9. Epílogo


Mi padre nació en 1872 y creció en Berkshire Downs, al sur de Wantage. Era un excelente y entusiasta jardinero y tenía una personalidad encantadora. Le recuerdo salvando unas avispas que habían caído en la pila y corrían peligro de ahogarse. Me dijo que si estaban ahí era para algo y luego me explicó cómo mantenían a raya a los áfidos de los ciruelos y que, teniendo en cuenta la perfección con que desempeñaban su trabajo, bien se merecían algunas de las frutas en pago.

No tenía creencias religiosas formales y no pertenecía a iglesia alguna. Tengo la impresión de que su sistema moral derivaba de esa mezcolanza de cristianismo y magia tan común entre las gentes del campo: para ellas, tanto el primer día de mayo como la Pascua son motivo de ceremonia y regocijo. Sentía instintivamente su parentesco con todos los seres vivientes y aún recuerdo cuanto dolor le producía ver un árbol cortado. Debo buena parte de mis sentimientos hacia las cosas naturales a los paseos dados con él por antiguos caminos y senderos que serpenteaban entre la campiña y que gozaban, o parecían gozar en aquellos días, de una tranquilidad decorosa y dulce.

Si he comenzado el capítulo con estos apuntes autobiográficos ha sido para iniciar con mayor facilidad el examen de los aspectos más especulativos e intangibles de la hipótesis de Gaia: los que conciernen al pensamiento y a la emoción en la interrelación del hombre y Gaia.

Empecemos por nuestro sentido de la belleza. Al decir sentido de la belleza, hablo de esos complejos sentimientos de placer, reconocimiento, plenitud, asombro, excitación y anhelo que nos invaden cuando vemos, palpamos, olemos o escuchamos algo que acreciente nuestra autoconciencia y al mismo tiempo profundice nuestra percepción de la verdadera naturaleza de sus cosas.

 

Se ha dicho frecuentemente —por algunos ad nauseam— que estas placenteras sensaciones están inextricablemente ligadas a esa extraña hiperestesia del amor romántico. Aunque así sea, no parece necesario tener que atribuir el placer sentido paseando por el campo, mientras la mirada se pierde sobre suaves colinas a que asimilamos instintivamente los contornos redondeados de éstas a los de un pecho femenino. En realidad, tal pensamiento podría ocurrírsenos, pero nuestro placer es también explicable en términos de Gaia.

Parte de la recompensa implícita en el cumplimiento de nuestro rol biológico mediante la creación de un hogar, de una familia es un sentimiento subyacente de satisfacción.

 

A pesar de lo dura y lo descorazonadora que esta tarea haya podido ser a veces, a un nivel más profundo nos sentimos agradablemente conscientes de haber hecho lo que debíamos, de habernos mantenido en la corriente de la vida. Cuando por una u otra razón nos hemos desorientado o las cosas no van bien nos colma una sensación tan perceptible como la anterior, pero dolorosa, de pérdida y fracaso. Quizá estemos también programados para reconocer instintivamente nuestro rol óptimo en relación con las demás formas de vida a nuestro alrededor.

 

Cuando, en nuestras relaciones con las demás partes de Gaia, actuamos según nos dicta este instinto, somos recompensados por la constatación de que lo que parece correcto es también hermoso, apareciendo esas placenteras sensaciones cuyo conjunto es nuestro sentido de la belleza. Cuando la relación con lo que nos rodea se pervierte o se deteriora, la consecuencia es una sensación de vacío, de carencia.

 

Muchos de nosotros hemos experimentado el choque que supone encontrar el pacífico valle de nuestra niñez, donde crecía el tomillo y los setos estaban coronados de eglantinas, convertido en una extensión uniforme de cebada (pura y sin malas hierbas) desprovista de la menor característica propia.

El que nos asalten sensaciones placenteras —estímulo, además, para preservar— cuando establecemos una relación equilibrada con las demás formas de vida es congruente con las fuerzas darwinianas de la selección natural. El milenario New Forest del sur de Inglaterra, en una época coto de caza privado de Guillermo el Conquistador y sus barones normandos, es todavía un lugar de increíble belleza, patrullado de noche por tejones y en el que los póneys tienen preferencia de paso sobre peatones y vehículos de motor.

 

Aunque estas históricas 130 millas cuadradas de bosque y brezal están bajo la protección de Decretos Parlamentarios especiales, sobreviven realmente gracias a nuestra incesante vigilancia, ya que en la actualidad son campo de recreo para miles de excursionistas, campistas y turistas que vierten en él 600 toneladas de basuras anuales y que, en ocasiones, dejan caer descuidadamente una cerilla o un cigarrillo sin apagar, provocando incendios que en horas destruyen muchos acres de algo cuya existencia ha requerido el ejercicio de una relación equilibrada entre el bosque y sus moradores durante siglos.

Otro instinto nuestro que probablemente trabaje también en pro de la supervivencia es el que asocia la adecuación física y las proporciones debidas a la belleza individual. Nuestros cuerpos están formados por células cooperativas; cada una de ellas, es decir, cada soma celular provisto de núcleo, es la asociación simbiótica de entidades más pequeñas.

 

Si un ser humano, producto de todo este esfuerzo cooperativo, resulta hermoso cuando está correctamente ensamblado, ¿es descabellado sugerir que, guiados por idéntico instinto, quizá reconozcamos la belleza y la adecuación de determinado entorno, cuya génesis implica la reunión de un grupo de animales —incluyendo al hombre— y otras formas de vida?

Sería espantosamente difícil verificar experimentalmente la noción de que el instinto de asociar adecuación a belleza favorece la supervivencia, pero valdría la pena intentarlo. Me pregunto si, una vez establecida tal noción, podríamos valorar la belleza objetivamente en lugar de hacerlo con mirada de poseedor. Hemos visto cómo la capacidad de reducir la entropía —o dicho con los términos de la teoría de la información, para reducir la incertidumbre de mis respuestas a las cuestiones sobre la vida— es, en sí misma, una medida de la vida. También la belleza, podría seguirse de lo anterior, está asociada con mengua de la entropía, disminución de la incertidumbre y menor vaguedad.

 

Quizás siempre hayamos sabido esto ya que, después de todo forma parte de nuestro programa interno de reconocimiento de la vida. Por ello, y mirando con los ojos de Blake, hasta nuestro depredador nos parece hermoso:

¡Tigre! ¡Tigre! resplandor ardiente de las florestas de la noche
¿Qué ojo inmortal, qué mano tu simetría temible retuviera?

¿En qué abismos profundos, en qué cielos destellaba la hoguera de tus ojos?

¿Qué altas alas audaces necesita?

¿Dónde la fuerte mano que retendrá la llama?

Podría ser incluso que el ideal platónico de belleza absoluta significara algo, que la naturaleza misma de la vida, ese inaccesible estado de certidumbre, pudiera medirse contra él.

Mi padre nunca me dijo porqué creía que todo cuanto había en el mundo tenía una razón de ser; imagino que sus pensamientos y sentimientos sobre la campiña estaban basados en una mezcolanza de instinto, observación y sabiduría tribal, ingredientes que aún permanecen diluidos en muchos de nosotros y que todavía son lo bastante fuertes como para dar impulso a movimientos ecologistas llamados a convertirse en fuerzas cuya existencia ha de ser tenida en cuenta por otros poderosos grupos de presión de nuestra sociedad.

 

Como consecuencia de ello, las iglesias de las religiones monoteístas y las recientes herejías del humanismo y el marxismo se enfrentan a la desagradable verdad de que su viejo enemigo, el pagano de Wordsworth "a los pechos criado de gastada doctrina", está aún vivo, parcialmente al menos, en nuestro interior.

En épocas pasadas, cuando las epidemias y las hambrunas regulaban el tamaño de nuestra especie, parecía bueno y conveniente intentarlo todo para sanar al enfermo y preservar la vida humana, actitud que posteriormente cristalizaría en la creencia de que la Tierra había sido hecha para el hombre, para dar completa satisfacción a sus necesidades y a sus deseos. En sociedades o instituciones autoritarias parecía absurdo dudar de la prudencia o la sabiduría de talar un bosque, represar un río o construir un complejo urbano.

 

Todo cuanto significara aumento de los bienes materiales, y por eso mismo, se consideraba correcto. La preocupación moral se limitaba estrictamente a impedir el soborno y la corrupción, asegurando también un reparto justo de beneficios.

La angustia que hoy sienten muchos a la vista de dunas, pantanos salobres, bosques, pueblos incluso, brutalmente destruidos, borrados de la faz de la Tierra por la maquinaria pesada, es un sentimiento muy real. No es ningún consuelo oír que lamentarse es reaccionario, que el nuevo desarrollo urbano ofrecerá puestos de trabajo y oportunidades a los jóvenes. El que esta afirmación sea parcialmente cierta inhibe la expresión del dolor y la ira producidos por la contemplación del desaguisado, lo que los hace aún más intensos.

 

En circunstancias así no es ninguna sorpresa que el movimiento ecologista, aunque poderoso, carezca de objetivos definidos. Tiende a lanzar ataques contra blancos tan inapropiados como la industria del fluorocarbono o la caza del zorro, mientras ignora los problemas, potencialmente mucho más serios, planteados por la mayoría de los métodos agrícolas.

Las emociones, intensas pero confusas, provocadas por los peores excesos de Obras Públicas o de la empresa privada, constituyen un rico filón para los manipuladores sin escrúpulos; son fuente de ansiedad, por lo tanto, para gobiernos e industrias responsables. Añadir el muy usado adjetivo "ambiental" a los nombres de departamentos y organismos no parece tener mucho efecto sobre el reflujo, cada vez mayor, de iras y protestas.

Las causas ecológicas se apoyan frecuentemente en argumentos biológicos que, si bien en apariencia tienen una sólida base científica, son de muy poco peso para los científicos. Los ecologistas saben que, hasta ahora, no hay prueba alguna de que las actividades humanas, sean cuales fueran, hayan disminuido la productividad total de la biosfera. Con independencia de los sentimientos de un ecologista como individuo acerca de un problema inminente, está maniatado por la falta de pruebas científicas serias. Todo ello configura un movimiento ecológico dividido, confundido y airado.

Las iglesias y los movimientos humanistas, percibiendo la poderosa carga emocional del movimiento ecologista, han reexaminado creencias y dogmas para asimilarlo en la medida de lo posible. El concepto de los tripulantes cristianos por ejemplo, ha cobrado nuevos bríos: el. hombre, si bien sigue aún ejerciendo dominio sobre los peces, las aves y todo el resto de los seres vivientes, es responsable ante Dios de la buena administración de la Tierra.

Desde el punto de vista de Gaia, todos los intentos de racionalizar el hecho de una biosfera sometida al hombre, sojuzgada por él, están tan condenados al fracaso como el concepto de colonialismo benevolente.

 

Todos ellos dan por sentado que el hombre es el propietario del planeta o, al menos, su arrendatario. Animal Farm, la alegoría orwelliana, cobra un significado más profundo si tenemos en cuenta que, de una forma u otra, todas las sociedades humanas consideran al mundo una granja de su propiedad. La hipótesis de Gaia implica que el estado estable de nuestro planeta incluye al hombre como parte de o socio en una entidad muy democrática.

Entre los diversos conceptos difíciles incorporados a la hipótesis de Gaia está el concepto de inteligencia. Como en el caso de la vida no podemos definirla completamente; hemos de contentarnos con categorizarla. La inteligencia es una característica de los sistemas vivientes, y está muy relacionada con la facultad de contestar preguntas correctamente. Podría añadirse que, en especial, las preguntas sobre esas respuestas al medio que afectan la supervivencia del sistema, y la supervivencia de la asociación de sistemas a las que pertenece.

A nivel celular, las decisiones concernientes, por ejemplo, a la comestibilidad de una partícula, a si el entorno es favorable u ofrece riesgos y demás interrogantes de este tipo, son de vital importancia para sobrevivir.

 

Se trata, sin embargo, de procesos automáticos carentes por completo de pensamiento consciente. Gran parte de los ajustes homeostáticos rutinarios, trátese de la célula, el animal, o la biosfera toda, tienen lugar automáticamente, aunque hay que reconocer la necesidad de un cierto grado de inteligencia hasta para un proceso automático: sin ella no podría interpretarse correctamente la información ambiental enviada por los sensores periféricos.

 

El contestar adecuadamente preguntas sencillas como "¿está demasiado caliente?" o "¿hay aire suficiente para respirar?" requiere inteligencia. Incluso al nivel más rudimentario, el ocupado por el primitivo sistema cibernético discutido en el capítulo 4 cuya función era responder correctamente al sencillo interrogante sobre la temperatura interna del horno, requiere una forma de inteligencia.

 

En realidad, todos los sistemas cibernéticos son inteligentes teniendo en cuenta que todos han de responder correctamente al menos una pregunta. Si Gaia, existe, no hay duda de que, al menos en este limitado sentido, goza de inteligencia.

El espectro de la inteligencia iría de las manifestaciones más rudimentarias —las del ejemplo anterior— a nuestros propios pensamientos, conscientes e inconscientes durante la resolución de un problema difícil. Comentamos brevemente algunos aspectos de la complejidad del sistema regulador de la temperatura corporal en el capítulo 4, aunque nos ocupamos sobre todo de la parte completamente automática, de la parte desprovista de toda acción consciente.

 

Comparado con la termostasis de un horno de cocina, el sistema automático regulador de la temperatura corporal tiene la inteligencia de un genio, pero se halla aún por debajo del nivel consciente; es comparable con el nivel de los mecanismos reguladores que esperaríamos encontrar en Gaia.

En las criaturas que poseen la facultad del pensamiento consciente, del conocimiento, y nadie sabe todavía en qué etapa del desarrollo cerebral se instaura este estado, hay que contar con la posibilidad adicional de la anticipación cognoscitiva. Un árbol se prepara para el invierno desprendiéndose de las hojas y modificando su química interna para que las heladas no lo dañen, todo lo cual se realiza automáticamente, utilizando para ello la información contenida en el código genético del árbol.

 

Por otra parte, si queremos viajar a Nueva Zelanda en julio una de nuestras precauciones más inmediatas sería comprar ropa de abrigo; ello comporta el uso de un tipo de información atesorado por el conjunto de nuestras especies, que está a disposición de cualquiera de nosotros a nivel consciente. Por lo que se sabe, somos las únicas criaturas del planeta con capacidad para reunir y almacenar información, utilizándola después de este modo complejo.

 

Si somos parte de Gaia resulta interesante preguntarse hasta qué punto es también parte de ella nuestra inteligencia colectiva: ¿Constituimos, en cuanto que especie, el sistema nervioso de Gaia, el órgano capaz de anticipar conscientemente los cambios ambientales?

Nos guste o no, estamos empezando a funcionar de esta forma. Piénsese, por ejemplo, en uno de esos miniplanetas, como Icaro, con un diámetro de una milla aproximadamente y una órbita irregular que corta, a la terrestre. Cierto día, los astrónomos nos advierten que uno de estos miniplanetas sigue una trayectoria de choque con la Tierra; el impacto tendrá lugar en pocas semanas.

 

El daño potencial producido por una colisión de esta índole podría ser serio, incluso para Gaia. Es probable que la Tierra haya sufrido en el pasado algún accidente semejante resultando de ello una importante devastación. Nuestra tecnología actual quizá nos permitiera salvarnos y salvar a nuestro planeta. No hay duda alguna de nuestra capacidad de enviar objetos en vastos trayectos espaciales sirviéndonos del control remoto (de una precisión cercana casi a lo milagroso) para obligarlos a moverse como queremos.

 

Se ha calculado que utilizando cierto número de nuestras bombas de hidrógeno (transportadas en vehículos cohete de gran tamaño) podríamos apartarlo lo suficiente de su trayectoria para transformar un impacto directo en un pasar rozando. Si esto suena a disparate de ciencia ficción, convendría recordar que, casi a diario y desde hace poco menos de cuarenta años, la ciencia ficción de ayer se ha convertido en la historia de hoy.

Bien pudiera ser que en lugar del planeta, lo que se aproximara fuera una glaciación particularmente rigurosa. Vimos en el capítulo 2 que aunque otra edad de hielo pudiera resultarnos desastrosa, tendría una importancia relativa para Gaia. Sin embargo, si aceptamos nuestro papel cómo parte integrante de Gaia, sus trastornos son los nuestros; la amenaza de la glaciación se convierte en un riesgo compartido.

 

Una posible vía de acción al alcance de nuestra capacidad industrial sería la manufactura de grandes cantidades de flurocarbonos, vertiéndolos luego en la atmósfera. Cuando la concentración en el aire de estas polémicas substancias pasara de la décima parte por mil millones, la cifra actual, a algunas partes por cada mil millones, se produciría un efecto invernadero similar al del dióxido de carbono que impediría el escape de calor al espacio.

 

Su presencia en la atmósfera podría, pues, alterar completamente el curso normal de la glaciación o por lo menos disminuir en gran medida su importancia. El que los fluorocarbonos causaran algún tipo de alteración temporal en la capa de ozono sería, comparativamente, un problema trivial.

Estos dos casos hipotéticos son sencillamente dos ejemplos de posibles situaciones de emergencia para la Gaia del futuro donde podríamos ser de ayuda. Más importante aún es la implicación del enorme incremento que habría experimentado la percepción de Gaia debido a la evolución del homo sapiens, con su inventiva tecnológica y su red de comunicaciones cada día más refinada y compleja.

 

Gaia, a través de la especie humana, está ahora alerta, es consciente de sí misma. Ha contemplado la imagen de su bello rostro a través de los ojos de los astronautas y las cámaras de televisión de los ingenios en órbita. Participa de nuestras sensaciones de placer y asombro, de nuestra capacidad de pensamiento consciente y especulación, de nuestra incansable curiosidad y de nuestro impulso. Esta nueva relación recíproca entre Gaia y el hombre no está, ni mucho menos, establecida del todo: todavía no somos una especie verdaderamente colectiva, verdaderamente parte integral de la biosfera, como lo somos en cuanto que criaturas individuales.

 

Bien pudiera ser que el destino de la humanidad sea transformar la ferocidad, la destrucción y la avidez contenidas en las fuerzas del tribalismo y el nacionalismo, fundiéndolas en una urgencia compulsiva por unirnos a la comunidad de criaturas que constituye Gaia. Puede parecer una rendición, pero tengo la sospecha de que las recompensas (sensaciones de bienestar y plenitud, el sabernos parte dinámica de una entidad mucho más vasta) compensaría con creces la pérdida de la libertad tribal.

Quizá no seamos la primera especie destinada a cumplir tal función, y probablemente no seremos tampoco la última. Los grandes mamíferos marinos, cuyos cerebros son de un tamaño muchas veces superior al de los nuestros, son otros candidatos. Es un lugar común en biología que la masa de los tejidos no funcionales se reduce durante el transcurso de la evolución: los sistemas que se optimizan a sí mismos eliminan los órganos carentes de función. Parece probable, por consiguiente, que la ballena espermática haga uso inteligente del enorme cerebro que posee, quizá a niveles de pensamiento muy por encima de nuestra comprensión.

 

Es posible, desee luego, que este cerebro apareciera por alguna razón relativamente trivial, para servir, por ejemplo, como mapa multidimensional viviente de los océanos, porque no hay forma más potente de consumir espacio de memorización que el almacenaje de datos ordenados multitudimensionalmente.

 

¿Será quizá el cerebro de la ballena comparable a la cola del pavo, un deslumbrante órgano de exhibición mental utilizado para atraer a la pareja e incrementar los goces del cortejo? ¿Es la ballena que ofrece juegos más estimulantes la que está en mejor posición para elegir pareja?

 

Sea cual sea la auténtica explicación y la verdadera razón de su existencia, lo que conviene destacar sobre las ballenas y el tamaño de sus cerebros es que los de gran porte son, casi con toda seguridad, versátiles. La causa original de su desarrollo pudo ser todo lo específica que se quiera, pero una vez que aparecen se explotan inevitablemente otras posibilidades.

 

El cerebro humano, por ejemplo, no se desarrolló como resultado de la ventaja selectiva natural de aprobar exámenes, ni tampoco para que pudiéramos realizar ninguna de las gestas memorísticas u otros ejercicios mentales, que la "educación" exige hoy explícitamente.

Como especie colectiva con capacidad para almacenar y procesar información, es probable que hayamos sobrepasado con mucho a las ballenas. Solemos mostrarnos proclives a olvidar, sin embargo, que muy pocos de nosotros seríamos capaces de fabricar una barra de hierro a partir del mineral en bruto y menos aún serían los capaces de construir una bicicleta partiendo del hierro.

 

La ballena quizá posea, como entidad individual, una capacidad de pensamiento cuya complejidad vaya mucho más allá de nuestra comprensión, y puede que entre sus invenciones mentales se cuenten hasta las especificaciones de una bicicleta; pero sin las herramientas, la técnica y el permanente archivo de cornos, la ballena no puede convertir esos pensamientos en objetos.

Aunque no conviene establecer analogías entre los cerebros animales y los computadores siempre es tentador hacerlo. Sucumbamos a la tentación y permitámonos la reflexión de que los humanos diferimos de todas las demás especies animales en la superabundancia de accesorios a cuyo través podemos comunicar y expresar nuestra inteligencia, tanto individual como colectivamente, utilizándola para fabricar máquinas y modificar el entorno.

 

Nuestros cerebros pueden compararse con computadores de tamaño mediano que están directamente conectados entre sí, disponiendo de bancos de memoria y de un surtido casi ilimitado de sensores, instrumentos periféricos y otros ingenios. Por el contrario, los cerebros de las ballenas podrían compararse con un grupo de grandes computadores laxamente conectados entre sí pero casi por completo desprovistos de todo medio de comunicación externa.

¿Qué habríamos pensado de una antigua raza de cazadores, aficionados sobre todo a la carne de caballo y que, simplemente para satisfacer tal gusto hubiera perseguido y dado muerte sistemáticamente a todos los caballos de la Tierra hasta la completa extinción de la especie?

 

Salvajes, perezosos, estúpidos, egoístas y crueles son algunos de los epítetos que vienen a la mente. ¡Qué derroche cometido por no saber detectar la posibilidad del trabajo asociado entre hombre y caballo!

 

Ya es bastante mala la cría, la explotación que de las ballenas hacen esas naciones cuya industria, atrasada y primitiva, reclama un constante suministro de determinados productos, pero si les damos caza despiadadamente hasta extinguirlas habremos cometido un genocidio del que serán culpables esas burocracias nacionales, indolentes y cerradas, capitalistas o marxistas, desprovistas de corazón o inteligencia para sentir o comprender la magnitud del crimen.

 

Quizá estén todavía a tiempo de enmendar sus errores.

 

Quizá, un día, los niños que compartiremos con Gaia cooperarán pacíficamente con los grandes mamíferos oceánicos utilizando la ballena para que los viajes de la mente adquieran mayor impulso, de igual modo que el caballo nos transportó una vez sobre la superficie de la Tierra.

 

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