad solar, los colores se
alteraron. Sin duda habían sido confeccionados a base de pigmentos
minerales, que se deterioran bajo la acción de la luz. Los frescos
fueron inmediatamente fotografiados, para conservar Su recuerdo
intacto. (Después, se realizaron diversos ensayos de revestimiento
para proteger los colores. El acetato de polivinilo dio resultado
satisfactorio.)
Estos frescos representaban escenas variadas: caza, juegos,
ceremonias o personajes en diferentes actitudes. La hechura era de
un realismo tan acusado que podemos leer los rasgos más dominantes
del carácter de los personajes: la actividad desbordante y
favorecida por una gran agilidad, la inteligencia sagaz y rayana en
la astucia. También se reconstituyó el estilo de la indumentaria.
Los hombres usaban camisas de lana, túnicas y abrigos de invierno,
de piel de leopardo, provistos de cinturones con hebilla de hueso.
En el dobladillo de los trajes femeninos, unos aros de cobre,
semejantes a los de latón que daban rigidez a los miriñaques de
nuestras abuelas, impedían que se levantase la falda. Los escotes,
bastante pronunciados, no se parecían, empero, al de la cretense que
sirvió de modelo para la estatuilla bautizada con el nombre de «La
parisiense».
Joyas de plomo, metal rarísimo en aquella época, o de
cobre, con incrustaciones de piedras duras talladas o de piedras
preciosas, completaban el atavío. Unas cajitas que contenían
diferentes tintes permiten pensar que el empleo de afeites no era
desconocido, y las elegantes, para comprobar el efecto de su
maquillaje, disponían de espejos de obsidiana, con el mango
protegido con yeso, para que no se hiriesen los dedos...
También figuran animales en estos fresco-; aves (en particular,
halcones), leopardos y toros. Los toros son los más numerosos. Los
símbolos abundan en estas pinturas murales: curiosas redes de líneas
rojas y negras entrecruzadas; rosetas, mandalas, hachas de doble
filo (que encontramos, varios milenios más tarde, entre los escitas,
en Tracia y también en Creta) y cruces bastante numerosas.
Pero el símbolo más impresionante y más frecuentemente representado
en Catal Huyuk es la mano humana. Imposible dejar de establecer un
lazo entre éstas y las que pintaron ya los auriñacienses, varias
decenas de milenios antes, en las paredes de sus cavernas; por
ejemplo, en Gargas (Altos Pirineos), en Cabrerets (Lot) y en
Castilic (cerca de Santander). Sin embargo, éstos empleaban un
procedimiento distinto, pues aplicaban la pintura entre los dedos y
alrededor de las manos, que, al ser colocadas planas, reproducían su
imagen en negativo.
En Catal Huyuk, aparecían también coloreadas.
Ciertamente, sólo se puede presumir la importancia que se les
otorgaba. ¿Es posible que, recién salido del período carbonífero, el
hombre prestase ya un interés particular a esa parte de su cuerpo,
en la cual, según los quirománticos de tantas regiones, desde
Mesopotamia a China, se dibujaban los rasgos de su carácter y los
acontecimientos esenciales de su vida? ¿O hay que ver, en las series
de manos que se yuxtaponen en Catal Huyuk, indicaciones numéricas,
en las que cada dedo representaba una unidad?
Sólo cuando las manos
se posan sobre unos senos, el símbolo se hace más claro, en el
sentido de una invocación procreadora...
Si consideramos, de una parte, todos estos símbolos, y de otra, los
sellos de arcilla cocida encontrados en gran número, resulta
sorprendente la ausencia de cualquier forma de escritura. Aquellos
sellos, del tamaño de los nuestros de Correos, aparecen en todas las
casas.
Servían para marcar objetos de cerámica y se diferenciaban
los unos de los otros, lo cual induce a pensar en una propiedad
privada muy rigurosa y, también, en una estructura social fundada en
la familia. Se podría compararlos con los blasones de nuestra Era;
pero éstos son exclusivos de los nobles, mientras que aquéllos
existían en todos los hogares.
También cabe imaginar que tales
sellos servían para firmar mensajes escritos sobre materiales
perecederos.
Pero, ¿cómo explicar que no se haya conservado el menor
rastro de estos materiales, alterados e incluso en forma de polvo?
¿Y cómo explicar, también, que no figure ninguna inscripción en los
frescos desenterrados hasta hoy? Sin embargo, los logros conseguidos
en tantos campos no permiten presumir que los hombres de Catal Huyuk
carecieran de toda forma de grafismo o de conservación de la
palabra. ¿O seremos nosotros los que no sabemos identificar esta
escritura, este registro sutil? ¿Nos hallaremos en presencia de los
herederos de la escritura perdida de los primeros tiempos? ¿Fue,
ésta, deliberadamente secreta o prohibida?
También podemos
preguntarnos si no utilizarían una tinta criptográfica
exclusivamente sensible a un revelador especial, sólo conocido por
los maestros iniciados.
En cuarenta santuarios desenterrados se han encontrado numerosas
esculturas y diversos objetos de culto. Estos elementos permiten
reconstituir, en parte, la religión de los primeros ciudadanos del
mundo (hasta que se demuestre lo contrario). Estos santuarios
parecen haber estado todos ellos consagrados a la Diosa Madre.
La
presencia de esta Diosa parece indicar que, en los albores de la
Humanidad, existía un lazo entre todos los cultos. ¿Acaso no figura
entre las estatuillas del período solutrense, descubiertas en Vilendorf (Austria), en Brassenpouy (Landas) y en la gruta Grimaldi
de Menton? ¿No la encontramos en los esquimales tchukchi?
Allí se la
denomina, a veces, Madre del Muerto, y otras veces se le da nombres
diferentes, pero todos ellos referidos a la calidad esencial de la
fecundidad.
-
Y, en Siberia, ¿no invoca el chamán a la
Señora de la
Tierra, que sirve de intermediaria con la Señora del Universo, para
obtener la autorización de cazar con lazo los animales de que
depende su subsistencia?
-
¿No se han desenterrado en Parmo
rudimentarias estatuillas de la Diosa, que tienen casi 9.000 años de
antigüedad?
-
¿Y no era adorada en Eshmún,
Mesopotamia, y en
Baalbek?
En Egipto, se identifica con
Maat. En Caldea, se la representa, ora
esbelta como una ninfa, ora grávida. ¿Y no es ella la que aparece
simbolizada por madres que amamantan a sus hijos, en las figuritas
de tierra cocida de Tell-Obeid? Se ha creído reconocerla en Mohenjo
Daro, en el valle del Indo, y, desde la época védica, ocupa un lugar
destacado en el Panteón indio.
La Reina del Agua, en México (del
agua, fuente de la vida), y la Reina de la Fecundidad de los
minoicos, primero grávida y después esbelta, ora desnuda, ora
vestida y engalanada, se identifican con ella. En Luristán,
encontramos diversas representaciones de ella, de unos 5.500 años de
antigüedad.
Y en Anatolia sigue estando presente después de 4.000
años de la desaparición de Çatal Huyuk. Faltan eslabones, pero uno
se siente tentado a encontrarla de nuevo en el culto de Maya, la
madre del Gautama Buda. ¿permanencia de esta Diosa-Madre del
Universo?
En las estatuas encontradas en Catal Huyuk es exclusivamente
fecunda. En una de ellas, aparece representada en el momento de
parir un toro (¿prefiguración del culto de Mitra?). Ciertas pinturas
murales indican que tenía el poder de resucitar a los muertos. Su
color, como el de la vida, era el rojo. El de la muerte, el negro.
En los frescos, encontramos también motivos en color de rosa,
blanco, púrpura, raras veces azul e, inexplicablemente, nunca verde.
En varios frescos se pueden descubrir escenas referentes a la muerte
de alguien y que indican la creencia en un mundo futuro. Los
cadáveres eran desnudados y expuestos, sin duda en un lugar elevado,
a merced de los buitres.
Se puede establecer un parangón con los mazdeístas. En efecto, en
los tiempos de Aqueménides, éstos enterraban aún íntegramente los
cadáveres; pero; después de la reconquista del Imperio por los
partos, se extendió el empleo de las torres del silencio, que
prosiguió entre los parsis de la India.
En Çatal Huyuk, cuando de un cuerpo no quedaba más que el esqueleto,
se enterraba éste después de revestirlo con las ropas del muerto. En
la sepultura, se colocaban sus armas y útiles, si se trataba de un
hombre; joyas y varios utensilios, si el muerto era una mujer, y
juguetes, si era un niño.
En las tumbas se han descubierto fragmentos de tejidos apenas
deteriorados, todos ellos de excelente calidad, sobre todo los de
lana, que han permitido identificar tres tipos de tejidos. Había
también telas de pelo de cabra y de fieltro. Son hasta hoy, los
tejidos más antiguos de nuestro planeta.
Dos circunstancias
favorecieron su conservación: el hecho de que no estuviesen en
contacto con la carne en descomposición, y las condicione,
higrométricas del aire. Pero también podría ser, que el suelo
tuviese cualidades particulares, como el de Ispahán. Ningún estudio pedológico lo ha confirmado aún.
Entre los objetos usuales dejados a disposición; de los difuntos,
parece interesante mencionar unos tenedores de madera y de hueso.
Este objeto no se encuentra en ningún otro pueblo de la Prehistoria
ni de la protohistoria, y su empleo era ignorado en Occidente antes
de los últimos siglos.
Y, junto a estos tenedores, se encuentran
platos, fuentes, cubiletes, vasos y copas, de cerámica muy fina.
El examen de los esqueletos descubiertos hasta hoy no ha permitido
determinar la raza dominante. Se encuentran tipos modernos de
mediterráneos y también anatolios. Pero las excavaciones prosiguen,
y no sabemos las sorpresas que nos tienen reservadas. En cambio, los
etnólogos han podido fijar, aproximadamente, el promedio de edad:
treinta y dos años para los hombres, y treinta para las mujeres.
Cabe presumir que una maternidad excesiva, como ocurría antaño en la
India, provocaba esta ligera diferencia. Aparte de esto, no cabe
duda de que la mujer ocupaba la primera fila en aquella sociedad.
Así lo sugiere un detalle, independientemente de la importancia que
se otorgaba a la mujer en materia religiosa. Las tumbas eran
excavadas debajo del lugar que habían ocupado los lechos de les
difuntos. Los de los hombres eran simples literas.
El ama de casa tenía derecho a una cama muy grande, casi majestuosa.
Tal vez un día se descubrirá una relación entre las diferentes
civilizaciones, esparcidas en el tiempo y en el espacio, que
practicaron el matriarcado: predecesores de los indoeuropeos en
diversas regiones del Asia Occidental y tribus indonesias o
malasias, por citar solamente unos pocos ejemplos.
Sin demasiado temor a equivocarnos, podemos pensar que, incluso
siendo jerárquicamente inferiores a las sacerdotisas, únicas
depositarias del ritual, hubo una cofradía de sacerdotes (o magos),
sabios y técnicos, que supo sacar espléndido partido de la
obsidiana, principal recurso de Catal Huyuk. Había tres yacimientos
de obsidiana, cerca del volcán hoy apagado. Y este material servía
para la fabricación de casi todos los utensilios: hoces, hachas,
raspadores para la limpieza de la lana, punzones, armas diversas y
puntas de lanza o de flecha.
Ahora bien, técnicamente, la obsidiana es un cristal: duro y negro.
¿Por qué los sabios de esta .ciudad no habían de intentar el invento
de variedades de diferentes colores y no habían de ser los primeros
en fabricar el vidrio, cosa que se atribuye a los fenicios y a los
egipcios?
Y las expediciones de estos técnicos a las proximidades de los
volcanes de Hassan Dag, Karaqa Dag y Nekke Dag, ¿no pudieron dar
origen, mucho antes de la civilización helénica, a la leyenda de
Prometeo? Cierto que nada viene a confirmar esta hipótesis. Ni
siquiera podemos apoyarnos en una leyenda que, nacida en la región
como fruto de un hecho real, fuese transmitida a través de las
edades a las primeras generaciones de la era histórica.
Pero las
condiciones geográficas de Grecia y de Creta no eran las más
adecuadas para el nacimiento de éste mito. Entonces, ¿por qué no
buscar su origen alrededor de unos cráteres antaño incandescentes?
Pero, en Çatal Huyuk, la misma realidad inclina a soñar. Entre los
utensilios, Mellaart observó en seguida los morteros, que servían
para moler el grano. Los granos dejaron, a veces, su huella, y
otras, se conservaron casi intactos. Y los investigadores tuvieron
que rendirse muy pronto a la evidencia (gracias a los estudios
genéticos del profesor danés Hans Helbart): los habitantes de la
ciudad neolítica no se limitaban a cortar espigas de trigo
silvestre, sino que cultivaban tres variedades.
También sembraban
cebada y lentejas, y cultivaban plantas oleaginosas y medicinales,
almendros y alfóncigos.
Sabemos que unos sabios americanos descubrieron, igualmente, en las
grutas de Mazanderán, a orillas del Caspio, granos de trigo cuya
antigüedad pudieron determinar por el carbono 14: unos 10.000 años.
Por otra parte, un poco antes que aquéllos, en 1948, Robert J.
Braidwood había descubierto, en el curso de sus excavaciones en
Jarmo (Irak), muelas y hornos de cocer galletas.
Y estos objetos se
remontaban a 6.750 años antes de J. C. Mellaart opina que los hombres, sin dejar de ser cazadores, pero
habiéndose convertido también en pastores y agricultores, debieron
comprender la necesidad de abandonar sus moradas dispersas en los
flancos de las montañas, para agruparse en los llanos, a fin de
facilitar las operaciones agrícolas y, seguramente, la ganadería.
Después de los trabajos de Maurits van Loot en Mureybat, Siria
septentrional, se alargó la escala de las edades en lo que atañe a
las comunidades agrícolas: se dijo que éstas existían en el octavo
milenio antes de J. C. Pero en el momento actual no podemos
arriesgarnos a establecer cronologías con el dogmatismo de los
arqueólogos y los etnólogos del pasado. Cada año, en algún lugar del
Globo, un nuevo descubrimiento pone en tela de juicio la antigüedad
de una civilización.
Aquel lugar de Siria dejó de parecer la primera aglomeración
cultural cuando, recientemente, se descubrieron en Irán vestigios de
una aldea que se remonta a 8.500 años antes de nuestra Era. Tal vez
muy pronto se descubrirán otras más antiguas.
La clasificación de Tunay Akoglu tiene, naturalmente, a Catal Huyuk
como punto de partida. Después de una laguna de varios milenios,
aparece en segundo lugar Tell Hala, descubierto por Oppenheimer en
1911, y que se remonta a 3.800 ó 3.500 años antes de J. C. Pero esta
tabla, en la que figuran a continuación Uruk, los hatitas, los
hititas y los hurritas, parece muy precaria, a pesar de su rigor
científico.
Entre la fecha del último Çatal Huyuk, alrededor del año
5600 antes de J. C. y las expediciones de que habla Tashin Ozguk,
realizadas por los sumerios para la adquisición de cobre, ¿qué
ocurrió en esta región, donde se desarrollaron tantos
acontecimientos desde el principio de la era histórica y que,
durante largo tiempo, se creyó que estaba desorganizada, incluso en
comunidades muy primitivas, del período neolítico?
Los intercambios
entre sumerios y anatolios son posteriores en más de veinte siglos a
la misteriosa desaparición de la última ciudad desenterrada por
Mellaart. ¿Cómo llenar esta laguna?
En una época más reciente, los asirios instalaron en la misma región
un importante centro comercial: Kanesh. Fue aquí donde, en 1963,
Tashin Ozguk (actualmente director de la sección arqueológica de la
Universidad de Ankara) y sus colaboradores descubrieron 14.000
tablillas grabadas. Todavía no se ha empezado a descifrarlas.
¿Contendrán indicaciones relatïvas a Çatal Huyuk?
En 1967, Tashin Ozguk descubriría, en Altin Tepé, los vestigios de
una ciudad, con una ciudadela y una necrópolis. El lugar, que se
encuentra en la región oriental del actual Estado turco, pertenecía
al Urartu que se edificó en los alrededores del Ararat. Incluso
antes de que se iniciaran las excavaciones en la zona de este vasto
imperio que se derrumbó en el siglo IV antes de J. C., poseíamos ya,
gracias a unos textos asirios, mucha información a su respecto.
Habiendo empezado como un pequeño Estado en el segundo milenio, el Urartu había alcanzado su apogeo en el siglo VIII antes (y no
después) de nuestra Era. En aquella época los lidios lo consideraban
como mucho más poderoso e inquietante que Asiria. Al Norte, se
extendía hasta más allá del Cáucaso; al Oeste, rebasaba el Éufrates.
Al Este, había convertido en sus vasallos a los indoeuropeos de la
región del lago Urmiah.
La residencia más frecuentemente citada de
sus soberanos, y cuyo emplazamiento exacto seguimos ignorando, era Toprak Kaleh, a orillas del lago de Van. Desconocemos el origen de
los moradores, aunque se sabe que eran asiáticos y no semitas.
Ignoramos, pues, el lazo que existía entre ellos y los ciudadanos de
Çatal Huyuk. Pero no podemos dejar de sentirnos intrigados por
diversas semejanzas.
El descubrimiento de dos tumbas en la «Colina de Oro» (Altin Tepé),
en 1938 y 1956, incitó a la Fundación Histórica y al Departamento de
Antigüedades del Gobierno turco a realizar excavacíones. Estas
permitieron reconstituir la vida cotidiana, las técnicas, el arte y
la religión del pueblo. Los muros del recinto y los de la ciudadela
tenían un grosor de más de diez metros, y la técnica empleada para
su construcción revela una gran habilidad.
Una parte de los textos
ya descifrados nos da indicaciones sobre la manera en que eran
manejados los bloques de granito de 40 toneladas, elevados y
ajustados por los ingenieros a más de 60 metros de altura. Sin
embargo, aunque se explique el procedimiento, nos parece asombroso
que pudiese realizarse semejante hazaña en Altin Tepe de la misma
manera que nos quedamos estupefactos ante
las losas de Baalbek,
preguntándonos de dónde vinieron y cómo pudieron ser transportadas y
colocadas en su sitio.
Se ha conseguido también descifrar algunos textos relativos a la
contabilidad y a las reservas. Uno de ellos nos dice que se
almacenaban 375.000 litros de vino para el consumo del rey y de los
nobles. Cuando se llegue a descifrar los demás textos, obtendremos,
sin duda, una gran cantidad de nuevos datos.
Pero, ya en la
actualidad, algunos objetos nos proporcionan valiosas informaciones:
como aquel disco de oro, cuyos motivos, minuciosa y artísticamente
grabados, nos permiten establecer singulares comparaciones. Pues,
¿no vemos allí a un Dios vestido con larga túnica y montado en un
caballo alado, predecesor de los de la mitología griega?
Las tumbas son copias reducidas de las casas, como ocurrirá más
tarde en la necrópolis de Nagheh-e-Rustem. También aquí los
cadáveres son suntuosamente ataviados antes de enterrarlos, y, como
en Çatal Huyuk, se colocan armas en las tumbas de los hombres, y
joyas en las de las mujeres.
El lujo superaba en mucho al de la ciudad neolítica: los muebles
tenían adornos de oro y de plata; las patas de bronce de las mesas y
de las camas presentaban la forma de pezuñas de caballo o de macho
cabrío. Cabezas de toro decoraban los calderos. Para ejecutar el
minucioso dibujo de los frescos, los artistas disponían de reglas y
compases.
Todos estos elementos fragmentarios no bastan para reconstituir una
sólida cadena. Faltan demasiados eslabones, y el esparcimiento de
aquéllos en el espacio da lugar a que se multipliquen las hipótesis.
Si sabemos, por ejemplo, cómo desapareció Catal Huyuk, destruido
(probablemente por los escitas) a mediados del sexto milenio antes
de nuestra Era, ignoramos, en cambio, los motivos que llevaron a la
primera edificación de esta ciudad.
Difícilmente podemos admitir que se tratase de un ensayo, ya que se
consiguió una obra maestra de urbanismo. Por otra parte, el
monopolio de la obsidiana no basta para explicar este logro. Unas
técnicas tan complicadas como la consistente en practicar en una
bola de dura piedra un orificio más fino que la más fina aguja, no
pueden surgir espontáneamente. Si se trata de un invento, éste
presupone un ingenio desconcertante.
Pero, ¿no se trataría más bien
de algo heredado? Cuesta mucho imaginar que el arte de Catal Huyuk
fuese prolongación normal del del paleolítico superior, a fines de
la última era glacial. Y esto puede aplicarse igualmente a la
civilización de sacerdotes técnicos recientemente descubierta en el
Cáucaso, en una región ciertamente en contacto con la ciudad
neolítica, que tenía, como ya hemos dicho, una importante red
comercial.
¿Primera civilización urbana completa? Nacida, ¿cómo? ¿Por brusca
aparición? En otro caso, ¿cuál fue su filiación? ¿Cuál fue su
herencia? ¿Representó un progreso, en relación con un pasado que
ignoramos, o fue recuerdo de alguna civilización más alta?
Tal vez los habitantes de Çatal Huyuk ignoraban o negaban la
existencia de sus predecesores, de la misma manera que los de Altin
Tepé desconocían la de los suyos. Cuando se descifre su escritura,
es posible que leamos:
«Sólo un loco podría pretender que en un
pasado remoto hubo hombres tan adelantados como nosotros.»
Volver
al Índice
CAPÍTULO III
EL IMPERIO DE DÉDALO
Santorín, los Atlantes y la Creta de Minos. - Las relaciones con
Asia. - Los reyes del mar y de los metales. - Historia del oricalco.
- Las instalaciones sanitarias y el urbanismo. - Las elegantes de
Cnossos. - Lineal A, Lineal B y disco de Festos. - Los fabulosos
inventos de Dédalo. - ¿Una corporación de Dédalos? - Mito o realidad
de Talos, el robot. - La nafta y la herida de Talos. - La balanza
para pesar las almas. - Infundir humanidad a la historia humana.
«Me dirijo a vosotros desde el tiempo del Toro, que acaba de
terminar. A través de más de tres mil años, os envío un mensaje; a
vosotros, que vivís en la conjunción de Piscis y Acuario. En vuestra
época, habéis realizado cosas que yo empecé, y algunas de mis
realizaciones técnicas parecen, al lado de las vuestras, triviales y
acaso infantiles. Sin embargo, he hecho cosas que nadie había hecho
antes que yo, y he realizado maravillas que nadie era capaz de hacer
antes de mi advenimiento. Mi hijo y yo cruzamos el cielo, donde
nadie había estado antes de nosotros.»
Así nos habla Dédalo, en un mensaje imaginario con que empieza el
magnífico libro de ficción de Michael Ayron, pintor y escultor
inglés...
El imperio de Dédalo tenía por centro a Creta. Es muy probable que
se confunda con el que sobrevivió en la leyenda con el nombre de
Atlántida.
No sabemos nada cierto con respecto a la Atlántida, y numerosos
autores le atribuyen otro emplazamiento. Platón la situaba al este
de las Columnas de Hércules o, dicho de otro modo, del estrecho de
Gibraltar. Y se partió de esta teoría para buscar sus huellas en el
Atlántico. Pero, según parece, los hundimientos en esta región se
produjeron muy lentamente, y se remontan a más de 500.000 años.
Ahora bien, la Antigüedad afirma que la desaparición de la Atlántida
fue brusca. Solón oyó hablar de ella durante su estancia en Egipto.
Los sacerdotes de Sais decían que la Atlántida era tan vasta como
Lidia y Asia juntas. Esto es, sin duda, una exageración; por otra
parte, los pueblos civilizados de las orillas del Mediterráneo
ignoraron durante largo tiempo las dimensiones de Asia.
Platón
habla, en Critias, de una guerra que estalló, nueve mil años antes
de su época, entre los soberanos de la Atlántida y los del mar Egeo.
Debió tratarse, pues, de un reino mucho más antiguo que el Imperio
cretense. Pero, como ninguna hipótesis ha sido, hasta hoy,
confirmada o rebatida, podemos formular otras.
Por ejemplo, la
siguiente: un pueblo que, en el período neolítico, vivía en una isla
del Atlántico, inculcó, antes de desaparecer, a los primeros
cretenses las bases de su civilización; y es también permisible
imaginar que una sola catástrofe fue causa de la desaparición de la
Atlántida (fuese cual fuere su emplazamiento) y la destrucción de
las ciudades de la Creta minoica.
Una terrible erupción volcánica
pudo hacer desaparecer una o varias islas causando solamente la
devastación de otras. En la isla de Thera (o Thira), actualmente
Santorín, se ha podido demostrar que una ciudad, de la que el
arqueólogo griego Spiridón Marinitos descubrió vestigios en 1961,
fue destruida, por la explosión de un volcán submarino, unos 1.500
años antes de J. C. Lo cual, según el sabio, no habría sido más que
un episodio de la historia telúrica, particularmente agitada en esta
parte del mundo.
Al mismo tiempo que Santorín, situada a 120
kilómetros de Creta y a 200 de Atenas, al sur del mar Egeo, otras
islas más pequeñas del mismo archipiélago pudieron sufrir las
consecuencias del cataclismo, que, según el sismólogo griego
Ganalopoulos, empezó por unas sacudidas sísmicas, seguidas de un
maremoto y de dos erupciones. En todo el contorno del Mediterráneo
oriental se han encontrado restos de lava correspondientes a aquel
siglo, y ciertos papiros hablan del oscurecimiento del sol que se
produjo entonces en Egipto.
Cuando, en 1902, entró en erupción el volcán de la Montaña Pelada
(en Martinica), y las ciudades de Saint-Pierre y el poblado de Morne
Rouge fueron destruidos por la lava, cenizas incandescentes, chorros
de agua hirviente y gases asfixiantes, los habitantes de la isla
vecina de Guadalupe vieron oscurecerse el cielo en pleno día, a
causa de la nube de cenizas.
Y, más tarde, se encontraron entre los
escombros de Saint-Pierre los cadáveres de familias sentadas a la
mesa, de jinetes a caballo, de obreros trabajando, de la misma
manera que se exhumaron en Creta los esqueletos de personas
sorprendidas en su actividad cotidiana.
Sea cual fuere el origen de la destrucción de las ciudades
cretenses, Ganalopoulos está absolutamente convencido de su
identidad con las ciudades de los Atlantes:
«Los Atlantes y la Creta de Minos se funden, de ahora en adelante,
en una sola imagen: un Estado rico, poderoso, que es teóricamente
una teocracia antigua, bajo un sacerdote-rey, pero que, en realidad,
es una alta burguesía, frívola e inteligente, amante de los
espectáculos extraños y de los deportes, que viste con sutil
elegancia, utiliza objetos de cerámica sumamente bellos y vive en la
igualdad de sexos, cosa muy rara en la Antigüedad; una civilización
decadente, fascinante, deliciosa y condenada ...»
¿Condenada? ¿Cómo,
y por qué?
Veamos lo que sabemos actualmente de esta cultura. En muchos
aspectos, podríamos calificarla de prodigiosa.
La Creta talasocráfica dominó todas las regiones vecinas. Desde la
era neolítica, se producían continuos intercambios entre las islas
Cícladas y el Asia. Y es probable que hubiese contactos entre el
Asia central y el Asia septentrional, sobre todo en las regiones del
Cáucaso y del Turquestán.
Ahora bien, como también se ha demostrado
que existían relaciones entre estas regiones y Anatolia, todas
ellas, por mediación de ésta, tenían relación con Creta.
La era de expansión de los cretenses tuvo dos fases. Durante la
primera, traficaron con Grecia, Melos, Syra, Chipre, Delos y Siria,
y mantuvieron relaciones permanentes con Egipto. Sus técnicos,
ingenieros y arquitectos colaboraron en la edificación de las
pirámides de Senusert II y de Arnenemhet III.
En esta época, su
flota era ya importante. Ella les conferiría el título de «reyes del
mar». Disponían igualmente de una marina de guerra, primera fuerza
naval del Mediterráneo del Norte, y llegaron sin duda a Sicilia y a
España. Es posible que no esclavizasen completamente a los pueblos,
sino que se contentasen con prodigarles sus técnicas, mientras se
perfeccionaban ellos mismos con el contacto.
Su poderío les permitió
mejorar su arte y aumentar su bienestar, procurándose las materias
primas de que carecían. Desde el IV milenio antes de J. C., en Tell
Obeld se utilizaba el cobre, y Herzfeld nos habla, en dos obras
sobre Persia, de hachas de este metal encontradas en Susa.
El oro estaba muy extendido y gozó incluso de prioridad. Se
encontraba en Asia y en África, pero también en Europa: su empleo
estaba, sobre todo, muy difundido en Irlanda.
Aparte de los tres metales mencionados, alrededor del año 2400 antes
de J. C. hizo su aparición el estaño. Procedía de Sajonia y de
Bohemia, a través del Adriático; Sicilia lo obtenía de Etruria, y el
de Cornualles viajaba a través de la Galia y de Iberia.
En cambio, el empleo del hierro fue muy tardío en todas partes. Al
menos, del hierro terrestre. En Egipto, sólo empiezan a explotarlo
hacia el año 1400 antes de J, C. Se ha encontrado un bloque,
intacto, en una pirámide del año 1600 antes de Jesucristo. En
Palestina, no es trabajado hasta el 1200, aproximadamente.
Esto se
debió a que muchos meteoritos que cayeron sin duda durante el
neolítico en diversas regiones del Globo, y que son mencionados por
todas las tradiciones (lluvias de fuego), contenían hierro en estado
puro, lo cual hacía innecesaria su extracción de los minerales.
En
fecha tan tardía como el siglo XII de nuestra Era, Averroes refiere
que se fabricaron espadas y sables excelentes con el hierro de un
bloque caído del cielo cerca de Córdoba. Y, según la leyenda, Atila,
y mucho más tarde Timur Lenk (Tamerlán), debieron sus victorias a
que sus armas habían sido
forjadas con un metal enviado por Dios.
Su flota permitió a los cretenses trasladarse muy lejos en busca de
estaño. Y poseyeron talleres de bronce. Por otra parte, el bronce no
era la única aleación utilizada en los tiempos protohistóricos.
Empíricamente, se combinaba el cobre con otros metaloides: con el
arsénico, en Egipto; con el níquel, en Germania; con el cinc, en
Sajonia, para fabricar latón. También se ha encontrado latón en
Kameiros, ciudad de Rodas. Pero los que lo fabricaron debieron sin
duda este invento a la casualidad, pues, en esta época, no figura en
ninguna parte en las mismas proporciones óptimas.
Añadiendo al bronce un poco más de cinc o de plomo, se obtenía una
pátina muy buscada en artesanía artística y en estatuaria. Además,
se ha descubierto en Ur una aleación de oro y plata: el electro, que
sirvió más tarde para la fabricación de monedas. Ahora bien, podemos
preguntarnos si los antiguos no confundieron a veces el electro, de
un brillo y matiz desacostumbrados, con el oricalco.
Los autores antiguos se refirieron a menudo a esta sustancia.
Algunos creían que se trataba de un metal puro, muy raro. Otros le
atribuían un origen mágico o divino. Platón alababa el brillo de
fuego que daba a los objetos y a las paredes que revestía.
Un
contemporáneo de Aristóteles habla de un cobre blanco y brillante,
llamado cobre de la montaña. Los mosinoeci (que habitaban sin duda
el Asia Menor) lo obtenían, dice aquél, añadiendo estaño al cobre, y
también una tierra especial, recogida en las orillas del mar Negro:
la calmia (de donde viene la palabra calamina). Plinio cita también
esta piedra, como empleada para la fabricación del aurichalcum.
Los cretenses debieron a su notable técnica no sólo la construcción
de sus admirables palacios, sino también que éstos ofreciesen
comodidades de las que carecieron los pueblos occidentales hasta el
siglo XIX de nuestra Era. Departamentos dispuestos alrededor de un
patio central. Muros con dobles paredes isotérmicas, revestidos
interiormente de mosaicos representando escenas que nos ilustran
sobre la vida cotidiana.
Suelos embaldosados, que a veces
representan acuarios de un agua tan rumorosa, por el movimiento de
las plantas acuáticas, las burbujas de aire y los ágiles peces, que
uno no se atreve a apoyar el pie, por miedo a caer o a despertar de
su sueño al príncipe flordelisado cuya estatua impera sobre esta
eternidad encantada. Pero nuestra maravilla se convierte en estupor
cuando examinamos las instalaciones sanitarias.
Un sistema perfecto
de desagüe. Acondicionamiento de aire mediante un sistema de
calefacción central que se convierte, en verano, en fuente continua
de aire fresco. Canalizaciones para la traída de aguas. Aparatos
hidráulicos elevadores, que funcionaban por inercia. Sutil
iluminación de las habitaciones y de las cámaras subterráneas.
Los sistemas de vías públicas y caminos no son menos perfectos. Los
edificios están separados unos de otros por callejones. Además de
los barrios de viviendas, hay talleres, almacenes y santuarios. Los
caminos están embaldosados o tienen el piso de hormigón. Su anchura
es apenas de un metro cuarenta, pero su infraestructura de grava
aglomerada, de un metro de espesor, está sostenida, en ambos lados,
por aceras elevadas, destinadas a los peatones y a los acompañantes
de los convoyes.
Algunas calzadas tienen dos carriles paralelos que,
en caso de tormenta, debían servir de canales de evacuación. En
otros caminos, estos carriles servían también, quizá, para el
transporte en seco de embarcaciones de un puerto a otro.
Desde principios del II milenio antes de nuestra Era, los cretenses
fundaron ciudades, como Akrotiri, en todas las islas de Santorín y
quizás, incluso, en la Grecia peninsular. En su propio país,
edificaron, según Homero, un centenar. Durante la primera fase, la
zona urbana se encontraba en la costa oriental de la isla. Después,
Cnossos y Festos fueron erigidas casi en el centro; la primera, al
Norte, y la segunda, al Sur.
Alrededor de 1750, se produce un cambio cuya naturaleza ignoramos.
Una revolución, una invasión o, quizás, un fenómeno natural: seísmo
o maremoto. Un poco más tarde, se construyen nuevos palacios, no
solamente en Cnossos y Festos, sino también en Hagia, Tríada y
Tilisos. Parece que imperó cierta rivalidad entre estas ciudades.
Todas sucumbieron a mediados del siglo XV, salvo Cnossos, que durará
aún cincuenta años antes del derrumbamiento final.
Las elegantes de Cnossos lanzaban las modas en las que se inspiraban
las mujeres ricas de las islas vecinas o de las ciudades de Asia
Menor, y las egipcias. Primero, llevaron faldas muy largas y con
volantes; después, anchas y lisas. Sus corpiños se adornaban con
cuellos estilo Médicis, y eran muy escotados por delante, dejando
los senos al descubierto.
Los hombres llevaban desnudo el busto y, a
veces, se tapaban con un simple suspensorio adornado o con un
faldellín que recuerda el de los evzones. Su coquetería se centraba
en el tocado: turbantes planos o tiaras. En cuanto a los sombreros
femeninos, habrían podido rivalizar, en variedad y extravagancia,
con los de las parisienses de la Belle Époque.
Por lo demás, parece
que la mujer gozó de gran libertad. Aquí no podomos extendernos
sobre todos los aspectos de la vida social. Además, sólo podemos
adivinarlos través de las muestras pictóricas, pues, hasta hoy, sólo
una pequeña parte de la escritura cretense ha podido ser descifrada.
El lenguaje comprende varias formas escritas, una de las cuales, la
Lineal B, parece haber sido descifrada, aunque los trabajos de
Ventris siguen siendo discutidos. La Lineal B indica que la
destrucción de Cnossos se produjo aproximadamente 1.500 años antes
de J. C. Cosa que choca a los arqueólogos, pero que parece
confirmada por las pruebas geovolcánicas. Antes de la escritura
Lineal B, existió la Lineal A. Antes de la Lineal A, nadie sabe lo
que hubo. ¿Acaso la escritura perdida...? Nadie ha descifrado aún el
famoso disco de Festos, objeto que data, probablemente, del
principio mismo de la era de Minos.
Este disco fue encontrado en el palacio de Festos, en Creta, con
objetos correspondientes a la época media de Minos y con una
tablilla con inscripciones indescifrables de escritura Lineal A. En
cuanto al propio disco, es de arcilla y contiene ideogramas y
representaciones de objetos. Si es contemporáneo de los objetos,
tendría que datar del siglo XVII antes de J. C. Pero es posible que
sea más antiguo.
Tal vez las excavaciones de Thera nos proporcionarán un material de
estudio. También es posible que el disco de Festos no sea un
mensaje, sino un conjunto de caracteres destinados a ser recortados
y utilizados separadamente.
Si se ha podido reconstituir un gran número de elementos de la vida
y de la historia de los cretenses, hay puntos esenciales que
permanecen en 1a sombra. Lo malo, cuando consideramos los mitos y
leyendas, es que no poseemos datos sobre el nacimiento de éstos, es
decir, sobre los acontecimientos que los provocaron.
Pues no
solamente es muy probable que todos los mitos que implican hechos
técnicos o históricos estén basados en la realidad, sino que nos han
proporcionado ya numerosas informaciones, que inspiraron las
investigaciones de exploradores como Schlieman, que redescubrió el
emplazamiento de Troya, o de sabios como Victor Bérard, que
reconstituyó la Odisea.
Entre los temas que permanecen oscuros y llenos de enigmas,
prestándose a numerosas interpretaciones, la historia de Dédalo es
uno de los más desconcertantes. Haldane, al hacer el retrato de
Dédalo, le atribuye una sorprendente gama de inventos: los
adhesivos, los preservativos, la inseminación artificial. También
creó, según él, una máquina para horadar túneles, un horno de
reverbero, una máquina voladora e incluso un robot.
Estas creaciones, si las aceptamos como tales, serían, según el
mito, las de un semidiós. Un semidiós inverosímil, prodigioso
ingeniero, más inverosímil aún que el propio Hércules, cuyos doce
trabajos y cuyas aventuras revelan más fuerza y astucia que
imaginación técnica.
¿Qué sabemos de Dédalo? Hijo del Dios Ares, vio la luz en Atenas.
Practicó, simultáneamente, la mecánica, la arquitectura y la
cultura, innovando constantemente en cada uno de estos campos. Tenía
un sobrino y discípulo, llamado Talos. Envidioso de su habilidad, lo
arrojó desde lo alto de la Acrópolis; después, se desterró él mismo
a Creta. La leyenda, o él mismo, dieron más tarde aquel nombre a un
robot gigantesco de su invención.
Los Dioses se habían repartido la Tierra. La Atlántida (luego Creta,
según nosotros) correspondió a Poseidón (Neptuno). En esta fase, nos
chocan los múltiples papeles que representan los toros en el mito.
Un Dios (Zeus, según algunos historiadores) toma la forma de este
animal para raptar a la joven Europa, a la que lleva a nado hasta
Creta y de la que tiene tres hijos: Minos, Sarpedon y Radamante.
Minos, convertido en rey de la isla, se casa con Pasifae.
Y ésta se
enamora de un toro, como su suegra Europa. En este momento, Dédalo
trabaja ya en la Corte de Minos. Como es escultor, esculpe una
ternera de madera. Después vacía la estatua. Pasifae se introduce en
ella y, de este modo, puede satisfacer su pasión. Desenlace: el hijo
que nace de este amor tiene cuerpo de hombre y cabeza de toro. Es el
Minotauro. Para ocultar a las miradas del pueblo ese hijo bastardo
que le avergüenza, Minos pide a Dédalo que construya el Laberinto.
El toro seguirá representando un papel preponderante en los mitos
cretenses y, después, en los griegos. Minos muere por no haber
sacrificado el toro que Poseidón hizo surgir del mar. El séptimo
trabajo de Hércules, que se realiza en Creta, consiste en domar un
toro salvaje. Prometeo será encadenado por haberle gastado una broma
a Júpiter, dándole a comer la grasa y los huesos del toro de un
sacrificio.
También volveremos a encontrar el toro en Egipto y en la
India. Pero, ¿qué hace Dédalo, escultor, mecánico, ingeniero,
investigador? Se puede interpretar el mito en función de la
psicología profunda. También podemos imaginarnos a Dédalo
practicando experimentos de genética; buscando la manera de producir
seres híbridos con el animal-dios; realizando ensayos de
inseminación.
La musa popular bordará en seguida un relato fabuloso
a base de esos hechos. Pero, mirándolo de otro modo, ¿quién es
Dédalo? Así como hubo, no un soberano llamado Minos, sino todo un
linaje de reyes que llevaron este nombre, ¿por qué no se puede
imaginar una corporación de Dédalos, varias generaciones de Dédalos,
pertenecientes a alguna hermandad de investigadores y técnicos,
cuyos trabajos revisten, para los no iniciados, un aspecto mágico?
Los Argonautas, después de haber auxiliado eficazmente a Jasón en la
conquista del Vellocino de Oro, quieren hacer escala en Creta,
durante el trayecto de regreso. Se lo impide la intervención de un
robot gigantesco, Talos, que cuida por sí solo de la protección de
la isla. La recorre tres veces cada día: Descubre las embarcaciones
y les lanza rocas.
Pero tiene un punto débil: el tobillo.. Si sufre
una herida en el tobillo, se escapa por ella la savia vital. ¿Será
ésta el líquido del depósito? ¿Funcionaría con nafta la máquina
inventada poor los Dédalos? Los antiguos conocían la nafta. Leemos
en Teofrasto que algunos pueblos quemaban piedras que desprendían
vapor.
Este vapor, conducido por gasoductos, imprimía movimientos a
ciertas máquinas. El fuego que encendían los «rinagos»
zoroastrianos, y sin duda, antes que ellos, los sacerdotes de otras
religiones pirólatras, en la meseta irania y en las cercanías de
Mosul, procedía de la inflamación de gases naturales brotados de la
tierra. En las orillas del Golfo Pérsico se recogía, desde la más
remota antigüedad, el «mumyja», especie de betún solidificado,
dotado de virtuides terapéuticas y dinámicas. El término «nafta»> no
figura en los textos que describen el robot Talos.
Podemos imaginar
otras fuentes de energía,. Podemos también soñar en una máquina que
detecta la proximidad de los barcos y los bombardea sin fallar jamás
la puntería. Medea, protectora de los Argonautas, hiere a Talos en
el tobillo. La máquina queda averiada. Medea es el espía saboteador
de las instalaciones de defensa.
En cuanto al mito de Icaro, es, si seguimos la misma línea, un
cuento fundado en una tentativa técnica. Naturalmente, podemos
imaginar que los cretenses y sus Dédalos recibieron rudimentos de
ciencia y de tecnología de visitantes procedentes del exterior, tipo
Akpallus.
También podemos, sin arriesgarnos tanto, considerar a los cretenses como depositarios de anteriores y desarrolladas
civilizaciones y que el depósito se confió a la sociedad de los
Dédalos. En los frescos de Cnossos encontramos representaciones de
una «balanza para pesar las almas», y, en los palacios y talleres,
restos de aparatos enigmáticos. ¿Acaso los Dédalos o sus vecinos,
jugando a aprendices de brujos, trataron de captar la energía
volcánica e hicieron saltar, por ambición, su mundo tan extrañamente
conseguido?
Estas preguntas no son absurdas. Tal vez sería más absurdo, y
perezoso, no formularlas, por miedo de que se crea en la permanencia
de una inteligencia ingeniosa en la Historia plagada de abismos aún
inexplorados.
Cuando se hayan descifrado las escrituras perdidas; cuando hayamos
interrogado los mitos, con un espíritu no paternalista ni orgulloso,
sino abierto a las posibilidades de anteriores éxitos de la
inteligencia creadora, con un espíritu permeable a la idea de
circulación de los tiempos (paso de nuestro presente en el pasado,
como hay presencia del pasado en el presente), habremos infundido,
al fin, verdadera humanidad a la historia humana.
FIN
Volver
al Índice
|