3. El reconocimiento de Gaia


Imaginemos una playa: Probablemente pensaremos en doradas extensiones de arena fina a las que llega un oleaje tranquilo, donde cada grano tiene su sitio y en las que nada parece ocurrir.

 

Raramente, sin embargo, son las playas esos lugares idílicos e inmutables, al menos no durante mucho tiempo seguido. Las mareas y los vientos agitan incansablemente sus arenas, si bien es cierto que hasta aquí podemos hallarnos todavía en un mundo cuyos cambios se circunscriben a los perfiles de las dunas y a las figuras cinceladas por los flujos y reflujos de las aguas.

 

Supongamos que en el horizonte, por otra parte inmaculado de nuestra playa, aparece una manchita. Inspeccionándola más de cerca descubrimos que se trata de un apilamiento arenoso obra, inequívocamente, de un ser vivo: vemos ahora, con total claridad, que se trata de un castillo de arena. Su estructura de conos truncados superpuestos revela que la técnica constructiva empleada ha sido la del cubo. El foso y el puente levadizo, con su rastrillo grabado que, con el secado de la arena empieza ya a desvanecerse, son también típicos.

 

Estamos, por así decir, programados para reconocer instantáneamente la mano humana en un castillo de arena, pero si hicieran falta pruebas adicionales de que este apilamiento arenoso no es un fenómeno natural, habríamos de señalar que no se ajusta a las condiciones de su entorno. Las olas han hecho del resto del la playa una superficie perfectamente lisa, mientras que el castillo se yergue aún, orgullosamente, sobre ella; además, hasta la fortaleza construida por un niño tiene una complejidad de diseño y muestra una deliberación tales como para descartar desde el primer momento la posibilidad de que sea una estructura debida a fuerzas naturales.

Hasta en este sencillo mundo de playas y castillos de arena hay cuatro estados nítidamente diferentes: el estado inerte de neutralidad amorfa y completo equilibrio, (sin existencia real mientras el Sol brille proporcionando la energía precisa para mantener el aire y el mar en movimiento, que se encargarán a su vez de desplazar los granos de arena); el estado "de régimen permanente" estructurado, pero aún inerte, de una playa de arena rizada y de dunas apiladas por el viento; la playa que, con el castillo de arena, exhibe un signo de vida, y el estado, finalmente, en el cual la vida hace acto de presencia bajo la forma del constructor del castillo.

El tercer orden de complejidad, el representado por el castillo de arena, situado en un lugar intermedio con relación al estado abiológico de régimen permanente, por una parte, y al estado que incorpora la vida por otra, es importante en nuestra búsqueda de Gaia.

 

Aunque en sí mismas inertes, las construcciones realizadas por un ser vivo contienen un verdadero caudal de información sobre las necesidades e intenciones de su constructor. Las señales de la existencia de Gaia son tan efímeras como nuestro castillo de arena. Si sus asociados vitales no realizaran una continua labor de reparación y recreación, del mismo modo que los niños levantan una y otra vez sus castillos, toda huella de Gaia pronto desaparecería.

¿Cómo es posible entonces identificar las manifestaciones de Gaia distinguiéndolas de las estructuras fortuitas producto de las fuerzas naturales? Y, en cuanto a la presencia de la misma Gaia, ¿cómo la reconocemos?

 

Por suerte no estamos totalmente desprovistos, como los enloquecidos cazadores del Snark, de mapas o de medios de identificación; contamos con algunas indicaciones. A finales del siglo pasado, Boltzman redefinió elegantemente la entropía diciendo que era la medida de la probabilidad de una distribución molecular.

 

Esta definición, que quizá al principio pueda parecer oscura, nos conduce directamente a lo que buscamos. Implica que, allí donde aparezca un agrupamiento molecular altamente improbable, existirá casi con certeza la vida o algunos de sus productos; si esa distribución es de índole global, quizá estemos siendo testigos de alguna manifestación de Gaia, la criatura viviente más grande de la Tierra.

Pero ¿qué es, podrías decir, una distribución improbable de moléculas? A esta pregunta hay muchas respuestas posibles, entre ellas algunas no demasiado aclaratorias, como por ejemplo que es una distribución de moléculas improbables (como, tú, lector), o bien una distribución improbable de moléculas comunes (como, por ejemplo, el aire). Más general y más útil (para nuestra búsqueda) es definirla como una distribución cuyas diferencias con el estado de fondo tienen importancia bastante para conferirle entidad propia.

 

Otra definición general señala que una distribución molecular improbable es aquella que, para su constitución, requiere un dispendio de energía por parte del trasfondo de moléculas en equilibrio.

 

(Del mismo modo que nuestro castillo es reconociblemente diferente de su uniforme fondo; la medida en la que es diferente o improbable expresa la disminución entrópica, la deliberada actividad vital que representa).

Vemos, por lo tanto, cómo en Gaia se evidencian improbabilidades en la distribución de moléculas a escala global de características nítidas e indudablemente diferenciadas, tanto del estado de régimen permanente, como del equilibrio conceptual.

Será de utilidad que, para empezar, establezcamos claramente los pormenores de una Tierra, primero en estado de equilibrio y luego en el inerte estado de régimen permanente. Necesitamos también establecer qué se entiende por equilibrio químico.

El estado de desequilibrio es aquel del cual, al menos en principio, es posible extraer alguna energía, como cuando un grano de arena cae de un lugar más alto a otro más bajo. En el equilibrio, por el contrario, no existen estas diferencias, no hay energía disponible. En nuestro pequeño mundo de granos de arena las partículas fundamentales eran, efectivamente, idénticas o muy parecidas, pero el mundo real contiene más de un centenar de elementos químicos que pueden combinarse de muchas formas diferentes. Unos pocos —el carbono, el hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno, el fósforo y el azufre— se interrelacionan en número casi infinito de combinaciones. Son más o menos conocidas, sin embargo, las proporciones de todos los elementos del aire, el mar y las rocas de la superficie terrestre.

 

Conocemos también la cantidad de energía liberada cuando cada uno de estos elementos se combina con otro y cuando tales compuestos se combinan a su vez. Suponiendo, por tanto, que existe una fuente de alteración aleatoria y continua —el viento de nuestra playa— podemos calcular cuál será la distribución de los compuestos químicos cuando se alcanza el estado de mínima energía, en otras palabras el estado a partir del cual no hay reacción química que pueda producir energía alguna.

 

Cuando realizamos este cálculo (naturalmente, con la ayuda de un computador) obtenemos unos resultados que son aproximadamente los que muestran la Tabla 1.

Sillen, el distinguido químico sueco, fue el primero en calcular cuál sería el resultado de llevar las substancias de la Tierra hasta el equilibrio termodinámico, obteniendo unos resultados confirmados posteriormente por muchos otros.

Tabla 1

Comparación entre la composición de los océanos y el aire del mundo actual y la que tendrían en un hipotético mundo en equilibrio químico.
 

Es uno de esos ejercicios en los que, contando con la ayuda de un computador para realizar la tediosa parte de cálculo, la imaginación puede volar libremente. Para alcanzar el estado de equilibrio a escala de la Tierra, es necesario aceptar ciertos presupuestos formidablemente irreales: hemos de imaginar que el mundo ha sido de algún modo confinado dentro de un envoltorio aislante que, a modo de termo cósmico, lo mantiene a 15° C.

 

Los componentes del planeta son entonces cuidadosamente mezclados hasta completar todas las reacciones químicas posibles, extrayendo la energía por ellas liberada para mantener constante la temperatura. El resultado final sería un mundo cubierto por una capa oceánica carente de todo oleaje, sobre la cual habría una atmósfera rica en dióxido de carbono y desprovista de oxígeno y nitrógeno.

 

El mar, muy salado, tendría un lecho compuesto por sílice, silicatos y minerales cretáceos.

La composición química exacta y la configuración de nuestro imaginario mundo en equilibrio químico son menos importantes que la absoluta carencia de fuentes de energía: ni lluvia, ni olas o mareas, ni posibilidad de reacción química que produzca energía alguna. Es muy importante para nosotros entender que un mundo así —tibio, húmedo, con todo lo necesario a mano— nunca sería albergue de vida, imposible sin un continuo aporte de energía solar que la sustente.

Este abstracto mundo en equilibrio difiere significativamente de lo que podría ser una Tierra inerte: la Tierra, en primer lugar, continuaría girando sobre sí misma y alrededor del Sol, estando por consiguiente sometida a un poderoso flujo de energía radiante, capaz de descomponer moléculas en las capas más exteriores de la atmósfera.

 

Tendría, además, una alta temperatura interior mantenida por la desintegración de elementos radiactivos procedentes de la cataclísmica explosión nuclear de cuyos restos se formó la Tierra. Habría nubes, lluvia y posiblemente pequeñas extensiones de tierra firme. Suponiendo el rendimiento solar actual, los casquetes polares probablemente no existieran, porque este mundo sin vida de régimen permanente contendría una gran cantidad de dióxido de carbono, perdiendo por ello el calor más lentamente que nuestro mundo real.

Un mundo inerte contaría con algo de oxígeno, procedente de la descomposición de moléculas de agua en las capas superiores de la atmósfera (los muy ligeros átomos de hidrógeno escaparían al espacio); la cantidad exacta, motivo de discusión, dependería del ritmo de aparición en superficie de materiales reductores subcorticales y de la cantidad de hidrógeno que regresara del espacio. Sabemos con seguridad, sin embargo, que de haber oxígeno, sería tan sólo en cantidad mínima, algo así como el contenido actualmente en Marte.

 

Este mundo dispondría de energía cólica e hidráulica, pero la química sería sumamente escasa. No podría obtenerse nada ni remotamente parecido a un fuego. Aun suponiendo vestigios de oxígeno en la atmósfera, no habría nada que quemar en él, y si dispusiéramos de combustible, el oxígeno atmosférico necesario para prender algo es de un 12 por ciento, cantidad muy superior al pequeñísimo porcentaje de un mundo sin vida.

Aunque este mundo inerte es distinto al mundo en equilibrio, las diferencias entre ambos son insignificantes en relación a las obtenidas comparando cualquiera de ellos con nuestro mundo vivo de hoy. Las relativas a la composición química de aire, mar y tierra son materia de posteriores capítulos. Aquí nos interesa señalar que la energía química está disponible en cualquier punto de nuestro planeta actual, y que son pocos los lugares en los cuales es imposible encender fuego; en realidad, bastaría tan sólo un aumento de aproximadamente el 4 por ciento en el nivel atmosférico de oxígeno para poner al mundo en peligro de conflagración.

 

Cuando el nivel de oxígeno alcanza el 25 por ciento, hasta la vegetación húmeda sigue ardiendo una vez que la combustión ha empezado, de tal modo que un bosque incendiado por un rayo seguiría quemándose ferozmente hasta que todo el material combustible hubiese sido consumido. Estos mundos de novela de ciencia ficción con estimulantes atmósferas ricas en oxígeno son eso, mundos de ficción: bastaría el descenso de la nave del protagonista para hacerlos arder como teas.

Mi interés por los fuegos y por la disponibilidad de energía química libre no se debe a ninguna extraña fijación o soterrada tendencia pirómana, sino a que, en términos químicos, la intensidad de la energía libre (la energía que proporciona una hoguera, por ejemplo) mide cuan diferente es lo que estudiamos. Sólo ella hace ya nuestro mundo (incluso sus áreas desprovistas de vida) perfectamente distinguible del mundo en equilibrio y del mundo de régimen permanente.

 

Los castillos de arena desaparecerían en un día de la Tierra si no hubiera niños para construirlos. Si la vida se extinguiera, la energía libre disponible para encender fuegos desaparecería tan pronto, comparativamente, como el oxígeno del aire. Tal proceso se cumpliría en aproximadamente un millón de años, lapso temporal insignificante para la vida de un planeta.

Lo fundamental, pues, de mi argumentación, es esto: de igual modo que los castillos de arena no son consecuencia accidental de fenómenos tales como el viento o las olas, naturales pero abiológicos, tampoco lo son los cambios químicos experimentados por la composición de la corteza terrestre que hacen posible la combustión ígnea.

 

Podrías pensar, lector, que todo esto está muy bien: la idea de que muchas de las características abiológicas de nuestro mundo, como la posibilidad de encender fuego, son consecuencia directa de la presencia de vida está respaldada por un argumento convincente, pero ¿cómo nos ayuda esto a reconocer la existencia de Gaia?

 

Mi respuesta es que, allí donde las situaciones de profundo desequilibrio, como la presencia de oxígeno y metano en el aire o de árboles en el suelo son de alcance global, estamos vislumbrando algo de tamaño planetario capaz de mantener inalterada una distribución molecular altamente improbable.

Los mundos inertes que he modelado para compararlos a nuestro mundo viviente están, obviamente, poco definidos: los geólogos podrían cuestionar la distribución de elementos y compuestos. Es, sin duda, tema abierto a discusión la cantidad de nitrógeno que contendría un mundo inerte. Sería particularmente interesante tener datos sobre el contenido de nitrógeno de Marte; saber si este gas ha escapado al espacio, como el profesor Me Elroy de Harvard ha sugerido, o si se halla en la superficie del planeta químicamente ligado a otros elementos (formando nitratos, por ejemplo).

 

Marte podría ser muy bien el prototipo de un mundo de régimen permanente desprovisto de vida.

Consideremos ahora las otras formas de construir un mundo de esta índole y comparémoslas luego con el modelo ya discutido. Supongamos una total falta de vida en Marte y Venus e interpongamos entre ellos un hipotético planeta inerte que ocupara el lugar de la Tierra. Una buena forma de imaginar sus características fisicoquímicas respecto a sus vecinos sería hacerlo en términos de un país imaginario situado a mitad de camino entre Finlandia y Libia. La composición atmosférica de Marte, la Tierra, Venus y nuestro hipotético planeta abiológico está detallada en la Tabla 2.

La segunda forma es suponer que, una de esas profecías cuyo mensaje es el fin inminente de nuestro planeta, se hace realidad y que en la Tierra perece toda vida, hasta la última espora de la bacteria anaerobia más profundamente enterrada (no hay posibilidad alguna de que una devastación de tal grado se produzca, pero imaginemos que así ha sido).

 

Para completar con propiedad el cuadro y seguir paso a paso los cambios del decorado químico durante la muerte de nuestro planeta, necesitamos idear un proceso que acabe con la vida sin alterar el entorno físico; dar con algo tan definitivo representa, a pesar de las profecías de muchos ecologistas, un problema prácticamente insoluble. Se habla de la amenaza de los aerosoles para la capa de ozono; al desaparecer, nada impedirá que una avalancha de letal radiación ultravioleta procedente del sol "destruya completamente la vida sobre la Tierra".

 

La eliminación total o parcial de la capa de ozono que envuelve a la Tierra tendría muy desagradables consecuencias para la vida tal como la conocemos. Muchas especies, incluyendo al hombre, padecerían daños y otras serían destruidas. Las plantas verdes, principales productoras de alimentos y oxígeno, sufrirían deterioro, pero se ha demostrado recientemente que ciertas especies de algas azul-verdes, transformadoras primarias de energía en los tiempos antiguos y en las playas modernas, son extremadamente resistentes a las cortas ondas de la radiación ultravioleta.

 

La vida de este planeta es una entidad recia, robusta y adaptable; nosotros no somos sino una pequeña parte de ella. Su fracción más esencial está constituida probablemente por el conjunto de criaturas que habitan los lechos de las plataformas continentales y que pueblan el suelo inmediatamente bajo la superficie. Los animales y las plantas de gran tamaño son relativamente irrelevantes; resultan quizá comparables a ese grupo de elegantes vendedores y modelos glamorosas que se encargan de presentar un producto. Pueden ser deseables pero no esenciales.

 

Son los esforzados trabajadores microbianos del suelo. y los lechos marinos los que mantienen las cosas en marcha, y la opacidad de sus respectivos medios los pone a salvo de la más intensa radiación ultravioleta.

Las radiaciones nucleares tienen posibilidades letales: si una estrella próxima se convierte en una supernova y explota ¿no esterilizará a la Tierra la intensa radiación cósmica? ¿Y que sucedería si, en el transcurso de una guerra total, el armamento nuclear es utilizado a discreción?

 

Pues que, como en el caso anterior, la especie humana y los animales grandes se verían seriamente afectados, pero para la mayor parte de la vida unicelular tales acontecimientos ni siquiera se habrían producido.

 

Se ha investigado repetidamente la ecología del atolón Bikini para ver si el alto nivel de radiactividad consecuencia de las pruebas nucleares allí realizadas ha perjudicado la vida del arrecife coralino, comprobándose su escaso efecto, salvo donde la explosión había volado el suelo fértil dejando al descubierto la roca.

A finales de 1975, un comité formado por ocho miembros distinguidos de la Academia Nacional de Ciencias norteamericana, auxiliado por otros cuarenta y ocho científicos de reconocida competencia en materia de explosiones nucleares, publicó un informe donde se decía que si, con motivo de una guerra, se detonara la mitad de los arsenales nucleares del mundo —unos 10.000 megatones— los efectos sobre gran parte de los ecosistemas humanos del mundo sería pequeño al principio y despreciable en menos de treinta años.

 

Tanto agresores como agredidos quedarían localmente devastados, pero las áreas alejadas de los blancos y los ecosistemas marinos y costeros, de especial importancia para la biosfera, sufrirían alteraciones mínimas.

Hasta la fecha, el informe sólo parece contener un punto susceptible de crítica y es su afirmación de que el principal efecto global sería la destrucción parcial de la capa de ozono debido a los óxidos de nitrógeno generados en el calor de sus explosiones nucleares. Sospechamos actualmente que esta aseveración es falsa, que los óxidos de nitrógeno no representan una amenaza demasiado importante para el ozono estratosférico.

 

Cuando el informe se dio a conocer, Norteamérica experimentó una extraña y desproporcionada preocupación por la capa de ozono, porque si bien la extrapolación quizá termine resultando cierta, sigue siendo una especulación basada en pruebas muy débiles. Hoy por hoy, parece todavía que una guerra nuclear generalizada, aunque pavorosa para las naciones en conflicto y sus aliados, no supondría la total devastación tan a menudo descrita. Ciertamente no significaría gran cosa para Gaia.

 

El informe fue criticado —lo es aún— moral y políticamente, y se calificó de irresponsable, alegándose su carácter estimulante para los planificadores militares más belicosos. Parece que eliminar la vida de nuestro planeta sin modificarlo físicamente es poco menos que imposible. Sólo nos quedan los supuestos ficticios: construyamos pues un apocalíptico decorado en el que toda la vida de la Tierra, hasta la última espora, haya sido eliminada.

El doctor Intensli Avid es un científico devoto que trabaja para una floreciente organización dedicada a la investigación agrícola, al que afectan sobremanera las pavorosas fotografías de niños hambrientos publicadas en los boletines Oxfam. El doctor Avid está decidido a consagrar sus conocimientos y su talento a la tarea de incrementar la producción mundial de alimentos, especialmente en esas zonas subdesarrolladas donde se han tomado las mencionadas fotografías.

 

Su plan de trabajo se basa en la idea de que el retraso sufrido por la agricultura de estos países se debe, entre otras cosas, a la falta de fertilizantes; sabe también que, para las naciones industrializadas, no es fácil producir y exportar fertilizantes sencillos — nitratos, fosfatos— en cantidades suficientes para que resulten de utilidad.

 

Es consciente, por otra parte, de que el empleo exclusivo de fertilizantes químicos tiene ciertos inconvenientes. Teniendo en cuenta todo ello, sus intenciones son servirse de técnicas de manipulación genética para desarrollar cepas bacterianas fijadoras de nitrógeno muy mejoradas respecto a las existentes. Gracias a ellas el nitrógeno del aire podría ser transferido directamente al suelo sin necesidad de recurrir para ello a una industria química compleja ni de alterar el equilibrio edáfico natural.

El doctor Avid ha consumido gran número de años estudiando pacientemente por qué cepas muy prometedoras que hacían maravillas en el laboratorio fracasaban al ser transferidas a los campos de prueba tropicales, sin que ello desanimara al científico. Un día, escuchando casualmente los comentarios de un técnico agrícola sobre un tipo de maíz desarrollado en España de magníficos resultados en suelos pobres en fosfato, tuvo la corazonada de que el maíz, sin ayuda, difícilmente podría darse bien en un suelo de ese tipo: ¿Era posible que hubiera adquirido una bacteria de algún modo captadora de fosfato —como la que vive en las raíces del trébol y fija el nitrógeno del aire— en su beneficio?

 

Avid, al que pronto correspondían unos días de vacaciones, decidió pasarlos en España, lo más cerca posible del centro agrícola donde se realizaba el trabajo sobre el maíz, y notificó su llegada a los colegas españoles para discutir juntos el problema. Así lo hizo y, de vuelta a su laboratorio tras el intercambio de opiniones y muestras, inició inmediatamente el cultivo de éstas, obteniendo del maíz español un microorganismo móvil con una capacidad para captar fosfato del suelo superior a todo lo que había visto hasta entonces.

 

No fue difícil para un científico de su competencia conseguir la adaptación de esta nueva bacteria a fin de que pudiera vivir cómodamente en diferentes cultivos, en los arroceros especialmente, la más importante fuente de alimento de las áreas tropicales. Las primeras pruebas de cereales tratados con Phosphomonas avidii realizadas en el centro experimental inglés tuvieron un éxito sorprendente, registrándose incrementos substanciales en el rendimiento de todos sin que se observara la aparición de efecto adverso alguno.

Llegó el momento de efectuar la prueba tropical en la estación experimental de campo de Quensland del Norte: un pequeño arrozal fue regado sin más ceremonia con la dilución de un cultivo de P. avidii. La bacteria, ignorando su anterior matrimonio con el cereal, se unió aquí, adúltera pero fervorosamente, con una recia y autosuficiente alga verde-azul que crecía sobre la superficie acuática del arrozal.

 

En el cálido entorno tropical que ponía a su alcance todo cuanto requería un crecimiento explosivo, sus cantidades se duplicaban cada veinte minutos, sin que los pequeños organismos depredadores normalmente encargados de poner coto a un desarrollo de esta índole pudieran hacer nada por impedirlo.

 

Era tal la avidez por el fósforo de la combinación alga-bacteria que el crecimiento de cualquier otra cosa era completamente imposible.

A las pocas horas, todo el arrozal y los circundantes aparecían cubiertos de una substancia iridiscente, verdosa, que los asemejaba a pútridos estanques de patos. Algo había salido muy mal. Se dio la voz de alarma y los científicos pronto descubrieron la asociación entre la P. avidii y el alga: viendo lo que podía suceder si no actuaban con toda prontitud, tomaron las medidas necesarias para que el arrozal y las vías de agua afluentes fueran tratadas con un biocida a fin de acabar con la invasora pareja.

 

Aquella noche, el doctor Avid y sus colegas se acostaron tarde, cansados y preocupados. Cuando tras algunas horas de inquieto sueño saltaron de sus camas, la luz del amanecer confirmó sus peores pesadillas: la superficie de una pequeña vía de agua, separada de los arrozales por varios kilómetros y cercana al mar, estaba cubierta de una esponjosa masa verde-gris.

 

Despavoridos, aplicaron por doquier todos los agentes de destrucción a su alcance y, al comprobar que no podían atajar el avance de la plaga, el director de la estación intentó desesperadamente, pero en vano, persuadir al gobierno de que evacuara el área en el acto y la esterilizara con una bomba de hidrógeno antes de que fuera completamente imposible controlarla.

Dos días después, la infección había llegado a las aguas costeras y entonces fue demasiado tarde. En menos de una semana, la mancha verde era claramente visible para los pasajeros de los aviones que volaban a ocho mil metros por encima del Golfo de Carpenteria. Seis meses más tarde, gran parte de los océanos y casi todas las tierras estaban cubiertas por una gruesa capa de légamo verdoso que se alimentaba vorazmente de la vida animal y vegetal que se pudría bajo ella.

Gaia había sido herida de muerte. De igual modo que, con demasiada frecuencia, los seres humanos perecen a causa del crecimiento incontrolado e invasor de una versión anómala de sus propias células, la cancerosa asociación alga-bacteria desplazaba más y más la intricada variedad de especies características de un planeta vivo y saludable.

 

La casi infinita gama de criaturas que llevan a cabo cooperativamente todas las tareas esenciales para la supervivencia común estaba siendo aplastada por un manto uniforme de verdor, cerrado a todo lo que no fuera su inextinguible ansia de alimentarse y crecer. Vista desde el espacio, la Tierra se había transformado en una esfera de un desvaído verde azulado.

 

Agonizante Gaia, desaparecían los últimos restos del control cibernético a cuyo cargo está la composición de la superficie y de la atmósfera, manteniéndolas en el óptimo para la vida. La producción biológica de amoníaco se había interrumpido hacía tiempo y las grandes masas de materia orgánica en putrefacción —incluyendo enormes cantidades del alga misma— producían compuestos sulfurosos que en la atmósfera se oxidaban transformándose en ácido sulfúrico. Las lluvias eran, por consiguiente, progresivamente más ácidas; las caídas sobre las masas de tierra expulsaban de este habitat al intruso.

 

La falta de otros elementos esenciales empezó a dejarse sentir y a repercutir más y más en el crecimiento de la talofita, que fue extinguiéndose gradualmente, sobreviviendo tan sólo en escasos hábitats marginales de donde también desaparecería así se hubieron acabado los nutrientes disponibles.

Examinemos en detalle los pasos que conducirían a la Tierra a transformarse en un planeta yermo de régimen permanente, teniendo en cuenta que la escala temporal sería del orden del millón de años o más.

 

Las tormentas y las radiaciones procedentes del Sol y del espacio exterior continuarían bombardeando nuestro indefenso mundo, rompiendo los enlaces químicos más estables: los elementos alterados se recompondrían en formas más próximas al equilibrio. En principio, la más importante de estas reacciones tendría lugar entre el oxígeno y la materia orgánica muerta.

 

La mitad, aproximadamente, se oxidaría, quedando el resto enterrada en arenas o lodos. Este proceso se cobraría solamente un pequeño porcentaje del oxígeno: la parte más cuantiosa iría combinándose, poco a poco pero inexorablemente, con el nitrógeno del aire y los gases reductores expulsados por los volcanes.

Hemos hablado ya de las lluvias ácidas, las precipitaciones cargadas de sulfúrico y de nítrico. Pues bien, uno de sus efectos sería devolver a la atmósfera, en forma de gas, el dióxido de carbono del suelo fijado por los agentes biológicos en cosas tales como calizas o cretas. El dióxido de carbono, decíamos en anteriores capítulos, es un gas "invernadero". En pequeñas cantidades, su efecto sobre la temperatura del aire es proporcional a la cantidad añadida o, como diría un matemático, tiene efecto lineal.

 

Pero cuando la concentración de CO2 atmosférico llega —o excede— al 1 %, entran en juego efectos no lineales que provocan una intensa subida de la temperatura. Al faltar la biosfera que lo fija, la tasa atmosférica de dióxido de carbono sobrepasaría probablemente esa cifra crítica del 1 %, con lo que la Tierra alcanzaría rápidamente una temperatura próxima a la del agua en ebullición. Esto, a su vez, aceleraría las reacciones químicas acercándolas todavía más al punto de equilibrio. Entretanto, los bullentes océanos se habrían encargado de hacer desaparecer los últimos vestigios de la pareja destructora.

En nuestro presente mundo, ascendiendo unos 13.000 metros por encima de la superficie, nos encontrarnos con un frío tan intenso que el vapor del agua se hiela casi en su totalidad: su concentración a esa altura es únicamente de una parte por millón. El escape de este pequeño resto hacia capas superiores donde puede disociarse produciendo oxígeno, es tan lento como para no tener repercusión alguna.

 

La violenta climatología, empero, de un mundo de océanos hirvientes, generaría probablemente nubes cargadas de agua que alcanzarían las capas atmosféricas altas, provocando en ellas un incremento de la temperatura y de la humedad; ello tendría como consecuencia una más rápida descomposición del agua, con mayor liberación de hidrógeno (que escaparía al espacio) y de oxígeno. La mayor presencia de éste aseguraría, en última instancia, la desaparición de virtualmente todo el nitrógeno de la atmósfera, finalmente compuesta de CO2 y vapor, algo de oxígeno (probablemente menos del 1%) y argón, gas raro sin función química (es decir, inerte).

 

La Tierra quedaría, pues, permanentemente envuelta en un capullo blanco brillante de nubes, convirtiéndose en un segundo Venus, aunque no tan cálido.

La progresión hacia el equilibrio podría seguir, sin embargo, un camino muy diferente. Si, durante el período de crecimiento frenético, el alga hubiera consumido una gran parte del CO2 atmosférico, la Tierra habría iniciado un proceso de enfriamiento irreversible. De igual modo que un exceso de dióxido de carbono en la atmósfera provoca sobrecalentamiento, su desaparición tiene como consecuencia el desplome de las temperaturas. La mayor parte del planeta se cubriría de nieves y hielos, muriendo de frío los últimos restos de esa asociación excesivamente ambiciosa.

 

La combinación química de nitrógeno y oxígeno también tendría lugar, aunque mucho más lentamente. El resultado final sería un planeta más o menos helado y provisto de una rarificada atmósfera compuesta por CO2 y argón, con trazas únicamente de oxígeno y nitrógeno. Algo, con otras palabras, semejante a Marte, aunque no tan frío.

No podemos saber con certeza cómo irían las cosas. Sí es seguro que una vez destruida la red de la inteligencia y el intrincado sistema cibernético de Gaia no habría forma de reconstruirlo. Nuestra Tierra habría dejado de ser el planeta que rompe todas las reglas, el policromo inadaptado repleto de vida para, muerta ya y emplazada entre Marte y Venus, sus hermanos estériles, ajustarse por siempre a la yerma normalidad.

Quiero recordarte, lector, que lo precedente es ficción. Como modelo puede resultar científicamente plausible, si aceptamos la existencia de la asociación bacteria-alga, su estabilidad y la imposibilidad de detener la agresión a tiempo. La manipulación genética de microorganismos en beneficio de la humanidad ha sido una actividad a la que muchos han dedicado su tiempo y su talento desde la época en que se logró domesticarlos para realizar tareas del tipo de la fermentación del vino o del queso.

 

Cualquiera que se consagre a este campo —todo granjero en realidad— confirmará que la domesticación no favorece la supervivencia en condiciones no domésticas. Tan vehemente se ha mostrado, sin embargo, la preocupación pública por los peligros de la manipulación del material genético —ADN—, que es bueno contar con la confirmación de una autoridad como John Postgate respecto a que este pequeño ensayo en clave de SF es tan sólo un vuelo de la fantasía.

 

El código genético de la vida real, ese lenguaje universal que todas las células vivas comparten, lleva inscritos demasiados tabús para que algo así pueda suceder, sin contar con el complejo sistema de seguridad encargado de que ninguna exótica especie proscrita crezca por su cuenta hasta convertirse en un floreciente sindicato del crimen. A lo largo de la historia de la vida y a través de innúmeras generaciones de microorganismos, han debido ser descartadas grandes cantidades de combinaciones genéticas viables.

La continuidad de nuestra ordenada existencia durante un período tan dilatado puede quizás atribuirse a otro proceso regulador de Gaia, desarrollado para mantener la seguridad genética interna.
 

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