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			  con la tierra representada a escala Imagen: NASA en Wikimedia Commons 
 
			 
 Es lo que le pasó a nuestra civilización cuando llegaron a la Tierra las eyecciones de la tormenta solar de 1859, la más fuerte jamás registrada. 
 De haberse producido hoy en día habría originado graves problemas en las comunicaciones al dañar los satélites, interrumpir las emisiones de radio y provocar apagones de la red eléctrica. 
 
			En cambio, en aquel año 
			la electricidad todavía no se usaba en iluminación y el único 
			sistema de comunicación a distancia era el telégrafo, que de todas 
			formas recibió pocos daños al estar dando aún sus primeros pasos. 
 Dicha perturbación puede deberse a varias razones: 
 
 del viento solar con la magnetosfera de la Tierra 
			Imagen: 
			dominio público en Wikimedia Commons 
			 
 Sus efectos únicamente se sienten si el planeta está en medio de su camino. 
 
			En tal caso se 
			registrarán problemas en los sistemas eléctricos y, como 
			contrapartida, será posible disfrutar de ese espectáculo visual que 
			son las auroras boreales en latitudes poco habituales. 
 Aunque la frecuencia con que se producen suele ser cada medio siglo, no hubo otra realmente fuerte hasta una centuria después, en 1960, que interrumpió las emisiones radiofónicas. 
 Hace poco en 2012 se produjo una de magnitud similar a la decimonónica, si bien pasó de largo sin golpearnos. 
 Otras menores se produjeron en 1921, 1989, 1994, 1997 y 2000 dañando sistemas GPS, redes eléctricas y varios satélites de comunicaciones (éstos se diseñan para soportar incidencias parecidas pero no tan intensas), lo que repercutió en el trabajo de los medios de prensa en sitios localizados y obligó a parar a centrales hidroeléctricas. 
 Fue lo que sufrió Canadá en los dos primeros años citados. 
 
 
			
			 
			Imagen: 
			solarstorms.org 
			 
 Natural de Chelsea, donde nació en 1826, tuvo que escoger entre una carrera eclesiástica y la astronomía, decidiéndose por ésta. 
 
			En 1851 fue admitido en 
			la Royal Astronomical Society y al año siguiente se 
			estableció en el observatorio de Redhill, Surrey, dedicándose a 
			cartografiar las estrellas; sus mapas fueron unánimemente 
			aplaudidos. 
 Ambos estaban trabajando en el Ciclo Solar 10 (el décimo contado desde 1755, que comenzó en diciembre de 1855 y no terminaría hasta marzo de 1867), que desde el 28 de agosto proporcionaba una cantidad inusual de manchas solares, cuando a las 11:20 del 1 de septiembre de 1859 detectaron un fogonazo de luz blanca que partía de una serie de ellas. 
 
 
			
			 
			Imagen: 
			Science Photo Library 
			 
 
			Al día siguiente un 
			físico escocés del Observatorio de los Reales Jardines de Kew 
			(Richmond, Londres), Balfour Stewart, registró bruscos 
			cambios con el magnetómetro y eso fue lo que llevó a Carrington a 
			establecer una relación entre lo que había observado y esos 
			registros, deduciendo que se trataba de una descomunal tormenta 
			solar. 
 Una luz rojizo-verdosa teñía el cielo nocturno confundiéndola a veces la gente con la aurora. 
 Peor fue su incidencia sobre la incipiente tecnología eléctrica, haciendo que dejaran de funcionar los telégrafos europeos y norteamericanos y quedaran incomunicados ambos lados del Atlántico. 
 Asimismo, saltaban chispas de los postes y se incendiaba espontáneamente el papel telegráfico. 
 Algunos telégrafos se desconectaron para evitar problemas y paradójicamente seguían emitiendo. 
 
 
			
			
			 
			Imagen: 
			The King's Observatory 
			 
 
			Algunas se habían podido 
			ver incluso antes de la tormenta solar, como por ejemplo la que 
			contemplaron los atónitos vecinos de Queensland (Australia) el 29 de 
			agosto. 
 En 2013 el mercado británico de seguros Lloyd's y la empresa estadounidense AER (Atmospheric and Environmental Research) calcularon que podría suponer más de dos billones y medio de dólares. 
 
 
			 
 El primero realizó otros avances científicos, como la determinación de una variación en latitud de la aparición de manchas solares durante un ciclo solar que dio pie al astrónomo alemán Gustav Spörer a formularlo en la Ley de Spörer. 
 El inglés ganó un gran prestigio hasta el punto de que, aparte de bautizarse con su nombre aquella tormenta (y un cráter lunar), en lo sucesivo los ciclos solares pasaron a llamarse ciclos Carrington. 
 Pero en 1875 la muerte de su esposa por una sobredosis de cloral le hundió moralmente y falleció diez días después que ella de una hemorragia cerebral. 
 
			Hodgson había dejado este 
			mundo tres años antes. 
			 
 
 
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