Nos enseñaron que venimos de Grecia, que
pensamos como europeos, que progresamos gracias a su luz.
Nos contaron que América empezó a existir en 1492, que la
filosofía nació en Atenas y que la historia sólo vale si
pasa por Londres, París o Berlín.
Pero no era verdad. Nunca
lo fue...
La historia oficial no fue un espejo:
fue una amputación....
Europa no fue el centro del mundo.
Fue una periferia mal
adaptada que, durante siglos, miró con envidia a las
civilizaciones que realmente sostenían el comercio, la
ciencia, la cultura y la vida:
Europa no inventó el mundo. Lo saqueó...
Y luego escribió los
libros...
El Mediterráneo no era el centro. Era un charco pequeño,
insignificante, frente al océano del comercio real:
el
Pacífico.
Los mapas escolares nos enseñaron a dibujar a
Europa en el medio, agrandada, arrogante, como si de allí
hubiera brotado todo.
Pero antes de que los europeos
aprendieran a leer y a fundir acero, los chinos ya imprimían
libros, construían puentes, navegaban océanos.
El Renacimiento que tanto celebramos no fue un milagro
creativo.
Fue una copia.
Una transferencia furtiva de
saberes árabes, chinos y africanos que Europa absorbió sin
dar crédito.
Leonardo da Vinci no inventó sus máquinas:
replicó libros chinos que llegaron a Florencia.
La imprenta,
el papel moneda, la pólvora, los sistemas agrícolas
modernos… todo existía mucho antes de que Europa soñara con
dominar algo más que sus propios pantanos.
No somos
'hijos de Europa'...
Somos nietos de civilizaciones que
Europa apenas alcanzó a copiar.
La modernidad no empezó con la Ilustración, ni con la
Revolución Industrial.
Empezó con el saqueo.
Con la invasión
de América.
Con la destrucción de mundos enteros bajo el
pretexto de traer "civilización".
La verdadera modernidad se
fundó sobre el exterminio, el trabajo forzado y el robo de
tierras, de saberes, de cuerpos.
Nos enseñaron a hablar de
"descubrimiento", como si América
hubiera estado escondida, esperando ser encontrada.
Nos
dijeron que la historia es una línea recta que va del Este
al Oeste, de la barbarie a la razón, del mito al progreso.
Nos domesticaron para repetir esas tonterías como si fueran
certezas.
La Edad Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna…
¿Quién
decidió esas etapas?
¿Desde qué arrogancia se nombró así la
historia?
Esas categorías no explican el mundo:
lo reducen...
Son la gramática de un romanticismo europeo que convirtió su
marginalidad en mito.
La verdad es más incómoda:
Mientras Europa balbuceaba, China
producía más acero que Inglaterra y Estados Unidos juntos.
Mientras los castillos feudales se caían a pedazos, Bagdad
tenía bibliotecas que harían sonrojar a cualquier
universidad moderna.
Mientras Europa olía a letrina, Córdoba
brillaba con luces públicas y hospitales abiertos.
¿Y América?…
América no era un vacío esperando a ser
llenado.
Era un continente vivo, diverso, plagado de
culturas, de ciencias, de astronomías, de filosofías que no
caben en los manuales escolares.
Los mayas tenían
observatorios cuando en Europa todavía creían que la Tierra
era plana.
Pero contar eso no convenía...
Así que Europa inventó otra
historia. Una donde ellos eran los protagonistas eternos,
los padres fundadores, los civilizadores universales.
Una
mentira que repetimos hasta olvidarla...
Europa venció militarmente, pero fracasó moralmente.
Ganó
guerras, pero perdió la memoria.
Hoy seguimos repitiendo sus relatos como loros bien
entrenados.
Seguimos creyendo que ser modernos es parecerse
a París.
Que ser exitosos es consumir como Londres.
Que ser
civilizados es pensar como Berlín.
El eurocentrismo no es solo una mentira académica: es una
amputación espiritual.
Nos arrancaron la memoria y, con
ella, la posibilidad de pensarnos de otro modo.
Nos
domesticaron para creer que la historia empieza donde ellos
llegan y termina donde ellos deciden.
¿Quién estudió la historia mundial con otro esquema? Nadie...
Ni en Berlín, ni en Delhi, ni en Quito. Seguimos
esclavizados a un calendario ajeno, a unas edades
inventadas, a un centro falso.
Pero tal vez sea hora de
romper el espejo...
Tal vez sea hora de recordar que antes de Europa hubo otras
luces.
Otras civilizaciones que no necesitaron conquistar
para construir.
Que no midieron su grandeza por la sangre
derramada ni por los libros quemados.
La historia no necesita vencedores.
Necesita administradores
lúcidos.
Tal vez el futuro no sea escribir nuevos imperios.
Tal vez
sea recuperar las memorias robadas, las voces calladas, las
raíces enterradas.
Porque quien no recuerda de dónde viene,
no sólo pierde su historia:
¡pierde su alma...!
Y nosotros ya perdimos demasiado...