LAS CIVILIZACIONES DESAPARECIDAS

Donde los autores hacen el retrato del extravagante y maravilloso señor Fort. — El incendio del sanatorio de las coincidencias exageradas. — El señor Fort, presa del conocimiento universal. — Cuarenta mil notas sobre las tempestades de vincapervincas, las lluvias de ranas y los chaparrones de sangre. — El libro de los Condenados. — Un cierto profesor Kreyssler. — Elogio e ilustración del intermediarismo. — El eremita del Bronx o el Rabelais cósmico. — Donde los autores visitan la catedral de San Masallá. —¡Buen provecho, señor Fort!

Había en Nueva York, allá por el año de 1910, en un pisito burgués del Bronx, un buen hombre ni joven ni viejo, que se parecía a una foca tímida. Se llamaba Charles Hoy Fort. Tenía piernas redondas y gordas, vientre y caderas, nada de cuello, cráneo grande y me­dio desplumado, ancha nariz asiática, gafas de hierro y mostacho a lo Gurdjieff. Se le habría podido tomar también por un profesor menchevique. Apenas salía de casa, como no fuese para ir a la Biblioteca Municipal, donde consultaba una gran cantidad de periódicos, re­vistas y anales de todos los Estados y de todas las épo­cas. Alrededor de su buró de persiana, se acumulaban cajas de zapatos vacías y montones de periódicos: el American Almanach de 1833, el London Times de los años 1800-1893, el Anual Record of Science, veinte años de Philosophical Magazine, los Annales de la Société Entomologique de France, la Monthly Weather Review, el Observatory, el Meteorological Journal, etc. Usaba una visera verde, y siempre que su mujer encen­día el hornillo para el almuerzo, iba a la cocina para ase­gurarse de que no se pegara fuego a la casa. Esto era lo único que irritaba a la señora Fort, de soltera Anna Fi­lan, elegida por él por razón a su falta absoluta de cu­riosidad intelectual, y a la que apreciaba, siendo por ella tiernamente correspondido.

Hasta los treinta y cuatro años, Charles Fort, hijo de unos tenderos de comestibles de Albany, había cam­peado gracias a un mediocre talento de periodista y a una verdadera habilidad para disecar mariposas. Muer­tos sus padres y liquidada la tienda, disponía ahora de una renta minúscula que le permitía entregarse exclusi­vamente a su pasión: la acumulación de notas sobre acontecimientos inverosímiles y, sin embargo, com­probados.

Lluvia roja en Blankenbergue, el 2 de noviembre de 1819; lluvia de barro en Tasmania, el 14 de noviembre de 1902. Copos de nieve grandes como platos de café en Nashville, el 24 de enero de 1891. Lluvia de ranas en Birmingham, el 30 de junio de 1892. Aerolitos. Bolas de fuego. Huellas de un animal fabuloso en Devonshire. Platillos volantes. Huellas de ventosas en unos montes. Aparatos extraños en el cielo. Caprichos de cometas. Extrañas desapariciones. Cataclismos inexpli­cables. Inscripciones en meteoritos. Nieve negra. Lu­nas azules. Soles verdes. Chaparrones de sangre.

Así llegó a reunir veinticinco mil notas, archivadas en cajas de cartón. Hechos que, no bien mencionados, habían vuelto a caer en el foso de la indiferencia. Y, sin embargo, hechos. Llamaba a esto su «sanatorio de las coincidencias exageradas». Hechos de los que uno no se atrevía a hablar. Él oía brotar de sus ficheros «un verdadero clamor de silencio». Les había tomado una especie de cariño a esas realidades incongruentes, arro­jadas del campo del conocimiento y a las que acogía en su pobre despacho del Bronx, mimándolas mientras las ordenaba: «Putillas, arrapiezos, jorobados, bufones... y, sin embargo, su desfile por mi casa tendrá la impre­sionante solidez de las cosas que pasan, y pasan, y no cesan de pasar.»

Cuando estaba cansado de ordenar los datos que la ciencia ha juzgado oportuno suprimir. (Un iceberg vo­lante cae en pedazos sobre Rúan, el 5 de julio de 1853. Carracas de viajeros celestes. Seres alados a 8.000 me­tros en el cielo de Palermo, el 30 de noviembre de 1880. Ruedas luminosas en el mar. Lluvias de azufre, de carne. Restos de gigantes en Escocia. Ataúdes de pe­queños seres venidos de otro mundo, en los roquedales de Edimburgo...) Cuando estaba fatigado, descansaba su espíritu jugando, él solo, interminables partidas de superajedrez en un tablero de su invención compuesto de 1.600 casillas.

Después, un día, Charles Hoy Fort se dio cuenta de que aquella labor formidable no servía para nada. Inutilizable. Dudosa. Una simple ocupación de hombre maniático. Entrevió que no había hecho más que pata­lear en el campo de lo que buscaba oscuramente, que no había hecho nada de lo que en realidad tenía que ha­cer. Aquello no era una investigación. Era su caricatu­ra. Y el hombre que tanto temía el peligro de incendio arrojó al fuego sus cajas y sus fichas.

Acababa de descubrir su verdadero carácter. El maníaco de las realidades singulares era un fanático de las ideas generales. ¿Qué había empezado a hacer, incons­cientemente, en el transcurso de aquellos años perdidos a medias? Acurrucado en el fondo de su grupo de mari­posas y papeles viejos, se había enfrentado con una de las mayores fuerzas del siglo: el convencimiento que tienen los hombres civilizados de que saben todo lo del Universo en que viven. ¿Por que se había ocultado Charles Hoy Fort, como si se avergonzara de algo? Es que la menor alusión al hecho de que podían existir en el Universo campos inmensos y desconocidos, turba desagradablemente a los hombres. Charles Hoy Fort se había conducido, a fin de cuentas, como un erotómano: guardemos en secreto nuestros vicios, con el fin de que la sociedad no se enfurezca al enterarse de que deja sin cultivar la mayor parte de los terrenos de la sexualidad. Ahora se trataba de pasar de la manía a la profecía, de la delectación solitaria a la declaración de principios. Se trataba, en adelante, de hacer obra verdadera, es decir, revolucionaria.

El conocimiento científico no es objetivo. Es, como la civilización, una conjuración. Se rechaza un gran nú­mero de hechos porque trastocarían los razonamientos establecidos. Vivimos bajo un régimen inquisitorial, cuya arma más empleada contra la realidad disconfor­me es el desprecio acompañado de risas. ¿Qué es el co­nocimiento, en tales condiciones?

«En la topografía de la inteligencia —dice Fort—, se podría definir el cono­cimiento como una ignorancia envuelta en risas.»

Habrá, pues, que pedir una adición a las libertades garanti­zadas por la Constitución: la libertad de dudar de la ciencia. Libertad de dudar de la evolución (¿y si la obra de Darwin no fuese más que una novela?), de la rota­ción de la Tierra, de la existencia de una velocidad de la luz, de la gravitación; etcétera. De todo, salvo de los he­chos; de los hechos no escogidos, sino tal como se presentan, nobles o innobles, bastardos o puros, con su cortejo de cosas chocantes y sus concomitancias incon­gruentes. No rechazar nada que sea real: una ciencia fu­tura descubrirá las relaciones desconocidas entre he­chos que nos parecían inconexos. Es necesario sacudir la ciencia con espíritu ávido, aunque no crédulo, nuevo, salvaje. El mundo necesita una enciclopedia de los he­chos excluidos, de las realidades condenadas. «Mucho temo que habrá que entregar a nuestra civilización mundos nuevos en que las ranas blancas tengan dere­cho a vivir.»

La foca tímida del Bronx se impuso el deber de aprender, en ocho años, todas las artes y todas las cien­cias... y de inventar media docena para su uso personal. Arrastrado por un delirio enciclopédico, se entrega a este trabajo gigantesco, que consiste menos en apren­der que en tener conciencia de la totalidad de lo vivien­te. «Me maravilla que cualquiera pudiera contentarse con ser novelista, sastre, industrial o barrendero.» Di­girió principios, fórmulas, leyes y fenómenos de la Bi­blioteca Municipal de Nueva York, en el British Museum, y gracias a una copiosa correspondencia en las más grandes bibliotecas y librerías del mundo. Cuaren­ta mil notas, distribuidas en mil trescientas secciones, escritas a lápiz, en cartoncitos minúsculos y en un len­guaje taquigráfico de su invención. Sobre esta empresa de locura resplandece el don de considerar cada tema desde el punto de vista de una inteligencia superior que acaba de enterarse de su existencia:

«Astronomía.

»Un vigilante nocturno vela sobre media docena de linternas rojas en una calle obstruida. Hay mecheros de gas, lámparas y ventanas iluminadas en el barrio. Se frotan cerillas, se encienden fuegos, se declara un incen­dio, hay rótulos de neón y faros de automóviles. Pero el vigilante nocturno sigue con su pequeño sistema...»

Al propio tiempo, reanuda su búsqueda de hechos rechazados, pero sistemáticamente y esforzándose en comprobar cada uno de ellos. Somete su empresa a un plan que abarca la astronomía, la sociología, la psicolo­gía, la morfología, la química, el magnetismo. Ya no hace una simple colección: trata de obtener el dibujo de la rosa de los vientos exteriores, de construir la brújula para navegar por los océanos del otro lado, de recons­truir el rompecabezas de los mundos ocultos detrás de este mundo. Necesita cada una de las hojas que se agi­tan en el árbol inmenso de lo fantástico: unos aullidos conmueven el cielo de Ñapóles el 22 de noviembre de 1821; unos peces caen de las nubes sobre Singapur en 1861; sobre Indreet Loire, un 10 de abril, se vierte una catarata de hojas muertas; junto con el rayo, caen hachas de piedra en Sumatra; caídas de materia viva; raptos cometidos por Tamerlanes del espacio; restos de mundos vagabundos circulan por encima de nosotros...

«Soy inteligente y, por ello, estoy en fuerte contraste con los ortodoxos. Como no siento el desdén aristocrá­tico de un conversador neoyorquino o de un hechicero esquimal, me veo obligado a concebir otros mundos...»

La señora Fort no se interesa, en absoluto, en todo esto. Su indiferencia es tal, que ni siquiera advierte su extravagancia. Él no habla de sus trabajos, o lo hace sólo a unos cuantos amigos encandilados. Prefiere no verles. Les escribe de vez en cuando.

«Tengo la impre­sión de entregarme a un nuevo vicio recomendable a los amantes de los pecados inéditos. Al principio, algu­nos de mis datos eran tan espantosos o tan ridículos que, al ser leídos, sólo merecían repulsa o desprecio. Ahora la cosa va mejor; queda un poco de lugar para la piedad.»

Tiene la vista cansada. Se volverá ciego. Interrumpe su trabajo y se pasa varios meses meditando, comiendo sólo queso y pan moreno. Al aclararse de nuevo la vista, emprende la exposición de su visión personal, anti­dogmática, del Universo, procurando abrir la com­prensión de los demás con grandes humoradas. «A ve­ces, me sorprendo a mí mismo al no pensar lo que preferiría creer.» A medida que progresaba en el estu­dio de las diversas ciencias, progresaba también en el descubrimiento de su insuficiencia. Hay que demos­trarlas hasta en sus cimientos: su espíritu es lo malo. Hay que empezar todo de nuevo, introduciendo los hechos excluidos, sobre los cuales ha reunido una do­cumentación ciclópea. Ante todo, introducirlos. Des­pués, explicarlos, si es posible.

«No creo hacer un ídolo del absurdo. Pienso que, en los primeros tanteos, no hay medio de saber lo que será después aceptable. Si uno de los pioneros de la zoología (que habrá que reha­cer) oyese hablar de pájaros que nacen en los árboles, tendría que consignar que ha oído decir que hay pája­ros que nacen de los árboles. Después, y sólo después, tendría que pasar este dato por el tamiz.»

Hay que señalar, hay que señalar, y un día acabare­mos por descubrir que algo nos hace señales.

Hay que revisar las estructuras mismas del conoci­miento. Charles Hoy Fort siente estremecerse en su in­terior numerosas teorías que aleteaban con las plumas de ángel de lo chocante. Considera la Ciencia como un coche muy civilizado lanzado en una autopista. Pero a ambos lados de la maravillosa pista de asfalto y neón, se extiende un país salvaje, lleno de prodigios y de miste­rio. ¡Alto! ¡Explorad también el país a lo ancho! ¡Dad un rodeo! ¡Corred en zigzag! Por consiguiente, hay que hacer grandes gestos desordenados, a lo payaso, como cuando se intenta detener un coche. Poco impor­ta que le tomen a uno por un payaso. Es urgente.

El señor Charles Hoy Fort, eremita del Bronx, entiende que tiene que realizar, lo más deprisa y con la mayor eficacia posible, cierto número de «monadas» absolutamente necesarias.

Persuadido de la importancia de su misión y libera­do de su documentación, emprende la tarea de reunir en trescientas páginas los mejores de sus explosivos.

«Alumbradme con el tronco de una secoya, pasadme las páginas de los candiles gredosos, multiplicadme por mil; entonces podré escribir con la amplitud que mi tema exige.»

Compone su primera obra, El libro de los Conde­nados, en el cual, dice, se expone «cierto número de ex­perimentos sobre la estructura del conocimiento». Esta obra apareció en Nueva York, en 1919, y produjo una revolución en los medios intelectuales. Antes de las pri­meras manifestaciones del dadaísmo y del surrealismo, Charles Hoy Fort introdujo en la Ciencia lo que Tzara, Bretón y sus discípulos iban a introducir en las artes y en la literatura: la rotunda negativa a jugar al juego en que todo el mundo hace trampa, la furiosa afirmación de que «hay otra cosa». Un enorme esfuerzo, tal vez no para pensar lo real en su totalidad, sino para impedir que lo real sea pensado de un modo falsamente cohe­rente. Una ruptura esencial.

«Soy un tábano que marti­riza el cuero del conocimiento para impedirle que se duerma.»

¿Qué es El libro de los Condenados?

«Un ramo de oro para los flagelados por la crítica», declaró John Winterich.

«Una de las monstruosidades de la literatura», escribió Edmund Pearson. Para Ben Hecht, «Charles Hoy Fort es un apóstol de la excepción y el sacerdote engañador de lo imposible».

Martin Gardner, sin embargo, reconoce que «estos sarcasmos están en armonía con las críticas más admisibles de Einstein y de Russell».

John W. Campbell asegura que «hay en ésta obra, al menos, los gérmenes de seis ciencias nuevas.»

«Leer a Charles Hoy Fort es cabalgar en un co­meta», confiesa Maynard Shipley, y Théodore Dreiser ve en él «la más grande figura literaria desde Edgar Poe».

El libro de los Condenados no fue publicado en Francia[30] hasta 1955, y ello gracias a mis gestiones, que no fueron, por otra parte, demasiado diligentes. A des­pecho de las excelentes traducciones y presentaciones de Robert Benayoun y de un mensaje de Tiffany Thayer, que preside en los Estados Unidos la sociedad de Amigos de Charles Hoy Fort,[31] esta obra extraordinaria pasó casi inadvertida. Bergier y yo nos consolamos de la desgracia de uno de nuestros más queridos maestros, pensando que éste, en lo más profundo del supermar de los Sargazos celeste, donde sin duda mora, disfrutaría con este clamor del silencio que sube hacia él desde el país de Descartes.

Nuestro antiguo coleccionista de mariposas sentía ho­rror por lo fijo, lo clasificado, lo definido. La Ciencia aísla los fenómenos y las cosas para observarlos. La gran idea de Charles Hoy Fort es que nada es aislable. Toda cosa aislada deja de existir.

Una mariposa liba en un clavel: es la mariposa más el jugo del clavel; es un clavel menos el apetito de la mariposa. Toda definición de una cosa en sí es un aten­tado contra la realidad.

«Entre las tribus llamadas sal­vajes, se rodea de respetuosos cuidados a los simples de espíritu. Generalmente, se tiene la debilidad de espíri­tu. Todos los sabios empiezan sus trabajos con esta cla­se de definiciones, y en nuestras tribunas, se rodea a los sabios de atenciones respetuosas.»

He aquí a Charles Hoy Fort, amante de lo insólito, escriba de los milagros, empeñado en una formidable reflexión sobre la reflexión. Porque Fort arremete con­tra la estructura mental del hombre civilizado. No está en absoluto de acuerdo con el motor de dos tiempos que alimenta el pensamiento moderno. Dos tiempos: el sí y el no, lo positivo y lo negativo. El conocimiento y la inteligencia modernos se apoyan sobre este funcio­namiento binario; justo, falso; abierto, cerrado; vivo, muerto; líquido, sólido; etc. Lo que Fort exige contra Descartes, es un punto de vista de lo general, a partir del cual lo particular podría ser definido según sus relay se acreditan diariamente gracias a la contribución de los miembros de cuarenta y nueve países, sin contar los Estados Unidos, Alaska y las islas Hawai.

»La sociedad publica una revista trimestral, Doubt (La duda). Esta revista es, además, una especie de cámara de compensación de todos los hechos "malditos", es decir, que la ciencia ortodoxa no puede o no quiere asimilar: por ejemplo, los platillos volantes. En efecto, los informes y estadísticas que posee la sociedad sobre este tema forman el conjunto más antiguo, más vasto y más completo de todos,

»La revista Doubt publica igualmente las notas de Fort.»

Acciones con aquél; a partir del cual cada cosa sería per­cibida como intermediaria de otra cosa. Exige una nue­va estructura mental, capaz de percibir como reales los estados intermediarios entre el sí y el no, entre lo posi­tivo y lo negativo. Es decir, un razonamiento por enci­ma del binario. En cierto modo, un tercer ojo de la in­teligencia. Para expresar la visión de este tercer ojo, el lenguaje, que es un producto del binario (una conjuración, una limitación organizada), es insuficiente. Fort necesita, pues, utilizar adjetivos de dos caras, epítetos Jano: «real-irreal», «inmaterial-material», «soluble-insoluble».

Un amigo nuestro, un día que Bergier y yo almor­zábamos con él, inventó de los pies a la cabeza a un gra­ve profesor austríaco llamado Kreyssler, hijo del dueño de una posada de Magdeburgo, conocida por Los dos Hemisferios. Herr profesor Kreyssler, del que nos habló largo rato, había realizado un trabajo gigantes­co para la refundición del lenguaje occidental. Nues­tro amigo pensaba publicar en una revista seria un estu­dio sobre «el verbalismo de Kreyssler», lo cual habría sido un engaño muy útil. El caso fue que Kreyssler ha­bía intentado desatar el corsé del lenguaje, a fin de que éste pudiese respirar los estados intermedios olvidados por nuestra actual estructura mental. Pongamos un ejemplo. El retraso y el adelanto. ¿Cómo podría yo de­finir el retraso sobre el adelanto que pensaba hacer? No existe palabra para ello. Kreyssler proponía ésta: el arretraso. ¿Y el adelanto sobre el retraso que llevaba? El readelanto. Aquí sólo se trata de intermedios en el tiempo.

Pasemos ahora a los estados psicológicos. El amor y el odio. Si amo cobardemente, amándome sólo a mí mismo a través del otro, arrastrado de esta manera al odio, ¿puedo llamarlo amor? No es más que amodio. Si odio a mi enemigo, pero sin perder el hilo de la uni­dad de todos los seres, cumpliendo mi deber de enemigo, pero concillando odio y amor, ya no es odio, sino odamor. Pasemos a los intermedios fundamentales. ¿Qué es morir y qué es vivir? ¡Cuántos estados inter­medios existen que no queremos ver! Hay el movir, que no es vivir, sino sólo impedir la propia muerte. Y hay el vivir de veras a despecho del deber de morir, que es el vivir. Consideremos, finalmente, los estados de conciencia. ¡Cómo flota nuestra conciencia entre el dormir y el velar! ¡Cuántas veces mi conciencia no hace más que vemir, o sea pensarse que vela cuando se adormece! Dios quiere que, sabiéndose tan bien dis­puesta a dormir, procure velar, lo cual no es otra cosa que dorlar.

Nuestro amigo acababa de leer a Fort cuando nos obsequió con esta farsa genial: «En términos metafísicos —dice Fort—, entiendo que todo lo que común­mente se llama "existencia" y que yo llamo estado in­termedio, es una cuasiexistencia, ni real ni irreal, sino expresión de una tentativa que apunta a lo real o a la penetración de una existencia real.» Esta empresa no tiene precedentes en los tiempos modernos. Anuncia el gran cambio de estructura del espíritu que exigen a la actualidad los descubrimientos de ciertas realidades psicomatemáticas. Al nivel de la partícula, por ejemplo, el tiempo circula en los dos sentidos a la vez. Hay ecua­ciones que son a un tiempo verdaderas y falsas. La luz es a la vez continua y discontinua.

«Lo que llamamos Ser es el movimiento; todo mo­vimiento no es expresión de un equilibrio, sino de un ensayo de puesta en equilibrio, o del equilibrio no al­canzado. Y el simple hecho de ser se manifiesta en el in­termedio entre equilibrio y desequilibrio.» Esto data de 1919 y coincide con las reflexiones contemporáneas de un" físico biólogo como Jacques Ménétrier sobre la inversión de la entropía.

«Todos los fenómenos, en nuestro estado intermedio o cuasiestado, representan un intento de organiza­ción, de armonización, de individualización, es decir, una tentativa de alcanzar la realidad. Pero toda tentati­va es puesta en jaque por la continuidad o por las fuer­zas exteriores. Por los hechos excluidos, contiguos de los incluidos.» Esto rebasa una de las operaciones más abstractas de la física cuántica: la normalización de las funciones, operación que consiste en establecer la fun­ción describiendo un objeto físico de tal manera que haya una posibilidad de volver a encontrar este objeto en el Universo entero.

«Concibo todas las cosas como ocupando grada­ciones, etapas regulares entre la realidad y la irreali­dad.» Por esto le importa poco a Fort apoderarse de tal hecho o de tal otro para empezar a describir la totali­dad. Y, ¿por qué elegir un hecho tranquilizador para la razón, más que un hecho inquietante? ¿Por qué ex­cluir? Para calcular un círculo, se puede empezar no importa dónde. Señala, por ejemplo, la presencia de platillos volantes. He aquí un grupo de hechos a partir de los cuales se puede empezar a captar la totalidad. Pero, nos dice enseguida, «una tempestad de vincaper­vinca nos servirán exactamente igual».

«No soy realista. No soy idealista. Soy intermediarista.» Pero, ¿cómo hacernos entender, si atacamos la raíz de la comprensión, la base misma del espíritu? Por una aparente excentricidad, que es el lenguaje choque del genio realmente centralista: va tanto más lejos a buscar sus imágenes, cuanto que está seguro de volver­las a traer al punto fijo y profundo de su meditación. En cierta medida nuestro compadre Charles Hoy Fort procede a la manera de Rabelais. Arma una batahola de humor y de imágenes capaz de despertar a los muertos.

«Colecciono notas sobre todos los temas dotados de alguna diversidad, como las desviaciones de la concentricidad en el cráter lunar Copérnico, la súbita aparición de ingleses purpúreos, los meteoros estaciona­rios, o el brote repentino de cabellos en la cabeza calva de una momia. Sin embargo, mi mayor interés no recae sobre los hechos, sino sobre las relaciones entre los he­chos. He meditado mucho sobre las, por así decirlo, re­laciones que suelen llamarse coincidencias. ¿Y si las coincidencias no existieran?»

«En tiempos pasados, cuando yo era un picarón notablemente perverso, me condenaban a trabajar los sábados en la tienda paterna, donde debía rascar los marbetes de las latas de conservas de la competencia, y pegar en ellas las de mis padres. Un día en que se alzaba ante mí una verdadera pirámide de latas de frutas y le­gumbres, sólo me quedaban rótulos de melocotones. Los fui pegando a las latas de melocotón, hasta que lle­gué a los albaricoques. Y pensé: ¿Acaso los albaricoques no son melocotones? Y ciertas ciruelas, ¿no son albaricoques? En vista de lo cual, comencé concienzu­da o científicamente a pegar mis rótulos de melocotón en las latas de ciruelas, de cerezas, de judías y de guisan­tes. ¿Cuál era mi motivo? Hoy día, lo ignoro, pues aún no he decidido si era un sabio o un humorista.»

«Aparece una nueva estrella: ¿hasta qué punto di­fiere de ciertas gotas de origen desconocido que acaban de descubrir sobre un algodonal de Oklahoma?»

«En este momento tengo un ejemplar de mariposa particularmente ruidosa: una esfinge de calavera. Chilla como un ratón y el sonido me parece vocal. Se dice que la mariposa Kalima, semejante a una hoja muerta, imita a las hojas muertas. Pero la esfinge de calavera, ¿imi­ta acaso a las osamentas?»

«Si no hay diferencias positivas, no es posible defi­nir nada como positivamente diferente de otra cosa. ¿Qué es una casa? Una granja es una casa, a condición de que vivan en ella. Pero si la residencia constituye la esencia de una casa, más que el estilo arquitectónico, entonces un nido de pájaros es una casa. La ocupación humana no constituye un criterio, ya que los esquima­les tienen casas de hielo. Y así dos cosas tan positiva­mente diferentes como la Casa Blanca de Washington y la cáscara de un cangrejo ermitaño resultaban conti­guas.»

«Islas de coral blanco en un mar azul oscuro.

»Su apariencia definitiva, su apariencia de indivi­dualidad o la diferencia positiva que los separa, no son más que protección del mismo fondo oceánico. La di­ferencia entre tierra y mar no es positiva. En toda agua hay un poco de tierra, en toda tierra hay agua. De suer­te que todas las apariencias son falaces, ya que forman parte de un mismo espectro. Una pata de mesa no tiene nada de positivo; no es más que la proyección de algo. Y ninguno de nosotros es una persona, ya que física­mente somos contiguos de lo que nos rodea, ya que psíquicamente no nos llega más que la expresión de nuestras relaciones con todo lo que nos rodea.

»Mi posición es la siguiente: todas las cosas que pa­recen poseer una identidad individual no son más que islas, proyecciones de un continente submarino, y no tienen contornos reales.»

«Por belleza, designaría yo lo que parece completo. Lo incompleto o lo mutilado es totalmente feo. A la Ve­nus de Milo, un niño la encontraría fea. Si un espíritu puro la imagina completa, se convertirá en bella. Una mano concebida como mano puede parecer bella. Abandonada en un campo de batalla, deja de serlo. Pero todo lo que nos rodea es parte de una cosa que a su vez es parte de otra: en este mundo no hay nada bello; sólo las apariencias son intermedias entre la belleza y la fealdad. Sólo es completa la universalidad, sólo es bello el completo.»

El pensamiento profundo de nuestro maestro Fort es, pues, la unidad subyacente de todas las cosas y de todos los fenómenos. Ahora bien, el pensamiento civi­lizado de finales del siglo XIX pone paréntesis en todas partes, y nuestro modo de razonamiento, binario, no considera más que la dualidad. He aquí al locosabio del Bronx rebelándose contra la ciencia exclusivista de su tiempo, y también contra la estructura misma de nues­tra inteligencia. Encuentra necesaria otra forma de in­teligencia: una inteligencia en cierto modo mística, de­sesperada en presencia de la Totalidad. A partir de lo cual, sugerirá otros métodos de conocimiento. Para prepararnos a ello, procede por desgarrones, por esta­llidos de nuestros hábitos de pensar.

«Os enviaré a es­trellaros contra las puertas que se abren a otras cosas.»

Sin embargo, el señor Fort no es un idealista. Milita contra nuestra falta de realismo: negamos lo real cuan­do es fantástico. Fort no predica una nueva religión. Por el contrario, se apresura a levantar una barrera alre­dedor de su doctrina para impedir la entrada a los espí­ritus débiles. Está persuadido de que «todo está en todo», de que el Universo está contenido en un grano de arena. Pero esta certeza metafísica sólo puede brillar en el más alto nivel de la reflexión. No podría descen­der a nivel del ocultismo primitivo sin caer en la ridicu­lez. No podría permitir las locuras del pensamiento analógico, tan caro a los dudosos esotéricos que os ex­plican sin cesar una cosa por otra: la Biblia por los nú­meros, la última guerra por la Gran Pirámide, la revo­lución por los naipes, mi porvenir por los astros, y que ven señales de todo en todas partes. «Probablemente existe una relación entre una rosa y un hipopótamo; sin embargo, jamás se le ocurrirá a un joven ofrecer a su prometida un ramo de hipopótamos.» Mark Twain, denunciando el mismo vicio de razonamiento, declara­ba jocosamente que se puede explicar La canción de primavera por las Tablas de la Ley, puesto que Moisés y Mendelssohn son un mismo nombre: basta con susti­tuir Moisés por Mendelssohn. Y Charles Hoy Fort vuelve a la carga con esta caricatura:

«Se puede identifi­car un elefante a un girasol: los dos tienen un largo apéndice. No se puede distinguir un camello de un ca­cahuete, si sólo se tienen en cuenta las jorobas.»

Así es nuestro buen hombre, sólido y de saber alegre. Veamos ahora cómo su pensamiento toma un vuelo cósmico.

¿Y si la propia Tierra no fuese real más que como a tal? ¿Si no fuese más que algo intermedio en el Cosmos? Tal vez la Tierra no es en modo alguno independiente, y tal vez la vida sobre la Tierra no es independiente en modo alguno de otras vidas, de otras existencias en los espacios...

Cuarenta mil notas sobre las lluvias de todas clases caídas aquí abajo, invitaron desde hace tiempo a Char­les Hoy Fort a admitir la hipótesis de que la mayoría de ellas no son de origen terrestre.

«Propongo que se con­sidere la idea de que, más allá de nuestro mundo, hay otros continentes de los que caen objetos, igual que las pavesas de América son arrastradas sobre Europa.»

Digámoslo inmediatamente: Fort no es un inge­nuo. No lo cree todo. Sólo se subleva contra la costum­bre de negar apriori. No señala con el dedo a las verda­des: da puñetazos para demoler el edificio científico de su tiempo, constituido por verdades tan parciales que parecen errores. ¿Se ríe? Es que no comprende que el esfuerzo humano para adquirir el conocimiento no pueda nunca ser alegrado por la risa, que también es humana. ¿Inventa? ¿Sueña? ¿Exagera? ¿Es un Rabelais cósmico? Él lo reconoce:

«Este libro es una ficción, como los Viajes de Gulliver o El origen de las especies.» «Lluvias y nieve negras, copos de nieve negros como el azabache. Escoria de fundición cae del ciclo en el mar de Escocia. Se encuentra en tan gran cantidad que podría representar el rendimiento global de todas las fundiciones del mundo. Pienso en una isla próxima a una ruta comercial transoceánica. Podría recibir mu­chas veces al año los detritos procedentes de las naves de paso.»

¿Y por qué no restos o desperdicios de na­ves interestelares?

Lluvias de sustancia animal, de material gelatinoso, acompañadas de un fuerte olor a podrido

«¿Admitire­mos que en los espacios infinitos flotan vastas regiones viscosas y gelatinosas?»

¿Se trataría de cargamentos ali­menticios depositados en el cielo por los Grandes Via­jeros de otros mundos?

«Tengo la impresión de que, encima de nuestras cabezas, una región estacionaria, en la cual las fuerzas gravitatorias y meteorológicas terres­tres son relativamente inertes, recibe del exterior pro­ductos análogos a los nuestros.»

Lluvias de animales vivos: peces, ratas, tortugas. ¿Venidos de otra parte? En este caso, tal vez los seres humanos vinieron ancestralmente de otros mundos... A menos de que se trate de animales arrancados a la Tierra por huracanes o trombas y depositados en una región del espacio donde no actúa la gravitación, espe­cie de cámara frigorífica donde se conservan indefini­damente los objetos de estos raptos. Arrancados de la Tierra y cruzando la puerta que se abre al más allá, reu­nidos" en un supermar de los Sargazos celeste.

«Los ob­jetos arrancados por los huracanes pueden haber en­trado en una zona de suspensión situada encima de la Tierra, flotar uno tras otro largo tiempo, y caer al fin...»

«Tienen ustedes los datos; hagan con ellos lo que quie­ran...» «¿Adonde van las trombas, y de qué están hechas...?»

«Un supermar de los Sargazos: pavesas, de­tritos, viejos restos de naufragios interplanetarios, objetos arrojados al que llamamos espacio por las con­vulsiones de los planetas vecinos, reliquias de los tiem­pos de los Alejandros, los Césares y los Napoleones de Marte, de Júpiter y de Neptuno. Objetos elevados por nuestros ciclones: granjas y caballos, elefantes, moscas, pterodáctilos y moas, hojas de árboles recientes o de la edad carbonífera, todo tendiendo a desintegrarse en lo­dos o polvos homogéneos, rojos, negros o amarillos, tesoros para paleontólogos o arqueólogos, acumula­ciones de siglos, huracanes de Egipto, de Grecia, de Asiria...»

«Caen piedras con el rayo. Los campesinos creye­ron en los meteoritos, pero la Ciencia excluyó a los me­teoritos. Los campesinos creen en la piedra del rayo, la Ciencia excluye la piedra del rayo. Es inútil recalcar que los campesinos surcan el campo mientras los sabios se encierran en sus laboratorios.»

Piedras del rayo esculpidas. Piedras llenas de mar­cas, de señales. ¿Y si desde otros mundos intentasen de esta forma comunicarse con nosotros, o al menos con algunos de nosotros?

«¿Con una secta, acaso con una sociedad secreta, o tal vez con ciertos habitantes muy esotéricos de esta Tierra?»

Hay millares y millares de testimonios sobre estas tentativas de comunicación.

«Mi prolongada experiencia de la supresión y de la in­diferencia me inclinan a pensar, incluso antes de entrar en el tema, que los astrónomos han visto estos mundos, que los meteorólogos, los sabios y los observadores especializados los han percibido en muchas ocasiones. Pero que el Sistema ha excluido todos los datos.»

Recordemos una vez más que esto se escribía alrededor de 1910. Hoy, rusos y americanos construyen la­boratorios para el estudio de las señales que pudieran enviarnos de otros mundos.

¿Y si hubiésemos sido visitados en un pasado re­moto? ¿Y si fuese falsa la paleontología? ¿Y si las gran­des osamentas descubiertas por los sabios evolucionis­tas del siglo XIX hubiesen sido juntadas arbitrariamen­te? ¿Restos de seres gigantescos, o posibles visitantes de nuestro planeta? En el fondo, ¿quién nos obliga a creer en la fauna prehumana de que nos hablan los pa­leontólogos, que no saben de ello más que nosotros?

«Por muy optimista y crédulo que sea, cada vez que visito el Museo Americano de Historia Natural mi ci­nismo se impone en la sección "Fósiles". Osamentas gigantescas, reconstruidas de manera que sean "verosí­miles", como los dinosaurios. En el piso inferior, hay una reconstrucción del "dodo". Es una verdadera fic­ción, presentada como tal. Pero construida con tal amor, con una ansia tal de convencer...»

«¿Por qué, si fuimos visitados antaño, no lo somos ahora?

«Entreveo una respuesta sencilla e inmediatamente aceptable:

«¿Educaríamos, civilizaríamos, si pudiésemos, a los cerdos, a las ocas y a las vacas? ¿Obraríamos con pru­dencia si estableciésemos relaciones diplomáticas con la gallina que funciona para satisfacernos con su sentido absoluto de lo logrado?

»Creo que somos bienes inmuebles, accesorios, ga­nado.

»Pienso que pertenecemos a algo; que antaño la Tierra era una especie de no man's land que otros mun­dos exploraron, colonizaron y se disputaron entre ellos.'

«Actualmente, algo posee la Tierra y ha alejado de ella a todos los colonos. Nada se nos ha aparecido viniendo de más allá, tan abiertamente como Cristóbal Colón al desembarcar en San Salvador, o como Hudson al remontar el río que lleva su nombre. Pero, en cambio, presentaré pruebas convincentes de visitas subrepticias hechas al planeta de viajeros emisarios venidos tal vez de otro mundo y que se han empeñado en evitarnos.

»Para realizar esta tarea, tendré que descuidar a mi vez ciertos aspectos de la realidad. Me parece difícil, por ejemplo, abarcar en un solo libro los posibles usos de la Humanidad para un modo distinto de existencia, o incluso justificar la ilusión halagadora de que pode­mos ser útiles para algo. Los cerdos, las ocas y las vacas deben descubrir primero que son poseídos, para preo­cuparse después de saber por qué se los posee... Acaso somos utilizables, tal vez se ha celebrado ya un conve­nio entre varías partes interesadas: algo tiene sobre no­sotros un derecho legal, después de haber pagado, para obtenerlo, el equivalente de las baratijas que le exigía nuestro propietario anterior. Y esta transacción es co­nocida desde hace muchos siglos por algunos de noso­tros, dirigentes de un culto o de una orden secreta cuyos miembros, a la manera de esclavos distinguidos, nos dirigen de acuerdo con las instrucciones recibidas y nos empujan hacia nuestras misteriosas funciones.

»En otros tiempos, mucho antes de que se estable­ciese la posesión legal, los habitantes de una multitud de universos aterrizaron en nuestro mundo; saltaron, vola­ron, navegaron o anduvieron al garete por él, empujados a nuestras orillas o atraídos por ellas, aisladamente o en grupos, visitándonos ocasional o periódicamente, por razones de caza, de trueque o de prospección, o tal vez incluso para llenar sus haRenés. Fundaron en nuestro mundo sus colonias, y se perdieron o tuvieron que mar­char. Pueblos civilizados o primitivos, seres o cosas, for­mas blancas, negras o amarillas.»

No estamos solos, la Tierra no está sola, «todos so­mos insectos y ratones, y sólo expresiones distintas de un gran queso universal del que percibimos vagamente las fermentaciones y el olor». Hay otros mundos detrás del nuestro, otras vidas detrás de lo que nosotros lla­mamos vida. Hay que abolir los paréntesis del exclusi­vismo para abrir la hipótesis de la Unidad fantástica. Y no importa que nos equivoquemos, dibujando, por ejemplo, un mapa de América en el cual el Hudson conduzca directamente a la Siberia: lo esencial, en este momento de renacimiento del espíritu y de los méto­dos de conocimiento, es que tengamos la convicción de que hay que volver a dibujar los mapas, de que el mun­do no es lo que creíamos que era, y de que noso­tros mismos debemos transformarnos, en el seno de nuestra propia conciencia, en algo distinto de lo que éramos.

Otros mundos se comunican con la Tierra. Tene­mos pruebas de ello. Tal vez las que creemos ver no son las buenas. Pero las hay. ¿Son pruebas las señales de ventosas en los montes? Lo ignoramos. Pero ellas des­pertaron nuestro espíritu, poniéndolo en condiciones de hallar otras mejores.

«Estas señales parecen simbolizar la comunicación.»

Pero no los medios de comunicación entre los ha­bitantes de la Tierra. Tengo la impresión de que una fuerza exterior ha marcado con símbolos las rocas de la Tierra, y lo ha hecho desde muy lejos. No creo que las señales de ventosas sean comunicaciones inscritas en­tre diversos habitantes de la Tierra, porque parece ina­ceptable que los habitantes de la China, de Escocia y de América hayan concebido todos el mismo sistema. Las señales de ventosas son una serie de impresiones sóbrelas rocas y que hacen pensar irresistiblemente en las ventosas. A veces aparecen rodeadas de un círculo y otras de un simple semicírculo. Se encuentran virtualmente en todas partes, en Inglaterra, en Francia, en América, en Argelia, en el Caucase y en Palestina; en to­das partes salvo, acaso, en el Gran Norte. En China, los acantilados están sembrados de ellas. En un can­til próximo al lago de Como existe un laberinto de es­tas marcas. En Italia, en España, y en la India, se en­cuentran en cantidades increíbles. Supongamos que una fuerza análoga, digamos, a la fuerza eléctrica, pue­de marcar las rocas desde lejos, como el selenio puede ser marcado, a centenares de kilómetros, por los te­lefotógrafos; pero yo soy hombre de pensamientos dobles.

«Exploradores perdidos, venidos de alguna parte. Desde esta parte, se intenta comunicar con ellos, y una lluvia de mensajes cae sobre la Tierra, en la esperanza de que algunos de ellos marquen las rocas en lugar próximo a los exploradores extraviados. También es posible que en algún lugar de la Tierra exista una super­ficie rocosa de un género muy especial, un receptor, una construcción polar o una colina abrupta y cónica, en la cual, desde hace siglos, se inscriben los mensajes de otro mundo. Pero a veces estos mensajes se pierden y marcan paredes situadas a millares de kilómetros del receptor. Acaso las fuerzas disimuladas detrás de la Historia de la Tierra han dejado en las rocas de Palesti­na, de Inglaterra, de China y de la India archivos que serán un día descifrados, o instrucciones mal dirigidas a las órdenes esotéricas, a los francmasones y a los jesuitas del espacio.»

Ninguna imagen es demasiado loca, ninguna hipó­tesis, demasiado audaz: catapultas para hundir la forta­leza. Hay máquinas volantes, hay exploradores en el espacio. ¿Y si, de paso, se llevaran, para estudiarlos, al­gunos organismos vivos de aquí abajo?

«Yo creo que nos pescan. ¿Y si fuésemos un manjar exquisito para los supergourmets de esferas superiores? Me entusiasma pensar que, a fin de cuentas, yo pueda ser útil para algo. Tengo la seguridad de que muchas redes se han arrastrado por nuestra atmósfera y han sido tomadas por trombas o huracanes. Creo que nos pescan, pero esto sólo lo digo de pasada...»

Ya hemos alcanzado las profundidades de lo inad­misible, murmura con tranquila satisfacción nuestro padrecito Charles Hoy Fort. Se quita la visera verde, se frota los hinchados ojos cansados, se alisa el bigote de foca y se va a la cocina, para asegurarse de que su buena esposa, Anna, al cocer las judías coloradas de la cena, no prenda fuego a la barraca, a los cartones, a las fichas, al museo de la coincidencia, al conservatorio de lo im­probable, al salón de los artistas celestes, a la oficina de los objetos caídos, a la biblioteca de los otros mundos, a la catedral de San Masallá, el resplandeciente, el fabu­loso disfraz de Locura que viste la Sabiduría.

Anna, querida, apaga de una vez tu hornillo. Buen provecho, señor Fort.

II

Una, hipótesis para la hoguera. — Donde el clérigo y el biólogo hacen payasadas. — Se necesita un Copérnico de la antropología. — Muchos blancos en todos los ma­pas. — El doctor Fortune no es curioso. — El miste­rio del platino fundido. — Cuerdas que son libros. — El árbol y el teléfono. — Un relativismo cultural. — Y ahora, ¡una buena historieta!

Acción militante para la mayor apertura posible del espíritu, iniciación a la conciencia cósmica, la obra de Charles Hoy Fort inspirará directamente al más gran198 de poeta de los universos paralelos, H. P. Lovecraft, padre de lo que se ha convenido en llamar ciencia fic­ción y que se nos presenta en realidad, al mismo nivel de las diez o quince obras maestras del género, algo así como la Ilíada y la Odisea de la civilización en marcha. Hasta cierto punto, el espíritu de Charles Hoy Fort inspira también nuestro trabajo. Nosotros no lo cree­mos todo. Pero creemos que todo merece ser examina­do. A veces el estudio de los hechos conduce a la más amplia expresión de los hechos verdaderos. No se pue­de alcanzar algo completo practicando la omisión. Como Fort, nos esforzamos en reparar un cierto nú­mero de omisiones y aceptamos nuestra parte en el riesgo de ser tenidos por locos. Otros cuidarán de des­cubrir las buenas pistas de nuestra selva salvaje.

Fort estudiaba todo lo que, aparentemente, había caído del cielo. Nosotros estudiamos las huellas, más o menos probables, que algunas civilizaciones desapa­recidas hayan podido dejar sobre la Tierra. Y ello sin excluir ninguna hipótesis: civilización atómica muy an­terior a lo que llamamos prehistoria, enseñanza proce­dente de habitantes de Fuera, etc. Como el estudio científico del pasado remoto de la Humanidad apenas ha empezado y reina en él la mayor confusión, estas hi­pótesis no son más inverosímiles ni están menos fun­dadas que las corrientemente admitidas. Lo importan­te, para nosotros, es dar a la cuestión un máximo de amplitud.

No vamos a proponer una tesis sobre las civiliza­ciones desaparecidas. Vamos sólo a proponer a ustedes que consideren el problema siguiendo un nuevo méto­do: no inquisitorial.

Según el método clásico, hay dos clases de hechos: los condenados y los otros. Por ejemplo, las descrip­ciones de ingenios volantes en textos antiquísimos, el empleo de fuerzas parapsicológicas entre los «primitivos» o la presencia de níquel en monedas del año 235 a.C.[32], son hechos condenados. Excluidos. Estudio negado. Hay dos clases de hipótesis: las molestas y las otras. Los frescos descubiertos en la gruta de Tassili, en el Sahara, representan principalmente personajes toca­dos con cascos de largos cuernos, de donde parten unos cohetes dibujados a base de millares de puntitos. Se dice que son granos de trigo, testimonio de una civili­zación campesina. Bien, pero nada lo prueba. ¿Y si se tratase de la representación de campos magnéticos? ¡Horror! ¡Espantosa hipótesis! ¡Brujería! ¡La camisa de azufre! ¡A la hoguera! Llevado al extremo, el mé­todo clásico, al que llamamos inquisitorial, conduce a resultados como el siguiente:

Un clérigo indio, el reverendo Pravanananvanda, y un biólogo americano, el doctor Strauss, de la «John Hopkins University», acaban de identificar al abomi­nable hombre de las nieves. Se trata pura y simplemen­te del oso pardo del Himalaya. Ninguno de los dos competentes sabios ha visto al animal. Pero declaran: «como nuestra hipótesis es la única que no es fantásti­ca, debe de ser la buena». Se faltaría, pues, al espíritu científico, prosiguiendo vanas investigaciones. ¡Gloria al reverendo y al doctor! Sólo falta que comuniquen al yeti que es el oso pardo del Himalaya.

Nuestro método, consecuente con nuestra época (comparable en varios aspectos con el Renacimiento), descansa sobre el principio de tolerancia. Se acabó la Inquisición. Nos negamos a excluir hechos y a rechazar hipótesis. Triar lentejas es una acción útil, pues las piedrecitas no son comestibles. Pero nada prueba que cier­tas hipótesis excluidas y ciertos hechos condenados no sean alimenticios. No trabajamos para los débiles ni para los alérgicos, sino para todos aquellos que, según se dice, tienen estómago.

Estamos persuadidos de que, en el estudio de las civilizaciones pasadas, hay numerosas denegaciones de prueba, exclusiones a priori, ejecuciones inquisito­riales. Las ciencias humanas han progresado menos que las ciencias físicas y químicas, y el espíritu positi­vista del siglo XIX impera aún como dueño, tanto más exigente cuanto que siente acercarse la muerte.

La antropología espera su Copérnico. Antes de Copérnico, la Tierra era el centro del Universo. Para la antropología clásica, nuestra civilización es el centro de todo pensamiento humano, en el espacio y en el tiem­po. Compadezcámonos del pobre primitivo, sumido en las tinieblas de la mentalidad prelógica. Quinientos años nos separan de la Edad Media y sólo empezamos a defenderla de la acusación de oscurantismo. El siglo de Luis XV prepara la Europa moderna, y son precisos los recientes trabajos de Pierre Gaxotte para que deje de considerarse aquel siglo como una barrera de egoísmo levantada contra el movimiento de la Historia. Nuestra civilización, como todas las otras, es una conjuración.

El ramo de oro, de Sir James Frazer, es una obra vo­luminosa y que pesa. En ella se recoge el folklore de to­dos los países. Ni un instante ha pasado por las mientes de Sir Frazer que pudiese tratarse de algo más que de curiosas supersticiones y costumbres pintorescas. Los salvajes atacados de enfermedades infecciosas comen el hongo penicillum notatum; es que buscan, por magia imitativa, aumentar su potencia ingiriendo aquel sím­bolo fálico. También el empleo de la digitalina es una superstición. La ciencia de los antibióticos, las opera­ciones en estado hipnótico, la obtención de lluvia artifi­cial mediante la dispersión de sales de plata, por ejem­plo, deberían ser causa de que empezasen a suprimirse ciertas prácticas «primitivas» del capítulo de «genuidades».

Sir Frazer, con la seguridad absoluta de pertenecer a la única civilización digna de este nombre, se niega a considerar que puedan existir técnicas reales, aunque de un orden distinto de las nuestras, entre los hombres «inferiores», y su Ramo de oro se parece a los mapas del mundo diseñados por iluminadores que no conocían más que el Mediterráneo: tapaban los blancos con di­bujos e inscripciones: «País de los Dragones», «Isla de los Centauros...» Por otra parte, ¿no se apresura acaso el siglo XIX, en todos los terrenos, a disfrazar todos los blancos de todos los mapas, e incluso los geográficos? Hay en el Brasil, entre el río Tapajós y el río Xingú, una tierra desconocida, tan vasta como Bélgica. Nin­gún explorador ha llegado hasta El Yafri, la ciudad pro­hibida de Arabia. Un día de 1943, una división japone­sa armada desapareció sin dejar rastro en Nueva Guinea.

Y, si las dos potencias que se reparten el mundo lle­gan a entenderse, el verdadero mapa del planeta nos re­servará algunas sorpresas. Desde la existencia de la bomba «H», los militares están realizando en secreto un censo de las cavernas: laberinto subterráneo ex­traordinario en Suecia, subsuelo de Virginia y de Che­coslovaquia, un lago escondido bajo las Baleares... Blancos en el mundo físico, blancos en el mundo hu­mano. Aún no lo sabemos todo sobre las fuerzas del hombre, sobre los recursos de su inteligencia y de su psiquismo, y hemos inventado islas de Centauros y países de los Dragones: mentalidad prelógica, supersti­ciosa, folklore, magia imitativa.

Hipótesis: otras civilizaciones pudieron ir infinita­mente más lejos que nosotros en la exploración de las fuerzas parapsicológicas.

Respuesta: no hay fuerzas parapsicológicas.

Lavoiser declaró que no había meteoritos al decla­rar: «No pueden caer piedras del cielo, porque en el cielo no hay piedras.» Simón Newcomb demostró que los aviones no podían volar, porque es imposible una aeronave más pesada que el aire.

El doctor Fortune se va a Nueva Guinea a estudiar a los dobúes. Es un pueblo de magos, con la particulari­dad de que creen que sus técnicas mágicas sirven en to­das partes y para todos. Cuando el doctor Fortune em­prende el regreso, nm indígena le obsequia con un sortilegio que permite hacerse invisible a los demás.

«Yo me he servido de él a menudo para robar un cerdo asado a la luz del día. Siga bien mis recomendaciones y podrá birlar todo lo que quiera en las tiendas de Sidney.»

«Naturalmente —dice el doctor Fortune—, ja­más lo he probado.»

Recuerden ahora a nuestro amigo Charles Hoy Fort:

«En la topografía de la inteligencia, se podría definir el conocimiento como la ignorancia envuelta en risas.»

Sin embargo, está en vías de crearse una nueva es­cuela de antropología, y M. Lévi Strauss no vacila en le­vantar gran polvareda declarando que los negritos están probablemente más fuertes que nosotros en materia de psicoterapia. Adelantado de esta nueva escuela, el ame­ricano William Seabrook, al terminar la primera gran guerra, partió para Haití, con el fin de estudiar el culto vudú. No hay que mirar desde el exterior, sino vivir esta magia, entrar sin prevenciones en este otro mundo. Paul Morand escribe magníficamente de Seabrook:[33]

Seabrook es tal vez el único blanco de nuestra épo­ca que ha recibido el bautismo de sangre. Lo ha recibi­do sin escepticismo ni fanatismo. Su actitud frente al misterio es la de un hombre de nuestros días. La ciencia de los diez últimos años nos ha llevado al borde del in­finito: de ahora en adelante, todo puede ocurrir: viajes interplanetarios, descubrimiento de la cuarta dimen­sión, T.S.H. con el cielo. Hay que reconocernos esta superioridad sobre nuestros padres: ahora estamos dis­puestos a todo, menos crédulos y más creyentes. Cuan­to más nos remontamos hacia el origen del mundo, más penetramos en los pueblos primitivos y más descubri­mos que sus secretos tradicionales coinciden con las in­vestigaciones actuales. Desde hace poco se considera a la Vía Láctea como generadora de mundos estelares: ahora bien, los aztecas lo habían afirmado expresamen­te y nadie les creyó. Los salvajes conservaron lo que la ciencia ha vuelto a encontrar. Creyeron en la unidad de la materia mucho antes de que se aislara el átomo de hi­drógeno. Creyeron en el árbol-hombre y en el hierro-hombre mucho antes que Sir J. C. Bose midiera la sen­sibilidad de los vegetales y envenenara el metal con veneno de cobra. «La fe humana —dice Huxley en En­sayos de un biólogo— se ha desarrollado pasando del Espíritu a los espíritus, de los espíritus a los dioses, y de los dioses a Dios.» Se podría añadir que «desde Dios, volvemos al Espíritu».

Pero, para descubrir que los secretos tradicionales de los «primitivos», coinciden con nuestras investi­gaciones actuales, haría falta que se estableciese una co­municación entre la antropología y las ciencias físicas, químicas y matemáticas recientes. El viajero simple­mente curioso, inteligente y de formación histórico-literaria, está expuesto a pasar de largo junto a las obser­vaciones más importantes La exploración no ha sido hasta hoy más que una rama de la literatura, un lujo de la actividad subjetiva. Cuando sea otra cosa, tal vez percibiremos la existencia de civilizaciones dotadas de equipos técnicos tan considerables como los nuestros, aunque diferentes.

J. Alden Masón, antropólogo eminente y muy ofi­cial, afirma, y de ello da referencias debidamente com­probadas, que se han encontrado ornamentos de plati­no fundido en la altiplanicie peruana. Ahora bien, el platino se funde a la temperatura de 1.730 grados y, para trabajarlo, hay que valerse de una técnica parecida a la nuestra.1 El profesor Masón comprende la dificul­tad: por consiguiente, supone que tales ornamentos fueron fabricados por medio de polvo obtenido por cocción y no fundiéndolos. Esta suposición revela una verdadera ignorancia de la metalurgia. Diez minutos de consulta del Traite des Poudres Frittées, de Schwartzkopf, le hubiesen demostrado que la hipótesis era ab­surda. ¿Por qué no consultar a los especialistas de otras disciplinas? Todo el proceso de la antropología está en esto. Con la misma inocencia, el profesor Masón ase­gura que, en la más antigua civilización del Perú, se en­cuentra la soldadura de los metales a base de resina y de sales metálicas fundidas. Parece escapársele la circuns­tancia de que esta técnica se encuentra en la base de la electrónica y forma parte de tecnologías exclusivamen­te perfeccionadas. No queremos alardear de conoci1. Otros misterios de la historia de la técnica:

El método de análisis espectral ha sido recientemente utilizado por el Instituto de Física aplicada de la Academia de Ciencias china para estudiar un cinturón con ornamentos aplicados, de 1.600 años de antigüedad, y que se encontró enterrado entre muchos otros ob­jetos en la tumba del famoso general de los Tsin del Oeste; Chu Chi, contemporáneo de la caída del Imperio romano (265-316 d.C.). Re­sultó que el metal del cinturón estaba compuesto de un 85% de alu­minio, un 10% de cobre y un 5% de manganeso. Ahora bien, aun­que el aluminio abunde mucho en la Tierra, resulta difícil de obtener. El procedimiento electrolítico que hasta ahora es el único conocido para la extracción del aluminio de la bauxita, no se desa­rrolló hasta después de 1808; sin embargo, que unos artesanos chi­nos hayan sido capaces de extraer aluminio de una bauxita, hace 1.600 años, constituye un importante descubrimiento en la historia mundial de la metalurgia (Horízons, n.° 89, octubre de 1958.)

mientes, pero encontramos aquí la necesidad de «la información concomitante», tan agudamente presentida por Charles Hoy Fort.

A despecho de su prudentísima actitud, el profesor John Alden Masón, Curator Emeritus del Museo de Antigüedades Americanas de la Universidad de Pensilvania, en su obra The Ancient Civilization ofPem, abre una puerta al realismo fantástico cuando habla de los quipos. Los quipos son cuerdas que presentan nudos complicados. Se encuentran entre los incas y los preincas. Se supone que se trata de un medio de escritura, que servía para expresar ideas o grupos de ideas abs­tractas. Uno de los mejores especialistas en el estudio de los quipos, Nordenskióld, ve en ellos cálculos ma­temáticos, horóscopos, diversos métodos de previ­sión del porvenir. El problema es capital: pueden exis­tir medios de registro de pensamiento distintos de la escritura.

Pero vayamos más lejos: el nudo, base de los qui­pos, es considerado por los matemáticos modernos como uno de los más grandes misterios. Sólo es posible en un número impar de dimensiones; es posible en el plano y en los espacios superiores pares: 4, 6, 2 dimen­siones; y los topólogos sólo han conseguido estudiar los nudos más simples. No es, pues, improbable que en los quipos se hallen inscritos conocimientos que no­sotros aún no poseemos.

Otro ejemplo: la reflexión moderna sobre la natu­raleza del conocimiento y las estructuras del espíritu podría enriquecerse por el estudio del lenguaje de los indios hopis de la América Central. Su lengua se presta más que la nuestra a las ciencias exactas. No se compo­ne de palabras-verbos y de palabras-nombres, sino de palabras-acontecimientos, las cuales se adaptan así más estrechamente al continuo de espacio-tiempo en que sabemos ahora que vivimos. Más aún, la palabra acontecimiento tiene tres modos: certidumbre, probabili­dad, imaginación. En vez de decir: un hombre cruzaba el río en canoa, el hopi empleaba el grupo hombre-río-canoa, en una de tres combinaciones diferentes, según se trate de un hecho observado por el narrador, conta­do por otro o soñado.

El hombre realmente moderno, en el sentido que da a esta palabra Paul Morand, y que le damos nosotros mismos, descubre que la inteligencia es una, bajo es­tructuras diferentes, de la misma manera que la necesi­dad de vivir bajo techado es una, manifestada en mil arquitecturas. Y descubre que la naturaleza del conoci­miento es múltiple, como la Naturaleza misma.

Es posible que nuestra civilización sea el resultado de un prolongado esfuerzo para obtener de la máquina poderes que el hombre antiguo poseía: comunicarse a distancia, elevarse en el aire, liberar la energía de la ma­teria, anular el peso, etc. También es posible que, al lle­gar al extremo de nuestros descubrimientos, advirta­mos que aquellos poderes pueden manejarse con un equipo tan reducido que la palabra «máquina» cam­biará de sentido. Habremos ido, en este caso, del espí­ritu a la máquina y de la máquina al espíritu, y algu­nas civilizaciones remotas nos lo parecerán mucho menos.

En su discurso de recepción en la Universidad de Oxford, en 1946, Jean Cocteau refirió esta anécdota:

«Mi amigo Pobers, catedrático de parapsicología de Utrecht, fue enviado a las Antillas Con la misión de es­tudiar el papel de la telepatía, muy frecuente entre los hombres sencillos. Cuando una mujer quiere comuni­car con el marido o el hijo, que han ido a la ciudad, se dirige a un árbol, y el marido o el hijo le traen lo que les ha pedido. Un día asistió Pobers a este fenómeno y le preguntó a la campesina por qué se servía de un árbol; su respuesta fue sorprendente y capaz de resolver todo el problema moderno de nuestros instintos atrofiados por las máquinas, a las cuales se confía el hombre. He aquí, pues, la pregunta: ¿Por qué se dirige usted a un ár­bol? Y he aquí la respuesta: Porque soy pobre. Si fuese rica, tendría teléfono.»

Los electroencefalogramas de yoguis en éxtasis muestran curvas que no corresponden a ninguna de las actividades cerebrales que nos son conocidas en estado de vigilia y de sueño. En el mapa del espíritu civilizado hay muchos blancos iluminados: precognición, intui­ción, telepatía, genio, etcétera. El día en que se realice de veras la exploración de estas regiones, el día en que se abran caminos a través de los diversos estados de conciencia desconocidos de nuestra psicología clásica, tal vez el estudio de las civilizaciones antiguas y de los pueblos llamados primitivos revelará verdaderas tec­nologías y aspectos esenciales del conocimiento. Al centralismo cultural sucederá un relativismo que nos hará ver la historia de la Humanidad bajo una luz nueva y fantástica. El progreso no consiste en refor­zar los paréntesis, sino en multiplicar los guiones de unión.

Antes de proseguir, y para distraerles un poco, qui­siéramos que leyesen una historieta que encontramos deliciosa. Es de Arthur C. Clarke, buen filósofo, a nues­tro entender. La hemos traducido para ustedes. Calma, pues, ¡y paso a las puerilidades explosivas!

III

LOS NUEVE MIL MILLONES DE NOMBRES DE DIOS

por Arthur C. Clarke

El doctor Wagner se contuvo haciendo un esfuer­zo. La cosa tenía mérito. Después dijo:

—Su pedido es un poco desconcertante. Que yo sepa, es la primera vez que un monasterio tibetano encar­ga una máquina de calcular electrónica. No quisiera pa­recer curioso, pero estaba lejos de pensar que un estable­cimiento de esta naturaleza tuviese necesidad de aquella máquina. ¿Puedo preguntarle qué piensa hacer con ella? El lama se ajustó los faldones de su túnica de seda y dejó sobre la mesa la regla de cálculo con la que acaba­ba de hacer la conversión de libras en dólares.

—Con mucho gusto. Su calculadora electrónica tipo cinco puede hacer, si su catálogo no miente, todas las operaciones matemáticas hasta diez decimales. Sin em­bargo, me interesan letras y no números. Tendría que pe­dirles que modificasen el circuito de salida, de modo que imprimiese letras en vez de columnas de cifras.

—No acabo de comprender...

—Desde la fundación de nuestro monasterio, hace más de tres siglos, nos hemos venido consagrando a cierta labor. Es un trabajo que acaso le parezca extraño, y por ello le pido que me escuche con espíritu abierto.

—De acuerdo.

—Es sencillo. Estamos redactando la lista de todos los nombres posibles de Dios.

—¿Cómo?

El lama prosiguió, imperturbable:

—Tenemos excelentes razones para creer que to­dos estos nombres requieren, como máximo, nueve le­tras de nuestro alfabeto.

—¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?

—Sí. Y hemos calculado que necesitaríamos quince mil años para completar nuestra tarea.

El doctor lanzó un silbido ahogado, como si estu­viera un poco aturdido.

—O.K. Ahora comprendo por qué quiere usted al­quilar una de nuestras máquinas. Pero, ¿cuál es el obje­to de la operación?

El lama vaciló una fracción de segundo, y Wagner temió haber molestado a aquel singular cliente que aca­baba de hacer el viaje de Lhassa a Nueva York con una regla de calcular y el catálogo de la Compañía de Cal­culadoras Electrónicas en el bolsillo de su túnica de co­lor azafrán.

—Puede llamarlo ritual si así lo quiere —respondió el lama—, pero tiene una gran importancia en nuestra fe. Los nombres del Ser Supremo, Dios, Júpiter, Jehová, Alá, etc., no son más que rótulos escritos por los hombres. Consideraciones filosóficas demasiado com­plejas para que se las exponga ahora nos han dado la certidumbre de que, entre todas las permutaciones y combinaciones posibles de letras, se encuentran los verdaderos nombres de Dios. Pues bien, nuestro objeto consiste en encontrarlos y escribirlos todos.

—Ya comprendo. Han empezado ustedes con A.A.A.A.A.A.A.A.A. y terminarán con Z.Z.Z.Z.Z.Z.

z.z.z.

—Con la diferencia de que utilizamos nuestro alfa­beto. Desde luego, supongo que les será fácil modificar la máquina de escribir electrónica adaptándola a nues­tro alfabeto. Pero hay otro problema más interesante, la disposición de circuitos especiales que eliminen las combinaciones inútiles. Por ejemplo, ninguna de las letras debe aparecer más de tres veces sucesivamente.

—¿Tres? Querrá decir dos.

—No. Tres. Pero la explicación detallada requeriría demasiado tiempo, aunque comprendiera usted nuestra lengua.

Wagner dijo, precipitadamente:

—Claro, claro. Prosiga.

—Le será fácil adaptar su calculadora automática para lograr este punto. Convenientemente dispuesta, una máquina de este tipo puede permutar las letras unas tras otras e imprimir el resultado. De esta manera —concluyó el lama tranquilamente—, lograremos en cien días lo que nos habría costado quince mil años más.

El doctor Wagner creyó perder el sentido de la rea­lidad. Las luces y los ruidos de Nueva York parecían esfumarse al llegar a las ventanas del building. Allá, a lo lejos, en su remoto asilo montañoso, los monjes tibetanos componían desde hacía trescientos años, genera­ción tras generación, su lista de nombres desprovistos de sentido... ¿Acaso la locura de los hombres no tenía un límite? Pero el doctor Wagner no debía manifestar sus pensamientos. El cliente tiene siempre razón... Respondió:

—No cabe duda de que podemos modificar la má­quina tipo cinco de manera que imprima las listas como usted desea. Me preocupa más la instalación y el mane­jo. Además no será fácil transportarla al Tíbet.

—Esto puede arreglarse. Las piezas sueltas son lo bastante pequeñas para que puedan transportarse en avión. Por esto hemos escogido la máquina de ustedes. Envíen las piezas a la India, y nosotros nos encargare­mos de lo demás.

—¿Desean los servicios de dos de nuestros inge­nieros?

—Sí, para montar la máquina y vigilarla los cien días.

—Enviaré una nota a la dirección de personal —dijo Wagner, escribiendo en un bloc—. Pero aún hay dos cuestiones más que resolver...

Antes de que pudiese terminar la frase, el lama ha­bía sacado del bolsillo una hojita de papel.

—Aquí tiene el estado, certificado, de mi cuenta en el Banco Asiático.

—Muchas gracias. Perfectamente... Pero, si me per­mite, hay otra cuestión, tan elemental que casi no me atrevo a mencionarla. A menudo ocurre que se olvidan las cosas más evidentes... ¿Disponen de energía eléctrica?

—Tenemos un generador Diesel eléctrico de cin­cuenta kilovatios y ciento diez voltios. Fue instalado hace cinco años y funciona bien. Nos facilita la vida en el monasterio. Lo compramos principalmente para ha­cer girar los molinos de oración.

—Ah, ya. Naturalmente. Hubiese debido pen­sarlo...

La vista, desde el parapeto, producía vértigo. Pero uno se acostumbra a todo.

Tres meses habían transcurrido, y a Georges Hanley no le impresionaban ya los seiscientos metros de caída vertical que separaban el monasterio de los cam­pos cuadriculados del llano. Apoyado en las piedras re­dondeadas por el viento, el ingeniero contemplaba con ojos cansinos las montañas lejanas cuyos nombres ig­noraba. «La operación nombre de Dios», según la ha­bía bautizado un humorista de la Compañía, era sin duda el trabajo más desconcertante en que jamás hu­biera participado.

Semana tras semana, la máquina tipo cinco modifi­cada había llenado miles y miles de hojas con sus ins­cripciones absurdas. Paciente e inexorable, la máquina calculadora había agrupado las letras del alfabeto tibetano en todas las combinaciones posibles, agotando una serie tras otra. Los monjes recortaban ciertas pala­bras al salir de la máquina de escribir eléctrica y las pe­gaban devotamente en unos enormes registros. Dentro de una semana, su trabajo habría terminado.

Hanley ignoraba qué cálculos oscuros los habían llevado a la conclusión de que no hacía falta estudiar conjuntos de diez, de veinte, de cien o mil letras, y no tenía ningún empeño en saberlo. En sus pesadillas so­ñaba algunas veces que el gran lama decidía brusca­mente complicar un poco más la operación y que había que proseguir el trabajo hasta el año 2060. El hombre parecía muy capaz de una cosa así.

Crujió la pesada puerta de madera. Chuk se reunió con él en la terraza. Chuk estaba fumando un cigarro, como de costumbre. Se había hecho popular entre los la­mas repartiéndoles habanos. «Aquellos individuos po­dían estar completamente desquiciados —pensó Han­ley—, pero no tenían nada de puritanos.» Las frecuentes excursiones al pueblo no habían carecido de interés.

—Escucha, Georges —dijo Chuk—, estoy preocu­pado.

—¿Se ha estropeado la máquina?

—No.

Chuk se sentó en el parapeto. Fue algo sorprenden­te, pues, de ordinario, temía el vértigo.

—Acabo de descubrir el objeto de la operación.

—¡Pero si ya lo sabíamos!

—Sabíamos lo que querían hacer los monjes, pero ignorábamos el porqué.

—¡Bah! Están chalados...

—Escucha, Georges, el anciano acaba de explicár­melo. Piensan que cuando se hayan escrito todos estos nombres (que, según ellos, son unos nueve mil millo­nes), se habrá alcanzado el divino designio. La raza humana habrá cumplido la misión para la que fue creada.

—Y después, ¿qué? ¿Esperan, acaso, que nos suici­demos?

—Sería inútil. Cuando la lista esté terminada, inter­vendrá Dios, y todo habrá acabado.

—¿Se acabará el mundo?

Chuk lanzó una risita nerviosa.

—Esto es lo mismo que le he dicho al anciano. En­tonces él me ha mirado de un modo extraño, como el maestro a un discípulo particularmente lerdo, y me ha dicho: «¡Oh, no será una cosa tan insignificante!»

Georges reflexionó un momento.

—Es un tipo que, por lo visto, tiene grandes ideas —dijo—, pero no veo que cambie nada la situación. Ya habíamos convenido en que están locos.

—Sí. Pero, ¿no te das cuenta de lo que puede ocu­rrir? Si, terminadas las listas, no suenan las trompetas del ángel Gabriel, en su versión tibetana, pueden pen­sar que es por culpa nuestra. A fin de cuentas, utilizan nuestra máquina. No me gusta esto...

—Comprendo... —dijo Georges, muy despacio—, pero ya he visto otros casos parecidos. Cuando yo era pequeñín, hubo en Luisiana un predicador que anunció el fin del mundo para el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron. Incluso algunas se vendieron sus casas. Pero nadie se encolerizó cuando pasó el do­mingo. La mayoría pensó que había sido sólo un pe­queño error de cálculo, y muchos de ellos siguen cre­yendo igual.

—Para el caso de que no lo hayas notado, debo ad­vertirte que no estamos en Luisiana. Estamos solos, los dos, entre centenares de monjes. Son muy simpáticos, pero preferiría hallarme lejos cuando el viejo lama se dé cuenta del fracaso de la operación.

—Hay una solución: un pequeño sabotaje inofensi­vo. El avión llega dentro de una semana, y la máquina acabará su trabajo en cuatro días, a razón de veinticuatro horas por día. Sólo tenemos que hacer una repara­ción que dure tres o cuatro días. Si calculamos bien el tiempo, podemos hallarnos en el aeropuerto cuando salga de la máquina la última palabra.

Siete días más tarde, cuando sus caballitos monta­ñeros descendían la carretera en espiral, Hanley dijo:

—Siento un poco de remordimiento. No huyo por­que tenga miedo, sino porque me dan pena. No quisiera ver la cara que pondrá esta buena gente cuando se deten­ga la máquina.

—Si no me equivoco —dijo Chuk—, han adivina­do perfectamente que huíamos, y les ha tenido sin cui­dado. Ahora saben que la máquina es absolutamente automática y que huelga toda vigilancia. Y también creen que no habrá un después.

Georges se volvió en la silla y se quedó dormido. La mole del monasterio recortaba su parda silueta so­bre el sol poniente. Unas lucecitas brillaban de vez en cuando bajo la masa sombría de las murallas, como los tragaluces de un navio en ruta. Eran lámparas eléctricas suspendidas en el circuito de la máquina número cinco.

«¿Qué sucedería con la calculadora eléctrica? —se preguntó Georges—. ¿ La destruirían los monjes, a im­pulsos del furor y el desengaño? ¿O volverían a comen­zar de nuevo?»

Como si todavía estuviesen allí, veía todo lo que pasaba en aquel momento en la montaña, detrás de las murallas. El gran lama y sus auxiliares examinaban las hojas, mientras los novicios recortaban nombres ex­travagantes y los pegaban en el enorme cuaderno. Y todo esto se realizaba en medio de un religioso silencio. No se oía más que el tableteo de la máquina, golpeando el papel como una lluvia mansa. La propia máquina cal­culadora, que combinaba millares de letras por segun­do, era absolutamente silenciosa...

La voz de Chuk interrumpió sus sueños.

—¡Míralo! ¡He ahí una visión agradable! Semejante a una minúscula cruz de plata, el viejo avión de transporte D.C. 3 acababa de posarse allá aba­jo, en el pequeño aeródromo improvisado. Esta visión daba ganas de beber un buen trago de whisky helado. Chuk empezó a cantar, pero se interrumpió de pronto. Las montañas parecían restarle ánimos.

Georges consultó su reloj.

—Estaremos en el llano dentro de una hora —dijo. Y añadió—: ¿Crees que habrá terminado el cálculo?

Chuk no respondió, y Georges levantó la cabeza. Vio que el rostro de Chuk estaba muy pálido, vuelto hacia el cielo.

—Mira —murmuró Chuk.

Georges, a su vez, levantó los ojos.

Por última vez, encima de ellos, en la paz de las al­turas, las estrellas se apagaban una a una...

IV

Donde los autores, que no son demasiado crédulos ni excesivamente incrédulos, se interrogan sobre la Gran Pirámide. — ¿ Y si había otras técnicas? — El ejemplo hitleriano. — El imperio de Almanzor. — Muchos fines del mundo. — La imposible isla de Pascua. — La leyen­da del Hombre Blanco. — Las civilizaciones de Améri­ca. — El misterio maya. — Del «puente de la luz» a, la extraña planicie de Nazca. — Donde los autores no son más que unos pobres picapedreros.

Desde Aristarco de Samos hasta los astrónomos del 1900, la Humanidad ha empleado veintidós siglos en calcular la distancia de la Tierra al Sol: 149.400.000 kilómetros. Habría bastado con multiplicar por mil mi­llones la altura de la pirámide de Cheops, construida 2.900 años antes de Jesucristo.

Sabemos ahora que los faraones consignaron en las pirámides los resultados de una ciencia de la que igno­ramos el origen y los métodos. Se encuentra en ellas el número tt; el cálculo exacto de la duración del año so­lar, del radio y del peso de la Tierra; la ley del movi­miento retrógrado de los puntos equinocciales; el valor del grado de longitud; la dirección real del Norte, y acaso muchos otros datos todavía no descifrados. ¿De dónde procedían estos informes?, ¿cómo fueron logra­dos? ¿O fueron transmitidos? Y, en este caso, ¿por quién?

Según el abate Moreux, Dios dio conocimientos a los hombres antiguos. Henos en plena puerilidad. «Es­cucha, oh hijo mío, el número 3,1416 te permitirá calcu­lar la superficie de una circunferencia.» Según Piazzi Smyth, Dios dictó aquellos datos a los egipcios, dema­siado impíos y demasiado ignorantes para comprender lo que grababan en la piedra. ¿Y cómo Dios, que todo lo sabe, podía engañarse hasta tal punto en las cualida­des de sus alumnos? Para los egiptólogos positivistas, las mediciones que aparecen en Gizeh son falsificacio­nes de los investigadores, llevados de su afición a lo maravilloso: ninguna ciencia está allí grabada. Pero la discusión persiste alrededor de los decimales, y nada ha desvirtuado el hecho de que las pirámides revelan una técnica que es para nosotros totalmente incomprensi­ble. Gizeh es una montaña artificial de 6.500.000 tone­ladas. Bloques de doce toneladas se ajustan entre sí con exactitud milimétrica.

Generalmente se admite la idea más vulgar: el faraón debió de disponer de una mano de obra colosal. Pero falta explicar cómo resolvió el pro­blema de la aglomeración de tan enormes multitudes. Y la razón de una empresa tan loca. Y la manera en que los bloques fueron extraídos de las canteras. El egiptó­logo no admite más técnica que la introducción de cu­ñas de madera mojadas en las grietas de las rocas. Los constructores no dispondrían más que de martillos de piedra y sierras de cobre, que es un metal blando. Y, lo que aumenta aún más el misterio, ¿cómo fueron izadas y unidas las piedras talladas de diez mil kilos y más?; en el siglo XIX, nos costó un ímprobo trabajo transportar dos obeliscos de los que los faraones trasladaban por docenas. ¿Y cómo se iluminaban los egipcios en el inte­rior de las pirámides? Hasta 1890 conocemos sólo lám­paras que humean y ennegrecen el techo. Sin embargo, en los muros de las pirámides no se advierte la menor huella de humo. ¿Captarían la luz solar y la harían pe­netrar mediante un sistema óptico? No se ha descu­bierto el menor resto de lente.

No se ha encontrado ningún instrumento de cálcu­lo científico, ningún vestigio de una tecnología desa­rrollada. Parece que hay que admitir la tesis místico-primaria: Dios dicta informes astronómicos a unos albañiles obtusos, pero aplicados, y, además, les echa una mano. ¿Acaso no hay informes escritos en las pirá­mides? Los positivistas, poco avisados en cuestión de matemáticas, declaran que se trata de coincidencias. Pero, cuando las coincidencias son tan exageradas, ha­bría dicho Fort, ¿cómo hay que llamarlas? En otro caso, hay que admitir que unos arquitectos y decorado­res surrealistas, para satisfacer la megalomanía de su rey y guiados en sus medidas por el azar de su inspira­ción, hicieron extraer, transportar, decorar, elevar y ajustar con milimétrica exactitud, los 2.600.000 bloques de la gran pirámide, por menestrales que trabajaban con pedazos de madera y sierras de cortar cartón, pi­sándose unos a otros los talones.

Estas cosas ocurrieron hace cinco mil años, y poco sabemos de ellas. Pero sí sabemos que las investigaciones han sido realizadas por hombres que opinan que la civilización moderna es la única civilización técnica po­sible. Partiendo de este criterio, no tienen más remedio que imaginar, o la ayuda de Dios, o un colosal y cho­cante trabajo de hormigas. Sin embargo, es posible que un pensamiento totalmente distinto del nuestro pudie­ra concebir técnicas tan perfeccionadas como las nues­tras, aunque también diferentes: instrumentos de medi­ción y métodos de manipulación de la materia sin ninguna relación con lo que nosotros conocemos, y que no habrían dejado ningún rastro visible a nuestros ojos. Es posible que una ciencia y una tecnología pode­rosas aportaran soluciones distintas a las nuestras a los problemas planteados y desaparecieran totalmente con el mundo de los faraones. Resulta difícil de creer que una civilización pueda morir, borrarse. Resulta más difícil todavía creer que haya podido diferenciarse de la nuestra hasta el punto de que nos cueste reconocerla como tal civilización. ¡Y, sin embargo...!

Cuando terminó la última guerra mundial, el 8 de mayo de 1945, las misiones de investigación comenza­ron inmediatamente a recorrer la Alemania vencida. Los informes de aquellas misiones fueron publicados. Sólo el catálogo cuenta trescientas páginas. En doce años, la evolución técnica del Reich había tomado rum­bos singularmente divergentes. Si los alemanes estaban atrasados en el campo de la bomba atómica, en cambio habían logrado cohetes gigantes sin parangón en Amé­rica ni en Rusia. Si ignoraban el radar, habían construi­do detectores de rayos infrarrojos no menos eficaces. Si no inventaron las siliconas, habían desarrollado una química orgánica completamente nueva.1 Al lado de es­tas diferencias radicales en materia técnica, había dife­rencias filosóficas aún más asombrosas... Habían rechazado la relatividad y olvidado, en parte, la teoría de los quanta. Su cosmogonía habría puesto los pelos de punta a los astrofísicos aliados: era la tesis del hielo eterno, según la cual planetas y estrellas eran bloques de hielo que flotaban en el espacio.1 Si en doce años pu­dieron abrirse tales abismos en nuestro mundo moder­no, a despecho de los intercambios y de las comunica­ciones, ¿qué pensar de las civilizaciones que pudieron desarrollarse en el pasado? ¿Hasta qué punto están ca­lificados nuestros arqueólogos para juzgar sobre el es­tado de las ciencias, de la técnica, de la filosofía, del co­nocimiento, entre los mayas o entre los khmers?

1.      No caeremos en la trampa de las leyendas: Lemuria o Atlántida. Platón, en el Critias, al cantar las maravi­llas de la ciudad desaparecida; Hornero, antes que él, en la Odisea, al evocar la fabulosa Scheria, describen tal vez Tartesos, la Tarshih bíblica de Joñas y término de su viaje. En la desembocadura del Guadalquivir, Tarte­sos es la más rica ciudad minera y representa la quin­taesencia de una civilización. Florece desde un número ignorado de siglos y es depositaria de una sabiduría y de secretos. Hacia el año 500 antes de Jesucristo se des­vanece completamente, no sabemos cómo ni por qué.2 Es posible que Numinor, misterioso centro celta del si­glo v a.C., no sea una leyenda,3 pero nada sabemos de ella. Las civilizaciones cuya existencia pasada nos cons­ta, y que murieron, resultan tan extrañas como Lemu­ria. La civilización árabe de Córdoba y Granada in­venta la ciencia moderna, descubre la investigación experimental y sus aplicaciones prácticas, estudia la química e incluso la propulsión a reacción. Ciertos maVéase la segunda parte de esta obra.

2.     Sprague de Camps y Willy Ley, De l'Atlantide a l'Eldorado, Pión, edit., París.

3.     Trabajos del profesor Tolkien, de la Universidad de Oxford.

Manuscritos árabes del siglo XII contienen esquemas de co­hetes de bombardeo. Si el imperio de Almanzor hubie­se estado tan adelantado en biología como en las de­más técnicas, si la peste no se hubiese aliado con los españoles para destruirlo, acaso la revolución industrial se habría producido en los siglos xv y xvi en Andalucía, y el siglo xx constituiría una era de aventureros inter­planetarios árabes, lanzados a la colonización de la Lu­na, de Marte y de Venus.

El imperio de Hitler, como el de Almanzor, se de­rrumba entre sangre y fuego. Una bella mañana de ju­nio de 1940, el cielo de París se oscurece, el aire se carga de vapores de gasolina, y, bajo la nube inmensa que en­negrece los rostros descompuestos por el estupor, el es­panto y la vergüenza, una civilización vacila y millares de seres huyen a la desbandada por las ametralladas ca­rreteras. Quien haya vivido esto y haya conocido tam­bién el ocaso de los dioses del III Reich, puede imagi­narse el fin de Córdoba y Granada, y otros mil fines del mundo en el transcurso de los milenios. Fin del mundo para los incas, fin del mundo para los toltecas, fin del mundo para los mayas. Esto es toda la historia de la Humanidad: un fin sin fin...

La isla de Pascua, a tres mil kilómetros de las costas de Chile, es grande como Jersey. Cuando, en 1722, desem­barcó en ella el primer navegante europeo, un holan­dés, la creyó habitada por gigantes. En esta pequeña tierra volcánica de Polinesia, se levantan quinientas noventa y tres estatuas enormes. ¿Cuándo fueron erigi­das? ¿Cómo? ¿Por qué? Gracias al estudio de estos misteriosos documentos, se cree que se puede distin­guir tres niveles de civilización, la más perfecta de las cuales sería la más antigua. Como en Egipto, los enor­mes bloques de toba, de basalto y de lava, aparecen ajustados con prodigiosa habilidad. Pero la isla tiene un relieve accidentado y sus escasos y mezquinos árboles no podían servir de rodillos: ¿cómo fueron transporta­das las piedras? ¿Acaso puede invocarse una mano de obra colosal? En el siglo XIX, los habitantes de la isla de Pascua no pasaban de doscientos: tres veces menos numerosos que sus estatuas. Jamás pudieron ser más de tres o cuatro mil en esta isla de suelo fértil y desprovis­ta de animales. ¿Entonces?

Como en África, como en América del Sur, los pri­meros misioneros que desembarcaron en Pascua, cui­daron de hacer desaparecer todos los rastros de la civi­lización muerta. Al pie de las estatuas había tablillas de madera cubiertas de jeroglíficos: fueron quemadas o enviadas a la biblioteca del Vaticano, donde se encie­rran no pocos secretos. ¿Se trataba de descubrir los ves­tigios de antiguas supersticiones, o de borrar el testi­monio de otro saber? ¿El recuerdo del paso de otros seres por la Tierra? ¿De visitantes venidos de otro mundo?

Los primeros europeos que exploraron la isla de Pascua descubrieron, entre los moradores, unos hom­bres blancos y barbudos. ¿De dónde procedían? ¿Eran descendientes de alguna raza varias veces milenaria, de­generada, y hoy completamente extinguida? Retazos de leyenda hablaban de una raza de señores, de maes­tros, surgida del fondo de los tiempos, caída del cielo.

Nuestro amigo el explorador y filósofo peruano Daniel Ruzo, parte en 1952 a estudiar la altiplanicie de­sértica de Marcahuasi, a 3.800 metros de altura, al oeste de la cordillera de los Andes.1 Esta planicie sin vida, que sólo puede alcanzarse a lomos de mulo, mide tres kilómetros cuadrados. Ruzo descubre en ella animales...

1. Daniel Ruzo, «La cultura masma.» Revista de la Sacíete d'Etnographie de París, 1956 y 1959.

...y rostros humanos tallados en la roca y visibles única­mente durante el solsticio de verano, gracias al juego de luces y de sombras. Encuentra estatuas de animales de la Era secundaria, como el estegosaurio; leones, tor­tugas y camellos, desconocidos en la América del Sur. Una colina esculpida representa una cabeza de anciano. El negativo de la fotografía revela un joven radiante. ¿Qué rito de iniciación lo haría visible? No se ha podi­do aún medir la antigüedad por medio del carbono 14: en Marcahuasi no hay ningún vestigio orgánico. Los indicios geológicos nos remontan hasta la noche de los tiempos. Daniel Ruzo cree que esta altiplanicie es la cuna de la civilización masma, tal vez la más antigua del mundo.

En otra altiplanicie fabulosa, Tiahuanaco, a 4.000 me­tros, volvemos a encontrar el recuerdo del hombre blanco. Cuando los incas conquistaron esta región del lago Titicaca, Tiahuanaco era ya el campo de ruinas gi­gantescas,  inexplicables,  que  nosotros  conocemos. Cuando llega allí Pizarro, en 1532, los indios dan a los conquistadores el nombre de Viracochas: señores blan­cos. Su tradición, más o menos perdida ya, habla de una raza de señores desaparecida, de hombres gigantescos y blancos, venidos de lejos, surgidos de los espacios, de una raza de Hijos del Sol. Reinaba y enseñaba allí, hace milenios. Desapareció de golpe, pero volverá. En todos los lugares de la América del Sur, los europeos que iban en busca de oro conocieron esta tradición del hombre blanco y se aprovecharon de ella. Sus deseos de con­quista fueron auxiliados por el más grande y misterioso recuerdo.

El explorador moderno descubre en el continente americano una civilización formidable y profunda. Cortés advierte, con estupor, que los aztecas son tan ci­vilizados como los españoles. Hoy sabemos que vivían de los restos de una cultura aún más elevada; la de los toltecas. Los toltecas construyeron los monumentos más gigantescos de América. Las pirámides del sol de Teotihuacán y de Cholula son dos veces más importan­tes que la tumba del rey Cheops. Pero los toltecas eran a su vez descendientes de una civilización más perfecta, la de los mayas, cuyos restos han sido descubiertos en las selvas de Honduras, de Guatemala, del Yucatán. Enterrada bajo una naturaleza exuberante, se revela una civilización muy anterior a la griega y superior a ésta. ¿Muerta, cuándo y cómo? Muerta dos veces, en todo caso, porque también aquí los misioneros se apre­suraron a destruir los manuscritos, a romper las esta­tuas y a hacer desaparecer los altares. Resumiendo las más recientes investigaciones sobre las civilizaciones desaparecidas, Raymond Cartier escribe:

«En muchos terrenos, la ciencia de los mayas so­brepasaba a la de los griegos y los romanos. Poseedores de profundos conocimientos matemáticos y astronó­micos, llevaron a una perfección minuciosa la cronolo­gía y la ciencia del calendario. Construían observa­torios con cúpulas mejor orientadas que el de París en el siglo XVII, como el Caracol sobre tres terrazas de su capital de Chichén Itzá. Conocían el año sagrado de 260 días, el año solar de 365 días y el año venusino de 584 días. La duración exacta del año solar ha sido fijada en 365,2422 días. Los mayas lo habían fijado en 365,2420 días, o sea que, con error de diezmilésimas, habían llegado a la misma cifra que nosotros después de largos cálculos. Es posible que los egipcios alcanzaran la misma aproximación, pero, para admitirlo, hay que reconocer las discutidas concordancias de las Pirámides mientras que, de los mayas, poseemos el calendario.

»El arte admirable de éstos presenta otras analogías con Egipto. En sus pinturas murales, en sus frescos, en las paredes de sus vasijas, vemos representados hom­bres de violento perfil semita dedicados a todas las actividades de la agricultura, de la pesca, de la construc­ción, de la política, de la religión. Sólo Egipto ha pin­tado de esta guisa con la misma verdad cruel, pero la alfarería maya hace pensar en los etruscos, sus bajorre­lieves, en la India, y las grandes escaleras rígidas de sus templos piramidales, en Angkor. Si no recibieron los modelos del exterior, es que su cerebro estaba consti­tuido de tal modo que pasó por las mismas formas de expresión artística de todos los grandes pueblos anti­guos de Europa y de Asia. ¿Nacería la civilización en una región geográfica determinada y se propagaría poco a poco como un incendio en un bosque? ¿O apa­recería espontánea y separadamente en las diversas re­giones del Globo? ¿Hubo un pueblo maestro y otros pueblos discípulos, o bien muchos pueblos autodidac­tas? ¿Hubo semillas aisladas, o un tronco único con brotes en todas partes?»

No se sabe, y no poseemos ninguna explicación sa­tisfactoria de los orígenes de tales civilizaciones... ni de sus finalidades. Algunas leyendas bolivianas, recogidas por Madame Cynthia Fain1 y que parecen remontarse a más de cinco mil años, refieren que las civilizaciones de aquella época se derrumbaron después de un conflicto con una raza no humana y cuya sangre no era roja.

La altiplanicie de Bolivia y del Perú evoca otro pla­neta. Aquello no es la Tierra, es Marte. La presión del oxígeno es allí la mitad de la del nivel del mar, y, sin embargo, se encuentran hombres hasta los tres mil qui­nientos metros de altura. Tienen dos litros de sangre más que nosotros, ocho millones de glóbulos rojos en vez de cinco, y su corazón late con mayor lentitud. El método de establecer la antigüedad por medio de radiocarbono revela la presencia humana hace unos nueve mil años. Algunas precisiones recientes nos inclinan a...

1. Cynthia Fain, Solivie, Ed. Arthaud, París.

...pensar que allí vivían hombres hace 30.000 años. No se excluye la posibilidad de que seres humanos que sabían trabajar los metales, que tenían observatorios y poseían una ciencia, construyeran, 30.000 años atrás, ciudades gigantescas. ¿Guiados por quién?

Algunas de las obras de irrigación efectuadas por los preincas serían a duras penas realizables con nues­tras perforadoras eléctricas. ¿Y por qué unos hombres que no utilizaban la rueda construyeron grandes carre­teras pavimentadas?

El arqueólogo americano Hyatt Verrill consagró treinta años a la busca de las civilizaciones desapareci­das de la América Central y de la América del Sur. Se­gún él, los grandes trabajos de los antiguos no fueron realizados con útiles de tallar piedra, sino con una pas­ta radiactiva que roía el granito: una especie de grabado a escala de las grandes pirámides. Verrill pretendía ha­ber visto en manos de los últimos hechiceros esta pasta radiactiva, legada por civilizaciones todavía más anti­guas. En una novela muy. buena, The bridge of Light, describe una ciudad preinca a la que se llega por medio de «un puente de luz», un puente de materia ionizada, que aparece y desaparece a voluntad y permite fran­quear un desfiladero rocoso, de otro modo inaccesible. Hasta sus últimos días (murió a los ochenta años), Ve­rrill afirmó que su libro era mucho más que una leyen­da y su esposa, que le sobrevivió, sigue afirmándolo.

¿Qué significan las figuras de Nazca? Se trata de unas líneas geométricas inmensas trazadas en la llanura de Nazca, visibles solamente desde un avión o desde un globo, y que la exploración aeronáutica ha permitido descubrir recientemente. El profesor Masón, que, como Verrill, no es sospechoso de fantasía, se pierde en conjeturas. Hubiese sido necesario que las construccio­nes se guiasen desde un aparato flotando en el cielo. Masón rechaza esta hipótesis e imagina que las figuras fueron trazadas partiendo de un modelo reducido o de una cuadrícula. Dado el nivel de la técnica preinca ad­mitida por la arqueología clásica, esto resulta todavía más improbable. ¿Y cuál sería el significado de este tra­zado? ¿Religioso?

Esto es lo que se dice siempre, como último recurso. La explicación por una religión desco­nocida es el método corriente. Se prefiere suponer toda suerte de desvarios del espíritu, antes que otros estados de conocimiento y de técnica. Es cuestión de categoría: las luces de hoy son las únicas luces. Las fotografías que tenemos de la llanura de Nazca hacen pensar irresisti­blemente en las señales de un campo de aterrizaje. Hi­jos del Sol, venidos del cielo... El profesor Masón se guarda muy bien de tomar en cuenta estas leyendas e inventa, en su totalidad, una especie de religión de la trigonometría, de la cual la historia de las creencias reli­giosas no nos da ningún otro ejemplo. Sin embargo, un poco más lejos, menciona la mitología preinca, según la cual las estrellas están habitadas y los dioses han des­cendido de la constelación de las Pléyades.

Nosotros no negamos la posibilidad de visitas de los habitantes del espacio exterior, de civilizaciones atómicas desaparecidas sin casi dejar rastro, de etapas del conocimiento y de la técnica comparables a la etapa presente, de vestigios de ciencias englobadas en diver­sas formas de lo que llamamos esoterismo, y de realida­des operatorias dentro de lo que nosotros colocamos en el campo de las prácticas mágicas. No decimos que lo creemos todo, pero en el próximo capítulo demos­traremos que el campo de las ciencias humanas es pro­bablemente mucho más vasto de lo que se pretende. Sólo integrando todos los hechos, sin exclusión alguna, y aviniéndose a considerar todas las hipótesis derivadas de aquellos hechos sin el menor prejuicio, podrán un Darwin o un Copérnico de la antropología crear una ciencia completamente nueva, por poco que se establezca, además, una comunicación constante entre la observación objetiva del pasado y las sutilezas del co­nocimiento moderno en materia de parapsicología, de física, de química y de matemáticas.

Tal vez compren­derán que la idea de una constante y lenta evolución de la inteligencia, de un prolongado avance del saber, no es una idea segura, sino un tabú que hemos erigido por creernos beneficiarios, hoy, de toda la historia humana. ¿Por qué las civilizaciones pasadas no pudieron cono­cer bruscos relámpagos, a la luz de los cuales les fuese revelada la casi totalidad del conocimiento? ¿Por qué lo que se produce a veces en la vida del hombre, la ilumi­nación, la intuición fulgurante, la explosión del genio, no pudo producirse muchas veces en la vida de la Hu­manidad? ¿No interpretamos erróneamente los pocos recuerdos de aquellos instantes, calificándolos de mito­logía, de leyendas, de magia? Si me muestran una foto­grafía no compuesta de un hombre flotando en el aire, no digo: es la representación del mito de ícaro, sino que digo: es una instantánea de un salto o de un plongeon. ¿Por qué no puede haber estados instantáneos en las ci­vilizaciones?

Citaremos otros hechos, agruparemos otras ideas, formularemos otras hipótesis. Sin duda, en nuestro li­bro habrá muchas tonterías, repitámoslo. Pero poco importa, si este libro sirve para despertar algunas voca­ciones y para preparar, en cierta medida, caminos más amplios de investigación. No somos más que dos po­bres picapedreros: otros construirán la carretera.

V

La memoria es más vieja que nosotros... — Donde los autores encuentran pájaros metálicos. — Historia de un curiosísimo mapa del mundo. — Bombardeos atómi­cos y naves interplanetarias en los «textos sagrados». — Otra idea sobre las máquinas. — El culto del «car­go». — Otra división del esoterismo. —- Carácter sagra­do de la inteligencia. — Permítannos otra historieta.

Desde hace diez años, la exploración del pasado se ve facilitada por los nuevos métodos fundados en la ra­diactividad y por los progresos de la cosmología. De ella se desprenden dos hechos extraordinarios.1

1.° La Tierra sería contemporánea del Universo. Tendría, pues, unos 4.500 millones de años. Se habría formado al mismo tiempo o acaso antes que el Sol, por condensación de partículas en frío.

2.° El hombre que conocemos, el Homo sapiens, existiría desde hace sólo 75.000 años. Este período bre­vísimo habría bastado para pasar del ser prehumano al hombre. Aquí nos permitimos formular dos preguntas:

a) En el transcurso de estos 75.000 años, ¿conoció la Humanidad otras civilizaciones técnicas además de la nuestra? Los especialistas, a coro, responden que no. Pero no es evidente que sepan distinguir un instrumen­to de un objeto llamado de culto. En este terreno, la in­vestigación no ha comenzado siquiera. Sin embargo, existen problemas desconcertantes. La mayoría de los paleontólogos consideran los eolitos (piedras descu­biertas cerca de Orleáns en 1876) como objetos natura­les. Pero otros ven en ellos la mano del hombre. ¿De qué «hombre»? No del Homo sapiens. Se han encon­trado otros objetos en Ipswich, en Norfolk, que de­mostrarían la existencia de «hombres» terciarios en la Europa occidental.

1. Doctor Bowen, La exploración del tiempo, Londres, 1958.

b) Los experimentos de Washburn y de Dice de­muestran que la evolución del hombre pudo ser causa­da por modificaciones muy triviales. Por ejemplo, un ligero cambio en los huesos del cráneo.1 Una sola mu­tación, y no, como se creía, un conjunto complejo de mutaciones, habría bastado para pasar del ser prehumano al hombre.

En tal caso, ¿se habría producido una sola mutación en 4.500 millones de años? Es posible. Pero, ¿es seguro? ¿Por qué no pudo haber varios ciclos de evolución antes de los setenta y cinco mil años últimos? Han podido aparecer y desaparecer otras formas de Humanidad, o, más bien, otros seres dotados de pensamiento. No ha­brían dejado huellas visibles por nosotros, pero su re­cuerdo persistiría en las leyendas.

«El busto sobrevivió a la ciudad»: su recuerdo puede haber sobrevivido a las centrales de energía, a las máquinas, a los monumentos de sus civilizaciones extinguidas. Tal vez nuestra memo­ria se remonta mucho más lejos que nuestra propia exis­tencia, incluso que la existencia de nuestra especie. ¿Qué registros infinitamente lejanos se esconden en nuestros cromosomas y en nuestros genes? «¿De dónde te viene esto, alma del hombre, de dónde te viene esto?»

Todo cambia ya en arqueología. Nuestra civilización acelera las comunicaciones, y las observaciones he­chas en toda la superficie del Globo, una vez agrupadas y comparadas, plantean grandes misterios. En junio de 1958, el Instituto Smithson publica unos relatos ob­tenidos por americanos, indios y rusos.1 En las excava­ciones del lago Baikal y en la cuenca superior del río Lena, en Siberia, se descubren exactamente los mismos objetos de hueso y de piedra. Luego la técnica de elabo­ración de estos objetos no es exclusiva de los esquima­les. En vista de lo cual el Instituto Smithson entiende que se puede llegar a la conclusión de que, hace diez mil años, los esquimales habitaban el Asia Central, Ceilán y Mongolia. Después debieron de emigrar bruscamente hacia Groenlandia. Pero, ¿por qué? ¿Cómo pudieron aquellos hombres primitivos decidir bruscamente, y to­dos al mismo tiempo, trocar aquellas tierras por el pun­to más inhospitalario del Globo? ¿Y cómo pudieron llegar hasta él? Todavía hoy, ignoran que la Tierra es re­donda y no tienen la menor noción de la geografía. Y abandonar Ceilán, que es un paraíso terrenal... El Insti­tuto no contesta a estas preguntas. Por nuestra parte, no pretendemos imponer nuestra hipótesis, y la formula­mos únicamente como ejercicio de espíritu abierto: hace diez mil años, una civilización superior domina el Globo, y establece en el Gran Norte una zona de deportación. Veamos lo que dice el folklore esquimal. Nos habla de tribus transportadas al Gran Norte, en el origen de los tiempos, por pájaros metálicos gigantes.

1. Para demostrar lo bien fundado de su tesis, Washburn modi­ficó el cráneo de unos ratones, haciéndolos pasar de una forma «neandertaloide» a la forma «moderna».

Los arqueólogos del siglo XIX insistieron mucho en el absurdo de estos «pájaros metálicos». ¿Y nosotros?

Todavía no se ha realizado ningún trabajo compa­rable al del Instituto Smithson sobre objetos mejor de­finidos. Por ejemplo, sobre las lentes. Se han encon­trado lentes ópticas en el Irak y en Australia central. ¿Provienen de la misma fuente, de la misma civiliza­ción? No ha sido llamado ningún óptico moderno para que se pronunciara sobre el caso. En nuestra civiliza­ción, desde hace veinte años, todos los cristales de ópti­ca son pulimentados con óxido de cerio.

1. New York Hernia Tribune, 11 de junio de 1958.

Dentro de mil años, el análisis espectroscópico de­mostrará, por el análisis de estos cristales, la existencia de una civilización única en el Globo. Y será verdad.

Estudios de este género podrían dar origen a una nueva visión del mundo pasado. Dios quiera que nues­tro libraco, ligero y mal documentado, inspire en algún joven todavía ingenuo la idea de un trabajo loco que habrá de darle un día la llave de las antiguas razones.

Hay otros hechos:

En vastas regiones del desierto de Gobi, se obser­van vitrificaciones del suelo parecidas a las que produ­cen las explosiones atómicas.

Se han encontrado en las cavernas del Bohistán, inscripciones acompañadas de mapas astronómicos que representan las estrellas en la posición que ocupa­ban hace tres mil años. Y se ven unas líneas que unen a Venus con la Tierra.

A mediados del siglo XIX un oficial de Marina, turco, Piri Reís, regala a la «Library of Congress» un paquete de mapas que ha descubierto en el Oriente Los más re­cientes datan del tiempo de Cristóbal Colón; los más an­tiguos, del siglo i después de Jesucristo, y los unos son copia de los otros. En 1952, Arlington H. Mallery, gran especialista en cartografía, estudia estos documentos.1 Y advierte que todo lo que existe en el Mediterráneo, por ejemplo, ha sido consignado, pero no está en su si­tio. ¿ Pensarían aquellas gentes que la Tierra es plana ? La explicación no es suficiente. ¿Trazarían su mapa por proyección, teniendo en cuenta que la Tierra es redonda?

1. Todo este asunto fue estudiado en el curso de un debate orga­nizado en la Georgetown University en diciembre de 1958. Véase el estudio de Iván T. Sanderson, en Fantastic Universe, enero de 1959.

Imposible: la geometría proyectiva data de Monge. Mallery confía a continuación el estudio a Walters, car­tógrafo oficial, el cual traslada estos mapas a un globo moderno del mundo: son exactos, comprendidas las Américas y el Atlántico. En 1955, Mallery y Walters so­meten su trabajo al comité del año geofísico. El comité confía el informe al padre jesuíta Daniel Lineham, direc­tor del observatorio de Weston y responsable de la car­tografía de la Marina americana. El padre comprueba que el relieve de la América del Norte, el emplazamien­to de los lagos y montañas del Canadá, el trazado de las costas del extremo norte del continente y el relieve de la Antártida (cubierta por los hielos y a duras penas revela­da por nuestros instrumentos de medición) son correc­tos. ¿ Serán copias de mapas todavía más antiguos ? ¿ Ha­brán sido trazados partiendo de observaciones hechas a bordo de una nave volante o espacial ? ¿ O serán notas to­madas por visitantes venidos de Fuera?

¿Nos reprocharán que formulemos estas pregun­tas? El Popul Vuh, libro sagrado de los quichés de América, habla de una civilización infinitamente anti­gua que conocía las nebulosas y todo el sistema solar.

«Los de la primera raza —leemos— eran capaces de todo saber. Estudiaban los cuatro rincones del hori­zonte, los cuatro puntos del arco del cielo y la cara re­donda de la Tierra.»

«Algunas de las creencias y leyendas que la Anti­güedad nos ha legado están tan universal y profun­damente arraigadas, que nos hemos habituado a consi­derarlas casi tan viejas como la misma Humanidad. Sin embargo, nos sentimos inclinados a investigar hasta qué punto la coincidencia de muchas de estas creencias y leyendas es fruto de la casualidad, o bien hasta qué punto podrían ser reflejo de la existencia de una antigua civilización, desconocida e insospechada, y todos eu­ros otros vestigios hubiesen desaparecido.»

El hombre que, en 1910, escribía estas líneas, no era ni escritor de ciencia ficción, ni un vago ocultista. Era uno de los adelantados de la ciencia, el profesor Frederic Soddy, premio Nobel, descubridor de los isóto­pos y de las leyes de transformación en radiactividad natural.1

La Universidad de Oklahoma publicó en 1954 los anales de unas tribus indias de Guatemala, que datan del siglo XVI. Relatos fantásticos, apariciones de seres legen­darios, costumbres imaginarias de los dioses. Ahora bien, al estudiar la cosa con mayor atención, se advirtió que los indios cachiqueles no referían historias tontas, sino que relataban, a su manera, sus primeros contac­tos con los invasores españoles. Estos últimos se coloca­ban, en el espíritu de los «historiadores» cachiqueles, al lado de los personajes de su mitología y de su tradición. De esta manera, se describía la realidad bajo un aspecto fabuloso, y es altamente probable que algunos textos considerados como puramente folklóricos o mitológicos descansasen sobre hechos reales mal interpretados y mezclados con otros hechos, éstos imaginarios. Todavía no se ha hecho la clasificación, y toda una literatura varías veces milenaria descansa en los estantes de «leyendas», sin que nadie quiera pensar ni un instante que tal vez allí se ocultan crónicas iluminadas de sucesos verdaderos.

Lo que sabemos de la ciencia y de la técnica moderna debería, empero, hacernos leer con otros ojos esta lite­ratura. El libro de Dzyan habla de «señores de faz res­plandeciente» que abandonan la Tierra, retirando sus co­nocimientos a los hombres impuros y borrando por desintegración las huellas de su paso. Se marchan en carros voladores, movidos por la luz, a su país «de hierro y de metal».

1. Profesor en Oxford, miembro de la Real Sociedad de Lon­dres. Estas líneas han sido extraídas de su obra El radium, traducida por Adolphe Lepage, jefe del laboratorio de Físico-química del Ins­tituto de Hidrología y Climatología de París.

En su reciente estudio de la Literaturnaya Gazeta,1 el profesor Agrest, que admite la hipótesis de una anti­gua visita de viajeros interplanetarios, encuentra, entre los primeros textos introducidos en la Biblia por los sa­cerdotes judíos, recuerdos de seres venidos de fuera, que, como Enoc desaparecían para remontar el cielo en arcos misteriosos. Los libros sagrados hindúes, el Ramayana y el Mahabharata, describen aeronaves que cir­cularon por el cielo en el origen de los tiempos, y que pa­recían «nubes azuladas en forma de huevo o de globo luminoso». Podían dar varias veces la vuelta a la Tierra. Eran impulsadas por «una fuerza etérea que golpea el suelo al partir» o por «una vibración que emana de una fuerza invisible». Emitían «sonidos dulces y melodio­sos», irradiaban «brillando como el fuego», y su trayec­toria no era recta, sino que parecía «como una larga on­dulación que las acercaba o las alejaba de la Tierra». La materia de tales ingenios se describe, en estas obras que datan de más de tres mil años y que sin duda se inspira­ron en recuerdos mucho más remotos, como compuesta de varios metales, unos blancos y ligeros, y otros rojos.

En el Mausola, Purva, figura esta singular descrip­ción, incomprensible para los etnólogos del siglo XIX, pero que ha dejado de serlo para nosotros:

«Es un arma desconocida, un rayo de hierro, gigan­tesco mensajero de la muerte, que redujo a cenizas a to­dos los miembros de la raza de los Vrishnis y de los Andhakas. Los cadáveres quemados eran irreconocibles. Los cabellos y las uñas se caían, los objetos de barro se rompían sin causa aparente, los pájaros se volvían blan­cos. Al cabo de algunas horas, se estropearon todos los alimentos. El rayo se deshizo en un polvo fino.»

1. 1959.

Y ésta:

«Cukra, volando a bordo de una vimana de gran potencia, lanzó sobre la triple ciudad un proyectil úni­co cargado con la fuerza del Universo. Una humareda incandescente, parecida a diez mil soles, se elevó es­plendorosa... Cuando el vimana hubo aterrizado, apa­reció como un espléndido bloque de antimonio posado en el suelo...»

Objeción: si admiten ustedes la existencia de civili­zaciones tan fabulosamente adelantadas, ¿cómo expli­can que las innumerables excavaciones, en el Globo en­tero, jamás hayan revelado un solo resto de objeto capaz de hacernos creer en aquellas existencias? Respuestas:

1." Apenas hace más de un siglo que se excava siste­máticamente, y nuestra civilización atómica aún no tie­ne veinte años. Todavía no se ha hecho ninguna explo­ración arqueológica seria en el sur de Rusia, en China, en el África Central y en África del Sur. Inmensos terri­torios guardan el secreto del pasado.

2.° Fue preciso que un ingeniero alemán, Wilhelm Kónig, visitara por casualidad el museo de Bagdad, para que supiéramos que unas piedras planas encontradas en el Irak y clasificadas como tales, eran en realidad pilas eléctricas, utilizadas dos mil años antes de Galvani. Los museos arqueológicos rebosan de objetos clasificados como «objetos de culto» o «varios», sobre los cuales na­die sabe nada. Los rusos descubrieron recientemente, en unas cavernas del Gobi y del Turkestán, hemisferios de cerámica o de vidrio rematados por un cono que conte­nía una gota de mercurio. ¿De qué se trataba? En fin, po­cos arqueólogos tienen conocimientos científicos y téc­nicos. Y menos aún son capaces de advertir que un problema técnico puede resolverse de varias maneras di­ferentes y que hay máquinas que en nada se parecen a lo que solemos llamar máquinas: sin bielas, ni manivelas, ni ruedas. Algunas líneas trazadas con una tinta especial en un papel debidamente preparado constituyen un recep­tor de ondas electromagnéticas. Un simple tubo de co­bre sirve de resonador en la producción de ondas de ra­dar. El diamante es un detector sensible a la radiación nuclear y cósmica. Ciertos cristales pueden contener re­gistros complejos. ¿Se encerrarán bibliotecas enteras en unas piedrecitas talladas? Si dentro de mil años, extin­guida nuestra civilización, unos arqueólogos encontra­sen, por ejemplo, bandas magnéticas, ¿qué harían con ellas? ¿Y cómo verían la diferencia entre una banda vir­gen y una banda registrada?

Hoy estamos en camino de descubrir los secretos de la antimateria y de la antigravitación. Mañana, el manejo de estos secretos, ¿exigirá una máquina pesada, o, por el contrario, de una asombrosa ligereza? Al desa­rrollarse, la técnica no se complica, sino que se simplifi­ca y reduce su equipo hasta hacerlo casi invisible. En su libro Magia caldea Lenormand, refiriéndose a una le­yenda que recuerda el mito de Orfeo, escribe: «En los tiempos antiguos, los sacerdotes de On, valiéndose de sonidos, provocaban tempestades y levantaban en el aire, para construir sus templos, piedras que mil hom­bres no hubiesen podido trasladar.» Y Walter Owen: «Las vibraciones sonoras son fuerzas... La creación cósmica está sostenida por vibraciones que podrían igualmente suspenderla.» Esta teoría no está muy aleja­da de los conceptos modernos. Mañana será fantástica: todo el mundo lo sabe. Pero tal vez lo será doblemente al desmentir la futilidad del ayer.

Tenemos un concepto exclusivamente literario, religio­so y filosófico de la Tradición, es decir, del conjunto de los textos más antiguos de la Humanidad. ¿Y si se trata­se de recuerdos inmemoriales, registrados por gentes ya muy alejadas del tiempo en que se desarrollaron, y que los alterasen y exagerasen; recuerdos inmemoriales de civilizaciones técnica y científicamente tan avan­zadas o mucho más avanzadas que la nuestra? ¿Qué nos dice la Tradición, considerada en este aspecto?

Ante todo, que la ciencia es peligrosa. Esta idea po­día sorprender a un hombre del siglo XIX. Ahora sabe­mos que han bastado dos bombas, arrojadas sobre Hi­roshima y Nagasaki, para matar a 300.000 personas; que estas bombas están ya muy anticuadas, y que un proyec­til de cobalto, de quinientas toneladas, podría eliminar todo rastro de vida en la mayor parte del mundo.

En segundo lugar, que pueden existir contactos con seres no terrestres. Un absurdo para el siglo XIX, pero no para nosotros. Ya no es inconcebible que pue­da haber universos paralelos al nuestro, con los cuales pueda establecerse comunicación.1 Los radiotelesco­pios reciben ondas emitidas a diez mil millones de años luz, moduladas de tal forma que parecen mensajes. El astrónomo John Kraus, de la Universidad de Ohio, asegura haber captado, el 2 de junio de 1956, señales procedentes de Venus. Se dice que otras señales, proce­dentes de Júpiter, fueron recibidas en el Instituto de Princeton.

En fin, asegura la Tradición que todo lo que ha pa­sado desde el principio de los tiempos, ha sido registra­do en la materia, en el espacio, en las energías, y, tal vez, revelado. Es exactamente lo que dice un gran sabio como Bowen en su obra La exploración del tiempo, y es una idea compartida hoy en día por la mayoría de los investigadores.

1." Esta idea de la existencia de universos paralelos al Universo visible la encontramos en todos los ámbitos de la investigación con­temporánea. Véase, por ejemplo, la revista Industries Atomiques, n.° 1,1958, p. 17, artículo de E. C. G. Stuckuelberg.

Nueva objeción: una elevada civilización técnica y científica no desaparece enteramente, no queda del todo aniquilada.

Respuesta: «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales.» Precisamente las técnicas más desarrolladas pueden provocar la desaparición total de la civilización en un futuro próximo. Todas las centra­les de energía, todas las armas, todas las emisoras y todos los receptores de telecomunicación, todos los aparatos eléctricos y nucleares, en una palabra, todos los instru­mentos tecnológicos, se fundan en el mismo principio de producción de energía. Una reacción en cadena puede hacer estallar todos estos instrumentos, ya sean gigan­tescos o de bolsillo. En tal caso, desaparece todo el po­tencial material y la mayor parte del potencial humano de una civilización.

Sólo quedan las cosas que no dan testi­monio de esta civilización y los hombres que vivían más o menos apartados de ella. Los supervivientes vuelven a caer en la simplicidad. Sólo quedan los recuerdos, con­signados torpemente, después de una catástrofe: relatos de tono legendario, mítico, en los que destaca el tema de la expulsión de un paraíso terrenal y el sentimiento de que hay grandes peligros, grandes secretos, ocultos en el seno de la materia. Todo vuelve a empezar, a partir del Apocalipsis: «La luna se volvió como la sangre y los cie­los se cerraron como un rollo de pergamino...»

Unas patrullas del Gobierno australiano, al aventu­rarse en 1946 en las tierras altas e incontrolables de Nue­va Guinea, encontraron a la población agitada por un vendaval de excitación religiosa: acababa de nacer el cul­to del «cargo». El «cargo» es una expresión inglesa que designa las mercancías destinadas a los indígenas: latas de conservas, botellas de alcohol, bujías de parafina, et­cétera. Para aquellos hombres, que se encuentran toda­vía en la Edad de Piedra, el súbito contacto con tales riquezas tenía que ser desconcertante. ¿Acaso los hom­bres blancos podían haber fabricado semejantes rique­zas? Imposible. Los Blancos, a quienes conocían, eran sin duda incapaces de hacer brotar de sus manos un ob­jeto maravilloso. Seamos positivos, se decían más o me­nos los indígenas de Nueva Guinea: ¿habéis visto alguna vez a un hombre blanco fabricar alguna cosa? No.

En cambio, los blancos se entregan a misteriosas activida­des. Se visten de la misma manera. A veces se sientan ante una caja de metal provista de cuadrantes y escuchan extraños ruidos que salen de aquélla. Y trazan signos en hojas blancas. Todo esto son ritos mágicos, gracias a los cuales obtienen que los dioses les envíen el «cargo». Los indígenas intentaron, pues, copiar estos «ritos»: trata­ron de vestirse a la europea, empezaron a hablarles a las latas de conservas, plantaron tallos de bambú sobre sus chozas, a manera de antenas, y construyeron supuestas pistas de aterrizaje, esperando el «cargo».

Bien. ¿Y si nuestros antepasados hubiesen interpre­tado de esta manera sus contactos con civilizaciones superiores? Nos quedaría la Tradición, es decir, la en­señanza de «ritos» que eran realmente maneras muy ló­gicas de actuar en función de conocimientos distintos. Habría sido la imitación infantil de actitudes, gestos y manipulaciones, sin comprenderlos, sin relacionarlos con una realidad compleja que se nos escapaba, y con la esperanza de que tales actitudes, gestos y manipulacio­nes nos valieran alguna cosa. Alguna cosa que no venía: un maná «celestial», que seguía en verdad otros cami­nos que nuestra imaginación no podía concebir. Es más fácil creer en lo ritual que elevarse al conocimiento, in­ventar dioses que comprender técnicas. Dicho esto, añado que ni Bergier ni yo pretendemos atribuir todo impulso espiritual a la ignorancia material. Todo lo contrario. Para nosotros, la vida espiritual existe. Si Dios supera a toda realidad, encontraremos a Dios cuando conozcamos toda la realidad. Y si el hombre tiene facultades que le permitan comprender todo el Universo, Dios es tal vez todo el Universo y algo más.

Pero prosigamos nuestro ejercicio de apertura del espíritu: ¿y si lo que llamamos esoterismo no fuese en realidad más que un exoterismo? ¿Y si los más viejos textos de la Humanidad, sagrados a nuestros ojos, no fuesen más que traducciones bastardas, vulgarizaciones aventuradas, informes de tercera mano, recuerdos un poco adulterados de realidades técnicas ? Interpretamos estos viejos textos sagrados como si fuesen indudable­mente expresión de «verdades» espirituales, símbolos filosóficos, imágenes religiosas. Y es que, al leerlos, sólo nos referimos a nosotros mismos, hombres embargados por nuestro pequeño misterio interior: amo el bien y hago el mal, vivo y voy a morir, etc. Los textos se dirigen a nosotros: los aparatos, los rayos, el maná, el apocalip­sis, son representaciones del mundo de nuestro espíritu y de nuestra alma. Me hablan, a mí y para mí... ¿Y si tra­tase de antiguos recuerdos deformados de otros mun­dos que han existido, del paso por esta Tierra de otros seres que buscaban, que sabían, que actuaban?

Imaginad un tiempo muy antiguo en que eran capta­dos e interpretados los mensajes procedentes de otras inteligencias del Universo, en que los visitantes interpla­netarios habían instalado una red sobre la Tierra, o en que se había establecido un tráfico cósmico. Imaginad que existen todavía, en algún santuario, notas, diagra­mas e informes, descifrados a duras penas, en el trans­curso de los milenios por monjes detentadores de los an­tiguos secretos, pero en modo alguno capacitados para comprenderlos en su integridad, y que jamás cesaron de interpretar y de interpolar. Exactamente lo mismo que harían los hechiceros de Nueva Guinea al tratar de com­prender una hoja de papel en la que se hubiesen anotado el horario de los aviones de Nueva York a San Francisco.

En último término, ahí tenéis el libro de Gurdjieff: Recits de Belzébuth a son petit Fus, lleno de referencias a conceptos desconocidos y en el que se emplea un len­guaje inverosímil. Gurdjieff declara que tuvo acceso a las «fuentes». Fuentes que no son, en sí, más que desvia­ciones. Hace una traducción de milésima mano, aña­diéndole sus ideas personales, construyendo un sim­bolismo del psiquismo humano: he aquí el esoterismo.

Tomad una guía de las líneas de aviación interiores de Estados Unidos: «Pueden ustedes reservar su plaza en cualquier punto. Su petición de reserva será registra­da por un robot electrónico. Otro robot efectuará la re­serva en el avión que usted desea. El billete que le envia­remos está perforado según..., etc.» Calculad lo que saldría de esto, a la milésima traducción al dialecto ama­zónico, realizada por personas que jamás hubiesen visto un avión, que ignorasen lo que es un robot y que no co­nociesen los nombres de las ciudades citadas en la guía. Y ahora imaginaos al esoterista ante este texto, remon­tándose a las fuentes de la antigua sabiduría y buscando una enseñanza para la orientación del alma humana...

Si hubo en la noche de los tiempos civilizaciones edificadas sobre un sistema de conocimientos, hubo también manuales. Las catedrales serían los manuales del conocimiento alquimista. No se excluye la posibili­dad de que algunos de estos manuales, o fragmentos de ellos, hayan sido encontrados, piadosamente conserva­dos e indefinidamente copiados por monjes cuya tarea hubiese consistido más en guardar que en comprender. Copiados indefinidamente, iluminados, alterados, in­terpretados, no en función de los conocimientos anti­guos, más elevados y completos, sino del escaso saber de la edad siguiente. Pero, a fin de cuentas, todo conoci­miento técnico real, científico, llevado a su grado extre­mo arrastra un conocimiento profundo de la naturaleza del espíritu, recursos del psiquismo, y lleva a un estado superior de conciencia.

Si, partiendo de textos «esotéricos» — aunque no sea más que lo que aquí hemos di­cho — , ha habido hombres que han podido remontarse a este estado superior de conciencia, tales han reanudado, en cierto modo, la relación con el esplendor de las civili­zaciones extinguidas. Tampoco hay que negar que pue­de haber dos clases de «textos sagrados»: fragmentos de testimonios de un antiguo conocimiento técnico, y frag­mentos de libros puramente religiosos, inspirados por Dios. Ambas clases se habrían confundido, por falta de referencias que permitieran distinguirlas. Pero, en am­bos casos, se trata realmente, de textos sagrados.

Sagrada es la aventura indefinidamente recomenza­da, y, no obstante, indefinidamente progresiva, de la inte­ligencia en la Tierra. Y sagrada es la mirada de Dios sobre esta aventura, la mirada bajo la cual se tiene esta aventura.

¿Nos permitiréis terminar este estudio, o mejor, este ejercicio con una historieta? Es un relato de un joven escritor americano, Walter M. Miller. Cuando lo des­cubrimos, Bergier y yo, experimentamos un profundo júbilo. ¡Ojalá os ocurra a vosotros lo mismo!

VI

CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ

por Walter M. Miller

A no ser por aquel peregrino que se le apareció de pronto en medio del desierto donde practicaba su ayuno ritual de Cuaresma, el hermano Francis Gerard de Utah jamás habría descubierto el documento sagrado. Era,

desde luego, la primera vez que tenía ocasión de ver un peregrino vistiendo taparrabo, según la mejor tradición; pero una ojeada le bastó al joven monje para convencer­se de que el personaje era auténtico. El peregrino era un viejo desgarbado, que cojeaba al apoyarse en el clásico bordón; su enmarañada barba mostraba unas manchas amarillentas alrededor del mentón, y llevaba una peque­ña mochila al hombro. Se cubría con un gran sombrero, calzaba sandalias y llevaba atado a la cintura un trozo de arpillera pasablemente sucio y deshilachado. Éste era todo su atavío, y el hombre avanzaba silbando (falso) por el pedregoso camino del Norte. Parecía dirigirse a la abadía de los Hermanos de Leibowitz, que se levantaba a unos diez kilómetros hacia el Sur.

Al percibir al joven monje en su desierto de pie­dras, el peregrino dejó de silbar y se puso a observarlo con curiosidad. El hermano Francis, por su parte, se guardó muy bien de infringir la regla del silencio esta­blecida por su Orden para los días de ayuno; desviando rápidamente la mirada, continuó su trabajo, que con­sistía en construir una muralla de grandes piedras para proteger su morada provisional contra los lobos.

Un poco debilitado después de diez días de un régi­men compuesto exclusivamente de bayas de cactos, el joven religioso sentía que la cabeza le daba vueltas mien­tras proseguía su labor. Desde hacía un buen rato, el pai­saje parecía bailar ante sus ojos, y veía flotar unas man­chas negras a su alrededor; por esto se preguntó si la barbuda aparición no sería un espejismo provocado por el hambre... Pero el propio peregrino se encargó de disi­par sus dudas.

—¡Hola ho! —gritó, a modo de alegre saludo, con voz agradable y melodiosa.

Cómo la regla del silencio le impedía responder, el joven monje se contentó con dedicar al suelo una tími­da sonrisa.

—¿Es éste el camino de la abadía? —preguntó en­tonces el caminante.

Sin alzar los ojos del suelo, el novicio asintió con la cabeza, y seguidamente se agachó a coger un trocho de piedra blanca, parecida al yeso.

—¿Y qué hace usted aquí, entre tantas rocas ? —pro­siguió el peregrino, acercándose a él.

El hermano Francis se arrodilló apresuradamente para escribir en una piedra plana las palabras «Soledad y Silencio». Si sabía leer —cosa poco probable, a juzgar por las estadísticas—, el peregrino comprendería que su sola presencia constituía para el penitente ocasión de pecado, y, sin duda, le haría la merced de retirarse sin insistir más.

—¡Ah, bueno! —dijo el barbudo. Permaneció inmóvil un instante, paseando la mira­da a su alrededor, y después golpeó una piedra muy grande con su palo.

—Ahí tiene una —dijo— que le serviría para su tra­bajo... Bueno, mucha suerte, ¡y ojalá encuentre la Voz que busca!

Por lo pronto, el hermano Francis no comprendió que el desconocido había querido decir «Voz» con V mayúscula; imaginó sólo que el viejo le había tomado por sordomudo. Después de dirigir una rápida mirada al peregrino que se alejaba silbando de nuevo, se apre­suró a dedicarle una bendición silenciosa para asegu­rarle un buen viaje, y reanudó su trabajo de albañil con el fin de construirse un pequeño reducto en forma de ataúd, donde pudiera tenderse a dormir sin que su car­ne sirviera de banquete a los lobos hambrientos.

Un rebaño celeste de cúmulos pasó sobre su cabe­za: después de haber tentado cruelmente al desierto, aquellas nubes iban ahora a verter en las montañas su húmeda bendición... Su paso refrescó un instante al jo­ven monje, protegiéndole de los rayos ardientes del sol,

y el hombre lo aprovechó para dar fin a su trabajo, no sin subrayar sus menores movimientos con oraciones murmuradas entre dientes, para asegurarse una verda­dera vocación; porque ésta era, también, la finalidad que esperaba conseguir durante su período de ayuno en el desierto.

Por último, el hermano Francis agarró la enorme piedra que le había indicado el peregrino..., pero los sa­ludables colores que le había dado su trabajo de fuerza se borraron de pronto de su semblante, mientras dejaba caer precipitadamente la roca, igual que si acabase de tocar una serpiente.

Una caja de metal oxidado yacía a sus pies, parcial­mente hundida entre los guijarros...

Impulsado por la curiosidad, el joven estuvo a pun­to de cogerla, pero, pensándolo mejor, dio un paso atrás y se santiguó a toda prisa, murmurando unas pa­labras en latín. Después, de lo cual, más tranquilizado, no temió ya dirigirse a la misma caja.

—¿Vade retro, Satanás! —le dijo, amenazándola con el pesado crucifijo de su rosario—. ¡Desaparece, Vil Seductor!

Y, sacando disimuladamente un pequeño hisopo de debajo de su hábito, roció la caja con agua bendita, por lo que pudiera ser.

—Si eres criatura diabólica, ¡márchate!

Pero la caja no dio la menor señal de querer desapa­recer, ni de estallar, ni siquiera de encogerse despidien­do olor de azufre... Se contentó con quedarse tranqui­lamente en su sitio, dejando que el viento del desierto evaporase las gotas benditas que la cubrían.

—¡Así sea! —dijo entonces el religioso, arrodillándose para coger el objeto.

Sentado entre los guijarros, estuvo más de una hora golpeando la caja con una piedra grande para abrirla. Mientras trabajaba de esta guisa, se le ocurrió pensar que aquella reliquia arqueológica —pues estaba bien claro que de esto se trataba— era tal vez una señal enviada por el Cielo para indicarle que la vocación le había sido otor­gada. Sin embargo, arrojó inmediatamente esta idea de su mente, recordando a tiempo que el padre abad le ha­bía puesto seriamente en guardia contra toda revelación personal directa de carácter espectacular. Si había salido de la abadía para ayunar cuarenta días en el desierto, pensó, era precisamente para que su penitencia le valiera una inspiración de lo alto llamándole a las Sagradas Ór­denes. No debía confiar en ver visiones, ni en oírse lla­mar por voces celestiales: tales fenómenos en él, sólo ha­brían revelado una vana y estéril presunción. Eran ya demasiados los novicios que habían vuelto de su retiro en el desierto con abundantes historias de presagio, de premoniciones y de visiones celestiales, siendo con ello causa de que el excelente padre abad adoptase una políti­ca enérgica frente a los supuestos milagros. «El Vaticano es el único capacitado para pronunciarse en esta materia —había gruñido—, y es preciso guardarse de tomar por revelación divina lo que no es más que efecto de la inso­lación.»

El hermano Francis no podía, empero, dejar de ma­nipular la vieja caja metálica con infinito respeto, mien­tras la martillaba a más y mejor para abrirla...

De pronto aquélla cedió, su contenido se desparra­mó por el suelo, y el joven religioso sintió que un esca­lofrío le recorría la espina dorsal. ¡He aquí que la mis­ma Antigüedad iba a serle revelada! Apasionado por la arqueología, costábale creer lo que veían sus ojos, y pensó de pronto que el hermano Jeris iba a enfermar de envidia, pero pronto se arrepintió de este pensamiento poco caritativo y se puso a dar gracias al Cielo que le regalaba semejante tesoro.

Temblando de emoción, tocó con mano cautelosa los objetos contenidos en la caja, procurando separarlos unos de otros. Sus estudios anteriores le permitie­ron reconocer un destornillador —especie de instru­mento destinado antaño a introducir en la madera pun­tas de metal estriadas— y algo parecido a una pequeña cizalla de hojas cortantes. Descubrió también un útil extraño, compuesto de un mango de madera podrida y de una lámina de cobre, que tenía aún adheridas unas partículas de plomo fundido y que no pudo identificar. La caja contenía también un pequeño rollo de cinta ne­gra y adherente, demasiado deteriorada por los siglos para que pudiera saberse lo que era, y numerosos frag­mentos de vidrio y de metal, así como varios de esos pequeños objetos tubulares con bigotes de alambre que los paganos de las montañas consideraban amuletos, pero que ciertos arqueólogos creían que eran restos de la legendaria machina analytica, anterior al Diluvio de Llamas.

El hermano Francis analizó cuidadosamente todos estos objetos, antes de alinearlos a su lado, encima de la gran piedra plana; en cuanto a los documentos, los guardó para el final. Naturalmente, éstos constituían como siempre el descubrimiento más importante dado el reducido número de papeles que habían escapado a los terribles autos de fe realizados en la Edad de la Sim­plificación, por un populacho ignorante y vengativo que no respetó siquiera los textos sagrados.

La preciosa caja contenía dos de estos inestimables papeles, así como tres hojitas de notas manuscritas. To­dos estos venerables documentos eran extremadamente frágiles, pues la antigüedad los había resecado y hecho quebradizos; por ello el joven monje los manejó con las mayores precauciones, teniendo buen cuidado de pro­tegerlos del viento con el faldón de su hábito. Por lo demás eran casi ilegibles y estaban redactados en inglés antediluviano, lengua antigua que, como el latín, se em­pleaba sólo por los monjes y en el ritual de la liturgia. El hermano Francis se puso a descifrarlos lentamente, re­conociendo las palabras pero sin acabar de captar su significado. En una de las hojitas podía leerse:«1 libra de salchichas, 1 lata ckoucroute para Emma.» La segunda hoja decía: «Pensar en recoger impreso 1.040 para decla­ración impuestos.» La tercera, en fin, sólo contenía ci­fras y una larga suma y después un número que eviden­temente representaba un porcentaje sustraído del total anterior y seguido de la palabra «¡Uff!». Incapaz de com­prender una palabra de tales documentos, el monje se limitó a comprobar los cálculos y los encontró exactos.

De los otros dos papeles contenidos en la caja, uno, estrechamente enrollado, amenazaba con caer en peda­zos si alguien se atrevía a desenrollarlo. El hermano Francis sólo pudo descifrar dos palabras «Apuestas Mutuas», y lo volvió a la caja para examinarlo más tar­de, después de sometido a un tratamiento de conserva­ción adecuado.

El segundo documento era un papel muy grande, doblado varias veces sobre sí mismo y tan quebradizo por los pliegues, que el religioso tuvo que contentarse con separar cuidadosamente las hojas para echar una ojeada.

Era un plano, ¡una red complicada de líneas blancas sobre fondo azul!

Un nuevo escalofrío recorrió el espinazo del her­mano Francis: ¡era nada menos que un azul, uno de esos documentos antiguos y rarísimos que tanto apre­ciaban los arqueólogos y que tanto costaban de desci­frar a los sabios e intérpretes especializados!

Pero la increíble bendición que constituía semejan­te hallazgo no acababa aquí: entre las palabras estampa­das en uno de los ángulos inferiores del documento, el hermano Francis descubrió de pronto el nombre mis­mo del fundador de su Orden: ¡el Venerable Leibowitz en persona!

Las manos del joven monje se echaron a temblar con tanta fuerza, a causa de su gozo, que a punto estu­vo de romper el inestimable papel. Las últimas palabras que le había dirigido el peregrino volvieron entonces a su memoria: «¡Ojalá encuentre la Voz que busca!» Y sí que era una Voz lo que acababa de descubrir, una Voz con V mayúscula, semejante a la que forman las dos alas de una paloma al dejarse caer desde lo alto del fir­mamento, una V muy grande, como en Veré dignum o en Vidi aquam, una V majestuosa y solemne, como las que decoran las grandes páginas del Misal, una V, en suma, como en Vocación.

Después de echar una última mirada al azul para asegurarse de que no estaba soñando, el religioso ento­nó una acción de gracias: «Beate Leibowitz ora pro me... Sánete Leibowitz, exaudí me...», y esta última fór­mula no carecía de cierta audacia, pues el fundador de su Orden ¡esperaba todavía la canonización!

Olvidando los mandatos expresos del abad, el her­mano Francis se levantó de un salto y se puso a es­crutar el horizonte, hacia él Sur, en la dirección que había seguido el viejo caminante del taparrabo de arpi­llera. Pero el peregrino había desaparecido hacía ya rato... Seguramente era un ángel del Señor, se dijo el hermano Francis, y, ¿quién sabe?, acaso el bienaventu­rado Leibowitz en persona... ¿No le había indicado precisamente el lugar donde descubrir el maravilloso tesoro, aconsejándole que levantara determinada pie­dra en el momento en que le dirigía su profética despe­dida...?

El joven religioso permaneció sumido en sus entu­siastas reflexiones hasta la hora en que el sol poniente vino a ensangrentar las montañas, mientras las sombras crepusculares se agrupaban a su alrededor. Sólo en este momento, la noche que se acercaba vino a arrancarle de su meditación. Se dijo que el inapreciable don que acababa de recibir no le serviría probablemente para de­fenderse de los lobos, y se apresuró a terminar su mura­lla protectora. Después, al encenderse las estrellas, rea­nimó su fogata y cogió las pequeñas bayas violetas que constituían su cena. Éste era su único alimento, a ex­cepción de un puñado de granos de trigo secos que un sacerdote le llevaba todos los domingos. Por esto solía mirar con avidez a los lagartos que pasaban sobre las rocas próximas... y sus sueños se poblaban a menudo de pesadillas de gula.

Aquella noche, empero, el hambre había pasado a un segundo término de sus preocupaciones. Ante todo, habría querido correr a la abadía para comunicar a sus hermanos el maravilloso encuentro y el milagroso des­cubrimiento. Pero, naturalmente, esto era absoluta­mente imposible. Con vocación o sin ella, tendría que permanecer allí hasta el fin de la Cuaresma y conti­nuar orando como si nada extraordinario le hubiese ocurrido.

«Construirán una catedral en este lugar», soñaba, mientras se adormilaba junto al fuego. Y ya su imagi­nación le mostraba el suntuoso edificio que surgiría de las ruinas del antiguo pueblo, con sus altivos campana­rios que podrían verse desde muchos kilómetros a la redonda.

Acabó por dormirse y, cuando se despertó sobre­saltado, unos vagos tizones resplandecían apenas en la fogata agonizante. De pronto tuvo la impresión de que no se hallaba solo en el desierto... Entornando los pár­pados, se esforzó en penetrar las tinieblas que le rodea­ban, y entonces percibió, detrás de las últimas brasas de su escuálido hogar, las pupilas de un lobo que resplande­cían en la oscuridad. El joven monje lanzó un grito de espanto y corrió a refugiarse en su ataúd de piedras resecas.

El grito que acababa de lanzar, se dijo mientras se echaba temblando en el suelo de su refugio, no consti­tuía, hablando con propiedad, una infracción de la re­gla del silencio... Y se puso a acariciar la caja de metal, estrechándola contra su corazón y rezando para que la Cuaresma se acabase pronto. A su alrededor, unas ga­rras arañaban las piedras del cercado... Todas las noches rondaban los lobos alrededor del miserable campamento del religioso, llenando las tinie­blas con sus aullidos de muerte, y, durante el día, se de­batía el hombre entre verdaderas pesadillas provocadas por el hambre, el calor y las implacables mordeduras del sol. El hermano Francis pasaba su jornada reco­giendo leña para su fogata, y también rezando y ejerci­tándose en dominar su impaciencia para ver llegar por fin el Sábado Santo, que señalaría el fin de la Cuaresma y de su ayuno.

Sin embargo, cuando amaneció el día feliz, el joven monje, debilitado por las privaciones, no tenía ya fuerzas para alegrarse. Abrumado por una lasitud inmensa, hizo sus alforjas, se cubrió la cabeza con la capucha para res­guardarla del sol y tomó la preciosa caja bajo el brazo. Después, aligerado en quince kilos desde el miércoles de Ceniza, emprendió con paso vacilante los diez kilóme­tros que le separaban de la abadía... En el momento justo de llegar a la puerta, se derrumbó, agotado. Los herma­nos que le recogieron y que prodigaron sus cuidados a su pobre armazón deshidratado contaron que, durante su delirio, no había cesado de hablar de un ángel con tapa­rrabo de estameña y de invocar el nombre del bienaven­turado Leibowitz, dándole fervorosas gracias por haber­le mostrado las santas reliquias, así como las «Apuestas Mutuas».

El rumor de estas visiones corrió entre la comuni­dad y llegó con demasiada rapidez a oídos del padre abad, responsable de la disciplina, el cual apretó fuertemente las mandíbulas. «¡Que me lo traigan!», ordenó, en un tono capaz de dar alas al más perezoso.

Mientras esperaba al joven monje, el abad empezó a andar arriba y abajo, mientras iba acumulando cólera. Naturalmente, no se oponía a los milagros, ni mucho menos. Aunque fuesen difícilmente compatibles con las necesidades de la administración interior, el buen padre creía a machamartillo en los milagros, puesto que constituían la base misma de su fe. Pero pensaba que, al menos, los milagros debían ser verificados y autentifi­cados en la forma prescrita y según las normas estable­cidas. Efectivamente, desde la reciente beatificación del venerado Leibowitz, esos jóvenes monjes se empeña­ban en ver milagros en todas partes.

Y por muy comprensible que fuese esta propensión a lo maravilloso, no era por ello menos intolerable. Cier­tamente, toda orden monástica digna de este nombre debe sentir la viva preocupación de ayudar a la canoni­zación de su fundador, reuniendo con el mayor celo to­dos los elementos susceptibles de contribuir a ella, ¡pero todo tiene sus límites! El caso era que, desde hacía algún tiempo, el abad había podido comprobar que su rebaño juvenil tendía a hurtarse a su autoridad, y el celo apasio­nado que ponían los jóvenes hermanos en descubrir y registrar milagros había puesto de tal modo en ridículo a la Orden Albertina de Leibowitz, que hasta en el Nuevo Vaticano se reían a mandíbula batiente...

Por ello estaba decidido el padre abad a mostrarse riguroso; en adelante, todo propagador de noticias mi­lagrosas sería castigado. En el caso de que el milagro fuese falso, el responsable pagaría de este modo el pre­cio de su indisciplina y de su incredulidad; si el milagro era auténtico y resultaba comprobado por verificacio­nes posteriores, el castigo sufrido constituiría la peni­tencia obligada que deben cumplir todos los que se be­nefician del don de la gracia.

En el momento en que el joven novicio llamó tími­damente a la puerta, el buen padre, terminadas sus re­flexiones, se había sentado y estaba de un humor muy adecuado a las circunstancias, en un estado de ánimo realmente feroz, aunque disimulado bajo la más benig­na apariencia.

—Adelante, hijo mío —dijo, con voz extrañamente suave.

—¿Me habéis hecho llamar, reverendo padre? —preguntó el novicio, sonriendo gozoso al advertir la caja de metal sobre la mesa del abad.

—Sí —respondió el padre, y pareció vacilar un ins­tante—. Pero tal vez —prosiguió— preferiríais que, en adelante, fuese yo a visitaros, ya que os habéis converti­do en un personaje célebre.

—¡Oh, no, padre mío! —exclamó el hermano Francis, muy colorado y con voz ahogada.

—Tenéis diecisiete años y, según todas las aparien­cias, no sois más que un imbécil.

—Sin duda alguna, reverendo padre.

—Pues, si es así, ¿qué motivos absurdos podéis te­ner para creeros digno de recibir las Órdenes?

—Absolutamente ninguno, venerable maestro. No soy más que un miserable pecador, cuyo orgullo es im­perdonable.

—¡Y todavía añadís a vuestras faltas —rugió el abad— la pretensión de un orgullo tan grande que es imperdonable!

—Es cierto, padre mío. No soy más que un gusa­nillo.

El abad le dirigió una sonrisa helada y recobró su calma vigilante.

—¿Estáis, pues, dispuesto a retractaros —pregun­tó—, y a Renégar de todas las divagaciones proferi­das bajo el influjo de la fiebre, a propósito de un ángel que se os habría aparecido y os habría entregado esta..,

—señaló con gesto despectivo la caja de metal— esta despreciable pacotilla?

El hermano Francis dio un respingo y cerró los ojos atemorizado.

—Temo... temo no poder hacerlo, oh maestro mío —balbució.

—¿Cómo?

—No puedo negar lo que han visto mis ojos, reve­rendo padre.

—¿Sabéis cuál es el castigo que os aguarda?

—Sí, padre mío.

—Bien está. Disponeos a recibirlo.

Con un suspiro de resignación, el novicio se le­vantó el hábito hasta la cintura y se inclinó sobre la mesa. Tomando entonces una sólida vara de nogal que guardaba en un cajón, el buen padre le dio diez azotes seguidos en las posaderas. (Después de cada golpe, el novicio pronunciaba, sumiso, el Deo gratías debido a la lección de humildad que le era administrada.)

—Y ahora —interrogó el abad, bajándose las man­gas—, ¿estáis dispuesto a retractaros?

—Padre mío, no puedo hacerlo.

Volviéndole bruscamente la espalda, el sacerdote permaneció un instante silencioso.

—Muy bien —dijo al fin, con voz mordaz—. Como queráis. Pero no contéis en modo alguno con pronun­ciar votos solemnes este año, al mismo tiempo que los otros.

El hermano Francis, anegado en llanto, volvió a su celda. Los otros novicios recibieron el hábito monásti­co, y él, por el contrario, tendría que esperar otro año y pasar otra Cuaresma en el desierto, entre los lobos, orando por una vocación que sabía ya que le había sido ampliamente otorgada...

En el transcurso de las semanas que siguieron, el des­graciado tuvo al menos el consuelo de comprobar que el abad no había estado del todo en lo cierto al calificar de «despreciable pacotilla» el contenido de la caja de metal. Estas reliquias arqueológicas habían tenido un éxito vi­sible entre los hermanos, que consagraban mucho tiem­po a la limpieza y clasificación de los útiles; también se trabajaba en la restauración de los documentos escritos y se trataba de penetrar su sentido. Incluso corría el ru­mor, entre la comunidad, de que el hermano Francis ha­bía realmente descubierto auténticas reliquias del beato Leibowitz, sobre todo bajo la forma del plano, o azul, que llevaba su nombre y en el cual percibíanse todavía unas manchas parduscas. (¿Acaso sangre de Leibowitz? El padre abad opinaba que era jugo de manzana.) En todo caso, el plano estaba fechado en el Año de Gracia de 1956, es decir, parecía coetáneo del venerable fundador de la Orden.

En realidad, se sabía muy poco del beato Lei­bowitz; su historia se perdía entre las brumas del pasa­do, y la leyenda acababa de confundirla. Se afirmaba únicamente que Dios, para probar al género humano, había ordenado a los sabios de antaño —entre los que figuraba el bienaventurado Leibowitz— que perfeccio­naran ciertas armas diabólicas, gracias a las cuales el Hombre, en el lapso de unas pocas semanas, había lo­grado destruir lo esencial de la civilización, suprimien­do al mismo tiempo un gran número de sus semejantes, Así se había producido el Diluvio de las Llamas, al que habían seguido epidemias y plagas diversas y, por últi­mo, la ola de locura colectiva que debía llevar a la Edad de la Simplificación. En el transcurso de esta última época, los últimos representantes de la Humanidad, presos de vengativo furor, habían despedazado a todos los políticos, técnicos y hombres de ciencia; además habían quemado todas las obras y documentos de los archivos que hubiesen permitido al género humano lanzarse de nuevo por las rutas de la destrucción científica. En aquel tiempo, todos los escritores, todos los hombres instruidos, habían sido perseguidos con un odio sin precedentes... hasta el punto de que la palabra «bobo» había llegado a ser sinónimo de ciudadano honrado, íntegro y virtuoso.

Para librarse de las justificadas iras de los bobos su­pervivientes, muchos sabios y eruditos buscaron refu­gio bajo el manto de la Santa Madre Iglesia. Ésta los acogió en efecto, los vistió con hábitos monacales y se esforzó en librarlos de la persecución del populacho. Sin embargo, no siempre tuvo éxito este procedimien­to, pues algunos monasterios fueron asaltados, arroja­dos al fuego sus archivos y textos sagrados, y ahorca­dos los que habían buscado refugio allí. En lo que atañe a Leibowitz, había buscado asilo entre los cistercienses. Pronunció sus votos, se hizo sacerdote y, al cabo de doce años, obtuvo autorización para fundar una nueva orden monástica, la de los «Albertinos», así llamada en recuerdo de Alberto el Magno, profesor del gran santo Tomás de Aquino y patrón de los hombres de ciencia. La congregación recién creada debía consagrarse a la conservación de la cultura, así sagrada como profana, y sus miembros tenían por principal tarea transmitir a las generaciones venideras los escasos libros y documen­tos que habían escapado a la destrucción y que se man­tenían ocultos en todos los rincones del mundo. No obstante, algunos bobos descubrieron que Leibowitz era un antiguo sabio, y éste sufrió el martirio de la hor­ca.

La Orden por él fundada siguió, empero, funcio­nando, y sus miembros, en cuanto volvió a permitirse la tenencia de documentos escritos, pudieron incluso dedicarse a reproducir de memoria las numerosas obras de tiempos pasados. Pero, como la memoria de estos analistas era forzosamente limitada (y, por lo demás, pocos de ellos poseían una cultura lo bastante vasta para comprender las ciencias físicas), los hermanos copistas consagraron sus mayores esfuerzos a los textos sagrados, así como a las obras literarias y de cuestiones' sociales. Y de este modo fue como, de todo el inmenso repertorio de los conocimientos humanos, no sobrevi­vió más que una mezquina colección de pequeños tra­tados manuscritos.

Al cabo de seis siglos de oscurantismo, los monjes seguían estudiando y copiando su mísera cosecha. Ciertamente, la mayoría de los textos salvados por ellos no les eran de ninguna utilidad, e incluso algunos les resultaban totalmente incomprensibles. Pero a los bue­nos religiosos les bastaba con saber que en ellos se con­tenía el Conocimiento: su deber consistía en conservar­lo y transmitirlo, aunque el oscurantismo universal tuviese que durar diez mil años...

El hermano Francis de Utah volvió al desierto, el año siguiente, y recomenzó su ayuno de la soledad. Y una vez más regresó al monasterio, débil y flaco y fue llevado a presencia del padre abad, el cual le preguntó si estaba al fin dispuesto a retractarse de sus extravagantes declaraciones.

—No puedo hacerlo, padre mío —repitió el novicio—, no puedo negar lo que he visto con mis ojos.

Y el abad, una vez más, le castigó según la regla; igualmente pospuso los votos a fecha ulterior...

Mientras tanto, los documentos contenidos en la caja habían sido confiados a un seminario para su estu­dio, después de copiados. Pero el hermano Francis se­guía siendo un simple novicio; un novicio que no deja­ba de soñar en el magnífico santuario que se construiría un día en el lugar de su descubrimiento...

—¡Diabólica contumacia! —fulminaba el abad—. Si el peregrino de que nos habla ese idiota se dirigía, se­gún pretende, a nuestra abadía, ¿cómo es posible que no le hayamos visto...? ¡Y nada menos que un peregri­no con taparrabo de arpillera!

Sin embargo, esta historia del taparrabo de arpillera no dejaba de preocupar al buen padre. La tradición re­fería, en efecto, que al beato Leibowitz, antes de ahor­carlo le habían cubierto la cabeza con un saco de yute a guisa de capuchón.

El hermano Francis pasó siete años de noviciado y vivió en el desierto siete Cuaresmas sucesivas. Gracias a este régimen, llegó a ser maestro en el arte de imitar el aullido de los lobos, y así solía, por pura diversión, atraer a las manadas de fieras hasta los muros del con­vento, en las noches sin luna... Durante el día, se con­tentaba con trabajar en la cocina y fregar las baldosas del monasterio, mientras seguía estudiando los autores antiguos.

Un buen día, un enviado del seminario llegó a la abadía montado en un asno y trayendo una noticia que produjo gran alegría:

—Ahora estamos ya seguros —anunció— de que los documentos encontrados cerca de aquí se remontan a la fecha indicada, y de que el plano, en especial, tiene alguna relación con la carrera de nuestro bienaventura­do fundador. Ha sido enviado al Nuevo Vaticano, don­de será objeto de un estudio más profundo.

—Así, pues —interrogó el abad—, ¿puede tratarse a fin de cuentas de una reliquia verdadera de Lei­bowitz?

Pero el mensajero, poco deseoso de contraer res­ponsabilidades, se limitó a enarcar las cejas.

—Se dice que Leibowitz era viudo cuando fue or­denado —dijo, dando un rodeo—. Naturalmente, si se pudiera descubrir el nombre de su difunta esposa...

Entonces el abad, recordando la noticia en que fi­guraba un nombre de mujer, enarcó a su vez las cejas y sonrió.

Poco después, mandó llamar al hermano Francis.

—Hijo mío —le dijo con aire positivamente satisfe­cho—, creo que ha llegado el momento de que pronun­ciéis por fin los votos solemnes. Séame permitido, en esta ocasión, felicitaros por la paciencia y la firmeza de intención de que nos habéis dado continuas pruebas. Desde luego, no volverá a hablarse de vuestro... ejem... encuentro con un... ejem... caminante del desierto. Sois un bobo de los buenos, y podéis arrodillaros si queréis recibir mi bendición.

El hermano Francis lanzó un profundo suspiro y se desmayó abrumado de emoción. El padre le bendijo, y después le reanimó y le permitió pronunciar suá votos perpetuos: pobreza, castidad, obediencia... y observancia de la regla.

Algún tiempo después de aquello, el nuevo profesor de la Orden Albertina de los hermanos de Leibowitz fue destinado a la sala de los copistas, bajo la dirección de un monje anciano llamado Horner, y allí se puso a deco­rar concienzudamente las páginas de un tratado de álge­bra con bellas estampas representando ramos de olivo y querubines mofletudos.

—Si lo deseáis —le anuncio el viejo Horner con su voz cascada—, podéis consagrar cinco horas de vuestro tiempo, todas las semanas, a una labor de vuestra elec­ción... previa aprobación, naturalmente. En caso con­trario, destinaréis estas cinco horas de trabajo facul­tativo a copiar la Summa Theologica,1 así como los fragmentos de la Encydopedia Britannica que han lle­gado hasta nosotros.

Después de reflexionar, el joven monje preguntó:

—¿Podría consagrar estas horas a sacar una bella copia del plano de Leibowitz?

—No lo sé, hijo mío —respondió el hermano Horner, frunciendo las cejas—. Es éste un asunto en el cual nuestro excelente padre se muestra un poco quisquillo­so, ya lo sabéis... En fin —concluyó ante las súplicas del joven copista—, os lo voy a permitir, ya que se trata de un trabajo que no os robará mucho tiempo.

1. Evidentemente, se refiere a la Summa, de santo Tomás de Aquino.

El hermano Francis se proveyó, pues, del mejor per­gamino que pudo encontrar y pasó varias semanas ras­cando y puliendo la piel con una piedra plana, hasta darle la blancura resplandeciente de la nieve. Después consa­gró otras semanas al estudio de las copias del precioso documento, hasta que se supo de memoria todo el tra­zado y todo el misterioso embrollo de líneas geométricas y de símbolos incomprensibles. Por fin se sintió capaz de reproducir, con los ojos cerrados, toda la asombrosa complejidad del documento. Entonces, pasó todavía va­nas semanas hurgando en la biblioteca del monasterio para descubrir documentos que le permitieran hacerse una idea, siquiera vaga, de la significación del plano.

El hermano Jeris, joven monje que trabajaba igual­mente en la sala de copistas y se había burlado muchas veces de él y de sus misteriosas apariciones en el desier­to, le sorprendió un día que se hallaba entregado a aquella tarea.

—¿Puedo preguntaros —le dijo, inclinándose so­bre su hombro— lo que significa la frase «Mecanismo de Control Transistorial para Elemento 6-B»?

—Es, evidentemente, el nombre del objeto re­presentado en el plano —respondió el hermano Fran­cis, con cierta aspereza, pues el hermano Jeris no había hecho más que leer en voz alta el título del docu­mento.

—Sin duda... Pero, ¿qué representa el diseño?

—Pues... el mecanismo del control transistorial de un elemento «6-B», ¡naturalmente!

El hermano Jeris se echó a reír, y el joven copista enrojeció.

—Supongo —prosiguió— que el diseño representa en realidad algún concepto abstracto. En mi opinión, este Mecanismo de Control Transistorial debía ser una abstracción trascendental.

—¿Y en qué orden de conocimiento clasificaréis vuestra abstracción? —quiso saber Jeris, siempre sarcástico.

—Pues bien, veamos... —el hermano Francis vaciló un instante y después prosiguió—: Teniendo en cuenta los trabajos que realizaba el bienaventurado Leibowitz antes de entrar en religión, yo diría que el concepto de que aquí se trata tiene relación con el arte, hoy desapa­recido, que antaño llamaban electrónica.

—Este nombre figura, en efecto, en los textos escri­tos que nos han sido transmitidos. Pero, ¿qué significa exactamente?

—Nos lo dicen los propios textos: el objeto de la electrónica es la utilización del Electrón, que en uno de los manuscritos que poseemos, desgraciadamente in­completo, se define como una Torsión de la Nada Car­gada Negativamente.1

—Vuestros conocimientos me llenan de asombro —encomió Jeris—. ¿Puedo preguntaros ahora lo que significa la negación de la nada?

El hermano Francis, cada vez más sofocado, empe­zó a balbucear.

—La torsión negativa de la nada —prosiguió el im­placable Jeris— debe llevar forzosamente a algo positi­vo. Supongo, pues, hermano Francis, que lograréis fa­bricarnos este algo, si dedicáis a ello todos vuestros esfuerzos. Gracias a vos, llegará indudablemente el día en que poseeremos el famoso Electrón. Pero, ¿qué ha­remos con él? ¿Dónde lo pondremos? ¿Acaso en el al­tar mayor?

1. Definición exacta (dada por el profesor León Brillouifl, y utilizada por Robert Andrews Mullikan, premio Nobel). Resulta incomprensible si se desconoce el contexto, o sea, toda la compleja estructura de nuestra Física.

—No lo sé —respondió el hermano Francis, que empezaba a amoscarse—, como tampoco sé lo que era un Electrón ni para qué servía. Sólo tengo la convicción profunda de que la cosa debió de existir en algún tiem­po. Esto es todo.

Con una risa burlona, Jeris, el iconoclasta, le dejó y volvió a su trabajo. El incidente entristeció al hermano Francis, pero sin apartarle lo más mínimo del proyecto que se había trazado. En cuanto hubo asimilado la es­casa información que podía proporcionarle la bibliote­ca del monasterio sobre el arte perdido en que se había inspirado Leibowitz, esbozó algunos anteproyectos del plano que se proponía estampar en su pergamino. En cuanto al propio diseño, como no podía penetrar su significado, lo reproduciría tal cual se mostraba en el documento original. Para ello, emplearía tinta negra; por el contrario, en la reproducción de las cifras y le­yendas del plano adoptaría tintas de colores y caracte­res de fantasía. Decidió igualmente romper la austera y geométrica monotonía del original, adornando la re­producción con palomas y querubines, verdes hojas de parra, frutos dorados y pájaros multicolores, amén de una astuta serpiente. En la parte alta de su obra, tra­zaría una representación simbólica de la Santísima Tri­nidad, y al pie, haciendo juego, el dibujo de la cota de malla que era emblema de su Orden. Así se dignificaría debidamente el Mecanismo de Control Transistorial del beato Leibowitz, y su mensaje hablaría a los ojos al mismo tiempo que al espíritu.

Cuando hubo terminado el boceto preliminar, lo sometió tímidamente a la aprobación del hermano Horner.

—Advierto —dijo el viejo monje, en un tono matizado de cierto remordimiento— que este trabajo os ocupará mucho más tiempo de lo que había calculado... Pero, ¡qué importa! Proseguid. El dibujo es bello, be­llísimo.

—Gracias, hermano.

El hermano Horner guiñó un ojo al joven religioso.

—Me he enterado —le dijo confidencialmente— de que han decidido activar las formalidades necesarias para la canonización del beato Leibowitz. Por lo tanto, es probable que nuestro excelente padre se sienta ahora mucho menos inquieto acerca de lo que vos sabéis.

Desde luego, todo el mundo estaba al corriente de esta importante noticia. La beatificación de Leibowitz era desde hacía tiempo un hecho consumado, pero las últimas formalidades que debían convertirlo en santo podían requerir aún un buen número de años. Además, siempre era de temer que el Abogado del Diablo descu­briese algún motivo que hiciese imposible la canoniza­ción proyectada.

Al cabo de largos meses, el hermano Francis puso al fin manos a la obra, trazando amorosamente en el be­llo pergamino los finos arabescos, las volutas complica­das y las elegantes iluminaciones realizadas con panes de oro. Había emprendido un trabajo muy laborioso, que requería muchos años para ser llevado a buen fin. Naturalmente, los ojos del copista se resintieron de la dura prueba, y tuvo que interrumpir a veces su labor durante largas semanas, por miedo de que un error de­bido a la fatiga echase a perder toda la obra. Sin embar­go, el trabajo iba tomando forma poco a poco, y adqui­ría una belleza tan grandiosa que todos los monjes de la abadía acudían a contemplarlo, admirados. Sólo el escéptico hermano Jeris seguía con sus críticas.

—Me pregunto —decía— por qué no consagráis vuestro tiempo a un trabajo útil.

Esto era, al menos, lo que él hacía, puesto que fabricaba pantallas de pergamino decorado para las lám­paras de aceite de la capilla.

Mientras tanto, el viejo hermano Horner cayó en­fermo y declinó rápidamente. Llegados los prime­ros días de Adviento, sus hermanos cantaron para él la Misa de Difuntos, y entregaron sus restos mortales a la tierra original. El abad nombró al hermano Jeris para suceder al difunto en la dirección de los copistas, y el envidioso lo aprovechó enseguida para ordenar al hermano Francis que abandonara su obra maestra. Ya era hora, le dijo, de que dejara sus puerilidades; ahora fabricaría pantallas. El hermano Francis puso a buen recaudo el fruto de sus veladas y obedeció sin chistar. Mientras pintaba sus pantallas, se consolaba pensando que todos somos mortales... Sin duda, un día el alma del hermano Jeris iría a juntarse en el Paraíso con la del hermano Horner, pues, a fin de cuentas, la sala de los copistas no era más que la antecámara de la Vida Eter­na. Entonces, Dios mediante, podría reanudar su inte­rrumpida obra maestra.

Sin embargo, la divina Providencia tomó cartas en el asunto mucho antes de la muerte del hermano Jeris. Du­rante el verano siguiente, un obispo montado en un mulo y acompañado de un nutrido séquito de dignata­rios eclesiásticos llegó a llamar a la puerta del monaste­rio. El Nuevo Vaticano —anunció— le había nombrado abogado de la canonización de Leibowitz y solicitaba del padre abad todos los informes que podían servirle de ayuda en su misión; en particular, deseaba obtener algu­nas aclaraciones sobre una aparición del beato, con la que se decía había sido honrado un cierto hermano Francis Gerard de Utah.

El enviado del Nuevo Vaticano fue calurosamente recibido como merecía su dignidad. Fue alojado en el departamento reservado a los prelados que visitaban el monasterio, y seis novicios fueron puestos a su servicio. Se descorcharon en su honor las mejores bote­llas, se asaron los más delicados volátiles, e incluso se atendió a sus distracciones, contratando todas las no­ches a varios violinistas y una compañía de payasos. Hacía tres días que el obispo se encontraba allí cuando el buen padre abad llamó a su presencia al her­mano Francis.

—Monseñor Di Simone desea veros —dijo—. Si por desgracia dais rienda suelta a vuestra imaginación, haremos cuerdas de violín con vuestras tripas, arrojare­mos vuestro cadáver a los lobos y enterraremos vues­tros huesos en tierra no sagrada... Ahora, hijo mío, id en paz. Monseñor os espera.

El hermano Francis no necesitaba la advertencia del buen padre para contener la lengua. Desde el día ya le­jano en que la fiebre le había hecho locuaz después de su primera Cuaresma en el desierto, se había guardado muy bien de decir una palabra sobre su encuentro con el peregrino. Pero le emocionaba el comprobar que las altas jerarquías eclesiásticas se interesaban bruscamente por el peregrino, y por ello el corazón le latía fuerte­mente al llegar a presencia del obispo.

Sin embargo, sus temores resultaron infundados. El prelado era un anciano de aire paternal, que pareció interesado ante todo en la carrera del frailuco.

—Y ahora —le dijo al cabo de un rato de amable charla— habladme de vuestro encuentro con el biena­venturado fundador.

—¡Oh, Monseñor! Yo no he dicho nunca que se tratara del beato Leibo...

—Claro, claro, hijo mío... Aquí traigo un proceso verbal de la aparición. Ha sido redactado de acuerdo con informaciones recogidas en las mejores fuentes. Sólo os pido que lo leáis. Después, confirmaréis su exactitud, o lo corregiréis, en caso necesario. Este do­cumento se apoya sólo en referencias. En realidad, sólo vos podéis decirnos lo que ocurrió exactamente. Os pido que lo leáis con mucha atención.

El hermano Francis tomó el grueso legajo que le tendía el prelado y empezó a leer el relato oficial con creciente aprensión, que no tardó en convertirse en verdadero espanto.

—Parecéis trastornado, hijo mío —observó el obis­po—. ¿Habéis observado acaso algún error?

—Es que... es que... no es esto... Las cosas no pasa­ron así... ¡en absoluto! —gimió el desdichado fraile, aterrado—. Yo no le vi más que una vez, y se limitó a preguntarme el camino de la abadía. Después golpeó con el bastón la piedra bajo la cual descubrí las reli­quias...

—Entonces, si he comprendido bien, ¿no hubo coro celestial?

—Oh, no.

—¿Ni una aureola alrededor de su cabeza, ni una alfombra de flores que se iba extendiendo bajo sus pies a medida que andaba?

—Ante Dios que me está viendo, Monseñor, ¡afir­mo que nada de esto se produjo!

—Bueno, bueno —dijo el obispo, suspirando—. Ya sé que las historias que cuentan los viajeros son siempre exageradas...

Como parecía desilusionado, el hermano Francis se apresuró a excusarse, pero el abogado del futuro santo le tranquilizó con un ademán.

—No importa, hijo mío —le aseguró—. A Dios gracias, no faltan milagros, debidamente comprobados. Por otra parte, los documentos que descubristeis nos han sido de utilidad, puesto que nos han permitido co­nocer el nombre de la esposa de nuestro venerable fun­dador, que murió, como bien sabéis, antes de que él en­trase en religión.

—¿De veras, Monseñor?

A pesar de su visible desencanto ante el relato que de su encuentro con el peregrino le había hecho el joven fraile, monseñor Di Simone no pasó menos de cinco días enteros en el lugar en que Francis había des­cubierto la caja de metal. Le acompañaba una cohorte de jóvenes novicios, armados de palas y picos... Des­pués de mucho cavar, el obispo regresó a la abadía, al atardecer del quinto día, con un rico botín de objetos diversos, entre los cuales se contaba una vieja caja de aluminio que aún contenía restos de una masa gelati­nosa seca que tal vez había sido antaño berza en conserva.

Antes de partir de la abadía, visitó la sala de los co­pistas y quiso ver la reproducción hecha por el hermano Francis del famoso azul de Leibowitz. Él monje, entre protestas de que la cosa no valía la pena, se la mostró con mano temblorosa.

—¡Canastos! —exclamó el obispo (o al menos esto fue lo que creyeron oír)—. Hay que terminar este tra­bajo, hijo mío, ¡hay que terminarlo!

Sonriendo, el fraile buscó la mirada del hermano Jeris. Pero el otro se apresuró a volver la cabeza. Al día siguiente, el hermano Francis volvía a su trabajo, con grandes refuerzos de plumas de oca, panes de oro y pinceles diversos.

...Seguía trabajando en ello cuando una nueva dele­gación del Vaticano se presentó en el monasterio. Esta vez, la comitiva era numerosa, e incluso había en ella guardias armados para rechazar los ataques de los sal­teadores. Al frente de ella, montado en una mula negra, se erguía un prelado de pequeños cuernos y colmillos acerados (al menos, así lo afirmaron varios novicios). Declaró ser el Advocatus Diaboli, encargado de opo­nerse por todos los medios a la canonización de Lei­bowitz, y explicó que el objeto de su visita a la abadía era investigar ciertos rumores absurdos, propalados por frailucos histéricos, que habían llegado hasta las autoridades supremas del Nuevo Vaticano. Sólo con ver al emisario, uno se daba cuenta enseguida de que no era hombre capaz de dejarse engatusar.

El abad le recibió cortésmente y le ofreció una pe­queña cama metálica en una celda orientada al Sur, excu­sándose de no poder aposentarle en el departamento de honor, provisionalmente inhabilitado por razones de higiene. El nuevo huésped tuvo que contentarse, para su servicio, con las personas de su séquito, y compartió, en el refectorio, el yantar ordinario de los monjes: hier­bas cocidas y caldo de raíces.

—He oído decir que padecéis crisis nerviosas, con pérdida del sentido —le dijo al hermano Francis, cuan­do el fraile compareció ante él—. ¿Cuántos locos o epilépticos ha habido entre vuestros antepasados o parientes?

—Ninguno, Excelencia.

—¡No me llaméis Excelencia! —rugió el dignata­rio—. Y tened el convencimiento de que no me costará nada que confeséis la verdad.

Hablaba de esta formalidad como de una interven­ción quirúrgica de las más vulgares, y pensaba, por lo visto, que habría debido de realizarse muchos años atrás.

—Sabéis sin duda —prosiguió— que existen proce­dimientos para hacer que los documentos nuevos pa­rezcan antiguos, ¿no es cierto?

El hermano Francis lo ignoraba.

—Sabéis igualmente que la esposa de Leibowitz se llamaba Emily, y que Emma no es en absoluto, el dimi­nutivo de aquel nombre, ¿verdad?

Francis tampoco estaba muy informado de esto. Recordaba únicamente que sus padres, cuando él era niño, empleaban a veces ciertos diminutivos un poco a la ligera...

«Además — dijo para sí — , si el beato Leibowitz, a quien Dios bendiga, decidió llamar Emma a su mujer, estoy seguro de que tuvo sus razones...»

Entonces el enviado del Nuevo Vaticano la em­prendió con un curso de semántica, tan furioso y tan vehemente que el desdichado frailuco creyó perder la razón. Al terminar la tormentosa sesión, no sabía si­quiera si era cierto o no que hubiese visto un día un pe­regrino.

Antes de partir, el Abogado del Diablo quiso ver también la copia iluminada que había hecho Francis, y el desdichado se la mostró, con la muerte en el alma. Por lo pronto, el prelado se quedó asombrado; después tragó saliva y pareció que hacía un esfuerzo para decir

—   Ciertamente, no carecéis de imaginación — dijo —. Pero creo que esto lo sabían ya todos los de aquí.

Los cuernos del emisario habían menguado varios centímetros y el hombre partió aquella misma tarde ha­cia el Nuevo Vaticano.

...Y fueron transcurriendo los años, añadiendo algu­nas arrugas a los rostros jóvenes y algunas canas a las sie­nes de los frailes. En el monasterio, la vida seguía su cur­so, y los monjes continuaban sumidos en sus copias, como en tiempos pasados. Un buen día, el hermano Jeris concibió el proyecto de construir una prensa de impri­mir. Cuando el abad le preguntó el motivo, sólo supo responder:

Para aumentar la producción.

¿Ah, sí? — replicó el padre

— . ¿Y de qué creéis que servirán vuestros papelotes en un mundo en que la gente se considera dichosa de no saber leer? Tal vez pensáis venderlos a los campesinos para encender el fuego, ¿no?

Mortificado, el hermano Jeris encogió tristemente los hombros... y los copistas del monasterio siguieron trabajando con plumas de oca....

Por fin, una mañana de primavera, poco antes de la Cuaresma, se presentó un nuevo mensajero en el mo­nasterio trayendo una buena, excelente noticia: el expe­diente para la canonización de Leibowitz estaba ya completo; el Sacro Colegio no tardaría en reunirse, y el fundador de la Orden Albertina figuraría pronto entre los santos del calendario.

Mientras se regocijaba toda la comunidad, el padre abad —ahora ya muy viejo y bastante complaciente— hizo llamar al hermano Francis.

—Su Santidad requiere vuestra presencia en las fiestas que van a celebrarse con motivo de la canoniza­ción de Isaac Edward Leibowitz —murmuró—. Dis­poneos a partir.

Y añadió, en tono gruñón:

—Si queréis desmayaros, ¡hacedlo en otra parte!

El viaje del joven fraile al Nuevo Vaticano le llevaría al menos tres meses, o acaso más: todo dependería de la distancia que pudiese cubrir antes de que los inevitables salteadores le privaran de su asno.

Partió solo y desarmado, provisto únicamente de unas alforjas de mendicante. Apretaba contra su cora­zón la copia iluminada del plano de Leibowitz, y roga­ba a Dios que no se la robasen. Claro que los bandole­ros eran gente ignorante y no habrían sabido qué hacer con ella... Sin embargo, y por precaución, el fraile se había tapado un ojo con un trocito de paño negro. Los campesinos eran supersticiosos y la amenaza de «mal de ojo» bastaba a veces para ponerlos en fuga.

Después de dos meses y algunos días de viaje, el hermano Francis tropezó con un ladrón en un sendero montañoso, rodeado de bosques espesos y lejos de

todo lugar habitado. Era un hombre de corta talla, pero robusto como un buey. Separadas las piernas y cruza­dos los poderosos brazos sobre el pecho, esperaba en medio del sendero la llegada del fraile, que avanzaba hacia él, al paso lento de su montura... Parecía estar solo y no llevaba más arma que un cuchillo, que ni si­quiera se sacó de la cintura. Aquel encuentro produjo al monje una profunda desilusión; en lo más hondo de su corazón, a lo largo de todo el camino, no había deja­do de esperar que encontraría un día al peregrino de antaño.

—¡Alto! —ordenó el ladrón.

El asno se detuvo por su cuenta. El hermano Francis se alzó la capucha para mostrar el parche negro y se llevó lentamente la mano al ojo, como dispuesto a des­cubrir un horrible espectáculo disimulado por el paño. Pero el hombre echó la cabeza atrás y lanzó una risota­da siniestra y realmente satánica. El fraile se apresuró a mascullar un exorcismo, cosa que tampoco pareció im­presionar al ladrón.

—Esto hace ya años que no sirve —le dijo—. Va­mos, apéate.

El hermano Francis se encogió de hombros, sonrió y se apeó de su montura sin protestar.

—Buenos días, señor —dijo, en amable tono—. Podéis llevaros el asno. Me sentará bien andar un poco.

Y ya se alejaba cuando el ladrón le cerró el paso.

—¡Espera! ¡Desnúdate completamente y déjame ver lo que llevas en este paquete!

El monje le mostró sus alforjas, con un pequeño ademán de excusa, pero el otro se echó a reír a más y mejor.

—¡También conozco el truco de la pobreza! —dijo a su víctima en tono sarcástico—. El último mendigo que detuve llevaba medio kilo de oro encima... Vamos, pronto, ¡desnúdate!

Cuando el fraile lo hubo hecho, el hombre registró sus vestiduras, no encontró nada y se las devolvió.

—Ahora —prosiguió—, veamos ese paquete.

—No es más que un documento, señor —protestó el religioso—, un documento que carece de valor para quien no sea su dueño.

—¡Abre el paquete, te he dicho!

El hermano Francis obedeció sin rechistar y pronto resplandecieron bajo el sol las iluminaciones del perga­mino. El ladrón lanzó un silbido de admiración.

—¡Qué bonito! A mi mujer le gustará para colgarlo en la pared de la choza.

El pobre fraile, al oírlo, sintió que le fallaba el cora­zón y se puso a murmurar una plegaria silenciosa: «Si lo has enviado Tú, Señor, para probarme —suplicó desde lo más profundo de su alma—, dame al menos el valor de morir como un hombre, pues, si está escrito que tiene que robármelo, ¡tendrá que hacerlo al cadáver de Tu indigno siervo!

—¡Envuélvemelo! —ordenó de pronto el ladrón, que sabía lo que quería.

—Os lo ruego, señor —gimió el hermano Fran­cis—, ¿cómo podéis privar a un pobre hombre de una obra en la que ha empleado toda su vida...? Quince años he pasado iluminando este manuscrito y...

—¿Cómo? —le interrumpió el ladrón—. ¿Lo has hecho tú mismo?

Y se desternilló de risa.

—No comprendo, señor—replicó el monje, enroje­ciendo ligeramente—, lo que pueda tener de gracioso...

—¡Quince años! —exclamó el hombre, entre dos accesos de risa—. ¡Quince años! ¿Y por qué?, te pre­gunto. ¡Por un pedazo de papel! ¡Quince años...! ¡Ja, ja!

Y, asiendo con ambas manos la hoja iluminada, se dispuso a desgarrarla. Entonces el hermano Francis se dejó caer de rodillas en medio del sendero.

—¡Jesús, María y José! —exclamó—. ¡Os lo supli­co, señor, en nombre del Cielo!

El ladrón pareció ablandarse un poco; arrojando el pergamino al suelo, preguntó burlón:

—¿Estarías dispuesto a luchar por tu pedazo de papel?

—¡Lo que queráis, señor! ¡Haré todo lo que queráis!

Ambos se pusieron en guardia. El fraile se santiguó precipitadamente e invocó al Cielo, recordando que antaño la lucha había sido un deporte autorizado por la divinidad... Después se lanzó al combate.

Tres segundos más tarde yacía sobre los puntiagu­dos guijarros que le laceraban el espinazo, medio as­fixiado bajo una pequeña montaña de duros músculos.

—¡Ya está! —dijo, modestamente, el ladrón, levan­tándose y cogiendo el pergamino.

Pero el fraile se arrastró de rodillas, juntando las manos y ensordeciéndole con sus súplicas desespe­radas.

—Creo —se burló el ladrón— que serías capaz de besarme los zapatos con tal de que te devolviese el di­bujo.

Por toda respuesta, el hermano Francis le alcanzó de un salto y empezó a besar fervorosamente las bo­tas del vencedor.

Esto era ya demasiado, incluso para un pillastre de siete suelas. Lanzó un juramento, arrojó el manuscrito al suelo, montó en el asno y se alejó... Inmediatamente, el hermano Francis se lanzó sobre el documento y lo recogió del suelo. Después trotó detrás del hombre, implorando para él todas las bendiciones del cielo y dando gracias al Señor por haber creado malandrines tan desinteresados.

Sin embargo, cuando el ladrón y su asno hubieron desaparecido en la arboleda, el monje empezó a preguntarse, con un poco de tristeza, por qué razón, en efecto, había consagrado quince años de su vida a este pedazo de pergamino... Las palabras del ladrón resona­ban aún en sus oídos: «¿Y por qué?, te pregunto...» Sí, ¿por qué?, ¿por qué razón?

El hermano Francis reanudó su camino, pensativo y con la cabeza gacha bajo el capuchón... Incluso hubo un momento en que se le ocurrió la idea de arrojar el documento entre los matorrales y dejarlo allí, bajo la lluvia... Pero el padre abad había aprobado su deseo de entregarlo a las autoridades del Nuevo Vaticano, a modo de presente. El monje pensó que no podía pre­sentarse allí con las manos vacías, y ya serenado, prosi­guió el camino.

Había llegado el momento. Perdido en la inmensa y majestuosa basílica el hermano Francis se hallaba sumi­do en la prestigiosa magia de colores y sones. Después de invocar al Espíritu infalible, símbolo de toda perfec­ción, se levantó un obispo —el monje advirtió que era monseñor Di Simone, abogado del santo—, quien pidió a san Pedro que se pronunciara, por medio de S. S. León XXII, y ordenó a todos los reunidos que prestaran oído atento a las solemnes palabras que iban a ser pronunciadas.

Un momento después, el Papa se levantó despacio y proclamó que Isaac Edward Leibowitz debía ser en adelante venerado como santo. Asunto concluido. El oscuro técnico de antaño formaba ya parte de la celeste falange. El hermano Francis dirigió enseguida una de­vota plegaria a su nuevo patrón, mientras el coro ento­naba el Te Deum.

Un rato más tarde, y andando con un paso vivo, el Soberano Pontífice apareció tan bruscamente en la sala de audiencias donde esperaba el frailuco, que la sorpre­sa cortó el resuello al hermano Francis, privándole del

uso de la palabra. Se arrodilló apresuradamente para besar el anillo del Pescador y recibir la bendición, y después se levantó torpemente, sin saber qué hacer con el bello pergamino iluminado que sostenía detrás de la espalda. Comprendiendo el motivo de su turbación, el Papa sonrió.

—¿Acaso nuestro hijo nos trae un presente? —preguntó.

El monje farfulló algo ininteligible, asintió estúpi­damente con la cabeza y por fin alargó su manuscrito, que el Vicario de Cristo observó largamente sin decir palabra y con rostro impasible.

—No es nada —masculló el hermano Francis, que sentía aumentar su turbación a medida que se prolon­gaba el silencio del Pontífice—, no es más que una pequeñez, un miserable presente... Incluso me avergüen­zo de haber pasado tanto tiempo en...

Se detuvo en seco, ahogado por la emoción.

Pero el Papa parecía no haberle oído.

—¿Comprendes el significado del simbolismo em­pleado por san Isaac? —preguntó al fraile, sin dejar de examinar con curiosidad el misterioso trazado del plano.

El hermano Francis, por toda respuesta, sacudió negativamente la cabeza.

Y el fraile se puso a balbucear las gracias, mientras el Soberano Pontífice se perdía de nuevo en la contem­plación de los diseños tan bellamente iluminados.

—Sea cual fuere su significación... —comenzó el Papa; pero se interrumpió de golpe y empezó a hablar de otra cosa.

Si habían hecho al fraile el honor de recibirle, le ex­plicó, no era porque las autoridades eclesiásticas se hu­biesen formado una opinión oficial sobre el peregrino que el monje había visto... El hermano Francis había sido tratado de esta suerte porque se le quería recompensar por el hallazgo de importantes documentos y reliquias. Así se había juzgado su hallazgo, sin tener absolutamente en cuenta las circunstancias que lo acompañaron.

—Sea cual fuese su significación —repitió al fin—, este fragmento de saber, muerto en la actualidad, reco­brará vida algún día.

Sonriendo, dirigió al monje un pequeño guiño.

—Y nosotros lo conservaremos celosamente hasta que aquel día llegue —concluyó.

Sólo entonces advirtió el hermano Francis que la so­tana blanca del Papa tenía un agujero y que todas sus vestiduras estaban bastante usadas. La alfombra de la sala de audiencias estaba también muy raída en algunos sitios, y el yeso del techo se caía visiblemente a pedazos.

Pero en las estanterías que se veían a lo largo de los muros, había libros, libros enriquecidos con admira­bles iluminaciones, libros que trataban de cosas incom­prensibles, libros pacientemente copiados por hombres cuya tarea no consistía en comprender, sino en conser­var. Y estos libros esperaban que llegase su hora

—Adiós, mi querido hijo.

El humilde guardián de la llama del saber marchó a pie a su lejana abadía... Cuando se acercó a la comarca en que merodeaba el ladrón, se sintió lleno de alegría. Si aquel día el ladrón estaba de descanso, se sentaría a es­perar su regreso. Porque esta vez sabía ya lo que tenía que responder a su pregunta.

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