9 - Como una luz sobre un árbol
 


Estructura de una historia
En esquema, la historia se ha repetido muchas veces, sin apenas alteraciones. Todo ha comenzado con unas personas de inteligencia simple y de fe atávicamente arraigada, gente de vida y mente sencillas, habituadas a modos de vida primitivos e inmediatos, sin las complicaciones ni las exigencias de unas estructuras sociales envenenadas por la vida ciudadana.

 

En un porcentaje muy elevado de los casos, se ha tratado de niños o de adolescentes con mentalidad infantil.


En un instante concreto de sus vidas, esos seres, unidos en grupos de dos, de tres o de cuatro, se han alejado de su habitat normal - el pueblo, la aldea o el caserío - siguiendo un camino que les es habitual, bien porque suelen llevar por allí su ganado, bien porque es el que cada día les lleva de la casa a la escuela o al lugar de sus juegos. Son gente de creencia sencilla, que les ha sido implantada desde la más tierna infancia.


Y un día sucede: en las cercanías de una gruta, o simplemente en medio del campo - siempre relativamente lejos de la comunidad habitual - surge de pronto una luz que, con mayor o menor rapidez, adopta la forma de ángel, de santo o de la mismísima Nuestra Señora (el caso más corriente).

 

La aparición les habla, les declara antes o después seres puros y portadores de un mensaje, les certifica su identidad celestial y les conmina, bien desde su primera aparición o después de varias citas escrupulosamente cumplidas, a que hablen de su visión, a que comuniquen a los demás la nueva, a que lleven allí a la gente o a que proclamen ante las autoridades la necesidad de levantar, siempre allí, un santuario que habrá de convertirse en centro de peregrinaciones. Normalmente, la aparición se complementa con prodigios, con profecías, con oraciones muy especiales, con mensajes y augurios dirigidos a personas concretas, al país entero o a todo el mundo.


Los protagonistas de la aparición tardan más o menos en confesar lo que han presenciado. Pero terminan siempre por hacerlo y, a partir de ese instante, el lugar comienza a ser visitado por curiosos y creyentes.

 

Siguen las visitas del ente o de los entes presuntamente celestiales y se van acumulando toda una serie de fenómenos - éxtasis, visiones, milagros, actos masivos de fe colectiva - que. sin excepción, tienen como intermediarios a los primeros videntes, aunque ocasional-mente hay contagios trascendentes protagonizados por alguno de los nuevos visitantes.


La gran fiesta de los sentidos
Me gustaría llamar la atención respecto a unas circunstancias que se repiten indefectiblemente en este tipo de contactos trascendentes: en ellos intervienen, de modo activo y hasta necesario, todos los sentidos a través de los cuales tomamos contacto con la realidad de cada día. vista, oído, olfato, gusto y tacto.
 

Los protagonistas de la presunta manifestación celeste comienzan viéndola directamente - tras una transformación a partir de la luz primaria - y la siguen contemplando a través de las sucesivas manifestaciones. Pero siempre son ellos quienes ven y transmiten su visión a los demás, que nunca (o muy pocas veces, al menos) tienen la suerte de compartir el espectáculo con los primeros afectados, salvo en el caso de un eventual momento de gran show espectacular colectivo, ampliamente anunciado o preparado y que, en general, se da sólo una vez y nunca vuelve a repetirse.


Esos mismos protagonistas son también quienes escuchan la voz de la aparición, quienes se convierten en una especie de receptores y emisores - médiums - del mensaje o de toda una serie de mensajes que, sin embargo, van dirigidos a los demás, a menudo a la humanidad entera. Nadie más que ellos capta las voces o escucha las profecías. Sólo ellos las repiten o las transcriben, si saben leer y escribir (a menudo no sucede así).

 

Son, en cierto modo, los mensajeros elegidos por la presunta persona «divina».


Los mismos protagonistas son los encargados de tomar de los fieles los objetos, cruces, medallas y relicarios que éstos desean que toque el personaje celeste que ellos no pueden ver. Y esa función táctil - la posesión supersticiosa de algo que el personaje celestial haya tenido entre sus manos o tocado con sus vestidos - se convierte en uno de los objetos fundamentales de la peregrinación.


El sentido del olfato suele activarse, en estos casos, primero a través de los divinales aromas que los videntes manifiestan sentir en presencia de la aparición o precediéndola, y hasta siguiéndola, cuando ya la visión ha concluido. Se trata siempre de aromas relacionados con perfumes florales y muy semejantes, por su descripción, a los que han notado los testigos de las exhumaciones de cuerpos incorruptos de santos y beatos, gurús y avatares.


Finalmente, el gusto se manifiesta en formas concretas que aparecen en la boca de los videntes en los momentos culminantes de sus estados de éxtasis, formas que los cristianos llaman hostias consagradas y que los tales videntes muestran en sus lenguas y todos pueden ver y hasta retratar, antes de tragarlas en un acto eucarístico prodigioso que sirve como testimonio a menudo incontrovertible del supuesto hecho milagroso.


El juego insólito del sexto sentido
Los orientales dicen que el ser humano cuenta, no con los cinco sentidos que nosotros reconocemos, sino con un sexto que ayuda a ponerle en contacto con el mundo de las apariencias.

 

Este sexto sentido, que en Occidente se toma como máxima manifestación de la captación de la realidad, es la mente. Una mente lógica y racional que encauza y canaliza las sensaciones que nos trasmiten la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, interpretando» nominando y definiendo el conjunto de las restantes sensaciones. La mente nos da nuestro particular sentido del tiempo y compone las bases lógicas de la comprensión sensible.


Pues bien, ese sexto sentido mental se manifiesta igualmente en los protagonistas elegidos del mundo de las apariciones.

 

Estos seres, generalmente poco habituados al ejercicio lógico de la mente, captan (instintivamente, al parecer) el mensaje que les comunica su particular aparición, lo canalizan a través de un cerebro básicamente virgen de preocupaciones, de juegos intelectuales y de formas mentales derivadas de las necesidades culturales, y lo lanzan a la memoria colectiva de los fieles seguidores bajo la forma de anuncios, de profecías mediatas o inmediatas, de consejos y hasta, a veces, de proclamas curiosamente políticas.


La memoria de los videntes se implanta con los mensajes y queda, en cierto modo, convertida en un disco o en una cinta magnética sólo apta para guardar la información venida del lado de su aparición.

 

En ocasiones, durante el resto de su vida - recordemos los escritos de Lucía, la niña superviviente de los hechos de Fátima - se limitan a recitar o a transcribir montones de mensajes, de teorías, de profecías y hasta de teogonías y cosmogonías que su visión les grabó en la mente en momentos cronológicamente imposibles. Algo paralelo, en cierta manera, a lo que nuestro gran heterodoxo Ramón Llull confesaba en su escrito autobiográfico, al asegurar que el pastor que se le presentó, casi milagrosamente también, en su retiro de Randa, le había contado en media hora lo que los más preclaros maestros habrían tardado años enteros en explicar.


Da la sensación, en estos casos, de que los mensajes venidos a través de las apariciones se producen de modo paralelo a esos ultrasonidos o esos sonidos acelerados y agudísimos, imposibles de entender a velocidades normales de los magnetófonos, precisamente porque fueron grabados a frecuencias superiores y sólo pueden captarse al reducir a la mitad o a la cuarta parte la velocidad de audición.

 

Sé que el caso no es el mismo, pero creo que el paralelismo puede hacer comprender, a niveles racionales, un fenómeno que, en sí mismo, escapa a cualquier interpretación lógica.
 

 

Bombardeo sensorial

Todos los datos expuestos hasta ahora respecto a la acción ¿e las presuntas apariciones sobre la personalidad de sus contactados - e, indirectamente, sobre testigos y demás creyentes llevan a la conclusión de que la actividad trascendente se ejerce mediante una agresión súbita e irracional sobre los centros de captación de la realidad cotidiana.

 

La afirmación puede parecemos perogrullesca, pero pienso ya muy a menudo que son precisamente las verdades - y hasta las mentiras - de Perogrullo las únicas que, en contra mismo de nuestras aberraciones racionales, pueden conducirnos a la captación - que no a la comprensión - de cualquier fenómeno de los que venimos a llamar trascendentes.


Visiones, aromas, contactos físicos, voces o músicas y hasta sabores llegan, en el caso de las apariciones, de donde nunca sería lógico que llegasen. La mente, por su parte, interpreta los estímulos con arreglo a modelos suprarracionales de metalógica manipulada por las creencias oficialmente implantadas. Es natural que una mente virgen de complicaciones intelectuales explique cuanto choca con sus esquemas como proveniente de unos cielos prefabricados y de una divinidad impuesta secularmente a golpe de hisopo y cilicio mental.


Pero tengámoslo en cuenta: la impregnación trascendente se produce siempre desde el plano sensorial, precisamente cuando ese plano, base de nuestra experiencia inmediata, queda extorsionado mediante estímulos que no responden a los que la costumbre cotidiana nos ha habituado a aceptar como naturales y humanos.

 

Si vemos, oímos, olemos, etcétera, «cosas» que lógicamente no pueden formar parte de nuestro entorno inmediato, no nos cabe más que rechazarlas o aceptarlas como procedentes de planos divinales previamente aceptados por el acatamiento a las fuerzas manipuladoras del poder espiritual.

 

El «pienso, luego existo» cartesiano tiene un contrario que nada tiene que ver con discursos metodológicos: «creo, luego acepto».

 

Así, sin más, por obra y gracia de unos estímulos que no deberían lógicamente producirse; por la acción de unas fuerzas que. no habiendo sido jamás catalogadas por la experiencia científica, caen de lleno dentro de los límites de lo incontrolado, de lo estrictamente imposible de explicación racional.

 


Los límites de la elección
Un siguiente escalón estructural que no parece ofrecer duda respecto a los posibles motivos por los que esos seres se ven abocados a su condición de contactos de algo indefinible, es que tal contacto se realiza sin que medie en modo alguno su voluntad. Su misma naturaleza, en cierto modo primitiva - o, al menos, sencilla y simple - les deja marginados ante una posible sospecha de fraude consciente o de previo deseo de entrar en contacto con la entidad extrahumana.

 

Un repaso a las historias de las apariciones de Fátima, de La Salette, del Palmar de Troya o de cualquier otro lugar, nos da descripciones que no por manipuladas - naturalmente, por los sectores religiosos que han asumido el supuesto prodigio y se quieren servir de él - son menos claras en este sentido.

 

Esos niños o esos adolescentes que fueron en su momento los protagonistas de los hechos no tenían, al menos en principio, voluntad alguna de establecer el contacto. Esa voluntad les surge, en todo caso, a posteriori e incluso, muy a menudo, no se trata tanto de voluntad como de necesidad o, eventualmente, de estímulos más o menos reclamados y exigidos por la masa de creyentes y de autoridades religiosas, ávidos todos de prodigios que susciten y afirmen su fe - implantada - y su esperanza - manipulada.


La conclusión a la que puede llegarse en este sentido es que ese «lo-que-sea» que aparece envuelto en luz, sonido y aroma en espectáculo extraterreno, ha elegido su propio sujeto intermediario y le ha hecho servir de cebo - tan espiritual y trascendente como queramos reconocerlo - para ejercer su influencia sobre los demás y ponerse en supuesta comunicación unilateral con ellos.

 

En cierto modo, sucede lo mismo que en los casos en los que un mago o un investigador de ocultismo encuentran, muy a menudo por obra del azar, un médium que les sirve para realizar experiencias que su misma naturaleza o su carencia de supuestos poderes les impiden llevar a cabo directamente. El o la médium, en tales casos, suele ser una persona que ni siquiera tuvo conciencia de sus cualidades hasta no ser descubierta.

 

Y hasta se da el caso, bastante corriente por otra parte, de que esos supuestos poderes - que para mí no lo son, sino cualidades ajenas a la voluntad, precisamente cuando el poder implica un acto voluntarioso antes que cualquier otra cosa - habrían sido difíciles o hasta imposibles de captar por el sujeto que los posee, porque su inteligencia o incluso alguna tara mental o física, le habrían impedido tomar conciencia de ellos por sí mismo.


El problema de las taras
En alguna - más de una  - ocasión, he tenido oportunidad de escribir o decir que los sujetos pasivos de estas experiencias trascendentes eran gente tarada en muchos casos.

 

Y tal afirmación, mal entendida, ha producido en determinados niveles socio-religiosos, y hasta en muy concretas personas fanáticas de la creencia manipuladora, reacciones de rechazo perfectamente comprensibles, pero inexactas.

 

Porque se tiene un concepto visceralmente condenatorio del mal físico y psíquico y porque la sociedad - sobre todo la estrecha sociedad de creyentes a todo riesgo que aún queda por esos mundos - piensa todavía que conceptos como tara mental, herencia patológica o incluso palabras como cáncer o tuberculosis o psicosis se deben nombrar únicamente con términos como aquel de la «larga y penosa enfermedad» que se convirtió en su día en síndrome abstracto abarcador de todo lo feo e inmundo, y hasta presuntamente sucio y vergonzoso, que andaba por esos mundos de María Santísima.


Pienso que a las cosas conviene llamarlas por su nombre y que no sólo no ganamos nada, sino que perdemos mucho, si no lo hacemos así y camuflamos conceptos que nada tienen objetivamente de vergonzantes.

 

Porque nadie - o supongo que muy pocas personas, tal vez dos o tres por millón y medio - podría enorgullecerse de no estar o de no haber estado enfermo en alguna ocasión, o de no ser un enfermo permanente. La enfermedad, sea la que sea, implica taras, crónicas o transitorias. Y esas taras - démosles su nombre y concedámosles su estricto significado - conllevan problemas que afectan de una u otra manera a la personalidad del individuo.

 

E incluso hay otras ocasiones en que esas taras son provocadas y voluntarias, asumidas por el propio sujeto por medio de autocastigos - ayunos, vergajazos o cilicios - practicados para castigar, dominar o hasta transformar el cuerpo y sus sensaciones («la carne», si queremos utilizar el lenguaje pseudotrascendente del cristianismo).


Pues bien, esos males o taras o sacrificios voluntarios van destinados (o tienen como consecuencia, si no interviene la voluntad) a una transformación de las perspectivas físicas o a una disminución de las facultades sensoriales, de captación de la realidad inmediata.

 

Quiero decir que, bajo el efecto de una enfermedad, de una convalecencia o de un defecto permanente, físico o mental, genérico o de nacimiento, la percepción sensorial puede quedar alterada o afectada. Y, al ser así, puede quedar también trastocada en el sujeto en cuestión la apreciación del entorno físico y, de rechazo, la inalterabilidad - aparente sólo - de las reglas de la lógica racional.

 

Y eso mismo puede suceder con ocasión de cambios naturales del organismo físico, como la pubertad o la menopausia.


Agujeros en la sensibilidad
Gracias a - o por culpa de - tales circunstancias, los sentidos, en su totalidad o parcialmente, pierden su importancia en tanto que vehículos de percepción de la realidad física e inmediata que nos rodea.

 

Se convierten en una o varias tablas de una barca que hace agua por ellos: la barca humana. Es decir, que la realidad inmediata es captada de modo que, desde parámetros de supuesta normalidad, consideraríamos como defectuosos, como una miopía o una sordera.


Ahora bien, si pensamos que un error permanente de apreciación del entorno físico puede hacer que su realidad, supuesta y admitida, resulte alterada, cabe perfectamente admitir que otra realidad ajena al sujeto y no normalizada o autentificada por el mundo de los sentidos - transformadores y traductores de vivencias y fabricantes primarios de realidades tridimensionales inamovibles - pueda entrar a través de la zona afectada e imponer su propia permanencia. Por ejemplo, a través de una glándula endocrina sujeta a hipo- o a hiperfunción. Por ejemplo, a través de una ceguera o de una sordera.

 

Por ejemplo, a través de una distorsión total de las funciones, provocada por un ayuno prolongado. Por ejemplo, a través de un cerebro trastornado por una psicosis o incluso insuficientemente desarrollado por un régimen de vida precario, carente de alguno de los elementos básicos para el desarrollo y la subsistencia.


En cualquiera de estos casos se produce un rechazo consciente o inconsciente del entorno. Y( consecuentemente, surge una zona - mental o anímica - no encajada adecuadamente en la realidad cotidiana. Zonas en las que han de producirse grietas en lo referente a la captación supuestamente correcta del entorno que llamamos normal y cotidiano.

 

Grietas por las cuales puede entrar otra faceta de la realidad, ajena al mundo aceptado como normal y capaz de hacer vivir otras realidades al menos, capaz de permitir que otras formas de realidad normalmente ignoradas pero presentes en nuestro entorno cósmico se hagan patentes para ese sujeto en un aquí y un ahora.


Los ejemplos no faltan en ningún caso y muchos de ellos he tenido ya oportunidad de citarlos en otras ocasiones, para escándalo de ciegos creyentes incapaces de entender una realidad que no sólo debe creerse a pies juntillas.

 

Es,

  • la tara de alcoholismo hereditario sufrida por Bernadette Soubirous

  • la pubertad de las niñas de Garabandal

  • los éxtasis de santa Teresa durante su convalecencia en Becedas

  • la mente primitiva y sin desarrollar, precariamente alimentada, de los niños pastores de Fátima (dos de ellos, por cierto, enfermos y muertos precozmente)

  • la estulticia de san José de Copertino, reconocida por todos sus superiores

En todos los casos, o en un abrumador porcentaje de ellos, eso que podría llamarse tara, defecto, enfermedad o herencia surge como detonante - demasiadas veces ignorado - del contacto con la otra cara de la realidad, con la aparición, con el milagro prodigioso.
 


Dos grados de la manipulación
En un primer momento del reconocimiento de esta circunstancia, surge la sospecha de que toda esa caterva de visiones, éxtasis, mensajes e histerias no son más que alucinaciones de mentes enfermas y de cuerpos disminuidos.

 

Admitiendo que a veces sí es así, no nos damos cuenta de que eso no basta en modo alguno para definir unos hechos que se producen ahí mismo, con toda una sobrecarga de irracionalidad imposible de explicar, pero también imposible de achacar de modo simplista a la pura alucinación. Porqué resulta, en el caso de las apariciones al menos, que nunca es suficiente la circunstancia de los sujetos más o menos afectados por eso que he dado en llamar - con perdón siempre - taras.

 

Ese elemento no es más que uno de los factores, entre otros muchos que podemos catalogar - lugar, momento histórico, oportunidad colectiva, instante socio-cultural, circunstancia religiosa - y otros que permanecen ignorados y que, de ser conocidos, nos permitirían clasificar y definir lógicamente unos fenómenos que, si algo tienen de común, es en primer lugar su absoluta falta de adecuación con la fenomenología racional, y en segundo término su manipulación por parte de los grupos dominantes de presión religiosa, que tratan (y a menudo lo consiguen) de adjudicarse los motivos y apellidarlos con arreglo a las coordenadas de su particular teogonía salvífica.


Sin embargo esta manipulación, con ser tremendamente significativa, es secundaria. Y conviene que no lo olvidemos.

 

En cierto modo, podríamos llamarla la manipulación de la manipulación, porque sólo trata de aprovechar la circunstancia para poner nombres y apellidos con los que tratará de hacerse cargo exclusivo del prodigio para que coincida con las premisas trascendentes que conforman su propia teoría de la dependencia humana: salvación para quienes están con ellos y les acaten, condenación eterna para quienes se opongan o pretendan ignorarles.


Por encima de esa manipulación está la otra, la que llega desde una realidad que se opone a todo intento de catalogación, racional o espiritual; la que afecta, sin definiciones válidas, a todo el género humano, sea cual sea su circunstancia social, religiosa, política, histórica o, simplemente, humana.


Un espacio concreto, inmutable, preciso
Aun a conciencia de que siempre desconoceremos el factor decisivo que desencadena el fenómeno trascendente o ultra-dimensional de las apariciones y los cultos, cabe que. cuando menos, tratemos de analizar los que se nos evidencian, o siquiera la apariencia que adoptan para hacérsenos patentes. Y dentro de esas cualidades parece claro que el lugar es un desencadenante del prodigio.


La tradición religiosa popular occidental está repleta de recuerdos de imágenes de santos y vírgenes - santos sospechosos en general y no menos sospechosas vírgenes negras - que, a su modo, exigieron que se les levantara su santuario en un espacio concreto.

 

Se cuenta eso de la virgen de Guadalupe (Cáceres), de la de la Balma (Castellón) y de tantas otras que solo enumerarlas aburriría.

 

En todos los casos hay un encuentro de la imagen en un lugar concreto: cueva, hueco de árbol, zarza o losa, tanto da. Hay igualmente un intento de las autoridades civiles y religiosas de llevarse la imagen a la localidad cercana para instalarla con todos los honores en la parroquia.

 

Entonces sucede un prodigio que admite variantes: o la imagen regresa sola por la noche al lugar donde fue encontrada sin que nadie contribuya en apariencia a su traslado, o bien se niega a ser trasladada aumentando su peso de tal modo que resulta imposible subirla a la carreta que le destinaban; o bien los animales uncidos a esa carreta se niegan milagrosamente a dar una paso con la imagen encima. Consecuencia: se levanta el santuario en el sitio exacto donde tuvo lugar el encuentro.


En ocasiones, cosas parecidas tienen lugar también con determinados santos. El san Marcos venerado en la parroquia de Corcubión (Finisterre. Coruña), iba al parecer en un barco veneciano que quedó encallado en las arenas de la ría hasta que. no se sabe bien por qué. sus tripulantes consintieron en dejarle allí.

 

Por su parte, san Fausto, que era del pueblo de Alguaire (en Lérida), dejó dicho que, al morir, subieran su cuerpo a un caballo y le dejasen donde el rocín decidiera; el caballo atravesó nada menos que Aragón y Navarra, y, al llegar a las cercanías de Bujanda (Álava), cayó tres veces, como avisando (y dicen que se ven las huellas de las herraduras en los tres lugares donde fue a caer), y murió desfallecido en la entrada de la aldea, donde dejaron el cuerpo del santo, que todavía puede verse, momificado, en la iglesia parroquial.


Aquí y en ningún otro lugar
La crónica piadosa de las apariciones marianas tiene las mismas características o. al menos, los mismos resultados.

 

Siempre, la virgen de la aparición comunica a sus pupilos su ferviente deseo de que se le levante un santuario en el lugar preciso de su presencia. El problema estriba en que al ser esos . res, en general, de dominio espiritual católico, el deseo de la aparición tiene que pasar por el consentimiento de las autoridades eclesiásticas, las cuales jugarán previamente con toda una serie de supuestas pruebas que, en apariencia, habrán de autentificar la ortodoxia (?) del prodigio.

 

Hay casos, como Fátima, Lourdes o La Salette, en los que la Iglesia se convenció rápidamente de la verdad de sus milagros.

 

Con las mismas o parecidas pruebas, con testigos al parecer suficientes para llenar trenes enteros. Garabandal o el Palmar de Troya - por citar ejemplos inmediatos y recientes - no han obtenido el ptacet vaticano. El porqué supongo que queda en los límites de la que anteriormente denominaba manipulación secundaría.


Pero no importa Para el pueblo, o para determinados sectores religiosos, unos ya existentes, otros formados a la sombra de la misma aparición» lo vivido o lo sentido o lo visto allí es suficiente para que se despierte, de modo activo, la devoción masiva. Garabandal sigue atrayendo masas de fieles dispuestos a sentir la presencia de las apariciones que nadie más que las niñas mediúmnicas han contemplado.

 

Y la devoción ortodoxa se va desviando, al menos en ciertos sectores, hacia la otra devoción propia de nuestro especifico contexto cultural: el fenómeno OVNI. Lo que la Iglesia cristiana rechazó - a pesar de audiencias especiales del papa Pablo VI a las niñas del prodigio y a pesar del impacto que las apariciones causaron en el mundo católico - lo recogió la nueva religión tecnológica sin apenas transformación.


El Palmar de Troya, por su parte, se ha convertido en núcleo religioso de una secta ultracatólica e integrista que ha proclamado - precisamente allí - su independencia de unos poderes vaticanos supuestamente vendidos al marxismo y ha emprendido el levantamiento del santuario en el preciso enclave que designó la aparición y confirmaron los presuntos prodigios.


Apunte para una razón de la sinrazón
Si repasamos los testimonios de los seres que han servido de intermediarios a las apariciones, observaremos que hay una insistencia - constante y hasta a menudo machacona - en mensajes en los que, fundamentalmente, se habla de arrepentimientos, de penitencias, de sacrificios y de consuelo a los que sufren.

 

Hay, pues, una constante que merece tomarse muy en cuenta: el dolor.

 

Cualquiera que haya pasado por el santuario de Lourdes o por Fátima habrá tenido la ocasión de contemplar escenas de máximo dolor y de increíble masoquismo. Los trenes a Lourdes son trenes en los que se ha concentrado, fundamentalmente, el dolor de los desahuciados, de los desesperados, de los que saben que sólo un milagro puede hacerles crecer la pierna cortada o desaparecer la metástasis tumoral incurable.

 

Todos van al santuario con su dolor a cuestas, con su muerte temida a cuestas y cada cual con la conciencia, nunca expresada, de ser el agraciado de turno - porque no faltan los milagros de turno, para que la llama de la fe y de la esperanza se mantenga - en la gran lotería del sufrimiento, del prodigio. Piscinas repletas de enfermos llagados, empapándose unos a otros empapando el agua con sus .miserias, gritos en los que se mezcla el dolor y el arrepentimiento de supuestos pecados, filas interminables de carritos de inválidos, formaciones paramilitares de pustulosos hediendo su propia putrefacción, columnas de mancos, de ciegos, de jorobados, de parturientas.

 

Un espectáculo, en fin, en el que parece reunirse aposta todo el dolor humano, donde parece concentrarse todo el sufrimiento en una plegaria masiva dirigida a lo fundamentalmente desconocido.


Porque se da el caso de que ese dolor esencial no viene únicamente de los enfermos. Atención, por favor: la aparición reclama también - y sobre todo - arrepentimiento y sacrificio. Yo he visto a hombres v mujeres descalzos, caminando sobre guijarros puntiagudos hacia el pinar de las apariciones de Garabandal.

 

He visto manos desgarradas de gentes que se han prendido de los espinos para sangrar ante el lugar sagrado donde saben que se apareció Nuestra Señora, He visto - y he oído - brutales golpes de pecho de presuntos pecadores que no acierto a adivinar aún cómo pueden llegar a saber que han sido perdonados o al cabo de cuántos porrazos se producirá el perdón.


Atención, porque estamos de nuevo - una vez más a lo largo de la demasiado larga historia de las creencias impuestas - ante un rito esencialmente doloroso y masivo» consciente, asumido, consentido y precisamente concentrado en un determinado espacio previamente designado y reclamado por la aparición.
 

 

Venid aquí todos a sufrir
Me parece que, en cierto sentido, estamos empezando a alcanzar el fondo - o uno de los fondos - del misterio: el porqué de ciertas concentraciones masivas y dolorosas del fenómeno religioso de las apariciones.


Un hecho a tener en cuenta, que en más de una oportunidad he tenido ocasión de traer a colación, es el de la existencia de lugares mágicos que han mantenido sus cualidades, en muchos casos, desde la prehistoria hasta nuestros días.

 

Se ha dicho que tales lugares son centros de poder, encrucijadas de corrientes telúricas, ombligos del mundo en tos que se concentran determinadas energías cósmicas. Se ha afirmado con la misma insistencia (por parte de la ciencia racionalista) que se trata simplemente de enclaves elegidos al azar por los seres humanos y conservados atávicamente como núcleos religiosos, o (por parte de la heterodoxia esotérica) que son enclaves en los que determinados iniciados o seres especialmente sensitivos han captado las fuerzas profundas que rigen el universo.


No importa ahora seguir haciendo cabalas sobre la naturaleza de tales lugares. Nunca, creo, llegaríamos por medio de nuestros conocimientos a encontrar una explicación convincente a su existencia. Pero el hecho de que no la encontremos no significa en modo alguno que no exista. Simplemente, se trata de una explicación que cae fuera de nuestros planteamientos lógicos o científicos.

 

Aceptémoslos, si queremos, tal como son y veamos cómo en ellos - alucinación o hecho consumado - se repite secularmente el fenómeno paranormal. el contacto consciente o intuido con la Otra Realidad, sea aparición virginal, presencia angélica, fenómeno OVNI, culto arcaico consecuente a prodigio perdido, o acumulación de heterodoxias metódicamente combatidas por los poderes espirituales y ocasionalmente aniquiladas a sangre y fuego.


Una evidencia es común a esos lugares: o siempre a lo largo del tiempo o en un determinado instante más o menos prolongado de la historia, han concentrado, en un espacio concreto, a una masa numerosa de humanidad doliente, llegada de muchos puntos diversos para exponer, lavar y proclamar sus máculas y para pedir, en medio del dolor, que le sean quitados los males del cuerpo y perdonados los males del espíritu.

 


Desde que el hombre es ser racional
Visitar aún hoy los que fueron, con toda probabilidad, los santuarios ibéricos más importantes del mundo antiguo, es toda una lección de continuidad histórico-religiosa.

 

El de Castellar de Santisteban, en la provincia de Jaén, está formado por una enorme cárcava de la que, en su día, manaba una fuente que iba a verter sus aguas en el río vecino. Hasta hace no tantos años, los del pueblo vendían «muñecos» a buen precio a quien aparecía curioso por allí, buscando el recuerdo arqueológico.

 

Los tales «muñecos» eran los exvotos de bronce que se habían acumulado en cantidades ingentes en el lecho del riachuelo, como hoy se acumulan en los muros de La Balma, en Fátima, o en cualquier otro santuario de fama reconocida o pretermitida: las piernas, los ojos, las manos, los oídos o los senos de cera ofrendados por quienes llegaron a aquellos pagos a impetrar los favores de la divinidad patraña o de la aparición reconocida.

 

Esos exvotos de bronce, que hoy se acumulan a millares en los museos arqueológicos, nos dan cuenta de una humanidad heterogénea, compuesta por todas las castas y por todos los estamentos, que acudía al lugar sagrado en busca precisamente de consuelo o de curación a su dolor.

 

Allí vemos imágenes de guerreros, de pastores, de jóvenes y de viejos, de parturientas, de campesinos, de carreteros, de sacerdotes, de seres simples que aparecen, en ocasiones, con las manos extendidas en oración petitoria, en ocasiones cojos o mancos, o señalándose el punto donde, seguramente, estaba implantado su mal.


Si damos un salto de un milenio al otro extremo de la Península y evocamos lo que. en su momento, fue Compostela y lo que fueron los caminos que conducían hasta allí, comprobaremos también que, en buena parte, el fenómeno del dolor masivo se repetía.

 

Allí están los restos de los hospicios y de los lazaretos del camino, destinados a albergar a la masa de enfermos y de leprosos. Allí están las primeras crónicas, que nos hablan de penalidades sin cuento que tenían que sufrir los peregrinos y que, para muchos, constituían un acto de auténtica purificación. Ahí está, sin más. el recuerdo popular de los milagros, en los que surgen condenados, reos de muerte, enfermos del cuerpo y del alma que transitaban por la ruta en una marcha constante del sufrimiento a la esperanza.

 

Porque, naturalmente, lo mismo que sucede hoy en los trenes de enfermos a Lourdes, nadie se lleva consigo sus dolores sin una esperanza, por remota que sea, de librarse de ellos.

 

La fe, la oración, la penalidad sin cuento de un largo camino o" de un corto trecho recorrido de rodillas o a rastras, o con los pies descalzos y llagados, sólo se compensa con una siquiera vaga convicción de que, al final, todo lo malo, lo doloroso, lo sangrante y lo purulento habrá de desaparecer.


Traed con vosotros todo vuestro dolor y entregádmelo
Lea quien lo desee los mensajes emitidos machacona-mente por las apariciones y transmitidos por sus angelicales contactados: allí está claramente expresado todo.

 

Que acudan los enfermos, los lisiados. los que sufren mal de cuerpo o de alma, porque en aquel lugar sagrado habrán de ser consolados- Y los enfermos y los lisiados, etcétera, acuden en masa y uno de cada diez mil, o cien mil, o uno de cada diez millones... sana milagrosamente, con todas las autentificaciones necesarias de una ciencia que, esa vez, se ha tropezado con la horma de su zapato, con lo auténticamente imposible, luego con lo básicamente milagroso.

 

Un hombre con los huesos de una pierna hechos astillas desde diez años atrás, acude a Lourdes y sale con su pierna completamente restablecida. Científicos de toda solvencia (Alexis Carrel por ejemplo) y escritores impregnados de racionalismo a la moda (Zola) se asombran y se rasgan las vestiduras ante un show cósmico con prodigio inexplicable incluido. Prodigio auténtico y autentificado, imposible de poner en cuarentena o de olvidarlo a beneficio de posibles inventarios.


Sin embargo, nadie parece caer en la reflexión de que. en aquel preciso lugar mágico o milagroso y para aquel presunto patrón divinal, importa mucho menos, infinitamente menos, esa curación aislada que la masa ingente de dolientes que nunca llegarán a curarse y habrán de regresar a su destino después de haber entregado su correspondiente ración de energía dolorosa.

 

Naturalmente, las fuerzas vivas manipuladoras secundarias del cotarro, que han encontrado en esos santuarios milagreros un medio supletorio de acumulación de poder y de divisas, tienen preparada su respuesta para justificar esa discriminación: los designios divinos son inalcanzables; nadie puede juzgar la obra del Dios, sino aceptarla y adorarle por ella.

 

Se refocilan cuando sucede un nuevo prodigio y consuelan con palabras prefabricadas a quienes no tuvieron la suerte de aquel solitario que fue tocado por el favor celestial. Y, por otra parte» siempre hay espectáculos histéricos de pretendidas curaciones que contribuyen al mantenimiento de la llama sagrada.


Aquí hay algo que, aun no teniendo explicación lógica, sí parece tener un sentido concreto, al margen de su esencia! incomprensibilidad.

 

A mí, al menos, se me plantea como un paralelo con la imagen del pescador que arroja unas pocas migas de pan seco en el remanso de un río. Los peces acuden en masa; unos pocos conseguirán efectivamente su migaja, pero indos ellos caerán en las redes y servirán de presa al pescador.

 

¿Quién sirve en este caso a quien?

 

¿Los peces que acuden ansiosos de un bocado exiguo que llega de su Más Allá - de fuera de las aguas que constituyen su habitat - o el ser humano que abarca con su poder el agua y el aire - es un decir - y puede aprovecharse para beneficio propio e inmediato del deseo instintivo o de la necesidad de supervivencia de los pececillos?

 

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