3 - Desde el mundo que nos rodea y desde alguna de sus mentiras
 


Palabras - el despertar de los pueblos
Resulta que nos hemos acostumbrado ya a escuchar o leer conceptos prefabricados y que los aceptamos sin detenernos siquiera a meditar sobre el significado real que poseen allá arriba, en las invisibles alturas de esos poderes omnímodos que, generalmente, los expanden a su conveniencia por todos los medios de comunicación.

 

Resulta que, a veces, hasta nos llegamos a compenetrar ciegamente con esos conceptos y los utilizamos - aunque sólo en apariencia - contra determinados estadios intermedios de ese mismo Superpoder, porque nos repelen y porque los imaginamos etapa final, cuando son, en realidad, meros peldaños hacia fuerzas que casi nunca llegaríamos a identificar conscientemente.


Cuando nos dicen, y nada menos que desde las altísimas esferas de las Naciones Unidas, que todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación, afirmamos y proclamamos ciegamente que sí.

 

Y descargamos nuestra ira impotente sobre los estados que quieren impedir que ese ideal maravilloso - porque lo es realmente - llegue a realizarse. Y firmaríamos en favor de la idea cualquier manifiesto que nos pusieran delante, Y nos sentiríamos profundamente avergonzados si planteásemos, incluso de tapadillo y en nuestro fuero interno, el menor inconveniente a tal afirmación que (como diría un cura teologista) ha de ser extrínsecamente buena, justa, santa y (añadiríamos nosotros, sin duda) esencialmente humanitaria y progresista.

 

¿Qué queremos todos, sino ser progresistas? Tenemos el progreso incrustado entre ceja y ceja y nadie ni nada - creemos - nos lo podría arrebatar de la mente.


La idea lleva, en consecuencia, a un lógico despertar de la conciencia de muchos pueblos secularmente oprimidos y vejados. La palabra les suena a música celestial, a bandera de libertades añoradas y a urgencia de ejercerlas al precio que sea.


Y es precisamente ahí, en el precio, donde se insertan las raíces invisibles de esa dependencia que no sólo puede permitirse el lujo de proclamar altísimos conceptos ideales, sino que, de hecho, sabe muy bien en qué instante y en qué circunstancia tiene que airearlos en su propio beneficio.


Prefiero ahora prescindir de ejemplos inmediatos que estarán en la mente de la mayoría y podrán ponerlos a su gusto, pensando indistintamente en corsos o en saharauis, en kurdos o en bubis, en armenios, en musulmanes filipinos o en bretones.

 

Cualquier ejemplo sería válido, porque son muchos - demasiados - los pueblos de la tierra a los que se ha obligado prácticamente a anular su identidad para integrarlos en unidades socioeconómicas o religiosas más poderosas, que les han impuesto a la fuerza una despersonalización, un idioma, unas formas de gobierno precisas y unos módulos de conducta que no casaban con la tradición secular del grupo y que, en consecuencia - lo han hecho desaparecer, o casi, mediante el ejercicio del poder opresivo.


Teoría sociopolítica del átomo
Sin embargo, el sentido de estas reivindicaciones cambia sustancialmente desde el instante mismo en que se producen precisamente ahora, cuando la estructura planetaria - y asta la estructura de las ideologías - ha sufrido una transformación tan fuerte que resultan prácticamente imposibles conceptos como la independencia pura y simple, el auténtico autogobierno o la realización de un ideal autonomista cualquiera, desde la entraña misma del pueblo que lo quiere vivir.


En primer lugar, porque el acceso a la autodeterminación es radicalmente imposible, a menos que se reciba algún tipo de empuje exterior.

 

Empuje en forma de ayuda que, por una parte, habrá de llegar precisamente - y no es casualidad - de un rival económico, político o religioso de la entidad opresora; y que, por otra, exigirá indefectiblemente el pago, al contado o a plazos, del favor concedido, mediante una alianza al menos tan opresora como la que se ayudó a deshacer.

 

Pero, en segundo lugar, el ideal se hace imposible porque siempre se da el caso - yo, al menos, no conozco ninguna excepción - de que el grupo étnico o religioso o político que aspira a la autodeterminación no cuenta tampoco con la infraestructura necesaria para constituir una entidad mínimamente capaz de bastarse a sí misma, pero sí suele poseer, en cambio (¡casualidades de la vida!), un determinado elemento vital, económico o estratégico que, sobre serle arrebatado a la estructura estatal anteriormente poseedora del territorio, tendrá que caer en las manos o en el área de la nueva influencia, en cuyos brazos habrá tenido que arrojarse el pueblo presuntamente liberado, so pena de perder inapelablemente una riqueza de la que no pueden prescindir los grandes grupos de presión.


O sea que, para ser válido, el problema primario de la autodeterminación de los pueblos tendría que ir unido a una imposible regresión a los niveles de crecimiento económico de unas sociedades que ya sólo forman parte del remoto recuerdo histórico.

 

En los tiempos de las superpotencias y de la supertecnología, mal puede pensarse en auténticas autodeterminaciones, cuando hay también una superestructura que basa buena parte de su razón de ser en la atomización de los estados autosuficientes en células que habrán de buscarse la subsistencia cayendo en manos de quien las esclavizará de nuevo a cambio de proclamas huecas de falsa libertad.


La sombra siniestra de los teutónicos
Tanto daría, en este sentido, hablar de una parcelación de los estados mediante la manipulación concienzuda de los afanes de libertad de determinados grupos étnicos, como del planteamiento de alternativas de poder que pueden dar al traste, cuando convenga, con el orden establecido en un país concreto, sea este orden de cualquier tipo que queramos imaginar.

 

Porque, en el fondo, no se trata de imponer una democracia u otra forma cualquiera de gobierno desde las alturas invisibles, sino de colocar en la cúspide de las decisiones a aquellas personas o a aquellos grupos que, desde una u otra coordenada ideológica o política (que no es lo mismo), sirvan mejor en un instante concreto los intereses supranacionales de las grandes entidades controladoras de la vida colectiva de los seres humanos.


Y no se trata muchas veces (contra lo que podríamos suponer) de intereses inmediatos y fluctuantes que obligan o provocan los cambios violentos que se vienen sucediendo.

 

Muy a menudo, hay acontecimientos remotos o situaciones seculares que siguen influyendo, por encima de los milenios, sobre hechos que tienen lugar aquí y ahora. Lo cual lleva a la sospecha de una continuidad, dentro de eso que llamamos tiempo, de la esencia de ese poder oculto que estoy tratando de señalar y que cambia de nombre, como de sistema, según lo pida la misma pseudo-evolución humana que lo controla y lo provoca.

 

Comprendo que a muchos políticos y a no pocos historiadores les resulte duro aceptar esta continuidad que se salta el tiempo y resurge en todos los procesos alternativos - violentos o no - de la historia.

 

Lo comprendo, porque resulta duro reconocer las directrices de un (mal) llamado determinismo que, en cierta manera, puede actuar soterraña-mente desde tiempos increíblemente remotos sobre nuestras más inmediatas realidades políticas, sociales o religiosas.

 

Sin embargo, cuando los acontecimientos se encadenan y dan razón a sinrazones aparentes, no queda otro remedio que recomponer realidades olvidadas y comprobar que ciertos eslabones de la cadena, que suponíamos desperdigados o definitivamente perdidos, conectan directamente con unos hechos del pasado que ostentan nombres distintos a los que se les ha dado tradicionalmente.


Si repasamos, por ejemplo, la historia polaca desde los viejos tiempos del emperador Federico II Stauffen, veremos que esa tierra, a la que todo el mundo ha dado en llamar, como un estribillo, "la católica Polonia", ha sido en realidad víctima constante - lo mismo que otra tierra «tradicionalmente» católica, la nuestra - del poder sin límites de los grandes grupos de presión de filiación católica: los caballeros teutónicos primero, los padres jesuitas después.

 

Unos y otros, cada cual en su momento, se encargaron de convertir la tierra polaca en feudo personal de poderes a la vez beatíficos y pecuniarios. Los teutónicos llegaron primero, confundiendo indiscriminadamente la conversión de los pueblos paganos del Báltico con el mesiánico pangermanismo de sus ideales heliocráticos.

 

Trescientos años después, los jesuitas organizaron un estado-barrera contrarreformista, en el que el palo y el tente-tieso aparecían - como ha sido corriente en estos casos de acción violenta del "brazo secular" - en las manos del rey Zygmunt Vasa y sus sucesores.


Metamorfosis larvada
Polonia, como todo pueblo que se precie, aceptó la catolicidad impuesta y, casi en contubernio con sus evangelizado-res, la asumió, convirtiendo el hecho religioso impuesto a sangre y fuego en una cuestión de idiosincrasia racial.

 

Y así, como en tantas otras tierras - la nuestra v nuestras Américas incluidas - se llamó cristiano y beatífico a cuanto se adoraba y bastó vestir de sayal y aureola a las arcanas fuerzas telúricas para hacerlas nuevamente aptas para el culto popular. La simbiosis era perfecta y el cristianismo, una simple transferencia obligada para acatar el omnímodo poder de las autoridades político-eclesiásticas.


Saltemos ahora por encima del tiempo; no nos limitemos a ver, miremos atentamente las imágenes y las noticias que nos van llegando en torno a los conflictos que dicen laborales de Polonia.

 

Nos daremos cuenta de que, por encima de las opciones de opinión que se nos sirven a través de las agencias de prensa (todas, absolutamente todas convenientemente conducidas), subsisten unos hechos que conforman, aunque nos sean siempre convenientemente escamoteados, la profunda esencia del conflicto y sólo reclaman que sea estudiado su porqué.


Cabría preguntarse, ante todo, si es sólo una pura coincidencia que el estallido de los movimientos sindicalistas se haya producido al mismo tiempo que la proclamación sinodal de un papa polaco y a los poquísimos meses de la visita oficial - tolerada y hasta propiciada por el gobierno marxista del país - de ese papa a su patria, en calidad de máximo representante de la misma iglesia que movió los hilos de la política polaca hasta los acuerdos de Yalta.


Pero cabría igualmente insistir en ese empeño - enfermizo - de mostrar una y otra vez a los presuntos líderes sindicales de Polonia saliendo de misa, charlando con el (ya difunto) cardenal Vichinsky o posando a los pies de la Santa Virgen de Chestojova.

 

O hasta preguntarse el porqué de viajes italianos de líderes políticos cuya única finalidad, salvo error u omisión, parecía ser la entrevista con el papa polaco, entre inciensos, sahumerios, rodillazos y declaraciones multitudinarias a los medios de comunicación. Tanta sotana, tanto capelo cardenalicio, tanta cruz patriarcal y tanto incienso presuntamente pío llevan a la sospecha - con perspectiva histórica, que para eso se las da uno de historiador - de que en Polonia no se solventan problemas de libertad sindical, tan propios de la sociedad industrializada del siglo XX o XXI (?), sino algo mucho más profundo, más grave, más peligroso y condicionante para el contexto político del mundo entero y del ser humano: Polonia está tratando de ser reconquistada desde dentro por el mismo grupo de presión que la dominó secularmente.

 

Con el agravante de que, en esa lucha subterránea, la promoción inicial de todo el movimiento proviene - no de modo casual - de una personalidad que ostenta a la vez la nacionalidad polaca con todas sus consecuencias y el más alto cargo de un organismo que. de hecho, forma parte activa, lo quiera o no, del movimiento occidental de las grandes empresas multinacionales.


La tercera vía - la manipulación de la individualidad
Junto a los movimientos nacionalistas y las presuntas reivindicaciones sociales que afectan a la mayoría de los seres humanos en su aspecto colectivo, destaca, además - y veremos en su momento que destaca de modo esencial - la necesidad visceral del hombre en cuanto a elegir su propio camino, el suyo en tanto que ente concreto y personal y al margen - en apariencia, al menos - de la colectividad.


Que el ser humano necesita de su propia superación, es algo que creo indiscutible, algo que nadie podría poner en duda aunque se opusiera a tal superación. Queda por dilucidar, primero, en qué consiste esa superación o, en muchos casos, en qué se nos quiere hacer creer que consiste.


La ciencia y, a su remolque, las religiones establecidas, reconocen que el hombre es un ente en evolución; una evolución que. según los más recientes descubrimientos, pudo comenzar, como tal fase humana de la vida, hace unos tres millones de años.

 

Desde aquella fecha tan incierta hasta el descubrimiento - cronológico - de la existencia del Homo Sapiens, hay toda una gradación evolutiva que se aprecia tanto en el tamaño y consistencia de los restos óseos como en la capacidad craneana.

 

Una gradación que, en líneas generales, va desde la identificación del ente humano con cualquier mamífero superior hasta el reconocimiento, probado por los hallazgos, de una especial inteligencia que le hace servirse con eficacia de determinados instrumentos que suplen su inferioridad física y, por otro lado, de un sentido de la trascendencia que le lleva a formas de culto progresivamente evolucionadas.


El ser humano, desde estas coordenadas de capacidad, se establece como dueño y señor de su mundo circundante en tanto se hace capaz de. Y. en esa capacidad, hay implícita toda una gama de posibilidades que va desde la más primitiva de alcanzar una presa a distancia mediante un instrumento arrojadizo, hasta el descubrimiento de la fisión nuclear o de la informática.

 

Pero, al mismo tiempo, tal ente humano se reconoce incapaz de comprender y dominar todo un núcleo de fenómenos que. si resulta cierto que se han ido reduciendo a lo largo del tiempo, mantiene en todo momento una parte de secreto y le hace entender que sólo logrará penetrar en su realidad mediante pasos sucesivos de la evolución.

 

(Curiosamente, si en el aspecto puramente tecnológico el ser humano lucha codo con codo por el progreso material, en aquello que atañe a su real y auténtica evolución interna actúa a niveles de individuo. Y sus congéneres le sirven únicamente de peldaños espirituales para tratar de izarse por encima de ellos, en un afán individualista de alcanzar grados progresivamente superiores de evolución o de conocimiento que le permitan saber lo que los demás ignoran y. por lo tanto, ejercer sobre ellos un tipo cualquiera de preponderancia, de poder).


El asalto de los niveles de conciencia
Lógicamente, no se trata - todavía - de analizar el valor real de este deseo del hombre por ejercer su derecho inalienable a la evolución, sino de constatar que. a lo largo de la historia, la humanidad se ha valido de muchos medios para intentar la superación de su nivel evolutivo.

 

Y no se trata tampoco de justificar o condenar unos hechos o unos determinados métodos, sino de la pura y simplísima constatación de que, ante ese deseo y ante su impotencia fundamental para acelerarlo y cumplirlo, el hombre ha venido utilizando sistemáticamente ciertos estímulos que le han puesto en contacto con esos niveles ansiados de conciencia, o con estados que le han hecho creer que se encontraba inmerso en ellos.


En los últimos tiempos, ante un rechazo más o menos consciente de los niveles tecnológicos alcanzados por los países llamados desarrollados, una parte de la humanidad - nunca mayoritaria, pero ya masiva y muy característica de la sociedad postindustrial en que vivimos - se ha lanzado a la experiencia directa de esa búsqueda, en parte como escape inconsciente del mundo alienante que nos rodea, en parte también como rechazo de la esclavitud de la máquina y como intento alucinado de una vuelta del hombre a su capacidad de decidir el propio destino.

 

Sin embargo, la misma impotencia en que la tecnología secular nos ha sumido en cuanto a nuestras posibilidades de actuar sobre la conciencia - o sobre la evolución real de esa conciencia - ha conducido a ciertos niveles de caos espiritual, que se traducen en una larguísima sucesión de estados aberrantes y de actitudes en las que esa misma sobrevaloración alucinada de los derechos pretendidamente individuales conduce a una esencial carencia del auténtico sentido de la solidaridad humana.

 

Es un sálvese-quien-pueda en medio de un cósmico y desolador caiga-quien-caiga.


De nuevo los tentáculos de la manipulación
La cadena es larguísima, mucho más larga de lo que podamos imaginar.

 

El último eslabón, al parecer, es el clima de violencia y de delito que afecta en términos generales al mundo desarrollado y, muy en especial - no olvidemos alocadamente la sutil diferencia - a esos países que llamamos democráticos por simple eufemismo del lenguaje.

 

Naturalmente, si profundizamos un poco - no demasiado, sólo a niveles de ciudadano medio tirando a bajo - comprobaremos que el porcentaje de actos delictivos en esta situación hay que asociarlos, por un lado, al paro obrero, pero muy especialmente a la proliferación del consumo de esas drogas que ponen a quienes las utilizan en específicos estados límite de conciencia.


Repito que no voy a hablar aquí de los efectos pseudo-trascendentes de la droga, sino del hecho - ya expuesto - del fin primero por el que determinados seres humanos la solicitan y, sobre todo, de una constatación: la de su dependencia, tanto física como psíquica (nótese que, en este contexto, no entra para nada, al menos a mi modo de ver, una dependencia 'espiritual').


Pero fijémonos, a modo de ejemplo y por lo que en esta parte nos interesa advertir, en que tal dependencia es exactamente del mismo tipo en las drogas que se prohíben como en aquellas otras que están perfectamente autorizadas y hasta legalizadas por los distintos gobiernos. La misma dependencia produce la heroína, pongo por caso, que el alcohol en un alcohólico o que la nicotina en un fumador empedernido.

 

Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre unas y otras: las drogas autorizadas pueden adquirirse a precios relativamente módicos y están controladas oficialmente por impuestos de los estados, que proporcionan pingües beneficios al erario público, mientras que las prohibidas son caras (y hasta carísimas), están absolutamente incontroladas y, en lugar de producir beneficios a los estados, los proporcionan a unas superestructuras que. manteniéndose en la ilegalidad internacional, y precisamente por ello, no tienen que dar cuentas oficiales a ningún gobierno.

 

De todo lo cual se deduce que el negocio de la droga prohibida, en razón de su dependencia, es absolutamente redondo, y que la única diferencia sustancial entre las fomentadas y las oficialmente prohibidas consiste en la entidad a la que irán a parar en última instancia los beneficios.

 

(Como recuerdo histórico, pensemos en lo que sucedió en su tiempo con la Ley Seca americana. La prohibición oficial de bebidas alcohólicas produjo, en poquísimo tiempo, más beneficios a la Honorable Sociedad que los que el gobierno de los Estados Unidos obtuvo por el control de esas mismas bebidas cuando fueron nuevamente autorizadas en el país.)

 


Un negocio que no sólo da oro
Tendemos a creer - e incluso, a menudo, parece como si existiera un especial empeño en que cayéramos en esa creencia - que el gran negocio de las drogas es anárquico, que los beneficiarios son los cuatro - camellos - que caza la brigada en los aeropuertos y una docena más que aún atraviesan impunemente las fronteras.

 

Y no alcanzamos a captar que el asunto supera con creces los límites del negocio inmediato y que esa llamada «red internacional» con la que nos llenan los oídos es más que una inversión fabulosa y libre de impuestos. En primer lugar, porque esa inversión es mucho más política - y. sobre todo, ideológica - que económica.

 

Además, porque, al menos en un sentido amplio y ajeno a la semántica usual, no está libre de impuestos.


No hace mucho tiempo, se filtró la noticia de que uno de los más próximos golpes de estado militares que tuvo lugar en Latinoamérica estaba encabezado por los propietarios de las más importantes plantaciones de droga del país.

 

Un reciente reportaje, por su parte, acusaba al ex-presidente de Francia, Valéry Giscard d'Estaign, de haber tenido mucho que ver en los negocios de exportación y difusión de droga procedente de Extremo Oriente en la época colonial.

 

Se trata apenas de un par de ejemplos aislados frente a otros muchos que nadie se atreve a mentar. Pero son dos ejemplos que, a poco que meditemos, muestran la doble cara del problema, con la oculta mucho más inquietante que la simple y pura desazón que produce la difusión indiscriminada de cualquier tipo de estupefaciente.


Pensemos así, a bote pronto, ¿de qué puede valerse cualquier poder autárquico para ejercer su dominio absoluto sobre los seres humanos que le han tocado en el juego político - de las fronteras? Sin duda alguna, de la dependencia absoluta de los individuos que componen el conjunto del pueblo y de una supuesta - sólo supuesta - restitución de un orden previamente deteriorado.

 

¿Y de qué mejor modo de deterioro puede servirse ese poder que el sometimiento de un número creciente de ciudadanos a una dependencia que, por un lado, es proclamada (por ellos) como liberación, y por otro conduce a la inquietud y a la inseguridad visceral de todos los demás, por la constante acción violenta de los supuestos liberados sobre sus vidas y sus haciendas?

La manipulación, en estos casos, consiste en un deterioro visceral de los conceptos. Porque nadie odiará más la palabra libertad que aquel que esté convencido de que significa sinónimo de violencia.

 

Y nadie se inclinará más al deterioro semántico del vocablo orden que aquel a quien convenzan de que tal orden le permitirá transitar tranquilamente por la calle, cuando lo único cierto y perogrullesco es que sólo con libertad (en su auténtico sentido) y con una conciencia de la propia responsabilidad individual - esa que se nos quiere arrebatar - puede el ser humano acceder a su propia evolución, tanto personal como colectiva.


Un lento proceso de dependencia
Creo que, al menos a niveles de sospecha, este bombardeo de estímulos manipuladores se encuentra inconscientemente plasmado en la mente del ser humano, aunque trate de no reconocerlo y aunque, de hecho, se ejerza una presión constante para que no lo capte más que a niveles subliminales instintivos.

 

Tal vez por eso he querido sacarlo aquí a flote, porque pienso que sólo comprendiendo conscientemente y sin tapujos la dependencia a que se nos somete cada día podremos formarnos una idea de cómo afrontarla y de cómo recuperar, si aún es tiempo, nuestro papel de seres racionales dispuestos a asumir la evolución a la que nuestra naturaleza nos da derecho.


Hablábamos antes de la larga historia del género humano y de la lenta, lentísima evolución sufrida desde hace tres inmensos millones de años.

 

Curiosamente, esa evolución se fue deteniendo o, al menos, se hizo desesperadamente lenta (y me refiero, naturalmente, a niveles mentales y espirituales, no al progreso tecnológico), a medida que el ser humano fue adquiriendo conocimientos que le facilitaban la subsistencia, que le hacían progresivamente cómodo el trabajo, le menguaban el esfuerzo y le distraían la atención.

 

Más curiosamente aún, se da el caso, cuando estudiamos el gran proceso histórico de la humanidad y - sobre todo - cuando estudiamos esos mitos que constituyen la más sorprendente fuente de recuerdos que posee la mente colectiva del hombre, de que esos adelantos técnicos, esos descubrimientos «mecánicos» - la navegación, la rueda, la palanca, el arte de volar - le fueron entregados al ser humano en épocas oscuras y olvidadas por entidades a las que se quiso dar el calificativo de dioses, porque actuaban desde planos superiores al nivel medio de las conciencias capaces de captarlas o de recoger sus indicaciones.


Por supuesto, no es mi intención aplicar aquí una naturaleza divina - ni. por supuesto, extraterrestre o galáctica, como hoy parece estar en boga - a esos llamados dioses o presuntos maestros de la vieja humanidad.

 

Sólo quiero llamar la atención sobre la circunstancia de que esa divinización ha de deberse, por necesidad, a la naturaleza esencialmente ignorada de las entidades que proporcionaban al hombre sus adelantos técnicos.

 

Y que. al mismo tiempo que se los proporcionaban, lo sumían en una radical incomprensión de los porqués y los cornos y le hacían depender esencialmente del «regalo» que se les ofrendaba.


El camino seguro hacia la regresión
Hoy, el ser humano ha dejado ya de luchar contra la manipulación de que es objeto.

 

Me refiero, fundamentalmente, al hombre que forma parte del mundo industrializado de Occidente, porque ya tendremos ocasión de ver y de analizar otras formas de enfrentar el entorno en distintas culturas y en otros contextos espirituales. Este hombre nuestro de la civilización tecnocrática se ha habituado ya a ser llevado y traído por donde quieren los grupos de presión (tanto los conocidos como los ocultos) y ha asumido esa esclavitud a que le somete la técnica como una necesidad imprescindible.

 

Ya hemos tenido ocasión de verlo cuando comentábamos, páginas atrás, ese complejo de fracaso que se nos imbuye cuando no accedemos a la última novedad caprichosa de la técnica, siempre planteada como adelanto, como ayuda imprescindible o como una comodidad progresiva. Ya no nos conformamos con vivir pendientes del televisor: necesitamos el mando a distancia que nos librará de molestamos esos tres pasos que se necesitan para alcanzarlo y cambiar el canal.

 

No nos basta el automóvil: nos es imprescindible cada supuesta mejora que se introduce en un nuevo modelo.

 

No queremos sólo ignorar las operaciones matemáticas mentales: nos urge que la maquinita tenga por nosotros la memoria de lo que sin duda habremos de olvidar por falta de entrenamiento mental.


En dos años escasos, un complicadísimo sistema de almacenamiento de datos queda anticuado y es superado por otro que hay que adquirir, so pena de que la competencia lo adquiera antes y tome la delantera de su perfeccionamiento. La prensa escrita está a punto de desaparecer. Estamos abocados, a corto plazo, al más espectacular analfabetismo, del mismo modo que ya, de hecho, hemos perdido la capacidad de calcular.


Cada paso supuestamente adelante de la técnica, de la política o hasta de las formas presuntamente religiosas se convierte, por un lado, en factor inmediato de utilización precisa, de consumo necesario; pero, por otro, también en elemento parcelador implacable de nuestro conocimiento, en tanto que se nos hace progresivamente imprescindible una dedicación particular, una especialización que, sea del género que sea, nos aparta cada vez más de esa visión total de lo circundante, que nos debería ser fundamental para la comprensión de la realidad y nuestra identificación con ella.


Los más remotos resistentes
Uno piensa si siempre habrá sido así en la historia de la Humanidad.

 

Si siempre y sin excepción, el ser humano se habrá dejado conducir como una marioneta mansa por los terrenos que las fuerzas de presión le han marcado, encaramándose por los laberintos de la técnica y abandonando definitivamente el ejercicio de sus propias posibilidades evolutivas, tanto psíquicas como mentales y espirituales.

 

Sin embargo, de vez en cuando surgen determinados misterios del pasado cuya falta (aparente) de lógica racional puede ponernos en guardia respecto a su significado.


Es en muchos aspectos ejemplar el caso de las civilizaciones andinas anteriores a la conquista. Como todos pueden comprobar en tantos libros como se han difundido sobre ellas, las tierras montañosas y el altiplano fueron surcados por impresionantes caminos que comunicaban entre sí ciudades, fortalezas y centros culturales, en una tarea titánica sólo comparable a la de la increíble red viaria del viejo continente europeo establecida por Roma.

 

Con una diferencia notable: en las culturas andinas no se utilizaba la rueda como medio de transporte o de desplazamiento. Sin embargo, esa misma rueda, con sus exactas funciones, sí se ha encontrado en los juguetes infantiles de aquel imperio que los arqueólogos han sacado a la luz.


A mi modo de ver, no cabe dar a este enigma del pasado la respuesta simplista de que los incas, o los chimús o los nazca supieran de la existencia de un mecanismo como la rueda, pero ignorasen sus posibilidades de utilización práctica.

 

Una conclusión así no tiene base racional alguna, aunque se haya formulado desde las perspectivas del más estricto racionalismo científico.


Por el contrario, creo que hay otra explicación posible:

tendríamos que planteamos el no uso del instrumento rueda como prohibición tal vez dogmática, mediante la cual los encargados del culto - fuerza o grupo de presión, a pesar de todo - proclamasen aquel elemento mecánico como símbolo religioso intocable.

En cierto modo, una imposición de este tipo sería paralela a la que impone a los hinduistas la sacralización de sus bóvidos, los cuales (ante la incomprensión supina del occidental que contempla el espectáculo de las vacas sagradas correteando libremente por las calles) siguen siendo intocable elemento de culto, mientras tan a menudo el pueblo muere de hambre por falta de un alimento que podría tener al alcance de la mano.


Los malditos herreros
Sin necesidad de trasladamos a otras tierras, tenemos en la historia de Europa un caso paralelo: el de los herreros de los tiempos remotos, considerados como seres malditos y condenados a instalar sus ferrerías lejos de los núcleos de población.

 

En el valle de Somiedo, en Asturias, corría hasta hace bien poco la tradición de que, en los lagos que coronan los confines del valle, habitaban genios malignos dedicados a la forja, que atacaban y aniquilaban a quienes se atrevían a acercarse por sus dominios.

 

Es significativo que hoy, precisamente en aquellos parajes, no sólo se encuentren viejos restos de herrerías, sino que recientemente, en la misma área de los lagos, se descubriese un rico filón de mineral de hierro que, puesto en explotación industrial, arruinó en poco tiempo el idílico y solitario paisaje y la pureza de alguno de sus lagos, que hoy aparece teñido por las piritas.


La maldición sobre los herreros fue, durante siglos, objeto de mitos y de cantares.

 

Mimir, el enano de los «cantares germánicos, era herrero y forjó la espada con la que el héroe Sigurd venció al dragón Fafhir, con cuya sangre se bañó y aprendió el lenguaje de los pájaros. De vaqueiros asturianos y de agotes navarros, pueblos tradicionalmente marginados, se dijo que se dedicaron a la forja en tiempos remotos.

 

Y eso mismo se contaba de los maragatos leoneses, en cuyas tierras montañosas, como en las de agotes y vaqueiros, se encuentran las mejores muestras de las herrerías medievales de toda la Península Ibérica.


Es curiosa y nada casual esa atribución del arte del hierro a pueblos y hombres considerados como malditos a lo largo del tiempo, sobre todo si nos planteamos que la industria de los metales supone uno de los pasos fundamentales de la tecnología. Si pensamos que desde todos los ángulos del progreso material, el dominio industrial y económico sobre el arte del metal es fuente de poder y de fuerza, origen de ese mundo del que nosotros constituimos la última consecuencia, con toda la carga de dependencias que caen sobre nuestras espaldas, no podemos dejar pasar por alto este fenómeno.


¿Cabria pensar en un estadio más o menos desconocido de esa historia fundamentalmente oculta, en el cual hubo seres humanos que presintieron lúcidamente la esclavitud tecnológica que se avecinaba a largo plazo y que trataron de conservar en el ser humano el uso de su integridad como ente en total evolución?

 

Por desgracia, ya resulta difícil que lleguemos a conocer algún día esa realidad improbable.

 

Milenios enteros de dependencia nos han borrado de la mente incluso la sospecha de que pudiera haber existido una vía por la que el hombre se hubiera desarrollado conforme le demandaba su propia naturaleza.

 

Hoy es tarde. La vuelta atrás, imposible.

 

Algo nos ha hecho definitivamente esclavos de nuestro propio progreso. Y sólo cabe pensar o intuir, o sospechar, que no toda la culpa es del hombre mismo, sino que hubo - y sigue habiendo - fuerzas que le mantienen atrapado en las coordenadas insalvables de la dependencia.

 

Hoy, nuestra labor debería consistir en el descubrimiento de esas fuerzas, en sacarlas a la luz y en dar cuenta de su naturaleza y de sus más recónditas intenciones.

 

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