REFLEXIONES EN TORNO NUESTRO

 

 


2 - Desde España, con amor

Nos sucedió de pronto, como una bocanada de aire fresco o, mejor aún, como un huracán que abre aparatosamente las ventanas, escandalizando y refrescando a un tiempo la casa entera.

 

Pasábamos, según se nos juraba solemnemente, de la opresión a la libertad, o sea de callar y conspirar a gritar las cosas en voz alta y expresar - libremente según nos decían - nuestras preferencias, nuestras ansias, nuestras realidades e incluso nuestros oscuros fantasmas libidinosos.


Bueno: nos abrieron las urnas, nos invitaron a formar cola ante los colegios electorales y nos llenaron el alma y los oídos con proclamas de derechos y de reivindicaciones, impulsándonos a elegir a quienes tenían que representarnos, exactamente igual como sucede - nos repetían una vez y otra - en los países más avanzados.

 

Lo que nadie hizo - y eso sucede exactamente igual en esos países que nos colocaban ante las narices como ejemplo a seguir - fue avisarnos de que nosotros, tú y yo, resultamos infinitamente más fáciles de controlar si se nos da la oportunidad de expresar abiertamente nuestros deseos que tapándonos la boca por decreto, imponiéndonos el silencio a toque de clarín o llenándonos la vida de imágenes (¡por el Imperio hacia Dios!, ¡el hombre es portador de valores eternos!, ¡una unidad de destino en lo Universal!) en las que nadie; conscientemente al menos, podría creer.


Lo que nadie nos advirtió - y en eso hemos pasado también a formar parte de pleno derecho de nuestro mundo, orientado por oscuros decretos nunca publicados - es que las palabras, y hasta los acontecimientos de la vida pública y privada, hace tiempo que dejaron de ser semánticamente válidos.

 

Que cada deseo que se expresa - libremente, dicen - responde a un contexto en clave, del que jamás se nos dará razón para que podamos interpretarlo correctamente. Que cada dicho y cada hecho con los que hemos de enfrentarnos a diario no son lo que aparentan, sino que obedecen a una dimensión esotérica a la que únicamente los iniciados en el cotarro socio-político-económico-religioso pueden tener - y no siempre - acceso.

 

Porque ellos mismos, por más que lo crean, no están capacitados para integrarse en ese mundo críptico con derecho pleno y en ejercicio de sus libertades personales, sino que han pasado a formar parte de un tinglado inconmensurable que les supera con creces y les utiliza como piezas de un juego de dimensiones cósmicas, del cual nosotros, como ciudadanos de a pie, somos meros espectadores, asombrados testigos en la contemplación de unos movimientos que no sólo ignoramos a qué obedecen, sino incluso quién o qué les sirve de motor, de estímulo, de lubricante, de causa inmediata.


Una grieta para atisbar al otro lado
Lo único bueno - relativamente - que nos puede suceder es que, a veces, en medio de ese mundo infranqueable en el que se parapetan las sinrazones de nuestra radical falta de libertad, se abren brechas por las que se atisba, si no la causa profunda de nuestra dependencia, si, al menos, unos indicios que nos permiten adivinar a medias y sospechar, igualmente a medias, la colosal estructura que mueve los cables de un comportamiento planetario que intenta - y casi ha conseguido - controlar al milímetro y al minuto la vida y los movimientos de cada uno de nosotros, desde el que se proclama ejecutivo agresivo y cree poseer la clave del éxito - sin saber cuál - hasta el niñito hambriento de la República del Mali, que perece de inanición mientras en los campos abonados del mundo occidental se promueven huelgas de tractores o se queman salvajemente los excedentes agrarios para mantener unos precios de consumo establecidos.


Y lo que vislumbramos a través de esas grietas no son comportamientos humanos - ¡qué más quisiéramos! - sino cifras y números y esquemas microcomputados, que actúan de modo impersonal en beneficio no del ser humano, sino de entidades metahumanas - inhumanas al cabo - entre las cuales ese ser humano que asegura pensar, sentir y amar, y hasta elegir, es apenas un microorganismo, una molécula, un tornillo despersonalizado de la gran estructura-colmena-madre flagelante, que parece ser lo único digno de supervivencia.


Me pregunto - y pregunto:

¿Estamos en disposición de captar, en tanto que seres humanos, los cables invisibles que mueven una voluntad nuestra que nunca o muy pocas veces llegamos a ejercer?

 

¿Podemos localizar, descubrir y denunciar una conexión entre esos cables invisibles y partes inexploradas de nuestro cerebro?

Sinceramente, creo que sí, al menos a determinados niveles.

 

Pero creo también que ese descubrimiento y la consiguiente denuncia habrá de hacerse desde las coordenadas del espíritu - aunque también esa palabra y todo cuanto encierra se haya llegado a degradar hasta límites inconcebibles - precisamente porque ese espíritu es la única parcela de nuestra identidad que puede superar las perspectivas del racionalismo a ultranza en el que nos han hecho basar los esquemas vitales.

 

Hemos de ascender desde las capas meramente sensibles de nuestro ser hasta niveles en los que lo racional sea ya incapaz de operar. Y, desde allí contemplar nuevamente el paisaje cósmico - total - que se nos ofrece.

 

Aunque nada tenga ya que ver con los esquemas anteriores, aunque se mezclen y se confundan y se emborronen mutuamente noticias periodísticas y visiones proféticas, hechos de la vida cotidiana y prodigios inconcebibles desde el encasillamiento estricto de lo que se puede ver u oír. o gustar, oler o tocar.


El tornitlito imprescindible
Hubo, hace años, un escritor de relatos de anticipación - anglosajón, como mandan los cánones - que planteó en uno de sus cuentos un Apocalipsis insólito:

nada menos que hizo hundirse el mundo ante la hipotética realidad de que desapareciera, de pronto y absolutamente, todo el papel que nos sirve para escribir, para envolver o para leer.

¿Se imaginan ustedes que desaparecieran todas las noticias recopiladas, todos los archivos, todos los legajos, todos los libros, los cuadros, los calendarios, el papel higiénico, los sobres, los paquetes, las cartas?

 

Sin embargo, es absolutamente cierto que muchas de esas cosas a las que apenas prestamos atención son infinitamente más importantes de cuanto podamos imaginar.


A un ser humano se le puede matar con sólo tocarle en un punto preciso del cráneo. Y un automóvil puede ser definitivamente detenido si se le desconecta un hilito de cobre en el que nunca habremos parado nuestra atención. Es cosa de Perogrullo, ¿verdad?


Las grandes compañías multinacionales, en cierto sentido, actúan siguiendo exactamente estas mismas reglas.

 

Por si alguien no lo supiera todavía - lo dudo - digamos que reciben su nombre porque se extienden por varios países y porque, en apariencia al menos, actúan y proceden en cada uno de ellos como si fueran una entidad nacional, sujeta - siempre en apariencia - a las leyes de cada estado y empleando con amplia preferencia mano de obra y hasta directivos autóctonos.

 

Sin embargo, hay siempre un pequeño detalle (tecnológico) que las distingue del resto de las empresas del país en cuestión.

 

Esta diferencia consiste en que un determinado elemento de la industria, siempre básico a pesar de su aparente banalidad es importado siempre de otra parte. Y sin él es absolutamente imposible poner en funcionamiento el complicadísimo acabado de esa industria: un jarabe, una piececita transistorizada, una determinada aleación o un simple tornillo bastan para el caso.


Cabe preguntarse el porqué de esa precaución, pero la respuesta es diáfana: si una circunstancia cualquiera - revolución, alternativa política o conflicto laboral agudo, pongo por caso - obligase a esa compañía a abandonar el país en cuestión, toda la tremenda estructura instalada quedaría automática y absolutamente inutilizada, y sus productos industriales, lo mismo que la maquinaria y las instalaciones, serían apenas válidos para convertirse en chatarra. La empresa, sin ese detalle aparentemente mínimo, quedaría muerta.

 

Los miles de empleados, sin trabajo. Y eso sin contar con la imposibilidad total de atención a los servicios de mantenimiento de los productos terminados y en funcionamiento.

 


Las leyes nunca escritas
Un tinglado de tales características no tiene necesidad alguna de inmiscuirse directamente en el gobierno aparente de ningún país en el que se haya instalado.

 

Su sola presencia, con todo cuanto lleva consigo de fuerza influyente, es más que sobrada para que cada decisión política de importancia tenga que contar con su acuerdo y con su tácito consentimiento.

 

Nada se podría hacer que amenazase sus intereses. Y no sólo eso: todo cuanto se haya de llevar a cabo - en el terreno de lo fiduciario o en el campo de lo meramente económico - habrá de tender, sin excepciones posibles, a su beneficio y a su progreso, precisamente porque una parte fundamental de la estructura global del estado depende de que esas entidades se encuentran a sus anchas en el país elegido, de que obtengan beneficios adecuados a la inversión realizada y de que sigan proporcionando su hipotética ayuda al desarrollo de sus estructuras económicas.


Planteémonos la cuestión:

  • si esta realidad, por desgracia incontrovertible, no está reflejada en leyes ni en decretos

  • si el ciudadano de a pie tiene que conformarse con conocer lo que se le quiere contar, se ajuste o no a la realidad más profunda de su quehacer cotidiano

  • si buena parte de las actividades llamadas «políticas», de uno u otro signo, que se llevan a cabo en cualquier estado responden a causas en las que privan intereses anónimos infinitamente más poderosos y decisorios del destino humano que la supuesta voluntad popular presuntamente expresada en las urnas,

...¿qué tiene que ver cualquier declaración de principios políticos o sociales con la estricta realidad manipuladora de vidas, libertades e incluso haciendas de los ciudadanos de cualquier país de esos que consideramos «libres»?


Tal como se plantean las premisas de nuestra supervivencia inmediata, los hilos que nos mueven se encuentran perfectamente tendidos, de modo que podemos ser manejados lo mismo que una marioneta inconsciente, con tal de que se tense el cable preciso a cada circunstancia y en el momento previsto.

 

En este sentido, la humanidad se parece bastante a las muías de los viejos tiros, provistas de anteojeras que les impedían ver qué sucedía realmente en torno suyo y sujetas a unas riendas que llevaban a la recua por donde el invisible conductor deseaba en cada instante.

 

Sólo que el hombre es - presumiblemente - un ser pensante y las riendas no pueden ir enganchadas a sus miembros o a su garganta, sino a su cerebro, a sus vísceras vitales, o incluso a su conciencia.


Et tiempo de una proyección cinematográfica
Hace poco tiempo se planteó un conflicto laboral relativamente grave en una de las grandes factorías multinacionales instaladas en España.

 

La huelga parecía prolongarse más de los que los ritmos previstos de producción podían permitir y se esperaba impacientemente el inicio de unos arreglos que no llegaban. De pronto sí llegó, no obstante, una amable invitación de la empresa a los dirigentes obreros, para que asistieran a una proyección cinematográfica. Los líderes acudieron, extrañados.

 

Parece ser que comenzaron mostrándoles unas cuantas películas cómicas mudas de los años veinte y, como plato fuerte, una superproducción realizada por la compañía en la que se mostraba, paso a paso, cómo se desmantelaba una factoría del mismo tipo que la que sufría el conflicto laboral, cómo se embalaba la maquinaria y cómo se trasladaba a otro lugar.


Terminada la proyección, uno de los directivos de la multinacional explicó a los espectadores que el tiempo de proyección de la película correspondía, segundo a segundo, al tiempo real en que tal operación podía llevarse a cabo: tres cuartos de hora escasos.


En pocas horas terminó la huelga y los varios miles de obreros de la factoría regresaron a su trabajo dispuestos a negociar mansamente y sin demasiadas esperanzas sus reivindicaciones.


Lo importante de este hecho, rigurosamente cierto, no es tanto la presión que una determinada entidad puede ejercer sobre la masa humana a la que da de comer a cambio de su entrega laboral, sino la radical indefensión del ser humano ante una situación en la que resulta totalmente imposible ejercer la propia voluntad si tal voluntad va contra el organismo anónimo del que se depende para la supervivencia.

 

Hay, incluso, muy a menudo, una mentalización que hace concebir tal dependencia - a quien la sufre - como una especie de regla del juego aceptada o de reflejo condicionado dogmáticamente admitido.

 

Hay una alteración aceptada de los valores semánticos, y conceptos como libertad, progreso, bienestar, compañerismo uocio adquieren significados acordes sólo con los intereses de la entidad manipuladora y no con el sentido que el ser humano consciente tendría que darles. Hay una auténtica trasposición de los valores.

 

Se asume como benéfico lo que es simplemente útil y como maléfico lo que, pudiendo atentar contra los intereses de la Gran Madre anónima, pudiera causar su impersonal irritación y su eventual venganza.

 

O, lo que sería mucho peor, el abandono frío y fatal de los actuales pupilos, para ser sustituidos por otros que, ocasionalmente, obedecieran esas reglar del juego nunca escritas, pero profundamente grabadas en la mente de los que viven y trabajan para la entidad anónima.


Antropología del fracaso
En esta situación, también el concepto de fracaso ha pasado a sustituir, con sus mismas características de mala conciencia y de culpabilidad, a lo que hasta hace no tanto tiempo se denominaba pecado.

 

Otra transposición semántica a tomar en cuenta. Pensemos en la realidad inmediata de un país desarrollado o semidesarrollado cualquiera: España, por ejemplo. Hay pobres diablos que aún no tienen su televisor en color, ni su vídeo, ni buena parte de esa interminable colección de aparatitos que lanzan al mercado cada día y que hay que comprar y ostentar, so pena de sentirse sumido en la más desolada frustración.

 

Dicen que son los tiempos.

 

Y no soy yo quien lo dice, sino el mismísimo consejero delegado de la IBM española en entrevista concedida al diario El País y publicada el 21 de junio de 1981:

«Si un agricultor no compra un tractor, se queda atrás: son los tiempos».

Y no es sólo el tractor, ¡ojala lo fuera!  Es el capricho consumista, convertido, para un determinado nivel de la clase media, en piedra de toque de un status adquirido.

 

El consumismo, aunque se haya atenuado relativamente en este concreto instante de crisis mundial, no significa siquiera la posibilidad de proporcionarse lo que uno desea realmente, sino la necesidad social de obtener todo aquello que pueda demostrar que ese uno en cuestión está ya colocado, lo mismo que en las carreras de caballos de Aston, y va camino de ganador.

 

De nada sirve encogerse de hombros y decir - sólo decir - que no se desea más que lo que realmente le parece a uno útil, imprescindible o simplemente necesario (véase el caso del agricultor y su tractor). Hay que tener y hay que demostrar que se tiene. De lo contrario, ante el mundo circundante uno es un fracasado.


Reconozco la posibilidad de haber dicho la perogrullada de turno, en la que, a no dudarlo, habrán coincidido, antes que yo, cientos de miles de personas de mayor audiencia y en mejor oportunidad.

 

Sin embargo, me permito constatar que:

  1. la advertencia no ha servido de nada - porque de nada podía servir - y millones de ciudadanos han seguido empeñados en endeudarse hasta las cejas para adquirir supuestos bienes de consumo cuya necesidad les ha sido impuesta

  2. ha surgido, con la crisis de los últimos años, un factor significativo que casi creíamos perdido en la noche de los tiempos feudales: la vuelta a la discriminación social, después de un tiempo de «vacas gordas» en el cual, ¡horror de horrores!, las apariencias confundían a los auténticos ganadores con los efímeros recién llegados al mundo del consumismo masivo, al status requerido


Juicio final - los buenos y los malos
Ahora hay, por un lado, un porcentaje alarmante de parados.

 

Y esta alarma la proclaman los mismos que han contribuido a provocar el paro que se sufre. Por otro lado, una masa informe de ciudadanos empeñados por igual en mantener posición y supervivencia. Finalmente, una minoría de ganadores a quienes la crisis ha logrado finalmente diferenciar, de modo que resulta ya relativamente sencillo apostar por ellos.

 

De un modo casi insensible, la crisis económica de Occidente, transformada en crisis social y hasta - perdón - religiosa, rompe de raíz nuestras vagas ideas de democracia y de igualdad y establece un novísimo sistema de castas, en el que los presuntos vencedores o elegidos van siendo atraídos desde la cúspide de la pirámide, examinados, analizados célula a célula y, eventualmente (si la prueba resulta positiva), ensalzados a la categoría de poder delegado, en la que actúan como buenos emisarios de la entidad anónima - o innominada - que decide, desde la cima, el destino de TODOS los seres humanos, su función y sus coordenadas, al margen de deseos soñados y de esperanzas concebidas.


Se han alterado, sin solución de continuidad, los esquemas éticos que rigieron el comportamiento del ser humano durante milenios.

 

Pero se trata, reconozcámoslo, de una alteración sólo aparente.

 

El ideal del hombre no es ya el de una vida más o menos acorde con principios morales de cualquier tipo, sino la disyuntiva (así, a pelo) entre vencer o fracasar, entre contar o ser contado, entre mandar o doblegarse definitivamente a una obediencia de paria del Ganges que marcará, como en las viejísimas y reactualizadas escrituras, al hombre «y a sus hijos y a los hijos de sus hijos» en una clarísima divisoria discriminadora de posibilidades, de oportunidades y hasta de derechos y de supervivencias.


Los guardianes del tráfico para el Gran Día
Yo he tenido noticia directa de sociedades con indudables implicaciones mesiánicas que organizan ya periódicamente cursos, cursillos y simposios de formación de ejecutivos, a precios netamente discriminatorios y prohibitivos, y con la diáfana intención de atraer ideológicamente - creo que incluso religiosamente - a aquellos que muestran mejores disposiciones para formar parte de una enteléquica y discriminatoria casta dominante para un inmediato futuro que, en pocos años, podría convertirse en dueña absoluta de una sociedad de fracasados dispuestos a aceptar las directrices salvíficas que se les marcasen.

 

Yo he visto los libros - carísimos - editados por esas sociedades, destinados nada menos que a crear toda una teogonía manipuladora para uso de clases colocadas que, sobre sus presuntos conocimientos estrictamente tecnológicos, aprenden en el seno de la secta - pues de secta se trata - una serie de métodos que van desde la meditación trascendental a la adquisición de supuestos poderes para-normales que, como es lógico, les permitirán una clarísima preponderancia sobre esa masa ansiosa de soluciones mesiánicas que está constituida por los pequeños fracasados, por los a pesar suyo no elegidos.
 

El truco - pues hay truco - consiste en jugar una partida doble en el gran casino de la manipulación.

 

Por un lado, creando una .masa con claro complejo de fracaso, lista para el servicio inconsciente e incondicional en cuanto se le hayan formado los debidos reflejos de obediencia.

 

Por otro, fabricando con sumo cuidado cuadros dispuestos a dirigir la vida, las ansias y las apetencias consumistas de esa masa, dando siempre el reflejo de su ejemplo y de su presunto poder. Y por encima de todo, recogiendo el tributo solicitado y repartiendo prebendas, la entidad innominada y, en todo caso, sus mesías, organizadores de la novísima fe, con un control absoluto y total sobre los estratos vitales de subsistencia inmediata.


A fin de cuentas, se trata de la eliminación continuada, pura y simple, de la libertad humana para elegir su camino evolutivo. El ser humano no debe servirse det sino servir para. Y en ese para hay un beneficiario que está dentro de la sociedad, aunque sin formar parte de ella.

 

Algo - máquina, conjunto o entidad metahumana - creado por el ser humano, pero que sirve para su propia dependencia, como una cárcel sin puertas que hubiera sido construida desde dentro y que sirviera para dejar encerrados definitivamente a sus propios constructores.


Apuntes previstos para unas normas de conducta
Si analizamos cuidadosamente los comportamientos que venimos mencionando hasta aquí, creo que nos será posible establecer unos módulos generales de comportamiento perfectamente aplicables a todas estas entidades netamente sobrepasadoras de los niveles de conducta individuales y hasta colectivos de la especie.


En primer lugar - y en un primer momento, porque aquí juegan a la vez el espacio y el tiempo - la entidad surge como específicamente salvadora de una situación más o menos crítica en la que el hombre se encuentra. La salvación que ofrece es, a la vez, definitiva y excluyente. Es decir, que llega para ejercer una redención que habrá de servir para siempre y frente a cualquier otra alternativa que pudiera surgir como rival en un determinado instante.


A continuación, la entidad elige a sus cuadros, destinados a hacer de intermediarios entre sus altos designios y la masa. Importa fundamentalmente que dichos cuadros se estructuren en el mayor número posible de categorías o de grados, de tal modo que, en realidad, todos ellos puedan sentirse en situación de mando y, al mismo tiempo, sepan que no constituyen más que un eslabón en la cadena de categorías establecida.


Los ejemplos que podrían aportarse abarcan desde los grados de la masonería a las declaraciones anteriormente citadas del primer directivo de IBM en España, que reconoce la presencia de un jefe por cada siete empleados de la empresa.

 

La explicación que da a esta circunstancia («creemos que, de esta forma, hay un trato más directo, más humano») constituye a la vez una explicación inmediata para la galería y retrata la intención de la entidad de conservar el sentimiento inconsciente de la manipulación sobre todos los individuos a su cargo. Cada cual manda y obedece a la vez.

 

Fijémonos, en este sentido, cómo tal estratificación del mando en múltiples grados viene incluso definida - y defendida - en las teogonías y en los tratados religiosos de muchos credos, cuando establecen el orden de mando y de autoridad en las entidades angélicas.


Como paso siguiente, la entidad crea una necesidad en el grupo humano entre el que se establece.

 

Necesidad que, muy a menudo, no tuvo por qué ser sentida con anterioridad, pero que se convierte, a partir de entonces, en algo que - en la intención al menos - debe volverse absolutamente imprescindible. Este es el paso inmediato a la consecución del poder, porque éste se adquiere desde el instante mismo en que, creada la necesidad en cuestión, se tiene en las manos la posibilidad de no satisfacerla.

 

Y, en consecuencia, se tiene también la fuerza para establecer todo un sistema de premios y de castigos de la más diversa índole, según se acaten o se pretendan rechazar las normas impuestas desde las más altas esferas de poder.


La creación de una realidad a la medida
Paralelamente a estas maniobras, la entidad crea en torno suyo una imagen de la realidad que habrá de ser necesariamente asumida por todos sus presuntos beneficiarios y que será tan extensa como amplia llegue a ser el área de su influencia.

 

Dicha imagen de la realidad no tendrá por qué corresponder a coordenadas objetivas, sino que constituirá un dogma aceptado tácitamente por la sociedad implicada en el sistema, cuyos miembros nunca deberán preguntarse más allá de lo que las normas salvíficas autoricen. Desaparecerán, en consecuencia, buena parte de las relaciones lógicas de causa-efecto y se crearán nuevas relaciones, sólo aparentemente racionales, que tendrán que ser tomadas como expresión natural de los hechos, aunque probablemente nunca resistirían un análisis formal que tendiera a clarificarlas.

 

Ese presunto análisis queda tácitamente prohibido, está lejos de toda mente que pretenda permanecer dentro del sistema. Su solo planteamiento acarreará, sin excepciones, el anatema e incluso la aniquilación, si llega el caso.


Vamos a recurrir a un ejemplo que fue noticia no hace mucho tiempo. Trataré de despersonalizarlo, pero muchos lo recordarán inmediatamente. Luego trataremos de sacar de el consecuencias válidas para cuanto trato de exponer.


Rehaciendo la película de los hechos a los que quiero referirme - y que no son más que una muestra concreta de otros que suceden cada día por el resto del mundo - nos encontramos, en primer lugar, con una reacción popular en cadena contra la proliferación de las centrales nucleares.

 

Una reacción que, en un caso concreto, se centra sobre un determinado complejo de modo masivo y multitudinario.

 

Un buen día, una organización terrorista, presuntamente independentista y violenta en sus acciones, secuestra a uno de los ingenieros que trabajan en la construcción de la central, da un plazo de siete días para que la obra sea totalmente desmantelada y destruidas sus estructuras y pone en la balanza la vida del rehén si no se cumplen las exigencias.

 

Naturalmente, nadie parece dispuesto a cumplir la condición impuesta, pero se convocan manifestaciones masivas y se recurre, como es lógico a los sentimientos humanitarios del pueblo y - presuntamente también - de los secuestradores. Pasa el plazo previsto y se cumple la amenaza anunciada; brutal, absurda, tan bestial como ingenua parecía la condición impuesta para que no se llevara a cabo.

 

La indignación popular, unas veces espontánea y otras dirigida, alcanza cotas difícilmente superables. La cotización de un terrorismo humanamente incomprensible baja varios puntos, incluso entre aquellos que se han empeñado cotidianamente en comprenderlo y hasta en justificarlo a lo largo de sus acciones anteriores.

 

El hecho, ahora, es irracional y absolutamente nadie piensa que pudiera haber en las mentes dirigentes de la organización la más remota esperanza de que sus exigencias hubieran podido ser aceptadas.

 


Un mundo de preguntas sin respuesta
Cabe ahora interrogarse sobre muchas cosas.

 

En primer lugar, cómo ese concreto movimiento independentista no es consciente de que cualquier organización que se proclame política y presuntamente liberadora ha de intentar aglutinar en torno a sus premisas a la mayor cantidad posible de ese pueblo al que pretende representar, en vez de llevar a cabo acciones cada vez más desacordes con el sentir general del ser humano.

 

En segunda instancia, si formará tal vez parte de la estructura íntima de la organización presentar de sí misma una imagen progresivamente paranoide y aterradora ante el ciudadano, asumiendo voluntariamente el papel el -malo- condenable que parece necesitar, como contrapunto a su actuación, todo sistema político que pretende aparecer ante los ciudadanos como justo, angélico y hasta salvífico.


Pero la duda más inquietante, la que no parece que pueda tener una respuesta acorde con ningún principio de láctica política o revolucionaria en ningún movimiento que lucha por el triunfo de su ideal, sea el que sea y en el plazo que sea, es la comprobación de que, a partir del momento del asesinato del ingeniero, se acallaron como por ensalmo todos los gritos de protesta contra la puesta a punto de la central en cuestión, todos los movimientos contrarios a la implantación generalizada de una forma de energía - la nuclear - que, tenemos que reconocerlo, ha sido unilateralmente proclamada como necesaria e insustituible precisamente por aquellas entidades capaces de poner a punto todo el plan de nuclearización energética.

 

Porque se trata de una energía que, sobre ser más cara y evidentemente más peligrosa que ninguna otra, supone unos beneficios económicos astronómicos para las empresas y los gobiernos encargados de montarlas y de cobrar los correspondientes derechos por la utilización de sus patentes en todo ese mundo ávido de desarrollismo que, al mismo tiempo, relega perezosamente a segundos y hasta a quintos planos la investigación sobre otras fuentes de energía más económicas y, por supuesto, infinitamente menos peligrosas.


Digo yo, sin esperanza de respuesta: ¿quiénes aprietan realmente el gatillo de una pistola, sino aquellos que obtienen un determinado beneficio - por sucio que sea - de su acto?

 

¿Quién se lleva, al fin y al cabo, el gato al agua: el asesino sádico de máscara satánica que aparece como autor material del crimen, o la entidad anónima supranacional e impersonal, que asume el papel de victima cuando en realidad su obra, como todas las demás centrales que se están instalando por la superficie del mundo, sirve para financiar todo un vastísimo plan de investigación nuclear de altos niveles que únicamente la venta de estos royalties puede sufragar?


La ley de la gravitación espiritual
He echado los dados al aire y pienso que caerán en la mente de cada cual en el orden que su instinto le dicte.

 

O mejor, como le quiera marcar su mente condicionada desde siglos por los caminos establecidos desde la voluntad de las entidades que siempre detentaron el poder y dominaron cualquier asomo de libertad real de la especie humana.

 

He tratado de ceñirme, en este primer envite, a una circunstancia espacial concreta y limitada a un tiempo: el aquí y el ahora de los españoles. Y no lo he hecho porque intentase fijar las coordenadas de una intención política, sino porque he creído que. desde nuestra específica situación, si alcanzamos a comprenderla - o, por lo menos, si logramos asimilarla - nos será mucho más sencillo saltar poco a poco hacia esferas mucho más vastas, más vagas también, pero no por eso menos ciertas, de ese fenómeno de la manipulación que es, y creo que no sólo para mí, de alcance universal.
 

El ser humano se mueve - aparentemente - por leyes espirituales, lo mismo que los cuerpos físicos se comportan - también en apariencia - obedeciendo a leyes físicas. Pero todos sabemos que no hay leyes sin legisladores.

 

Hay, sí, una fuerte dosis de intención manipuladora en esa afirmación presuntamente lógica de que las leyes existen ya en el cosmos y de que el hombre se limita a descubrirlas o a transmitirlas, obedeciendo a la evidencia (según los científicos) o a designios divinos (según los teólogos).

 

Si existen leyes - y no me cabe duda de que existen - no son precisamente las que nuestras mentes han tenido que aceptar por decisión inapelable de unos y de otros- Pero nos regimos por estas últimas, valgan o no, porque nuestra sumisión secular, inconsciente ya, nos ha convertido a la necesidad de acatarlas, de creer en ellas a ciegas, sin poner a prueba la capacidad real de nuestro espíritu en un intento de actuar de modo trascendente por cuenta propia.

 

Si mi intención es tratar de abrir una rendija - que ni siquiera una brecha o una ventana - en esa muralla de sumisión cósmica que nos envuelve a todos y cada uno de nosotros, tengo que empezar por raspar con uñas y dientes en lo más inmediato: en nuestro devenir cotidiano.

 

Por eso he hablado de política. Ha sido un ejemplo.

 

Lo mismo podría haberme lanzado por los caminos de la historia o por los de nuestros impulsos íntimos, porque tanto la historia como nuestros instintos llevan la marca indeleble de la dependencia. Pero se trata de una dependencia que no sólo se manifiesta en lo inmediato, sino que tira del espíritu a todos los niveles, haciéndole ver, hasta la saciedad, los límites de su vuelo, la frontera de su exigua libertad.

 

Si de algún modo logramos tomar conciencia de las distintas fuerzas que nos empujan y nos conducen impidiéndonos crecer, habremos entrado en contacto con otra ley, la que me atrevería a llamar de la gravitación espiritual. Nadie la ha escrito, por fortuna.

 

Y esperemos que nadie llegue nunca dogmatizando sobre ella y obligándonos a reconocerla, porque sólo si está integrada en cada uno de nosotros, sin que llegue a escaparse de lo profundo de la conciencia, podrá tener vigencia y servirnos realmente de algo.

 

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