7 - A TRAVÉS DE LOS OJOS DE UN ÍNDIGO

Para los autores de Los Niños Índigo
Mi vida a través de mis ojos índigo
Como mirarme en un espejo

 

Algunas de las respuestas más profundas a nuestro primer libro procedieron de adolescentes y jóvenes adultos índigo. Aunque los índigo «puros» son niños, en su mayoría, muchos de sus precursores son adolescentes y jóvenes de poco más de veinte años. No creo que haga falta dedicar mucho tiempo a alertar al lector sobre lo dramático que se está volviendo el panorama para los adolescentes, ni sobre la rabia que vemos.


En Los niños índigo mencionamos que una de las características de los índigo es la sensación de ser adultos en un cuerpo que está creciendo... que si no se respeta a un índigo, se sentirá frustrado. Son casi adultos, si bien el sistema educativo y sus padres siguen considerándolos «niños». La frustración que sienten en casa tiene el potencial de estallar en otros lugares (en la escuela, por ejemplo), lo cual nos da una buena visión global de la situación actual en el mundo.
 

En el primer libro publicamos dos cartas de jóvenes índigo que nos decían «cómo es ser índigo». Las cartas que recibimos como respuesta a esas dos historias procedían, en su mayoría, de otros jóvenes, que nos felicitaban y decían:

«¡Yo también!»

Quisiéramos presentar más historias de índigos desde la perspectiva de los jóvenes. Aunque el lector piense que este capítulo es para ellos, en realidad, está dedicado al propio lector.

 

Cuanto más nos enteremos, nos relacionemos y aprendamos lo que piensan nuestros niños y adultos jóvenes, más paz podremos aportar a nuestras familias. Esto no está amañado. La mayoría de las cartas que recibimos comenzaban diciendo: «Tengo dieciséis años». Este parece un punto de demarcación conocido entre la infancia y la edad adulta, y es un período sumamente decisivo en lo que respecta a cuestiones fundamentales de la vida, como el amor propio, el amor, la elección de una carrera, etcétera.


Algunas de estas cartas llegaron poco después de la publicación del primer libro y otras, justo antes de que se enviara a la imprenta este, el segundo. Si no pudimos localizar al remitente, cambiamos el nombre que aparecía en la carta para respetar la intimidad de su autor, aunque no creemos que hubiese puesto ninguna objeción a que el lector leyera sus palabras; de hecho, pensamos que por eso recibimos la carta, en primer lugar: para informar al lector sobre el fenómeno de los índigo.

 

Al leer esta correspondencia, conviene que el lector recuerde que esta información está «verde», que se presenta a través del «filtro» de unos jóvenes que están en pleno crecimiento (mitad adultos, mitad niños). Es posible que no tengan todas las respuestas, pero poseen, sin duda, la experiencia de primera mano.


¿Recuerda el lector algunas de las características que mencionamos en el primer libro?

 

Dijimos que estos niños necesitan desesperadamente encontrar a otros parecidos. También indicamos un rasgo nuevo de su temperamento: que no quieren que se les ponga a prueba sobre cosas que ya saben, o sobre cosas que les parece que no están a su altura. También comentamos que los maestros se tenían que ganar el respeto de esos niños, en lugar de limitarse a esperarlo por el mero hecho de encontrarse en una posición de autoridad.

 

Dijimos que algunos alumnos podían percibir un desequilibrio en algún adulto (sobre todo en los profesores) y que entonces se desconectaban de él. Dijimos también que si esos niños no conseguían lo que necesitaban, formarían grupos de apoyo por su cuenta, o incluso que buscarían estímulos externos que les permitieran dar rienda suelta a su frustración y su rabia. El lector podrá ver algunos de estos atributos en cada una de las historias que presentamos a continuación, así como también algunos puntos comunes de reflexión. Conviene prestar atención a algo más: si un padre o un profesor actuó bien, el niño lo tendrá en cuenta, y también tendrá la reacción correspondiente sobre lo que no le satisface.


La última carta de este grupo nos la envió un índigo adulto que quiso contarnos la historia de su vida y explicar cómo se siente alguien que lo cuestiona todo. Habla de su evolución personal y también de sus experiencias religiosas. ¿Recuerda el lector lo que hemos dicho sobre los índigos espirituales? Les gusta la iglesia, pero, ¡tiene que tener un sentido! Son pequeñas criaturas chamánicas, capaces de percibir si el ministro sabe menos que ellas (lo cual a menudo les causa dificultades).

 

Queremos rendir homenaje al autor de cada carta por su valor. También queremos rendir homenaje a su vida y decirles que los consideramos seres humanos valiosos. La información que nos brindan es vital para todos nosotros, sea cual fuere la edad que tengamos. Ya lo hemos dicho antes: algunos de estos jóvenes tienen mucho que enseñarnos.

 

Esperamos que el lector «escuche», mientras lee estas palabras tan sinceras de nuestros jóvenes.

 


PARA LOS AUTORES DE LOS NIÑOS ÍNDIGO
Lisa Wallace


Aunque sólo voy por el primer capítulo de su libro, he sentido la necesidad de escribirles. Tengo dieciséis años y sé que soy uno de los niños de los que hablan.
Me dicen que, desde que era muy pequeña, empecé a preguntarme de dónde venimos. Le hacía preguntas a mi madre que ella ni siquiera sabia que existieran. La mayor parte del tiempo me sentía sola, a pesar de que tenía y sigo teniendo muchos amigos y seres queridos.

 

A menudo sentía que yo tenía más que ofrecer que los demás. Más de una vez he superado el nivel de madurez correspondiente a mi edad. Cuando era adolescente ya me planteaba cosas sobre el mundo y sobre mí misma, mientras que mis padres siguen luchando con ellas todavía.


Durante toda mi vida me he sentido incompleta y, por tanto, muy sola. Aunque parezca irónico, hace tan sólo unas semanas que descubrí cuál es mi posición en cuestiones espirituales y mi «media naranja».


Perdónenme si lo que voy a decir a continuación está poco claro, porque no voy a revelar toda la información sobre lo que quiero decir. Durante una conversación que tuve con uno de mis mejores amigos, aunque siempre ha sido más que un amigo (no en el sentido sexual sino espiritual), descubrimos que los dos hemos sentido lo mismo. Los dos hemos sido más profundos que otros niños y hemos alcanzado un nivel de aceptación en nosotros mismos que algunos no llegan a experimentar jamás. Los dos nos sentimos... no aburridos en la escuela, pero... ¡que no sirve para nada! Además, nos hemos sentido tan solos.


Gracias a nuestras conversaciones, hemos descubierto que los dos somos almas viejas y que, sin duda, esta es nuestra última vida sobre la Tierra. Cuando colgué, después de hablar con él por teléfono, me di cuenta de que ya no estaba sola. Cuando leí acerca de los demás índigos, me sentí tan conectada con ellos. ¿Habría alguna manera de que todos nos conociéramos?


Mientras leo su libro, me dan escalofríos y estoy a punto de echarme a llorar en cualquier momento. Es tan agradable saber que hay otros ahí fuera, porque si bien he estado rodeada de gente maravillosa y estupenda, me sentía totalmente aislada hasta que «conocí» a mi amigo.


Ahora sé que no estamos solos. Gracias por publicar el libro.
 




MI VIDA A TRAVÉS DE MIS OJOS ÍNDIGO
Katarina Friedrich


Soy una niña índigo «interdimensional» y vivo en Australia. Tengo dieciséis años y acabo de atravesar lo que mi madre llama mi «crisis de la madurez». Hace tres meses, mi madre, que nos ha criado ella sola, tanto a mí como a mi hermanita menor, durante más de diez años, estuvo a punto de llevarme al hospital infantil para que me administraran sedantes.

 

Yo chillaba, gritaba como una histérica y le suplicaba que me dejara irme a casa (que me dejara morir, regresar al Espíritu). Me mordía los brazos y las manos y, literalmente, me arrancaba el cabello. Recuerdo que le suplicaba que me escuchara, ¡que alguien me escuchara!


Mi madre siempre me ha tratado como a una adulta y me ha presentado a todos sus amigos como a una igual. Nunca ha dejado de escucharme, siempre se ha percatado cuando algo iba mal y me ha hablado de ello hasta que se lo contaba, de modo que enfrentarse con una adolescente al borde de la locura, que le suplicaba que la escuchara fue desgarrador para ella. Cada vez que me decía que todo iba a salir bien, yo gritaba todavía más, sabiendo que las cosas no iban bien y que necesitaba con desesperación que alguien me ayudara. El verdadero problema no era que mi madre no me escuchara, sino que no lo hacía la escuela.


Mis primeros años de escuela fueron extraordinarios. Los recuerdo, en su mayor parte, como un sueño de libros, historias, narraciones y magia. Uno de mis recuerdos más vívidos y más queridos es el de estar tumbada bajo un árbol lleno de flores amarillas, leyendo un libro; aunque no lo veo a través de mis propios ojos, sino a través de los de alguien que me observa. Sólo leía las historias por la mitad y siempre les ponía el final que me parecía. Vivía en un paraíso que poco ó nada tenía que ver con los maestros.

 

Pasaba sola la mayor parte del tiempo, pero siempre estaba contenta así. Me sentía muy diferente de los que me rodeaban, pero tenía la sensación de que eso sólo me volvía diferente, ni inferior ni excluida. Observaba a los demás y me fijaba en su manera de actuar, pero no actuaba igual. Mi expresión favorita era «¿por qué?», por lo general en forma de «¿por qué hizo eso?» o «¿por qué debo hacer aquello?» Con esas preguntas no pretendía desafiar ni rebelarme sino, simplemente, saber.


Hacia los siete u ocho años, las cosas comenzaron a cambiar. Incorporaron a nuestras actividades escolares las clases de música, que consistían en que la profesora dibujaba las notas musicales en la pizarra y nos hacía tocarlas en panderetas al mismo tiempo que ella, una y otra vez, hasta el infinito. Yo solía contemplar el árbol que se veía por la ventana y daba golpes mecánicamente. Al cabo de tres semanas de monotonía, un niño de siete años, muy brillante y despierto, dio un salto y arrojó la pandereta de plástico a la cabeza de la profesora. La escena que se desarrolló a continuación parecía extraída de El señor de las moscas.


El comportamiento se propagó rápidamente a los demás alumnos y, poco después, cualquier profesor que intentaba controlar nuestra clase no lo conseguía ni por asomo. Si los maestros nos gritaban, los chicos gritaban más. Un maestro pidió la baja por estrés y el siguiente ni se preocupó por tratar de darnos clase, sino sólo de controlarnos.

Yo pasaba casi todo el tiempo en el fondo del aula, haciendo tareas que mi madre me había puesto en casa. En un momento dado, llegué a encerrarme con llave en la clase, con lo cual tuvo que venir la directora a abrir la puerta.

 

Me llevó a su despacho y me gritó, a lo que repliqué, sin inmutarme:

«La señora (maestra) es tonta y no hace nada».

Mi madre se las ingenió para que me cambiaran a otra clase, que tenía una maestra muy mayor, muy estricta y muy fea. ¡Yo la adoraba! Reconozco que nos sentábamos en hileras y entonábamos las tablas de multiplicar, pero nos enseñó a bordar, y preparamos manzanas acarameladas como regalo de Navidad.

 

Para aprender a escribir en cursiva, escribíamos un cuento en mayúsculas y ella lo copiaba en letra cursiva; entonces, lo volvíamos a escribir, copiando su letra impecable. Era una maestra tradicional, pero cariñosa y bondadosa, y eso era lo que recibía de sus alumnos. Lamentablemente, se jubiló al final de ese año, de modo que volví a encontrarme en la misma posición que antes. Me negué a regresar.


A mi madre le dijeron en la escuela que lo único que me pasaba era que estaba disgustada por el reciente divorcio de mis padres. Preocupada, mi madre me llevó a un psicólogo que hizo algo maravilloso: le dijo que era una buena madre y que el trauma que yo sufría se debía a la escuela, no al hogar.


Mi madre comenzó a moverse en todos los sistemas, a fin de tratar de cambiar la situación dentro de la escuela, pero todos sus intentos acabaron frustrados. Al final, me cambió de escuela.


Aunque no «encajaba» en la nueva escuela, por lo menos recibía mi dosis de educación: inglés, ciencias, historia, creación literaria, etcétera. Destacaba en todas ellas, a pesar de los problemas que había tenido al principio. Sin embargo, matemáticas siempre fue, y sigue siendo, un campo difícil. Demasiado lógica e inalterable para mí.


En esa nueva escuela fui objeto de burlas, provocaciones y ostracismo, lo cual me hizo mucho daño. Llegué a pensar que eso, simplemente, formaba «parte del carácter de esos alienígenas». En cambio los profesores, en ese lugar divino, eran maravillosos. Tuve la oportunidad de hacer cursos de escritura con escritores adultos y, de ese modo, pude conocer a una de mis autoras favoritas: Christine Harris.


Cantaba en un coro, tocaba el violín y también tuve la suerte de conocer a otro niño como yo. Igual que a mí, los demás alumnos lo rehuían, sobre todo porque sus temas de conversación eran mucho más elevados que el nivel intelectual de la mayoría de ellos. Aunque hablamos muy pocas veces, fue muy importante para mí saber que había más niños como yo.


En el secundario, tuve la gran suerte de que me eligieran para un programa que permite a los alumnos adelantarse en las asignaturas en las que más destacan. Para mí fue una bendición, porque me permitió seguir estudiando más unidades de historia, ciencias sociales, biología y arte y evitar, al mismo tiempo, otras asignaturas que no me gustaban, como las matemáticas y las ciencias, basadas en fórmulas. Además, tuve la oportunidad de distribuir mi horario de modo que no tuve que asistir a clase con profesores que sabía que dificultarían mi educación, en lugar de contribuir a ella.


Entonces llegaron mi decimosexto cumpleaños y el último año (al menos eso creía yo) del instituto. De pronto me quitaron la capacidad de evitar los trabajos superfluos (porque yo ya comprendía su contenido) y tuve que presentar todos los trabajos. No bastaba con ser inteligente, sino que había que demostrarlo. Comencé a dudar de serlo. Tuve mi primera relación sexual con un hombre que era siete años mayor que yo, que me hacía sentir valorada y querida, pero que tenía una historia familiar y personal muy traumatizada de abusos sexuales y físicos y dependencia del alcohol y otras sustancias. Fue una relación muy agotadora.


Puse fin a esa relación (fue una decisión muy dolorosa) y me sentí completamente sola. La escuela no me brindaba más que estrés y había perdido contacto con los pocos amigos que tenía, por intentar mantener viva la relación. Mi madre, que siempre había sido mi «peñón de Gibraltar», estaba iniciando la primera relación seria después de su divorcio, diez años antes, y también estaba cambiando. Comencé a comer muchísimo y a engordar, lo cual me hizo sentir peor. Me sentía fea, rechazada, indigna, tonta, perezosa y culpable por estar tan deprimida y por ser tan horrible con las personas que quería.


¿Qué fue lo que me condujo al estado en que soy capaz de escribir todo esto sin derramar más que unas cuantas lágrimas sanas? ¡El cariño! Fui a pasar unos días a casa de mi padre y mi abuelo paterno me dijo por primera vez que me quería. Después estuve en casa de mi tía unos cuantos días. Mis abuelos maternos vinieron del campo para estar conmigo. Mi hermana me abrazaba y mi madre dejó en suspenso su vida para compartir conmigo ese período.


Fui a ver a un médico que no podía hacer nada y lo reconoció. Acudí a un fitoterapeuta que me dio preparados a base de plantas, que me ayudaron muchísimo, al igual que el uso de la EMF Balancing Technique®. Por último, recibí en sueños un mensaje de un gnomo muy agradable.


El mensaje decía:

«En el último grupo, tuvieron que tratar de cambiarse a sí mismos. Los de vuestro grupo (los niños índigo) ya lo tienen. Vosotros tenéis que cambiar el mundo.»

Que alguien me diga que no se trata de mí sino del mundo me ayuda a sentirme mejor. Me gusta cómo soy, pero no me gusta todo lo que hay en el mundo. Yo estoy bien. Yo soy yo. Puedo cambiar y cambiaré. El mundo también.

 

En la actualidad, se acusa a muchos niños de pensar que el mundo gira a su alrededor. Espero que algún día sea así.
 




SÉ QUE SOY UNA NIÑA ÍNDIGO
Patty Doe


Tengo dieciséis años y acabo de leer su libro sobre los niños índigo. Creo que soy una niña índigo. Mejor dicho, estoy segura de ser una niña índigo, pero he aprendido a formular mis afirmaciones para no parecer tan egocéntrica, a fin de evitar las reacciones negativas. Después de decir esto, quisiera darles las gracias por su libro y ofrecerles algunas ideas propias.


Realmente me gustó mucho el libro, que no sólo fue una afirmación que me vino muy bien, sino que también me abrió los ojos en algunos campos. Me sentí identificada sobre todo con la historia de Candice Creelman (que aparece en la página 226 de Los niños índigo, Ediciones Obelisco 8ª edición marzo de 2003). Su relato de que la gente se sentía celosa y se enfadaba porque ella aprendía con tanta facilidad me resulta muy familiar.


La única parte de la experiencia de los índigo con la que no me identifiqué fue con las cuestiones de salud, sobre todo con lo de la falta de atención y la hiperactividad. Tuve la suerte de que mis padres me apoyaran mucho y me aceptaran. Me han educado en un ambiente en el que he tenido libertad para explorarme a mí misma y a mi mundo.


Los aspectos espirituales que ustedes mencionan en el libro se consideraban la norma en nuestra casa. No dejo de estar agradecida por haberme criado en un hogar en el que la reencarnación y el karma regían nuestra vida. Creo que precisamente por eso no tuve que enfrentarme a algunas de las frustraciones que provoca el hecho de no ser comprendida.


Hace años que mi familia y yo tratamos de abrirnos camino a través del sistema educativo de la ciudad donde vivimos. Tuve la suerte de tener maestras muy conscientes durante toda la escuela primaria pero, a partir de sexto, la situación cambió. He visto a muchos de mis compañeros más espabilados sentirse frustrados y rendirse ante el sistema, lo cual me ha vuelto más decidida a cambiarlo.


Cuando acabe los estudios, el año que viene, me gustaría irme sabiendo que, en mi escuela, tal vez a los adolescentes como yo les cueste un poco menos obtener una educación adecuada para ellos.


El último tema que quisiera tocar es la sensación de aislamiento que experimentamos muchos índigos. Siempre he sabido que soy diferente. No sólo soy índigo, sino que mi madre tiene una tienda de alimentos naturales en una población pequeña, que todavía sospecha de las alternativas que ofrece. No somos cristianos y vivimos en una comunidad muy basada en el cristianismo.


Desde que empecé a relacionarme con otros niños, he sabido que era diferente y siempre me he sentido agradecida por ello. Veo que otras personas no me comprenden a mí ni lo que soy, pero no los menosprecio. Sé que tengo más conciencia que ellos y no renunciaría a ello por ningún motivo. Yo soy la «rara» y estoy contenta de serlo. He elegido esta vida y acepto con alegría las lecciones que me dará y el camino por el cual me lleva.


Sólo quería compartir con ustedes estas ideas, para que supieran que hay índigos que crecen y no dejan escapar su intuición, índigos que no han sucumbido ante sus dones, sino que los utilizan por el bien de los demás y de sí mismos.


Muchas gracias, una vez más, por ese libro fantástico. Como despedida, quisiera contarles una pequeña historia. He tenido la suerte de conocer a otros niños como yo. Cuando hablo con ellos y nos ponemos a describir a otra persona, siempre volvemos a la misma pregunta: «¿Es uno de nosotros?» Así es como lo decimos: «uno de nosotros». Eso es lo que siempre queremos saber acerca de alguien. Hasta ahora, creo que no me planteaba conscientemente quiénes éramos «nosotros».

 

Simplemente sabia que existíamos.
 


 


COMO MIRARSE EN UN ESPEJO
Jacob Butler


Soy un niño índigo y acabo de leer su libro, Los Niños Índigo. ¡Ah! Fue como mirarme en un espejo. Soy un índigo mayor. Tengo veintiséis años y soy padre de dos niños índigo maravillosos. No tengo demasiadas dificultades para educarlos, porque recuerdo casi toda mi infancia. Muchas de las sugerencias que aparecen en el libro mi esposa y yo ya las usamos para estimularlos y guiarlos para ser lo que son. Tendrán que perdonar que salte de una cuestión a otra, pero tengo tantas cosas en la cabeza que me cuesta ponerlas por escrito de una manera coherente. Comenzaré por mi crecimiento.


Cuando era pequeño, sabía exactamente quién era. Recuerdo que les contaba cosas a mis padres, cosas que yo sabía. Pero siempre me decían que me limitara a ser «un niño». No tenía problemas en ese sentido, pero sabía algunas cosas. Durante un tiempo, mientras crecíamos, mi hermano y yo dormíamos en el desván que estaba encima de la carpintería de mi padre.

 

En nuestra casa sólo había dos dormitorios y mis hermanas dormían en el otro. Pero hacia frío. Solía ir al dormitorio de mis padres por la noche y hablarle a mi madre de los platillos voladores que veía. Ella me decía que no existían y que me volviera a la cama. Unos años después, estaba sentado junto a mi madre en la iglesia y le dije que veía luces en torno a las personas.

 

Le dije que veía una luz roja alrededor de la pintura de Jesús que había en la pared y que quería saber por qué estaba loco. Mi madre me dijo que yo no podía ver esas cosas, que Jesús no estaba loco y que me callara y tuviera un poco de respeto. Después de unos cuantos casos más como ese, dejé de decirle a la gente las cosas raras que veía y que yo sabia que eran ciertas.


Cuando tenía ocho años, mis padres se divorciaron y mi madre se volcó a las creencias New Age, lo cual enfureció a mi padre, que por entonces estaba muy metido en la religión mormona. Ella se marchó de casa y sólo volví a verla una decena de veces. Se mantenía en contacto por medio de las cartas y el teléfono y transmitía todas sus profundas tomas de conciencia. No quiero parecer engreído, pero lo único que se me ocurría decirle era: «¡Mira que eres tonta!» Pero sabía que ella tenía que recorrer su propio camino de toma de conciencia.

 

Saltaba de aquí para allá, pero se mantenía bastante bien en su camino. Cuando mis padres se divorciaron, mi padre se juntó con una señora que también estaba en la New Age, que nos brindó cierta orientación en forma de meditación y nos hizo concesiones, a mí y a mis tres hermanos, para ser quienes éramos... que mi padre retomó cuando se separaron. Él siempre decía que todos éramos tan testarudos que calculaba que haríamos lo que nos diera la gana, de todos modos, conque decidió seguir allí por si nos desmadrábamos demasiado o nos dábamos un buen batacazo.


Cuando era adolescente, realmente me sentía no deseado. Todas las mujeres que tuvo mi padre en su vida abandonaron a sus hijos o nos odiaron. No me costó mucho echarme a mí la culpa. Muchas veces había pensado en suicidarme, pero siempre me contenía, porque sabía que estaba allí para hacer algo. Comencé a recordar cosas de mi juventud que tenía bloqueadas y también comencé a meditar otra vez. Eso me ayudó, en cierto modo. Además, comencé a leer un montón de libros de filosofía oriental.

 

Realmente me gustó mucho leer Ilusiones. Lo leí por primera vez cuando tenía doce años. Pero recuerdo que, cuando era pequeño, y no sé si fue en un sueño o cómo, se me acercó una anciana y me preguntó cómo me llamaba.

 

Le dije:

«Jacob».

Entonces dijo:

«Ah, sí, el sanador. Has venido para ser sanador y también maestro. Cuando llegue el momento, se desarrollarán tus habilidades.»

Luego se marchó con una sonrisa amable.


A veces estoy tumbado, descansando o a punto de dormirme, cuando de pronto se me congela el cuerpo y no me puedo mover. No puedo hablar, ni respirar, ni cerrar los ojos, pero sigo vivo. Por lo general me siento atraído hacia las luces, pero no siempre.

 

Al principio me asustaba y luchaba como un loco para «volver a mí mismo». Pero la última vez que sucedió (y no ha vuelto a ocurrir desde entonces), simplemente dejé salir el miedo y sentí que me tiraban de mi centro dan tien o hara, da igual. Sentí como si todo mi cuerpo se sintiera atraído hacia ese centro. La vibración fue increíble. Entonces hubo un destello de luz y a continuación me volví algo inexplicable. Me convertí en todo. Era parte de todo y todo formaba parte de mí. No tengo palabras para describir la emoción y la abrumadora sensación de amor y de integración.


Después caí en un sueño profundo y desperté al día siguiente, totalmente desorientado. Tenía que estar solo para procesar lo que había ocurrido. Tenía miedo de contárselo a nadie, por temor a la antigua persecución. Pero se lo conté a mi mujer y ella me dijo que estaba bien, que no me estaba volviendo loco. También se lo comenté a mi maestro de tai chi, pero no lo comprendió. Fue una experiencia tan vívida, que la recuerdo como si fuese ayer. Además, he tenido muchos sueños que me han ayudado a darme cuenta de mi verdadera naturaleza y también de la de mis hijos.


Unos tres meses después del nacimiento de mi hijo Dylan (hijo del mar) Elihu (ángel custodio), tuve un sueño: él tenía aproximadamente la edad que tiene ahora, ocho años, y era gran de para su edad, como lo es en realidad. Celebrábamos su cumpleaños y los demás niños jugaban. Él se sentó a mi lado y se puso a mantener conmigo una conversación de adultos sobre la vida y por qué estamos aquí, tras lo cual su hermana, Jaiden (piedra real de la China) Samantha (fuego) se sentó y se puso a escuchar.

 

Él dijo que un día yo despertaría y me daría cuenta de lo que era y de quién era. Dijo que mi verdadero nombre era Tamalar. También dijo que él procedía de Cetus y que lo habían enviado aquí para enseñar a los hombres, como a otros. Me dijo el verdadero nombre de su madre, pero no lo recordaba cuando desperté. Dijo que éramos del mismo lugar que él.


Eso ocurrió hace más de ocho años. Fue un sueño tan poderoso que llamé a mi madre para contárselo. Ella lo apuntó y me alegro de que lo hiciera, porque yo lo había olvidado por completo hasta hace poco. Cuando le escribió una carta a Dylan para referírselo, él la leyó y yo le pregunté qué pensaba.

 

Se limitó a decir:

«Genial, me encanta», y se marchó a jugar.

Él y su hermana nos han dejado atónitos algunas veces, a mi esposa y a mí, con sus comentarios y observaciones, tan sabios y profundos para su edad. Pero cuando recuerdo quiénes son, ya no me sorprende tanto.


Cuando yo era pequeño, mi padre nos educó, a todos sus hijos, en la religión mormona, hasta los ocho años. De niño me gustaba ir a la iglesia, pero a medida que fui creciendo comencé a cuestionar algunas de las creencias que se me presentaban. No quiero decir que no creyera en Dios o en el Creador por antonomasia, pero quise conocer la postura de otras creencias y saber por qué hacíamos cosas que no tenían nada que ver con Dios.

 

Cuando vivíamos con mi primera madrastra, mi padre nos hizo ir durante un tiempo a una iglesia unitaria, pero era exactamente igual, aunque con otro nombre. Después fuimos a una iglesia luterana durante un tiempo y tampoco vimos grandes diferencias. Sin embargo, cada una sostenía que era la religión verdadera.

 

Creo que la religión verdadera está en nuestro interior, que es donde encontraremos a Dios y la verdad, no en una iglesia, ni en un lugar, ni en una estatua. Claro que es bonito reunirse con otros y comentar las experiencias o superar juntos las dificultades, pero yo ya lo había calado y me daba la impresión de que muchos tenían miedo de mirar hacia dentro. Odiaba a mi padre por obligarme a ir.


Cuando él y mi madrastra se separaron, dejamos de ir a la iglesia durante un tiempo. Nos fuimos a vivir con mis abuelos y entonces papá comenzó a frecuentar la iglesia mormona, donde conoció a mi madrastra actual, una señora a la que quiero y respeto. Ella también es mormona, pero nos deja creer lo que queramos y sabe que todos somos buenas personas.


Cuando cumplí doce años, mi padre me insistió para que me hiciera sacerdote, pero me negué rotundamente. Dejó que me mantuviera firme en mi decisión, a pesar de que otros miembros de la iglesia lo criticaron mucho. Yo también «causaba problemas» en la escuela dominical, porque hacía preguntas. ¡Qué atrevimiento! Supongo que eso era, en cierto modo, como mi entorno escolar. Yo era una especie de alborotador.

 

No prestaba atención y distraía a los demás niños, pero cuando me hacían preguntas sobre algo, siempre podía responder y devolverle la pregunta al maestro, que muy a menudo tenía dificultades para encontrar respuestas. Me expulsaron de la escuela dominical durante un tiempo y tuve que someterme al asesoramiento de mi abuelo, que pertenece a la alta jerarquía del sacerdocio. Le dije que lo único que hacía era preguntar. No era culpa mía si el maestro no podía responder.


Durante todo ese período, leía filosofía oriental. También me expulsaron de la clase especial para adolescentes que da la iglesia, en la cual se cursan estudios bíblicos avanzados para prepararse para sus misiones, y que se llama «seminario». Mi padre era el profesor en ese momento y hablábamos de Jesús. Yo interrumpía una y otra vez, haciendo comentarios sobre Buda, diciendo que había nacido quinientos años antes que Cristo y lo similares que eran las enseñanzas de ambos. A él no le gustó y dijo que no tenía que asistir más a clase.


Más adelante en la vida, descubrí que debemos leer todas las enseñanzas, tomar lo que resulta relevante para la situación de cada uno, que es única y, como enseñaba Buda, encontrar el camino intermedio. Todo lo que hagamos debe ser fruto de la amabilidad y el amor. Sé que en mi vida no he hecho nunca nada por nadie esperando nada a cambio. Por grande que sea el favor, basta con un simple «gracias» como compensación. No sé cómo hacer para que la gente se dé cuenta. Cuando se lo digo a los demás, no me hacen caso, porque soy joven.


Sé que soy sanador y maestro, pero la gente no me escucha. ¿Para qué voy a hablar? Sé que lo que tengo que decir es importante, pero no sé si la gente está preparada para escucharlo. Cuando tengo ocasión de intervenir en una discusión, no me hacen caso. Por ejemplo, cuando le hablé del libro sobre los niños índigo a mi maestro de tai chi, dijo que eran una sarta de estupideces New Age, y eso fue todo.

 

Conseguí que reconociera que es posible la evolución espiritual y psicológica, pero no cree que se pueda producir en este momento. Le dije que, tanto si se produce como si no, no debemos perder las esperanzas porque, sin esperanzas, nada cambiaría. Si no va a cambiar nada en nuestro mundo, no le veo sentido a que siga existiendo. Espero que me haya escuchado.


Cuando acabé la secundaria, me casé. Mi esposa y yo nos trasladamos a Hawai, donde vivimos un tiempo; después nos mudamos a Colorado, donde estamos ahora. Mi esposa ha conseguido reconstruir la relación con su padre y está trabajando con la de su madre. Creo que ella también es una niña índigo. Por eso me siento tan cómodo con ella y he sentido que podía hablar con ella de todo desde el día en que la conocí. Hace nueve años que estamos casados y somos más felices que nunca.


Les escribo esta carta para saber si han tenido alguna comunicación con otros niños índigo que se sientan tan frustrados como yo. Sabemos quiénes somos y por qué estamos aquí, pero parece que muchos otros no están preparados para nosotros. Me preguntaba si habría alguna posibilidad de organizar un encuentro de índigos de todas las edades, sobre todo los mayores.

 

Me gustaría hablar con gente que haya tenido experiencias parecidas y que comprenda lo que todavía estoy pasando. Me siento como si estuviera en lo alto de la colina. He llegado a la cima y estoy listo para que las cosas empiecen a rodar, pero, ¿cómo? ¿Cómo hago realidad plenamente mis talentos y los pongo en práctica? El mundo tiene que darse cuenta de que no tenemos que vivir así. Podemos tener todo lo que necesitamos y habrá suficiente para todos.

 

Simplemente necesitamos vivir en la luz y dejar que gobierne el amor.

 

Regresar al Índice