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			1 Los Dioses existen
 
				
					
						
							
							Superhombres 
							 
							DiosesGrandes diferencias entre ellos
 
							Los Dioses tienen cuerpo físico 
							Ubicación de los Dioses 
							La ciencia y los Dioses 
							 
							Los Dioses y las religiones 
							 
							El cristianismo y los Dioses 
							Yahvé, un Dios más 
							Mitología y Dioses 
							¿Apariciones subjetivas 
							Pruebas históricas 
							Las teofanías se repiten 
							Paralelos entre las teofanías 
							Hebreos y aztecas 
							Teofanía de los mormones 
							Los ovnis como teofanía 
							 
			Pero ¿quiénes son los Dioses?
 
			  
			Como a lo largo de todo este libro 
			estaremos refiriéndonos constantemente a ellos, convendrá que 
			digamos qué entendemos cuando decimos «los Dioses», con minúscula.
			
 Ya hace tiempo que, en otra parte, hice la siguiente distinción 
			entre los seres racionales iguales 
			o superiores al hombre: hombres, superhombres, Dioses, Dios.
 
 
			  
			
			Superhombres
 
			 Los superhombres son, fundamentalmente, hombres como nosotros, pero 
			preparados para cumplir una gran misión, y por eso están dotados de 
			excepcionales cualidades que los habilitan para cumplir esa misión. 
			Algunos de ellos ya vienen preparados desde su nacimiento y otros 
			adquieren esas cualidades en un momento de su vida, cuando son 
			seleccionados por alguno de los Dioses, de los que hablaremos 
			enseguida.
 
 Los fundadores de las grandes religiones suelen ser superhombres. El 
			que en nuestros días quiera ver a un superhombre y convencerse de 
			los increíbles poderes de que suelen estar dotados, que vaya en la 
			India, a una pequeña ciudad llamada Puttaparthi, cerca de Bangalore 
			y de Hyderabad (capital del Estado) y que trate de ver lo más de 
			cerca posible a un tal Sathya Sai Baba. Digo lo más de cerca 
			posible, porque no será raro que cuando llegue a Prasanthi Nilayam, 
			el lugar templo en que él reside, se encuentre con varios miles 
			—cuando no cientos de miles— de devotos suyos que le impedirán toda 
			aproximación física al superhombre.
 
 Zoroastro, Buda, Mahoma, Moisés, Confucio, Lao Tse, etc., 
			pertenecieron a esta clase de seres.
 
 Y antes de dejar el tema de los superhombres (sobre el que hemos de 
			volver en repetidas ocasiones a lo largo de estas páginas), 
			tendremos que dejar bien claro que estos seres humanos 
			excepcionales, por muy grandes que sean sus poderes, no son sino 
			instrumentos de los que los Dioses se valen para lograr sus deseos 
			en la sociedad humana y en general en nuestro planeta (que no es tan 
			nuestro como nos habíamos imaginado). Unos deseos que, hoy por hoy, 
			el cerebro humano no logra descifrar y que probablemente 
			permanecerán totalmente indescifrables para nosotros mientras 
			nuestra inteligencia no dé un paso drástico en su evolución.
 
 Tal como he dicho, los superhombres son fundamentalmente hombres, 
			bien por su manera de aparecer en este mundo, bien por su 
			constitución física, o bien por su muerte más o menos similar a la 
			de los demás hombres. Sin embargo, es de notar que con frecuencia 
			algunos de ellos, en su proceso de utilización por parte de los 
			Dioses, se han apartado considerablemente en algunos aspectos de su 
			vida, de lo que es normal en los demás hombres.
 
			  
			 Tal podría ser el 
			caso de Krishna, de Viracocha, de Quetzalcoatl y del mismo 
			Jesucristo.  
			  
			Dan la impresión de haber participado en alguna manera, 
			de la naturaleza de los Dioses, como si fuesen una especie de 
			híbrido de Dios y hombre; o como si fuesen Dioses especialmente 
			preparados para desempeñar una misión en este planeta. 
 
			  
			
			Dioses
 
			 Los Dioses, en cambio, no son hombres. Algunos de ellos tienen el 
			poder de manifestarse como tales —y de hecho lo han hecho en 
			infinitas ocasiones— y hasta convivir íntimamente con nosotros 
			cuando esto les conviene para sus enigmáticos propósitos; pero en 
			cuanto cumplen su misión o en cuanto logran lo que desean, se 
			vuelven a su plano existencial en el que se desenvuelven de una 
			manera mucho más natural y de acuerdo a sus cualidades psíquicas y 
			electromagnéticas.
 
 Pero los Dioses no son hombres; y en una de las pocas cosas en que 
			coinciden con nosotros es en el ser inteligentes, aunque sus 
			conocimientos y su inteligencia superen en mucho a la nuestra.
 
			  
			De su 
			inteligencia hablaremos más en detalle posteriormente. 
 
			  
			
			Grandes diferencias entre ellos
 
			 Aunque sobre esto hemos de volver en varias partes del libro, sin 
			embargo conviene dejarlo bien claro desde ahora: Entre los Dioses 
			hay muchas más diferencias de las que hay entre los hombres.
 
			  
			Estas 
			diferencias son de todo tipo, y no sólo se refieren a su entidad 
			física en su estado natural, sino a la manera que tienen de 
			manifestársenos; a su mayor o menor capacidad para manipular la 
			materia y para hacer incursiones en nuestro mundo; a su grado de 
			evolución mental y por lo tanto tecnológica, y hasta, en cierta 
			manera, a su grado de evolución moral, siendo, al parecer, algunos 
			de ellos mucho más cuidadosos en no interferir indebidamente en 
			nuestro mundo y hasta en no interferir en modo alguno.  
			  
			Difieren 
			entre ellos también en su origen; pudiendo ser algunos de ellos de 
			fuera de este planeta, aunque me inclino a pensar que los que más 
			interfieren en la vida y en la historia de la humanidad, son de este 
			mismo planeta que nosotros habitamos, como más tarde veremos. 
			Difieren también, tanto en las causas por las que se manifiestan 
			entre nosotros, como en los fines que tienen cuando lo hacen.  
			  
			Estas 
			grandes diferencias entre ellos, no provienen —tal como sucede entre 
			los hombres— de pertenecer a razas, patrias, religiones, culturas, o 
			clases sociales diferentes, o por hablar distintos idiomas; la causa 
			de las diferencias entre los Dioses es mucho más profunda; pues 
			mientras los hombres, por muchas que sean las diferencias, todos 
			somos igualmente seres humanos y pertenecemos a la misma humanidad, 
			los Dioses no pertenecen a la misma clase genérica de seres, y 
			entre 
			algunos de ellos es muy posible que haya tanta diferencia como hay 
			entre nosotros y un mamífero desarrollado.  
			  
			Y también es muy posible 
			que haya menos diferencia entre nosotros y algunos de ellos, que 
			entre algunos de ellos entre sí. 
 Por las noticias que tenemos, recibidas de ellos mismos (que nunca 
			son del todo fiables), muchos de ellos desconocen por completo a 
			otros que se han encontrado en sus incursiones en nuestro nivel de 
			existencia, dándose únicamente cuenta de que no pertenecen al mundo 
			humano. Si hemos de creer lo que nos han dicho, no sólo tienen una 
			desconfianza mutua, sino que en algunas ocasiones hemos sabido de 
			antipatías manifiestas entre ellos y hasta de batallas declaradas.
 
 Un ejemplo típico de este antagonismo y hasta de estas batallas, lo 
			tenemos en la rebelión que, según la teología cristiana, Luzbel 
			organizó con muchos de sus seguidores, contra Yahvé. Los creyentes 
			que admiten al pie de la letra 
			
			las enseñanzas clásicas de la 
			Iglesia, y que creen a pies juntillas qué esa es la única y total 
			explicación de los orígenes de la existencia del hombre sobre la 
			Tierra y de sus relaciones con Dios, deberían saber que todas las 
			grandes religiones nos hablan de parecidas batallas entre sus 
			Dioses, o entre un Dios principal y los Dioses menores.
 
 Y los no creyentes que miran esas historias bíblicas como algo 
			mitológico a lo que no hay que hacer mucho caso, deberían saber que 
			mitos y leyendas no son más que historias distorsionadas por el paso 
			de los milenios. Y deberían saber que esas batallas entre Dioses que 
			aparecen en todos los libros más antiguos de la humanidad (es decir, 
			en las «historias sagradas» de todas las religiones) se siguen 
			repitiendo hoy delante de nuestros ojos, tal como más adelante 
			veremos.
 
 Digamos por fin, que estas grandes diferencias entre los Dioses se 
			traducen en su diversísimo comportamiento en nuestro mundo y en sus 
			relaciones con nosotros que varían enormemente de un caso a otro, y 
			que, debido precisamente a esa gran variedad, nos tienen todavía hoy 
			perplejos acerca de qué es lo que en realidad quieren.
 
 
			  
			
			Los Dioses tienen cuerpo físico
 
			 Aunque la entidad física de los Dioses es diferente de la nuestra, 
			sin embargo podemos decir que los Dioses tienen algún tipo de cuerpo 
			o algún tipo de entidad física.
 
 Y aquí tendremos que hacer un pequeño paréntesis para explicar que 
			en el Cosmos, todo, hasta lo que infantilmente llamamos 
			«espiritual», es en cierta manera «físico» (al igual que todo lo 
			físico está de alguna manera impregnado de espíritu). «Fisis» es una 
			palabra griega que significa naturaleza, y en este sentido podemos 
			decir que todo lo que es natural, o pertenece al orden natural, es 
			físico. Y los Dioses no pertenecen al orden «sobrenatural» tal como 
			éste ha sido definido siempre por los teólogos.
 
 Para entender las entidades físicas de los Dioses (y de otras muchas 
			criaturas no humanas) no tenemos más remedio que acudir a la física 
			atómica y subatómica. El «cuerpo» de los Dioses es electromagnético 
			y está hecho de ondas. Y el que encuentre este lenguaje sospechoso, 
			debería saber que el cuerpo humano, en último término está hecho 
			también de ondas y nada más que de ondas; porque eso es en 
			definitiva toda la materia.
 
			  
			(Y ésta es la gran maravilla y el gran 
			secreto de todo el Universo. Y éste es el hecho físico —por encima 
			de todos los sentimentalismos y de todas las concepciones dogmáticas 
			y místicas— que más nos acerca a la ininteligible Entidad que ha 
			hecho el Cosmos). 
 La «materia» del «cuerpo» de los Dioses, siendo en el fondo lo mismo 
			que la nuestra, está estructurada en una forma mucho más sutil, lo 
			mismo que la «materia» que compone el aire está en una forma mucho 
			más sutil que la que compone un lingote de acero, aunque en último 
			término las dos sean exactamente iguales.
 
 Los Dioses superiores, a diferencia de nosotros, tienen la capacidad 
			de manejar y dominar su propia materia, adoptando formas más o menos 
			sutiles y haciéndolas más o menos asequibles a la captación por 
			nuestros sentidos, cuando así lo desean.
 
 
			  
			
			Ubicación de los Dioses
 
			 Otra de las cosas en que muchos de ellos coinciden con nosotros, es 
			en su ubicación en el Universo, pues si bien su nivel de existencia 
			(o como los esotéricos dicen hace muchos años: su «nivel 
			vibracional») no coincide con el nuestro, sin embargo para muchos de 
			ellos, nuestro planeta es también su planeta.
 
 Preguntar dónde viven exactamente, sería un poco ingenuo. Su 
			ubicación obedece a leyes físicas diferentes a las que nosotros 
			conocemos, porque las ideas que los hombres tenemos del espacio y 
			del tiempo son completamente rudimentarias. Muchos de ellos pueden 
			vivir —y de hecho viven— aquí y entre nosotros, y sin embargo no ser 
			detectados normalmente por nuestros sentidos.
 
			  
			Nuestros sentidos 
			captan sólo una pequeña parte de la realidad circundante. El aire, 
			con ser un cuerpo físico con una realidad semejante a la de una 
			piedra, es completamente invisible para nuestro ojo. Muchos sonidos 
			y muchísimos olores que nuestros sentidos no captan en absoluto, son 
			el mundo normal en que se desenvuelven los sentidos de los animales. 
			 
			  
			Las ondas de televisión que inundan nuestras casas, únicamente son 
			visibles por nosotros mediante el uso de un aparato. No tendremos 
			por tanto que extrañarnos de la invisibilidad de los Dioses. En el 
			mundo paranormal hay una casuística abundantísima para reforzar esta 
			tesis. 
 Aparte de esto, en el irrebatible campo de la fotografía, hay casos 
			en que una foto normalmente desarrollada, no acusa la presencia de 
			objetos que sólo pudieron ser descubiertos cuando los negativos 
			fueron «quemados» por la hábil mano del fotógrafo. En algún libro 
			mío he publicado pruebas gráficas de esto.
 
 De lo dicho anteriormente podemos deducir que no necesitan un suelo 
			para sostenerse ni un aire que respirar y por lo tanto no tienen 
			necesidad de estar en ninguno de los lugares del planeta en que los 
			hombres estamos, con nuestra materia y con nuestras cualidades 
			físicas específicas.
 
 Por otro lado, creo que no hay más remedio que admitir que algunos o 
			quizás muchos de ellos, procedan de otras partes del Universo, 
			siendo nuestro planeta solamente un lugar de paso o una residencia 
			temporal, lo cual explicaría, por lo menos en parte, la falta de 
			continuidad en muchas de sus actividades en nuestro planeta, y en 
			concreto las grandes variaciones que vemos en sus intervenciones en 
			la historia humana.
 
 
			  
			
			La ciencia y los Dioses
 
			 Algún lector se estará preguntando a estas alturas, de dónde hemos 
			sacado nosotros esta peregrina idea de la existencia de semejantes 
			seres. La ciencia no nos dice nada de ellos. Pero la ciencia tampoco 
			nos dice nada de cosas tan importantes como el amor y la poesía, y 
			en realidad sabe muy poco sobre ambas cosas.
 
			  
			Y la misma 
			parapsicología académica, que es la ciencia que de alguna manera 
			debería interesarse por la existencia de estos seres, tampoco nos 
			dice nada de ellos y más bien rechaza su existencia cuando algún 
			parapsicólogo audaz hace alguna sugerencia acerca de su posible 
			presencia en algunos hechos paranormales. 
 Desgraciadamente así son las cosas debido a la esclerosis mental de 
			muchos de los llamados científicos. Pero allá la ciencia y la 
			psicología con sus prejuicios y con sus miopías.
 
			  
			«Amicus Plato, sed magis árnica veritas». La cruda verdad, por más inverosímil e 
			incómoda que parezca, es que semejantes seres existen y de ellos 
			tenemos testimonios en todos los escritos que la humanidad conserva 
			desde que el hombre empezó a dejar constancia gráfica de lo que 
			pensaba y veía.  
			  
			Y de probarlo nos iremos ocupando a lo largo de 
			estas páginas. 
 
			  
			
			Los Dioses y las religiones
 
			 Pero si la megaciencia no dice oficialmente nada acerca de estos 
			seres (porque extraoficialmente y en privado, muchos científicos de 
			primera fila, dicen muchas cosas), la religión, —que es un aspecto 
			importantísimo del pensamiento humano— dice muchísimas cosas y lleva 
			diciéndolas desde hace muchos siglos. Y al decir religión, estoy 
			diciendo todas las religiones sin excluir la religión cristiana.
 
 En la mayoría de las religiones a estos seres se les llama 
			«espíritus», de una manera general, aunque tengan variadísimos 
			nombres, dependiendo de las diferentes religiones y dependiendo de 
			los diferentes «espíritus».
 
			  
			 Porque hay que tener presente que todas 
			las religiones conocen las grandes diferencias que hay entre estos 
			«espíritus». 
 Los griegos y romanos eran los que en cuanto a nomenclatura, más se 
			acercaban a la realidad y les llamaban simplemente «Dioses», aunque 
			reconocían que eran espíritus que podían adoptar formas corporales 
			cuando les convenía y aunque por otra parte reconocían también a 
			toda una serie de deidades o espíritus inferiores que estaban 
			supeditados a estos «Dioses» mayores.
 
 
			  
			
			El cristianismo y los Dioses
 
			 El cristianismo, por más que nosotros creamos que está muy por 
			encima de toda esta concepción politeísta, acepta también estos 
			espíritus y de hecho nos está constantemente hablando de ellos en 
			toda la Biblia y en todas las enseñanzas del magisterio cristiano a 
			lo largo de muchos siglos. En el cristianismo se les llama «ángeles» 
			o «demonios», se les atribuyen grandes poderes —de hecho a algunos 
			de ellos nos los presenta la historia sagrada como rebelándose 
			contra Dios— y se hacen grandes distinciones entre ellos.
 
			  
			Recordemos 
			si no, la gradación que hay entre las diversas categorías de 
			«ángeles»; arcángeles, ángeles, tronos, dominaciones, potestades, 
			querubines, serafines... Todos estos nombres son una prueba de que 
			la Iglesia tiene una idea muy concreta y muy definida de ellos. Y lo 
			más curioso es que en la Biblia, al mismísimo Yahvé, en alguna 
			ocasión, también se le llama «ángel». 
 Y para que vayamos desembarazándonos de muchas de las ingenuas ideas 
			que nos han inculcado acerca de todo el mundo trascendente, 
			tendremos que decir que estos «espíritus» no son todo lo buenos que 
			nos habían dicho. De hecho 
			
			la Santa Madre Iglesia siempre nos ha 
			dicho de algunos de ellos —a los que llama demonios— que eran 
			perversos, enemigos de Dios y amigos de apartar al hombre de los 
			caminos del bien.
 
 Pero lo que tenemos que saber es que la lucha que según la teología 
			estalló entre los ángeles antes de que el mundo fuese creado (una 
			lucha que convirtió a algunos ángeles en demonios) todavía continúa 
			y las rivalidades entre los espíritus todavía no se han terminado, 
			siendo todos ellos muy celosos de sus rangos y prerrogativas. En 
			esto el cristianismo coincide con las otras mitologías.
 
 Y otra cosa aún más importante que tenemos que tener en cuenta a la 
			hora de juzgar a estos espíritus que nos presenta la Iglesia, es que 
			el que en la Biblia se nos presenta no sólo como jefe de todos ellos 
			sino como creador del Universo, no sólo no es creador del Universo 
			sino que ni siquiera es superior ni diferente de otros «espíritus» 
			que conocemos de otras religiones.
 
			  
			Sí reconocemos que es superior a 
			los otros «ángeles» que nos presenta el cristianismo, pero no lo 
			reconocemos superior a otros «Dioses» como Júpiter o Baal. En la 
			misma Biblia tenemos pruebas de esto, si nos atenemos a lo que en 
			ella leemos, y no le damos interpretaciones retorcidas contrarias a 
			la letra del texto.  
			  
			Ya me he hecho eco de esto en varios otros 
			lugares y he citado este curiosísimo texto de la Biblia que, muy 
			extrañamente, los exegetas pasan por alto sin apenas dignarse hacer 
			ningún comentario acerca de él:  
				
				«Tomará Arón dos machos cabríos y 
			echará suertes sobre ellos: una suerte por Yahvé y una suerte por 
			Azazel. Y hará traer Arón el macho cabrío que le haya correspondido 
			a Yahvé y lo degollará como expiación. Pero el macho cabrío que le 
			haya correspondido a Azazel, lo soltará vivo en el desierto después 
			de presentarlo ante Yahvé».  
				(Lev. 16, 5-10).  
			 
 Yahvé, un Dios más
 
			 Yahvé, a pesar de que se presenta como el Dios supremo y único, 
			reconoce la existencia de Azazel (que según una nota de la Biblia de 
			Jerusalén, era el espíritu maligno que dominaba aquellas regiones 
			desérticas) y no sólo eso, sino que le reconoce sus derechos y no 
			quiere buscarse problemas con él, siendo esa la razón de que le 
			ordene a Arón que suelte vivo el macho cabrío que le haya tocado en 
			suerte a Azazel, para que éste haga con él lo que le plazca.
 
 De no ser Yahvé un ser de la misma categoría que Azazel, no hay 
			razón ninguna para explicarse su extraña conducta. Más adelante, 
			cuando le echemos una mirada más de cerca al Yahvé del Pentateuco, 
			nos convenceremos de que, poco más o menos, es como los Dioses de 
			las demás religiones, que se manifestaban a los diferentes pueblos 
			para dirigirlos y «protegerlos».
 
 En esta lucha que los ángeles tuvieron entre sí y que la teología 
			nos dice que culminó en la derrota de Luzbel, el gran triunfador 
			resultó ser Yahvé, que a lo que parece, era el supremo jefe de esta 
			facción de ángeles que en aquel momento estaban manifestándose en 
			nuestro planeta. Naturalmente siendo nuestra teología de acuerdo a 
			las enseñanzas de Yahvé en el Monte Sinaí (y en posteriores 
			manifestaciones a lo largo de los siglos a diversos profetas y 
			videntes), Luzbel tiene que aparecer como el malo y Yahvé como el 
			bueno.
 
			  
			Pero usando nuestra cabeza, tal como hacemos para juzgar los 
			hechos de la historia, en donde vemos que los vencedores describen 
			todos los hechos en su favor y presentan a los vencidos como malos y 
			perversos, podemos llegar a la conclusión de que no hay mucha 
			diferencia entre estos dos personajes.  
			  
			Y si Luzbel se comporta como 
			se comportan los hombres (y muy probablemente se comporta de una 
			manera parecida), es muy lógico que trate de tomar venganza de su 
			vencedor y la mejor manera de hacerlo es tratando de restarle 
			súbditos y de deshacer toda la obra que aquél haya pretendido hacer 
			entre los hombres. 
 
			  
			
			Mitología y Dioses
 
			 Las abundantes y diversísimas mitologías de todos los pueblos, que 
			antaño se nos presentaron como fruto de la imaginación semi-infantil 
			de los pueblos primitivos, poco a poco han ido ganando valor en los 
			tiempos actuales, pues vemos en ellas ni más ni menos que el 
			recuerdo, deformado por los siglos, de hechos sucedidos hace muchos 
			miles de años.
 
			  
			Los antropólogos las estudian y las conocen muy bien, 
			pero las enfocan desde un punto de vista prejuiciado, para explicar 
			sus teorías. El estudioso de la nueva teología cósmica las estudia 
			desde otro punto de vista completamente diferente y mucho más 
			abarcador, sin dejarse atrapar ni por las teorías concebidas a 
			priori de los antropólogos, ni por los dogmas obcecantes de 
			cualquiera de las religiones que tienen aprisionadas las mentes de 
			casi todos los habitantes de este planeta. 
 Los estudiosos de esta nueva teología tratan de esclarecer y 
			corroborar estas mitologías cotejándolas con otros hechos con los 
			que nos encontramos en la historia y con multitud de fenómenos con 
			los que nos encontramos hoy día.
 
 Lo que el estudio de estas mitologías va dando de sí, es que en la 
			antigüedad remota y no tan remota (y muy pronto veremos que en 
			nuestros mismos tiempos), seres que se decían celestiales, se les 
			manifestaban a los asombrados habitantes de este planeta y les 
			decían que ellos eran «Dioses» todopoderosos o, más audazmente, el 
			Dios creador de todo el Universo.
 
			  
			Los primitivos terrícolas, con 
			unos conocimientos muy rudimentarios de la naturaleza, asombrados, 
			por una parte, ante la belleza de lo que contemplaban, y 
			aterrorizados por otra, no dudaban un momento de que estaban 
			realmente ante los señores del Universo y rendían sus mentes sin 
			dudar, poniéndose incondicionalmente a su servicio. 
 Si esto hubiese sucedido con un solo pueblo, hubiésemos podido 
			achacarlo a una variedad de causas; pero lo cierto es que este 
			fenómeno de la manifestación de un «Dios» se ha dado en 
			prácticamente todos los pueblos de los que tenemos historia escrita.
 
			  
			Colectivamente hablando, el fenómeno de la manifestación de un Dios, 
			y hablando individualmente, el fenómeno de la «aparición» o 
			«iluminación», son hechos que se han estado repitiendo 
			constantemente en todas las latitudes, en todas las culturas y en 
			todas las épocas a lo largo de los siglos. Más tarde, cuando 
			describamos más a fondo la manera que los Dioses tienen de 
			comunicarse con los hombres, hablaremos en concreto de estos 
			fenómenos. 
 Pero tenemos que dejar sentado como un hecho histórico 
			incuestionable, que absolutamente todos los pueblos sin excepción, 
			han obedecido y adorado a algún «Dios», del que decían que —de una 
			manera u otra— se había manifestado y comunicado con sus antepasados 
			a los que había instruido en muchas cosas (frecuentemente en cómo 
			curar las enfermedades o en otros secretos de la naturaleza), 
			habiéndoles prometido protección si eran fieles a lo que él les 
			dijese, o más en concreto, si seguían las normas de vida que él les 
			dictaba.
 
 
			  
			
			¿Apariciones subjetivas?
 
			 Naturalmente aquí cabe discutir si estas creencias de todos los 
			pueblos se debían a apariciones objetivas de estos seres 
			«celestiales» o eran sencillamente una creación subjetiva debida a 
			la religiosidad innata de los hombres de todos los tiempos. La 
			ciencia oficial con psicólogos y psiquiatras al frente, nos dirá 
			indefectiblemente que estas creencias se debían a esto último, y que 
			tales apariciones o manifestaciones objetivas nunca tuvieron lugar.
 
 Contrarios a ellos tenemos a los fanáticos religiosos (o simplemente 
			a los creyentes fervorosos) que defienden —si hace falta con sus 
			vidas— que la realidad objetiva de las apariciones y manifestaciones 
			divinas de que les habla su santa religión, es incuestionable.
 
 ¿Quién está en la verdad?
 
			  
			Como muy bien sabe el lector, la verdad 
			total no es patrimonio de nadie, y en este caso concreto así sucede 
			exactamente. La ciencia tiene mucho derecho para decir que en 
			infinidad de ocasiones lo que se presenta como «visión» es una pura 
			alucinación, fruto de un psiquismo enfermizo; y que lo que se 
			presenta como milagro —es decir como una prueba de la presencia 
			inmediata o cuasi inmediata de Dios— no es más que el uso consciente 
			o inconsciente por parte del taumaturgo, de una ley desconocida de 
			la naturaleza. 
 Hasta aquí la parte de razón que tiene la ciencia oficial, que no es 
			poca. Pero los religiosos también tienen su parte de razón. Su 
			pecado consiste en distorsionar los hechos y en desorbitarlos, 
			convirtiendo en verdades absolutas o universales lo que únicamente 
			son fenómenos relativos, locales y temporales. En muchísimas 
			ocasiones, el hecho de la visión o de la aparición ha sucedido 
			objetivamente, pero no ha sido precisamente lo que los videntes han 
			creído que era, o más exactamente, lo que les han hecho creer que 
			era.
 
			  
			Aquí es donde entra en juego la acción engañosa de los Dioses. 
			Esta acción deceptoria no sólo actúa inmediatamente y a corto plazo 
			sobre los videntes y sus contemporáneos, sino que se extiende muchos 
			años después, hasta los mismos científicos y la sociedad humana en 
			general, haciéndoles creer que tales «visiones» son cosas puramente 
			subjetivas, «mitológicas» y totalmente carentes de realidad. 
 Como podemos ver, el juego de los Dioses es doble:
 
				
					
					
					a los testigos 
			inmediatos los convierte en ardientes fanáticos (los pobres no 
			tienen otro remedio después de haber visto y sentido lo que han 
			visto y sentido) 
					
					al resto de la sociedad —y muy especialmente a la 
			sociedad científica—, que no han sido testigos inmediatos, les 
			produce un efecto totalmente opuesto, es decir les crea una especial 
			y desproporcionada resistencia mental para admitir semejantes hechos 
			como reales, por más que los veamos repetidos y documentados hasta 
			la saciedad en todos los libros sagrados y profanos de todas las 
			culturas y de todas las épocas 
			Las religiones —omnipresentes en 
			toda la historia humana— son el resultado de tales hechos 
			«imposibles». 
 
			  
			
			Pruebas históricas
 
			 El objeto de este primer capítulo es precisamente el ir rompiendo 
			esta especial dificultad que los hombres de esta sociedad 
			tecnificada tenemos para admitir semejantes hechos, y es ayudar nos 
			a admitir la posibilidad de que no seamos únicamente nos otros los 
			habitantes inteligentes de este planeta.
 
 Pues bien, en este particular, quiero poner al lector en contacto 
			con un gran libro en el que encontrará pruebas históricas —cientos 
			de documentos tan auténticos como aquéllos en los que fundamentamos 
			nuestra historia— procedentes de todas las culturas y de todas las 
			latitudes. Me refiero al libro de mi entrañable amigo 
			
			A. Faber 
			Kaiser titulado «Las nubes del engaño».
 
			  
			En él podrá ver 
			que la mayor parte de los historiadores de la antigüedad han dejado 
			testimonio escrito de la aparición o de la intervención en la 
			historia humana de unos extraños personajes inteligentes no humanos 
			que han llenado siempre de admiración a nuestros antepasados. 
 Naturalmente, el incrédulo seguirá pidiendo pruebas para cerciorarse 
			de la existencia de semejantes seres inteligentes no humanos. Y se 
			las proporcionaremos, o mejor dicho él mismo se las puede 
			proporcionar, si se toma el trabajo, tal como dijimos unas líneas 
			más arriba, de leer los repetidos y documentados testimonios que se 
			encuentran en todos los libros sagrados y profanos de todas las 
			culturas y de todas las épocas; y se convencerá de esta realidad, si 
			reflexiona desapasionadamente acerca de los fundamentos doctrinales 
			y de los orígenes de todas las religiones.
 
 Tomemos por ejemplo los orígenes del cristianismo y despojémonos por 
			unos instantes de nuestros sentimientos hacia él (ya que si no lo 
			hacemos así, el afecto que sentimos hacia las creencias propias y de 
			nuestros padres, nos impedirá examinarlas desapasionada y 
			racionalmente).
 
 Los diez mandamientos fundamentales de la religión cristiana, no 
			sólo son el fruto de la aparición de uno de estos seres suprahumanos, 
			sino que fueron entregados personalmente por él y nada menos que 
			grabados en piedra, si es que hemos de creer a lo que por más de 
			tres mil años ha venido enseñando el judeo-cristianismo.
 
			  
			En el libro 
			más respetado en todo el mundo occidental, se nos dice que un ser 
			llamado Yahvé se apareció en una nube desde la que se comunicaba con 
			los humanos. Una nube que según leemos en el Pentateuco, hacía cosas 
			muy extrañas para ser una nube normal. Este señor, al que 
			acompañaban otros seres suprahumanos dotados de extraordinarios 
			poderes (que por otro lado eran bastante parecidos en sus pasiones a 
			los hombres y que con mucha frecuencia se inmiscuían abiertamente en 
			sus vidas) estuvo apareciéndose de la misma manera durante varios 
			siglos a todo el pueblo hebreo y de una manera personal a diversos 
			individuos a los que les indicaba cuál era su voluntad específica en 
			aquel momento.  
			  
			Estos seres suprahumanos a los que nos referimos, se 
			presentaban siempre como enviados por aquel ser que se presentó en 
			el monte Sinaí; y el mismo Cristo —al que, como ya he dicho, 
			consideramos no como uno de estos seres suprahumanos, sino como a un 
			humano extraordinario— se presentó siempre como un enviado de aquel 
			señor del Sinaí al que él llamaba su «padre».  
			  
			Posteriormente en el 
			cristianismo, las apariciones de todo tipo de seres no humanos, o 
			humanos ya glorificados, son cosa completamente normal y admitida 
			por las autoridades de la Iglesia. Negar ahora este hecho, tal como 
			pretenden hacerlo algunos teólogos modernos, es querer tapar el sol 
			con un dedo. 
 A los que nos digan que Dios tiene el derecho de manifestarse como 
			quiera y a los que nos presenten la teofanía del judeo-cristianismo 
			como algo único, les diremos que si bien es cierto que Dios tiene el 
			derecho de presentarse como quiera, no es lógico que lo haga con 
			todas las extrañísimas circunstancias con que lo hizo en el caso del 
			pueblo hebreo y por otro lado no estaremos de acuerdo de ninguna 
			manera, en que el caso judeo-cristiano sea un caso único.
 
			  
			Muy por el 
			contrario, nos encontramos con que la manera de manifestarse Yahvé 
			al pueblo hebreo, no difiere fundamentalmente en nada, de la manera 
			que otros Dioses usaron para manifestarse a sus «pueblos escogidos»; 
			porque como ya dijimos, estos seres suprahumanos gustan de «escoger» 
			un pueblo en el que centran sus intervenciones con la raza humana, y 
			en el que influyen positiva y negativamente, a veces de una manera 
			muy activa y directa.  
			  
			En este particular el judeocristianismo no 
			tiene originalidad alguna tal como enseguida veremos.  
			  
			Lo que sucede 
			es que los cristianos, al igual que los fieles creyentes de otras 
			religiones, concentrados en el estudio y en el cumplimiento de sus 
			dogmas y ritos, y aislados por sus líderes religiosos de las 
			creencias y ritos de otros pueblos, han ignorado y continúan 
			ignorando hechos históricos que por sí solos son capaces de sembrar 
			grandes dudas sobre la originalidad y la validez de las propias 
			creencias religiosas. 
 
			  
			
			Las teofanías se repiten
 
			 La experiencia de haber sido «adoptados» por un «Dios», es casi 
			común a todos los pueblos de la antigüedad, con la circunstancia de 
			que esta adopción conllevaba ciertas condiciones que eran también 
			comunes a todos los pueblos: la exigencia de sacrificios sangrientos 
			de una u otra clase, a cambio de una protección (que resultaba ser 
			tan mentirosa y, a la larga, tan poco eficaz como la que Yahvé 
			dispensó al pueblo hebreo).
 
			  
			De hecho leemos en una nota de la Biblia 
			de Jerusalén:  
				
				«En el lenguaje del antiguo Oriente, se reconocía a 
			cada pueblo la ayuda eficaz de su Dios particular».  
			Si bien es cierto que las mitologías y leyendas folklóricas de la 
			antigüedad no tienen en muchos casos prueba alguna documental 
			(aunque en muchos otros casos sí la tienen) nadie puede negar la 
			realidad altamente intrigante de que de hecho muchos pueblos, 
			separados por miles de años y por miles de kilómetros han tenido 
			creencias y practicado ritos muy semejantes; ritos y creencias que, 
			analizados a fondo, se dirían procedentes de un tronco común.  
			  
			Con la 
			peculiaridad de que muchos de estos ritos y creencias son bastante 
			antinaturales e ilógicos, pudiendo uno llegar a la conclusión de que 
			no brotaron espontáneamente de la mente de los humanos como una 
			ofrenda a sus «Dioses protectores», sino que les fueron impuestos a 
			los terrícolas por alguien que, a lo largo de los siglos, ha 
			conservado los mismos gustos retorcidos, contradictorios y en muchos 
			casos crueles. 
 
			  
			
			Paralelos entre las teofanías
 
			 Volviendo al caso histórico del pueblo hebreo, y dejando de lado a 
			los otros Dioses de los pueblos de Mesopotamia, tan 
			desconcertantemente parecidos a Yahvé y contra los que éste tenía 
			tan tremendos celos (Baal, Moloc, Nabú, Aserá, Bel, Milkom, Oanes, 
			Kemos, Dagón, etc.) vamos a fijarnos en una experiencia específica y 
			extraña exigida por Yahvé al pueblo hebreo y vamos a encontrarnos 
			con otro pueblo (separado del pueblo hebreo por unos 10.000 
			kilómetros en el espacio y por unos 3.000 años en el tiempo) al que 
			su «Dios protector» le hizo pasar por la misma extraña experiencia.
 
 Me refiero al hecho de andar errantes por muchos años antes de 
			llegar a la «tierra prometida» y bajo el mandato específico y la 
			dirección inmediata de Yahvé.
 
			  
			El lector que quiera conocer más a 
			fondo los detalles de todo este peregrinar no tiene más que leer el 
			libro del Éxodo, que es uno de los cinco primeros que componen la 
			Biblia. 
 
			  
			
			Hebreos y aztecas
 
			 Pues bien, esta extraña aventura —que tiene que haber resultado 
			penosísima para el pueblo judío— la vemos repetida con unos 
			paralelos asombrosos e incomprensibles en el pueblo azteca. Según 
			las tradiciones de este pueblo, hace aproximadamente unos 800 años 
			que su Dios Huitzilopochtli se les apareció y les dijo que tenían 
			que abandonar la región en que habitaban y comenzar a desplazarse 
			hacia el sur «hasta que encontrasen un lugar en el que verían un 
			águila devorando a una serpiente».
 
			  
			En este lugar se asentarían y él 
			los convertiría en un gran pueblo. 
 La región en que por aquel entonces habitaban los aztecas estaba en 
			lo que hoy es terreno norteamericano —probablemente entre los 
			estados de Arizona y Utah— y por lo tanto su peregrinar hasta 
			Tenochtitlán fue notablemente más extenso que el que a los hijos de 
			Abraham les exigió su «protector» Yahvé. La caminata de los «Hijos 
			de la Grulla» (como tradicionalmente se llamaba a los aztecas) fue 
			de no menos de tres mil kilómetros y no precisamente por grandes 
			carreteras sino teniendo que atravesar vastos desiertos y zonas 
			abruptas y de densa vegetación que ciertamente tuvieron que poner a 
			prueba su fe en la palabra de su Dios Huitzilopochtli.
 
 Pero por fin, después de mucho caminar encontraron en una pequeña 
			isla, en medio del lago Texcoco, el águila de la profecía devorando 
			una serpiente en lo alto de un nopal.
 
 Esta pequeña isla estaba exactamente donde ahora está la 
			impresionante plaza del Zócalo, en medio de la ciudad de México. La 
			febril actividad constructora de los aztecas —muy influenciada por 
			otros dos pueblos que anteriormente se habían distinguido mucho por 
			sus grandes construcciones: los olmecas y los toltecas— pronto 
			convirtió aquellos lugares pantanosos, en la gran ciudad con la que 
			se encontraron los españoles cuando llegaron a principios del siglo 
			XVI.
 
			  
			Hoy día ya apenas si quedan algunas partes con agua del lago Texcoco, pero cuando llegaron los aztecas, allá por el año 1325, el 
			lago ocupaba una superficie notablemente mayor del valle de México.
			
 Con lo dicho hasta aquí, no podríamos encontrar sino un paralelo 
			genérico con lo que les aconteció a los hebreos, y ciertamente no 
			tendríamos derecho a esgrimirlo como un argumento en favor de 
			nuestra tesis. Pero si consideramos cuidadosamente todos los 
			detalles de la historia de la peregrinación azteca, nos 
			encontraremos con muchas otras circunstancias muy sospechosas.
 
			  
			Helas 
			aquí:  
				
				
				La personalidad de Yahvé era muy parecida a la de 
				Huitzilopochtli. 
			Ambos querían ser considerados como protectores y hasta como padres, 
			pero eran tremendamente exigentes, implacables en sus frecuentes 
			castigos y muy prontos a la ira. 
				
				Ambos les dijeron a sus pueblos escogidos, que abandonasen la 
			tierra en que habitaban. Yahvé lo hizo primeramente con Abraham 
			haciendo que dejase Caldea y lo hizo posteriormente con Moisés 
			forzándolo a que abandonase Egipto al frente de todo su pueblo. 
				
				Ambos acompañaron «personalmente» a sus protegidos a lo largo de 
			toda la peregrinación, ayudándolos directamente a superar las muchas 
			dificultades con que se iban encontrando en su camino. 
				
				Yahvé los acompañaba en forma de una extraña columna de fuego y 
			humo que lo mismo los alumbraba por la noche que les daba sombra por 
			el día, y les señalaba el camino por donde tenían que ir, haciendo 
			además muchos otros menesteres tan extraños y útiles como apartar 
			las aguas del mar para que pudiesen pasar de una orilla a otra, etc. 
				Huitzilopochtli acompañó a los aztecas en forma de un pájaro, que 
			según la tradición era una gran águila blanca que les iba mostrando 
			la dirección en que tenían que avanzar en su larguísima 
			peregrinación. 
				
				Este peregrinar en ninguno de los casos fue de días o semanas. En 
			el caso judío, Yahvé, extrañísimamente, se dio gusto haciéndoles dar 
			rodeos por el inhóspito desierto del Sinaí durante 40 años (cuando 
			podían haber hecho el camino en tres meses). Huitzilopochtli fue 
			todavía más errático y desconsiderado en su liderazgo, pues tuvo a 
			sus protegidos vagando dos siglos aproximadamente, hasta que por fin 
			los estableció en el lugar de la actual ciudad de México. 
				
				Si el tiempo que ambos pueblos anduvieron errantes no fue breve, 
			tampoco lo fue la distancia que tuvieron que cubrir. Primero Abraham 
			fue desde Caldea a Egipto de donde volvió a los pocos años. Pero 
			enseguida vemos a su nieto Jacob volver de nuevo a Egipto (siempre 
			bajo la mirada de Yahvé, que era el que propiciaba todas estas idas 
			y venidas) hasta que, al cabo de unos dos o tres siglos, vemos a 
			todo el pueblo hebreo —por aquel entonces ya numerosísimo— de vuelta 
			hacia la tierra prometida capitaneado por Moisés, pero dirigido 
			desde las alturas por aquella nube en la que se ocultaba Yahvé. 
				   
				La 
			distancia que tenía que recorrer el pueblo hebreo era, teóricamente, 
			de unos 300 kilómetros; pero Yahvé se encargó de estirar esos 300 
			kilómetros hasta convertirlos en más de mil. La distancia recorrida 
			por el pueblo azteca fue mucho mayor, ya que no debió de ser 
			inferior a los tres mil kilómetros, distancia que fue fielmente 
			recorrida por las seis tribus que inicialmente se pusieron en 
			camino. 
				
				Ambos pueblos tuvieron que enfrentarse a un sinnúmero de tribus y 
			pueblos que ya habitaban la «tierra prometida» cuando llegaron los 
			«pueblos escogidos». Los amorreos, filisteos, gebuseos, gabaonitas, 
			amalecitas, etc., que a cada paso nos encontramos en la Biblia en 
			guerra con los judíos, tienen su contrapartida americana en los 
			chichimecas, tlaxcaltecas, otomíes, tepanecas, xochimilcos, etc., 
			con quienes tuvieron que enfrentarse los aztecas en su peregrinaje 
			hacia Tenochtitlán. 
				
				Ambos pueblos, en cuanto fueron adoptados por sus respectivos 
			Dioses protectores, comenzaron a multiplicarse rápidamente, pero 
			sobre todo en cuanto llegaron al lugar prometido y establecieron en 
			él, se hicieron muy fuertes y pasaron a ser, pueblos dominantes 
			en toda la región, avasallando a sus vecinos. Ambos pueblos llegaron 
			a la cúspide de su desarrollo aproximadamente a los dos siglos de 
			haberse establecido en la tierra prometida. 
				
				Ambos pueblos fueron adoctrinados en un rito tan raro como es la 
				circuncisión. Este es un «detalle» tan extraño que, induce a 
			sospechar muchas cosas, entre ellas, que Yahvé y Huitzilopochtli 
			eran hermanos gemelos en sus gustos. 
				
				Tanto Yahvé como Huitzilopochtli les exigían a sus pueblos 
				sacrificios de sangre. Entre los hebreos esta sangre era de 
			animales, pero entre los aztecas la sangre era frecuentemente 
			humana, como en la dedicación del gran templo de Tenochtitlán 
			cuando, según los historiadores, se sacrificaron varios miles de 
			prisioneros, abriéndoles el pecho de un tajo y arrancándoles el 
			corazón, todavía latiendo y sangrante, para ofrecérselo a 
			Huitzilopochtli. Yahvé, a primera vista no llegaba a tanta barbarie, 
			pero parece que a veces acariciaba la idea.    
				Recordemos si no, el 
			abusivo sacrificio que le exigió a Abraham de su hijo Isaac (y que 
			sólo a última hora impidió) y el menos conocido de la hija de Jefté 
			(Jue. 13). Este caudillo israelita le prometió a Yahvé que mandaría 
			sacrificar al primer ser viviente que se le presentase a la vuelta 
			al campamento, si Yahvé le concedía la victoria sobre los ammonitas. 
			Cuando volvía victorioso de la batalla, la primera que le salió al 
			encuentro para felicitarle fue su propia hija. Y Yahvé, que con 
			tanta facilidad le comunicaba sus deseos a su pueblo, no dijo nada y 
			permitió que Jefté cumpliese su bárbaro juramento. Y éste no es el 
			único ejemplo de este tipo. 
 (Y conste que no decimos nada —para no extendernos— de los 
			auténticos ríos de sangre que el propio Yahvé causó con las 
			continuas batallas a las que forzó durante tantos años a su pueblo. 
			RÍOS de sangre que a veces provenían exclusivamente de su pueblo 
			escogido cuando «se encendía su ira contra ellos» cosa que sucedía 
			con bastante frecuencia).
 
				
				Tanto Yahvé como Huitzilopochtli abandonaron de una manera 
			inexplicable a sus respectivos pueblos cuando éstos más los 
			necesitaban. Yahvé —que ya estaba bastante escondido desde hacía 
			varios siglos— se desapareció definitivamente a la llegada de los 
			romanos a Palestina, y Huitzilopochtli hizo lo mismo cuando llegaron 
			los españoles; y a partir de entonces, la identidad de los aztecas 
			como pueblo, se ha disuelto en el variadísimo mestizaje de la gran 
			nación mexicana.    
				(Es muy dudoso, por no decir imposible, que los 
			aztecas, pese a las promesas de su protector, logren el supremo y 
			desesperado acto de supervivencia de los israelitas, de volver a 
			resucitar como un pueblo de historia y características propias). 
				
				Por supuesto, como no podía ser menos, ambos pueblos fueron 
			instruidos detalladamente acerca de cómo habían de construir un gran 
			templo en el lugar en donde definitivamente se instalasen. (Este es 
			otro «detalle», como más adelante veremos, que ha sido básico en 
			todas las apariciones religiosas a lo largo de la historia). 
				
				Por si todos estos paralelos no fuesen suficientes, nos encontramos 
			todavía con otro, que le confieso al lector que a mí me produjo una 
			profunda impresión cuando lo encontré ingenuamente relatado por fray 
				Diego Duran, uno de los muchos frailes franciscanos que escribieron 
			las crónicas de los primeros tiempos del descubrimiento de las 
			Américas, basados en lo que los propios indios les contaban. 
				 
				El buen fraile, en su relato de las creencias de los antepasados de 
			los aztecas, nos cuenta (por supuesto, con una cierta lástima ante 
			el paganismo «demoníaco» en que se hallaban sumidos aquellos 
			pueblos) que cuando el pueblo entero avanzaba hacia el sur, 
			siguiendo siempre a la gran águila blanca que los dirigía desde el 
			cielo, lo primero que harían al llegar a un lugar, era construir un
			pequeño templo para depositar en él el arca que transportaban 
			mediante la cual se comunicaban con su Dios.
 
 Este detalle de llevar también un arca, al igual que los hebreos, y 
			de considerarla de gran importancia pues era el vínculo que tenían 
			con su protector, es algo que me sumió en profundas reflexiones y 
			que me hizo llegar a la conclusión de que algunos de estos 
			«espíritus que están en las alturas» —tal como los denomina San 
			Pablo— tienen gustos muy afines. Y puede ser que no sólo gustos, 
			sino también necesidades, cuantas veces se asoman a nuestro mundo, o 
			a nuestra dimensión, en donde no pueden actuar tan naturalmente como 
			lo hacen cuando están en su elemento.
 
				
				Todavía como un último paralelo, podríamos añadir lo siguiente: Si 
			el Yahvé de los hebreos tuvo su contrapartida americana en Huitzilopoctli, el 
				Cristo judío, en cierta manera reformador de los 
			mandamientos de Yahvé, tuvo su contrapartida en Quetzalcoatl, el 
			mensajero de Dios, instructor y salvador del pueblo azteca, que, 
			como Cristo, apareció en este mundo de una manera un tanto 
			misteriosa; fue aparentemente un hombre como él, y como él, se fue 
			de la tierra de una manera igualmente extraña, prometiendo ambos que 
			algún día volverían. 
				
				Hasta aquí llegaban los paralelos que personalmente había 
			investigado hace ya unos cuantos años; pero la lectura del libro de 
				Pedro Ferriz «¿Dónde quedó el Arca de la Alianza?», ha dado pábulo a 
			mis sospechas y a mis paralelos, con los detalles que allí aporta.
				
 Uno de ellos es el curioso «cambio de nombres». Resulta que 
				Huitzilopoctli tenía la misma «manía» que Yahvé (Abram-Abraham, 
			Sarai-Sara, Jacob-Israel) y hasta que el mismo Jesucristo (Kefas, 
			Boanerjes). Y por cierto la misma «manía» que encontramos en los 
			modernos «extraterrestres» que con gran frecuencia les cambian el 
			nombre a sus contactados.
 
				
				Pero no sólo eso sino que el Moisés 
				azteca - que era el único que 
			hablaba con Huitzilopochtli, según Ferriz - se llamaba "Mexi y su 
			hermana (¡porque también tenía una influyente hermana!) se llamaba 
			Malínal. Pues bien, fonéticamente, Meshi se parece a Moshe (Moisés 
			en la versión fonética castellana), y Malínal a María.    
				Y aunque al 
			lector este paralelo pueda parecerle una exageración traída por los 
			pelos, debería saber que estos «parecidos» en cuestión de nombres 
			propios, son algo con lo que nos encontramos frecuentemente en el 
			mundo de lo religioso-paranormal (Chishna-Cristo; Maturea-Matarea, 
			etc.) y son algo normal en el mundo esotérico. Son chispazos de la 
			Magia Cósmica que escapan a nuestra lógica.  
			Hasta aquí los paralelos entre el peregrinar del pueblo hebreo y el 
			peregrinar del pueblo azteca. Si todas estas similitudes las 
			encontrásemos únicamente entre estos dos pueblos, podríamos 
			achacárselas tranquilamente a pura coincidencia casual.  
			  
			Pero lo que 
			se hace tremendamente sospechoso es que éstas y otras 
			«coincidencias» las encontramos en gran abundancia en muchos otros 
			pueblos de la Tierra, separados por miles de años y por miles de 
			kilómetros1. 
 
			1 A manera de apéndice final, en mi libro «Israel Pueblo-Contado» 
			pongo el caso de una tribu negra del Zaire, a la que, aparte de 
			otros curiosísimos paralelos con el pueblo hebreo, su «Yahvé» —que 
			en este caso se llamaba Murl— les enseñó e impuso la circuncisión 
			(!).  
			  
			  
			
			Teofanía de los mormones
 
			 En nuestro intento por presentarle al lector pruebas o testimonios 
			de la existencia de los Dioses, nos fijaremos ahora en el hecho 
			histórico de la aparición y posterior expansión de la religión 
			mormona. Ya no se trata de hechos difuminados por el paso de los 
			siglos —tal como sucede en el caso de hebreos y aztecas— sino de un 
			hecho casi contemporáneo a nosotros —absolutamente 
			contemporáneo con el nacimiento de la nación norteamericana— y 
			perfectamente documentado y hasta notarizado.
 
			  
			De todo él podemos 
			tener menos dudas que de muchos otros hechos que hoy son 
			perfectamente admitidos como históricos. Naturalmente, el que no se 
			interese por investigarlos o no quiera admitirlos como históricos, 
			por muchas que sean las pruebas que se le presenten, seguirá 
			repitiendo insensatamente que tales hechos no han existido. 
 Joseph Smith era un joven y humilde campesino que allá por] el año 
			1823 vivía en el estado de Nueva York, cerca de la actual ciudad de 
			Elmira. Un buen día cuando se hallaba dedicado a la oración, 
			mientras hacía un alto en su labor de arada de la heredad; paterna, 
			vio cómo repentinamente delante de él tomaba forma una figura 
			luminosa y «celestial» que dijo ser el ángel Moroni. Este ser siguió 
			apareciéndosele en fechas sucesivas y lo fue instruyendo acerca de 
			lo que en el futuro debería hacer, sobre todo en relación con sus 
			ideas religiosas que quería que fuese diseminando entre sus 
			familiares y vecinos.
 
 De nuevo estamos ante un caso en que alguien dice que tuvo una 
			visión. Pero en este caso, este alguien tuvo pruebas de que la 
			visión no era fruto de su imaginación. El ángel Moroni le dijo que 
			le iba a entregar una especie de tablas de oro, escritas en 
			caracteres antiguos (que él le enseñaría a descifrar) en las que 
			estaba la historia antigua de Pueblos llegados por mar desde Europa, 
			que habían habitado Norteamérica, y las creencias que tanto Joseph 
			Smith como sus seguidores deberían sustentar en adelante.
 
 El misterioso ser cumplió su palabra y un buen día le dijo que' 
			debajo de cierta piedra en el campo encontraría las tablas o láminas 
			de oro; que podía llevárselas durante un tiempo para traducirlas y 
			dárselas a examinar a peritos que testimoniasen de su existencia. 
			Así lo hizo J. Smith y no sólo en una sino en dos ocasiones se 
			levantó acta ante notario y más de diez testigos, de la existencia y 
			pormenores de dichas tablas, describiéndolas en detalle en cuanto a 
			peso, forma, número de ellas y contenido.
 
			  
			En ambos testimonios 
			escritos (que se guardan con gran celo en el templo central de la 
			Iglesia Mormona de Utah) se hace constar ex profeso que dichas 
			tablas fueron examinadas por expertos y especialistas en metales y 
			que todos estuvieron de acuerdo en que eran de oro puro y si se 
			hubiesen de cotizar según el precio corriente del metal, tendrían un 
			gran valor por la gran cantidad del mismo que contenían. 
 Tal como le había dicho «el ángel» y una vez traducidas y 
			transcritas, Joseph Smith las colocó en el sitio en que le indicó su 
			celestial confidente, y ya nunca más las volvió a ver. El contenido 
			de dichas tablas es lo que constituye la mayor parte de las 
			«sagradas escrituras» de la Iglesia mormona que pueden ser 
			adquiridas en cualquier librería o biblioteca.
 
 Asegurado el joven campesino en sus creencias con todos estos hechos 
			de los que no podía tener la menor duda, y auxiliado por todas las 
			personas que fueron igualmente testigos de estos y otros hechos 
			paranormales (o «sobrenaturales» según la creencia de ellos) comenzó 
			a extender la nueva religión de la «Iglesia de Jesucristo de los 
			santos de los últimos días», tal como la denominó oficialmente.
 
 Posteriormente veremos cómo en el movimiento religioso de Joseph 
			Smith se cumple una de las tres leyes a las que los Dioses se 
			atienen cuando lanzan una nueva religión: en este caso particular se 
			la entroncó con el ya existente movimiento o pensamiento cristiano, 
			aunque se le hizo tomar un nuevo rumbo «renovador» desde el punto de 
			vista de los mormones, y «herético» desde el punto de vista de los 
			cristianos tradicionales.
 
 Sin embargo lo que ahora nos interesa, y el objeto principal de 
			haber traído a colación el caso de los mormones, es la circunstancia 
			de las pruebas concretas (y demostrables desde un punto de vista 
			estrictamente histórico), del hecho de la aparición de un ser 
			extrahumano a un mortal al que adoctrinó extensamente acerca de toda 
			una serie de creencias y ritos.
 
			  
			Creencias y ritos que dieron lugar 
			—a pesar de las innumerables dificultades presentadas por los 
			practicantes de otras creencias— a la actual Iglesia Mormona, 
			firmemente establecida en el medio-oeste de los Estados Unidos y con 
			una fuerza expansionista superior a la de la mayoría de las 
			religiones seculares y clásicas; sus misioneros pueden ser vistos en 
			casi todas las grandes y medianas ciudades de la mayor parte de las 
			naciones del mundo. 
 El lector se pasmaría si conociese la enorme semejanza que existe 
			entre lo que le sucedió a Joseph Smith y lo que les ha sucedido a 
			muchísimos otros seres humanos: no sólo a famosos iniciadores o 
			reformadores de religiones, sino a simples mortales cuyos casos 
			nunca fueron reconocidos por sus coterráneos por juzgarlos puras 
			invenciones de su exaltada imaginación.
 
 Por muchos años me resistí a admitir la realidad o la objetividad de 
			semejantes apariciones, sobre todo de aquéllas que se daban fuera 
			del seno de la Iglesia católica. Ello era el fruto de la cerrada 
			educación religiosa que había recibido en mi familia, y dicho más 
			crudamente, del fanatismo glorificado y racionalizado en el que yo 
			vivía y en el que viven tantas gentes que se creen de «mente 
			abierta».
 
 En la actualidad estoy absolutamente convencido de que muchas de las 
			apariciones que la gente dice haber tenido, tienen algún grado de 
			objetividad y se dan no sólo en el seno del cristianismo sino en 
			todas las religiones, y en algunas de ellas, con mucha mayor 
			abundancia que en el catolicismo.
 
 No sólo eso, sino que estoy convencido de que estas intromisiones 
			directas y visibles de los Dioses en las vidas humanas, se dan 
			también fuera del contexto religioso, bajo otros nombres y en otros 
			marcos que no tienen nada que ver con lo religioso; por ejemplo bajo 
			la forma de «espíritus-guía», «maestros superiores», «extraterrestes», 
			etc.
 
			  
			El maestro Rosso de Luna, a estos seres no humanos que con 
			frecuencia irrumpen en las vidas humanas, les llama «jiñas», una 
			palabra que tiene profundas raíces lingüísticas y que en castellano 
			tiene otra manifestación más conocida, que es la palabra «genio» (en 
			el sentido de duende o deidad menor). 
 Por extraño que al lector pueda parecerle, hay personas que tienen 
			un trato personal con estos jiñas, que se manifiestan con una 
			entidad física indistinguible de la de cualquier ser humano; y el 
			contacto se hace no sólo en lo alto de montañas o en lugares 
			secretos, sino que algunos de ellos reciben tranquilamente en sus 
			casas a estos misteriosos visitantes, siendo de ello testigos todo 
			el resto de la familia; si bien hay que notar que el trato del jiña 
			y sus conversaciones, suelen circunscribirse casi exclusivamente al 
			humano con quien él quiere relacionarse.
 
			  
			Y tengo que confesarle al 
			lector que en la actualidad tengo escritas las vidas de dos de estos 
			jiñas y de sus relaciones con dos seres humanos diferentes (un 
			hombre y una mujer), con multitud de testigos que dan fe de haberlos 
			visto y hasta de haber hablado con ellos. (Por supuesto, sin que 
			estos testigos supiesen que estaban tratando con un ser no humano).  
			  
			El día que los seres humanos a los que me refiero —y con los que me 
			une una estrecha amistad— me den permiso, publicaré o daré a 
			conocer hechos interesantísimos. 
 
			  
			
			Los ovnis como teofanía
 
			 En líneas anteriores dijimos que este fenómeno de la «aparición» de 
			un ser extrahumano a un ser humano y de la subsiguiente 
			«iluminación» de la mente del ser humano, es algo que se ha dado 
			siempre y que se sigue dando en la actualidad con no menos 
			frecuencia que en tiempos pasados.
 
			  
			Estamos tratando de probar esta 
			afirmación; y la prueba en este caso, aunque esté velada con otros 
			nombres y con otras circunstancias, nos la van a facilitar las 
			agencias de noticias más famosas y los periódicos del mundo entero. 
			La prueba la englobaremos en eso que se llama «fenómeno ovni», que 
			es algo mucho más profundo de lo que se suele leer en la mayor parte 
			de revistas y periódicos y hasta de libros que tratan 
			específicamente del tema. 
 El fenómeno de los objetos volantes no identificados, gústele a la 
			ciencia o no, es algo que está en la mente de todas las personas 
			civilizadas del planeta y es algo, que pese a las reiteradas 
			censuras y campañas en contra, aflora constantemente a las páginas, 
			pantallas y ondas de todos los medios masivos de comunicación. El 
			fenómeno ovni es en un aspecto, un síntoma de esta constante 
			Comunicación de los Dioses con los mortales y en otro aspecto, es 
			el 
			medio que en la actualidad los Dioses usan para ponerse en contacto 
			con nosotros.
 
 Hoy día, imbuidas nuestras mentes de viajes extraterrestres y 
			Cósmicos, y excitada nuestra imaginación por adelantos técnicos y 
			electrónicos desconocidos por nuestros antepasados, interpretamos 
			este fenómeno conforme a nuestros contenidos de conciencia; lo mismo 
			que ellos los interpretaban de acuerdo a los suyos. Sin embargo hay 
			que notar que si bien nuestros antepasados se equivocaban en 
			absolutizar y magnificar lo que sus ojos veían (convirtiéndolo en 
			objeto de adoración) estaban más cercanos a la verdad que nosotros, 
			cuando los convertimos en meros visitantes extraterrestres (y 
			muchísimo más cuando los achacamos a puras alucinaciones de 
			psicópatas).
 
			  
			El fenómeno ovni es mucho más que la mera visita de 
			unos señores habitantes de otros planetas, y tiene mucha más 
			relación con el fenómeno religioso que con los viaje de astronautas 
			extraterrestres. 
 Cuando uno se asoma por primera vez al fenómeno ovni lógicamente, 
			desconoce toda su profundidad (su variadísima ilógica casuística, su 
			enorme influencia en la psicología humana, su trascendencia 
			sociológica, su componente físico y, más en concreto, 
			electromagnético y radiante, etc.) tiende a explicárselo con un 
			fenómeno de viajes y viajeros interplanetarios más avanzado pero al 
			fin de cuentas, paralelo al fenómeno que desde hace dos décadas está 
			teniendo lugar en nuestro planeta, en donde después de miles de años 
			de aislamiento, la raza humana ha sido capaz de vencer la fuerza de 
			la gravedad y de remontarse más allá de la atmósfera en misiones 
			investigadoras hacia otros cuerpos celestes
 
 Esto es lo que a primera vista se presenta y lo que, en un 
			principio, explicó la presencia de tantos extraños vehículos en 
			nuestros cielos. Pero a medida que se siguió investigando y profundizando en el fenómeno, se vio, no sin pasmo, que la cosa no era 
			tan sencilla y que la explicación que en un principio se había dado, 
			estaba lejos de dar una solución total al problema.
 
 Un ovnílogo consciente y verdaderamente experimentado (cosa que no 
			siempre sucede entre los que se creen conocedores de fenómeno) no 
			negará la posibilidad y aun la probabilidad de que parte del 
			fenómeno sea lo que aparenta ser, es decir naves de procedencia 
			extraterrestre — teledirigidas o tripuladas personalmente— que 
			vienen a nuestro planeta con fines exploratorios, de la misma manera 
			que nosotros nos asomamos a la Luna o Marte. Pero todavía queda un 
			enorme sector del fenómeno para el que esta explicación es 
			claramente insuficiente.
 
 Y en llegando a este punto, no cabe otro remedio que explicarle al 
			lector, aunque sólo sea de una manera general, en que consiste el 
			fenómeno ovni y en ponerlo al tanto de ciertas particularidades que 
			no suelen ser tenidas en cuenta en los despachos de prensa que tan a 
			menudo se leen en los medios informativos.
 
 El llamado «fenómeno ovni» consiste fundamentalmente en ciertos 
			objetos que surcan nuestra atmósfera (aunque también pueden 
			manifestarse sobre la tierra o en el mar) que dan la impresión de 
			estar dirigidos por seres inteligentes (en innumerables ocasiones se 
			ha visto a sus tripulantes bajar de los aparatos y muchos hombres y 
			mujeres han hablado con ellos) que no son seres humanos como 
			nosotros; sin embargo a pesar de todos los esfuerzos que se han 
			hecho para dilucidar su procedencia, su constitución física, sus 
			intenciones, sus métodos de propulsión y mil otras circunstancias 
			relacionadas con ellos, hasta hoy no podemos conocer con exactitud 
			casi ninguna de estas circunstancias ya que los datos que de ellos 
			hemos obtenido, bien sea por investigaciones nuestras, bien por lo 
			que ellos mismos nos han dicho, son completamente contradictorios y 
			en muchísimas ocasiones totalmente absurdos.
 
			  
			Sin embargo el hecho de 
			su presencia entre nosotros es innegable y confirmado por cientos de 
			miles de testigos en todas las épocas y en todas las latitudes. 
 Esta falta de un consenso en cuanto a muchas de sus peculiaridades, 
			no quiere decir que no hayamos progresado mucho en la comprensión de 
			todo el fenómeno y que no hayamos ido descubriendo muchas de sus 
			raíces profundas, que estaban totalmente ocultas no sólo para 
			nuestros antepasados, sino para los que hace sólo treinta años 
			comenzaron a estudiar el fenómeno.
 
 A pesar de que muchos de los estudiosos siguen todavía en sus 
			investigaciones en un nivel bastante rudimentario y se niegan a 
			admitir ciertas implicaciones psíquicas del fenómeno, sin embargo en 
			la actualidad ya los mejores investigadores saben que el fenómeno es 
			en sus manifestaciones variadísimo y, como dijimos, en gran manera 
			contradictorio de sí mismo.
 
			  
			Saben también que no es lo que parece 
			ser a primera vista, siendo por lo tanto en una gran medida 
			engañoso; o dicho en otras palabras, que induce fácilmente al error 
			del que lo observa o estudia. Saben que tras hechos que 
			aparentemente tienen una finalidad, se ocultan otras intenciones 
			mucho más profundas y a largo plazo; y saben finalmente que todo el 
			fenómeno es altamente peligroso para el psiquismo del que] se acerca 
			a él sin las debidas cautelas. 
 En realidad sabemos sobre el fenómeno otras muchas cosas que son aún 
			más importantes para el hombre; pero estas otras cosas —que son 
			precisamente las que el autor quiere comunicarle de una manera 
			especial al lector— son de más difícil comprensión y admisión y por 
			eso las iremos exponiendo a lo largo del libro y las haremos objeto 
			de especiales análisis.
 
 Para que el lector no pierda el hilo de las ideas, le recordaremos 
			que la razón de haber traído el fenómeno ovni, fue para demostrarle 
			o por lo menos para aminorar su resistencia a admitir las 
			«apariciones» en nuestro mundo, de seres no humanos. En el fenómeno 
			ovni se podrán encontrar, atestiguado por todas las agencias de 
			noticias del mundo, con miles de tales casos, aunque en sus 
			circunstancias difieran de cómo nos lo habían contado los 
			historiadores de otros tiempos. Más tarde veremos que, a pesar de 
			las variantes, se trata del mismo fenómeno.
 
 Nuestro problema consiste por lo tanto, en relacionar y, mejor aún, 
			en identificar estos avistamientos modernos de que nos hablan los 
			periódicos, con las visiones de que nos hablaban los místicos (que 
			han constituido por siglos el origen y la esencia de todas las 
			religiones sin excluir al cristianismo) y con los «prodigios» de que 
			nos hablan todos los historiadores griegos y latinos, al igual que 
			los libros sagrados de todas las religiones.
 
 En las visiones de los antiguos podemos estudiar más claramente las 
			intenciones de los que se les aparecían, ya que claramente les 
			indicaban su voluntad, les decían cuál era la conducta que debían 
			seguir hacia ellos, y no tenían reparo en decir quiénes eran (aunque 
			mintiesen en la gran mayoría de los casos); sin embargo, el problema 
			con que nos confrontamos en estas visiones o apariciones de la 
			antigüedad, es la imposibilidad de probar su realidad objetiva, 
			debido al tiempo que desde ellas ha transcurrido, y debido a que han 
			llegado hasta nosotros mezcladas con muchos elementos míticos o 
			legendarios que en muchos casos las hacen difícilmente admisibles.
 
 En cambio, las visiones modernas (procedentes del fenómeno ovni), si 
			bien carecen de esa diafanidad en sus intenciones y se nos presentan 
			de una manera mucho más contradictoria en su contenido ideológico, 
			tienen por otro lado algo que echábamos de menos en las antiguas: 
			son perfectamente comprobables. Si logramos, por lo tanto, 
			identificar las visiones modernas con las antiguas, habremos dado un 
			gran paso de avance para dilucidar la esencia de todas ellas, ya que 
			lo que les faltaba a unas lo encontramos en las otras y viceversa.
 
 Esta labor de identificación de ambos fenómenos es la que ha venido 
			haciendo la ovnilogía más avanzada en la última década, por más que 
			algunos investigadores del fenómeno no hayan sido capaces de superar 
			las etapas iniciales de esta importantísima ciencia y continúen 
			investigando miopemente ciertos aspectos secundarios de ella.
 
 Hoy no tenemos absolutamente ninguna duda de que lo que los antiguos 
			llamaban «los Dioses» —y los enmarcaban en todo un complejo sistema 
			de creencias y ritos— es exactamente lo mismo que los modernos 
			denominamos con el genérico término de «fenómeno ovni», cuando éste 
			se entiende en toda su amplitud y profundidad.
 
			  
			Es decir, las 
			inteligencias que están detrás del llamado fenómeno ovni, son las 
			mismas que los antiguos personalizaban en los diferentes Dioses. En 
			aquellos tiempos, estas inteligencias creyeron más oportuno (y menos 
			riesgoso para ellas) el presentarse de aquella manera; mientras que 
			en nuestros tiempos (ante una humanidad mucho más avanzada 
			tecnológicamente) han creído más oportuno presentarse bajo 
			apariencias más fácilmente asimilables o tolerables por los hombres 
			de hoy. Pero las intenciones de su presencia entre nosotros, o de su 
			intromisión en nuestras vidas, son en el fondo, las mismas. 
 Será por lo tanto muy oportuno estudiar con una mirada panorámica, 
			cuál ha sido el efecto de su injerencia en las vidas de nuestros 
			antepasados, ya que esto podría darnos alguna directriz en cuanto a 
			cómo deberían ser nuestras relaciones con ellos o cómo debería ser 
			nuestra reacción a su presencia entre nosotros.
 
			  
			Pero antes de 
			iniciar esta tarea, tendremos que profundizar un poco más en quiénes 
			son estos Dioses de los que venimos hablando; cómo son en sí mismos; 
			cuáles son sus cualidades o defectos; sus relaciones entre ellos 
			mismos y con el Dios del Universo, al que muchos de ellos han 
			querido suplantar en la mente de los hombres; cuáles son sus poderes 
			y sus debilidades; hasta dónde llegan sus conocimientos; cuáles son 
			sus normas morales, si es que tienen algunas; su relación con 
			nuestro continuo espacio-tiempo, etc., etc. 
 Aunque al escéptico, se le haga muy difícil admitir que los hombres 
			podamos saber nada acerca de estas interioridades (de unos seres de 
			cuya misma existencia duda) la realidad es que, dada la larguísima 
			relación de estos seres con la raza humana, ésta, una vez que ha 
			llegado a una cierta madurez intelectual, ya ha comenzado a atar 
			cabos y a encontrar ciertas leyes profundas que rigen la conducta de 
			estos seres inteligentes no humanos; leyes que hasta ahora no habían 
			podido descubrir, debido en parte a su falta de madurez histórica y 
			cultural y en parte al cuidado que los mismos Dioses han tenido a lo 
			largo de los siglos en disimular no sólo sus intenciones con 
			respecto a la raza humana sino hasta su presencia en nuestro planeta 
			y en muchísimas ocasiones, su presencia física en medio de nuestras 
			ciudades2.
 
 2 Me doy cuenta de que mi exposición del fenómeno ovni es demasiado 
			escueta y el que lo desconoce o no cree en él, desearía más datos y 
			más pruebas; pero ese no es el objeto de este capítulo ni de este 
			libro. Sin embargo a lo largo de él irán saliendo multitud de datos 
			y pruebas. Yo doy por asentado el fenómeno y remito al lector 
			incrédulo a muchos otros libros sobre este tema, escritos algunos de 
			ellos por científicos de primera línea. La verdad es que no admitir 
			hoy día la existencia del fenómeno ovni, después de la enorme 
			cantidad de testimonios y pruebas que sobre él se han aportado, es 
			demostrar una cerrazón de mente nada envidiable.
 
 
			
			
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