2º - PREFACIO

Estoy escribiendo desde una habitación añadida a lo que una vez fue un molino de agua que sacaba su energía del río Carey en su transcurso hacia el río Tamar y el mar. El molino de Coombe sigue siendo un lugar de trabajo, ahora un laboratorio, un rincón donde paso mucho tiempo. La habitación mira al valle del río con sus campos pequeños y setos típicos del paisaje del condado de Devonshire.


La descripción del sitio en que se escribió este libro es importante para comprenderlo. Trabajo aquí y es mi hogar. No hay otra manera de trabajar acerca de un tema no convencional como Gaia. Las investigaciones y las expediciones para descubrir Gaia me han ocupado cerca de veinte años. Esta actividad me ha compensado por la renta que recibo por la invención y desarrollo de instrumentos científicos.

 

Agradezco encarecidamente la generosidad de Helen Lovelock por dejarme utilizar la mayor parte de nuestra renta común para el estudio de Gaia y también el papel fiel y coherente de la compañía Hewlett-Packard, que han sido los mejores clientes de mis inventos, y ciertamente han hecho posible la investigación.


Al contrario que otras actividades intelectuales, la ciencia nunca se hace en casa. La ciencia moderna se ha convertido en algo tan profesional como la industria publicitaria. Y, como la industria, se basa en una técnica cara y exquisitamente refinada. No hay sitio para el aficionado en la ciencia moderna. Sin embargo, como sucede corrientemente con las profesiones, la ciencia a menudo aplica su saber a los asuntos triviales en lugar de a los trascendentes. La ciencia se diferencia de otras actividades por su falta de colaboración con individuos independientes. Los pintores, poetas y compositores se mueven fácilmente desde su propio mundo al de la publicidad y vuelven atrás de nuevo, y ambos mundos se enriquecen.

 

Sin embargo, ¿qué ocurre con los científicos independientes?
 

Podría pensarse que el científico académico es tan libre como el artista independiente. Pero de hecho, casi todos los científicos son empleados de una gran organización, como un departamento gubernamental, una universidad o una compañía multinacional. Sólo raramente pueden expresar su saber científico de forma personal. Pueden pensar que son libres, pero casi todos ellos son en realidad empleados, han intercambiado libertad de pensamiento por buenas condiciones de trabajo, un sueldo seguro, pertenencias y una pensión.

 

También están contritos por una legión de fuerzas burocráticas, desde las agencias de financiación a las organizaciones para la salud y la seguridad. Además de ello, también están encorsetados por las reglas tribales de la disciplina a la que pertenecen. Un físico encontraría muy difícil trabajar en química y un biólogo encontraría la física como algo casi imposible de hacer.

 

Para limitarlo todo todavía más, en los años recientes la «pureza» de la ciencia se guarda de una manera incluso más celosa mediante una inquisición autoimpuesta basada en la revisión de los colegas. Esta institutriz bien intencionada pero de mente estrecha se asegura de que los científicos trabajen de acuerdo con el criterio convencional y no en la medida que la curiosidad o la inspiración los motiva. Faltos de libertad se encuentran en peligro de sucumbir al examen de trivialidades o de convertirse, como los teólogos medievales, en criaturas del dogma.


Como científico universitario habría encontrado casi imposible dedicarme a tiempo completo a la investigación de la Tierra como planeta vivo. Para empezar no habría financiación para una investigación tan especulativa. Si hubiera continuado con la idea y trabajado en ella durante mis horas de almuerzo y mis ratos libres, no hubiera pasado mucho tiempo sin que recibiese un requerimiento del director del laboratorio.

 

En su despacho me hubiera avisado de los peligros para mi carrera de continuar en un tema de investigación tan poco de moda. Si ello no fuese suficiente y yo continuase hubiera sido requerido una segunda vez, y me hubieran avisado de que mi trabajo comprometía la reputación del departamento y la propia carrera del director.


Escribí el primer libro de Gaia con la sola ayuda de un diccionario y he decidido escribir éste del mismo modo. Estoy perplejo por la respuesta de algunos de mis colegas científicos que me recriminan por haber presentado un trabajo científico de este modo. Las cosas han tomado un giro extraño en los últimos años, casi se completa el círculo de la famosa lucha de Galileo con los teólogos. Sólo que ahora son los mismos científicos quienes se hacen esotéricos y se convierten en el azote de la herejía.


No fue siempre así. Uno puede preguntarse: ¿Qué fue de los personajes románticos llenos de color, los profesores locos, los doctores No, científicos que parecía que eran libres de recorrer todas las disciplinas de la ciencia sin descanso o impedimento? Todavía existen y de alguna manera estoy escribiendo como un miembro de esta especie rara y en vías de extinción.


Bromas aparte, me he tenido que convertir en un científico radical porque la comunidad científica es refractaria a aceptar teorías nuevas como un hecho. Pasaron unos 150 años antes de que la noción de que el calor es una medida de la velocidad de las moléculas se convirtiese en un hecho para la ciencia, y 40 años antes de que la teoría de placas tectónicas fuese aceptada por la comunidad científica.


Quizás ahora pueda entenderse por qué trabajo en mi casa manteniéndome a mí y mi familia con cualesquiera medios que llegan a mi mano. No es una penitencia sino una deliciosa manera de vivir que los pintores y los novelistas siempre han conocido. Compañeros científicos, uníos a mí. No tenéis nada que perder excepto vuestras becas.


La parte principal de este libro, capítulos 2 a 6, tratan de una nueva teoría de la evolución, una que no niega la gran visión de Darwin pero que contribuye a ella mediante la observación de que la evolución de las especies no es independiente de la evolución de su ambiente material. Ciertamente las especies y su ambiente están imbricadas muy estrechamente y evolucionan como sistemas únicos.

 

Lo que describiré es la evolución del mayor organismo vivo, Gaia.


Mis primeros pensamientos acerca de Gaia me vinieron cuando estaba trabajando en la división de Norman Horowitz del Jet Propulsion Laboratory, donde se ocupaban de la identificación de vida en otros planetas. Estas ideas preliminares fueron expresadas brevemente en las actas de una reunión celebrada por la Sociedad Americana de Astronáutica en 1968 y de manera más definitiva en una carta enviada a Atmospheric Environment en 1971.

 

Sin embargo, no fue hasta dos años después, tras una colaboración intensa y fructífera con la bióloga Lynn Margulis, cuando el esqueleto de la hipótesis de Gaia se rellenó de carne y nació a la vida. Los primeros trabajos se publicaron en las revistas Tellus e Icarus, cuyos editores simpatizaban con estas ideas y estaban dispuestos a verlas expuestas.

Lynn Margulis es la más firme y mejor de mis colegas. Soy afortunado porque es una persona única entre los biólogos por su amplitud de ideas acerca del mundo vivo y su ambiente. En un tiempo en que la biología se ha dividido ella misma en unas treinta o más especialidades que están orgullosas de la ignorancia de las otras ciencias, incluso de las otras disciplinas biológicas, necesitaba alguien con la rara capacidad comprensiva de Lynn para establecer un contexto biológico para Gaia.


A veces, cuando hago frente al exceso de entusiasmo acerca de la vida en la Tierra, sigo la guía de Lynn y adopto el papel de administrador de almacén, de representante sindical de los microorganismos y de las formas de vida menores subrepresentadas. Han trabajado para mantener este planeta adecuado para la vida durante 3.500 millones de años. Los rumiantes, las flores salvajes y la gente deben ser reverenciados, pero todos ellos no serían nada si no fuese por la vasta infraestructura de los microbios.


Después de pasar casi veinte años desarrollando una teoría de la Tierra como organismo vivo -en la que la evolución de las especies y su ambiente material están estrechamente relacionados pero que todavía evolucionan por selección natural- sería difícil no adoptar puntos de vista propios sobre los problemas de contaminación y de degradación del medio ambiente natural por los seres humanos.


La teoría de Gaia supone una perspectiva planetaria. Lo que importa es la salud del planeta, no la de algunas especies individuales. Aquí es donde Gaia y los movimientos ecologistas, que en primer lugar están interesados por la salud de la gente, tienen un área común de trabajo. La salud de la Tierra está fundamentalmente amenazada por los cambios a gran escala de los ecosistemas naturales.

 

La agricultura, la industria forestal y, en menor medida, la pesca aparecen como las causas más importantes de este tipo de daño, junto con el incremento inexorable de los gases responsables del efecto invernadero, dióxido de carbono, metano y otros que se describirán a continuación.


Los geofisiólogos no ignoran el problema de la disminución de la capa de ozono en la estratosfera, con el riesgo asociado de un incremento de radiación ultravioleta, o el de la lluvia ácida. Estos se contemplan como riesgos reales y potencialmente serios, aunque fundamentalmente para la gente y los ecosistemas del Primer Mundo, una región que, desde una perspectiva Gaiana, es claramente desechable. Dicha región estuvo enterrada bajo glaciares, o fue una tundra helada, hace sólo 10.000 años.


Y con respecto a lo que parece ser la preocupación principal, la radiación nuclear, a pesar de lo espantosa que es para los seres humanos, para Gaia se trata de un asunto menor. A muchos lectores les puede parecer que me estoy riendo de esos ecologistas cuya vida de trabajo se dedica a estas amenazas a la vida humana. No es esta mi intención. Sólo quiero hablar en nombre de Gaia porque son muy pocos los que lo hacen en comparación con las multitudes que hablan en favor del hombre.


Debido a esta diferencia de énfasis, la atención al planeta en lugar de a nosotros mismos, me di cuenta de que puede hacer falta una profesión nueva, la de la medicina planetaria. Estoy en deuda con el historiador Donald McIntyre por indicarme que James Hutton fue quien introdujo primero la idea de una fisiología planetaria en el siglo XVIII. Hutton era médico y geólogo. La fisiología fue la primera ciencia de la medicina, y uno de los objetivos de este libro es establecer la «geofisiologíao como base de la medicina planetaria.

 

En este estadio inicial de nuestra interpretación de la Tierra como una entidad fisiológica, necesitamos generalistas, no especialistas. Somos como los médicos de antes de la utilización de los antibióticos, que, incluso en los años treinta, no podían ofrecer nada más que alivio sintomático a los pacientes que tenían infecciones.

 

Ahora, la tuberculosis, difteria, tos ferina y neumonía, las causas principales de muerte al principio de este siglo, han disminuido de manera muy apreciable y los médicos están preocupados fundamentalmente por las enfermedades degenerativas -enfermedades cardiovasculares y neoplásicas. Ciertamente la aparición de los virus HIV ha hecho tambalear la confianza que teníamos en la medicina para curar todas las enfermedades, pero aun así hemos avanzado mucho más allá de los días de impotencia anteriores a 1940.

Con respecto a la salud de la Tierra, ahora nos encontramos en las mismas condiciones en que se encontraban los primeros médicos. Existen especialidades como la biogeoquímica, ecología teórica y biología evolutiva, pero no tienen más que ofrecer al médico ambiental o al paciente que lo que aportaban las ciencias análogas de la bioquímica y la microbiología en el siglo XIX.

Los médicos tienen que hacer el juramento hipocrático para acceder al título. Este incluye el mandato de no hacer nada que pueda dañar al paciente. Se necesita un juramento similar para los putativos doctores planetarios si se tiene que evitar el error iatrogénico: un juramento para prevenir que los super-entusiastas apliquen remedios peores que la enfermedad.

 

Por ejemplo, consideremos un desastre industrial que contamine una región entera con niveles fácilmente medibles de algún agente carcinógeno, uno que represente un riesgo calculado para toda la población de la región. ¿Sería recomendable destruir todas las cosechas y ganado de la región para prevenir el riesgo asociado a su consumo? En lugar de ello, ¿se debería dejar a la naturaleza que siguiera su curso? ¿o deberíamos considerar alguna opción intermedia menos inflexible?

 

Un desastre reciente ilustra cómo, en ausencia de un médico planetario, se puede aplicar un tratamiento con consecuencias más rigurosas que el veneno. Me refiero a la tragedia de la Laponia sueca originada por la excitación relacionada con el accidente de Chernobyl. En ella miles de renos, la pieza de caza de los lapones, fueron destruidos porque se creía que eran demasiado radiactivos para comer.

 

¿Estaba justificado inflingir este tratamiento brutal a una cultura frágil y a su ecosistema dependiente por un problema de envenenamiento radiactivo ligero? ¿O eran las consecuencias de la «curación» peores que el riesgo remoto y teórico de cáncer en una pequeña proporción de sus habitantes?

Además de un capítulo dedicado a estos asuntos ambientales, la última parte de este libro tratará acerca de algunas especulaciones acerca del establecimiento de un sistema geofísico en Marte. El primer libro sobre Gaia también levantó interés acerca de los aspectos religiosos de Gaia, por lo que en otro capítulo he intentado responder a algunas de las cuestiones difíciles que allí se plantearon.

 

En este terreno poco familiar me he beneficiado del fuerte apoyo moral de la Hermandad Lindisfarne y especialmente de sus fundadores, William Irwin Thompson y James Mortón, y de la amistad de sus otros miembros, como Mary Catherine Bateson, John y Nancy Todd y Stewart Brand, quien fue durante muchos años editor de CoEvolution Quarterly (revista trimestral sobre coevolución).

Desde los primeros días en que empecé a escribir y a pensar acerca de Gaia he recordado constantemente cuán a menudo se ha planteado la misma idea general. He sentido una simpatía especial por los escritos del ecólogo Eugene Odum.


Pido disculpas si ofendo de manera no intencional a otros «geofisiólogos» por no ser capaz de mencionar sus escritos. Sé que tiene que haber muchos otros pensadores, como el filósofo búlgaro Stephen Zivadin, que han hablado mucho de ello y han sido ignorados.

Me siento afortunado por los amigos que han leído y comentado los capítulos del libro a medida que estaba siendo escrito.

 

Peter Fellgett, Gail Fleischaker, Robert Garrels, Peter Liss, Andrew Lovelock, Lynn Margulis, Euan Nisbet, Andrew Watson, Peter Westbroek y Michael Whitfield, todos ellos han dado su opinión libre y meditada sobre los aspectos científicos. Estoy igualmente agradecido a mis amigos que han criticado el libro con respecto a su legibilidad: Alex y Joyce Andrew, Stewart Brand, Peter Bunyard, Christine Curthoys, Jane Gifford, Edward Goldsmith, Adam Hart-Davis, Mary McGowan y Elizabeth Sachtouris. Desde 1982, la Universidad de las Naciones Unidas, a través de su responsable de programación, Walter Shearer, me ha proporcionado apoyo moral y material para el desarrollo de la idea de la medicina planetaria.

Abandonado a mí mismo tiendo a escribir bloques de texto que, como partes de un mosaico, sólo tienen sentido vistos desde un alejado punto de vista. Aprecio mucho la amistosa habilidad con que Jackie Wilson ha reordenado mis palabras al corregir el manuscrito y hacerlo legible.


El Commonwealth Fund Book Program, con su generosa ayuda, me dio la oportunidad de disponer del tiempo necesario para desarrollar las ideas del libro y de escribirlo. Estoy especialmente agradecido a Lewis Thomas (director del programa) y a las dos revisoras, Helene Friedman y Antonina Bouis por su caluroso estímulo y su ayuda moral.


Sin embargo, este libro nunca se hubiera podido escribir sin el apoyo y amor que entregan tan desinteresadamente Helen y John Lovelock.

 

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