por Jacques de Mahieu

1997

del Sitio Web Scribd

 

 

 

 

La epopeya vikinga en México y el Perú

Hacia el año 1067 de nuestra era, un jari vikingo que se llamaba verosímilmente Ullman - el hombre de Ull, dios de los cazadores - desembarca en Panuco, pequeño poblado del Golfo de México. Era natural del Siesvig, la provincia meridional de Dinamarca donde escandinavos y alemanes ya se mezclaban, como todavía hoy.

Era ésta la época de las grandes expediciones marítimas de los "Reyes del Mar".

 

Cada verano, los vikingos abandonaban sus tierras estériles, se lanzaban por el Atlántico, entraban en los ríos de la Europa occidental y tomaban por asalto sus ricas ciudades que saqueaban sin piedad.

 

Preferían, sin embargo, cuando podían, establecerse de modo permanente en los territorios conquistados por las armas o conseguidos por tratado y convertirlos en sus feudos. Irlanda, Escocia, Normandía y buena parte de Inglaterra estaban sometidas a su autoridad. Por ello, para la guerra y el comercio, los drakkares surcaban los mares del Occidente.

 

Eran barcos muy marineros, pero a los cuales su vela cuadrada sólo permitía maniobras limitadas.

 

A menudo las grandes tempestades del Norte los llevaban muy adentro en el océano y los grandes descubrimientos que nos relatan las sagas, los de Islandia, de Groenlandia y de Vinlandia - la Nueva Inglaterra de hoy - fueron él resultado inesperado de desvíos involuntarios. Tenemos derecho a pensar que fue por la misma razón que Ullman se encontró, un buen día, en las costas de México.

La América Central y la América del Sur sólo nos ha llegado, en efecto, a través de los relatos míticos e incompletos que recogieron, de boca de indios cultos, los cronistas españoles de la época de la Conquista, algunos de los cuales, como el obispo Diego de Landa, acababan de encarnizarse en quemar los libros mexicanos que, ellos sí, eran muy precisos.

 

De lo que podemos estar seguros, es que los indios quedaron mucho más impresionados por los barcos de los vikingos que por la apariencia física de estos últimos. Ya habían visto a otros blancos, unos monjes irlandeses que llamaban papar, a la

Triada escandinava, verosímilmente llegados de Huitramannalandia, o Gran Irlanda, territorio situado al norte de la Florida.

 

Por el contrario, los drakkares de proa delgada, cuyos flancos cubiertos de escudos de metal centelleaban en el sol y cuya gran vela movediza parecía palpitar con el viento, les habrán parecido animales fabulosos. Tal vez sea ésta la razón por la cual Ullman entró en la historia mexicana con el nombre de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada.

Corridos por el clima cálido y húmedo que les resultaba insoportable y, por otro lado, sedientos de descubrimientos, los vikingos no tardaron mucho en abandonar las tierras bajas de la costa para ir a instalarse en la meseta del Anáhuac.

 

Allí, impusieron su autoridad a los toltecas, una Tribu nahuatl. Quetzalcóatl fue su quinto rey. Dio leyes a los indígenas, los convirtió a su religión y les enseñó las artes de la agricultura y la metalurgia.

Unos veinte años después de su desembarco en Panuco, Ullman fue llamado al Yucatán por una tribu maya, los itzáes, que, traduciendo su apodo, lo llamaron Kukulkán. Sólo permaneció dos años en la provincia meridional de México donde encontró, sin embargo, el tiempo de fundar, sobre las ruinas de una aldea preexistente, la ciudad de Chichén-Itzá y de visitar las regiones vecinas donde se lo obligó a retomar el camino del Anáhuac.

Una desagradable sorpresa lo esperaba allá: parte de los vikingos que había desoído las órdenes de uno de sus lugartenientes se habían casado, durante su ausencia, con indias y ya habían nacido numerosos niños mestizos. Furioso pero impotente, Ullman abandonó México.

 

Con sus compañeros leales, se hizo a la mar en el punto en que había desembarcado veintidós años antes. Reencontramos los rastros de los vikingos en Venezuela y en Colombia, que cruzaron lentamente. Llegaron así a la costa del Pacífico donde reembarcaron, a las órdenes de un nuevo jefe que parece haberse llamado Heilamp - Pedazo de Patria, en norrés - en botes de piel de lobo marino, para ir a fundar, más al sur, el reino de Quito y, luego, hacia mediados del siglo XI, el imperio de Tiahuanacu.

 

Ignoramos el nombre del jarl que los mandaba cuando llegaron a la altura del puerto actual de Arica y subieron al Altiplano del Perú. Las tradiciones indígenas lo llamaban, en efecto, en un danés apenas deformado, Huirakocha, "Dios Blanco".

 

Pues, en Sudamérica como en México, los indios no tardaron en divinizar a sus héroes civilizadores respectivos, aunque los habían tratado tan mal durante su vida.

Los vikingos reinaron durante casi doscientos cincuenta años en las regiones que constituyen hoy Bolivia y el Perú. Hacia 1290, sin embargo, fueron atacados por fuerzas diaguitas llegadas de Coquimbo (Chile) a las órdenes del cacique Cari. Vencidos en sucesivas batallas, los blancos perdieron su capital, Tiahuanacu, y se refugiaron en la isla del Sol, en medio del Titicaca. Los indios los persiguieron hasta allá y la suerte de las armas fue, una vez más, desfavorable para el heredero de Huirakocha.

 

La mayor parte de sus compañeros fueron degollados por los vencedores. El mismo logró huir con algunos hombres.

 

Subió a lo largo de la costa hasta el actual Puerto View en el Ecuador, construyó balsas y se fue hacia las islas oceánicas. Otros daneses lograron refugiarse en la montaña donde rehicieron sus fuerzas con la ayuda de tribus leales y, más tarde, bajaron hacia el Cuzco donde fundaron el imperio incaico. Unos pequeños grupos, por fin, se escondieron en la selva oriental donde iban a degenerar lentamente.

Todo eso, lo probamos, sobre la base de los datos que nos suministran las tradiciones indígenas, la antropología, la teología, la filosofía, la cosmografía, la arqueología, la etnología y la sociología, en El Gran Viaje del Dios-Sol.

 

Pero no nos íbamos a detener en tan buen camino. Queríamos pruebas materiales, tangibles, indiscutibles.

 

 Las encontramos.
 

 

 


I. Los "indios blancos" del Paraguay
 


1. Unos enanos de origen nórdico
En la selva tropical del Oriente paraguayo, entre Villarica y la frontera brasileña del Norte, viven bandas de indígenas cuyo tipo físico es del todo distinto del de los amerindios.

 

Son los achés, que los indios y los paraguayos llaman guayakíes, nombre que viene del quichua huailla, llanura, y k'kellu, blancuzco, (la ll y la y sé pronuncian del mismo modo, en este idioma; la e y la i se confunden en una sola vocal) y significa, pues, "blancuzcos de la llanura".

 

Los cronistas españoles de la Conquista ya los conocían con el nombre de Caaiguáes o de guachaguíes. Pero fue en vano que los jesuitas intentaran convertirlos, y hasta acercárseles. Los españoles y los indios los temían tanto que veían en ellos especies de monos.

 

Así el capitán de fragata Juan Francisco Aguirre, geógrafo de la Comisión de Fronteras,' podía escribir al final del siglo XVIII:

"Hay una Nota en mi Diario sobre los indios guayaquiles, de cuya pequeñez y vida de mono hablo con ridiculez... son pigmeos en extremo y las partes generativas, extraordinarias.

 

En el varón es tan deforme que alcanza en su pequeño cuerpo a dar una vuelta a su cintura...

 

Tales simplezas no es digno colocarlas en una obra pública, por ridículas y antojadizas, por lo cual seguiré a los guayaquiles con la expresión de que por no abusar de la bondad del público omito otras noticias más despreciables".

Sólo en los últimos setenta años unos pocos etnólogos lograron establecer con esos extraños indígenas algunos contactos esporádicos.

 

En el campo de la antropología, no se tenían, hasta nuestro estudio, sino datos parciales, extraídos de series insignificantes, y hasta de individuos aislados, que no permitían llegar a conclusiones serias.

 

Lo que sabíamos, en este plano, acerca de los guayakíes no salía, en suma, del dominio de las simples impresiones personales.

No es nada sorprendente, pues, que las teorías elaboradas, en cuanto al origen racial de este conjunto aberrante, sobre bases científicas tan frágiles no coincidan en ninguno de sus aspectos. Menghin adscribe los guayakíes a los fuéguidos premongoloides que habrían constituido la primera ola de las migraciones efectuadas por el Estrecho de Behring, pero sólo se apoya, para hacerlo, en algunos datos de orden arqueológico.

 

Esta tesis supone la supervivencia, en tierras americanas, desde hace quince a treinta mil años, de una raza que descendería de los blancos prehistóricos que poblaban el Asia central hasta la irrupción de los amarillos. Es éste un fenómeno difícil de admitir.

 

Tanto más cuanto que, por otro lado, fuera de su pequeña estatura, común a tantas razas distintas, no hay ninguna coincidencia esencial, desde el punto de vista morfológico, entre los fuéguidos y los guayakíes. Manrique, por el contrario, quiere ver en éstos el producto evolutivo de una mezcla láguido-amazónida en la cual habría predominado, al juzgar por ciertos indicios somatológicos, el primero de dichos elementos.

 

Pero tampoco coinciden las características de ambas razas.

En una breve alusión. Imbelloni menciona a los guayakíes como una fracción meridional de la familia tupi-guaraní. Lo cual no le impide reconocer que la tribu es "seguramente alógena" y fue "guaranizada en una época reciente". Comprobación ésta que nos lleva a descartar de entrada la tesis según la cual se trataría de precursores de los guaraníes o de uno de sus residuos prctoides.

 

Maynthusen, que vivió largos años en medio de los guayakíes, reconoce que son, desde el punto de vista somático, muy diferentes de los guaraníes, sin dejar por ello de asociárselos.

 

Cadogan, que sostiene la misma opinión, sólo se respalda en los datos culturales del problema:

"Tanto el idioma como los elementos fundamentales de la mitología guayakí (son) indiscutiblemente de origen guaraní".

Pero veremos más adelante que Imbelloni tenía razón en cuanto a este punto y que se trata, sin duda alguna, de una cultura adquirida.

Queda la teoría pigmoide elaborada por Miraglia y Saguier y retomada por el P. Juste, quien, después de rechazar audazmente la división de la especie humana en razas caucasoide, mongoloide y negroide, sugiere que la pequeña estatura de los guayakíes no tiene significación racial alguna, pues,

"tampoco existe para nosotros un grupo natural pigmoide, sino simplemente un "canon pigmoide" que consideramos el resultado de la adaptación al medio selvático. Este hecho aparece en varias razas y localidades de la zona intertropical".

Sin retomar lo que se sabe acerca de los auténticos pigmeos negroides, bástenos recordar que éstos se caracterizan, no sólo por una estatura inferior a 150 cm, sino también por una larga serie de rasgos diferenciales filogenéticos.

 

La adaptación al medio no crea pigmeos: en el caso contrario, todos los negros de las selvas africanas lo serían. Pero sí condiciones de vida adversas hacen que ciertas razas degeneren con formas aberrantes. Lo que se encuentra, en Sudamérica, son poblaciones que sufren las consecuencias variables del enanismo. Vamos a ver que éste es el caso de los guayakíes.

Al principio de nuestra búsqueda; no teníamos ninguna base sólida: sólo datos parciales y discutibles y teorías contradictorias sin mayor fundamento. Hasta el color de la piel de los guayakíes suscitaba opiniones divergentes.

 

De los cinco grupos conocidos de la raza en cuestión - de trescientos a quinientos individuos, pero deben de existir otras bandas aún no detectadas - cuatro se caracterizan por un color blanco pálido, mientras que el quinto es moreno. Yaj Bertoni quería ver en tal coloración contrastada la prueba de un doble origen racial y, para él, los morenos habrían constituido la base de una evolución posterior.

 

Cadogan acepta la tesis de la fuerte pigmentación de los protoguaraníes. El color blanco en el seno de la raza se debería a un cruce con mujeres caaiguáes. De este modo, los guayakíes,

"no solamente habrían podido asimilar totalmente a los caaiguáes blancos tan ponderados por él. P. Lozano y otros cronistas, sino mismo producido una preponderancia de las características físicas de éstos en algunas bandas..."

Dicho con otras palabras, Cadogan imagina el "blanqueo" de una raza de color por hibridación con sujetos exógenos.

 

Tal explicación es inadmisible desde el punto de vista biológico, pues semejante mezcla, aún seguida por un largo proceso endogámico, sólo habría podido producir un conjunto mestizo de individuos más o menos grises, a lo más blancoides. Por otra parte, la descripción que de ellos nos da Lozano prueba, sin duda alguna, que los caaiguáes eran los antepasados directos de los guayakíes: mero problema de denominación.

 

Por fin, sabemos que la tez morena y la facies mongoloide de los miembros de uno de los grupos provienen de una mestización reciente con siete matacos, extremadamente oscuros, que se escaparon, en 1907, de la reducción argentina de Santa Ana y se incorporaron a una banda de guayakíes blancos que no debían de comprender más de unos treinta individuos.

Nuestra hipótesis de trabajo, según la cual la raza alógena en cuestión descendería de la población blanca del Perú precolombino, vale decir de los daneses de Tiahuanacu, era, sin lugar a duda, mucho más satisfactoria que semejante fárrago de afirmaciones confusas.

 

Pero había que demostrar su exactitud.

Es esto lo que hicimos. De inicio, pensábamos que nuestro estudio sería fácil. En 1959, en efecto, las autoridades paraguayas habían logrado reducir dos grupos guayakíes, un blanco y un moreno - en total unos sesenta individuos - y asentarlos en el Campamento de Arroyo Morotí, cerca de la villa de San Juan Nepomuceno.

 

Por ello los etnólogos que se interesaban en el problema habían podido trabajar sin mayores dificultades. Cuando nuestro equipo del Instituto de Ciencia del Hombre, de Buenos Aires, llegó al Paraguay, una violenta epidemia de gripe acababa de matar a la mitad de los miembros de la colonia y los sobrevivientes habían sido transferidos más al norte, a Cerro Morotí, a nueve kilómetros dentro del territorio no controlado.

 

El gobierno de Asunción quería evitar así, en la medida de lo posible, el contacto con la población paraguaya de selvícolas que podían sobrevivir a la mordedura de una víbora, pero no al virus "civilizado" más benigno contra el cual no están inmunizados. También buscaba utilizar al grupo ya reducido para atraer las bandas que vagaban en la región.

 

Ya lo había logrado, en enero de 1970, cuando el inicio de nuestra búsqueda: treinta guayakíes acababan de incorporarse a la colonia primitiva. Sesenta los seguirían en febrero de 1971.

 

Entre tiempo, el problema, para nuestro equipo - dirigido por el Lie. Pedro E. Rivero - era llegar a Cerro Morotí.

 

A pesar de los consejos de las autoridades militares paraguayas - y gracias a su apoyo - se alcanzó el objetivo. Pudimos así realizar un estudio antropológico satisfactorio que abarcó a veintiocho individuos adultos - veinte varones y ocho mujeres - para cada uno de los cuales establecimos una ficha básica que fue completada posteriormente merced a fotos antropométricas.

 

Lo cual nos permito diseñar la silueta, geométrica del guayakí tipo (cf. Fig. 1) comparada con las siluetas, trazadas mediante idéntico procedimiento, del .fíomo europqeus septentrionalis (ario nórdico), del Homo europaeus alpinus (ario alpino) y del indio quichua del Altiplano andino, según las mediciones de Nicola Pende (18), para los tipos europeos, y las de Ferris (17), para el tipo peruano.

 

Por otro lado, tomamos veintiocho muestras de cabello. "

 

 

 

No es nuestro propósito imponer a nuestros lectores treinta páginas de números que los especialistas podrán encontrar en el informe publicado por nuestro Instituto.

 

Nos limitaremos, pues, a resumir aquí sus datos esenciales. Desde el punto de vista morfológico, el guayakí varón tiene seis características fundamentales:

pequeña estatura (1,57 m de promedio); cabeza muy grande, larga, estrecha y hundida en los hombros hasta el punto de esconder el cuello, de frente; tronco muy desarrollado y muy ancho, con una cintura relativamente fina, y capacidad torácica excepcional; aparato genital anormalmente desarrollado, con un largo pene que cuelga, en posición de descanso, por debajo del escroto; miembros cortos; piernas delgadas y, en apariencia, largas en razón de la altura de la bacía.

El guayakí da así la impresión de poseer un biotipo compuesto: brevilíneo encima de la cintura, longilíneo debajo. Tiene la silueta característica de un enano que habría adquirido en anchura lo que hubiera perdido en altura.

 

Su estructura horizontal, sus piernas cortas y ligeramente arqueadas hacia afuera (a la inversa de las de un jinete) y sus pies vueltos hacia adentro le dan, cuando camina, una apariencia simiesca. No obstante, si comparamos su silueta con las que utilizamos como elementos de referencia, comprobaremos que se acerca mucho más al tipo ario nórdico que al tipo alpino y al tipo quichua.

 

Salvo en un punto: su tórax es el de un respiratorio montañés, según la clasificación de Sigaud. Agreguemos que tiene músculos alargados, una fuerza física extraordinaria - sus vecinos mbyáes no consiguen armar su arco - y una agilidad poco común.

Las mensuraciones morfológicas no revelan ninguna diferencia entre guayakíes blancos y guayakíes morenos.

 

Lo mismo sucede en cuanto a la forma de la cara:

ningún rastro de prognatismo; una frente amplia, ancha y casi recta, con, en algunos, una evidente macrocefalia degenerativa; una boca de tipo ario en el 60 % de los sujetos; una nariz ligeramente aguileña, con un tabique fino, cuando no evidencia un hundimiento de claras características degenerativas, y una base fina en más de la mitad de los sujetos; ojos derechos, de tipo ario, en el 27 % de los casos, ligeramente ovalados en el 54 % de los individuos considerados, y ovalados, de tipo amerindio, en los demás, pero siempre desprovistos de la plica mongólica.

Los pómulos sólo son francamente salientes en un caso de cada cinco.

Completemos este análisis señalando que los achés ríen, con suma facilidad, y tienen, por lo tanto, al contrario de los amerindios, no solamente una fuerte tendencia a exteriorizar su alegría, sino también los músculos faciales que les permiten hacerlo. En resumen, la cara del guayakí varón ofrece características mestizas, pero con neto predominio de rasgos fisionómicos arios.

Esta conclusión es reforzada por un índice cefalométrico, vale decir medido en vivo, extremadamente variable cuyo promedio es, en los varones, 81,4 (máximo, 86,7; mínimo, 76,7) y, en las mujeres, 82,8 (máximo, 86,1; mínimo, 78,3). La raza oscila, pues, entre la mesocefalía de los varones y la sub-braquicefalía de las mujeres.

 

En realidad, las variaciones que acabamos de señalar son mucho más importantes que estos valores estadísticos. En efecto, sólo pueden ser la consecuencia de una mestización reciente de dos conjuntos raciales, el uno dolicocéfalo, el otro braquicéfalo. Ahora bien, los indios, guaraníes y otros, del Paraguay y sus alrededores son fuertemente braquicéfalos.

 

Luego, la raza primitiva de los guayakíes tenía una dolicocefalía pronunciada." Por otra parte, si la mestización fuera antigua, el proceso de homogeneización, especialmente rápido en grupos endogámicos tan reducidos, habría concentrado los índices individuales y éstos se apartarían muy poco del promedio.

Es evidentemente en el campo analítico colorimétrico de la piel que la diferencia entre blancos y morenos se nota más. Los primeros, en efecto, son tan pálidos como europeos nórdicos y algunas mujeres ofrecen, sin estar enfermas, la tez rosada que se señala, en las obras de antropometría, como característica de los tísicos.

 

Los segundos, por el contrario, tienen una piel que cubre varias tonalidades de pardo, de lo claro a lo oscuro. Sucede lo mismo con los ojos, castaños claros en los blancos y castaños oscuros en los morenos. Todos tienen cabellos que van del castaño claro al castaño oscuro, a menudo con reflejos rojizos.

Los guayakíes varones tienen una cabellera abundante, pero, en la mayor parte de los casos, la frente es muy despejada y se notan a menudo entradas que responden a un fenómeno de calvicie. En el grupo estudiado, la mitad de los varones mostraban una calvicie occipital a veces muy pronunciada. Lo cual no se produce jamás, en los amerindios. Dos de ellos tenían el pelo ondulado, de tipo europeo.

 

El análisis de las veintiocho muestras tomadas, hecho por el Laboratorio de Anatomía Patológica (Cátedra de Medicina Legal) de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, estableció que todos los cabellos ofrecían una sección ovoidea que se acerca a la redondeada sin nunca alcanzarla. Es ésta una característica propia de las razas blancas.

 

Los amerindios, como todos los mongoloides, tienen un pelo de sección redonda.

Por fin, todos los guayakíes varones tienen una barba abundante que cubre el mentón, el labio superior y las mejillas, sin solución de continuidad con el cabello. Normalmente, se la afeitan con un instrumento de caña, pero las raíces de los pelos son bien visibles. El hechicero del campamento llevaba barba entera.

 

Ahora bien: los amerindios son generalmente lampiños y sólo los ancianos de algunas razas tienen una barba pobre, de tipo mongoloide, que nunca cubre sino el mentón.

 

La pilosidad corpórea es más variable que la barba, en los sujetos que estudiamos. Es siempre abundante en el pubis, pero a menudo rala en las axilas. Sólo se la nota en el tronco de un poco más de la mitad de los sujetos.

 

Casi todos los guayakíes blancos varones, más de la mitad de los guayakíes morenos y casi la mitad de las mujeres llevan vello en sus miembros, fenómeno éste desconocido entre los amerindios. Más extraño todavía resulta el hecho de que numerosos varones tienen mechones de pelos abundantes en las orejas y en las narices.

La Lámina I nos muestra el retrato, que figura en la galería del Departamento de Asuntos Indígenas de Asunción, de un guayaquí blanco típico: mesocéfalo y tal vez hasta dolicocéfalo, frente despejada, calvicie pronunciada, barba, cara alargada, ojos derechos.

 

En la Lámina II aparece otro guayakí blanco, cubierto de pintura medicinal:

se notarán la cara caballuna, el mentón saliente, la frente megalocéfala y el pene extremadamente desarrollado, sobre todo por tratarse de un hombre enfermo.

La Lámina III reproduce la fotografía de un guayakí de aspecto netamente ario.

 

Llaman la atención el color blanco pálido de la piel, el pelo ondulado, la frente despejada, los ojos derechos aunque entrecerrados por el sol. Únicamente recuerda el amerindio la nariz ligeramente achatada del sujeto, el que podría pasearse en cualquier región de Europa sin resultar extraño. En la mujer de la Lámina IV, llaman la atención los senos de tipo europeo y, en especial, el color rosado del pezón y la aureola, que las indias tienen negros.

 

En contrapartida, los rasgos de la cara son mucho más mongoloides que en los varones, fenómeno éste que se comprueba en todos los conjuntos mestizos de Sudamérica.

Dos puntos más, de desigual importancia. El primero, el análisis hematológico y serológico, no fue abordado por nosotros. Por un lado, en efecto, existían en este campo estudios serios. Por otro lado, el valor de esta técnica en cuanto a la clasificación racial es muy discutible. Algunos antropólogos acostumbran ir más lejos de lo que les permiten los datos obtenidos gracias a ella.

 

Debajo de los promedios estadísticos se disimulan particularidades étnicas que no caben en esquemas aún demasiado simplistas.

 

Se lo ignora todo acerca de las correlaciones existentes entre factores serológicos y factores morfológicos y no disponemos de ninguna investigación clínica sobre las modificaciones fisiológicas que provoca las degradaciones de la raza, con mestización o sin ella.

 

En fin, demasiado a menudo, se generaliza la supuesta homogeneidad hematológica de los amerindos. La mayor parte de ellos pertenecen al grupo O, pero se encuentran, por ejemplo, en los blood y en los blackfeet de raza pura "algunas de las frecuencias más altas de A que se conozcan en cualquier parte del mundo" y la repartición de los tipos, A, B y O entre los esquimales no mestizados es análoga a la que se puede observar entre los europeos.

No entraremos aquí en el detalle de análisis demasiado complejos. Limitémonos a decir que los guayakíes pertenecen al grupo O, como la mayor parte de los amerindios, pero que se diferencian de éstos por todos los demás factores serológicos.

 

Tales son los resultados obtenidos por Saguier Negrete en setenta muestras, por Brown y Gajdusek, en un número igual de sujetos, y por Matson y sus colaboradores en cincuenta y uno. Estos últimos concluyen que los guayakíes "en verdad se parecen más a los europeos" que a los amerindios. Desde este punto de vista, la ausencia del factor Diego en todos los sujetos tiene especial importancia, pues aparece en el 20 % de los guaraníes que los rodean.

 

Brown y Gajdusek no dejan por ello de afirmar, muy imprudentemente, que los guayakíes son amerindios puros y homogéneos, en especial por su sangre del grupo O. Si buscáramos probar una teoría y no analizar un problema, nos sería fácil contestar que este mismo hecho prueba que nuestros "indios blancos" descienden de los normandos, ya que el 75 % de éstos, en Francia, también tienen sangre O.

El segundo punto que todavía queda por mencionar es mucho más importante. Se trata del análisis de los dermatoglifos. Las improntas digitales humanas comportan, en efecto, crestas epidérmicas que pueden tomar la forma de arcos, de presillas o de torbellinos, y la proporción de estas tres figuras varía con la raza.

 

En los europeos, las presillas dominan con respecto a los torbellinos de 2,24 a 1, en promedio.

 

En los amerindios, esta misma relación es de 1,16 a 1. Efectuamos veintidós relevamientos dactiloscópicos completos de guayakíes (doscientos veinte improntas digitales) y el análisis hecho por la Facultad de Medicina de Buenos Aires nos dio una proporción de 2,66 a 1 entre presillas y torbellinos.

 

Lo cual excluye totalmente a los guayakíes de la raza amerindia y los sitúa, por el contrario, no sólo en la raza aria, que tiene el más alto índice de la gran raza blanca, sino también en la subraza nórdica cuyo índice es el más elevado de la raza aria. Encontramos, en efecto, en los daneses contemporáneos, una relación de 2,23 a 1 y en los noruegos, más puros, una de 2,64 a 1, idéntica a la que relevamos en los guayakíes.

Estos, en contrapartida, se diferencian tanto de los europeos como de los amerindios por un considerable porcentaje de arcos: 18,6 % contra O a 12 % - daneses, 5,7 %; noruegos, 7,4 % - y 2 a 8 %, respectivamente.

 

Sólo se encuentra una proporción comparable de arcos en algunos pigmeos del África y en los bosquimanos. El fenómeno no está vinculado de ninguna manera con el pigmoidismo: no se manifiesta ni en los pigmeos del Kivu ni en los bakolas, y tampoco en los negritos del Asia, mientras que los bosquimanos, en los cuales se lo nota, no son pigmeos.

 

Tal vez se trate de la consecuencia de un proceso de degeneración regresiva. Inclusive nos podemos preguntar si las razas pequeñas con alto porcentaje de arcos del África central son realmente pigmeas, y no simplemente enanas como los guayakíes y los bosquimanos. Pero esto no es sino una hipótesis.

Así formulados sin índices ni elementos de comparación, los datos antropológicos parciales que acabamos de mencionar pueden parecer un tanto deshilvanados.

 

Séanos permitido, pues, reproducir aquí las conclusiones generales de nuestro Informe completo:

  1. Los guayakíes pertenecen a una raza blanca dolicocéfala, de apariencia nórdica, ligeramente mestizada con elementos amerindios. Lo prueban el color de la piel, los ojos y el pelo, las particularidades del sistema piloso (barba, calvicie y sección ovoidea del cabello), los dermatoglifos, la conformación cefálica y los rasgos fisionómicos fundamentales.
     

  2. La mestización con elementos amerindios es reciente. Lo prueba la gran variabilidad del índice cefalométrico.
     

  3. Los guayakíes son biológicamente degenerados. Lo prueba la desproporción existente entre su cabeza grande y su aparato genital muy desarrollado, por una parte, y sus miembros cortos y su pequeña estatura, por otra. Las dimensiones de la cabeza y, en especial, la altura de la cara corresponden a individuos de muy alta estatura.
     

  4. Los guayakíes eran, primitivamente, longilíneos. Lo prueban la altura aparente y la delgadez de sus piernas.
     

  5. Los guayakíes vivieron durante largo tiempo en el Altiplano andino. Lo prueban las características brevilíneas del tronco, el gran desarrollo del tórax y la elevada capacidad torácica.

En resumen: los guayakíes son los descendientes de un conjunto humano de raza blanca y biotipo longilíneo - como el Homo europaeus septentrionalis - que vivió, durante siglos, en el Altiplano donde se le produjo el ensanchamiento del tronco.

 

Posteriormente, este conjunto bajó a la selva tropical o subtropical donde sufrió un proceso degenerativo que provocó la reducción de su estatura, con todas las características propias del enanismo patológico.

 

Más tarde, se mestizó con mujeres amerindias - verosímilmente guaraníes - que le trajeron genes mongoloides.

 

Este último proceso es muy reciente - dos o tres generaciones - pues la homogeneidad de los dos aportes - blanco y amarillo - está muy lejos de haber sido alcanzada en los grupos blancos. En el mismo lapso, un grupo se mestizó de modo más acentuado incorporándose algunos indios pertenecientes a una raza especialmente oscura.

Estas conclusiones respaldaban sólidamente nuestra primitiva hipótesis de trabajo.

 

Los guayaquíes, de raza blanca y de características nórdicas, mestización aparte, venían del Altiplano donde vivían, hasta el final del siglo XIII, los descendientes de los daneses que habían llegado de México 'doscientos cincuenta años antes. Todo dejaba suponer pues, entre unos y otros, una filiación directa.

 

Pero faltaban pruebas concretas.
 

 

 


2. Un pueblo degenerado

La degeneración biológica ha tenido, para los guayakíes consecuencias demográficas y sociales muy graves.

 

Por razones que constituyen todavía un misterio científico, nacen entre ellos tres veces menos mujeres que varones: el mismo fenómeno que se produce en el Tíbet y entre los waikaes, una tribu de "indios blancos" del Amazonas.

 

No siempre fue así. Los guayakíes conservan el recuerdo de un pasado lejano en el cual sus familias eran poligámicas, vale decir respondían a las normas biosociales de los pueblos guerreros. El exceso de nacimientos masculinos ya se manifestaba, sin embargo, en el siglo XVIII.

 

El P. Lozano escribía en efecto, en aquella época: "Suelen hacerse la guerra entre sí para robarse las mujeres, pues el número de varones es muy superior al de las mujeres, cosa rara en América".

Este desequilibrio entre los sexos ha tenido una doble consecuencia.

 

En primer lugar, la tasa de natalidad es muy baja, lo cual, agregado a condiciones de vida excepcionalmente duras y a la guerra, va llevando la raza hacia su desaparición. En segundo lugar, la familia poliándrica se ha impuesto. Cada mujer vive con dos o tres varones: un marido principal y uno o dos maridos secundarios.

 

De ahí un extremo relajamiento de las costumbres; El marido secundario es, por lo general, un amante "legitimado". La mujer, por cierto, no manda en el seno del grupo, pero sí constituye su elemento más importante, el que no puede fácilmente reemplazarse.

 

Por un lado tiene tendencia a considerarse el factor de continuidad de la familia y a cambiar sus maridos según su fantasía o su interés. Los niños, por otro lado, tienen dos o tres padres "carnales", más los maridos sucesivos de su madre. En el seno de una banda de treinta o sesenta individuos, prácticamente son los hijos de todo el mundo.

 

Llegamos así muy cerca del estado de promiscuidad. En fin, la dependencia familiar del varón con respecto a la mujer zapa la autoridad masculina. Si el orden natural no rige en la familia, es difícil que lo haga en la tribu.

 

La vida nómada contribuye a la inestabilidad social. Un guerrero o cazador se impone por sus hazañas y todos se someten a su autoridad. Pero envejece, y se va acercando el momento en que se convertirá en una traba para los suyos y habrá que abandonarlo a los urubúes. Mucho antes de este día, por lo demás, un jefe más joven ha surgido y ha tomado el lugar del anterior, exactamente como un marido joven desplaza al marido viejo.

Agreguemos a estos factores de desorden el nomadismo en sí. Nos resultará fácil, entonces, comprender por qué una banda guayakí se parece más a una jauría de lobos que a una comunidad humana.

 

Aquí también se trata de una situación relativamente reciente. Hasta el siglo XVII, los guayakíes vivían en el estado sedentario. Cazaban, por cierto, y guerreaban entre sí y con sus vecinos, los mbyáes-guaraníes. Pero tenían sus aldeas y cultivaban el maíz. Lozano lo señala aún en el siglo XVIII, cuando el proceso de degeneración ya se encontraba muy adelantado.

 

¿Por qué este cambio de modo de vida? ¿Por qué estos agricultores cazadores se convirtieron en cazadores recolectores? Por su espíritu de independencia.

 

En 1628, en efecto, los jesuitas evacuaron el Guayrá (cf. mapa, al final del volumen) e instalaron a los neófitos, como decían, que trajeron de allá entre el Paraná y el Paraguay, por un lado, y en las actuales provincias argentinas de Misiones y Corrientes, por otro.

 

Reforzaron las reducciones existentes en estas regiones, pero también fundaron nuevos establecimientos. Y situaron uno de estos últimos en San Joaquín, a unos 20 km de la gran aldea guayakí de Cerro Morotí. Volveremos sobre este punto.

¿Para qué instalarse así en pleno territorio no controlado? ¡Para controlarlo, por supuesto!

 

Los jesuitas habían tratado de crearse un imperio en el Guayrá y habían debido renunciar a su proyecto cediendo ante la presión portuguesa. Ya no tenían otra solución que conquistar la selva virgen del Paraguay propiamente dicho, lo más lejos posible de las autoridades españolas.

 

Hablando del Guayrá, el P. de Charlevoix no disimula en absoluto esta tendencia a hacer carpa aparte:

"En la época en que los Padres Cataldino y Maceta se alejaron de las ciudades españolas para encontrar menos obstáculos en la conversión de los indios...".

Para los guayakíes, la amenaza era seria.

 

En San Joaquín no había un mero grupo de agricultores, sino una milicia bien entrenada y provista de armas de fuego traídas del Guayrá. Algún día, habría que someterse, como los guaraníes se habían sometidb, y aceptar el paternalismo esclavista de los jesuitas. Los guayakíes no tenían la capacidad de aceptación de los indios.

 

Prefirieron abandonar sus casas y sus campos y lanzarse en la selva. La vida nómada que adoptaron no era, en aquel entonces, tan dura como en nuestros días. Había, por cierto, que renunciar a vivir bajo un techo y hasta a vestirse.

 

Pero la caza no faltaba. Y, sobre todo, los habitantes de la selva eran libres. Libres, a la noche, de cantar en coro y de repetir incansablemente las historias del pasado. Libres, tal o cual día de cada año, de encaminarse hacia algún santo lugar donde las bandas se juntaban para celebrar, como otrora, el culto del Sol.

Esta vida primitiva, en cierto modo paradisíaca, no podía durar. Los jesuitas se habían ido, en el siglo XIX, pero la población europea y mestiza aumentaba sin cesar. Las estancias y los obrajes avanzaban cada día más en la selva. Grupos de berú - así llaman los guayakíes a los blancos y mestizos paraguayos - armados hasta los dientes, saqueaban los cotos de caza cuya fauna destruían sin consideración de ninguna especie.

 

Cada verano, los nómades, que vivían cómodamente, hasta entonces, de caza y de miel silvestre, empezaron a conocer el hambre. Tenían que comer la pulpa de la palmera pindó, y hasta las larvas de un gran coleóptero que vive en la madera podrida.

 

Veían, sin embargo, muy cerca, animales desconocidos que ni nombre tenían en su idioma, y este maíz cuyo recuerdo conservaban. El hambre da malos consejos. Los guayakíes empezaron a degollar vacas y caballos que despedazaban con sus hachas de piedras y a saquear los campos de los berú.

Estos no se mostraban muy comprensivos cuando se trataba del fruto de su trabajo.

 

De vez en cuando, organizaban expediciones punitivas, haciendo prisioneros - por lo general niños - que convertían en verdaderos esclavos. No sin pérdidas, por otro lado, pues el arco guayakí es un arma temible. Era la guerra, y sigue siendo la guerra aún hoy. Pero, cuando un conflicto de este tipo opone sedentarios a nómades, siempre ganan los primeros, a la larga. Fue ésta la razón por la cual, cierto día de 1959, un primer grupo de guayakíes se sometió.

Entre tiempo, la raza había seguido degenerando con ritmo acelerado. ¿En qué se habían convertido esos soldados daneses que se habían refugiado en la selva hacia 1290?

 

¿En qué se habían convertido esos agricultores organizados del siglo XVI? En fieras, o poco menos.

 

Los guayakíes caminaban sin cesar, totalmente desnudos, y dormían a la intemperie, alrededor de un fuego, sin siquiera un techo de hojas que los protegiera de la lluvia, cada noche en un lugar distinto. Ya no plantaban nada desde hacía mucho tiempo.

 

Ya no sabían fabricar nada, salvo sus arcos, sus flechas, sus hachas, y esos extraños cestos con capa de cera en los cuales trasportaban la miel. No habían olvidado del todo el arte de la alfarería, pero tenían cada vez menos oportunidades de practicarlo.

 

Por otro lado, les faltaban mujeres.

 

¿Por qué no robar algunas a los mbyáes, sus vecinos guaraníes, como robaban vacas a los paraguayos? Pero la mujer, aun cautiva, trae con su sangre sus costumbres y su idioma.

 

Ya muy olvidadas, las tradiciones guayakíes fueron guaranizándose cada vez más y, en la cara de los niños, empezaron a aparecer los estigmas de la mestización. Todo iba cambiando, menos el hambre que, desde hacía tiempo, había llevado a ciertas bandas a hacerse caníbales.

La antropofagia es una costumbre muy difundida en el continente sudamericano. Se la encuentra en dos formas bien diferenciadas. Los indios que practican el exocanibalismo - era éste el caso de la mayor parte de los guaraníes - comen a sus prisioneros de guerra que hacen asar como caza, en la parrilla. Es a la vez un ritual de venganza y un grato complemento de alimentación.

 

El endocanibalismo se presenta bajo aspectos muy distintos.

 

Consiste en absorber con alguna bebida alcohólica o hasta con agua pura, los huesos reducidos a polvo del miembro de la tribu que acaba de morir y que, previamente, se ha incinerado.

 

En el primer caso, la antropofagia es principalmente alimenticia aunque ciertos etnólogos quieren ver en ella, también, una especie de "comunión" mediante la cual uno se incorpora el poderío vital de la víctima. En el segundo caso, constituye un rito de protección contra el alma telúrica de la muerte que reside en los huesos y que se elimina consumiendo éstos.

 

Muy pocas veces las dos formas coexisten en una misma tribu.

También en este campo los guayakíes se diferencian de los amerindios. La mayor parte de ellos, pues algunas bandas desconocen el canibalismo, comen con tanta satisfacción a sus enemigos como a sus propios muertos, a todos sus muertos. Asan el cadáver o, si se trata de un niño muy pequeño, hacen con él un puchero.

 

En ambos casos, la carne se consume íntegramente, salvo el sexo de las mujeres que se entierra. Los huesos y, en especial, el cráneo son rotos a golpes de arco y luego abandonados, lo que también hacen los guayakíes no antropófagos que dejan, previamente, el cuerpo descomponerse. Pues la rotura del cráneo aleja de los vivos, a quienes amenaza, el alma del muerto que, liberada, huye en la selva.

 

El canibalismo en sí, por lo tanto, es independiente del ritual funerario, aun cuando lo acompaña. Lo cual permite suponer que nació como consecuencia del hambre.

 

El asco que provoca en nosotros la idea de comer carne humana es sólo el producto de cierta sensibilidad que las circunstancias, y tenemos ejemplos recientes, pueden muy bien anular.

 

En los guayakíes, la antropofagia no constituye sino un aspecto secundario del proceso de degeneración que han ido sufriendo en un medio cada vez más hostil.

¿La realidad histórica de dicho proceso está suficientemente establecida? ¿No sería posible, a pesar del testimonio de Lozano, que nuestros "indios blancos" fueran lisa y llanamente unos primitivos, en el pleno sentido de la palabra, unos atrasados? No, y Fierre Clastres lo ha demostrado.

 

Este etnólogo nos dice, en efecto, que los guayakíes poseen, en su lengua, para designar el maíz que no cultivan, una palabra (waté) distinta del término guaraní (avatí), mientras no tienen ninguna para la mandioca que conocen, sin embargo, puesto que la roban en los campos de los paraguayos. Luego, cultivaban en otro tiempo el maíz, pero no la mandioca, salvo que hubieran olvidado el vocablo correspondiente a este tubérculo.

Otro hecho aún más llamativo, siempre según Clastres.

 

Los guayakíes llaman jaka los recipientes metálicos que roban a los paraguayos. Ahora bien: existe en la lengua guaraní un término muy parecido, ajaká, que designa una gran canasta que sirve para trasportar las mazorcas de maíz y las raíces de mandioca. La palabra guayakí no constituye un empréstito reciente, pues los guaraníes emplean, para nombrar los recipientes metálicos, el vocablo castellano lata que los guayakíes desconocen.

 

Estos tenían, por lo tanto, en su dialecto un término que correspondía a un recipiente de cestería, de uso agrícola, que ya no empleaban pero del cual habían conservado un vago recuerdo y que aplicaron a las latas que obtenían de los berú.

 

El hecho de que la palabra sea más o menos la misma que en guaraní no proviene de ningún modo de una trasferencia reciente - si fuera así, los guayakíes dirían: lata - sino lisa y llanamente del origen del idioma que hablan: un dialecto guaraní o, por lo menos - la opinión de los lingüistas no es unánime - fuertemente guaranizado.

No hay duda alguna, pues. Los guayakíes no son unos primitivos, sino unos degenerados. Daremos de ello pruebas más tangibles. Pero debemos mencionar aquí, en apoye de esta tesis, la extraordinaria capacidad de readaptación de los individuos de su raza que, por uno u otro motivo, escapan del ambiente selvático.

 

Se convierten rápidamente, no sólo en trabajadores incansables, lo que, por cierto no es el caso de los indios, sino también en artesanos de excepcional habilidad.

Los vimos, en Cerro Morotí, construirse casas forestales que son más que simples cabanas y por ejemplo, tallar con un machete, y verdaderamente no es éste el instrumento apropiado, mangos de hacha de forma perfecta que parecían salir de una máquina. Hay, por lo demás, en el Paraguay, muchos guayakíes cuyo origen nadie sospecha.

 

Sacados de sus bandas como consecuencia de expediciones punitivas, fueron criados en estancias; luego, ya adultos, se han fundido lisa y llanamente en la población. Una nenita, raptada en la selva, a los cuatro años de edad, por un francés y adoptada por él, cursó estudios notables, en la Argentina y en Europa.

 

Hoy, es doctora en antropología.
 

 


3. El enano rubio de la mitología guayakí

No es nuestro propósito exponer aquí las creencias de los guayakíes.

 

Sólo se diferencian de las de sus vecinos guaraníes por su extremada simplicidad: íbamos a decir su extremada pureza. Nuestro Primer Padre, el Trueno Relámpago, salió de las tinieblas originarias y, sin acercarse a su esposa, por el solo efecto de su palabra, engendró al dios creador que hizo brotar la luz de su pecho y, luego, formó el mundo con su propia sustancia.

 

Pero, a este fondo común, se agregan, en los guayakíes, dos mitos que, por motivos distintos, nos interesan especialmente.

El primero es el de los dos duendes. Uno de ellos es moreno oscuro, tal vez negro. Es Baión, el genio del mal, el amo de la noche, que tiene la luna encerrada en una enorme marmita de tierra. El otro, Jacarendy, es un enano de piel blanca y pelo rubio. Lleva un pequeño arco y flechas y silba sin cesar, como el andyrá, uno de los pájaros del Trueno-Relámpago, que lo acompaña en todos sus desplazamientos. Es el amo de las abejas y esconde sus panales de miel.

 

No es malo, pero le gusta hacer chistes. Mujeriego, su esposa lo pega para castigarlo.

 

Como vemos, se trata de una personificación de las dos razas en presencia. Los amerindios, morenos, son malos porque son el enemigo. Los guayakíes, blancos, no tienen sino defectos amables y Dios los protege. Lo que merece reflexión es el hecho de que Jacarendy no sea solamente blanco, como los acnés de hoy, sino también rubio. Hay que admitir, pues, que los antepasados de los guayakíes lo eran.

Ya que estamos hablando de duendes, abramos un paréntesis para mencionar a Japery, el amo del agua, que tiene la mala costumbre de pegar a los guayakíes con un palo que éstos, llaman wyrá paén pero del cual son incapaces de dar la menor descripción, por la sencilla razón que el instrumento sólo existe para ellos en nivel mitológico.

 

Clastres, a quien debemos esta comprobación, quedó muy sorprendido, pues, de oír a los achés llamar paénlos machetes que les regalaba. Dedujo que habían debido de tener, en otra época, espadas de madera como las que los guaraníes, que las usaban para ejecutar a sus prisioneros, llamaban del mismo modo.

 

Lo que nos hace dudar de la validez de esta explicación es que los guayakíes, cuando hablan del palo de Japery, no dicen paén, sino wyrá paén, vale decir "paén de madera". Lo cual deja suponer que tienen el vago recuerdo de paén hechos, como los machetes, con otro material que no podía ser sino metálico. Nada más natural de ser, como creemos, los descendientes de los daneses de Tiahuanacu.

Esta hipótesis, el mito guayakí de los orígenes no la contradice de ninguna manera, a pesar de lo que parece a primera vista:

"Los primeros abuelos de los guayakíes salieron de las profundidades de la tierra, arañando las paredes del precipicio, cual armadillo, para salir.

 

El camino que permitió a los primeros abuelos de los guayakíes salir de las profundidades de la tierra fue un hermoso curso de agua. Los primeros abuelos tenían los sobacos hediondos, la piel muy morena, carecían de arcos, de flechas, de tembetá, tenían las manos vacías".

Cadogan, a quien debemos este texto, deduce del mito en cuestión que los antepasados de los achés eran de piel oscura.

 

Pero también nos dice que la palabra guayakí broa, moreno, negro, significa también sucio, y parece que este último sentido es el correcto: los antepasados de los guayakíes, cuando lograron escapar siguiendo un curso de agua, estaban desprovistos de todo y mugrientos hasta el punto de tener mal olor.

 

Más aún: nos preguntamos si la expresión "profundidades de la tierra" no proviene de un error de traducción y si no se trata, en realidad, de las "profundidades de la montaña", vale decir de los Andes, de donde venían, en efecto, los daneses que se refugiaron en la selva.

 

Pues, en guaraní, tierra (yuy) y montaña (yvyty) tienen la misma raíz, y lo mismo debe de darse en el dialecto guayakí.

El otro mito que nos interesa aquí es sólo un aspecto, insignificante a primera vista, de la creencia en la inmortalidad El guayakí tiene dos almas que surgen, y tal vez nacen, en el momento de la muerte: un alma telúrica que se convierte en fantasma y es peligrosa para los vivos; un alma celestial que se trasforma en un harendy, un Ser Flamígero, y que sube a juntarse con el Sol en la Floresta Invisible que constituye el Paraíso.

 

Esta última, sin embargo, sólo consigue abandonar la tierra gracias a un procedimiento un tanto sorprendente.

 

Fabrica una gran urna de barro que llena de cenizas y en la cual los "pájaros del alma" vienen a descansar. En el momento de elevarse hacia la Floresta Invisible, entierra su urna entre las raíces de un árbol y los pájaros levantan vuelo con ella.

Fierre Clastres (2e) a quien debemos de conocer esta "muy extraña creencia", como él mismo dice, nos da de ella una explicación que no nos satisface en absoluto:

"Es así muy sorprendente comprobar que los aché hacen exactamente en el plano del mito lo que los guaraní hacen, ellos, realmente: pues, sin duda alguna, la marmita del alma no es sino la gran urna funeraria de los guaraní...

 

El 'mitema' de la urna funeraria del alma es (por lo tanto) el recuerdo de un antiguo ritual de sepelio que seguían los guayakí en una época en la cual, agricultores y, luego, medio sedentarios, estaban en condiciones de fabricar, como los guaraní, las grandes urnas destinadas a recibir los muertos.

 

El hecho de que la técnica de fabricación de las grandes urnas se haya deteriorado como consecuencia del abandono de la agricultura y del nomadismo permanente, condenando así a desaparecer el ritual y el instrumento que éste implicaba, no nos parece nada sorprendente: lo que es extraño, por el contrario, es que los guayakí sepan todavía hacer alfarería".

Esta hipótesis es difícil de admitir, pues no se han encontrado nunca cementerios guayakíes y todo hace suponer que, antes de comerse a sus muertos, los achés los incineraban o enterraban, como lo hacen aún algunas de sus bandas, volviendo cuidadosamente, una vez descompuesto el cuerpo, para romper los huesos, como lo exige la liberación del alma o, más bien, de las almas.

 

Pensamos, por nuestra parte, que existe otra explicación, como veremos en el próximo capítulo.
 

 


4. Los dibujos runoides de los guayakíes

Si ya resulta sorprendente, como bien lo dice Clastres, que los guayakíes, cazadores recolectores nómades, fabriquen piezas de alfarería, es más extraño aún que utilicen instrumentos de música.

 

Estos, fuera de silbatos de hueso que responden a otras necesidades, son de dos tipos: flautas de Pan, de hueso o de caña, cuyos tubos están tapados en la base, y especies de guitarra de tres cuerdas, sin mango, hechos de una pieza de madera ahuecada y tapada con una tablilla provista de un orificio rectangular. El primero de estos instrumentos está muy difundido entre los indios del Altiplano andino.

 

Se supone, pero sin la menor prueba, que el segundo es una imitación reciente de la guitarra propiamente dicha.

Estábamos preparando nuestra primera expedición al territorio guayakí cuando nos llamaron la atención las fotografías que ilustraban un artículo recientemente publicado por una revista especializada de Buenos Aires. Se las había tomado tres o cuatro años antes en el campamento de Arroyo Morotí.

 

Una de ellas representaba una "guitarra" aché.
 

 

 


La cosa en sí nos interesaba muy poco. Pero el instrumento llevaba dibujos tan poco amerindios como fuera posible:

"figuras que, según creemos, podrían considerarse simbólicas", escribía Tomasini, autor del artículo.

Era poco decir, pues los dibujos en cuestión tenían todas las apariencias de runas. ¡En el marco de nuestra hipótesis de trabajo, esto casi parecía demasiado bonito!

 

No ignorábamos, por cierto, hasta qué punto la extrema simplicidad geométrica de los caracteres escandinavos hace fáciles coincidencias meramente casuales. Uno de dichos signos, no obstante, parecía descartar toda eventualidad de este tipo. Muy complicado, era la reproducción exacta de una "runa secreta" que figura en la inscripción de Kingigtorssuaq, en Groenlandia, y que probablemente represente el número 10 C).

Nuestra primera expedición nos iba a suministrar, en este campo, una pieza complementaria: un fragmento de cerámica de factura amerindia, en cuya parte interior (cf.Fig. 2) estaban grabados, muy superficialmente, además de un dibujo geométrico bastante complejo, diez signos de los cuales nueve eran runas perfectamente trazadas que nos fue fácil transliterar: NUIH.H LGEAM.

 

El otro, representado por un punto en nuestra trascripción, es dudoso: runa deformada, runa invertida, o una u latina cuyo empleo era corriente, sobre todo en Gran Bretaña y en Irlanda, al final de la época rúnica.

 

El penúltimo signo, ea, pertenece, por lo demás, al futhorc anglosajón y no al futhark escandinavo (cf. Fig. 4). El suboficial paraguayo, jefe del campamento, ni siquiera nos había enseñado la pieza, descubierta por casualidad, en su cabaña, por un miembro de nuestra expedición.

 

Por supuesto, no había nunca oído hablar de la escritura rúnica. Nos explicó que el fragmento de cerámica había sido desenterrado en los alrededores y que una mujer guayakí había grabado en él algunos de los signos tradicionales de la tribu. La inscripción, efectivamente, era muy reciente.

 

Parecía confirmarse, pues, que los guayakíes utilizaban como elementos de decoración - no como letras, pues son totalmente analfabetos - caracteres rúnicos medievales.

La mujer que había grabado la inscripción no pudo ser identificada.

 

El autor de los dibujos del instrumento de música había muerto de gripe en Arroyo Morotí. Nos señalaron, sin embargo, a dos hombres del campamento que aún sabían trazar símbolos tribales.

 

El Lie. Rivero les pidió que lo hicieran para nosotros y consintieron, riéndose a carcajadas.
 

 

 


Se les dio primero hojas de papel y una lapicera de bolilla, y en seguida, sin vacilar, se pusieron a "escribir" a toda velocidad.

 

El resultado fue sorprendente: arabescos lineares complicados que, si se nos los hubiera enseñado sin indicarnos su origen, nos habrían hecho pensar en alguna escritura cursiva desconocida.

 

Es cierto que estos dos "indios blancos" vivían desde hacía diez años en el campamento y debían de haber visto a menudo textos manuscritos.

 

Un segundo intento, sobre tablas, con carbón de madera, dio, por parte de uno de los guayakíes - el otro había renunciado - dos series totalmente distintas. Sus signos separados no eran runas, por cierto, pero tampoco garabatos cualesquiera.

 

En nuestra opinión, esos analfabetos conservan una tradición gráfica, aunque han olvidado su sentido.

Tercer intento: se dio a "Benigno" - a estos caníbales se les dio nombres españoles - un fragmento de cerámica que acabábamos de desenterrar y un cuchillo de monte puntiagudo.

 

Nuestro guayakí se puso a trabajar con extrema rapidez. El resultado fue, en pocos minutos, una inscripción caótica (cf. Fig. 3) en la cual se destacan algunas runas, en especial unas U, unas I y unas S. El texto, por supuesto, no tiene continuidad fonética.

 

Pero, en las inscripciones auténticamente rúnicas, las repeticiones indican, por lo general, la encantación mágica.

 

¿Gente en situación desesperada que reclama, por todos los medios a su alcance, como les permitía hacerlo, lo veremos en el capítulo siguiente, el valor ideográfico de las runas, ganado (llamas), frescura y sol? La estación de las lluvias, que es también la estación más cálida, hace difícil la supervivencia, en la selva paraguaya, para los guayakíes nómades.

 

¿Los de hoy, que han perdido su cultura y la mayor parte de sus tradiciones, habrán conservado en su memoria algunos de los caracteres que, para sus antepasados, expresaban simbólicamente la plegaria? ¿O bien los signos trazados por "Benigno" solo por casualidad se parecen a runas?

 

Pronto íbamos a tener que descartar esta segunda explicación.
 

 


5. Unos "germanos en reducción"
 

Cuando la revista alemana de Buenos Aires, La Plata Rllf, tuvo a bien reseñar nuestro estudio sobre los guayakíes, puso espontáneamente como título a su nota: Bei den "Schrumpfgermanen" Paraguays. Unos "germanos en reducción".

 

Era esto, exactamente, mestización aparte. Uno de los análisis de antropología física más completos que se hayan jamás efectuado en Sudamérica demostraba, en efecto, que los achés pertenecen a la raza aria y siguen teniendo características de nórdicos degenerados, salvo en cuanto a su tórax, ensanchado por la estada de sus antepasados en el Altiplano andino.

Teníamos unas buenas razones para pensar que los "blancuzcos de la llanura" descienden de los vikingos daneses llegados, en el siglo X, a México y, en el siglo xi, al Perú.

 

Seiscientos años en la selva tropical explicaban ampliamente su degeneración física y la regresión cultural que había señalado un etnólogo de la categoría de Clastres.

Confirmada en el plano de la antropología, nuestra hipótesis había sido reforzada por las inscripciones runoides, carentes de sentido para sus autores, según parecía, que algunos achés aún saben pintar y grabar.

 

Sería realmente una extraña casualidad que estos salvajes analfabetos hubieran reinventado totalmente signos que correspondían tan bien al origen que su apariencia física permitía atribuirles.
 

 

 


II -  El escondrijo de las runas
 


1. El "tesoro" enterrado

En julio de 1970, fuimos a Asunción para presentar a las autoridades paraguayas y a la prensa nuestro Informe Preliminar sobre el origen racial de los guayakíes.

 

Aprovechamos el viaje para ir a Cerro Morotí, y el coronel Infanzón, director del Departamento de Asuntos Indígenas, tuvo la cortesía de acompañarnos, el profesor Pedro Eduardo Rivero y nos. No se trataba en absoluto de turismo.

Queríamos, no sólo observar de visu a estos "indios blancos", cada uno de los cuales conocíamos, literalmente, en razón de nuestro estudio antropológico, centímetro por centímetro, sino también completar el análisis de pilosidad, algunos de cuyos resultados no nos satisfacían plenamente. También deseábamos recuperar el fragmento de cerámica grabado, del que sólo teníamos fotografías.

 

En el anterior mes de enero, en efecto, un incidente muy serio había obligado a nuestros colaboradores y al oficial de policía adscripto a la Misión a dejar el campamento de improviso, más temprano de lo que pensaban.

El jefe del campamento no pudo poner la mano en la pieza en cuestión - le reencontraría más tarde y nos la entregaría en noviembre - pero nos trajo tres pedacitos de tierra cocida en dos de los cuales se notaban, a simple vista, inscripciones pintadas.

 

Nos explicó que estos fragmentos se habían encontrado, unos días antes, a orilla de la aldea donde los guayakíes desmontaban un pedazo de selva para plantar maíz. Habían aparecido entre las raíces de un tronco que se acababa de arrancar.

El fragmento anterior no tenía nada susceptible de llamarnos la atención. Se trataba de un pedazo del cuello de un vaso, con un modelado dígito-pulgar bastante fino, y se pueden encontrar piezas semejantes casi de todas partes, en el Paraguay donde, desde hace milenios, se fabrica cerámica. Los tres fragmentos recientemente desenterrados eran distintos.

 

Formulamos innumerables preguntas y se nos contestó que, según los habitantes indios y mestizos de la región, había habido, cuatrocientos años antes, en el emplazamiento del campamento, una importante villa española, que ésta había sido destruida y que la selva no había tardado en reconquistar sus derechos.

Esto no resistía el menor análisis. En el siglo XVI, sólo había unos centenares de europeos en el Paraguay, casi todos establecidos en Asunción. Y, de seguro, no se encontraba ni uno en una zona que, aún hoy, es incontrolada.

 

Por otra parte, una aldea colonial habría dejado algunos vestigios, cuando más no fuera cimientos de casas.

Una investigación rápida en los alrededores y, luego, un estudio in íibris en Asunción y en Buenos Aires nos permitieron ver más claro. Nunca había habido, por cierto, villa española alguna en Cerro Morotí. Pero sí, tal vez, un importante pueblo guayakí, lo que iba a confirmar el portulano de piedra encontrado más tarde (cf. Cap. IV).

 

El mismo nombre de la zona, anterior a la instalación del actual campamento, parecía indicarlo. Cerro es palabra española, pero morotí significa "blanco" en guaraní. Ahora bien: no nieva nunca en la Sierra de Caaguazú, aunque las noches son muy frías durante todo el año, y la tierra es colorada, mientras que los indios mbyáes que viven en la región son morenos oscuros.

 

Los guayakíes representaban el único elemento blanco posible. Es por ellos, sea dicho entre paréntesis, que el lugar donde se encontraba el primer campamento se llama, desde tiempos inmemoriales, Arroyo Morotí, Arroyo Blanco.

La excepcional importancia de los fragmentos traídos en septiembre nos llevó a armar otra expedición. Considerábamos altamente improbable, en efecto, que la extracción de una raíz hubiera hecho surgir tres pedazos de cerámica sin que quedaran otros.

 

Tres, esto era demasiado, o demasiado poco. Los guayakíes, naturalmente, nunca trabajan de balde. Apenas terminada su tarea, habían cerrado el hueco y apisonado la tierra para plantar su maíz. Esto, habíamos podido comprobarlo. Teníamos, pues, que hacer excavaciones.

En noviembre de 1970, dos de nuestros colaboradores partieron para Cerro Morotí. Su tiempo y sus medios eran muy reducidos, por desgracia. N01 dejaron por ello de obtener un extraordinario resultado. En primer lugar, hicieron reabrir el hueco dejado por la famosa raíz y, en la tierra así extraída, aparecieron fragmentos de cerámica, tan cubiertos de arcilla colorada que sólo una gran atención permitía diferenciarlos de simples terrones.

 

Luego, en el lugar de la excavación, hicieron abrir una trinchera de dos metros de profundidad, y algunos otros pedazos de cerámica aparecieron aún, hasta 70 cm del suelo. Efectuaron entonces sondeos sistemáticos que, de inmediato, dieron sus frutos.

En el borde de la trinchera, justo al lado del hueco primitivo, se encontraba un tronco de lapacho, un árbol típico de la selva tropical: diez metros de altura, pero sólo quince centímetros de diámetro.

 

Detrás - con respecto a la excavación - de la parte del tronco que, curiosamente, se prolongaba bajo tierra (cf. Lám. V), nuestros colaboradores desgajaron lentamente, a cuchara y a mano, una urna aplastada por las raíces que la rodeaban. Había conservado su forma, más o menos, pero sus dimensiones se habían reducido, pues sus fragmentos se superponían en parte.

 

En el interior, y fue esto la mayor sorpresa, aparecieron otros fragmentos que no le pertenecían, algunos de los cuales, pronto lo íbamos a saber, llevaban inscripciones de la mayor importancia.

Las piezas encontradas en el hueco primitivo - 144 fragmentos - provenían de seis o siete recipientes: tres o cuatro urnas medianas, de gruesa tierra ocre con modelado dígito-pulgar; una urna de las mismas características, pero de gruesa tierra negra; un vaso globular de dimensiones reducidas, hecho de fina cerámica amarilla, con modelado dígito-unguicular; y una pequeña urna, de color ladrillo, de tierra semifina decorada con incisiones unguiculares. Ninguno de estos recipientes pudo ser reconstituido.

 

Desplazamientos de tierra a lo largo del tiempo, tal vez, y de seguro el trabajo de los guayakíes habían dispersado numerosos fragmentos. Por el contrario, pudimos reconstruir íntegramente (cf. Lám. VI) la urna encontrada por nuestros colaboradores.

Se trata de un vaso del tipo de aquellos que los arqueólogos se obstinan en llamar "urnas funerarias", aun cuando no pasan de simples ollas. Es de forma zonaria, vale decir dividida por una arista horizontal en el medio, y de dimensiones medianas: 31 cm de altura, 37 cm de diámetro máximo y 31 cm de diámetro de boca.

 

Su fabricación, por rodete en espiral, es grosera. Cocida al aire libre, su tierra es de un color ocre pálido. Modelado dígito-pulgar irregular con cuatro hiladas de signos runoides en el cuello, de que hablaremos más adelante.

 

En todos sus aspectos, la factura es de muy bajo nivel. Como los anteriores, se podría atribuir este vaso, desde este punto de vista, a cualquier tribu amerindia de la región.

¿Cómo explicarnos la existencia y las características de este extraño yacimiento? Para hacerlo, es necesario, según creemos, remontarnos a la época - el principio del siglo XVII - en que los guayakíes, acosados, como ya vimos, por las milicias guaraníes de las Misiones jesuíticas, y en particular de la de San Joaquín, a unos 20 km, tuvieron que abandonar la aldea de Cerro Morotí, donde vivían en el estado sedentario, para adoptar la vida nómada.

 

Al salir para la selva, tal vez ante una amenaza inmediata, les era evidentemente imposible llevarse nada que no fuera lo indispensable: sus armas. Probablemente pensaran, por lo demás, volver una vez pasado el temporal. Tuvieron que abandonar lisa y llanamente sus cabañas y los pocos artefactos que podían contener.

 

Pero poseían tesoros que ni podían soñar en abandonar al enemigo: pedazos de vasos, cubiertos de inscripciones que provenían de sus antepasados.

 

Tal vez ya no entendieran su sentido. Pero les tenían un respeto casi religioso. Imposible llevarse estos fragmentos frágiles. La única solución era enterrarlos en un escondrijo, como lo hacían, tal vez, en la misma época, pero no podían saberlo, sus primos de la isla de Pascua que encerraban sus rongo-rongo - tablillas de madera grabadas-en "cuevas de familia" con entrada cuidadosamente disimulada.

Si nuestra explicación es exacta, y no vemos otra, los guayakíes colocaron sus tesoros en urnas groseras como las que fabricaban, para uso doméstico, imitando las técnicas indias.

 

Luego, enterraron sus "cajas-fuertes" improvisadas en la parte alta del Cerro, fuera de alcance de las inundaciones: donde encontramos nuestra urna. Tal vez hubieran agrupado varios de estos recipientes, debidamente llenados, en un mismo escondrijo. Lo que lo deja suponer es que fragmentos de cerámica inscripta, desenterrados con la raíz que está en el origen de nuestro descubrimiento, aparecieron en medio de pedazos de urna de la misma factura que "la nuestra".

 

Muchos otros habrán desaparecido al mismo tiempo que los fragmentos de "cajas fuertes" que faltan.

La urna del tesoro nos da, sea dicho entre paréntesis, una explicación de la. ”marmita del alma", este mito incomprensible que sólo se encuentra entre los guayakíes y que relatamos en el capítulo I.

 

Al abandonar su aldea, los descendientes de los daneses de Tiahuanacu habían enterrado inscripciones que simbolizaban para ellos el alma de sus antepasados, el alma de la raza, y este gesto trágico los había marcado profundamente. Olvidaron poco a poco el hecho histórico. Pero conservaron el recuerdo de una relación entre el alma guayakí y una urna enterrada que la selva había cubierto, de una urna aprisionada por las raíces de un árbol.

No es nuestro propósito hacer aquí el análisis pormenorizado de los treinta y tres fragmentos que contenía la urna del tesoro.

 

El Instituto de Ciencia del Hombre, de Buenos Aires, lo expuso en una memoria destinada a los especialistas. Limitémonos a decir que las piezas son extremadamente heterogéneas: de gruesa tierra y de pasta fina; ocres, negras, marrones, grisáceas; con engobe gris-beige o blancuzco y sin él; lisas y con estrías, incisiones unguiculares e hiladas de signos runoides con modelado dígito-pulgar e incisiones.

 

Algunas provienen de fuentes, de platos, de vasos. El origen de las demás es imposible de determinar.

 

Estos treinta y tres fragmentos, a los cuales corresponde agregar los tres desenterrados por los guayakíes, sólo tienen una cosa en común: a pesar de su nivel técnico muy desigual, son de una factura muy superior a la del recipiente que los contenía. Lo cual no tiene porque sorprendernos, puesto que sabemos que, desde el punto de vista cultural, los guayakíes están en franca regresión.

 

El abandono de Cerro Morotí y de sus otras aldeas no marcó el principio de su decadencia. Sólo fue, visiblemente, una etapa. Nada más natural, pues, que hayan considerado, en aquel entonces, un tesoro fragmentos de cerámica que venían de sus antepasados más civilizados que ya eran incapaces de imitar.

 

Tanto más cuanto que algunos de dichos fragmentos llevaban misteriosas inscripciones. Todos, tal vez, en el principio, pues algunos, mal protegidos después de la rotura de la urna-caja fuerte, debieron de ser lavados por el agua de lluvia que penetraba en la tierra, lo que parecen indicar los rastros de dibujos pintados o grabados que se pueden divisar en muchas piezas.

Inscripciones aparte, todos los fragmentos en cuestión podrían ser atribuidos a las tribus amerindias de la región.

 

Algunos responden a las características de la alfarería guaraní clásica, por lo menos tal como se manifiesta en la cuenca del Río de la Plata, desde el Paraguay a las puertas de Buenos Aires. Señalemos, sin embargo, que ni las fuentes ni los platos parecen haberse conocido en el área antes de la Conquista.

Los fragmentos, con decoración dígito-pulgar y unguicular, que presentan hiladas de signos runoides son comunes a los guaraníes y a los demás indios de la zona. Pero únicamente de la zona. Al norte del Paraguay, las tribus guaraníes y otras nunca han hecho nada semejante. Ni siquiera los arawaks del Amazonas, excelentes alfareros, sin embargo.

 

Tenemos, pues, el derecho de pensar, cuanto más no fuera a título de hipótesis, que los antepasados de los guayakíes, llegados del Altiplano andino, fueron los que introdujeron en su esfera de influencia ciertas formas, ciertas técnicas y ciertos motivos de decoración que los indios imitaron, aun después que los descendientes de sus civilizadores los habían olvidado.

 

Por el contrario, las inscripciones y los dibujos mitológicos sólo tenían sentido para sus autores y no había razón alguna para que indios analfabetos los copiasen.

 

Y, una vez perdido su significado exacto, sólo conservaban un valor histórico - y tal vez religioso - para los herederos de quienes los habían trazado.

Vamos a analizar las inscripciones relevadas en algunos de los fragmentos que acabamos de describir someramente. No tomaremos en cuenta ni las letras aisladas ni las hiladas de signos runoides que hemos - señalado. Las letras del alfabeto rúnico, en efecto (cf. Fig. 4), tienen una forma geométrica, por lo general sencillísima, que bien puede reproducir una grieta o una rayadura.

 

La autenticidad de algunos caracteres grabados en tal o cual de nuestros fragmentos no deja mucho lugar a duda y la naturaleza de los motivos modelados o grabados en serie raya en la evidencia. No obstante, preferimos, tal vez por exceso de prudencia, dejar a un lado unos y otros para encarar exclusivamente lo indiscutible.

 

 

 

Queda un último punto fundamental:

  • ¿Es seguro que la urna pertenece a los guayakíes y su contenido, a los antepasados de nuestros "indios blancos"?

  • ¿Aunque haya habido, en otra época, una aldea de guayakíes en Cerro Morotí, no es posible que otros, antes de su llegada o después de su partida, hayan ocupado el lugar?

  • ¿No podemos suponer, igualmente, que los guayakíes hayan robado o encontrado el contenido del escondrijo?

Tenemos tres buenas razones para excluir estas hipótesis y cualquier otra del mismo género.

 

La primera no es concluyente, pero tiene un valor real: los fragmentos negros son exclusivamente característicos de la cerámica guayakí.

 

La segunda, que no elimina, por lo demás, la posibilidad de un aporte exterior, es de orden lógico, pero sabemos que la lógica está muy lejos de dar cuenta de todos los actos humanos: los guayakíes no habrían enterrado - ni siquiera conservado - pedazos de vasos sin ninguna utilidad práctica si no hubieran tenido para ellos un valor especial.

 

La tercera razón es decisiva.

En la "urna-caja fuerte" encontramos, en medio de los fragmentos de cerámica que contenía, un pedazo de piedra de hacha que constituye una verdadera firma.

 

Los guayakíes, en efecto, emplean, para fabricar sus hachas de guerra y de trabajo, una técnica sumamente ingeniosa, que los mayas parecen haber conocido, muy distinta de la que utilizan la mayor parte de los amerindios. No atan la piedra cortante en la punta de un palo ahorquillado o hendido: la introducen en una incisión que hacen en el tronco de un árbol joven. Al cicatrizarse, la madera se cierra alrededor del cuerpo extraño que ya no se puede arrancar.

Sólo queda por cortar el tronco, a la altura requerida, arriba y abajo de la piedra y a tallarlo en forma de mango. Algunas tribus indias de la región recurren al mismo procedimiento, tal vez por imitación. Pero las hachas guayakíes se reconocen fácilmente por el corte en almendra de su piedra. Indiscutiblemente, el pedazo encontrado en la urna pertenece a una de ellas.

 

Pero no de nuestra época.

Todos los etnólogos que describieron hachas guayakíes contemporáneas están de acuerdo en cuanto a la naturaleza del material utilizado para tajar la piedra: una diorita gris oscuro cuyo granulado disbásico se respeta siempre, aun en el filo.

 

Así el hacha con que nos obsequió el jefe guayakí de Cerro Morotí y la que figura en las colecciones del Museo del Jardín Botánico de Asunción. La piedra de la urna, por el contrario, está tallada en hematita.

 

Por otro lado, el trabajo es mucho más fino. Las piedras de hacha contemporáneas son rugosas, como ya hemos dicho. La del "tesoro", por el contrario, es tan pulida que parece vitrificada. Luego, pertenece a una cultura artesanal mucho más adelantada que la de los guayakíes actuales.

 

Vale decir, puesto que se trata de un pueblo degenerado, mucho más antigua.
 

 


2. Caracteres generales de las inscripciones

Para que la interpretación que vamos a dar de las inscripciones relevadas en fragmentos de cerámica de nuestra urna-caja fuerte sea comprensible, queremos recordar aquí lo que son las runas.

 

Se llaman así los caracteres de la escritura que los pueblos germánicos emplearon desde el siglo III a.J.C., y probablemente mucho antes, hasta el siglo XIII de nuestra era, y aún más tarde.

 

Se conocen tres alfabetos rúnicos principales, designados por sus seis primeras letras: el antiguo-futhark de 24 signos, utilizado hasta el siglo vm, el futhorc anglosajón de 28, luego 33, signos, adaptación del anterior al antiguo inglés, empleado, por lo que se sabe, del siglo VI al siglo XI, y el nuevo futhark. o futhark joven-danés, de 16 signos, posterior al siglo VIII.

 

Este último conoció algunas variantes, sea por conservación de runas arcaicas, sea por creación de nuevas runas, como en el futhark "punteado" de 28 signos que apareció en el siglo X. La Figura 4 nos muestra los cuatro sistemas que acabamos de mencionar y que, todos, son necesarios para nuestro análisis.

Como en nuestro alfabeto, cada runa representa un sonido o varios. La precisión fonética de cada sistema resulta, por lo tanto, proporcional al número de signos que contiene.

En Escandinavia, disminuyó notablemente cuando la adopción del nuevo futhark en el cual, por ejemplo, el segundo signo puede representar indiferentemente los sonidos u, ü, o y ó. Lo cual hace a veces sumamente difícil la trasliteración.

 

De cualquier modo, los sistemas rúnicos constituyen lo que no tenemos más remedio que llamar, a expensas de la etimología, alfabetos o, si se prefiere, las variantes de un alfabeto. Los pueblos germánicos utilizaban las runas como nosotros las letras griegas o latinas. Pero les daban, además, otro empleo.

Cada signo del futhark o el futhorc tiene, en efecto, un nombre aerófono, vale decir que comienza por el sonido que la runa representa. No se trata de un término especial, como en griego, por ejemplo, sino de una palabra del idioma empleado. Así la f rúnica se llama faihu en gótico y fehu en norrés en ambos casos con el mismo sentido: mujer.

 

En antiguo inglés, por el contrario, la letra en cuestión lleva el nombre de feoh, ganado y, por extensión, dinero, bienes.

 

Pero, por otra parte, en las lenguas escandinavas, sea que el antiguo inglés haya influido en ellas, sea por el contrario que les deba el vocablo, f se llama a veces fauhu, ganador. Para facilitar sus análisis, los runólogos han sistematizado los nombres de las runas en un "germánico común", un tanto arbitrario, es cierto, pero cómodo. Nos mismo utilizaremos sus formas.

La consecuencia de este modo tan especial de designar las runas es que cada signo, independientemente del sonido que tiene en la escritura, posee en sí uno o varios sentidos. Por lo tanto, constituye un ideograma. Ciertos grupos de runas tienen un carácter fonético: se los puede leer y comprender del mismo modo que las palabras de una frase escrita con el alfabeto latino.

 

Otros, mas escasos, tienen un sentido ideográfico y, para entenderlos, es preciso dar a cada signo, como en chino, su sentido conceptual. Agreguemos que tal o cual runa es susceptible, además, de una interpretación simbólica (la runa de la muerte, la runa de la fidelidad, etc.), pero es éste un empleo posterior a la época que nos interesa.

Las inscripciones contenidas en la urna de Cerro Morotí pertenecen a los dos primeros géneros.

 

Una de ellas es indudablemente fonética. Otras son ideográficas. Una última ha resistido victoriosamente cualquier intento de interpretación. Corresponde señalar, por otra parte, el hecho extraño de que los signos rúnicos de nuestros grafismos pertenecen a varios sistemas, con predominio del futhorc, y que caracteres de distinto origen se mezclan en un mismo grupo.

 

A primera vista, estas peculiaridades aberrantes sorprenden e intrigan. Sin embargo, se explican en el marco de nuestro estudio.

Sabemos, en efecto, que los daneses de Tiahuanacu habían llegado a América hacia el año 967, vale decir en la época en que las runas "punteadas" empezaban a mezclarse con el nuevo futhark. El antiguo, aunque eliminado a principios del siglo IX, no había desaparecido sin dejar rastros y algunos de sus signos figuran en inscripciones muy posteriores.

 

En cuanto a la presencia dominante de los caracteres del futhorc anglosajón, sólo puede significar una cosa: la expedición de Ullman, aunque compuesta por daneses del Schieswig y algunos alemanes, no había partido de la península escandinava sino del Danelaw británico o de Irlanda. Lo cual precisa el trazado de su itinerario tal como lo reconstituimos en nuestra obra anterior.

A todas estas causas de confusión hay que agregar el peso de circunstancias a las cuales se deben, lo vamos a ver, la deformación de algunos caracteres y la presencia de signos no rúnicos.

 

En primer lugar, los vikingos de Tiahuanacu, en el momento de la destrucción de su imperio, hacia 1290, estaban aislados de su patria desde hacía más de trescientos años y los contactos esporádicos - uno solo, hacia 1250, nos es conocido - no habían podido ayudarlos mucho a conservar un rigor gráfico que estos guerreros y marinos tal vez ni tuvieran cuando su salida de Europa.

Por otro lado, no sería imposible que, aunque siguieran empleando entre sí el idioma norrés - el antiguo escandinavo - hubieran utilizado su sistema fonético para trascribir los dialectos indígenas, lo cual los habría obligado a inventar nuevas letras para expresar los sonidos quichuas y aymaráes que no tenían equivalentes en las lenguas nórdicas.

 

Por fin, las tradiciones incaicas nos enseñan que el uso de la escritura fue prohibido, con las penas más severas, al día siguiente de la derrota de la isla del Sol y que un amanta - un sabio - que había inventado, un poco más tarde, un nuevo alfabeto murió en la hoguera.

Agreguemos a todo - esto que los antepasados de los guayakíes no eran, de seguro, hombres cultos. Vamos a ver, más adelante y en el capítulo V, que la ortografía no era su fuerte.

Señalemos, sin embargo, que los refugiados del Paraguay habían dejado el Altiplano o sus laderas inmediatamente después de la última batalla. La prohibición, por lo tanto, no los había alcanzado.

 

Lo cual explica que hayan conservado la escritura mientras que ésta desparecía en el Perú.
 

 


3. Una fecha y un símbolo geográfico

El lado a del fragmento CM-15 (cf. Fig. 5) hallado en la urna del tesoro viene a confirmar exactamente nuestra cronología.

 

Se ve en él, en efecto, la fecha de 1305. Las cifras "en cimitarra" tienen la forma que se les daba en Europa después que los Árabes las habían introducido en el siglo x y el 5, que tiene el aspecto de nuestro 4, es característico de la época.

Lo cual garante, por otra parte, el valor del 3, que se podría tomar hoy día por un 5. La presencia de esta fecha y de otras que mencionaremos en el capítulo V confirma, por otra parte, el contacto europeo de 1250.

 

Los números llamados arábigos fueron introducidos muy temprano en Escandinavia y, especialmente, en Dinamarca donde el gran puerto de Hedeby - se encontró en su área un gran número de monedas árabes de la época - comerciaba activamente con el Medio Oriente. Pero, en el año 967, aún no se empleaba allá el calendario cristiano.

 

El fragmento en cuestión confirma igualmente el origen peruano de los antepasados de nuestros "indios blancos".

 

Hallamos, en efecto, cerca de la fecha, la imagen de una llama (cf. Lám. VII).
 

 

 


Este animal era desconocido en el Paraguay.

 

Sólo después de la Conquista se trató de introducirlo allá. Infructuosamente, por lo demás, pues la especie no resistía el clima tropical. Sólo prosperaba en las alturas de la Cordillera de los Andes.

 

El artista que grabó el animal-pues era un verdadero artista - venía, por lo tanto, del Altiplano. El lado b - el interior del plato - del mismo fragmento (cf. Fig. 6) ofrece un extraño caos de signos dudosos, trazados con tinta gris, o vuelta gris con el tiempo, debajo de un cuadriculado irregular, de tinta azul, que eliminamos de nuestro dibujo por no tener la menor apariencia alfabética.

Se pueden vagamente identificar, de izquierda a derecha y de abajo hacia arriba, las runas Kaunaz, Reido, Isa, Uruz, Isa, Solewu compuesta y Uruz-Wunjo acopladas, lo que no tiene sentido coherente alguno, ni en lectura alfabética ni en interpretación ideográfica. El gran V contorsionado de la izquierda no representa nada.

 

¿Trátase de un mero garabato? Lo que lo dejaría creer es la inclinación de los signos.
 

 

 


Nunca se encuentran, en efecto, en los textos germánicos, runas que no estén derechas, salvo, por supuesto, en las inscripciones cíclicas donde la perpendicular al alma de la curva sustituye la vertical. No es éste el caso.

 

No está excluida, sin embargo, la posibilidad de que este conjunto se relacione con un nuevo alfabeto, de origen rúnico pero adaptado a algún dialecto indígena.

 

Lo que respalda esta hipótesis es la semejanza notoria del "texto" con una inscripción (cf. Fig. 3) trazada delante - de nosotros por un "indio blanco" que no había visto, por supuesto - como tampoco nosotros en aquel entonces - el fragmento CM-15.

Los tres signos que figuran arriba a la derecha, perpendicularmente al resto de la inscripción, parecen ser de una naturaleza del todo distinta.

 

Están trazados con pintura marrón y bien dibujados. El primero se acerca a una V latina, letra ésta que se había introducido en el futhorc anglosajón mucho antes de la conquista normanda.

 

El segundo es un Uruz correcto. El tercero, por el contrario, es altamente fantasista, aunque recuerda un tanto el Fehu del futhorc tal como lo encontramos en el manuscrito Cotton Domitianus.

 

Tres signos aislados no pueden tener sino un sentido ideográfico. Tendríamos así: voluptuosidad, virilidad, ganado. Deseos comprensibles por parte de daneses de Tiahuanacu perdidos en la selva, amenazados en su descendencia y desprovistos de todo y, en particular, de las llamas - su ganado - que constituían, en el Altiplano, lo esencial de su alimentación.

Pero, como en el caso de todas las interpretaciones ideográficas, sólo se trata de una hipótesis, perturbadora pero dudosa, sobre todo si se tiene en cuenta el dibujo extraño de signos cuya lectura misma es incierta.
 

 


4. De Dinamarca a la Isla de Pascua

Como el anterior, y tal vez más aún, el fragmento CM-4 (cf. Fig. 7) tiene, para nuestro estudio, una importancia capital.

 

No sólo, en efecto, constituye una prueba indiscutible del origen escandinavo de los guayakíes, sino que también nos da la solución de uno de los problemas antropológicos más apasionante de nuestra época.

Lo que llama en primer lugar nuestra atención, en este conjunto complejo, son los dos Arboles de Vida, trazados con tinta azul, que están situados separadamente, en ángulo recto, el uno arriba a la izquierda y el otro a la derecha, casi horizontal.

 

Su naturaleza no deja lugar a duda, puesto que ambos llevan, en la rama más alta, el águila que, en la cima del Fresno Yggdrasill de la mitología escandinava, representa el Valhól, morada de los Campeones, y, en lo alto del Árbol del Mundo, o Árbol de Vida, de los nahuas y los mayas, simboliza el Sol con el que van a unirse, después de su muerte, los guerreros caídos en el, campo de batalla.

 

Al pie del árbol de la derecha, justo debajo de las dos grandes letras del centro, vemos la Serpiente del Mundo, tan a menudo reproducida en las estelas y los monumentos del período vikingo.
 

 

 


A lo largo del tronco, parcialmente grabado, del árbol de la izquierda, encontramos dos grupos de signos.

El de la derecha es muy confuso y desafía cualquier intento de interpretación. El de la izquierda (cf. Fig. 8), por el contrario, compuesto de cuatro signos grabados, es de una claridad meridiana. Se podría ver en él un ideograma: Reído, Isa, Wunjo sobre pájaro. Trasponiendo, tenemos: viaje ligero de voluptuosidad sobre pájaro. Dicho con otras palabras, sueño de voluptuosidad.

 

Esta interpretación no nos satisface.

El grupo está situado, en efecto, al pie del Árbol de Vida, en el lugar del Reino de los Muertos del que se excluye, por cierto, cualquier sueño voluptuoso.

Por otro lado, si descartamos - cualquiera idea preconcebida, no tendremos dificultad alguna para leer las tres letras que dominan al pájaro:

RIP, sigla del Requiescant in Pace de los cementerios católicos.

 

 

 

Ahora bien: sabemos que los daneses del Altiplano habían recibido, a mediados del siglo XIII, un aporte cristiano lo suficientemente profundo para que hubiera dejado rastros en los monumentos de Tiahuanacu.

 

Si había, en 1290, a orilla del Lago Titicaca, una iglesia católica en construcción, la copia, que los bolivianos llaman hasta hoy "El Fraile", de la estatua de un apóstol no identificado de la catedral de Amiens y un friso que representaba, en la llamada "Puerta del Sol", la escena apocalíptica de la Adoración del Cordero, tal como figura en el tímpano del mismo edificio, si, por otra parte, raíces latinas habían pasado de la lengua particular - danesa - de los incas al quichua, no es nada sorprendente encontrar una sigla latina en uno de los fragmentos de nuestra urna-caja fuerte.

 

Es ésta una interpretación discutible, pero la creemos correcta.

 

De ser así, el pájaro es una paloma, símbolo del alma salvada. Hay, sin embargo, una dificultad aparente. Los dos primeros signos pueden ser indiferentemente, rúnicos o latinos.

 

El tercero, por el contrario, es un Wunjo del antiguo futhark o un Thurisaz (o Thurs) del nuevo. Se parece mucho, no obstante, a la P latina, hasta el punto que los islandeses contemporáneos, que han conservado el Thurs rúnico en medio del alfabeto latino que emplean, lo utilizan en lugar de la p, que no tienen, cuando escriben a máquina en inglés o en francés.

 

Nuestro grabador, más acostumbrado a las runas que a los caracteres latinos, muy bien habría podido hacer lo mismo. Tanto más cuanto que, en el nuevo futhark, el cuerpo del Thurs era indiferentemente arredondado o triangular.

Entre la Serpiente del Mundo y el pie del árbol de la derecha, ligeramente encima, aparece un grupo de signos alineados, grabados y coloreados con tinta azul, que es fácil trasliterar: INGUKZ. Esta palabra ofrece algunas particularidades. En primer lugar, la mezcla de los alfabetos. La primera letra - i - es común a todos los sistemas rúnicos. La segunda - ng - y la quinta - 2 - pertenecen al futhark punteado. La tercera - u - al nuevo futhark.

 

La cuarta - k - por lo demás mal orientada, lo que es frecuente en las inscripciones rúnicas, figura en estos dos últimos sistemas. Por otra parte, el quinto signo constituye, sin duda alguna, la marca del genitivo, pues Inguk es un nombre vikingo.

 

Pero, entonces, deberíamos hallar una s y no una z. Se trata aquí, muy simplemente, de una falta de ortografía que reencontraremos, por lo demás, en las inscripciones de Yvyty-ruzú (cf. Cap. V). El grupo significa, por lo tanto, "de Inguk", sin que sepamos si representa la firma del autor o el nombre de un muerto.

Los signos que figuran en la parte alta del fragmento, a la izquierda, y a la derecha del nombre Inguk son dudosos. En cuanto a las dos grandes letras del centro, Uruz y Reido, sólo son visibles, claramente por lo demás, más pálidas que la terracota del fragmento, bajo una luz violenta. Otras siguen cuyos rastros se adivinan, pero están demasiado borradas para que sea posible identificarlas.

Quedan los tres grandes dibujos trazados con tinta azul, abajo a la derecha, y los dos o tres signos más pequeños que están encima del último.

No se trata, evidentemente, de caracteres fonéticos, sino de figuras estilizadas. La de arriba, a la izquierda, y la tercera de la hilada inferior son impecables. Las dos primeras de dicha hilada tienen un contorno menos preciso, pues la tinta parece haber debilitado la terracota que se ha deshecho un tanto, pero pudimos perfectamente reproducirlas.

 

La cuarta, situada en la quebradura de la pieza, es más difícil de definir y subsiste, a su respecto, cierto margen de duda.
 

 

 


Salvo, precisamente, la última, que parece representar a un jinete, estas figuras no pertenecen a la iconografía escandinava ni a ninguna otra de Europa. Tampoco encontramos nada que se les asemeje en el arte peruano.

 

Por el contrario, si consideramos los rongo-rongo de la isla de Pascua esas tablillas de madera en las cuales los antepasados blancos y rubios de sus actuales habitantes o, más bien, de algunos de ellos dibujaban hiladas de signos ideográficos cuyo significado desconocemos aún, no tendremos, por cierto, dificultad alguna en reconocer en ellos figuras absolutamente idénticas a las que constituyen el objeto de nuestro análisis (cf. Fig. 9).

Más todavía, el primer dibuje de nuestra serie, el de arriba, es un hombre-pájaro, símbolo característico de Rapa Nui, inconfundible.

 

Aportamos así la primera prueba material de la teoría de Thor Heyerdahí que sostiene, y no le faltan argumentos, que la isla de Pascua fue parcialmente poblada por un grupo de hombres del Titicaca, sobrevivientes de la batalla de la isla del Sol, que se habían embarcado en Puerto Viejo, en el actual Ecuador, en balsas que, arrastradas por las corrientes marinas, los habían llevado hasta Polinesia.

 

Heyerdahí no precisa el origen de los fugitivos. Inclusive excluye explícitamente, en unas pocas palabras, la posibilidad de que se haya tratado de vikingos.

 

Se basa, para hacerlo, en una cronología equivocada que creyó poder establecer a partir de los datos genealógicos indígenas. Parece que éstos fueron mal comprendidos, pues Francis Maziére, cuya mujer, tahitiana, habla polinesio, llegó, por el contrario, sobre la base de las tradiciones insulares, a la misma fecha que nosotros.

 

Recordemos aquí que existe cierta semejanza entre los ideogramas de los rongfo-rongo y los que figuran en los kellka "rezapaliche" del Titicaca, pergaminos en los cuales los primeros misioneros españoles habían redactado un catecismo con un sistema de escritura muy anterior a la Conquista y cuyos primeros rastros se encuentran en Kivik, en Suecia.

 

Sabemos ahora que este sistema, en 1290, comprendía ideogramas en todo idénticos a los que se conservaron, en la isla de Pascua, hasta la llegada de los europeos.
 

 


5. El llamado a Odín

El fragmento CM-5 (cf. Fig. 10) lleva una inscripción cuidadosamente dibujada con tinta marrón (tal vez primitivamente colorada).

 

Está compuesta de seis runas alineadas, más dos signos indefinibles. Las dos primeras runas, muy pálidas (entre corchetes en nuestra reproducción), son un tanto dudosas. La cuarta, fácilmente identificable, está mal trazada o, tal vez, parcialmente borrada.

La transliteración da: UFKOUE, lo que no parece tener sentido, aun teniendo en cuenta las letras sospechosas. Por el contrario, la interpretación ideográfica nos propone, siempre con las reservas ya formuladas, una traducción satisfactoria.
 

 

 


Los signos Uruz, Fehu, Kaunaz, Odala, Uruz y Éhwaz pueden, en efecto, trasponerse del siguiente modo: hombre, mujer, audacia, Odín, hombre y caballo. Tendríamos así: Un hombre y una mujer audaces (encontraron) al mensajero de Odín.

 

El hombre-caballo es, en efecto, en la mitología escandinava, el hombre de la caza salvaje, el mensajero. O, mejor aún, en razón de la situación en la cual se encontraban los daneses perdidos en la selva tropical: Un hombre y una mujer audaces (llaman) al mensajero de Odín.
 

 

 


Vale decir, piden ayuda a Dios.

Esta última interpretación - una plegaria - es reforzada, en cierta medida, por la inscripción del fragmento CM-(cf. Fig. 11).

 

Se trata, esta vez, de un monograma compuesto de cuatro letras, las dos últimas ligadas, que tienen todas las características de los ideogramas rúnicos clásicos. Estas letras son: Uruz, Solewu y, acoplados, Wunjo, Hagalaz. Vale decir: uro (símbolo de fuerza y de virildad), Sol, voluptuosidad y nacimiento.

 

De ahí la siguiente interpretación: Fuerza viril del Sol (danos) al mismo tiempo voluptuosidad y descendencia.

Esta inscripción debe de ser muy posterior a la precedente y datar de una época en que los antepasados degenerados de los guayaquíes contemporáneos ya carecían de mujeres, fenómeno ésta que el P. Lozano señalaba: el siglo XVIII y que verosímilmente había empezado a manifestarse mucho antes del abandono, hacia 1628, de la aldea de Cerro Morotí.

 

Los descendientes de los vikingos de Tiahuanacu ya no pedían auxilio. Pero sí rogaban al Dios-Sol, por el porvenir de su raza.
 

 

 


No podemos separar de estas oraciones jaculatorias otro ideograma (cf. Fig. 12) que, sin embargo, no viene de Cerro Morotí.

 

Lo relevamos en una piedra de hacha que el Dr. Ramiro Domínguez, director del Museo Municipal de Villarica, encontró en el curso de excavación superficiales efectuadas por él en el emplazamiento la Posta de Cerro Polilla (cf. Cap. V).

 

La inscripción, trazada con tinta marrón, muy cerca del filo del arma, es muy pálida, pero fácil de leer bajo una fuerte luz. Desgraciadamente, no es posible datarla.

Todo lo que podemos decir es que la piedra, que nos fue entregada, tiene la misma forma que la que hallamos en la urna del tesoro, pero es mucho más grande, y que está hecha de un granito distinto del material que usan los guayakíes contemporáneos. Su inscripción, por otra parte, está más descolorida que la del fragmento CM-1 cuya tinta parece haber sido la misma.

 

Pero ignoramos en qué época la urna se rompió y en qué medida, posteriormente, las piezas que contenían fueron alcanzadas por las aguas filtrantes. Todo lo que podemos decir, por lo tanto, es que la piedra de hacha en cuestión es muy antigua. Su texto nos lo va a confirmar.

El monograma, tan claro como el promedio de los ideogramas rúnicos que conocemos, está compuesto de las runas Odala-Uruz superpuestas, Wunjo y Hagalaz-Solewu acopladas.

 

Vale decir: Odín-fuerza viril, voluptuosidad, nacimientos-Sol. Lo que se traduce por: Fuerza viril de Odín, (danos) voluptuosidad y nacimientos machos.

 

Luego, la falta de mujeres aún no se manifestaba en la época en que fue escrita esta plegaria, lo que indica una fecha muy anterior al principio del siglo XVII.

Notemos, con las reservas ya formuladas, que, en los fragmentos que llevan hiladas de signos runoides de modelado dígito-pulgar o unguicular, creemos ver principalmente unos Solewu y unos Uruz que bien podrían expresar un llamado encantatorio al Dios-Sol y a la fuerza viril que es su encarnación creadora.

 

En las cuatro hiladas circulares del cuello de la urna-caja fuerte, relevamos además los signos: Odala (Odín o herencia), Reido (viaje), Fehu (mujer o ganado, bienes), Kaunaz (barco o audacia), Thurisaz (gigante en el futhark, espina en el futhorc), Wunjo (voluptuosidad) e Inguz (linaje ancestral).

 

Pero, dada la época, sólo puede tratarse aquí de simples reminiscencias desprovistas de significado.
 

 


6. Unas pruebas definitivas

El material extraído, bajo control de las autoridades militares paraguayas, del Escondrijo de las Runas ya no permite la menor duda respecto de lo que no era,

hasta entonces, sino una teoría, sólidamente fundamentada, por cierto, pero basada en la mera convergencia de pruebas de las cuales cada una, o casi, era sujeta a caución si se consideraba aisladamente.

 

Del análisis y la síntesis de datos que pertenecían a dominios tan distintos como fuera posible.

 

Se desprendía que unos vikingos se habían establecido en Sudamérica en el siglo XI y que su imperio había sido destruido hacia 1290. Nuestro estudio antropológico de los guayakíes había demostrado, por otra parte, que estos "indios blancos" eran, en realidad, los descendientes, degenerados y ligeramente mestizados desde hacía poco, de europeos de raza nórdica que, anteriormente, habían vivido durante mucho tiempo en el Altiplano.

 

Ahora bien: nuestras excavaciones nos permitieron hallar inscripciones rúnicas pertenecientes a los antepasados de nuestros caníbales, y una de ellas lleva, además del dibujo de una llama, la fecha de 1305. No podíamos pedir más.

La interpretación de los ideogramas rúnicos es siempre difícil de hacer. Los que acabamos de traducir, inclusive uno que no proviene de la Urna del Tesoro, expresan, sin embargo, demasiado bien la desorientación de los "Hombres de Tiahuanacu" perdidos en la selva tropical para que no aceptemos, con las reservas que impone la prudencia, un significado que coincide perfectamente con la historia.

 

Tanto más cuanto que el fragmento CM-4 - una verdadera "Piedra de Rosetta", a su manera - confirma indudablemente su origen, puesto que contiene un nombre vikingo, Inguk, escrito en signos alfabéticos.

 

Más todavía: esta pieza nos muestra que el autor de la inscripción - luego el grupo humano al que pertenecía - estaba empapado de mitología escandinava, pero, si nuestra interpretación de la sigla RIP es exacta, cristianizado por lo menos superficialmente. También nos permite, gracias a los signos de rongo-rongo que se encuentran en ella, aportar la prueba de que los blancos de la isla de Pascua habían venido, también ellos, de Tiahuanacu y eran, por lo tanto, daneses.

La mezcla, en las inscripciones, de letras que provienen de distintos sistemas rúnicos - el antiguo futhark, el nuevo, el futhark punteado y el futhorc anglosajón - nos permite, por un lado, confirmar la época de la llegada de los vikingos a América, por otro, precisar el itinerario de su viaje; por fin, reforzar las pruebas que ya teníamos de sus contactos posteriores con Europa.

 

Sólo en el siglo x, en efecto, los daneses podían utilizar indiferentemente las letras del antiguo futhark y las del futhorc, y esto únicamente en sus colonias de Gran Bretaña e Irlanda.

 

El futhark punteado, por el contrario, nació más tarde: no existía aún - o, de cualquier modo, apenas empezaba a ser empleado en Dinamarca - cuando Ullman y sus hombres desembarcaron en México, antes de pasar al Perú. Su empleo en nuestras inscripciones, junto con los elementos cristianos que, manifiestos en

Tiahuanacu, parecen ser representados en una de las piezas de Cerro Morotí, plantea un problema de especial importancia.
 

 

 


III -  El apóstol blanco
 


1. ¿Un invento de los jesuitas?

Lo sorprendente, en las conclusiones a las cuales nos llevaron nuestros dos primeros capítulos, es que un grupo de Hombres de Tiahuanacu hayan considerado oportuno refugiarse en la selva paraguaya, entonces tan poco hospitalaria y tan poco hecha para ellos.

 

¿Por qué, ya que estaban en eso, no se habían quedado en el Beni de la actual Bolivia, al pie de los Andes, adonde los di agüitas de Cari no habían ido a buscar a los daneses que se habían replegado en la región y donde Alcide d'Orbigny, a principios del siglo XIX, pudo aun encontrar y estudiar a sus descendientes, o hasta en la seductora Santa Cruz de hoy donde viven los guarayos que parecen tener el mismo origen?

 

La lógica, por cierto, no siempre inspira a los fugitivos.

Pero Cerro Morotí está a 1.600 km a vuelo de pájaro del Lago Titicaca' y no se podía llegar allí sin haber tenido tiempo para reflexionar. Queda una doble posibilidad: 'que los antepasados de los guayakíes hayan seguido un camino conocido; o que hayan sido sorprendidos por la derrota de la isla del Sol mientras estaban de guarnición en una de las marcas del imperio.

Existía, en el siglo XIII, un camino que iba del Altiplano al Océano Atlántico pasando por el Paraguay, como veremos en el próximo capítulo.

 

Este solo hecho hace verosímil, y aun probable, la presencia, en la región que nos interesa, de fortines permanentes donde soldados vivían con sus familias. Tal vez, inclusive, y el descubrimiento en Cerro Morotí de inscripciones rúnicas que es difícil atribuir a soldados rasos tiende a confirmarlo, las dos hipótesis sean conjuntamente válidas.

 

En este caso, algunos refugiados de Tiahuanacu se habrían replegado sobre las plazas fuertes del Paraguay donde se habrían instalado y habrían degenerado, salvo que ellos hubieran proseguido su viaje hasta el Atlántico y se hubieran hecho a la mar.

Que haya habido, antes de la Conquista española y portuguesa, blancos en el Paraguay, en el Guayrá (cf. Mapa, al final del volumen) y en varios puntos del

Brasil, lo atestiguan los jesuitas que evangelizaron la región en los siglos XVI y XVII y la convirtieron en un imperio: las famosas Misiones. Los primeros sacerdotes de la Compañía que penetraron en la selva virgen que se extendía entonces desde Asunción al Atlántico, se mostraron sumamente sorprendidos al oír a los indios hablar de ellos, y más aún al comprobar que se trataba de cristianos que habían dejado algunos rastros de su fe en las creencias indígenas.

 

Lo más sencillo, al respecto, es citar al P. de Charlevoix que resume perfectamente los relatos que figuran en las Cartas Annuas, los informes enviados cada año a Roma por los jesuitas del Paraguay, y en particular la carta del P. Jerónimo Herrán, procurador general de la Provincia.

"Esta nación, escribe el P. de Charlevoix, es muy supersticiosa. Una antigua tradición dice que el apóstol Santo Tomás predicó el Evangelio en su país (el país de los Mañacicas. N. del A.), o envió allí algunos de sus discípulos; lo que es seguro es que, en las fábulas groseras y los dogmas monstruosos de que se compone su Religión, se descubren muchos rastros de cristianismo.

 

Parece sobre todo, si lo que se dice es cierto, que tienen una ligera idea de un Dios hecho Hombre para la salvación del Género Humano; pues una de sus Tradiciones es que una mujer dotada de una belleza perfecta concibió, sin haber jamás convivido con un varón, a un niño hermosísimo, quien, llegado a la edad Viril, realizó muchos prodigios, resucitó a los muertos, hizo caminar a los Cojos, devolvió la visión a los Ciegos y, habiendo un día reunido a un Pueblo, se levantó en el aire, trasformado en este Sol que nos alumbra.

 

Si no hubiera, dicen los maponos, una distancia tan grande entre él y nosotros, podríamos distinguir todos los rasgos de su cara.

 

"Estos indios honran grandemente a los Demonios, que se les hacen ver, dicen, con las formas más asustadoras.

 

Reconocen a un gran número de Dioses, entre los cuales distinguen a tres que son superiores a los demás y forman una Trinidad compuesta por el Padre, el Hijo y el Espíritu. Dan al Padre dos nombres: Omequaturiqui y Uragosorisi; llaman al Hijo, Urasana y al Espíritu, Urapo.

 

Es la mujer del Padre, llamada Quipoci, la que sin dejar de ser virgen se convirtió en la madre de Urasana. El Padre, dicen también, habla con voz alta y distinta; el Hijo habla de la nariz; y la voz del Espíritu, si no es el trueno, se le acerca mucho.

 

A veces, Quipoci se hace ver, resplandeciente de luz; el Padre es el Dios de la Justicia y castiga a los malos; el Hijo, su Madre y el Espíritu actúan de intercesores para los culpables; estos tres Dioses también llevan un nombre colectivo, que es Tiniamacas".

A este resumen agreguemos, según el P. Guevara, una mención del Diluvio, común, en su esencia, a todos los pueblos amerindios, o casi:

"La generación de los guaraníes no se extinguió con las aguas del universal diluvio... porque Tamanduaré, antiquísimo profeta de la nación... tuvo anticipadas noticias del futuro diluvio... y se reparó de las inundaciones con algunas familias en la eminencia de una elevadísima palma, la cual estaba cargada de fruto, y le suministró alimento".

En cuanto a lo que Charlevoix, en el lenguaje de su tiempo, llama "fábulas groseras" y "dogmas monstruosos", contiene, al lado de las creencias que constituyen el fondo común de la religión tupí-guaraní, elementos paganos que se acercan extrañamente a la mitología germánica y deben remontarse al período precristiano de la presencia danesa.

 

El P. Guevara nos dice, por ejemplo, respecto de los mocovíes, establecidos al oeste de Asunción:

"Nos consta de sus tradiciones por donde subían sus almas al cielo. Los mocobís (sic) fingían un árbol, que en su idioma llaman nalliagdigua, de altura tan desmedida que llegaba desde la tierra al cielo.

 

Por él, de rama en rama, ganando siempre mayor elevación, subían las almas a pescar en un río y lagunas muy grandes que abundaban de pescado regaladísimo".

Es éste, muy exactamente, transpuesto en un pueblo de pescadores, el mito escandinavo del Fresno Yggdrasill.

 

Ni le falta una versión del fin del mundo - parcial, aquí, es cierto - que recuerda las hazañas del lobo Fénrir y los del Monstruo de la Tierra de los nahuas el alma de una anciana que nadie había ayudado a pescar se convirtió en una capivara - un carpincho, ratón de agua del tamaño de un chancho silvestre - y royó el Árbol del Mundo hasta derrumbarlo, con lo que causó un daño irreparable para toda la nación mocoví.

 

Para los mbyáe del Oriente paraguayo, el universo descansa en cinco palmeras Pindó. Una sexta se alza en el centro de la Tierra, donde fue engendrado el Padre de la Raza - el Padre Sol - a orillas del manantial donde el Creador y su mujer habían satisfecho su sed. Parece un relato de la Edda.

Mucho más rara es una frase de Guevara que contiene, aunque es incomprensible, una indicación turbadora:

"Los mocobíes, a las cabrillas, esto es, a su Gdoapidalgate, a quien veneraban como creador y padre, jamás le cantaban adoratorio; contentos con festejar su descubrimiento con algazara y gritería".

Realmente, uno se pregunta lo que puede significar este creador de cabrillas. Tal vez el buen padre haya entendido mal lo que le contaban los indígenas.

 

Pero el nombre que lleva el Dios supremo de los mocovíes, Gdoapidagalte - y este nombre no tiene sentido alguno en guaraní - empieza con dos sílabas, gdo (que se parecen extrañamente a goat, cabra en antiguo escandinavo.

 

Cosa más curiosa aún, este animal insólito se encuentra mencionado, en 1555, en la primera Relación de los agustinos sobre sus misiones peruanas de Guamachuco, al norte de Lima y al este de Trujillo, que relata como, según la mitología local,

"Ataguru creó sus servidores Sugad-cabre y Ucioz-gabrad (y) juntamente con éstos a Guamansuri (al que mandó) a la provincia de Guamachuco, (donde), cuando llegó, encontró allí Cristianos, quienes en la lengua de Guamachuco se llaman Guachemines, y que vino muy pobre entre ellos".

Cabra es palabra castellana y la ausencia de mayúscula parece indicar que no se trataba de un nombre de persona. Gabrad parece no ser sino una deformación accidental del vocablo anterior, mal copiado o mal leído.

Todo eso parece un tanto incoherente, probablemente porque desconocemos la significación que podían tener las misteriosas cabras en cuestión. Tal vez haya que buscar la solución del problema en la mitología escandinava. Pues Thor se desplazaba habitualmente en un carro tirado por dos cabras. Así hizo, en especial, con Lóki de Utgard, su viaje más célebre a la Tierra de los Gigantes.

Volvamos a Santo Tomás.

 

¿Los jesuitas habrán inventado este cuento? No lo creemos y hasta encontramos, en uno de sus textos, una prueba convincente de su buena fe.

 

En una Carta annua de 1614, el P. Diego de Torres, Provincial de la Compañía, relataba, en efecto, que el santo Apóstol había llegado, del Brasil, al Guayrá por el río Tibagipa. Este curso de agua existe, pero se llama simplemente Tibagí.

 

Pa es un sufijo guaraní que significa "todo, entero". Luego, el informante del P. de Torres, que verosímilmente no dominaba todavía el guaraní en todos sus matices, se había limitado a transcribir lo que los indios le habían contado. Se le había dicho "Tibagipa" y repetía "Tibagipa" sin entender que la palabra quería decir: "el Tibagí todo", de su fuente a su desembocadura.

Los padres, por lo demás, acogieron al principio con la mayor reserva los relatos de los indígenas.

 

Charlevoix, ya lo hemos visto, pone de entrada en duda la predicación de Santo Tomás:

"esta nación es muy supersticiosa...lo que es seguro es que (se descubren en su Religión) muchos rastros de Cristianismo..."

Pero Charlevoix escribía en París, sin haber pisado jamás la tierra paraguaya.

 

Más interesante resulta citar al P. Lozano , quien, él sí, conocía muy bien el país y sus habitantes:

"...no se puede decir que sea cosa cierta en que no pueda caber falsedad, porque faltan monumentos de aquel tiempo que la testifiquen; pero es innegable que la tradición constante y uniforme de diversas gentes de este nuevo mundo, las señales y vestigios y el nombre del apóstol sabido desde tiempo inmemorial por ellas, hacen probabilísima esta venida, sin poderse negar sin alguna nota o de caprichoso o de temerario".

Aun el P. Cataldino, uno de los primeros misioneros que hayan relatado las tradiciones indígenas relativas al Apóstol Blanco, no lo hizo jamás sino con una extremada prudencia:

"...particularidades que, cierto, me admiré mucho cuando las oí, a las cuales no hubiera dado crédito, o por lo menos tuviera mucha sospecha de que era liviandad de Indios, sino me dijeran ellos esto mucho antes que sucediese, teniéndolo por tradición tan antigua de sus pasados" .

El buen padre muestra, por lo demás, una inocencia que refuerza, si no su capacidad de juicio, por lo menos su buena fe de relator.

 

Entre esas "particularidades" que los indios le habían contado "antes que sucediesen", menciona el hecho de que los indígenas serían concentrados en aldeas que "tendrían por capitán a un español"...

En contrapartida, los superiores de nuestro misionero eran menos prudentes y menos ingenuos.

 

El P. Diego de Torres, destinatario de la carta que acabamos de citar escribía tranquilamente el año siguiente, desde Córdoba, en la actual Argentina, donde residía, en una de sus Cartas Annuas:

"Pues es un hecho que el apóstol Santo Tomás ha andado por todas las regiones del Perú.

 

Más admirable es todavía que este santo haya visitado este último rincón del mundo y esta tan apartada provincia preparando desde tan antiguo el terreno para el más grande beneficio que Dios había de hacer a estos indígenas por medio de nuestros padres".

Estas pocas citas, y podríamos multiplicarlas sin agregarles nada, esclarecen suficientemente el problema.

 

Los padres que la Compañía enviaba a las Misiones no eran ni sabios, ni filósofos, ni siquiera teólogos, sino hombres de acción y organizadores. Tenían la fe del carbonero, sólida y sin matices.

 

Al llegar al Paraguay, pensaban encontrar a salvajes posesos del Demonio. ¡Qué sorpresa la suya cuando estos adoradores de los ídolos, caníbales y polígamos, por colmo, les cuentan que un predicador cristiano, en otros tiempos, había recorrido la región, les había dejado profecías que estaban realizándose y les había hablado de un Dios trinitario cuyo Hijo, redentor del género humano, había nacido de una virgen!

 

Los indios, no lo dudamos, de seguro habían embellecido un tanto sus tradiciones. Pero no lo podían haber inventado todo, tanto menos cuanto que los mismos relatos se oían, desde Bahía al Perú - sin siquiera hablar de México - en pueblos que no tenían entre sí, por lo menos en la época de la evangelización jesuítica, el menor contacto.

Algo de cierto debía de haber, por lo tanto, en el origen de tradiciones que se parecían demasiado por haber podido surgir espontáneamente.

 

Pero este algo era entonces, y hasta hoy, perfectamente inexplicable. Se podía, por lo menos, utilizarlo ad majorem Dei gloriam. Bastaba dar, por consonancia, al Predicador desconocido un nombre de Apóstol y afirmar lisa y llanamente como hecho indiscutible, no sin adornarlo con milagros evangélicos - el cojo, el ciego, el resucitado - su paso por el Paraguay.

 

Los Padres Provinciales y sus superiores se encargaron del asunto. Tal vez ayudaran así a la cristianización de los indios.

Pero, de seguro, fueron los responsables de la incredulidad con la cual los americanistas, con muy pocas excepciones, siempre han acogido testimonios sin embargo dignos de fe. Así, por ejemplo, Jiménez de la Espada, historiador concienzudo a quien se debe la publicación de numerosas crónicas de los tiempos de la Conquista.

 

Se niega a todo análisis de los relatos hechos por los misioneros. Para él, la mención del Apóstol Santo Tomás es inseparable de la tradición indígena tal como la relatan los jesuitas.

 

Y puesto que la presencia del Apóstol en América es inadmisible, no hay más remedio que rechazar el conjunto. Nada más equivocado.
 

 


2. Pay Zumé, el Apóstol Blanco del Guayrá y el Paraguay

Por supuesto, nunca las tradiciones indígenas habían hablado de Santo Tomás, sino de un personaje de aspecto y comportamiento sacerdotal que los guaraníes llamaban Pay Zumé, Pay (o, más correctamente, pa'i) en su idioma, significa adivino, sacerdote, padre en el sentido eclesiástico de la palabra, y se aplica, desde la Conquista, a los sacerdotes católicos como, en las tribus todavía paganas, a los hechiceros.

 

Del nombre Zumé, cuyo origen probable veremos más adelante, los jesuitas hicieron Turné y, luego, Tomé. Ahora bien: en castellano, Santo Tomé se dice a menudo por Santo Tomás.

 

La falsificación onomástica es flagrante. La prueba el hecho de que el P. de Charlevoix, que escribe en francés, no vacila, a pesar de su prudencia, en convertir la e final en una a. Pay Zumé o Turné se transforma así en Pay Zuma o Tuma. ¡De ahí Thomas, la única forma francesa del nombre del Apóstol!

 

No se puede tratar de un error de transcripción ni de tipografía, pues no se encuentra en ninguna otra parte esta substitución en las obras del buen padre.

Dejemos estos desagradables procedimientos. Para nosotros, carecen de importancia, pues nuestra búsqueda, por cierto, no nos va a llievar al Apóstol de las Indias Orientales. Volvamos a los relatos de los misioneros y veamos lo que nos aportan.

 

Para seguir mejor el itinerario del santo varón, llegando al Guayrá "por la mar del Brasil", vamos a empezar por los que se refieren a las tierras portuguesas, cuya frontera del sudeste estaba situada, en el siglo XVI, al norte del río Paranapanema (cf. Mapa al final del volumen).

Fue el P. de Nóbrega, primer Provincial de la Compañía de Jesús en el Brasil, quien, en una carta de 1549 fechada en Sao Salvador da Bahia de Todos os Santos, ciudad más conocida hoy día con el nombre de Bahía aunque su denominación oficial no ha cambiado, nos habla por primera vez del paso de Pay Zumé al norte del Paraguay.

 

Ya se trata del personaje que vamos a reencontrar a lo largo de todo nuestro estudio: un sacerdote taumaturgo de raza blanca que, con un grupo de discípulos, predicaba a los indios "la fe del Cielo", como dice Charlevoix, y las normas de la moral cristiana, no sin agregar algunos consejos prácticos sobre el cultivo de la mandioca y sobre el modo de hacer tapioca con este tubérculo.

Lo que reviste para nosotros un interés muy especial son los puntos geográficos donde Nóbrega y otros jesuitas después de él encontraron, en las tradiciones indígenas, rastros del Apóstol.

 

Estos puntos son tres: Bahía, donde Pay Zumé desembarcó en el Brasil por primera vez; Cabo Frío, a 200 km a vuelo de pájaro al norte de Río de Janeiro y a 240 km al sur del cabo que se llama todavía hoy Sao Tomé; la isla de Santos, en la bahía donde está situada el puerto del mismo nombre y en la cual se hallaba, en el siglo XVI, la capitanía de San Vicente.

 

En la Bahía de Todos los Santos habría salido milagrosamente de las aguas, cuando Zumé era perseguido por enemigos que trataban de matarlo, un camino de arena de 2,5 km que los indios llamaban Maraipé, vale decir Camino del Hombre Blanco.

Tal vez corresponda agregar a esta enumeración otro punto de la costa brasileña, más al norte: la desembocadura del Amazonas, río éste que los daneses de Tiahuanacu utilizaban, como vimos en El Gran Viaje del Dios Sol.

 

El P. Nicolás du Toict, más conocido con el nombre hispanizado de Nicolás del Techo, cuenta en efecto que colonos brasileños de la frontera, traficantes de esclavos indios que habían venido a los nuevos pueblos guaraníes a venere - para fornicar - habían penetrado a duras penas, y no sin correr considerables peligros, hasta el río Marañón - era éste, en aquel entonces, el nombre que llevaba el Amazonas - y habían comprobado que los indios de la región conservaban, por tradición, el recuerdo de Santo Tomás.

La mención de Cabo Frío como escala de Pay Zumé adquiere una importancia muy especial si la cotejamos con el mito guaraní de los orígenes, tal como lo relata el P. Guevara a quien hay que citar in extenso:

"Por la antiquísima tradición que corría en su tiempo entre los indios guaraníes, referían éstos que dos hermanos con sus familias, de parte del mar llegaron embarcados a Cabo Frío, y después al Brasil. Por todas partes buscaron otros hombres que les hiciesen compañía.

 

Pero los montes, las selvas y campañas, sólo estaban habitadas de fieras, tigres y leones. Con esto se persuadieron ser ellos los únicos habitadores del terreno, y resolvieron levantar ciudades para su morada, las primeras, según ellos decían, de todo el país."

 

"En tan hermanable sociedad y fructuosa alianza, gozando todos y cada uno el fruto de su útil trabajo, vivieron muchos años, y se aumentó considerablemente el número de familias. Pero de la multitud se originaron disturbios, las disensiones, las guerras civiles y la división... Por no consumirse con las armas, se dividieron las familias.

 

Tupí, como mayor, se quedó en el Brasil, con la posesión del terreno que ya ocupaba, y Guaraní, como menor con toda su descendencia se retiró hacia el gran Río de la Plata, y fijando al sur su morada, vino a ser progenitor de una muy numerosa nación, la cual con el tiempo se extendió por las márgenes del río, y los más mediterráneos del país, hasta Chile, Perú y Quito".

Es evidente que el recuerdo de una llegada por el mar, y precisamente a Cabo Frío, no puede referirse a los antepasados de los guaraníes propiamente dichos ni de ningunos otros amerindios.

 

Sólo puede tratarse, pues, de blancos que desembarcaron en el Brasil, no encontraron en la región sino "fieras", vale decir ningún pueblo civilizado, y construyeron ciudades - los guaraníes no conocían sino las aldeas de cabanas - para dispersarse después, como consecuencia de querellas intestinas, por Sudamérica.

 

La afirmación de que una fracción de los recién llegados había ido del Río de la Plata a "Chile, Perú y Quito" bastaría para mostrar que se trataba indudablemente de blancos.

 

Pues jamás los guaraníes han ocupado esas regiones, mientras que el itinerario Cabo Frío-Paraguay-Perú-Ecuador fue por el contrario, como veremos, el de Pay Zumé y sus compañeros.

Lo que importa, por el momento, es notar que, en el Brasil, el Apóstol se limitó a tocar tierra en varios puntos de la costa, sin nunca penetrar en el interior. Más aún: si hubiera venido de Europa y que su buque, para hacer rumbo directamente hacia Sudamérica, hubiera abandonado la Corriente Ecuatorial en el punto más austral de su curva (cf. Fig. 13), habría llegado al norte del Brasil.

 

Notemos, por fin, una extraña coincidencia sobre la cual volveremos en el capítulo VI: en 1504, el capitán dieppense Paulmier de Gonneville, a la vuelta de una expedición que lo había llevado a la costa de Santa Catalina, a la altura del Guayrá, hizo escala en el país de los Tupinambás - cuyo centro costero era, precisamente, Cabo Frío - y en Bahía.

 

¿Fue por casualidad, o tenía él datos geográficos conocidos por los normandos? Y podemos formularnos la misma pregunta con respecto a otro capitán dieppense, Jean Cousin, que habría alcanzado, en 1488, la desembocadura del Amazonas.

De cualquier modo, Pay Zumé no se detuvo en el Brasil. Sólo siguió sus costas, de escala en escala. No sucedió lo mismo en el Guayrá, vale decir en la región, situada al este del actual Paraguay, donde los jesuitas establecieron más tarde florecientes reducciones que tuvieron que abandonar, a principios del siglo XVII, bajo la presión de los bandeirantes portugueses que la transformaron en lo que es hoy en día el estado brasileño del Paraná.
 

 

 


El primer testimonio que tenemos acerca de la estada del Apóstol en el Guayrá, muy anterior a la carta del P. de Nóbrega, lo debemos, no a un jesuita, lo que contribuye a descartar cualquiera idea de un invento liso y llano por parte de los padres de la Compañía, sino al P. Bernaldo de Armentía, comisario franciscano de la Provincia de Jesús, en el Paraguay.

 

Data de 1538 y lo encontramos en una carta dirigida a Juan Bernal Díaz Lugo, oidor del Consejo de Indias. No se refiere a Pay Zumé, sino directamente a Santo Tomé y a uno de sus discípulos, un indio llamado Etiguará que predicaba "en distancias de doscientas leguas" - unos 1100 km - y que, mucho antes de que se hubiera oído hablar de los españoles, anunciaba la llegada de "hermanos de Santo Tomás" que bautizarían a los indígenas.

 

Sin omitir, por supuesto, condenar la poligamia y los casamientos consanguíneos, ni enseñarles "cantares que hasta hoy guardan y cantan".

 

Por el contrario, es el nombre de Pay Zumé el que figura en un documento real de 1546, anterior, también él, a la primera carta jesuítica, que relata una anécdota sumamente significativa.

 

Para ir a Asunción, el P. Bernaldo de Armentía se había unido a la expedición del Adelantado del Río de la Plata, don Alvar Núñez Cabeza de Vaca, de la que hablaremos largamente en el capítulo IV.

 

En un punto de la travesía del Guayrá, el jefe de la columna,

"dexó-recagados trexe xpianos (cristianos) y murieron dos dellos y los demás escaparon diziendo que eran hijos de Pay Zumé, que es el Comisario Fray Bernaldo de Armenia (Armentía), fraile de la orden de S. Francisco".

Por lo tanto indios recientemente convertidos llamaban "Pay Zumé" a un religioso católico.

 

Exactamente como los nahuas daban a los capellanes españoles, en la época de la conquista, el nombre de papas que no pertenecía a su idioma, sino que venía, por el contrario, de los monjes irlandeses que habían evangelizado México cinco siglos antes.

El P. Giuseppe Cataldino - un italiano - nos suministra informaciones mucho más abundantes y sus cartas a los Provinciales de la Compañía de Jesús constituyen indiscutiblemente, como dice Lozano, "la fuente más pura de la noticia".

Vale la pena citar largamente su carta de 1613 al P. Diego de Torres:

"Muchas cosas me habían dicho estos indios desde el principio del glorioso Apóstol Santo Tomé, a quien ellos llaman Pay Zumé, y no las he escrito antes, por certificarme más y averiguar la verdad.

 

Dicen, pues, los Indios ancianos y caciques principales, que tienen por certísimo, por tradiciones derivadas de padres e hijos, que el glorióse Santo Thomás Apóstol vino a sus tierras de ázia al mar del Brasil y... dixo a sus antepasados muchas cosas por venir, y entre ellas las siguientes: que habían de entrar sacerdotes en sus tierras y que algunos entrarían sólo de paso para volverse luego; pero que otros sacerdotes que entrarían:

"con cruces en las manos, esos serían sus verdaderos padre y estarían siempre con ellos y les enseñarían cómo se habían de salvar y servir a Dios...

 

Díxoles también, que entrando dichos sacerdotes a estas tierras, se habían de amar mucho entre sí y cesarían las guerras que de continuamente traían unos con otros.

 

Que entonces no tendrían cada uno sino una sola mujer, con las cuales los casarían dichos padres... que no habían de tener indias en su casa para que les sirviesen y traerían campanas; que usarían todas las comidas que ellos tienen, pero no beberían de sus vinos..."

El P. Cataldino nos trae, en la misma carta, importan datos geográficos respecto del itinerario, que reconstituimos en el próximo capítulo, de Pay Zumé por el Guay:

"... atravesando el río de la Tibaxiva... que entonces taba cuaxado de Indios, fue por esos Indios del Campo rio del Huybay, y de ai atravesó hasta el río del Piquirí, donde no saben a donde fue".

Al retomar casi textualm te estas líneas, el P. Diego de Torres, Provincial de la Compañía, escribe más correctamente, en su carta annua de abril de 1614, "río Tibagipa": ya hemos visto que el nombre exacto de este curso de agua es Tibagí.

 

En cuanto a Huybay, es ésta la transcripción fonética española del nombre que, en los mapas actuales, se escribe Ivaí. El P. Lozano, por su lado, precisa que el santo varón se fue del Pequirí al Iguazú. Lo que confirman tanto el trazado del camino que recorrió Pay Zumé en el Guayrá, ya lo veremos, como el itinerario que siguió en el Paraguay propiamente dicho.

Cuando el P. Ruiz de Montoya entró en Tayatí, en el Guayrá, en 1624, los indios de la región lo recibieron efusivamente. La tradicional profecía sobre la vuelta de los sacerdotes "los obligó a hacernos tan extraordinario agasajo", dice. Todo, sin embargo, en las predicciones de Pay Zumé, no debía de alegrar a los guaraníes.

 

En especial la que se refería a la monogamia obligatoria. Daban, en efecto, a los misioneros el apodo que ya aplicaban a su santo predecesor: Pay Abaré. E. P. Ruiz de Montoya explica que abaré - avaré, según la ortografía moderna - significa Homo segregatus a venere, hombre casto.

 

Es ésta una traducción eufemística. Pues Pay Abaré quiere decir muy exactamente, salvo respeto, Padre Marica. Montoya no lo ignoraba, puesto que reconocía que,

"los Magos y hechiceros, que nos contradicen comúnmente el Evangelio, por oprobio nos llaman abaré".

Y explica por qué:

"La virtud de la virginidad, castidad y celibato, la ignoraron de tal manera, que antes la tuvieron por infelicidad, y por felicidad muy grande el abundar en mujeres, y tener muchos hijos, muchas criadas, y familia".

El buen padre agrega, no sin razón, que el hecho de que los indios hayan dado a Pay Zumé el apodo de Pay Abaré constituye la prueba de que se trataba de un sacerdote cristiano.

 

Jamás los "viejos, los Magos y hechiceros"... "que usurparon el vocablo Pay" habrían hecho lo mismo con abaré, palabra insultante si la hubiera.

Este apodo contribuye a explicarnos por qué el misionero no tuvo mayor éxito entre los guaraníes. Estos, más tarde, embellecieron el recuerdo que conservaban de él. Pero en la época de su predicación, le hicieron las mil y una e intentaron más de una vez "asaetearlo", como lo relata el P. de Nóbrega en su carta de 1552.

 

Más adelante, los jesuitas insistirán mucho menos en este género de episodios...
 

 


3. Thunupa, el Apóstol Blanco del Perú

Posiblemente maltratado una vez más, Pay Zumé desapareció un buen día del Paraguay.

 

Va a reaparecer, con el nombre de Thunupa, en el Perú. Estudiaremos en el capítulo siguiente el camino que siguió para llegar allá. Bástenos decir, por el momento, que se lo reencuentra - siempre según las crónicas - en las actuales provincias bolivianas de Tarija y Santa Cruz.

 

El doctor Francisco de Alfaro, citado por el P. Lozano, escribe:

"Cuando estuve visitando la Gobernación de Santa Cruz de la Sierra, supe que había en toda aquella tierra noticia de un Santo que llamaban Pay Tumé, el cual había venido de hacia la parte del Paraguay, y que había venido de muy lejos, de suerte que entendí como que había venido del Brasil por el Paraguay a aquellas tierras de Santa Cruz".

El P. Ramos precisa:

"Lo que a personas curiosas he oído platicar tocante a este glorioso santo, cuyo nombre aún de cierto no se sabe, es haber venido a estas tierras del Pirú, por el Brasil, Paraguay y Tucumán".

Pero el P. Lozano excluye su paso por esta última provincia que comprendía entonces los actuales territorios del Ñoroeste argentino, desde Córdoba a la frontera boliviana.

 

El P. Antonio de la Calancha, un agustino del Perú, hace llegar al apóstol a Tarija a la vez por el Tucumán y por Chile. Veremos más adelante que se equivocó en cuanto este último itinerario. Todo eso, por lo demás, es muy confuso. No así, ni mucho menos, la tradición peruana.

Pues se trata, sin duda alguna, del mismo personaje quien, llegado de Santa Cruz, apareció en el Altiplano donde, ya en los primeros años de la Conquista, los cronistas recogieron las tradiciones indígenas que lo mencionaban. Sin embargo, no se llamaba más Pay Zumé, aunque los agustinos, siguiendo el ejemplo de los jesuitas, no tardaron mucho en identificarlo con Santo Tomás y en atribuirle el nombre de Turné.

 

El P. de la Calancha nos da un ejemplo altamente cómico de los esfuerzos realizados en este sentido:

"En todas las provincias, pasado el Brasil, donde le llamaban Tomé, desde el Paraguay hasta Tarija... le llamaron Turné y Tunurne, como veremos".

En realidad, no veremos nada, pues el cronista no vuelve sobre el tema.

 

En contrapartida, nos explica el origen filológico del nombre de Tunupa:

"Persona de toda autoridad religiosa, de letras, entendido en la lengua de los indios, entre quienes ha vivido cerca de cincuenta años, dice: que corrompiendo los indios el nombre de Tomás, o aprovechándose de letras de su nombre usando ellos pronunciar la U por la O le nombraron Tunupa y al segundo Taapac por contracción, como usa la Sagrada Escritura en varios lugares...; dejándoles Dios a Saray sin una letra y a Abraam añadiéndosela, les mudó la significación de sus nombres de humildes en majestuosos.

 

A San Juan le cogió del nombre que tenía tres o cuatro letras y le formó otro nombre de mayor alteza, llamábase loannes y púsole Bonaerges... y así tiene razonable fundamento el decir que el llamarlos con estos dos nombres a nuestro Apóstol y discípulo era servirse de alguna pronunciación de su nombre para darles renombres de divina autoridad, cuando los suyos (que se los pudieron declarar estos santos a los indios) eran nombres humildes y de ninguna majestad".

Generosamente, el P. de la Calancha atribuye a Dios su propio trabajo... Todos los cronistas del Perú, por lo demás, no actuaron del mismo modo, ni mucho menos, y, como en el Paraguay, no faltaron escépticos entre ellos.

 

Sarmiento de Gamboa, por ejemplo, trata muy mal el mito aymará de la creación del mundo por un Dios de raza blanca:

"Esta fábula ridícula de estos bárbaros", dice.

Cieza de León va a ver la estatua de un templo de Cacha del que,

"los españoles publican y afirman que podría ser algún apóstol", inclusive asegurando que tiene un rosario en las manos, "lo cual es burla, si yo no tenía los ojos ciegos... Si éste o el otro fue alguno de los gloriosos apóstoles que en el tiempo de su predicación pasaron a estas partes, Dios todopoderoso lo sabe, que yo no sé... creo que hasta nuestros tiempos la palabra del Santo Evangelio no fue vista ni oída".

Y el P. Ramos, que siempre habla de un santo pero se cuida mucho de no darle jamás un nombre cristiano, no vacila - daremos un ejemplo de ello más adelante - en reproducir varias opiniones contrarias a su propia teoría.

Sea lo que fuere, es un hecho que nadie, en el antiguo imperio de los incas, había hablado de Turné.

 

Al citar las tradiciones indígenas, los cronistas mencionan el "santo con muchos nombres: Tunupa, Tonapa, Taapac, Tarapac; Viracochapacha, Arunau, y otros más. Pero es el primer el que vuelve más frecuentemente.

 

Pachacuti Yamqui Sacamayhua, convertido por el bautismo en Juan de Santa Cruz, le da, sin embargo, una ortografía un tanto distinta de la que se encuentra en los escritos de los españoles. Este indio hispanizado era un hombre muy culto y dominaba a fondo el quichua y el aymará, los dos idiomas indígenas del Altiplano, y disponía, por lo tanto, mejor que nadie de las tradiciones locales.

 

Ahora bien, él escribe Thunupa. La combinación de las letras t y h no existe en castellano. Agregar una h - letra siempre aspirada, quichua - a la t de Tunupa sólo puede tener como propósito y como resultado lograr el equivalente del th inglés - o norrés - cuyo sonido figura en la lengua del Perú.

Pues bien: la palabra thuí tiene un sentido preciso, pero no en quichua: en danés. Significa sacerdote, adivine más aún, superior de una orden religiosa. Y Gnupa se pronuncia fí) es uno de los nombres más comunes de Escandinavia medieval.

 

De Thuí Gnupa a Thunupa, no hay sino un paso, sobre todo teniendo en cuenta el habla cerrada de los indios del Altiplano. Y Thunupa se vincula entonces con Zumé, ya que la pronunciación de la z se acerca, en algunas regiones de España, a la del th inglés.

Nadie desconfía más que nosotros en las interpretaciones, y hasta en las "evidencias", filológicas. Bien tenemos que reconocer, sin embargo, que no hay nada sorprendente en el hecho de que, en una colonia danesa, un sacerdote lleve el título de thuí, ni nada extraño en que se llame Gnupa, trátese de su nombre verdadero o del que le dieron, en su lengua, los Hombres de Tiahuanacu.

 

Salcamayhua se encarga de disipar nuestras últimas reservas. Precisa, en efecto, que el Apóstol era llamado Thunupa Vihinquira y Thunupa Varivilica. Quira, en quichua (kira, según la ortografía actual) significa "hijo", en el sentido lato del término, "descendiente".

 

Y vihink, si se tiene en cuenta el doble hecho de que la h es aspirada, en quichua, y que la k y la g se confunden, se parece realmente mucho a vikingo. El Sacerdote Gnupa, hijo de vikingo: ¡imposible exigir una definición más clara!

 

En cuanto a Varivilica, tenemos la impresión de que Salcamayhua tomó a El Píreo por un hombre, como dice La Fontaine. Esta palabra proviene, en efecto, de dos vocablos escandinavos: vari, guerrero, de la cual proceden el nombre de los famosos varegos, los conquistadores vikingos de Rusia, y el de Varinga, el héroe mítico de los Maoris, y virk, fortaleza, que ha dado vilka (huilka, según la ortografía actual), en quichua.

 

Luego, Thunupa Varivilica significa, por el juego del genitivo sajón, algo como Fortaleza Protectora del Sacerdote Gnupa, el lugar de repliegue que mucho necesitaba, como veremos, el santo varón.

¿Tenemos seguridad de que Thunupa era un sacerdote, y un sacerdote cristiano?

 

En este punto, no hay ni el menor asomo de duda en la mente de los cronistas, aun cuando se niegan a identificarlo con Santo Tomás, como Cieza de León, aun cuando no vacilan, como el P. Ramos , en citar la opinión adversa de tal o cual religioso que no quiere ver en él sino un hechicero "contrario del Santo... así como San Pedro tuvo por opuesto y émulo a Simón el Mago", según las palabras del Licenciado Bernabé Sedeño, cura y beneficiado de Carabuco. Thunupa recorría sin cesar el país y, en todos lados, predicaba "la ley de Dios" y enseñaba a los indios, a quienes hablaba "amorosamente y con mucha mansedumbre", el amor del prójimo y la caridad, les reprochaba sus vicios y los exhortaba a no tener sino a una sola mujer.

 

En todas partes atacaba el culto del Sol y destrozaba los ídolos.

 

En todas partes, también, curaba a los enfermos, devolvía la visión a los ciegos , expulsaba a los demonios C10), hacía caer sobre los impíos el fuego del cielo, tan violento que las piedras quemadas se hicieron livianas como corcho (r>1'r14). Es probable que todo eso haya sido un tanto "actualizado" por los indios y por los misioneros.

 

Aun despojada de cualquier fantasía "apostólica" u otra, la imagen de Thunupa sigue siendo, de cualquier modo, la de un predicador cristiano.

Lo mismo pasa con su aspecto físico. Todos los cronistas que lo mencionan lo describen como un hombre delgado, de elevada estatura, blanco de ojos azules y barbado Oliva precisa que tenía el pelo ondulado; Ramos, citando el testimonio del arzobispo Toribio Alfonso Mogrovejo, que su barba era pelirroja. Según Betanzos, llevaba el pelo corto, con una corona al modo de los sacerdotes, mientras que Salcamayhua le atribuye una larga cabellera gris y lo presenta como un anciano.

 

A veces llevaba puesta una "vestidura" o una túnica con cinturón que "le daba hasta los pies" - Salcamayhua, Betanzos -  blanca, precisa el último; otras veces andaba vestido "casi como los indios - Ramos - o usaba una camiseta morada y una manta carmesí - Oliva - , lo que debía de darle una apariencia un tanto episcopal.

 

A veces lleva en la mano un breviario - Salcamayhua, Betanzos -  y un báculo o bordón - Salcamayhua , Ramos - . Siempre tiene un aspecto autoritario y venerable.

Las pocas divergencias que resaltan de estas descripciones, concordantes en cuanto a lo esencial, podrían atribuirse a una tradición diversamente deformada, según la religión, por una larga trasmisión oral, o también a circunstancias de tiempo y de lugar. Nada, por cierto, prohíbe pensar que Thunupa haya podido cambiarse de ropa y dejarse crecer el pelo.

Y es lógico que haya envejecido. Una duda subsiste, no obstante: ¿tratábase de un personaje único, o de varios?

 

Las crónicas nos dan la respuesta:

"Fue de largo hacia el Norte... por el camino de la serranía, y nunca jamás lo volvieron a ver", escribe Cieza de León.

Los indios,

"dicen que, pasados algunos tiempos, volvieron a ver otro hombre semejable al questá dicho, el nombre del cual no cuentan".

E.P. Ramos, que relata largamente, no sin contradicciones, los viajes del apóstol, no se atreve a definir el itinerario de su predicación y opina que los acontecimientos que reseña "bien pudieran haber sucedido en diversos tiempos".

 

El P. de la Calancha más preciso, menciona a "dos predicadores", el Maestro, Thunupa, y el Discípulo, Taapac, del que los indios hacían el hijo del primero, lo cual,

"en la fuerza de la lengua suya no quiere decir hijo engendrado, sino hijo adoptivo".

Betanzos, por su parte, encargado por el Virrey don Antonio de Mendoza de estudiar la cuestión, habla, ya en 1551, vale decir menos de veinte años después del inicio de la Conquista, de los viracochas, en plural, y relata que su jefe, Con Ticsi Viracocha, había enviado a dos de ellos al interior del país, uno hacia el Norte y el otro hacia el Sur, mientras que él mismo iba al Cuzco.

Aquí, sin embargo, se plantea un nuevo problema.

 

Betanzos, en efecto, se refiere al mito aymará de la creación del mundo por el Dios Blanco al que menciona con el nombre danés apenas deformado que le daban los quichuas: Huirakocha - que los españoles escribían Viracocha - de hvitr, blanco, y goth, dios.

 

Vimos en El Gran Viaje del Dios-Sol que este mito descansaba en la tradición histórica de la llegada al Altiplano de un grupo de vikingos que civilizó la región, y que mito y tradición no siempre estaban bien separados en la mente de los indios. La misma confusión impera en lo que atañe a Thunupa.

 

Pues no cabe duda de que es él a quien Betanzos nos describe con el nombre de Con Ticsi Viracocha, vale decir el del Dios Blanco:

"Era un hombre alto de cuerpo y que tenía una vestidura blanca que le daba hasta los pies, y questa vestidura traía ceñida é que traía el cabello corto y una corona hecha en la cabeza a manera de sacerdote y que andaba destocado y que traía en las manos cierta cosa que a ellos les paree el día de hoy como estos breviarios que los sacerdotes traían en las manos".

Esta misma confusión, la señalamos en otro lugar en cuanto a Quetzalcóatl, el Dios Blanco de los Nahuas, que la tradición nos presenta a veces como un guerrero, otras veces como un sacerdote, mientras que los dos personajes están perfectamente diferenciados entre los mayas.

Más tarde, cuando los testimonios se hayan multiplicado la distinción será más fácil de hacer.

 

El P. de la Cala cha, en 1636, es terminante al respecto: Thunupa no llevaba el nombre "de Viracocha, como pretende el Padre Fr. Gregorio García, que ese dieron al primero que después del Diluvio vino por la parte del Septentrión a poblar este Nuevo Mundo con otros que le acompañaron; y andando el tiempo lo adoraron por Dios". La aclaración perfecta.

 

Nos encontramos frente a dos grupos de personajes: por un lado, los vikingos paganos que llegan del Norte, por el mar, en el siglo XI y cuyo jefe, Huirakocha, será divinizado; por otro lado, Thunupa, el sacerdote cristiano, y sus discípulos que alcanzan el Altiplano por el Brasil, el Paraguay y Santa Cruz, sin que se excluyan, lo demás, varias llegadas distintas, escalonadas en el tiempo, de sacerdotes cristianos, unificados y mitificados, las tradiciones indígenas, con el nombre de uno de ellos.

La única cosa de que estemos seguros, por el momento que una de dichas llegadas tuvo lugar en el siglo XIII, como lo establecimos en nuestra obra anterior . Salcamayhua nos lo confirma cuando cuenta que Thunupa, durante una de sus giras de predicación, llegó un día al pueblo de Apo Tampu (o Pakkari-Tampu).

 

El jefe local, padre del futuro Manko Kápak, el primer emperador inca, lo recibió amistosamente, pero no así la población. El viajero fue hospedado en su casa por el jefe en cuestión, a quien regaló un pedazo de su báculo y gracias a cuya influencia logró hacerse escuchar.

 

Manko marchó sobre el Cuzco hacia el año 1300. El encuentro entre su padre y Gnupa no pudo acontecer, pues, sino en la segunda mitad del siglo XIII, antes de 1290, fecha de la derrota de los daneses en la isla del Sol.

La hipótesis de que varias llegadas de sacerdotes católicos se hayan, con el tiempo, más o menos unificado con un solo nombre no nos debe de sorprender, pues tampoco el grupo de Huirakocha es el único que se mencione en cuanto al período pagano, aunque casi no se habla sino de él.

 

Debemos, en efecto, a Cieza de León dio un relato extrañísimo, pero sumamente revelador, acerca del desembarco en la Punta de Santa Elena, cerca de Puerto Viejo, en el actual Ecuador - allá mismo donde reembarcaron los Hombres de Tiahuanacu después de la derrota de 1290 - de gigantes que, en una época indeterminada, asolaron la región:

"Cuentan los naturales, por relación que oyeron de sus padres, la cual ellos tuvieron y tenían de muy atrás, que vinieron por la mar en unas balsas de juncos a manera de grandes barcas unos hombres (muy) grandes..."

Sigue una descripción horrífica de estos gigantes - "el vulgo... siempre engrandece las cosas más de lo que fueron", aclara Cieza - que saqueaban los bienes de los indios, les robaban mujeres por no haber traído ninguna con ellos, pero también cavaron pozos hondísimos y,

"mataban mucho pescado en el mar con sus redes y aparatos".

El que esos gigantes se hayan entregado a la sodomía,

"como les faltasen mujeres y las naturales no les cuadrasen por su grandeza, o porque sería vicio usado entre ellos y que el fuego del cielo los haya castigado, todo esto no nos interesa mayormente: la historia nunca se muestra benévola para con el enemigo."

Pero sí un punto fundamental atrae nuestra atención: las extrañas características de barcos que tripulaban los gigantes, balsas de juncos tenían forma de grandes barcas.

 

Jamás pueblo alguno, diga lo que diga Thor Heyerdahí, empleó en el mar embarcaciones de este tipo que se utilizaron en el Nilo, milenios atrás, y en el Lago Titicaca donde se las puede ver todavía hoy. Se trata realmente de balsas, pues están hechas de haces de juncos atados unos a otros, sin calafatear. Pero tienen forma de botes.

 

Más aún: con su proa y su popa alargadas y con su vela cuadrada - de lejos se parecen a drakkares. Los indios sólo conocían las balsas chata troncos y los botes de totora del Titicaca. Los barcos los gigantes tenían la misma forma que estas últimas: dedujeron de ello que estaban hechos del mismo material y construidos según la misma técnica. Parece que los gigantes en cuestión no eran más que vikingos.

Confirma esta interpretación una breve frase del P. naventura de Salinas y Córdova, secretario, en el siglo XVII, del Virrey del Perú, que menciona,

"las abominaciones de ciertos Gigantes que por la costa viniera estrecho".

Ya en el siglo XVI el P. Miguel Cabello de Balboa había recogido entre los indios de Chile una nación que contenía la misma referencia geográfica. Pero no se trataba de gigantes, sino de hombres blancos de aspecto sacerdotal llegados,

"de hacia el estrecho a quien llamamos de Magallanes".

¿Sacerdotes o gigantes, quiénes podían ser esos marinos que antes del siglo XVI, subían por la costa del Pacífico desde el extremo Sur y desembarcaban en Chile y Ecuador?

 

Para contestar esta pregunta, basta echar un vistazo al mapa de Martín

Waídseemüller (cf. Fig. 3) que demuestra que se conocía en Europa, al final del siglo XV o a más tardar, en los dos o tres primeros años del siglo XVI, el contorno exacto de Sudamérica. Los datos que sirvieron para trazarlo sólo podían provenir de europeos que hubieran recorrido completamente las costas de la parte del continente que reproduce y, por lo tanto, hubieran pasado por el Estrecho de Magallanes o dado la vuelta por el Cabo de Hornos.

 

Ahora bien: los únicos europeos que conocían la región eran los daneses de Tiahuanacu.

Todo eso nos ha alejado un tanto de Thunupa - del Padre Gnupa - y de su apostolado en el Altiplano. Vimos en otro lado que su predicación había tenido éxito, puesto que Tiahuanacu, en la época de su toma por los diaguitas de Cari, era cristiana y que la vuelta, con los incas, al culto del Sol no eliminó todo rastro de catolicismo.

 

Sin embargo, en el Perú como en el Paraguay, el misionero padeció innumerables persecuciones por parte de los indios y, tal vez, también de sus compatriotas paganos. En Cacha, trataron de lapidarlo en Yamquisupa, lo expulsaron brutalmente , como también en Pucará; en Carapucu (Carabuco), donde había bautizado a la hija de Makuri, el príncipe sanguinario que había unificado el país, lo echaron en la cárcel y lo condenaron a una muerte cruel; en Sicasica, metieron fuego al "lecho de esparto" en el cual dormía.

 

Cada vez, escapó gracias a un milagro. Un día, sin embargo, se aventuró hasta la isla del Sol, y llegó el final.

 

Los indios - ¿o los daneses? - lo empalaron y, luego, colocaron su cuerpo en una balsa que "echaron en la gran laguna del Titicaca". Un viento milagroso empujó la embarcación hasta la costa de Cachamarca que se abrió para dejarla pasar por lo que es, desde entonces, el río Desaguadero.

 

La balsa,

"fue navegando hasta las Aullagas, donde se hunden las aguas por las entrañas de la tierra".

El P. Oliva nos da del mismo acontecimiento una versión un tanto distinta: los matadores se embarcaron con el cuerpo que tenían el propósito de abandonar en una isla desierta, pero su bote zozobró en el medio del lago y despareció para siempre.

El martirio, como siempre, dio sus frutos. El cristianismo no murió con su predicador, ni mucho menos, ya lo sabemos. Aun en los tiempos de los incas, cuando el culto del Sol se había impuesto de nuevo, el recuerdo de Thunupa seguía guardándose.

 

El quinto emperador inca, Kápak Yupanki, mandó una expedición al Titicaca a buscar agua del lago para bautizar a su hijo Inka Roka durante las ceremonias de la fiesta de Thunupa, fiesta ésta que las crónicas, por lo demás, sólo mencionan en esta oportunidad.

 

El agua "que había sido tocada" por Thunupa se volcaba en un recipiente de oro situado en el medio de la plaza Huacay-Pata, en el Cuzco, donde se le rendían honores. La casa que tenía nuestro apóstol al pie de una pequeña colina, cerca del río que se encuentra al entrar en Jauja por el camino del Cuzco, se conservó por orden del emperador.

Fuera del Perú, sólo encontramos una vaga tradición que relata el P. de la Calancha según una relación del mercedario Andrés de Lara sobre los asuntos de Chile: los indios ancianos contaban que, según sus antepasados, había llegado en la región,

"un hombre vestido con el traje que usan los naturales del Perú, de manta, camiseta y cabello largo, y que habiéndoles predicado, se había ido..."

Luego, no es yendo para el Perú que Pay Zumé pasó por Chile, como lo escribe en otro lugar el P. de la Calancha, sino, por el contrario, desde el Perú.
 

 


4. Las "huellas del Apóstol"

Hemos dejado para el final de este capítulo un aspecto importante del problema que nos interesa: el de las improntas de pie que los indios mostraban a los misioneros españoles y portugueses como pruebas de sus afirmaciones no sin explicarlas con alguna leyenda.

 

Según sus tradiciones, en efecto, los pies del apóstol - y a veces de sus discípulos - se habían grabado en la piedra, sea en el lugar donde el santo varón había detenido milagrosamente a enemigos que lo perseguían, sea en alguna roca elevada donde solía predicar. (Cf. Lám. VIII).

Este curioso fenómeno ya lo señalan, en cuanto al Brasil, Nóbrega y Lozano. En la costa de la Bahía de Todos los Santos (Bahía), en Itapuá, se hallaban numerosas improntas que, todas ellas, se dirigían hacia el mar.

 

"Huellas de pie" del mismo género abundaban también en Cabo Frío y en el campo de Paraíba, en los alrededores, probablemente a orillas del río del mismo nombre que pasa a unos 60 km al noroeste del lugar en cuestión, donde estaban acompañadas de letras, esculpidas en la piedra, cuyo sentido se desconocía.

 

El P. Ruiz de Montoya agrega que en el fin de la playa de Santos donde Pay Zumé desembarcó, frente a la barra de San Vicente, se podían ver las huellas que dejó en una roca elevada, a un cuarto de legua del pueblo. El P. Lozano precisa que no estaban grabadas, sino pintadas.

Cerca de las fuentes del Pequirí, en el Guayrá, relata el P. Cataldino según las tradiciones indígenas - pero sólo se conocía, en aquel entonces, la parte occidental del curso de este río cuyas fuentes los mapas situaban mucho más al oeste de lo que están en realidad - se veían igualmente improntas de pie: cuatro, con planta y dedos, agrega el P. del Techo.

 

Mencionemos también, según el P. Lozano, los rastros dejados por Pay Zumé a orillas del Iguazú, en el lugar donde se había reclinado "para recrear un poco - sus fatigados miembros". En los alrededores de

Asunción, por fin, nos dice el P. Ruiz de Montoya, en la cima de una roca, dos huellas humanas estaban en la piedra y la del pie izquierdo precedía la otra. El P. Lozano describe del siguiente modo el monumento megalítico en lo alto del cual se podían ver estos rastros:

"En el pago de Tacumbú, distante como una legua de Asunción, está la piedra que según tradición antiquísima e inmemorial de todos los naturales sirvió de pulpito al prodigioso maestro de estas regiones...

 

Elévase tres estados en alto, pero no es una sola pieza, sino piedras sobrepuestas unas a otras y calzadas con otras de canto delgado...

 

La piedra superior es la mayor de todas y tan capaz que han llegado a caber diez personas; su superficie llana, y en ella están impresas profundamente las dos huellas con sandalias del santo apóstol, mirando hacia el río Paraguay, que cae hacia la parte del norte... quita toda duda de que se hayan podido fingir artificiosamente estas señales la extraña dureza de la piedra; porque es tal, que queriendo algunos de nuestros jesuitas que subieron el año de 1700 a observar y venerar aquel prodigio, sacar algún polvo, se mellaron tres hachas bien templadas, sin imprimir en el lugar de las huellas la más leve señal".

A los relatos de Ruiz de Montoya y de Lozano, y testimonio del Dr. Lorenzo de Mendoza, obispo de Asunción, que menciona el último, los críticos no faltaron oponer una opinión de peritos que reproduce lealmente P. José Quiroga.

 

Tres geógrafos, el capitán de fragata Manuel Flores, el teniente de navío Atanasio Baranda, el teniente de fragata Alonso Pacheco, habían oído hablar de las huellas del Apóstol Santo Tomás y quisieron dar cuenta de si se trataba verdaderamente de improntas de pie.

 

Fueron a ver y, a la vuelta, afirmaron que los rastros "ni semejanza tenían de haber sido huellas de hombre".

De este examen resaltan dos hechos: que el monumento Tacumbú aún existía, con sus "huellas", hacía 1753, fecha del peritaje; y que las "huellas" en cuestión no provenían de ninguna manera de pies humanos. En cuanto a este último punto, lo habríamos sospechado...

Señalemos también, según el P. Lozano, que subiendo por el río Paraguay desde Asunción se encontraba más allá del río Tapetí, por 21° 50' de Latitud Sur, hilera de escollos sobre los cuales pasaba generalmente una corriente de una violencia extrema.

 

Cuando las aguas bajaban, sin embargo, se descubrían las huellas de un hombre, grabadas en una de las piedras. Los indios las atribuían a Pay Zumé.

Al margen de las improntas grabadas, los cronistas del Paraguay señalan una gruta que la tradición vinculaba con el apóstol blanco. Es muy conocida, aún hoy, y se encuentra en Paraguarí, a cien kilómetros de Asunción.

 

Según varios testimonios, entre los cuales el de Julio Ramón César, oficial ingeniero que pasó dieciocho años en el país como miembro de la Comisión de Fronteras, se la llamaba "Gruta del Apóstol Santo Tomás". No tenía nada de especial, ya en aquella época, salvo que el sol entraba por una claraboya.

 

Se creía ver en ella un altar con sus atriles y candeleros, todo de una sola piedra, una sacristía y un pulpito donde predicaba el Apóstol.

"Casi un romboide oblicuángulo, dice César, es la figura que da esta cueva en su base... Su cielo... lo cubren dos piedras disformes, la una de más de 10 varas de largo, introduciéndose su ancho por los costados que forman los lados colaterales.

 

Estos son de una enorme piedra del mismo cerro, que supongo ser mineral, pero llanos y tersos como pudiera hacerse la más lucida habitación... (La) luz del sol... entra por una apertura que cae por el lado derecho, sobre la puerta o entrada de la cueva, cuya luz se percibe solamente dentro de la pieza...

 

Las grandes piedras de este cerro son barroqueñas, que perpendicularmente caen unas sobre otras, sentadas horizontalmente, y de mucho volumen, cuyas juntas apenas se perciben".

Esta gruta era, evidentemente, un lugar de culto y el detalle del rayo de sol parece indicar que se trataba de un culto solar, luego anterior o, por lo menos, ajeno a Pay Zumé.

 

La descripción sugiere un dolmen bípode subterráneo. Tal vez el hecho no carezca de alguna relación con el templo, del que nos habla Lozano y, que se alzaba en el cerro de Nautinguí, cerca de la Sierra de Yvytyrembá. En este Sancta Sanctorum, según los propios términos del cronista, los indios veneraban las osamentas de un tal Urubolí o Urubumorotín: Cuervo Blanco, en guaraní.

Apenas hace falta decir que, en el Paraguay como en todas partes, los cuervos y, en particular los urubúes - especie muy difundida por toda Sudamérica - son negros.

¿Quién podía ser, pues, este Cuervo Blanco7 ¿Un sacerdote pagano de raza blanca? ¿Un compañero de Pay Zumé, europeo como él?

No se menciona, que sepamos, sino un único rastro material del paso del apóstol por la provincia de Santa Cruz.

En el Perú, por el contrario, las huellas reaparecen, numerosas, según el testimonio del P. Ramos. Se encuentra en Calango, en el valle de Cañeque; en Collanc de Lampa; en San Antonio de Conilap, Departamento de Chillaos; en la provincia de Chachapoyas (Alto Amazonas) y en la isla del Sol, en el medio del Titicaca. En todas partes, estas huellas están profundamente marcadas en la roca.

Una de ellas, la de Calango, nos es conocida gracias a P. de la Calancha que trascribe dos descripciones de la piedra en la cual está trazada.

 

La primera se debe a Fray Raimundo Hurtada, doctrinante del pueblo, que escribe:

"...una peña muy grande de más de doce pies de largo, en un altillo de ladera sobre unos andenes como grandes pasos de escalera junto a la iglesia vieja y antigua casa de los padres; en esta peña blanca muy lisa y bruñida, diferente de las otras que hay por allá, que cuando le da el sol o la luna hace visos como si fuera de plata, está una huella como de 14 puntos en ella hundida como si fuera de blanda cera, y a una parte muchas letras en renglones".

El otro testimonio es más preciso.

 

Está contenido en el informe enviado en 1625 al arzobispo Gonzalo de Ocampo por el Licenciado Duarte Fernández, visitador de Calargo:

"Junto a donde estaba la iglesia vieja, está la piedra de que tantas antigüedades dicen las tradiciones.

 

Es de un mármol azul y blanco luciente; está doce varas y cuarto levantada por una cabeza; seis varas y media tiene de largo y de ancho cuatro y media; está figurada e impresa una planta de un pie izquierdo de más de doce puntos y por encima unas señales o letras a XX, como pondré en la figura; más abajo están unos círculos y otros como llaves; no quisieron decir los indios su origen.

 

Era cacique en Calango D. Juan Pachao y éste y otro indio viejo declararon y después de algunas diligencias confesaron ser tradición de sus antepasados que en la lengua general (el quichua. N. del A.) se llamaba esta piedra Coyilor Sayona, que quiere decir: piedra donde se paraba la estrella; y en la lengua materna se llamaba entre los de la parcialidad Yumisca Lantacaura, que significa la vestidura o pellejo de la estrella".

El P. de la Calancha - quien, por su parte, escribe Cantaucaro - precisa que los indios decían que la estrella era la vestimenta del Santo.

 

Se escandaliza de que el Visitador haya hecho picar "una huella tan digna de veneración" con el pretexto de que los indios la adoraban, cuando la cruz que se había colocado en ella habría bastado ampliamente para desterrar toda idolatría.

 

Y, lo que es más importante para nosotros, reproduce el dibujo que el iconoclasta había incorporado a su informe. (Cf. Fig. 14).

 

 

 

Notemos de inmediato que no se trata en absoluto de un conjunto incoherente de grabados rupestres de estilo indígena, sino de un cuadro cuidadosamente compuesto que tiene la forma de un escudo francés antiguo de alrededor de 75 cm de alto.

 

Vemos en su centro la huella en cuestión, con dos signos, uno a cada lado, que tal vez sean llaves como piensa Fernández, o también las letras latinas minúsculas d y b; debajo, tres círculos concéntricos y una ancla; y encima, once o doce letras. Las dos primeras pueden ser rúnicas y la penúltima de la primera hilada pertenece indudablemente al alfabeto escandinavo.

 

Pero los dos signos que dominan la huella son x latinas minúsculas, tan claras como sea posible, mientras que los dos grupos J C y el grupo J-C sugieren - pero nada más - la idea de monogramas latinos que simbolicen a Jesucristo. De cualquier modo, el conjunto carece de sentido para nosotros.

 

Pero se vincula, sin duda alguna, a los daneses de Tiáhuanacu - los indios de la época incaica no conocían el ancla - y muy probablemente al Padre Gnupa: la mezcla de letras latinas y rúnicas, por un lado, y la forma medieval y, más especialmente, francesa del escudo parecen indicarlo.

¿Qué representarán esas huellas, todas semejantes - siempre marcadas en una roca bien a la vista, salvo en el caso del río Paraguay, y, cuando hay dos, una delante de la otra - que se encuentran, no sólo en el itinerario del Padre Gnupa, sino también hasta en las marcas del imperio de Tiahuanacu: en la meseta de Cundinamarca (Kondanemarka, la Marca Real Danesa, en norrés), en Itoco, Tocoreguá y Ubeque, según el P. Lozano, y en Chile, a veintiséis leguas de Santiago, según el P. Andrés Lara, citado por el P. de la Calancha?

Nada más fácil que contestar esta pregunta y Jiménez de la Espada, quien se encarniza con el mito de Santo Tomás, lo hace sin darse cuenta cuando dice que los escandinavos empleaban señales de este tipo para indicar, en los caminos, la dirección a seguir. Nada más exacto.

 

Una o dos plantas de pie grabadas o pintadas en una roca bien visible eran, para los vikingos, el equivalente de las flechas de nuestra señalización caminera.

 

No es nada sorprendente, pues, que rastros de este género, acompañados a veces de signos convencionales incomprensibles para nosotros, hayan sido encontrados en los lugares por donde Pay Zumé había pasado.

 

Él no los había dejado: los había seguido. Nada extraño tampoco, por lo tanto, en que se los haya encontrado en otras partes y hasta en México.

El P. Ramos (47) trae más pruebas materiales de la predicación de Thunupa en el Perú. La primera es la famosa Cruz de Carabuco. En la segunda mitad del siglo XVI, poco después de que los españoles habían ocupado la región, el P. Sarmiento, cura del pueblo indio de este nombre - más correctamente, Carapuku - recibió la información de que una cruz antiquísima estaba enterrada en los alrededores, a orillas del Lago Titicaca.

 

En el curso de una pelea entre dos tribus rivales, los urinsayas y los anansayas, estos últimos habían reprochado violentamente a sus enemigos el haber lapidado a un santo, en otros tiempos, e intentado quemar una cruz que llevaba. Pero ellos, los anansayas, la habían recogido y escondido. Algunos jóvenes se apresuraron a avisar al cura.

 

Según otra versión, éste se enteró por su sacristán que había obtenido el dato de una mujer "durante una fiesta y borrachera". O también por un indio que esperaba una gratificación.

Sea lo que fuere, el P. Sarmiento mandó hacer excavaciones en el lugar indicado y descubrió, en efecto, una cruz de madera de alrededor de seis pies de largo que llevaba dos clavos de cobre y un anillo del mismo metal. El obispo de Charcas, Alonso Ramírez de Vergara, indagó el asunto. El resultado de la investigación habrá sido satisfactorio, pues mandó edificar una capilla y autorizó la veneración de la cruz.

 

Más aún, prosiguió con las excavaciones en el lugar donde se la había desenterrado y un tercer clavo de cobre apareció, el que se llevó a Charcas.

 

Entre tiempos, se habían soltado las lenguas y los indios ya no habían vacilado en contar lo que la tradición les había enseñado: un santo varón había traído la cruz y la había plantado en la cima de un cerro que los indígenas utilizaban para sacrificios paganos.

 

Cuando la llegada de los españoles, observando que éstos levantaban cruces en todas partes como símbolos de su toma de posesión del país, habían derribado la suya e intentado destruirla. Pero había resistido el fuego y en vano habían tratado de hundirla en el lago: por más que la hubieran cargado con piedras, siempre había vuelto a la superficie. Entonces habían decidido enterrarla.

Salcamayhua es aún más preciso: el santo varón que apareció un día en el Altiplano llevando una cruz que había tallado en Los Andes de Caravaya - al este del Titicaca - no era sino Thunupa.

 

Y el P. del Techo agrega que nadie había visto jamás, en el Perú ni en las regiones adyacentes, una materia semejante a la de que la cruz estaba hecha y que el P. Ruiz de Montoya suponía que había llegado del Brasil, donde hay árboles de esta especie, a través del Guayrá y el Paraguay.

¿Habrá que sospechar, también aquí, alguna "santa" mistificación, aunque, por una vez, no se la podría achacar a los jesuitas?

 

Bandelier que estudió a fondo el problema, inclusive yendo a Carabuco en 1897, nota con razón que las tradiciones indígenas relativas a la cruz y que relatan, no sólo sacerdotes, sino también laicos como Simón Pérez de Torres y Christóbal de Jaque de los Ríos de Mancaned no pueden haber sido inventadas, puesto que perjudicaban a los indios.

 

El P. Uría , por lo demás, describe dos cuadros, de factura muy primitiva, que ornamentaban la capilla de Carabuco y mostraban que se le había debido someter a tormento, para que revelara donde estaba enterrada la cruz, a la mujer de quien el sacristán del P. Sarmiento había recibido la primera información.

Un detalle curioso que no carece de interés: al llegar a Carabuco, Thunupa no llevaba solamente una cruz, sino también,

"un pequeño cofre que, según ciertas tradiciones, se hallaba enterrado en alguno de los cerros de Carabuco", dice el P. Ramos cuya incomprensión demuestra la buena fe.

Pues este "pequeño cofre" no podía ser sino un breviario medieval de cierre metálico, como el que Betanzos pone en manos de Viracocha - a quien confunde, ya lo hemos visto, con el predicador cristiano del siglo XIII - y como el que lleva el "Fraile" de Tiahuanacu, estatua ésta que sólo por indicaciones del Padre Gnupa o de alguno de sus compañeros pudo ser esculpida por los indios.

La otra prueba que nos trae el P. Ramos es más interesante aún.

 

Se trata de,

"una túnica, al parecer inconsútil, de color tornasolada, y en dos sandalias ojotas * de catorce puntos y muy primorosas que arrastraron las cenizas del volcán de Arequipa hasta el puerto de Quilca".


* Especie de alpargatas peruanas.
 


Cincuenta años más tarde, el P. del Techo agrega un detalle significativo cuando menciona una,

"vestem inconsutilem incognitae materiae Ínter deflagrantis montis cineres inventam": "una túnica sin costura, hecha de una materia desconocida, encontrada en las cenizas de un volcán".

Una túnica sin costura, tornasolada e incombustible, hecha de una materia desconocida en la Sudamérica precolombina, no hay sino un objeto que responda a esta definición; la cota de mallas que constituía lo esencial de la vestimenta de combate de los normandos, pero que los vikingos no conocían y que los españoles, que usaban coraza, ya no utilizaban desde hacía tiempo en la época de la Conquista.

 

La que mencionan los cronistas - y es difícil que la hayan inventado, pues, manifiestamente, no saben de qué están hablando - no debía de pertenecer al Padre Gnupa, aunque no faltaban sacerdotes, en la Edad Media, que practicaran el oficio de las armas.

 

Pero de seguro había llegado con él.
 

 


5. La cristianización de Tiahuanacu

El análisis de las tradiciones indígenos recogidas por los cronistas y los misioneros nos da la explicación de la presencia, en la América del Sur precolombina, de un elemento cristiano y nos confirma la fecha en que se produjo su aporte.

 

La coincidencia de ciertas esculturas de Tiahuanacu y algunas imágenes, en el sentido medieval del término, de la catedral de Amiens nos había llevado a la conclusión de que un enlace entre Europa y el Altiplano había tenido lugar a mediados del siglo XIII. Ahora sabemos que existió. Inclusive tenemos algunas informaciones precisas sobre el personaje que lo realizó.

El thuí Gnupa, como lo llamaban los daneses del Titicaca, el Padre Gnupa, era un sacerdote católico - probablemente un religioso, al juzgar por la palabra empleada para nombrarlo y por el corte de su pelo - que desembarcó en San Vicente y, predicando a lo largo de su camino, siguió a través del Guayrá y el Paraguay un itinerario, debidamente señalizado al modo escandinavo, que lo condujo a Tiahuanacu.

 

En su recorrido, tropezó con serias resistencias: ni los descendientes paganos de los vikingos ni los indígenas podían aceptar de buena gana dogmas y, sobre todo, costumbres que contradecían sus creencias y trastornaban su modo de vivir. Al juzgar por los resultados, logró, sin embargo, a pesar de las dificultades, imponerse en el Altiplano.

El Padre Gnupa no había venido solo: las tradiciones mencionan en varias oportunidades a sus discípulos.

 

Tal vez, inclusive, hayan agrupado bajo el nombre de un personaje único, convertido en mito, a varios predicadores distintos y hasta sucesivos. Uno de ellos, de cualquier modo, llegó al Perú en la segunda mitad del siglo XIII, después de la construcción del portón central de la catedral de Amiens: el padre de Manko' Kápak lo conoció, y esto basta para demostrarlo.

Los datos de que disponemos nos permiten ir más lejos aún. En efecto, es muy difícil suponer que el Padre Gnupa vino por casualidad, o navegando sin rumbo, a Sudamérica.

 

De ser así, el mapa de Martín Waídseemüller permanecería, por lo demás, inexplicable, como también el Tapiz de Ovrehogdal donde figuran llamas. Por lo tanto, es lógico pensar que fueron los vikingos de Tiahuanacu los que retomaron contacto, en un momento dado, con Europa.

¿Hubo uno o varios viajes? Lo ignoramos.

 

Pero sí sabemos que el camino que siguió nuestro misionero por el Guayrá y el Paraguay no había sido trazado por él y, más aún, estaba destinado a permitir el acceso al océano desde Tiahuanacu más bien que a Tiahuanacu desde el océano, puesto que las "flechas indicadoras" de su señalización - las huellas grabadas o pintadas - en varios puntos de la costa, se dirigían hacia el mar.
 

 

 

 

IV. Los Caminos del Paraíso

 

 

1. El imperio de Tiahuanacu


Sólo disponemos de muy pocos datos en lo que atañe a los territorios que dominaban los atumuruna, los daneses cuyo centro religioso y, probablemente, político estaba en Tiahuanacu.

 

Esta laguna proviene de la deformación sistemática que los incas habían impuesto a la historia. Querían hacer olvidar a su súbditos la derrota de la isla del Sol y la destrucción del imperio de sus antepasados. Todo debía haber empezado el día que, hacia 1300 los sobrevivientes de la gran batalla, refugiados en la montaña, habían retomado El Cuzco y, en el marco del nuevo imperio, sacado a las poblaciones andinas del caos y la barbarie.

Fue esta historia oficial la que llegó a los oídos de los cronistas españoles por intermedio de los amanta, los sabios del mundo incaico y la que los cronistas mestizos, en especial Garcilaso, contribuyeron poderosamente a difundir. Se recordaban, por cierto, los blancos divinizados de los cuales descendían los incas, pero las tradiciones que a ellos se referían eran imprecisas.

 

Sólo con Manko Kápak la historia adquiría consistencia.

Las ruinas pre-incaicas nos dan, sin embargo, algunas informaciones valiosas desde el punto de vista geográfico. Fuera de la zona costera, todas las que conocemos, pues debe de haber muchas otras, están situadas, con una única excepción, al sur del Cuzco, vale decir en la parte de la actual Bolivia donde vivían y siguen viviendo los aymaráes, o collas.

 

Por lo demás, Sarmiento de Gamboa nos habla, sin precisar su cronología, de un reino colla cuyo soberano, Chauchi Cápac, mandaba en un territorio que se extendía desde 100 km al sur del Cuzco hasta Arequipa y Atacama, en el norte de Chile, y, al este, hasta las montañas que dominan los Moxos.

 

No sabemos quién era Chauchi, pero su título", Kápak, es escandinavo (del norrés kappi, hombre valeroso, héroe, campeón, caballero) y es el mismo que llevarán los emperadores incas. También se lo llamaba, por otro lado, Colla Cápac - algo como Príncipe de los Collas - y se trataba tal vez del jefe local que los vikingos se subordinaron.

 

Pero el imperio de Tiahuanacu se extendía mucho más allá del reino colla que, probablemente, sirvió de base para las conquistas ulteriores. Bastaría para probarlo el hecho de que la ciudad del Cuzco, en territorio quichua, le pertenecía.

Las tradiciones aymaráes confirman esta expansión, desdé Colombia a Chile, pero resultan muy sospechosas.

Hacía tiempo que los historiadores incaicos las habían concienzudamente removido cuando los cronistas españoles las relevaron y es en los relatos de estos últimos que se apoyan los autores bolivianos contemporáneos (°5'66) que las mencionan, aun cuando pretenden haberlas recogido de bocas de indígenas que, por lo demás, sólo habrían podido repetir versiones deformadas.

 

Notemos, sin embargo, con las reservas del caso, que el Mallku (rey) Takuilla habría llegado, con sus ejércitos, hasta el norte del Ecuador y, en Colombia, hasta la frontera de la actual Venezuela, mientras que, en el sur, habría alcanzado Coquimbo, en Chile. Por otro lado, habría penetrado en las llanuras del Amazonas y del Paraguay y a él se debería el nombre de Tumuk-Humak dado a un macizo montañoso de la meseta brasileña, a 300 km, a vuelo de pájaro, al norte de las bocas del Amazonas y a 200 km del mar.

 

Es mucho para un solo monarca. Pero bien podría tratarse de una atribución mítica de las conquistas efectivamente realizadas, con tropas aymaráes, por los Hombres del Titicaca. Sabemos, por otro lado, que los daneses controlaban el imperio chimú y el reino de Quito que habían fundado.

 

De seguro había por lo menos contactos entre Tiahuanacu y estos dos centros y tal vez cierta unidad política.

Lo que permite suponer que ésta existía es que los incas, una vez reinstalados en el Cuzco, se aplicaron a reconquistar, una tras otra, las provincias perdidas. Manko Kápak, su primer soberano, no fue muy lejos, pero avanzó unos cincuenta kilómetros en todas las direcciones y, según Garcilaso, lo hizo a lo largo de los Caminos Reales que conducían, respectivamente, a las cuatro regiones del imperio:

  • el Chinchasuyu, al norte

  • el Kollasuyu, al sur

  • el Antisuyu, al este

  • el Kontisuyu, al oeste

El texto, siempre muy preciso, del cronista mestizo no deja ninguna duda al respecto.

 

Manko no trazó de ninguna manera estas rutas:

"...mandó poblar a una y otra banda del camino real de Antisuyu trece pueblos..."

Y emplea exactamente las mismas palabras en lo que atañe a las otras direcciones.

Parece, pues, que los Caminos Reales existían ya antes de la conquista incaica, facilitándola. Doscientos años después del advenimiento de Manko Kápak, el imperio de los incas se extendía desde la meseta de Kondanemarka (Cundinamarca, según la transcripción española), en la actual Colombia, al norte, hasta el río Maulli (hoy, Maule), 260 Km. al sur de Valparaíso, a unos 2000 km de la actual frontera entre el Perú y Chile.

 

Estaba limitado, al oeste, por el Pacífico y comprendía, al este, el Tucumán, vale decir todo el noroeste de la actual Argentina hasta Córdoba, y las actuales provincias bolivianas del Beni, Santa Cruz y Tarija.

Esta última región nos interesa especialmente, pues fue por ella, ya lo vimos, que Pay Zumé llegó al Altiplano.

Ahora bien: Yupanki, el soberano que la conquistó, no se lanzó en una aventura. Sabía muy bien a donde iba, merced, nos dice Garcilaso, a "cierta relación" que sus antepasados y él mismo habían tenido y según la cual había en la zona tierras inmensas, pobladas e inhabitadas. A propósito de esta expedición, sin embargo, nuestro cronista que, en aquella época, no podía conocer la geografía sudamericana, por lo menos fuera del Perú, comete un error gravísimo, pero fácil de corregir.

 

En efecto, confunde Santa Cruz, entonces llamada Provincia de los Moxos, con el territorio de los musus (o de los mosos, puesto que, en quichua, la o y la u constituyen una sola vocal).

 

Nos dice que, para alcanzar esa región, Yupanki siguió el curso de un gran río cuya fuente se encuentra al este del Cuzco, el Amarumayu.

"A dónde va a desembocar este río en el mar del Norte (el Atlántico. N. del A.), escribe Garcilaso, yo no lo sabría decir. Pero, por su grandeza y el curso que sigue hacia el Levante, me sospecho de que es uno de los grandes que (forman) el Río de la Plata."

Sabemos, nosotros, que el Amarumayu - hoy día, el Madre de Dios - es un tributa - río del Beni, afluente del Madeira que desemboca en el Amazonas al este de Manaos. La región que podía alcanzar el emperador Yupanki por el Amarumayu es, por lo tanto, el Beni y no la Provincia de los Moxos, situada más al sur.

Y tampoco el territorio de los musus - o de Moso - que nada tiene que ver con esta última, como lo prueba el relato que el mismo Garcilaso nos da de la expedición.

La región, dice el cronista, estaba cubierta de montañas y de pantanos. Sólo por el río se podía penetrar en ella.

 

De ahí que Yupanki hiciera cortar una gran cantidad de árboles de la zona.

"No sé su nombre indio, agrega Garcilaso, pero los españoles los llaman higueras, no porque dan higos, que no los dan, sino porque son tan livianos como las higueras, y aun más livianos."

Con esos troncos, el emperador mandó construir, lo cual exigió dos años, balsas capaces de llevar treinta, cuarenta o cincuenta hombres, más el abastecimiento colocado, en el centro de cada embarcación sobre una plataforma ligeramente levantada.

 

La "flota", con diez mil hombres, descendió por el río hasta la provincia de Musu.

Aquí, el cronista demuestra una extraordinaria prudencia y se lo siente inseguro: "se dice que" Musu estaba situada a doscientas leguas (1100 km) del Cuzco y "se dice que" el río tenía, en ese lugar, seis leguas (33 km) de ancho y que las balsas necesitaban dos días para cruzarlo. La distancia, por lo demás dudosa hasta para quien nos la da, no significa nada.

 

Si la aplicamos a un itinerario qué siga el Amarumayu, nos lleva mucho más allá de este río y del Beni, muy abajo en el curso del Madeira. Pero ninguno de estos cursos de agua se acerca, ni de lejos, a los 33 km de ancho.

 

En Sudamérica, sólo el Amazonas alcanza, antes dé su desembocadura, dimensiones de este orden. Ahora bien: a unas 200 leguas al norte del Cuzco, encontramos el Marañón, vale decir el Alto Amazonas, que tiene, en Iquitos, si no 33 km, por lo menos una buena docena y más aún.

 

El Camino Real llega hasta él, en Jaén y hay en la región ruinas incaicas, y hasta preincaicas como las de la ciudad que descubrió, en 1954, cerca de Chachapoyas, la expedición von Hagen.

Por otra parte, el Ochroma Lagopus, u Ochroma piscatoria, el árbol que proporciona la madera de balsa, no crece en el Sur del Perú. Sólo se lo encuentra en el extremo Norte y, sobre todo, en el Ecuador. Lo cual explica por qué Garcilaso, cuyo idioma materno era el quichua pero que había pasado en el Cuzco, ciudad del Sur, toda su juventud, no conocía su nombre indígena.

 

No cabe ni la menor duda, por lo tanto, de que fue por el Amazonas que Yupanki trató, vanamente, por lo demás, de alcanzar la provincia de Musu.

 

Pero, al tomar este camino, no hacía, una vez más, sino seguirles el rastro a sus antepasados. Las inscripciones de la Piedra Pintada, entre otras, prueban que los vikingos frecuentaban la región. Inclusive nos podemos preguntar si, en 1290, no tenían en ella algunos establecimientos que, cortados de su base, subsistieron durante cierto tiempo, totalmente aislados.

 

Según el coronel Fawcett, que no da sus referencias, las tradiciones indígenas de Bolivia indican que los musus, en la época de las grandes invasiones, se hicieron rodear por sus tribus vasallas más salvajes, con orden de matar a quienquiera tratara de penetrar en su territorio.

 

Tal vez, por otro lado, no sea mera casualidad que el nombre de musu (o moso) aplicado a una región donde las tierras y las aguas nunca están estrictamente separadas, se parece tanto a mose, pantano en danés.

El error de Garcilaso no es sino el reflejo de la inverosímil confusión en la cual se encontraban los españoles del tiempo de la Conquista cuando se trataba de las tierras legendarias cuyo recuerdo quedó con el nombre de El Dorado que no es sino el de una de ellas.

 

En 1535, apenas llegado al Perú, Hernando Pizarro enviaba a Pedro de Candia a buscar el Reino de Ambaya y la capital, Manoa, del Gran Paytiti, emperador de los musus; luego a Pedro Anzures, en 1539; en fin a su propio hermano, Gonzalo, y a Orellana, en 1541.

 

Todas estas expediciones se dirigieron hacia la Amazonía que Orellana fue el primero en cruzar, por el río, de parte en parte. Pero no encontraron nada que se pareciera a la Tierra del Oro que estaban buscando.

 

Parece que uno de los orígenes del mito de El Dorado fue una ceremonia religiosa de los indios de Guatavitá, en Colombia, en el curso de la cual, cada año, el príncipe local, cubierto de polvo de oro, se bañaba en el lago vecino en homenaje al Dios-Sol.

 

Sin embargo, fue por una tribu tupinambá - tupí-guaraní - que, en 1539, después de cruzar la Amazonia en su ancho máximo en busca de la tierra del "Gran Antepasado", llegó al Perú que los españoles recibieron confirmación de la ciudad de los palacios de oro. Dedujeron que ésta se encontraba en las selvas orientales de donde venían los indios, mientras que éstos, en realidad, habían emprendido su extraordinaria marcha hacia el oeste para alcanzarla.

En el Paraguay, los Conquistadores recogieron tradiciones más pormenorizadas.

 

Los indios les contaron que al oeste, más allá del Chaco, se encontraba el imperio del Gran Moxo (Mojo, según la actual ortografía española), el Candiré cuya capital estaba situada en una isla, en medio de un lago inmenso.

 

En Puerto de los Reyes, sobre el Alto Paraguay, Hernando de Ribera oyó hablar de "ciudades con casas de piedra poblada de gente vestida", situadas al noroeste, vale decir exactamente en el Perú, a orillas de una grandísimo lago.

"Toda era gente la de dichas poblaciones labradores... que criaban mucho ganado de ovejas muy grandes con las cuales se sirven en sus rozas y labranzas y las cargan."

Llamas, evidentemente, lo cual bastaría para identificar el Perú.

 

La capital de la isla, cuyos templos y palacios estaban cubiertos de oro, Barco de Centenera nos la describe abundantemente, en 1602, con el palacio del Gran Moxo, la fuente y sus cuatro gruesos caños de oro, la imagen del Sol, de oro, y la de la Luna, de plata, etcétera.

Ahora bien: más allá del Chaco se encontraba, en efecto, la provincia de los Moxos, hoy Santa Cruz, de la cual parece provenir el nombre del soberano fabuloso. Pero sería en vano que se buscarían allá el lago y su isla. Los españoles no tardaron en darse cuenta de ello.

 

El misterioso imperio se desplazó entonces hacia el Alto Paraguay, al norte de Puerto de los Reyes y al sur de la Laguna de los Xarayes - en realidad un inmenso pantano del actual Mato Grosso brasileño - en la cual tanto el Paraguay como el Amazonas habrían nacido. La isla se hallaba al sur de la laguna y los cartógrafos jesuitas le dejaron el nombre que le daban los indios: Isla del Paraíso.

 

Pero jamás se la encontró fuera de los mapas de la época.

A primera vista, esta obstinación en el error es tanto menos comprensible cuanto que los indios del Paraguay precisaban que la isla en cuestión estaba poblada de orejones. Ahora bien: se sabe que los incas, vale decir los miembros de la aristocracia blanca del Perú, tenían la extraña costumbre de estirarse las orejas hasta los hombros insertando en su lóbulo un pesado anillo de oro o piedra que llamaban ringrim (de ring, anillo, aro, en danés).

 

Los españoles, que no lo ignoraban puesto que ya ocupaban el Perú, supusieron que la isla del Paraíso estaba poblada de incas que se habían refugiado en ella cuando la Conquista.

 

¿Por qué no pensaron en el Lago Titicaca y la isla del Sol?

 

La respuesta a esta pregunta es sencillísima: el lago no fue descubierto sino hacia 1540, después de las grandes expediciones en las selvas del Nordeste. Por otra parte, se creía entonces, ya lo hemos visto, que el Río de la Plata y el Amazonas nacían de un mismo gran lago situado entre las respectivas bacías de los dos ríos, en algún lugar en la dirección donde se encontraban Guatavitá y también el imperio de los musus al que pertenecían, tal vez las "ciudades perdidas" que, desde aquel entonces, se buscan en vano.

 

Espontáneamente, los distintos relatos se fusionaron poco a poco en un mito único: el de la isla de los palacios de oro, en medio del lago del Dorado.

Si hemos relatado aquí, someramente, esta fábula que costó a los españoles tantas vidas y tantos esfuerzos, es porque nos va a servir para mostrar que hubo, en determinado momento, cierto contacto entre el Paraguay y el Perú preincaico. No sólo, en efecto, los guaraníes de principios del siglo XVI podían describir, en sus menores detalles, el centro religioso y político del imperio de Tiahuanacu - y no El Cuzco, capital del imperio de los incas - y dar de sus habitantes, los orejones, una descripción imposible de inventar, sino que también llamaban a su soberano "Gran Paytíti".

 

Pay, ya lo sabemos, significa sacerdote, en guaraní, y Titi parece ser una variante de Ticci o Ticsi: por lo demás, una forma más cercana de Ti, raíz de Tiwaz, nombre del Padre del Cielo en antiguo germánico, que la que se encuentra en Kon Ticsi Huirakocha, el Dios Blanco de la religión incaica.

 

Una forma más primitiva, también, probablemente, puesto que es ella la que figura en el nombre del lago sagrado de los Hombres de Tiahuanacu, el Titicaca * y en el de - una dinastía pre-incaica que nos han conservado las tradiciones aimaraes del Kollasuyu, la de los Mallku Titi.

 

Quizá se equivoque Thor Heyerdahl cuando ve en Titi, como en Tiki, una deformación polinesia de Ticsi. Antes bien, parece que Titi sea la forma originaria - repetición, al modo de los idiomas amerindios, del Ti germánico - de la cual salieron el Ticsi incaico y el Tiki oceánico.
 


* Y también, tal vez, en el de la capital del imperio vikingo. En una comunicación personal, el profesor Hermann Munk nos sugiere, en efecto, para Tiahuanacu, la siguiente etimología: Ti, en una forma derivada de tía, conducir, y vangr, residencia, en norrés. Tiahuanacu significaría asi: Residencia 'de Dios y, más ' exactamente, del Dios conductor del Sol.
 


Sea lo que fuere, y es esto lo que nos interesa aquí, se conocía en el Paraguay, antes de la Conquista, la existencia del imperio de Tiahuanacu y de sus orejones, a pesar de que los incas no habían pasado de Santa Cruz. Luego, los daneses del Altiplano frecuentaban la región, como las aventuras de Gnupa ya nos lo han mostrado.

 

Queda por saber si se trataba sólo de contactos esporádicos o si el Paraguay y el Guayrá constituían una marca del imperio.
 

 


2. La red caminera incaica


El territorio áe los incas estaba surcado por los Caminos Reales cuyo conjunto - el Kápak Ñan - cubría unos 16.000 km. Lo esencial de esta red estaba constituido por dos rutas paralelas, unidas por numerosas vías trasversales.

 

Una de estas rutas, de 4.056 km' bordeaba la costa, de Tumbes, en el norte del Perú, a Talca, en Chile.

 

La otra, de 5231-km, partía de Quito, seguía la línea del Altiplano de la Cordillera de los Andes, a veces a más de 5000 m de altura, hasta el lago Titicaca, alrededor del cual se desdoblaba, luego el río Desaguadero hasta el lago Poopó cuya costa oriental bordeaba, se inclinaba hacia el este para alcanzar a Potosí y Tarija, continuaba hacia el sur por Jujuy, la Rioja y San Juan y luego, hacia el oeste, llegaba a Mendoza, se internaba en la Cordillera por el Puente del Inca y se unía, en Santiago de Chile, a la ruta costera.

El Camino Real incaico, que muy a menudo y con toda razón se ha comparado con la calzada romana, tenía normalmente de 15 a 25 pies daneses (4,40 a 7,33 m) de ancho, salvo ciertos tramos de importancia estratégica, por ejemplo entre Huanuco y Chachapoyas, donde alcanzaba 50 pies (14,65 m), y las rutas secundarias de montaña que, a veces, no pasaban de un metro.

 

Bordeado de murillos, pavimentado en los tramos de tierra blanda, tallado en la roca, a menudo en escalera, en la montaña, con túneles - uno de los cuales, el del Apurimac, mide 230 m de largo - y asentado en terraplén en las zonas pantanosas, estaba tan sólidamente construido que la expedición von Hagen, en 1952-54, pudo seguirlo, en camión o a caballo, en casi todo su recorrido peruano, a pesar del estado de abandono en que se encuentra desde la Conquista.

 

En toda su extensión, había, de distancia en distancia - de 2,5 a 4 km - una posta donde dos chasquis - dos corredores - siempre estaban listos para trasportar un mensaje hasta la estación siguiente, a 20 km por hora, y, cada 6 a 25 km según las dificultades del camino, un tampu, un albergue donde los viajeros y sus recuas de llamas podían pasar la noche.

 

Todo deja suponer que los incas se habían limitado a restaurar, no sin ampliarla, una red caminera anterior, debida a los daneses de Tiahuanacu.

 

La expedición von Hagen descubrió, en la Península de Paracas, al noroeste de lea, el rastro de un camino de 3 m de ancho que conducía de la ruta costera a las cuevas donde fueron halladas las momias rubias de Hombres del Titicaca y que parecía mucho más antiguo que el Camino Real.

 

Luis de Monzón, corregidor de Huamanga (hoy, Ayacucho), en el centro del Perú, escribía por lo demás, en 1586, que los indios ancianos decían que, según sus tradiciones ancestrales, los viracochas, mucho antes de los incas, hacían construir por los indígenas caminos anchos como una calle, bordeados de murillos y provistos de casas en las etapas.

De las dos rutas principales se desprendían, hacia el este, cierto número de caminos que nos interesan muy especialmente.

  • de Quito, uno se dirigía hacia la meseta de Kondanemarka

  • de Huancabamba, otro alcanzaba, en Jaén, como ya hemos visto, el Alto Amazonas

  • una tercera se hundía, en Chachapoyas, en la selva amazónica, cerca de una ciudad pre-incaica

  • del Cuzco salían la ruta de Machu-Picchu y el Camino de Antisuyu, extrañamente interrumpido en Pisac, a unos 60 km de la capital, punto éste más allá del cual se hallaba Vilkabamba donde se refugió el inca que los españoles habían nombrado emperador con el nombre de Manko Kápak II pero que no por ello había dejado de sublevarse contra los invasores: una fortaleza que no se reencontró jamás

  • de Ayavire, por fin, a media distancia entre el Cuzco y el lago Titicaca, un último penetraba en la Sierra de Carabaya que domina los llanos de Santa Cruz, pero sus dos ramificaciones no iban más lejos que Macusani, por un lado, y Sandia, por otro, en plena montaña

Nada más normal, pues los incas, salvo cuando su expedición fluvial contra los antis, nunca fueron más allá. Inclusive habían construido, en esta frontera, para defenderse de las incursiones guaraníes, una línea de fortalezas que los españoles descubrieron en el siglo XVI y de la cual subsisten todavía algunos restos.

La expedición von Hagen encontró, sin embargo, en esta región, como también más allá de Machu-Picchu, numerosos rastros de caminos de 5 m de ancho que se dirigen hacia la selva virgen.

 

Había otros más.

 

El coronel Fawcett que recorrió la zona en cuatro oportunidades, entre 1906 y 1913, señala la existencia, en la provincia boliviana de Caupolicán, de un camino pavimentado de 10 pies de ancho (unos 3 m) que iba de Carabaya al borde del río Beni, en la llanura de los Mojos.
 

 


3. Los "caminos mullidos"


La red caminera incaica no es, por cierto, la única de que tengamos noticia en Sudamérica.

 

Si nos trasladamos, en efecto, del Perú a los territorios guaraníes, encontraremos caminos de otro género, pero no menos construidos por el hombre. Reproduzcamos aquí lo que dice al respecto el historiador y antropólogo paraguayo Moisés Bertoni:

"Tenían los guaraníes grandes vías de comunicación que les permitían mantenerse fácilmente al corriente de lo que ocurría en las diferentes regiones de la dilatada superficie que ocupaban.

 

"El sistema era muy fácil e ingenioso. Abrían picada en el monte y, después de limpiarla con cierta prolijidad, la sembraban de trecho en trecho con semillas de dos o tres especies de gramináceas, una especialmente cuyos brotes se propagan con suma facilidad, y plantas que nacían pronto cubrían completamente el suelo y podían impedir el crecimiento de los árboles y de los yuyos, que sin eso hubiesen ocultado la picada.

 

Estas gramíneas tan bien escogidas tenían la especialidad de tener semillas glutinosas o sedosas, de tal manera que se pegaban espontáneamente a los pies y a las piernas de los viajeros.

 

Sobraba con plantarlas o sembrarlas a grandes distancias, de legua en legua, por ejemplo, para que, al poco tiempo, uno o dos años tal vez, resultase tapizado el camino por una alfombra que impedía el crecimiento de los arbustos y otras malezas que hubiesen podido obstruirlo.

"Debido a este procedimiento, los pueblos guaraníes pudieron abrir vías de comunicación verdaderamente asombrosas. Una de estas vías pasaba del Guaira a la costa del Brasil; otra salía de la costa de Santa Catalina y llegaba al salto Iguazú; otra desde el salto Iguazú pasaba a la región del Guaira; una continuación de la misma, desde el salto Iguazú, llegaba a Pareja, para ir a la Sierra del Tapé, donde había otra nación confederada; de la sierra de los tapes seguía hasta la costa del mar, como otra que probablemente salía de la Isla de los Patos.

 

Desde el Pareja, salía otra vía que llegaba seguramente hasta cerca de Asunción, probablemente por Lambaree centro de los carios. Por fin, otra vía, de Pareja o sea de Iguazú, salía tomando una dirección nordeste, pasaba a visitar a los tobatines y, por el territorio de los tarumaes, ponía seguramente en comunicación a los itatines con todo el resto de la confederación.

 

Estos caminos tenían centros donde se cruzaban, en un lugar bien escogido, como la cumbre de un cerrito, o una gruta, un lugar cualquiera donde se pudiese depositar las correspondencias. De esta manera se facilitaba grandemente la comunicación,

 

Por ejemplo, para valerme de un caso que ha permanecido hasta los últimos siglos, el correo que bajaba del Guaira o del Matto Grosso no tenía necesidad de llevar las correspondencias hasta el Alto Uruguay, sino que las dejaba en un paraje a medio camino y el correo que del sur venia por el Alto Paraná las recogía de un islote muy conocido llamado Pareja, y allí dejaba la correspondencia que traía de la parte del sur".

Pareja, en guaraní - Parehá, según la ortografía moderna - significa posta y correo.

 

El primer problema que se nos plantea es el de saber si esta red, acerca de la cual Bertoni no nos da sino indicaciones muy generales de las que precisaremos algunas más adelante, provenía realmente de los guaraníes. Lo podemos dudar, por tres razones.

 

En primer lugar, como muy bien lo dice el historiador paraguayo Cardozo, éstos,

"en tiempos de la conquista, no habían salido todavía de la Edad Neolítica: sus costumbres, sus herramientas, su organización social estaban señaladas por las características de aquella edad de la humanidad.

"A pesar de que su lenguaje ya tenía vocablos designativos del oro (cuarepotyyú), de la plata (cuarepotyfín), del cobre (cuarepotypé) y del hierro (cuarepoty), no existe ningún recuerdo en ningún documento de aquella época de que se haya encontrado en poder de ellos instrumento de metal alguno. Sus herramientas eran de piedra."

Lo cual, entre paréntesis, indica que los guaraníes conocían los metales que no trabajaban, luego que estaban en contacto con un pueblo que lo hacía, vale decir, pues era el único, con el del Altiplano.

Sería realmente muy sorprendente que tribus neolíticas hubieran inventado el medio ingenioso, que nos describe Bertoni, de construir con poco esfuerzo caminos permanentes. Sería más extraño aún que hubiesen experimentado la necesidad de vías de comunicación tan extensas. Los primitivos más bien tienden a aislarse de vecinos siempre peligrosos.

 

Es altamente improbable, por lo demás, que los guaraníes hayan jamás constituido una confederación. Todo lo que sabemos de ellos, y hasta el nombre que se daban - guaraní significa guerrero - indican que sus tribus cultivaban asiduamente el arte de la guerra. Es ésta nuestra segunda razón de dudar de que se les pueda atribuir una red caminera tan compleja.

 

Más todavía: el P. Cataldino nos cuenta que los indios no utilizaban nunca el camino principal que iba de la costa del Atlántico a la desembocadura del Iguazú,

"sin duda en reverencia de las sagradas plantas que lo hollaron", agrega el P. Lozano.

Más probablemente por tratarse de un Cancino "oficial" reservado, anteriormente, a los vikingos y a sus correos.

Estas dos primeras razones pueden discutirse. La tercera, por el contrario, es definitiva. Para que haya posta, correos y correspondencia que se pueda dejar en un lugar convenido, el uso de alguna forma de escritura es indispensable.

 

Ahora bien: los guaraníes no tenían ninguna, ni alfabética, ni ideográfica, ni mnemónica siquiera. Por lo tanto, si no los caminos, por lo menos la posta había sido creada por otro pueblo que disponía de algún medio de trasmisión del pensamiento. La red de senderos herbosos que cubría el Paraguay propiamente dicho, el Guayrá y los actuales estados brasileños del Sur debía, pues, de haber sido construida por un pueblo civilizado.

Los dos caminos principales de esta red (cf. Mapa, al final del volumen) iban de la costa del Atlántico, a través del Guayrá, a la confluencia del Iguazú y el Paraná, vale decir a las famosas cataratas.

 

Tenemos, en lo que atañe al primero, algunos datos precisos. Era, en efecto, según los cronistas jesuitas, el que había tomado Pay Zumé para llegar al Paraguay y las tradiciones indígenas lo recordaban; sin hablar, hasta hoy, de la toponimia.

 

Los jesuitas, por lo demás, habían encontrado algunos de sus tramos que nos describen las Cartas Aminas resumidas por el P. Lozano:

"Por esta provincia (la de Tayaoba, en el Guayrá) corre el camino nombrado por los guaraníes Peabirú y por los españoles de Santo Tomé, que es el que trajo el gloriosísimo apóstol por más de 200 leguas, desde la capitanía de San Vicente, en el Brasil, y tiene ocho palmos de ancho, en cuyo espacio sólo nace una yerba muy menuda que lo distingue de toda la demás de los lados, que por la fertilidad crece a media vara, y aunque agostada la paja, se quemen los campos, nunca la yerba de dicho camino se eleva más".

Y más adelante:

"Por último, donde se ven clarísimas señales de la venida y predicación de Santo Tomé a la América, es en la gobernación del Paraguay, de donde infiero, fue el apóstol que a la nación guaraní y a muchas de sus confinantes, anunció la doctrina del cielo.

 

Son tan claras 'estas señales, que en sentir de los autores del Ymago primi saeculi, lib. 1, cap. 2, en Annuis litteris Paraguariae 1626 et 1627, fol. 109, no admiten género de duda. La primera es el célebre camino, llamado de Santo Tomé, que corre muy seguido desde el Brasil hasta la provincia de Tayaoba, situada en el Guayrá, que toca a dicho gobierno.

 

Tiene ocho palmos de ancho, en cuyo espacio sólo nace una yerba muy menuda, siendo así que por ambos lados, crece toda muy alta, y aun agostados. los campos, se queme la paja y vuelva a nacer, y criarse muy viciosa por la humedad del terreno, fomentado del sol ardientísimo, la del dicho camino nace siempre y se cría en la misma forma".

Nadie, por lo demás, ha puesto jamás en duda la existencia de este camino.

 

Jiménez de la Espada, aun él, adversario sin matices de las tradiciones recogidas por los jesuitas, no vacila en darnos, al respecto, un testimonio tanto más precioso cuanto que proviene de un escéptico:

"He visto y transitado en mis viajes por las selvas americanas, no uno, sino muchos sitios semejantes al descripto por aquel misionero" (el P. Ruiz de Montoya).

Por lo tanto, aún existían, en el siglo XIX, caminos del tipo de los que describen las Cartas Annuas.

Según las indicaciones geográficas que nos dan estas últimas respecto del itinerario de Pay Zumé, este sendero que los indios llamaban Peabirú, "Camino Mullido", en guaraní, salía de San Vicente, en el Golfo de Santos, y se dirigía hacia el pueblo que lleva todavía hoy el nombre malsonante de Avaré (el desagradable apodo del Padre Gnupa), a 270 km a vuelo de pájaro, al noroeste.

 

De allá, se desviaba hacia el oeste y luego hacia el noroeste, pasaba por las actuales ciudades de Ourinhos, donde cruzaba el Paranapané (hoy, Paranapanema), Cambaré y Procópio, atravesaba el río Tibagí, alcanzaba a Londrina y, por Apucarana, después de franquear el Huybay (hoy en día Ivai), la villa que se llama aún hoy Peabirú. Seguía después, en dirección sur-sudoeste, hasta la desembocadura del Iguazú.

 

O sea, a vuelo de pájaro, un recorrido de 1000 km.

 

El P. Lozano habla de "más de 200 leguas", vale decir de más de 1100 km, lo cual coincide perfectamente. Este camino .es, tan lógico que es hoy en día, grosso modo, el que sigue, hasta Maringá, la vía de ferrocarril Santos-Guayrá. De ser cierto que improntas de pie se encontraban en el valle del Paraíba, el camino en cuestión debía de prolongarse, hacia el norte, hasta el puerto actual de Sao Joáo da Barra, a unos 30 km del Cabo Santo Tomé.

El P. Ruiz de Montoya había establecido un mapa detallado del Peabirú que, desgraciadamente, se perdió.

 

Antonio de Pinelo lo menciona en su obra El Parayso en el Nuevo Mundo, escrito en 1636, que cita Jiménez de la Espada:

"El Padre Ruiz de Montoya viniendo a esta Corte trajo un mapa de todas ellas (las misiones), bien delineado, señalando en él este notable camino. Después, en el libro que sacó a luz; explicó mejor esta tradición".

La Conquista espiritual es de 1639. El mapa en cuestión era, por lo tanto, anterior a esta fecha.

El otro camino salía de la costa, al norte de la isla de Santa Catalina y en dirección noroeste, alcanzaba el Iguazú. Es ésta la ruta que siguieron Alejo García, un portugués al servicio de España, cuando la famosa expedición de 1521-26 que lo llevó a Potosí, en el Perú (actual Bolivia), y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, gobernador del Río de la Plata, quien, en 1541, la tomó para ir a Asunción a asumir su cargo.

Respecto de esta parte del itinerario de Alejo García, sólo tenemos algunas indicaciones generales. Conocemos muy bien, por el contrario, el camino seguido por Núñez Cabeza de Vaca, merced a los relatos de viaje que dejaron el gobernador y su secretario, Pedro (o Pero) Hernández.

La isla de Santa Catalina ya estaba poblada, en aquella época, no solamente por indios guaraníes, sino también por los náufragos de la expedición de Solís (Alejo García había sido uno de ellos) a los cuales se habían unido algunos compatriotas.

 

Constituía una escala obligada para los buques que iban al Río de la Plata. Núñez Cabeza de Vaca desembarcó en el lugar y mandó a uno de sus lugartenientes, Pedro Dorantes, con algunos arcabuceros, a reconocer el "camino de tierra firme" que debía de conducirlo a Asunción.

Dorantes volvió tres meses y medio después. Había alcanzado el río Itabuco, al norte de la isla, y había encontrado allá un camino trazado, accesible para los infantes y "menos fatigoso" para la caballería.

 

Con 250 hombres y treinta caballos, Núñez Cabeza de Vaca desembarcó al norte del Itabuco. La columna pasó sucesivamente por las aldeas de los caciques Cipopay, Añanirí y Tocaguazú.

 

Llegó a las fuentes del Iguazú y, luego, del Tibaxiva (Tibagí) y del Tacuarí, en cuya orilla encontró la aldea del cacique Abangoby, y, unos días más tarde, entró en el pueblo de Tocangucir donde el piloto tomó la altura: 24° 30' de Latitud Sur.

Alcanzó después las fuentes del Piquirí (Pequirí) y, luego, el Iguazú que orilló hasta el Paraná (cfk. Mapa al final del volumen).

Este camino se hizo clásico, posteriormente, para los españoles que lo utilizaron, aun después de la segunda fundación de Buenos Aires, para ir del Atlántico al Paraguay y al Perú. Así el Virrey García de Mendoza autorizó su empleo, por ordenanza de 1592 (71), para ir a España por el Paraguay.

 

En 1607, Hernando Arias de Saavedra, gobernador del Río de la Plata, recomendaba al Rey de España el poblamiento de las provincias de Santa Catalina y Santa Cruz, camino éste,

"muy breve... para llevar la plata de Potosí".

Agregaba, en otra carta del mismo año, que al adoptar este camino,

"se ahorrarían grandes gastos... (pues) desde Potosí lo más se puede andar con carretas".

Estos dos caminos, el del norte - el Peabirú - y el del sur, preferido por los españoles porque, contrariamente al primero, no cruzaba territorio portugués, los conocemos, por lo tanto, en sus líneas principales por testimonios precisos.

 

Sabemos, sin embargo, mucho más, lo vamos a ver, gracias a nuestro descubrimiento de un mapa precolombino - más exactamente, un portulano - respecto del camino que conducía de la desembocadura del Iguazú a Paraguaí, la actual Asunción. Pero, antes de abordar este punto, debemos señalar que la elección, como puertas de acceso al Guayrá, del Golfo de Santos y de la isla de Santa Catalina era perfectamente lógica.

 

Por un lado, se trataba de radas bien abrigadas; por otro, la excelente bahía de Paranaguá que utilizaron más tarde españoles y portugueses está rodeada por las montañas de la Sierra de Curitiba, lo que habría planteado a la "Vialidad" precolombina problemas de difícil solución.

Precisemos también que las dos rutas en cuestión de seguro no eran las únicas que atravesaran el Guayrá. Sabemos, por ejemplo, que Hernando de Salazar, en 1552, y Hernando de Trejo, en 1555, en su viaje de Santa Catalina a Asunción, abandonaron a orillas del Ivai el camino seguido por Núñez Cabeza de Vaca y bajaron por el río hasta el Paraná.

Este itinerario, los indios no lo desconocían, según parece. La mitología guaraní ha conservado, en efecto, el recuerdo del Paraíso Perdido, de una "Tierra sin Males": una isla donde se halla la "Casa de nuestra Abuela" y un lago al que conduce el "Camino de los Dioses", ubicados, a veces más allá de los mares, otras veces hacia el oeste, vale decir en el Perú, allá donde fueron a buscarlos las grandes migraciones de principios del siglo XVI.

 

Esta contradicción geográfica resulta comprensible si pensamos que los vikingos, llegados del este, se habían establecido al oeste de los territorios guaraníes y que los indios conocían perfectamente la existencia de los pueblos civilizados del Altiplano y, en particular, lo indica la mención de un lago y una isla, del de Tiahuanacu.

 

Fue por los indígenas de la isla de Santa Catalina que Alejo García oyó hablar de Potosí y de sus minas de plata, y fue en la costa que se le indicó el camino a seguir. O uno de los caminos: tal vez no sea por casualidad, en efecto, que Ivai, el nombre del curso de agua por el que bajaron Salazar y Trejo y cerca del cual se encuentra la villa de Peabirú, significa "Río del Paraíso".

 

Ahora bien: la isla del Paraíso era para los españoles, ya lo hemos visto, uno de los avalares del Dorado.
 

 


4. El portulano de piedra de Yvytyruzú


Pudimos identificar, a unos 20 km de Villarica, en el Paraguay, una de esas encrucijadas, uno de esos Parehí que menciona Bertoni.

 

Le vamos a dedicar íntegramente nuestro próximo capítulo, en el cual veremos que la mítica "Confederación guaraní" no tenía nada que ver en el asunto. Pero no podemos esperar para hablar del mapa que encontramos allá.

En una pared cubierta de petroglifos que constituye el "cartel indicador" de la encrucijada en cuestión figura, en efecto, un dibujo grabado en la roca al que no es fácil, a primera vista, atribuir un sentido aceptable. Se trata de un conjunto geométrico constituido por un círculo central del que se desprenden seis líneas rectas que terminan círculos de dimensiones variables, además de un círculo adicional que duplica uno de los anteriores y del que parte una línea sin fin.

 

Dos de estas rectas, casi verticales, se prolongan mutuamente, con una ligera distorsión angular. Las otras cuatro se abren en abanico a la izquierda de las anteriores (cf. Lám. IX y Fig. 15).

 

En un primer momento, se podría pensar en un sistema planetario, pero esta hipótesis no resiste el menor análisis, pues el petroglifo en cuestión no corresponde ni a la realidad del cosmos tal como lo conocemos, ni a la imagen que podían hacerse del cielo los astrónomos pre-copernicanos, fueran ignorantes o sabios. Dicho con otras palabras, la figura no se parece a nada.

 

Sí: se parece a un portulano.

No es nuestro propósito resumir aquí la historia de la cartografía. Pero tenemos que recordar que, en la Antigüedad griega y romana, se utilizaban, al margen de los mapas geográficos del tipo de los de Marino de Tiro y de Ptolomeo, "mapas camineros" que se limitaban a indicar, en una línea recta, las etapas y los principales accidentes del país.

 

Los de Roma eran a menudo un tanto más complejos y representaban, siempre en forma de líneas rectas, los cambios de dirección y las ramificaciones de las famosas calzadas.

 

El sistema se aplicó, en la Edad Media - y tal vez no fuera novedad - a los mapas marítimos. De ahí el portulano, o "mapa de rumbo", cuyo más antiguo ejemplar conocido figura en él Historia eclesiástica de Adán de Bremen, que data del siglo XI.

 

Las direcciones y las distancias - estas últimas calculadas en días de navegación - son indicadas por líneas rectas que salen de un centro. Los incas, al contrario de los aztecas que utilizaban mapas clásicos, recurrían al mismo procedimiento para situar, con respecto al Cuzco, las cuatro provincias de su imperio.

Pensamos entonces que el misterioso petroglifo bien podría ser un portulano terrestre o, si se prefiere, un "cartel de señalización", como los que se encuentran hoy día en las encrucijadas de nuestras carreteras, con, además, una representación lineal de las distancias. Un primer intento de aplicar la figura sobre un mapa del Paraguay, con su centro en Yvytyruzú, no dio resultado coherente alguno.

Recordamos entonces que el hecho de colocar el norte en la parte alta del mapa no pasa de una convención; que los chinos y, a imitación de ellos, muchos cartógrafos europeos del siglo xvi ponían el sur en dicho lugar y los aztecas, el este.

 

Aquí, nos dimos cuenta de inmediato que el grabador del portulano había procedido como estos últimos.
 

 

 


Aplicado correctamente en el mapa (cf. Fig. 15), nuestro portulano de piedra indica, del este al oeste:

  • la con fluencia del Paraná, el Mondaí, en su orilla derecha (provincia del Paraguay), y el Iguazú, en su orilla izquierda (límite sur de la provincia del Guayrá)

  • un lugar no identificado, en el brazo sur, que nace en Cerro Morotí, de Acaray-Guazú, afluente del Paraná

  • Cerro Morotí

  • Paraguaí, la actual Asunción, en la confluencia de los ríos Paraguay y Pilcomayo, cerca de la cual se encontraba la pirámide - o dolmen - de Tacumbú y sus "huellas de Pay Zumé"

  • la villa de Guarambaré, sobre el Paraguay

  • por fin un punto no identificado de dicho río, a 50 km a vuelo de pájaro al sur de Asunción

Si tomamos en cuenta las vueltas que imponen los accidentes del terreno, las distancias relativas son correctas.

 

Las direcciones están indicadas como una aproximación que no tenían los mapas españoles del siglo XVIII. Y los caminos correspondientes - "caminos naturales", dice el mapa del Instituto Geográfico Militar Argentino - existen aún hoy, por lo menos en gran parte.

Despréndese de nuestro descubrimiento que Yvytyru era, en una época indeterminada - por el momento - anterior a la Conquista, un nudo caminero - un Parcha - de Peabirú.

 

Situado en el centro geográfico del Oriente paraguayo, a igual distancia de los dos grandes ríos que rodean en tres de sus lados, su portulano indicaba la ruta del Guayrá y el Atlántico, la de Cerro Morotí que debía de ser entonces una villa importante, y la de Asunción punto de partida de los caminos que llevaban al Perú.

Yvytyruzú, por lo demás, no perdió su papel en la épica de la Conquista, lo cual confirma el hecho de que españoles se limitaron a utilizar una red caminera preexistente.

 

Días de Guzmán, al describirnos el itinerario de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, precisa que el gobernador, a partir de la desembocadura del Iguazú,

"con la vuelta del Poniente, por un río llamado el Monday; y. llegó a la comarca de la Sierra de Ihitirucu..."

Era ésta la ruta normal para alcanzar a Asunción desde el Guayra"
 

 


5. Los caminos del oro y la plata


No fue por casualidad, evidentemente, que los españoles establecieron en Paraguaí, de la que hicieron Asunción la capital de la gobernación del Plata que se extendía al sur, hasta Buenos Aires y, al este, hasta el Atlántico.

 

Paraguaí era, en efecto, antes de la Conquista, el centro de comunicación más importante de la América del Sur oriental, de donde partían, acabamos de verlo, el camino que, por Yvytyruzú, se dirigía hacia la costa que alcanzaba en dos puntos, de fácil acceso por vía terrestre, donde los buques de alta mar encontraban una rada segura; el Golfo de Santos y la isla de Santa Catalina; el (camino?) que orillaba el río Paraguay, en particular hacia el (norte?) y el que seguía el curso del Pilcomayo - aún existe en parte - y llegaba a Potosí y, más allá, al Lago Titicaca, en un punto muy cercano a un pueblo que, notable coincidencia, se llama Guaki o Guayki.

 

Sin hablar del río que desembocaba, al sur, en el Río de la Plata y permitía, al norte, alcanzar los Xarayes, en el actual Matto Grosso. Este último detalle reviste para nosotros una especial importancia, pues era por el norte que pasaban las rutas que los españoles siguieron para ir del Paraguay y, por lo tanto, del Atlántico al Perú.

La primera expedición fue la de Alejo García quien, salido de Santa Catalina con cuatro compañeros, reclutó a 2000 indios en la región de Paraguaí y los llevó,

"a la parte del Poniente a descubrir y reconocer aquellas tierras, de donde traían muchas ropas de estima y cosas de metal, así para el uso de la guerra, como de la paz".

Este verdadero ejército subió a lo largo del Paraguay hasta un promontorio - el Pan de Azúcar - que dominaba el río en el lugar que más tarde se llamará San Fernando, unas leguas al sur de Santa María de la Candelaria.

 

Desde allá, atravesando la provincia de Santa Cruz, alcanzó los contrafuertes de los Andes y penetró en territorio incaico hasta Tomina y Tarabuco. Pero los charcas, vasallos de los incas, los rechazaron. García tuvo que emprender la vuelta. El y sus compañeros españoles fueron muertos, en el Paraguay, por los indígenas.

La segunda expedición no tuvo mejor suerte. Pedro de Mendoza, que acababa de fundar a Buenos Aires por segunda vez, mandó, en 1536, a su Alguacil Mayor, Juan de Ayolas, en misión de reconocimiento hacia el norte.

 

Este, con unos 170 hombres, subió por el Paraná y, luego, por el Paraguay hasta la Candelaria donde encontró a un indio, antiguo esclavo de Alejo García, que prometió llevarlo a la Sierra de la Plata, vale decir a Potosí.

 

Con 137 hombres, el Alguacil Mayor se lanzó a través del Chaco. Alcanzó el Alto Perú, juntó un considerable botín de oro y plata, pero tropezó con fortalezas - probablemente las que los incas habían edificado después de la incursión de Alejo García - y, atacado por los indios, desapareció para siempre.

En 1539, el general Domingo de Irala salió en busca de Ayolas y, con 280 españoles y un fuerte partido de auxiliares indios, entró en el Chaco por San Sebastián, ocho leguas antes de llegar a la Candelaria.

 

Citemos aquí la relación anónima de uno de los miembros de la expedición:

"El primer día que nos partimos hallamos el camino bueno y otro día hallamos el camino bueno anegado y mal camino, tanto que hubo muchos días que no hallamos tierra enxuta para poder reposar... (por) las aguas que cada día llovía".

Por lo tanto, se trataba de un camino trazado que las lluvias de verano - la expedición había tenido lugar en febrero - habían hecho intransitable. Irala tuvo que volverse, no sin haberse enterado, por los indios de la región, de cuál había sido la suerte de Ayolas.

La cuarta expedición, a las órdenes del gobernador Alvar Núñez Cabeza de Vaca en persona, siguió, en 1549, un itinerario distinto que nos señala otra ruta.

 

Subió por el Paraguay hasta el lugar donde fundó Puerto de los Reyes y, luego, penetró en la selva, hacia el oeste, por un sendero que debía conducirla a la Sierra de la Plata. Pero sus víveres se agotaron en pocas semanas y, sin medio alguno de renovarlos, Núñez tuvo que retroceder y volvió a Asunción.

No por ello la ruta de los Xarayes dejaba de ser válida y los guaraníes la conocían perfectamente, pues más de una vez, en el curso de los cien años anteriores, la habían utilizado para ir a atacar el imperio de los incas. Nufrio de Chaves lo comprobó, en el lugar, en 1559: un indio le indicó el camino seguido por los guaraníes hasta el río Guapay, vale decir hasta las puertas de la actual ciudad de Santa Cruz.

A los tres caminos que acabamos de mencionar, el del Pilcomayo, el de la Candelaria (o de San Fernando) y el de Puerto de los Reyes, corresponde agregar el de Guarepotí (actualmente Rosario) del que queda aún hoy un trecho de unos 150 km.
 

 


6. La toponimia danesa del Paraguay y el Guayrá


La presencia histórica de los vikingos en el Paraguay y el Guayrá encuentra confirmación en un documento de suma importancia: un mapa del que reproducimos (cf. Fig. 16) la parte que nos interesa y que fue enviado a Roma por el P. Diego de Torres, provincial de la Compañía de Jesús, con su Carta Annua del 17 de mayo de 1609.

 

Se trata sin duda alguna de una recopilación de datos de fuentes diversas, como lo prueba la ortografía portuguesa - Taquarí - del nombre del río Tacuarí, afluente del Paranapané.

Hay buenas razones para pensar que algunos de ellos provenían del P. Cataldino, explorador y colonizador italiano del Guayrá, largamente mencionado en el capítulo III.

 

Notamos, en efecto, que el Marañón - el Alto Amazonas - lleva, en este mapa, el nombre del primer navegante español, Orellanada, que lo recorrió, pero que este nombre está escrito Oregliana, al modo italiano.
 

 

 


En este documento, vemos figurar, como centro supuesto de todo el sistema hidrográfico sudamericano, el mítico lago de los Xarayes en el cual desemboca el Madeira, recolector de los ríos peruanos, y donde nacen el Paraguay y el Amazonas.

 

El Guayrá aún se conoce bastante mal: los jesuitas apenas si empiezan a explorarlo con el propósito de instalar futuras reducciones, lo que harán unos años más tarde.

 

Sólo se ven tres de los cuatro cursos de agua principales que nacen en la provincia y desembocan en el Paraná:

  • el Paranapané, que figura con el nombre de Toeanguazú

  • el Pequirí, muy reducido, lo cual parece indicar que sólo se lo conocía en función de las villas de Ciudad Real y Guayrá, situadas en su desembocadura, y del pueblo de Pequirí, en su fuente presumida

  • el Iguazú

Falta el Ivaí, cuya importancia hemos señalado más arriba.

Conforme a la usanza de la época, el cartógrafo mencionó en latín las indicaciones geográficas generales. Los nombres de lugar, de curso de agua y de tribu están en castellano o en un guaraní aproximado (por ejemplo, Iguzú por Iguazú).

 

Pero hay cuatro excepciones que sólo resultan comprensibles en el marco de nuestro estudio.

La primera es la palabra Weibingo que figura, justo encima del río Paraguay, en su intersección con el Trópico de Capricornio, vale decir aproximadamente en la desembocadura del río Ypané. Este vocablo no pertenece a ninguno de los tres idiomas del, mapa. Pero sí tiene un sentido clarísimo en danés. En efecto, está compuesto de vej, camino, y vink, señal, o vinkel, ángulo.

 

Estas dos últimas palabras, por lo demás, tienen la misma raíz. Precisemos que, en aquel entonces, se escribían constantemente la b y la v una por otra y que, en escritura rúnica tardía, la k y la g se expresaban con el mismo carácter. En fin, la w, para representar el primer sonido v no nos debe sorprender. Había, en aquel tiempo, varios jesuitas austríacos en la provincia del Río de la Plata.

 

Probablemente uno de ellos colaboró en la confección del mapa. Tenemos, pues: Señal del Camino o Ángulo del Camino: el lugar donde el camino del Perú gira, en efecto, del norte al oeste.

La segunda palabra se encuentra al sur del Parana-pané (aquí, Tocanguazú) y al oeste de su afluente el Taquarí. En ese lugar, notamos dos nombres. Uno de ellos, Abangobi, es vocablo guaraní mal ortografiado y significa "Multitud de indios", de hovi, amontonar, y aua indio.

 

En las trascripciones de la época, la h aspirada se escribía generalmente g. La otra palabra, Tocanguzir, es danesa. Viene de toga, genitivo plural de tog, expedición - la n es evidentemente fonética, como en Abangobi - y husir, nominativo plural de hus, casa. Significa, pues, "Casas de las Expediciones". La forma de estos dos vocablos unidos bastaría para excluir toda posibilidad de que se tratara de danés moderno.

 

En el siglo XVII, hacía tiempo que las declinaciones habían desaparecido. Tocahusir, por lo tanto, es indiscutiblemente un vocablo norrés.

 

Mencionemos que Weibingo, Tocanguzir y Abangobi están acompañados de un mismo signo: un pequeño círculo que no se halla en ningún otro lugar del mapa y que simboliza, pues, algo distinto a todo lo demás. Desgraciadamente, no sabemos qué a ciencia cierta. A lo más podemos suponer que se trata de aldeas.

 

El signo que representa las villas españolas está constituido, en efecto, de un círculo idéntico y de los dos campanarios de una iglesia que lo rodean y dominan.

Tenemos algunas buenas razones para pensar que nuestro cartógrafo cometió un error al situar Abcmgobi y Tocanguzir cerca del Paranapané, en una región que conocía muy mal, por lo demás, puesto que coloca el río Taquarí al oeste del Tibagí cuando se encuentra, en realidad, al este. Ahora bien: sucede que Tocanguzir figura - ortografiado Tocangusir - en la relación de viaje de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.

 

Se trataría, ya lo hemos visto, del nombre de un cacique cuya tribu estaba establecida a diez días de marcha del río Tacuarí donde, efectivamente, en dirección al Pequirí, el mapa lleva la inscripción. Confundir una tribu, su ¿efe y su aldea, esto no tiene nada de sorprendente por parte de un español recientemente desembarcado que lo ignoraba todo del guaraní y estaba acostumbrado a ver a los nobles de Europa usar nombres de tierra.

 

El mismo fenómeno se produce cuando Cabeza de Vaca menciona al cacique Tocanguazú (su secretario, Pedro Hernández, escribe: Tocaguazú), hallado entre Santa Catalina y las fuentes del Iguazú. Cosa rara, el cartógrafo jesuita hace de Tocanguazú el nombre del Paranapané.

 

Para quien mire un mapa exacto (cf. Mapa al final del volumen), la explicación de este doble error es sencillísima: hay, en el Guayrá, dos ríos Tacuarí. Uno es un afluente del Paranapa-nema el otro, un tributario del Tibagí. Núñez Cabeza de Vaca se refería a este último. Pero el autor del mapa de 1609 lo confundió con el primero. De ahí un desplazamiento hacia el norte que explica igualmente el nombre de Tocanguazú atribuido equivocadamente al Paranapanema.

Núñez Cabeza de Vaca encontró a Tocanguazú, o Tocaguazú, ya lo hemos visto, antes de llegar a la fuentes del Iguazú. El cartógrafo debía, por lo tanto, colocar esta palabra al este de Abangobi y de Tocanguzir. Lo hizo.

 

¿Pero por qué haber dado este nombre a un río? Simplemente porque se parecía a Iguazú y que un curso de agua así denominado debía hallarse en la región, mientras que el verdadero Iguazú estaba mucho más al sur.

Guazú, en guaraní, significa "grande" y figura abundantemente en la topografía de la zona. Iguazú quiere decir "Agua Grande" o "Río Grande". Pero las dos primeras sílabas de Tocaguazú no tienen sentido alguno en la lengua local: constituyen, ya lo hemos visto, el genitivo plural de un vocablo danés. Es probable, pues, que la palabra pertenezca a la toponimia vikinga. Es así, efectivamente.

Sin embargo, guazú no es danés. La explicación es más extraña: se trata de la deformación por los guaraníes de un término quichua: huasi, casa, que, a su vez, constituye una deformación, por los indios del Altiplano, del danés hus.

 

Tocaguazú viene de Tocahuasi que viene de Togahusir que ya hemos encontrado. El mismo nombre, con dos formas distintas, de la cual una es directamente norresa mientras que la otra muestra la influencia sucesiva del quichua y del guaraní, se halla, pues, dos veces en el mapa jesuítico.

Es en la zona del verdadero Iguazú que figura el cuarto vocablo danés del mapa en cuestión, aún más claro que los anteriores. Lo encontramos en el ángulo formado por los ríos Pequirí e Iguazú, sin ningún signo que justifique su presencia: Storting, "Gran Asamblea", que viene del norrés stor, grande, y thing, asamblea.

 

El sonido th no existe en guaraní, lengua en la cual el término llegó a los oídos del cartógrafo.

 

Notemos que el Parlamento noruego se llama, aún hoy, Storting.
 

 

 


Todo deja suponer, por lo tanto, que "Tocaguazú" y "Tocanguzir" constituían, primitivamente, albergues de etapa, semejantes a los tampu incaicos y preincaicos, situados en la ruta vikinga que iba de Santa Catalina a la desembocadura del Iguazú, cerca de la cual se encontraba un lugar de reunión, y, más allá, por Yvytyruzú, a Paraguaí (Asunción) y, por tres o cuatro itinerarios convergentes, al Perú.

Así la red de los "Caminos Mullidos" se conectaba con los Caminos Reales del imperio de Tiahuanacu de los que no era sino la prolongación hacia el Atlántico.

 

La construcción, por cierto, era distinta, como lo era la naturaleza del terreno.

 

En la selva tropical, una ruta pavimentada hubiera sido rápidamente destruida por el empuje de las raíces. Merced a su ingeniosa técnica, los daneses habían sabido resolver, en el Paraguay y en el Guayrá, un problema difícil que no se planteaba en el Altiplano.

¿Los autores del mapa de 1609 se habían dado cuenta del origen de los toponímicos que habían relevado? Parece que no, pues las Cartas Annuos no los alude en absoluto. En Europa, por el contrario, algunos sabían muy bien a qué atenerse al respecto.

 

En el globo terráqueo construido por Vulpius en 1542 (cf. Fig. 17), la costa de Santa Catalina lleva, en efecto, el nombre revelador de Costa Doñeo, vale decir muy exactamente, en el latín de la época, Costa Danesa.
 

 


7. El acceso al Atlántico


La reconstrucción, tal como acabamos de hacerla, de la red caminera que vinculaba a Tiahuanacu con la costa del Atlántico confirma lo que dijimos en el capítulo anterior: el Padre Gnupa siguió, cuando su viaje hacia el Altiplano un camino permanente y transitado que, por lo demás, no era el único.

 

Llegados al Perú a través de Venezuela y Colombia, los daneses no habían tardado en establecer una vía de comunicación más cómoda con el Atlántico y, por el Atlántico, con Europa de donde provenían. El Amazonas, por cierto, era utilizable, y lo empleaban.

 

Pero el clima debía de hacerles muy penosa la navegación por este río ecuatorial. Por el sur, el itinerario era más largo, pero más agradable.

 

Más seguro, también, probablemente. Los españoles lo adoptaron, más tarde, por las mismas razones.
 

 

 


V. La posta vikinga de Yvytyruzú
 


1. Las avispas protectoras

A unos 12 km a vuelo de pájaro al este de Villarica, en el Oriente paraguayo, y a 20 km o más de esta ciudad por un pésimo camino de tierra, se encuentra la Sierra de Yvytyruzú, un pequeño macizo montañoso de alrededor de 4 km por 2,5.

 

Tiene la forma de una media luna y sus puntas norte y sur están orientadas hacia el este. En el centro de la apertura que éstas dibujan está situada una gran roca de unos 30 m de alto, llamado Cerro Polilla o Cerro Pelado, que constituye una especie de avanzada del conjunto.

El bloque, alargado, tiene dos paredes: una, al oeste, mira hacia la Sierra; el otro, al este, domina de un centenar de metros la llanura que lo rodea y que circunscriben, al sur, la Sierra Monte Rosario y, al este y al nordeste, la Cordillera de Caaguazú.

 

Las dos paredes están unidas por un pequeño túnel que se abre en el fondo de una gruta natural situada al oeste. En la cima de la roca, se ve una especie de altar tallado, de mano de hombre, en la piedra. La pared occidental del bloque, el interior de la gruta y los dos lados de la salida oriental del túnel están cubiertos de dibujos y de inscripciones.

Cerro Polilla y sus "pinturas", como dicen los escasos habitantes de la zona, por cierto no fueron descubiertos por nosotros, aunque fuimos los primeros en estudiarlos seriamente. Los españoles del tiempo de la Conquista debían de conocerlos, puesto que la ruta que, desde el Atlántico, conducía a Asunción pasaba, ya lo vimos, por Yvytyruzú.

 

El coronel Fawcett menciona, por referencia, en sus notas de viaje de 1910, las inscripciones, redactadas en un idioma desconocido, cuya existencia se le señalaba cerca de Villa Real: simple lapsus, puesto que no existe ninguna ciudad con este nombre en el Paraguay.

 

Pero, en aquella época, hacía tiempo que el área se había convertido en un coto de caza de los guayakíes, sólo accesible para expediciones fuertemente armadas. No hace más de unos cuarenta años que se la puede otra vez recorrer sin peligro, por lo menos cuando las inundaciones crónicas de la estación de las lluvias no la aíslan.

 

Nada, sin embargo, se ha publicado acerca de los dibujos e inscripciones de la roca, salvo, en el diario La Tribuna de Asunción, un breve artículo del Dr. Ramiro Domínguez que habla de símbolos guaraníes y de caracteres latinos. Su autor tuvo a bien mostrarnos algunas fotografías del Cerro y lo que vimos en ellas nos hizo dudar respecto de su interpretación.

 

Valía la pena ir allá y mirar de más cerca.

Una primera expedición a Yvytyruzú sólo nos dio resultados insuficientes, aunque llamativos. Se tropezó, en efecto, con un obstáculo imprevisto e imprevisible: la roca alberga centenares de miles de enormes avispas coloradas, extremadamente peligrosas y muy agresivas. Por ello sólo se pudieron tomar algunas fotos rápidas de las paredes exteriores.

 

Su revelado hizo aparecer, con gran sorpresa nuestra, dos drakkares, imposibles de confundir - hay cuatro, en realidad - que permanecían invisibles a simple vista, y unas quince inscripciones poco legibles pero indiscutiblemente rúnicas.

Teníamos, pues, que retomar el asunto, provistos de un material más perfeccionado que la cámara fotográfica común que se había utilizado.

 

¿Pero cómo resolver el problema de las avispas? No queríamos, de ninguna manera. tomar la responsabilidad de destruirlas con alguna fumigación: es gracias a ellas que el sitio ha quedado protegido de los graffiti con los cuales los niños, los enamorados y los turistas no habrían faltado en cubrir las inscripciones.

Nuestros colaboradores del Instituto de Ciencia del Hombre trataron de trabajar con trajes de apicultores: los guantes y la máscara los trababan considerablemente y la campera de loneta no siempre resistía el aguijón de los insectos.

 

Acabaron encontrando, en Asunción, un producto fumígeno destinado a adormecer las abejas y, gracias a su empleo, pudieron efectuar el relevamiento, no sólo en el exterior, sino también en la gruta que hubo, previamente, que limpiar con machetes, pues innumerables nidos la llenaban casi completamente.

 

Lo cual hicieron con guantes, máscaras y camperas acolchadas del ejército paraguayo - ¡con 45° en la sombra! - ya que el gas no había penetrado en todas las anfractuosidades de la roca.
 

 

 


Aun antes de haberse terminado el trabajo fotográfico ya no teníamos la menor duda: Cerro Polilla había constituido una posta vikinga.

 

No quedaba rastro de la posada que había debido de hallarse en él: probablemente la selva había cubierto sus ruinas. Pero la roca estaba intacta y, en el cielo raso de la gruta, un dibujo tan claro como fuera posible (cf. fig. 18) indicaba su destinación principal: un chasqui estilizado, un corredor en todo semejante a los que empleaban los incas en sus Caminos Real.

El dibujo, más alemán que escandinavo, recuerda curiosamente a los personajes que figuran en la iconografía germánica de la Edad Media.

 

Lo cual no tiene por qué sorprendemos, puesto que sabemos que los daneses de Tiahuanacu procedían del Schieswig y que alemanes formaban parte del grupo llegado a América en el siglo X.
 

 


2. El panel de señalización

Lo que, en primer lugar, llama la atención, en Cerro Polilla, es, en la pared occidental, un gran triángulo 15 m de base por 15 m de alto, aproximadamente, que destaca, por su blancura, en el fondo oscuro de la roca.

Su color proviene de una especie de engobe de medio centímetro de espesor, más o menos, del que no sabemos si es natural o artificial. Hasta una altura de unos 5 m, el triángulo está cubierto de dibujos y de signos, negros por estar grabados en la piedra, que constituyen un conjunto coherente.

 

Se ven en él,

  • arriba a la izquierda (desde el punto de vista del observador), el portulano de piedra del que hablamos en el capítulo anterior (cf. Lám. IX y fig. y sobre el cual no volveremos

  • debajo y a la derecha, una serie de dibujos lineales que no significan nada para nosotros; más abajo y ligeramente a la izquierda, una cruz de 75 cm de alto

  • a su derecha, lo que parece ser un árbol estilizado con, en su cima, una especie de nido, seguido de un conjunto confuso de signos, algunos de los cuales se parecen a caracteres rúnicos discontinuos en cuyo medio se destaca la representación de una estela - semejante a las que se encuentran tanto en Tiahuanacu como en Irlanda -  con una cara humana trazada con signos de apariencia rúnica

  • arriba, lo que parece ser una serpiente erguida, que siguen grandes caracteres rúnicos cuyo conjunto no tiene sentido alguno para nosotros

Por fin, más arriba, otra serpiente, acostada, y algunos grandes signos que podrían ser runas (cf. Lám. X y XI).

Salvo la cruz, de la que vamos a hablar, sólo el árbol y las serpientes nos dicen algo. Nos hacen pensar al Árbol de Vida, con su nido de águila, y a la Serpiente del Mundo que son comunes a la mitología escandinava y a la de Mesoamérica. Sin embargo, los guayakíes a quienes se mostraron esos dibujos no tuvieron vacilaciones.

 

Para ellos - se interrogaron varios, separadamente - se trataba de símbolos cartográficos: el "árbol" representaba un camino principal cruzado por cinco caminos secundarios; las "serpientes", caminos sinuosos.

 

El portulano de piedra, y esto confirmaba plenamente nuestra interpretación, era un mapa que indicaba la dirección de aldeas o de cotos de caza, representados con círculos de dimensiones variables, y la distancia, en días de marcha, a partir del centro.

Dieron el nombre que lleva, en su lengua, cada uno de los signos que se les sometían y de muchos otros de la misma naturaleza. Más aún, enseñaron, en la selva a nuestros colaboradores, esos mismos dibujos grabados por ellos en árboles.

No había duda alguna, pues: la pared principal de Cerro Polilla constituía el panel de señalización de la Posta. Y si nuestros "indios blancos" aún conocían y empleaban los símbolos geográficos que figuraban en él, eso era una nueva confirmación de su origen. Si hubiéramos podido llevar a unos guayakíes a Cerro Polilla, tal vez habrían podido interpretar, en el terreno, las indicaciones del panel. Pero no era factible, desgraciadamente.

Aun sin ellos, tendríamos verosímilmente una explicación por lo menos parcial si pudiéramos descifrar tres grandes inscripciones, extremadamente extrañas, de la pared principal, una de treinta y siete signos, otra de sesenta y ocho y la tercera de veintiséis (se ve la primera, arriba a la derecha, en la foto superior de la Lámina X).

 

Esos caracteres, trazados con una especie de alquitrán negruzco que, con el tiempo, se ha corrido por todos lados, han perdido el rigor de su contorno. En la medida en que hemos podido reproducirlos, esos signos tienen casi todos la apariencia de runas, pero, la mayor parte, de runas alocadas. Imposible transliterarlos, ni menos aún traducir su conjunto.

 

Encontraremos más adelante otras formas de la misma degeneración gráfica.
 

 


3. Drakkares sobre la cruz

Los signos de la pared principal, que acabamos de describir brevemente, no nos proporcionan certeza alguna en lo que atañe a su origen y podríamos pensar, si no hubiera más que ellos, que fueron trazados, hace cincuenta años o más, por guayakíes. No así, por cierto, en cuanto a la gran cruz grabada que los acompaña.

A simple vista, sólo se distingue en ella el fondo negro de la roca. Pero las innumerables fotografías que se tomaron, con todas las iluminaciones posibles, con o sin flash, hicieron surgir dibujos e inscripciones del mayor interés.

 

Cosa extraña, pero perfectamente explicable, obtuvimos así dos cuadros totalmente distintos, lo cual indica una superposición de imágenes que deben de pertenecer a diferentes épocas.
 

 

 


En uno de esos cuadros (cf. fig. 19) aparecen cuatro drakkares trazados, con tinta negra, de modo impecable, el segundo de los cuales se reduce a una silueta.

 

El primero y el tercero están encimados por caracteres rúnicos que se pudieron relevar en parte. La palabra de tres letras que figura junto al tercero es fácil de transliterar (rij) y de traducir: significa "riqueza", en norrés.

 

La inscripción que acompaña el primero resulta menos clara. Está compuesta de tres líneas de una palabra cada una. La primera, casi totalmente borrada, no ha podido descifrarse. La segunda sólo contiene dos letras, ók, que significan "y". La tercera es parcialmente dudosa. Se lee en ella, en efecto, por transliteración, ais.-.fk.

 

Los dos caracteres del medio no son identificables. Todo lo que se puede decir es que esta inscripción recuerda uno de los nombres de la quinta runa del antiguo futhark, aizirk, moneda de plata. Tal asimilación sólo se puede aceptar a título de hipótesis de trabajo y con las reservas del caso, pero es muy lógica, puesto que confirma y precisa el vocablo "riqueza" del barco anterior.

Queda por saber lo que venían a hacer drakkares en Cerro Polilla, a cerca de 800 km, a vuelo de pájaro, de mar.

 

¿Recordaban el o los navíos utilizados por el P. Gnupa y su gente para venir de Europa? La cruz hace tal hipótesis altamente probable. ¿Pero, entonces, para que mostrárnoslos cargados con riquezas? ¿Debemos supone que esas embarcaciones, y tal vez muchas otras, antes después de ellas, habían llevado a Europa cargamentos de plata extraída de las minas de Potosí? Tal eventualidad no se puede descartar a priori.

 

Al margen de los drakkares, esta primera imagen de la cruz de Cerro Polilla contiene una quincena de inscripciones de cuatro a doce caracteres de los que casi todos son runas perfectas. Sin embargo, ninguna de estas palabras ha podido ser traducida hasta ahora.

 

Tal vez se trate de inscripciones criptográficas, como hay tantas en Escandinavia, o del empleo de algún alfabeto rúnico especial, inventado para escribir el quichua, el aymará o el guaraní.
 

 

 


A esta descripción, agreguemos dos fechas (cf. fig. 20) una de las cuales - 1431-es impecable, mientras que otra, situada encima de la inscripción del primer drakkar y que debe de leerse, según toda probabilidad, 1433, contiene un número algo incierto.

 

El hecho de que estas fechas aparezcan en la misma foto que los barcos no significa necesariamente que fueron trazadas en la misma época que ellos. ¿Los descendientes de los daneses de Tiahuanacu aún utilizaban drakkares en el siglo xv? Es esto altamente improbable.

Señalemos que se encontró, en la región, una fecha aún más reciente. A 14 km del pueblo guayakí de Cerro Morotí, nuestros colaboradores descubrieron, en efecto, debajo del arco de un puente natural, una inscripción hecha de runas degeneradas en la cual se puede leer claramente (cf. fig. 20) 1457.

 

Detalles interesante: el 7, en todo semejante al nuestro, tiene para su tiempo una forma arcaica que corresponde al siglo X, vale decir a la época de la partida de Ullman de Europa (').
 

 


4. La imagen del Dios Sol

La segunda capa de 'inscripciones de la cruz - segunda en el marco de nuestra exposición, pues no nos fue posible establecer un orden cronológico - es tan importante como la primera, y tal vez más.

 

Vemos en ella, en efecto, la imagen de un vikingo (cf. Lám. XII), barbado y cubierto con el casco de Odín. Este personaje está sentado en actitud hierática, con las manos apoyadas en las rodillas. Los rasgos de la cara son netamente nórdicos, pero tiene el tórax anormalmente desarrollado de los habitantes del Altiplano - y de los actuales guayakíes.

 

Está vestido con una túnica - o una cota de mallas - con colete protector.

A su izquierda, se ve un objeto impreciso que resultaría imprudente tratar de identificar aquí; encima, a la derecha, un ser humano acurrucado cuyo cuerpo se presenta de perfil y la cara, de frente y dos otras caras sin cuerpo. ¿Quién es este guerrero, Dios o señor? Su casco nos va a permitir contestar la pregunta.

 

En efecto, se descifra sin dificultad en él la parte frontal de una inscripción rúnica que, al juzgar por la perspectiva del dibujo de las letras, lo rodea: Wunjo, Fehu, Ehwaz, Solewu y Ansuz. Sigue un carácter ilegible.

 

La transliteración da vfesa, lo que no parece tener sentido, aun admitiendo que la o sea la última letra de una palabra cuya mayor parte permanezca escondida. Por lo contrario, la transcripción ideográfica - voluptuosidad, riquezas, caballo, Sol, Ase - es comprensible.

Por el juego del genitivo sajón, el grupo Sol-Ase - se sabe que los Ases constituyen la familia principal de los Dioses escandinavos - significa evidentemente Dios-Sol: el Dios que conduce el Sol.

 

Por otro lado, el "Dios del caballo", el Dios que se representa habitualmente a caballo, es Odín.

 

Por lo tanto, los tres caracteres en cuestión quieren decir:

Odín, Dios-Sol.

Sería menos fácil explicar la presencia de. las dos primeras letras, Wunjo (voluptuosidad) y Fehu (riquezas), que sólo tienen con Odín relaciones muy lejanas, si la imagen del Dios-Sol no llevara, en sobreimpresión, la línea de caracteres rúnicos, perfectamente descifrables, que reproduce la Figura 21.

 

Su transliteración da sakhoberg, vale decir, teniéndose en cuenta la haplografía - supresión de una letra repetida - normal en escritura rúnica, sakh ob berg: literalmente, "la cosa encima de la montaña". La palabra cosa tiene evidentemente, aquí, un" mero sentido indefinido. De ahí la traducción: Lo que (estaba) encima de la montaña.

El Dios-Sol residía, en efecto, ya lo sabemos, en Tiahuanacu, en el Altiplano de la Cordillera de los Andes, y a su recuerdo estaban ligados, para los daneses refugiados en la selva paraguaya, la voluptuosidad y la abundancia, vale decir una vida material fácil y agradable.
 

 

 


La inscripción, redactada en antiguo futhark, como la del casco, es de lo más clásico, sin fantasía ni anomalía de ningún tipo.

 

La extensión 'anormal hacia arriba del asta derecha de la primera letra es verosímilmente la consecuencia de la superposición de caracteres pertenecientes a distintas capas de signos.

No tiene, por lo demás, importancia alguna. En la parte superior de la cruz, en el lugar donde los crucifijos llevan la inscripción INRI, encontramos un conjunto de caracteres (cf. fig. 22), trazados en semicírculo, que no tienen sentido alfabético alguno pero sí constituyen un conjunto ideográfico cuyo sentido, sumamente claro, parece relacionarse con la llegada del P. Gnupa.

 

Tenemos, en efecto, de izquierda a derecha, Laguz y Thurisaz ligados (atmósfera tempestuosa), Pertha (selva), Solewu (Sol), un signo que no es rúnico pero representa el tercer cuarto de la Luna, Fehu (bienes) y Odala (herencia). Lo que da: En la selva sofocante:, el Sol y la marea (nos traen de vuelta) los bienes de nuestra herencia.

El Padre Gnupa, en efecto, había llegado del este, como el Sol, y por el mar.
 

 


5. Unas indicaciones geográficas explícitas

A la derecha del gran triángulo blanco de la pared principal, la roca reencuentra su color natural.

 

En su orilla, se nota, además de una inscripción indescifrable - las hay de todas partes en la pared occidental del Parcha - dos cruces célticas (cf. Lám. XIII), una de las cuales está inscripta, no en un círculo, como de costumbre, sino en un cuadrado de ángulos arredondados.
 

 

 


Inmediatamente después, hacia la derecha - siempre desde el punto de vista del observador - aparece una inscripción (cf. fig. 23) hecha de grandes letras grabadas en la roca.

 

Se lee a simple vista y es fácil de relevar, a pesar de que un criminal no haya encontrado nada mejor que repasar sus caracteres con una punta de metal, no sin retocarlos para darles la forma latina que suponía corresponderles.

 

Muy felizmente, el nuevo trazado, superficial, no perjudicó el primitivo, profundamente marcado.

La inscripción está dividida en dos partes desiguales por una fisura natural de la roca. A la izquierda, vemos, en tres líneas, siete signos de los cuales cuatro son incomprensibles. Los dos primeros son runas ligadas que constituyen probablemente símbolos ideográficos desconocidos.

Los otros dos, cuya transliteración da no tienen sentido alguno. Los tres últimos, por el contrario, parecen decir ote (otte), "ocho" en norrés.

La primera de las dos líneas de la parte de la derecha es fácil de trasliterar, lo que hacemos separando las palabras: soth ruitha hrukk. Sigue un signo que no es un carácter rúnico y reemplaza la o que debería completar la palabra hrukka, "pequeña sierra".

 

La th de ruitha está parcialmente borrada, como también la segunda asta de la h de hrukka. A pesar de estas insignificantes anomalías, fáciles de corregir, el sentido es clarísimo: Mas allá de la pequeña sierra colorada.

Notemos que las montañas y colinas de la región tienen, en efecto, vegetación aparte, un hermoso color rojo.

La segunda línea de la inscripción está parcialmente borrada. Sólo podemos trasliterar su primera palabra: soth, "más allá de". Siguen dos caracteres de los que quedan exclusivamente rastros indescifrables y, luego, las dos letras r y f..

Los símbolos geográficos del Parehá estaban acompañados, pues, por inscripciones redactadas en el más puro norrés. La que acabamos de traducir es relativamente reciente. Sus runas pertenecen, en efecto, al nuevo futhark y hasta se nota, para algunas de ellas - la t de la tercera línea de la izquierda y la f de la segunda de la derecha - una neta influencia latina en su forma.

Aún más a la derecha, encontramos una segunda inscripción del mismo tipo (cf. fig. 24), pero trazada con tinta y no grabada. Parece aún más reciente que la anterior, pues, a pesar de la presencia de la o y de la ü del antiguo futhark, se nota en ella dos veces la m danesa tardía, sin hablar de la ü, por lo demás curiosamente invertida, del futhark punteado.

 

La t, la th y la .f tienen una forma latina. Al final d-q la primera de estas dos líneas figura un signo semejante, aunque más fantasiosa todavía, al que hemos encontrado en el mismo lugar en la inscripción anterior.
 

 

 


Lo cual hace pensar que se trata de algún símbolo geográfico, tal vez una señal de dirección.

 

Al final de la segunda línea, se ve otro signo no menos incomprensible, salvo que se trate de una mano estilizada que muestra el norte. Todas las letras están claramente dibujadas, menos la cuarta de la primera línea, cuya parte inferior de la primera asta está borrada.

La transliteración no da lugar a vacilación alguna: tüthhof om vríth rimi. En tüthhof (en realidad, tothho-f, pues la misma letra expresa indiferentemente los sonidos U y o, y dothhof en grafía normalizada), la repetición de la h es sólo el resultado artificial de la trasposición del thurisaz rúnico en th.

 

La traducción del texto norrés no plantea problema: Cementerio cerca de (o: en) la sierra atormentada.
 

 


6. Una extraordinaria obra maestra

De poder subsistir aún la menor duda respecto de la raza de los Hombres del Titicaca, el examen de la gruta adyacente a la pared que acabamos de estudiar bastaría para despejarla.

 

En ella se ve, en efecto, un cielo raso esculpido que lleva, además de unos motivos secundarios, cuatro soles radiantes - o cuatro estrellas - que no pueden en absoluto compararse con los productos del arte neolítico de América ni de Europa. La fotografía parcial que reproducimos aquí (cf. Lám. XIV) pone en evidencia el talento y la técnica extraordinarios de un artista que, manifiestamente, sólo podía pertenecer a un pueblo blanco de alto nivel cultural y de alta época.

 

Decimos: a un pueblo blanco, porque el dinamismo del dibujo es extraño a todas las manifestaciones conocidas, eminentemente estáticas, del arte amerindio.

Por su parte, las paredes de la gruta están literalmente cubiertas de inscripciones rúnicas de diversos estilos que parecen indicar un largo proceso de degeneración gráfica.

 

Las más numerosas, constituidas por varias decenas de líneas cada una, están formadas por letras, regularmente trazadas con tinta, que son runas clásicas, a pesar de algunas deformaciones fantasiosas que, por lo demás, puedan proceder de un relevamiento imperfecto. Pues, salvo unos pocos fragmentos, esas líneas están casi completamente borradas y se las adivina más que se las ve (cf. Lám.. XV y fig. 25).

 

Tal vez fuera posible trascribirlas reavivando la tinta por algún procedimiento químico. Pero, para hacerlo, sería indispensable contar con medios que no tenemos por el momento. Lo cual es de lamentar, pues textos tan largos deben de constituir verdaderos relatos.
 

 

 


En un nivel gráfico inferior, encontramos inscripciones pintadas (cf. fig. 26) o grabadas (cf. fig. 27), para nosotros desprovistas de cualquier significado, cuyos caracteres extravagantes aún son runas, pero tan deformadas que a menudo no se pueden reconocer.

 

A este mismo estilo pertenece la inscripción de 1457 que hemos mencionado más arriba.

 

En un nivel más bajo aparecen, trazadas con pintura marrón, algunas palabras aisladas (cf. Lám. XV, arriba a la derecha) y algunos monogramas (cf. fig. 28) en las cuales se puede aún reconocer una inspiración rúnica, pero nada más. Son, por supuesto, totalmente incomprensibles. En fin, como última etapa de este proceso de degeneración, señalemos todavía una inscripción de origen netamente de la entrada de la gruta.

 

Debajo de uno de los pocos souuenirs contemporáneos que las avispas hayan tolerado, se puede leer, en efecto, la palabra norresa storm (trasliteración: sturm), o sea: Tempestad.

Aquí, la grafía, aunque muy legible, es netamente decadente. La s, extrañamente horizontal, y la t tienen una forma latina y la u toma el aspecto de un pi griego. Lo cual, unido al empleo de la m del futhark punteado, indica un estilo tardío.
 

 

 


Encontramos, pues, en Cerro Polilla, inscripciones rúnicas correctas, escritas con caracteres del antiguo futhark traído a América, en el siglo X, por los antepasados de fas vikingos de Tiahuanacu, y otras, más modernas, redactadas con un nuevo futhark a veces algo latinizado y mezclado con caracteres del futhark punteado, que deben de provenir del contacto restablecido con la Europa del siglo XIII.
 

 

 


Después de la destrucción del imperio de Tiahuanacu, los daneses refugiados en la selva paraguaya siguieron empleando - y manteniendo - los Caminos Mullidos y sus Parcha, y encontramos sus rastros en Yvytyruzú.

 

Pero, en las condiciones de vida difíciles que el medio les imponía, esos hombres, cuyo nivel cultural, por lo demás, ignoramos, no pudieron conservar la herencia de sus antepasados. La escritura rúnica degeneró lentamente para terminar en un mero conjunto de signos simbólicos, algunos de los cuales emplean todavía los guayakíes contemporáneos.

 

La inscripción - incomprensible - situada debajo del puente que colaboradores nuestros descubrieron en los alrededores de Cerro Morotí nos muestra que, en 1457, los blancos del Paraguay seguían empleando el calendario cristiano que les había traído el Padre Gnupa.

 

Por lo tanto, no se habían convertido en salvajes, a pesar de su decadencia, cuando, 45 años más tarde, los normandos empezaron - o volvieron - a frecuentar las costas del Guayrá.
 

 

 


VI -  El país de Gnupa
 


1. Los herederos de los vikingos

¿De dónde venía este misterioso personaje que los daneses de Sudamérica conocían con el nombre de Gnupa - el Padre Gnupa - y cuyo itinerario reconstituimos, desde la costa del Atlántico a las orillas del Lago Titicaca?

 

Las ruinas de Tiahuanacu nos dan al respecto, una indicación precisa, puesto que encontramos en ellas motivos esculpidos de la catedral de Amiens. Tenemos derecho a suponer, pues, a título de hipótesis de trabajo, que el P. Gnupa procedía de la capital picarda cuyo puerto natural era Dieppe, en Normandía, a menos de 100 km.

 

Ahora bien: los dieppenses de la Edad Media ya frecuentaban las costas americanas.

Al establecerse definitivamente en tierra franca, los vikingos daneses y noruegos del jari Hrólf, convertido en el Duque Rolón, se habían amansado pero, por cierto, no habían renunciado a las grandes aventuras, como lo probaron, menos de cien años más tarde, la conquista de Inglaterra, la antigua posesión danesa que arrancaron a los sajones, y, poco después, la de Sicilia donde fundaron un reino. Aunque se habían afrancesado rápidamente, no habían perdido todo contacto con su país de origen.

 

Estos guerreros también eran mercaderes y sus buques frecuentaban asiduamente los puertos de Escandinavia. Allá, no pudieron dejar de oír hablar de Groenlandia, de fóarkiandia y de Vinlandia donde los noruegos habían establecido, en el siglo X, colonias permanentes con las cuales mantuvieron, hasta el siglo XIV, relaciones seguidas.

Sabemos por las sagas que, en 1285, los dos hermanos Adalbrand y Thorvaid, sacerdotes islandeses, descubrieron la "Tierra Nueva" - Nyjaland - que el rey de Noruega Eirik, en 1290, encargó a un tal Rólf explorar, lo que debió de hacer puesto que cuando murió, cinco años más tarde, se lo había apodado Landa Rólf, Rólf de los Países, Rólf el Explorador.

 

Los Anales de Skálholt nos relatan que, en 1347, luego en pleno siglo XIV,

"vino también un buque de Groenlandia, menos grande que los barcos que hacen el viaje de Islandia; que atracó en el Straumfjord exterior; que no tenía ancla y llevaba diecisiete hombres que habían ido a Markiandia pero, después, habían sido arrojados aquí (en Islandia) al garrete".

En 1354 el rey Magnus ordenó a Poul Knudsson montar una expedición destinada a reencontrar en Vinlandia a los sobrevivientes de los establecimientos groenlandeses, y todo parece indicar, aunque algunos, cada vez menos numerosos, es cierto, aún lo dudan, que los escandinavos alcanzaron la región de los Grandes Lagos.

En lo que atañe a la Tierra-Verde, sabemos que la sede episcopal de Gardar fue abandonada en 1342 por su último titular residente.

 

El saqueo de Eystribygd por los ingleses demuestra que una parte de la población, de vuelta al paganismo si debemos creer a Gissie Odsson, obispo de Skálholdt en el siglo XVIII, aún vivía en la isla en 1418.

 

Y más tarde todavía,, puesto que en 1431 Eric de Pomerania, rey de la Unión Escandinava, protestó vivamente ante los enviados del rey de Inglaterra contra el comercio clandestino y la piratería a los cuales se dedicaban los ingleses en las colonias noruegas de Islandia, Groenlandia, Shetlandia y Oreadas, y,

"en las demás islas que pertenecen a Noruega".

Obtuvo satisfacción, por lo menos en el papel.

 

Por el tratado de 1432, Enrique VI se comprometió a indemnizar a las víctimas y prohibir a sus súbditos, so pena de muerte, salvo en caso de naufragio, establecer cualquier contacto con las colonias noruegas, prohibición ésta que renovaron los tratados de 1444 y 1449.

No es nada sorprendente, pues, que Sebastián Cabot, al explorar en 1496, al servicio de Inglaterra, las costas de Norteamérica y al reconocer la Térra Nova, se haya limitado a traducir su nombre noruego.

 

A propósito de este viaje, el Canciller Bacon escribe por lo demás, lealmente, que,

"se conservaba el recuerdo de algunas tierras descubiertas anteriormente hacia el Noroeste y consideradas como islas, que pertenecían sin embargo, en realidad, al continente de la América septentrional".

Evidentemente, las "otras islas" del rey Eirik.

 

Y, en particular, la que el geógrafo italiano Andrea Bianco hace figurar 'en su carta de 1436, en el lugar de Terranova, con el nombre - o la indicación - de Stocafixa, clara deformación de Stockfisch, bacalao seco erTT^^T.Ós idiomas germánicos.

Los normandos, por cierto, no estaban peor informados que los ingleses ni menos aún que los italianos. Mucho antes de Colón frecuentaban asiduamente los bancos de Terranova, así como los bretones, los gascones y los vascos.

Los archivos de Honfleur, en Normandía, y de Saint-Malo, en Bretaña, prueban que importantes flotas pesqueras iban allá cada año a mediados del siglo XV. La Térra Nova, por lo demás, era tan conocida que, cuando después del primer viaje de Colón los portugueses afirmaron que Joáo Vaz Cortereal había descubierto el Nuevo Mundo, en 1463, en el curso de una expedición a las Bacalaus, nadie siquiera discutió el hecho: hubiera o no Cortereal ido a Terranova, de cualquier modo no había descubierto nada, pues todo el mundo iba desde hacía siglos.

 

Todo el mundo, pero sobre todo los bretones y los normandos. Lo prueba una carta de la reina Juana de Castilla que reproduce la autorización dada, en 1511, por su padre Fernando de Aragón al catalán Juan 'c[e"7^ram'onte "de descubrir y encontrar una tierra que se llama Terranova". El Rey imponía el embarco exclusivo de "naturales de estos Treinos", salvo dos pilotos que debían ser "bretones o de alguna otra nación que allá hayan estado".

Se iba a Terranova, en efecto, repitámoslo, desde hacía mucho tiempo. En 1539, el capitán dieppense Jean Parmentier escribió la descripción más antigua de la Franciscana, descubierta quince años antes por Verazzano, tierra ésta "llamada Norumbega por sus habitantes".

 

El mapa, por lo demás muy inexacto, diseñado por Gastaldi para ilustrar el relato nos muestra la Térra di Norombega como una isla que se extendía desde 'el Cabo Bretón hasta un brazo de mar que bañaba también la Nueva Francia y debe de ser el Kennebek unido al río de la Chaudiére. Esta "isla" corresponde muy exactamente a Acadia (Nuevo Brunswick y Nueva Escocia) y a la parte meridional del estado norteamericano del Maine, situado al oeste del Kennebek.

En el mapa de Gastaldi, se notan varios nombres.

 

Del este al oeste de los Bretones (hoy Cabo Canseau), Port du Refuge, Port-Réal y Le Paradis, en la costa, frente a la isla Briso, Flora, más o menos en el medio de la costa de Norombega, en fin Angoulesme, cerca de la frontera occidental del territorio. En el globo terráqueo de Vulpius (cf. Fig. 17), que data de 1542, encontramos, hacia el grado 43 ó 44 de Latitud Norte, el nombre aún más significativo de Normanvilla.

Norombega, Angoulesme, Normanvilla... Son éstas denominaciones un tanto extrañas, si se piensa que ni los franceses ni nadie, en la primera mitad del siglo XVI, había colonizado aún - ni explorado - oficialmente Acadia.

 

Pues Norombega recuerda de modo irresistible Noroenbygd, país de los Norreses, o noruegos. Angoulesme es el nombre de una ciudad francesa. En cuanto a Normanvilla, el vocablo puede ser una deformación italiana de Normannavirk - pero ésta habría dado más bien Normannavilla o Normavilla - y provendría entonces de los colonos escandinavos de Markiandia, o de Normanville, y constituiría una prueba más dé la presencia de los normandos, en la Edad Media, en esa Térra Nova que comprendía, no sólo la isla que ha conservado este nombre, sino también Norombega y Gaspesia.

 

Entre paréntesis, de seguro que no fue sin algunas buenas razones que se bautizó Montréal la primera ciudad francesa fundada en el Canadá, en homenaje, no al Rey, como se lo podría suponer, sino a la capital del reino normando de Sicilia, Montreale, y esto a pesar de que Jacques Cartier fuera bretón.

Las crónicas del tiempo de la conquista francesa están llenas, por lo demás, de extraños relatos que confirman la existencia, antes de Colón, de colonias europeas en el Canadá.

 

En 1541, por ejemplo, Jean Alphonse, el piloto que acompañó a Roberval en su viaje a la Nueva Francia, cuenta que exploró Norombega hasta la bahía, situada en el grado 42 de Latitud Norte, que la separa de Florida - probablemente la bahía de Long-Island - y que, en el país,

"la gente habla muchas palabras que se acercan al latín y adoran el sol y es bella gente y los hombres, altos".

En 1607, Champlain encontró una cruz de madera en la Bahía Francesa, o de Fundy, en la costa septentrional de Acadia.

Era muy vieja y estaba toda cubierta de musgo y casi toda podrida. Los indígenas del Cabo Bretón y los del río Saint-Jean hacían la señal de la cruz.

 

Los acadios mencionaban el Diluvio y una Trinidad, una de cuyas personas, a la que llamaban Messou (Mesú), redentor como el Mesías, tenía a una madre que, nos dice el P. Théodat,

"parece representar en algo a la madre de Nuestro Señor Jesucristo".

Daban al Dios Sol los nombres de Jesús, Kesús, Kisús y Gischí, según la tribu.

 

Aún 'en el siglo XVIII, el Aleluya se oía en sus cantos. En este campo, por cierto, los misioneros pueden, con toda buena fe, no ser muy objetivos. Pero resulta significativo, con todo, que gente seria de la época, legos y clérigos - Champlain, Lescarbot, Nicolás Denys, Mons. de Saint-Vallier, el P. Le Clerq - hayan llegado a la conclusión de que el cristianismo ya se había predicado en el país antes de la llegada de los franceses.

Esta presencia europea debía de haber dejado rastros antropológicos. Sin volver sobre los "esquimales blancos" del Labrador, mencionemos el caso del sagamo (cacique) de los souriquois de Nueva Escocia, Membertou, cuyo nombre, si le amputamos sus últimas vocales, tiene una clara consonancia germánica:

"Era barbado como un francés... lo cual es tan raro entre los pueblos de América que, si no hubiera nacido antes de la llegada de los franceses a su país, no se habría tenido duda alguna de que la sangre europea estuviera mezclada en sus venas con la sangre americana".

Tal vez no fuera por mera casualidad, por lo demás, que los indígenas micmacs y abenakís de Acadia mantuvieran excelentes relaciones con los franceses, al punto de que éstos se casaban frecuentemente, sin ninguna repugnancia, con indígenas.

 

¿Tratábase de una población mestiza? Probablemente.
 

 


2. La geografía secreta de América

¿Si los normandos, y otros más, frecuentaban las costas americanas antes de Colón, cómo es posible que no tengamos de 'ello ningún testimonio directo?

 

Hay varias razones. En primer lugar, el comercio de ultramar, en la Edad Media, inclusive la pesca, lo practicaban guildas cerradísimas, en apretada competencia,

que conservaba celosamente 'el secreto de sus descubrimientos. Más tarde, los soberanos de las grandes potencias marítimas rivales, España y Portugal, castigaban con la muerte la divulgación de los mapas que diseñaban los cosmógrafos a su servicio.

En la época de Colón, además, y, más tarde, cuando el pleito entablado por los herederos del Almirante a la corona de Castilla, los banqueros marranos que habían financiado sus expediciones estaban muy decididos a reservarse los beneficios comerciales del Descubrimiento y sabían ejercer sobre los indiscretos una presión eficaz.

Por fin, la famosa bula de Alejandro VI Borgia que, en 1494, había repartido las nuevas tierras entre Portugal y Castilla obligaba a los franceses a la mayor prudencia, Pues poder temporal y poder espiritual colaboraban estrechamente para imponer las cláusulas de este "testamento de Adán" que Francisco I, solicitaba irónicamente que se le enseñara.

El mapa de Martín Waídseemüller (cf. Fig. 31) demuestra que se conocía perfectamente, a principios del siglo XVI, no sólo la autonomía de una América del Norte, reducida a la Vinlandia escandinava, que los geógrafos oficiales iban a obstinarse, hasta 1569, a presentar como la prolongación del Asia oriental, sino también, con asombrosa exactitud, el contorno de Sudamérica.
 

 

 


Este mapa, publicado en 1507 y grabado en doce tablas de 45,5 por 67 cm que habían exigido años de preparación e impresión, es anterior al viaje de Magallanes (1520) y hasta, la llegada de Balboa en la costa pacífica de Centroamérica.

 

Supone conocimientos que sólo, como ya sabemos, podían haber adquirido los vikingos de Tiahuanacu.

"Con los elementos conocidos en 1507, escribe el sabio jesuita Guillermo Furlong, no era posible saber la configuración de la América Meridional, y era persuasión general que no se trataba sino de las costas orientales del Asia, y sin embargo hubo quien, en ese año de 1507, en un solo gran mapa nos dio un doble dibujo de nuestro continente, en toda su integridad: Norte, Sur, Este y Oeste, y lo desligó del Asia y lo bautizó con el nombre de América."

La fecha de 1507 es, sin duda alguna, auténtica, puesto que Glateano, en 1510, Stobnica, en 1512, y Apiano, en 1520, retomaron, sin mencionar al autor, los dos mapas en cuestión.

"Ni Waídseemüller ni sus colaboradores de Saint-Dié pudieron tener la ciencia necesaria para acertar así con la imagen de la América Meridional, agrega el P. Furlong. No hubo ni pudo haber ciencia o erudición: sólo hubo intuición e inspiración".

Habría más bien que decir videncia, en un campo en el cual la parapsicología no señala ningún caso.

 

Confesamos que este género de explicación no nos satisface en absoluto y que estamos convencido de que Waídseemüller disponía de datos secretos que, tal vez, conservara probablemente, con sumo cuidado, el monasterio de Saint-Dié. Pues el hecho de que el famoso mapa haya sido publicado en 1507 no significa de ninguna manera que su autor acababa de recibir los elementos necesarios para diseñarlo.

 

Mucho más probable es que el Canónigo Gaultier Lud, que dirigía en el 'monasterio, con la protección de Renato II de Vaudemont, Duque de Lorrena y de Bar, heredero por su madre, Yolanda de Anjou, hija del Rey Renato, de los títulos de Rey de Jerusalén y de Rey de Sicilia, el célebre Gimnasio Vosgiano, sólo se decidió a utilizarlos una vez montada la imprenta indispensable para una gran difusión del trabajo, vale decir en 1500.

 

Fue en este año, por lo demás, que se incorporó al gimnasio Martín Waitzeemüller o, como prefería ortografiar su nombre, Waídseemüller, o también Martinus Hylacomylus.

La increíble precisión del mapa, o más bien de los dos mapas de Sudamérica que figuran en la Uniüersaíis cosmographya del Gimnasio Vosgiano fue establecida científicamente por el geógrafo Alfredo Rodríguez Gaitero.

La del más pequeño que reproducimos, salta a la vista. No así en cuanto al otro, en el cual el continente aparece como estrechado y deforme, por haber sido diseñado el planisferio en proyección globular. Sin embargo, las cifras hablan.

 

Comparemos, con Rodríguez Gaitero, las dimensiones representadas en los dos mapas con las que conocemos hoy día (en kilómetros):

 

 



 

Si se tiene en cuenta la enorme dificultad que ofrecía entonces, en razón de la imprecisión de los instrumentos utilizados y de la imposibilidad de sincronizar exactamente los relojes a la distancia, el cálculo de las longitudes, habrá que admitir que los mapas de Waídseemüller son perfectos.

 

Sobre todo el grande, por supuesto, pues el pequeño no pasa de un esquema, aunque llama más que el otro, precisamente por este motivo, la atención del lego.

 

Entre el gran mapa y el mapa actual, los valores son idénticos en el 10° grado y el error no supera nunca, en las demás latitudes, el 12 %. Lo cual es inferior a las distorsiones que son comunes, en los mapas de la época, para Europa y Asia.

 

Y esto cuando los mapas inmediatamente anteriores - los de Juan de la Cosa, en 1500; de King-Hamy, Kunstmann II, Pesaro, Caverio y Cantino, en 1502; de Maiollo, en 1504; y de Conterino-Roselli, en 1506 - sólo muestran de Sudamérica el vago contorno de la costa oriental, desde Panamá al Río de la Plata, no sin errores, y a veces - King - Hamy y Kunstmann II - con blancos.

Inútil es agregar que los datos utilizados por Waídseemüller no podían provenir de Américo Vespucio que sólo habría alcanzado, en 1501 - y la existencia misma de este viaje parece muy poco probable - el 50° de Latitud Sur.

 

Si nuestro Hylacomylus agregó al título de su obra segundum Ptholomaei traditionem e Americi Vespucci aUorumque lustrationes, "según la tradición de Ptolomeo y los viajes de Américo Vespucio y otros", es sencillamente porque el Gimnasio acababa de recibir, de manos del Duque Renato, un ejemplar en francés de la Lettera de Vespucio, la que, traducida al latín, se incorporó a la Cosmographiae introductio que acompañaba el atlas y porque su autor definía en ella, por primera vez, las tierras nuevas como un cuarto continente.

 

Y nada más...
 

 

 


Cosa extraña, en 1513 Waídseemüller dio brutalmente marcha atrás y publicó un nuevo mapa (cf. Fig. 32) en el cual, de Sudamérica, ya no figuran sino las costas orientales, por otra parte muy imprecisas e inexactas, del Brasil septentrional. Evidentemente, algunas influencias se habían manifestado.

Dos años más tarde, el cartógrafo de Nurembergo Juan W. Schoner diseñó un globo terráqueo (cf. Fig. 33) donde no figuraba Norteamérica, lo que es extraño, puesto que el mapa de Juan Ruysch, agregado a la edición romana de 1508 de la Geografía de Ptolomeo, mostraba el "Gruenlant", la Térra Nova y las Baccalaurae como completamente separadas de la América insular, vale decir de la Térra Sanctae Crucis, el futuro Brasil, y unidos al Asia septentrional.

Por el contrario, la parte meridional del continente, fácil de reconocer pero imperfecta, aparecía separada por un estrecho de una Tierra del Fuego, llamada Brasilie Regio, que se confundía con la Antártida.

 

Ahora bien: en 1515, Magallanes aún no había descubierto el "paso". Schóner dispuso, pues, de una fuente secreta de informaciones, y tal vez no sea abusivo el suponer que se trataba de la misma que la de Waídseemüller.

Schóner era discípulo y amigo de otro famoso cartógrafo de Nurembergo, el Caballero Behaim, quien, al servicio del rey de Portugal, se hacía a menudo llamar Martín de Bohemia. Lo cual no era del todo fantasía, puesto que descendía de una antigua familia de Bohemia.

 

En 1492, Behaim pasó algún tiempo en su ciudad natal, en casa de su primo el senador Miguel Behaim, y diseñó un mapamundi que quería dejar "como recuerdo a su patria" antes de retornar a las Azores donde vivía en casa de su suegro, el Caballero lobst van Hürter, gobernador de la isla de Fayal.

 

Este globo terráqueo, netamente arcaico, no hace sino retomar los datos, tradicionales en la Edad Media, de Marino de Tiro y de Ptolomeo. América no figura en él.
 

 

 


Hay buenas razones, sin embargo, para creer que Martín Behaim había tenido acceso a las fuentes que debían de aprovechar Waídseemüller y Schóner, muy anteriores por cierto, a los trabajos de éstos.

 

Se decía comúnmente, en aquella época, que era él quien había indicado a Colón, no solamente la ruta a seguir para alcanzar el Asia, sino también la existencia de un continente desconocido.

 

Y que era él también quien había mostrado, en un globo terráqueo, a Magallanes el estrecho que lleva hoy en día el nombre de este último pero que, en el siglo XVI, se llamaba habitualmente Fretum Bohemicum, no sin sugerir que hubiera sido justo designar el continente entero con el nombre de Bohemia.

 

Guillermo Postel no vacilaba en escribir en su Cosmographia: "Ad 54 grad. (lat. mer.) ubiest Martini Bohemi fraetum a Magaglianeso alis nuncupatum".

 

Que Colón haya conocido a Behaim, no hay mucha duda al respecto. Ambos vivieron en Lisboa desde 1482 a 1484, el uno cartógrafo, el otro geógrafo del rey. Tenían, por lo demás, relaciones comunes. Behaim formaba parte, con dos médicos de Juan II, Maese Rodrigo y el judío Maese Josef, de la Junta de Matemáticos encargada por el soberano de buscar el medio de navegar por la altura del sol, y fue en esa época que inventó un astrolabio de nuevo tipo.

 

Ahora bien: estos dos médicos fueron designados por Diego de Ortiz, obispo de Ceuta, para examinar el proyecto de Colón relativo a un viaje a Cipango (el Japón). Más todavía: el suegro de Colón, Bartolomé Muñiz Perestrello, era gobernador de Porto Santo, mientras que el Caballero von Hüter, suegro de Behaim, ya lo hemos dicho, ocupaba el mismo cargo en Fayal, una de las islas Azores.

El problema es saber, por un lado, si Behaim conocía la existencia del nuevo mundo y, por otro, en caso de respuesta positiva, si había hablado del asunto con Colón. El que no hubiera hecho figurar América en su globo terráqueo no sería sino muy natural: el secreto del rey se lo prohibía.

En lo que atañe a Magallanes, parece que el asunto está claro. Tenemos, en efecto, dos testimonios concordantes. Por un lado, el tránsfuga portugués, mientras presentaba su proyecto a la Corte de España, en Valladolid, mostró a Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, un mapamundi en el cual figuraba en blanco la zona del estrecho.

 

Explicó a los ministros del rey - probablemente el Cardenal Ximénez y Mons. de Gébres - que él había visto dicho estrecho,

"en una carta marina construida por Martín de Bohemia, portugués, natural de la isla de Fayal, cosmógrafo de gran reputación".

El error cometido en cuanto a la nacionalidad de Behaim era de lo más común.

Todo eso no es nada al lado del testimonio de Antonio Pigafetta, Caballero de Rodas, agregado a la Legación Apostólica en España, quien acompañó a Magallanes y Elcano en su famosa vuelta al mundo.

 

Lo encontramos en el Diario que hizo llegar, a su regreso, al Papa Clemente VII y al Gran Maestre de Rodas, el normando Felipe de Villiers de l'Isle Adam:

"El 21 de octubre encontramos un estrecho, al que dimos el nombre de las once mil vírgenes, por ser el día consagrado a ellas. Sin el saber de nuestro capitán, no se hubiera podido desembocar este estrecho porque todos creímos que estaba cerrado; pero nuestro capitán se había informado de que debía pasar por un estrecho singularmente oculto, habiéndolo visto en una carta conservada en la tesorería del Rey de Portugal y dibujado por un cosmógrafo excelente, Martín de Bohemia".

Notemos que Pigafetta se había portado, en las horas difíciles de la expedición, como amigo leal de Magallanes y que no se lo puede en absoluto sospechar de querer disminuir el mérito de su jefe.

Alejandro de Humboldts6 procuró explicar el misterio por las expediciones clandestinas de los portugueses en Sudamérica, las cuales tuvieron lugar, sin duda alguna.

 

Lo sabemos, en particular, por Ruysch que escribía como leyenda de la Térra Sanctae Crucis, mal diseñada y separada del Yucatán por un paso libre:

"Nautae lusitani partem hanc terrae hujus observarunt et usque ad elevationem poli antartici 50 gradum pervenerunt, nondum tamen ad ejus finem austrinum".

Los portugueses no habían pasado, pues, del 50° de Latitud Sur.

 

Los españoles, por su parte, en 1508, fecha del mapa en cuestión, no habían ido más lejos que el Cabo San Agustín (8° 20'). Juan Díaz de Solís y Vicente Yáñez Pinzón sólo debían de alcanzar el 40" de Latitud Sur muchos años más tarde.

 

Por otro lado, ningún viaje clandestino que hubiera tenido lugar entre la expedición de Alvares Cabral, en 1500, y la publicación del mapa de Ruysch, en 1508, explicaría la certeza anterior de Colón, sin olvidar que los autores que menciona Ruysch no habrían alcanzado el Estrecho de Magallanes.

 

Si Behaim, pues, como es probable, conocía la existencia del Nuevo Mundo y del paso austral, no pudo ser sino sobre la base de otras informaciones, probablemente recogidas en Alemania.
 

 


3. El comercio del palo brasil

Sí, por Martín Behaim, existió un contacto entre Portugal, punto de partida de Colón y de Magallanes, y la patria de Waídseemüller, la más estrecha colaboración vinculaba, en aquella época, a dieppenses y castellanos, cuyos buques estaban mutuamente eximidos de ciertos derechos.

 

Se intercambiaban a menudo pilotos e intérpretes. Más aún, ¿no se convirtió el normando Roberto de Braquemont en almirante castellano y Juan de Béthencourt, en rey de las Canarias, con dependencia de Castilla?

 

Tal vez el apoyo político y financiero que Colón encontró en España se debiera en parte al hecho de que se conocía muy bien allá la existencia de América, cuyas costas meridionales los normandos frecuentaban desde mediados del siglo XVI, vale decir desde la época del desembarco del Padre Gnupa en el Guayrá: lo podemos probar.

Al mismo tiempo que las especias, los árabes importaban de Insulindia y del Malabar, desde el siglo IX, una madera colorada cuyos extractos servían para teñir los tejidos: el bakkam, vocablo del que los italianos hicieron Bresill, brasilly, braxilis, verzino o, en latín, bresillum y verzinum. Se trataba del sapang (caesalpmia sapan), el candana (pterocarpus shntalinus) y otras maderas de tintura coloradas.

 

Los catalanes, que servían de intermediarios entre Italia y Castilla, la llamaban brasil.

 

A ellos debemos la segunda mención documentada del producto: en 1252, figuran en la Tarifa de Aduanas de Collioure, en el Rosellón, conques de brasil, laca y grana. La conque era, según parece, madera triturada o pasta de madera; laca no exige explicación; grana se aplicaba a un extracto complejo sacado del coccus polonicus, del coccus laca y del crotón lacciferum.

 

La primera mención nos viene de la Tarifa de Aduanas de Ferrara que, en 1193, hace figurar la grana di brasil! al lado de la pimienta, el azúcar y el azafrán.

 

La Tarifa de Módena incluye, en 1376, la soma di braxiíis, vale decir "harina", "polvo". Los árabes, cuyos buques no estaban en condiciones de trasportar troncos, vendían a los italianos, juntamente con las especias, extractos de tintura elaborados en los países de origen, de gran valía con reducido volumen.

En Francia, por el contrario, son troncos de brésil los que se encuentran a partir de siglo XIII.

"Los toneleros pueden hacer toneles con maderas de tamarisco y de brésil", reza, en tiempos del rey San Luis, el Libro de los Oficios de Estienne Boileau.

Y agrega:

"Ningún ebanista puede poner con el boj otra madera alguna que no sea más cara que el boj, a saber... brésil y ciprés".

A fines del siglo XIII, el brasil se menciona como artículo de importación en las Droitures, consternes et appartenances de la uiscomté de l'eau, de Rúan.

 

En 1387, la Costumbre de Harfleur fija los derechos sobre este producto en cuatro denarios y medio cada cien libras. En 1396, la Aduana de Dieppe cobraba "para la carche de brasil VIII denarios, para el fardo III denarios". Está demostrado, pues, que el brasil entraba en Francia por los puertos de Normandía.

Ya no se trataba de extractos, sino de troncos. Cuando, después del "Descubrimiento" de América, el brasil llegue directamente en Portugal y España, se especificará cuidadosamente "pau brazil" o "paío brasil".

¿De dónde sacaban los normandos esos troncos? De seguro que no iban a buscarlos en el Asia: sus expediciones en las costas del África no pasaban del río Zaíre (el Congo) donde tenían una factoría llamada "el pequeño Dieppe". No los compraban a los árabes, puesto que éstos sólo importaban extractos. La conclusión es que debían de haber encontrado una nueva fuente de abastecimiento.

 

Ahora bien: fuera del Asia meridional, la madera de tintura colorada sólo se halla en Centroamérica y en el Brasil: una variedad del sapang, la caesaípinia brasiíiensis.

De hecho, a partir de 1350, empiezan a aparecer en los mapas del Atlántico, además de las islas "bien conocidas", como escribía en 1474, el geógrafo florentino Toscanelli a su colega el Canónigo Martínez, entonces al servicio del Portugal, de Antilla, San Brandan y Manos de Satanás, y aún de aquella, "recientemente descubierta", que el mapa del genovés Bedrazio denomina significativamente, en 1436, Danmar, una nueva isla que nos interesa muy especialmente.

 

El Portulano Mediceano la llama, en 1351, Brazil; Pizigano, en 1367, Bracir; el Mapa Catalán, en 1375, y el Portulano de Macia de Villadeste, Brazil; el Portulano de la Biblioteca de Dijón, en 1428, y los mapas de Bianco, en 1436, y de Fra Mauro, en 1457, Berzil.

 

Su situación en el océano es sumamente variable y encontramos la isla tanto al oeste de Irlanda como en el archipiélago de las Azores, tanto a la altura de las Antillas como a la de Pernambuco.

 

Nada más natural: los normandos no habían podido disimular por mucho tiempo la existencia de la nueva tierra - y todas las nuevas tierras eran "islas", en aquel entonces - a donde iban a buscar el palo brasil, pero se reservaban celosamente el secreto de su emplazamiento.

 

Notemos aquí que Pizigano mencionaba, en su mapa, que el nombre de Bracir había sido dado por ellos a la isla en cuestión.

¿Dónde se encontraba realmente la tierra del brasil?

 

Gonneville, del que volveremos a hablar, lo precisa en 1503:

en el "país de las Indias Occidentales, donde desde hace años los de Dieppe y de Saint-Malo y otros normandos van a buscar madera para teñir de colorado, algodones, monas y papagayos y otras mercaderías".

Sólo se encontraban todos estos productos a la vez en la región que los portugueses, que la descubrieron en 1500 pero no tomaron posesión de ella sino muchos años más tarde, llamaban Térra Sanctae Crucis pero que los franceses siempre designaban con el nombre de Brasil.
 

 


4. Las expediciones dieppenses al Brasil

Sabríamos mucho más sobre las expediciones normandas en América si un bombardeo inglés no hubiera quemado, en 1694, tres siglos de archivos del Almirantazgo y del Ayuntamiento de Dieppe.

 

El relato que nos dejó Desmarquets de la de Jean Cousin es, sin embargo, demasiado preciso, aun cuando se noten muchos errores de detalle en la obra que lo contiene, para poder haber sido inventado lisa y llanamente. En cuanto al viaje posterior de Gonneville, lo respaldan documentos indiscutibles. Y es éste el más importante para nosotros.

Soldado y negociante, Jean Cousin era una personalidad de primer plano en la Dieppe del final del siglo XV.

 

Se lo había visto combatir victoriosamente a los ingleses como capitán de un buque mercante artillado, y nadie desconocía sus numerosos viajes por las costas del África. Nada sorprendente, pues, en que fuertes mercaderes de su ciudad natal le ofrecieran, en 1488, tomar el mando de una expedición destinada a adelantarse a los portugueses en la ruta de las Indias Orientales.

Cousin partió ese mismo año. Los dieppenses sabían muy bien que, para alcanzar la costa africana sin correr el riesgo de encallar, había que elevarse mar adentro hasta la altura del punto a donde se deseaba llegar. Puesto que se trataba, esta vez, de ir mucho más al sur que de costumbre, nuestro capitán avanzó hacia el oeste más de lo que se solía hacer.

A la altura de las Azores, su buque fue arrastrado por una violentísima corriente marina - evidentemente la Norte-ecuatorial - que lo llevó hacia el oeste, hasta una tierra desconocida - esto, por lo menos, dice Desmarquets - cerca de la desembocadura de un gran río que no podía ser sino el Amazonas.

 

Cousin no tenía ni los medios ni, probablemente, el propósito de fundar un establecimiento. Reembarcó, pues, navegó hacia el sudeste, alcanzó el África austral a la altura del Cabo de las Agujas, subió hacia el norte a lo largo de las costas del Congo y de Guinea, donde canjeó sus mercancías, y por fin volvió a Dieppe.

Un hecho extraño que ya señalamos anteriormente, después de muchos: Cousin había contratado como segundo a un castellano llamado Pingon (sic).

 

Hubo de lamentarlo, pues el individuo en cuestión intentó, por lo demás en Vano, sublevar la tripulación. Exonerado por el Consejo del Almirantazgo de Dieppe, Pingori' desapareció. Hay fuertes probabilidades de que se trate de Alonso Pinzón, lugarteniente de Colón unos años más tarde. Sabemos, en efecto, que el Almirante consultaba a menudo a éste y no vacilaba, para ello, a ir a visitarlo a bordo de su buque.

 

Todo parece indicar que el capitán de La Pinta sabía cuál era el rumbo a seguir. Insistió en varias oportunidades, y con razón, para que la flotilla navegara hacia el sudoeste, lo que consiguió finalmente. Cuando las tripulaciones amenazaron amotinarse, fue él quien devolvió el coraje a los marineros.

Pero, apenas llegado en el Mar del Caribe, abandonó lisa y llanamente a Colón y salió a "descubrir" por su lado, tan indisciplinado como el Pincon de Jean Cousin. Tal vez no fuese mera casualidad que, en 1499, Vicente Yáñez Pinzón, sobrino de Alonso, montara a sus expensas una expedición a América y alcanzara precisamente el punto que, verosímilmente, había tocado Jean Cousin, entre Recite y el Amazonas.

Queda por saber si el capitán dieppense había realmente llegado por casualidad, no sólo al Brasil, sino también a una de las dos regiones costeras que frecuentaban los daneses de Tiahuanacu.

 

Lo que suscita la duda al respecto es el viaje de Gonneville que, al contrario del anterior, es indiscutible.

En 1503, el Capitán Paulmier de Gonneville salió de Honfleur y alcanzó sin dificultades, después de hacer escala en Lisboa y en las islas de Cabo Verde, la costa brasileña hacia la cual se dirigía, a la altura del Cabo San Agustín.

 

Allá lo sorprendió un violento temporal que lo zarandeó, durante varias semanas, entre Sudamérica y el Cabo de Buena Esperanza (Cabo de las Tormentas) y luego lo echó, hacia el oeste, sobre una tierra desconocida,

"más allá del trópico austral", donde pasó seis meses.

Tenemos la relación original de Gonneville, conservada en la Biblioteca del Arsenal, en París:

"Declaración del viaje del Capitán Gonneville y unos compañeros en las Indias, y búsquedas hechas en dicho viaje, presentada ante la justicia por el capitán y sus dichos compañeros, según lo requirió la gente del Rey nuestro Señor y les fue intimado".

Se trata de un documento judicial elevado por Gonneville al Almirantazgo a pedido del Procurador del Rey, el 19 de julio de 1505, en razón del ataque de su buque por dos navíos piratas y de la pérdida, en el naufragio que resultó del combate, de su libro de bitácora. Nada más auténtico, por lo tanto.

La expedición había sido financiada por burgueses de Dieppe. Un Espoir, de 120 toneladas, cargado con artículos de trueque (géneros, hachas, espejos, cuchillos, azadones, cuentas de vidrio, etc.), zarpó el 23 de junio de 1503, con sesenta tripulantes y abordó el continente americano entre el 33° y el 22° grados de Latitud Sur, vale decir en las costas que bordean los actuales estados brasileños de Río Grande del Sur, Santa Catalina y San Pablo.

 

Más exactamente aún: en las costas del Guayrá. Después de explorar el país, un Espoir entró en un gran río que era "casi como el río Orne".

Los habitantes de la región, carijós de raza guaraní, acogieron amistosamente a los normandos. El país, fértil y bastante-bien cultivado, no estaba muy poblado. Los indígenas, sedentarios, moraban en villorrios de treinta a cuarenta cabanas. Vivían de la caza, la pesca y "algunas legumbres y raíces".

 

Gonneville se llevó muy bien con el jefe supremo de la región, Arosca, hombre de sesenta años "de porte grave y mediana estatura, regordete y de mirada bondadosa". Distribuyó regalos y tomó posesión del territorio erigiendo una cruz de treinticinco pies que llevaba, en uno de sus lados, una inscripción latina con la fecha y, en el otro, los nombres del Papa Alejandro VI, el Rey Luis XII, el almirante, el capitán, los armadores y los tripulantes del Espoir.

Parece que el país y sus habitantes gustaron a Gonneville y a sus hombres, pues se demoraron más de lo que exigía el calafateo del buque.

 

Sólo seis meses después de su llegada L'Espoir se hizo a la mar. Llevaba un precioso cargamento de mercancías locales y, lo que es más importante, el hijo de Arosca, Essomericq, de quince años de edad, y su sirviente Namoa. El navio luchó penosamente contra las corrientes marinas, entonces desconocidas, del Atlántico Sur.

 

El escorbuto se declaró a bordo y Namoa falleció por su culpa. Muy enfermo, Essomericq fue bautizado con el nombre de Binot. Se curó. Gonneville hizo escala en el país de los tupinambáes, en las costas de los actuales estados de Río de Janeiro y Espíritu Santo.

 

Los indígenas ya habían visto a europeos,

"como se notaba por las mercancías de cristiandad que los indios tenían".

Tal vez, inclusive, tuvieran motivos para quejarse de ellos, pues atacaron a la tripulación de L'Espoir, matando a dos hombres e hiriendo a cuatro.

 

Después de una nueva escala en el Golfo de Bahía, el navio retomó su rumbo, avistó a la isla. Fernando de Noronha, cruzó el Mar de los Sargazos que asustó mucho a los marineros y, luego, alcanzó las Azores, Irlanda y Jersey. A lo largo de Dieppe, dos buques piratas lo atacaron y, a pesar de una bella defensa, lo obligaron a encallar.

El barco y su carga se perdieron, pues, a unas millas del puerto y Gonneville, a pesar de no tener la culpa, no encontró más comanditarios para montar una segunda expedición. Lo cual le impidió cumplir con Arosca, a quien había prometido traer de vuelta a su hijo.

 

Pero dio al joven una educación esmerada, lo casó, en 1521, con su hija Suzana y le legó, al morirse, parte de sus bienes, con obligación para él y sus descendientes varones de usar el nombre y las armas de los Gonneville.

En este relato, dos hechos llaman la atención. En primer lugar, nuestro capitán, que se dirige hacia el Brasil, toca tierra "por casualidad" en la costa del Guayrá y, a la vuelta, hace escala en los mismos puntos que el Padre Gnupa a su llegada. Asimismo, antes de él, pescadores dieppenses, no menos "por casualidad", habían retomado el camino de Norombega, en Markiandia, y Jean Cousin, también "por casualidad", había alcanzado la desembocadura del Amazonas.

 

Si los normandos hubieran tenido mapas exactos de América tal como la conocían'-'los vikingos, hubieran sido atraídos muy exactamente por esos tres puntos.

 

En segundo lugar, Gonneville, un noble orgulloso de su nombre y su blasón, casa a su hija con uno de esos indios que, en 1518, otros dieppenses, probablemente parientes suyos, Prosper y Mathieu Paulmier, describen con estos términos poco halagüeños:

"Son de color oscuro, tienen gruesos labios; su cara está surcada de estigmas; parecería que venas lívidas, que parten de la oreja y llegan a la barbilla, diseñan sus mandíbulas. Nunca tienen barba en la cara ni en otras partes, ningún pelo en el cuerpo, salvo el cabello y las cejas..."

Esta alianza, muy real, sin embargo, resulta sumamente inverosímil. Pero todavía hay más. El hijo de Essomericq y Suzana, Binot Paulmier de Gonneville, tomó los hábitos y fue canónigo de la catedral de San Pedro de Lisieux.

Ahora bien: en aquel entonces, la Iglesia no ordenaba a los mestizos. Y queda el nombre del yerno e hijo adoptivo de Gonneville, Essomericq, tan poco guaraní, en el cual no es muy difícil reconocer el Erik escandinavo...

Tenemps derecho, pues, a preguntarnos si los habitantes de la costa del Guayrá era realmente indios y si no se trataba, en realidad, de descendientes, ya parcialmente degenerados, pero puros aún, de los daneses de Tiahuanacu.

 

No hacía tanto tiempo que los blancos de Yvytyruzú todavía trazaban runas.

La expedición de Gonneville por cierto no fue la única de su naturaleza. A principios del siglo XVI, dos armadores dieppenses, los hermanos Ango, organizaron un servicio regular con el Brasil y rivalizaron encarnizadamente con los portugueses por el País de los Papagayos.

 

No sólo los dieppenses, por lo demás. Bajo Francisco I, verdaderas flotas mercantes iban al Brasil también desde Honfleur, Rúan y, más tarde, El Havre. Esto por lo menos hasta 1555, fecha en la cual Villegaignon fundó en la bahía de Río de Janeiro, por orden del Almirante de Coligny, su efímera Francia Antártica.

Estas expediciones debieron buena parte de su éxito a las excelentes relaciones que los normandos mantenían con los indios que, por el contrario, odiaban a los portugueses.

 

El mismo Villegaignon recibió, hasta el último momento, el apoyo eficacísimo de los indígenas de Río. "

Entre los brasileños y los franceses, escribe Gravier (81), los mejores intermediarios fueron los intérpretes normandos.

 

Eran aventureros audaces, que no vacilaban en establecerse en medio de las tribus brasileñas, aprendían su idioma, se conformaban a sus costumbres y vivían su vida...

 

Su valentía suscitaba admiración entre los brasileños, que los querían también por su habilidad, su comprensión y la facilidad con la cual se conformaban a las costumbres nacionales y hablaban su lengua...

 

Gran parte de ellos no sólo adoptaban el idioma y las costumbres de su país de adopción, sino que llevaron el olvido de su origen hasta renunciar a su religión y a tomar parte en los más horrendos festines del canibalismo".

Esta asimilación tan rápida y tan completa de normandos a la vida y la mentalidad de los indios nos ayuda a entender, entre paréntesis, cómo los descendientes de los daneses de Tiahuanacu se han convertido, en la selva en los actuales guayakíes.

 

Hay más todavía. Cuarenta y seis años antes de la llegada de Gonneville, aún había en el Guayrá blancos que sabían escribir con runas y, por lo tanto, verosímilmente, aún hablaban el norrés o, por lo menos, un derivado del norrés. Ahora bien: en la Edad Media, Normandía y Dinamarca mantenían intercambios comerciales seguidos.

 

Los barcos daneses frecuentaban asiduamente los puertos de Normandía y los navios normandos, los de Dinamarca. No debían de faltar, pues, marineros capaces de farfullar el norrés.

 

Comprendemos así cómo y por qué los intérpretes normandos se entendían tan bien y tan fácilmente con los indígenas o, por lo menos, con algunos de ellos, especialmente en el Guayrá.

Tenemos una prueba complementaria de que las relaciones entre Normandía y el Brasil fueron sumamente estrechas a principios del siglo XVI merced a un opúsculo de la época que nos describe la fiesta organizada, en Rúan, en oportunidad de la Joyeuse Entrée de Enrique II y Catalina de Médici. Se edificó una aldea india en una selva cuyos árboles habían sido llenados de monos y papagayos.

 

Cincuenta tupinambáes de la tribu de los tabagerres, a las órdenes de su morbichá - correctamente, mburuvichá - (cacique) simularon un combate. Se les habían agregado doscientos cincuenta intérpretes y marineros que habían vivido en el Brasil.

 

O sea trescientos hombres,

"desnudos, bronceados y erizados, sin cubrir de ninguna manera la parte que la naturaleza ordena".

Ya que el puritanismo aún no había corrompido las mentes, a mediados del siglo XVI, la Corte y, en especial, la Reina mostraron ante el espectáculo "cara alegre y riente".

La iglesia Saint-Jacques, en Dieppe, nos enseña todavía un friso que data de 1525 a 1530 y representa a hombres, plantas y animales que pertenecían a las tierras entonces frecuentadas por los normandos. Se ven, en medio de negros y asiáticos, siete indios brasileños, cinco varones, una mujer y un niño, totalmente desnudos pero tocados con plumas u hojas.

 

Así la piedra conserva el recuerdo de la epopeya marítima de los normandos en Sudamérica a donde habían vuelto siguiendo los rastros de sus antepasados.

 

De elle queda igualmente un aporte apreciable a la lengua francesa en la cual gran número de palabras guaraníes entraron directamente, sin pasar por el portugués ni el español: tapir, sagouin, ara, acajou, manioc, y cien otras más.
 

 


5. El padre Gnupa, normando

Se conocía, por lo tanto, a principios del siglo XVI, y mucho antes, la existencia del continente americano.

 

Las dos principales potencias marítimas de la época, España y Portugal, poseían - y mantenían secretos con el mayor cuidado - datos precisos acerca de un mundo que no era tan nuevo como se lo proclamó después de 1492. Pero lo esencial de dichos datos no provenía de los marinos castellanos y lusitanos. Ellos lo habían recibido, los primeros de Normandía, los segundos de Alemania.

El mapa de Martín Waídseemüller, que evidentemente no es el producto de la adivinación, ni siquiera de indicaciones parciales que el azar de las tempestades hubiera podido proporcionar, sino de relevamientos científicos efectuados por sabios geógrafos, muestra que se conservaban, en Alemania, elementos que no se habían hecho públicos y que el mismo cartógrafo que se atrevió a divulgarlos se apresuró a tapar poco después.

 

Los normandos, por su lado, utilizaban desde hacía tiempo sus conocimientos, tanto para ir a pescar bacalao en Terranova y Acadia - no eran ellos los únicos - como para ir a buscar el palo brasil en la región del Amazonas.

¿De quiénes podían provenir estas informaciones?

 

En lo que atañe a Norteamérica, no hay duda alguna: las colonias islandesas de Vinlandia habían mantenido durante largo tiempo, lo prueban los mapas, un estrecho contacto con Escandinavia. Pero el problema se plantea en cuanto a la parte meridional del continente.

 

¿La habían alcanzado, en la Edad Media, expediciones europeas, navegando en su derredor? No existe al respecto ni el menor rastro y los barcos de que se disponía en la época no permiten considerar seriamente esta posibilidad.

 

Por el contrario, sabemos que un grupo de vikingos se había establecido, en el siglo XI, en el Altiplano andino y había conquistado, en Sudamérica, un inmenso imperio cuya red caminera se extendía, al este, hasta el Atlántico. Tenemos la prueba de que, hacia 1250, se había establecido un contacto entre los daneses de Tiahuanacu y sus primos de Normandía.

 

Fue en aquella época, en efecto, que el palo brasil apareció en Rúan, en Harfleur, en Dieppe. Y fue en aquella época igualmente que surgieron a orillas del Lago Titicaca elementos arquitectónicos que provenían de Amiens.

Todo deja suponer que la iniciativa de ese contacto se debió a los vikingos que no ignoraban ni su origen ni el itinerario que sus antepasados del siglo X habían seguido del Schieswig a México, pasando por Inglaterra e Irlanda, como lo demuestran las inscripciones rúnicas que relevamos, y luego al Perú. En el caso contrario, habría que admitir la intervención del azar.

 

De cualquier modo, las tradiciones indígenas nos hablan de un sacerdote católico - tal vez ni el primero ni el último - que los daneses de Tiahuanacu llamaban Padre Gnupa y que había llegado al Altiplano, en la segunda mitad del siglo XIII, después de seguir, desde San Vicente, uno de los caminos - el Peabirú - que cruzaban el Guayrá y el Paraguay.

Acompañado de discípulos y, verosímilmente, como parece indicarlo el descubrimiento en el Perú de una cota de mallas, de una escolta militar, este religioso había llegado a Santos por el mar y conocemos sus escalas brasileñas que el dieppense Gonneville, ciento cincuenta años más tarde, tampoco desconocía.

 

¿Había traído consigo a un arquitecto y un imaginero, o él mismo era lo uno y lo otro?

 

Todo lo que podemos afirmar es que por lo menos uno de los miembros del grupo que él encabezaba procedía de Normandía y había trabajado en la construcción de la catedral de Amiens. El tapiz de Ovrehogdal y sus llamas muestran, es cierto, que los vikingos de Tiahuanacu no habían omitido, al volver a Europa, visitar su patria de origen.

 

Pero fue a Normandía, y no a Escandinavia, que trajeron su conocimiento de Sudamérica, y fue de Normandía que este pasó, por Salüt-Dié, a la Alemania occidental. En el caso contrario, el palo brasil habría aparecido en Hamburgo y no en Rúan.

 

Todo parece indicar, pues, que el Padre Gnupa era normando.