
por Marcelo Ramírez
24 Mayo 2025
del Sitio Web
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En
nombre de la inclusión,
borran la
historia.
En nombre de lo
diverso,
imponen lo
uniforme...
La riqueza no es visibilidad:
es raíz, es legado.
Mientras entretienen con pronombres, saquean
con transferencias.
Occidente ha descubierto una forma más elegante y
sofisticada de colonización:
el ¡progresismo...!
Ya no se necesitan bombarderos ni desembarcos
anfibios.
Ahora basta con un ejército de influencers,
ONGs financiadas desde el norte, académicos domesticados y una
narrativa uniforme que repite sin pausa los mantras de lo
"correcto".
La nueva guerra ya no se libra con tanques:
se libra en las aulas, en los medios y en los
cuerpos.
Se llama ¡guerra cultural...!
¿Quién hubiera dicho que el mismo sistema que durante siglos
explotó, bombardeó y arrasó a los pueblos del mundo, iba a erigirse
ahora en campeón de los derechos humanos, la diversidad y la
inclusión?
El nuevo imperialismo ya no habla inglés con
casco y uniforme, ahora lo hace con glitter y con
pronombres.
Pero el objetivo es el mismo:
someter, dividir, borrar identidades y
convertir a las naciones en satélites ideológicos sin capacidad
de autodeterminación.
Esta maquinaria no es accidental.
No se trata de un movimiento espontáneo de
almas bondadosas que buscan un mundo más justo.
Es una construcción deliberada, financiada y
dirigida desde los centros de poder occidental, diseñada para
operar como un caballo de Troya en el corazón mismo de las
sociedades.
Y
América Latina, como en tantas
otras ocasiones, es el laboratorio preferido.
A través de ONGs, tratados internacionales, organismos
multilaterales y medios de comunicación alineados, se exporta un
paquete completo:
la nueva "moral" global.
Lo que hace unos años era un debate marginal,
hoy se impone como "verdad revelada", "incuestionable",
sancionada por algoritmos y tribunales de redes sociales...
Cualquiera que ose discutir esta nueva ortodoxia,
es cancelado, silenciado, tildado de
retrógrado, fascista, negacionista.
El pensamiento crítico ha sido reemplazado
por el pensamiento obediente...
En este contexto, se entiende por qué la defensa
de la soberanía ya no pasa solo por las fronteras físicas.
Hoy, resistir es también rechazar la imposición
cultural.
Porque lo woke no vino a liberar a nadie.
Vino a destruir estructuras, a reemplazar lo real
por lo simbólico, lo concreto por lo identitario, lo racional por lo
emocional.
¿De qué sirve la paridad de género si la
economía está destruida?
¿Qué logra un lenguaje inclusivo en una
sociedad fragmentada y sin rumbo?
¿Cuál es el sentido de deconstruir todo si no
se construye nada?
La respuesta es simple:
no quieren construir nada.
Quieren una masa amorfa, atomizada, sin
referentes, sin identidad, sin comunidad.
Ciudadanos globales de papel reciclado que
consuman, opinen lo justo, voten lo correcto y callen ante lo
importante.
El sueño húmedo de cualquier tiranía posmoderna.
Mientras tanto, los verdaderos problemas siguen ahí. Las potencias
siguen robando recursos, controlando bancos centrales, endeudando
naciones, imponiendo bases militares.
Pero claro, eso ya no es noticia. Lo importante
ahora es si alguien usó un adjetivo "incorrecto" o si el dibujo
animado de turno representa suficientemente a todas las
orientaciones posibles.
En nombre de la tolerancia, se ha instaurado
un régimen de intolerancia brutal.
En nombre de la diversidad, se persigue a
quien no piensa igual.
En nombre de la inclusión, se excluye a
millones que no se sienten representados por este delirio
institucionalizado.
Y el problema no es solo lo que se impone, sino
cómo se lo impone.
El relato se cuela en cada rincón:
en las películas, en las publicidades, en los
planes de estudio.
Se entrena a los niños para ver el mundo bajo
el prisma de las nuevas verdades.
Y se los aísla de sus raíces, su historia, su
cultura.
Se los convierte en entes flotantes, sin
pasado y sin futuro.
Las élites lo saben.
Esta es su nueva arma...
Más eficaz que
el FMI, más duradera que los
marines.
Porque no deja ruinas visibles, sino
devastación interior.
No se ven las bombas, pero se sienten los
escombros en la identidad y la psique colectiva.
Este progresismo no es una opción ideológica más.
Es una ofensiva total contra el tejido mismo de
nuestras sociedades. Su objetivo no es mejorar el mundo, sino
rehacerlo a imagen y semejanza del mercado.
Todo debe ser líquido, fugaz, relativista.
Nada debe tener raíces ni peso ni sentido.
Porque así es más fácil de controlar...
Lo grave es que muchos, incluso desde sectores críticos, han
comprado esta mercancía ideológica pensando que es emancipadora.
Como si pintarse el pelo y hablar con
eufemismos fuera un acto revolucionario.
Como si repetir eslóganes escritos en algún
departamento de marketing de Silicon Valley fuera un desafío al
sistema.
El sistema adora a sus nuevos militantes.
Los necesita. Porque mientras ellos marchan por
baños mixtos, los verdaderos dueños del mundo siguen saqueando,
corrompiendo, manipulando. La distracción es perfecta. La revolución
ha sido subcontratada y tercerizada.
Los jóvenes, con justa razón, buscan una causa. Pero el sistema, que
ya aprendió a surfear las olas, les ofrece causas prefabricadas.
Luchas con glitter, rebeldías domesticadas, utopías sin peligro.
Así, canaliza el disconformismo, lo esteriliza,
lo encierra en hashtags y lo convierte en moda.
Y mientras tanto, el mundo real se desmorona.
No hay trabajo, no hay comida, no hay
vivienda.
Pero eso sí... hay diversidad...
Eso sí, hay leyes para proteger sentimientos.
Eso sí, hay protocolos para todo.
Menos para sobrevivir...
Aquí no es ajeno a esta trampa. Aquí también las
élites progresistas se visten de salvadores, mientras pactan con
bancos, reprimen protestas, entregan recursos.
Lo woke es funcional a lo neoliberal.
Uno distrae, el otro saquea.
Uno ocupa el relato, el otro llena la caja.
Son dos caras del mismo proyecto: la
subordinación total.
Resistir ya no es solo una cuestión económica o política. Es una
cuestión cultural.
Hay que recuperar el sentido común, la
historia, la tradición, la comunidad.
Hay que levantar nuevas banderas, propias,
enraizadas en nuestra realidad.
Banderas que no nos lleguen desde Washington
o Bruselas, sino desde la entraña misma de nuestros pueblos.
Hay que volver a educar con verdad, a discutir con coraje, a
vivir con coherencia.
Porque si seguimos este camino, terminaremos
siendo extraños en nuestra propia tierra.
Extranjeros en un mundo hecho a medida de
Google y
BlackRock...
La guerra cultural es real. Y como toda guerra,
exige tomar partido.
No se puede ser neutral cuando te están
destruyendo desde adentro. No se puede callar cuando la mentira se
vuelve ley. No se puede mirar para otro lado cuando el enemigo ya no
está en la frontera, sino en la escuela, en la pantalla, en la ley.
Este es el desafío. Y es ¡urgente...!
Porque cada día que pasa, se pierde más. Y
recuperar lo perdido será cada vez más difícil. Pero no imposible.
Porque si algo ha demostrado la historia,
es que los pueblos, cuando
despiertan, tienen una fuerza que ni mil ONGs pueden
contener...
Resistir no es retroceder.
Es avanzar con sentido.
Es mirar hacia adelante sin olvidar de dónde
venimos.
Es decirle no a un mundo
fabricado en serie y sí a un mundo con alma, con raíces, con
pueblo.
Y para eso, hay que dejar de aplaudir a quienes
nos están quitando todo mientras nos ofrecen arco-íris pintados con
sangre ajena.
La guerra cultural está en marcha.
Y el primer paso para ganarla es entender que
no es casual, ni inocente, ni benigna.
Es la nueva forma de guerra.
Y como tal, hay que darla.
Sin pedir permiso.
Sin bajar la cabeza, y sin pedir perdón por ¡defender lo que
somos...!
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