Capítulo VI

Hauberrisser había dormido casi hasta el mediodía; no obstante sentía un pesado cansancio en todos sus miembros cuando abrió los ojos.

El deseo de saber qué contenía el rollo que le cayó durante la noche y de dónde pudo salir, lo había perseguido en sueños, como esa molesta sensación de espera que suele ahuyentar el reposo cuando uno, antes de dormir, decide despertarse a una hora determinada. Se levantó, examinó las paredes revestidas de madera de la alcoba y no tardó en hallar la puertecilla abatible del armario secreto que había ocultado el rollo.

 

Aparte de unas gafas rotas y algunas plumas de ganso estaba vacío, y a juzgar por las manchas de tinta, había sido utilizado como escritorio por el antiguo inquilino.

Hauberrisser aplastó los folios enrollados e intentó descifrarlos. Los caracteres se encontraban considerablemente difuminados, llegando a ser ilegibles en algunos pasajes, y muchas páginas, pegadas entre ellas por el efecto de la humedad, formaban una especie de cartón mohoso, de manera que quedaba poca esperanza de conocer jamás su contenido.

Faltaban el principio y el final; el resto parecía ser un borrador de algún trabajo literario, tal vez un diario, por las numerosas tachaduras que llevaba.

En ninguna parte se veía un indicio de quién pudiera ser el autor, ni tampoco fecha alguna que sirviera para fijar su antigüedad. Malhumorado, Hauberrisser se disponía a olvidarse del rollo para volver a tumbarse y recuperar las horas de sueño perdidas cuando al hojear por última vez el manuscrito su vista tropezó con un nombre que lo aterró tanto que por un instante dudó de haberlo leído realmente.

Desafortunadamente se le había pasado ya la hoja, y su impaciencia por volver a hallar el párrafo aniquiló su esfuerzo de búsqueda.

Sin embargo habría jurado que vio el nombre de Chidher el Verde. Lo distinguía con nitidez si cerraba los ojos y se representaba el pasaje en cuestión.

El sol entraba resplandeciente y caluroso por la amplia ventana sin cortinas; una luz dorada llenaba toda la habitación tapizada de seda amarilla. Pero a pesar del esplendor del mediodía hechizado, Hauberrisser se sintió presa del pánico, de un miedo que nunca antes había experimentado, de un horror que surge sin razón aparente para disiparse enseguida y no dejar huella.

 

Intuyó que la causa de su miedo no estaba en el manuscrito, ni tampoco en el hecho de haber vuelto a tropezar con el nombre de Chidher el Verde. El motivo era una profunda y repentina desconfianza en sí mismo, tan fuerte que veía hundirse el suelo bajo sus pies.

 

Terminó rápidamente su aseo y tocó el timbre.

—Dígame, señora Ohms —preguntó al ama de llaves de su piso de soltero cuando ésta le trajo el desayuno—. ¿No sabe por casualidad quién vivía aquí antes de venir yo?.

La vieja reflexionó un rato.

—Si recuerdo bien, la casa perteneció hace muchos años a un señor bastante mayor. Si no me equivoco, dicen que era muy rico y algo raro. Luego estuvo desocupada mucho tiempo y finalmente fue comprada por un orfanato.

—¿Y no sabe cómo se llamaba ese señor y si vive aún?.

—Siento mucho no poder ayudarle, señor.

—Bien, gracias.

Hauberrisser volvió a examinar el rollo.

La primera parte del manuscrito era autobiográfica y describía con frases breves y concisas el destino de un hombre que, perseguido por la mala suerte, había intentado por todos los medios imaginables crearse una existencia digna de ser vivida. Pero sus esfuerzos fracasaron siempre en el último momento. Cómo consiguió más tarde y prácticamente de la noche a la mañana acumular grandes riquezas, era cosa imposible de averiguar, ya que faltaban unas cuantas páginas.

Hauberrisser tuvo que desechar varios folios porque se encontraban totalmente amarillentos, envejecidos.

 

Las páginas que seguían debieron haber sido redactadas unos años más tarde; la tinta era más fresca y la letra temblaba como bajo el peso de la edad. Reparó especialmente en algunas frases cuyo contenido presentaba cierta semejanza con su propio estado de ánimo:

«Quien cree haber recibido la vida para transmitirla a sus descendientes se está engañando a si mismo. No es cierto: la humanidad no ha evolucionado. Únicamente lo aparenta. Sólo algunos individuos aislados han progresado realmente. Dar vueltas en un círculo significa estancarse. Tenemos que romper el círculo, de otra manera no habremos hecho nada. Quienes opinan que la vida empieza con el nacimiento y termina con la muerte, esos, desde luego, no perciben el círculo. ¡Cómo podrían romperlo!».

Hauberrisser pasó la hoja.

Las primeras palabras que le saltaron a la vista fueron: “Chidher el Verde”.

No se había equivocado.

Preso de una tensión que le cortaba el aliento, recorrió los siguientes renglones sin que le proporcionaran prácticamente ninguna explicación. El nombre de Chidher el Verde constituía el término de una frase y en la página anterior faltaba el principio, así que no existía conexión alguna entre ellas. No había ninguna posibilidad de seguir el rastro, aunque podía suponer que el autor del manuscrito atribuía a Chidher el Verde una idea determinada o que incluso lo había conocido personalmente.

Hauberrisser se llevó las manos a la cabeza. Lo que estaba sucediendo en su vida en los últimos días parecía un juego malicioso, llevado a cabo por una mano invisible.

Por muy interesante que prometiera ser el manuscrito, no tenía ya paciencia para seguir leyendo. Las letras bailaban ante sus ojos. Estaba harto de dejarse burlar por estúpidas coincidencias.

—¡Voy a acabar con esto de una vez!.

Llamó al ama de llaves y le encargó que buscara un coche.

—Iré al Salón de artículos misteriosos y hablaré con el señor Chidher el Verde — decidió.

Pero enseguida comprendió que no sería más que un golpe al aire, porque… —¿Qué culpa podía tener el viejo judío de que su nombre me persiga como un duende? —se dijo a sí mismo.

Agitado, daba vueltas por la habitación.

—Me conduzco como un loco —se dijo—. ¿A mí qué me importa todo esto?. Podría vivir tranquilamente… como un buen burgués acomodado —añadió una pérfida voz en su interior. Inmediatamente rechazó la incipiente idea—. ¿No me han enseñado que la existencia no es más que un enorme sinsentido si se la vive como suele hacerlo la humanidad?. Aunque hiciera lo más insensato que uno pueda imaginarse, siempre sería más inteligente que volver a caer en la rutina tradicional cuya meta final es una muerte inútil.

El disgusto de vivir volvía a apoderarse de él; comprendió que para evitar suicidarse cualquier día por aburrimiento no le quedaba más remedio que dejarse llevar sin resistencia, al menos durante algún tiempo, hasta que el destino le proporcionara un punto de apoyo estable o lo llamara definitivamente con estas palabras:

«No hay nada nuevo bajo el sol, el objetivo de la vida es la muerte».

Cogió el rollo y lo llevó a su biblioteca para encerrarlo en su escritorio.

Desconfiaba ya tanto de eventuales sucesos extraños que arrancó la hoja donde se hallaba el nombre de Chidher el Verde y lo guardó en su cartera.

No lo hizo por un temor supersticioso a que el papel pudiese desaparecer, sino por el deseo de llevarlo encima y no depender del recuerdo: era la defensa instintiva de un hombre deseoso de sustraerse a las desconcertantes influencias de la memoria, un hombre que no estaba dispuesto a renunciar a las percepciones de los sentidos en el caso de que un sorprendente azar sacudiera su habitual concepto de la vida cotidiana.

—El coche está abajo —anunció el ama de llaves— y acaban de traer este telegrama.

«Por favor, vente hoy sin falta a tomar el té. Numerosa sociedad, entre otros tu amigo Ciechonski, desafortunadamente también la Rukstinat. Te maldeciré y desheredaré si no acudes. Pfeill».

Hauberrisser, irritado, gruñó algo a media voz. No le cabía ninguna duda de que el conde polaco había tenido la desfachatez de servirse de su nombre para entablar contacto con Pfeill.

 

Ordenó al cochero que lo condujera a la calle Jodenbree.

—Sí, sí, vaya todo recto, a través del Jodenbuurt —contestó con una sonrisa cuando el cochero le preguntó, algo irresoluto, si debía cruzar el “Jordaan”, el barrio de la judería, o debía desviarse por las calles transversales.




Pronto se encontraron metidos de lleno en el barrio más extraño de toda Europa.

La vida de sus habitantes parecía desarrollarse enteramente en la calle. Se guisaba, se lavaba y se planchaba al aire libre. De una cuerda que atravesaba la calle pendían sucios calcetines, el cochero tuvo que agacharse para no topar con ellos con la cabeza.

 

Unos relojeros que seguían desde sus mesitas el paso del coche con la lupa pegada al ojo, evocaban la imagen de unos peces de alta mar asustados. Las madres amamantaban a sus hijos. Habían instalado la cama de un viejo paralítico delante de una puerta, para que respirara el aire fresco.

 

En la esquina de la calle, un judío de cuerpo hinchado, cubierto enteramente de muñecos de colores como Gulliver de enanos, ofrecía su mercancía gritando con voz estridente y sin tomar aliento:

—¡Popipopipopipopipopi!.

—¡Kleerko, Kleerko, Kle-e-erkooop! —tronó una especie de Isaías que se dedicaba a la compraventa de ropa usada.

Agitando una pierna de pantalón como si fuese una bandera, invitó a Hauberrisser a que lo honrara con su visita y se desvistiera sin ceremonias. Montones de harapos malolientes obstruían el paso y hubo que esperar hasta que el grupo de traperos despejara el camino. Al fin dejaron atrás la calle y Hauberrisser vio brillar los reflejos del sol en la galería acristalada del salón de artículos misteriosos.

Esta vez pasó cierto tiempo hasta que se abrió la ventanilla del tabique y apareció el busto de la dependienta.

—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó la joven con tono frío y visiblemente distraída.

—Quisiera hablar con su jefe.

—Lo siento, pero el señor catedrático se fue ayer de viaje por tiempo indefinido.

La vendedora contrajo la boca en una mueca arrogante y dirigió a Hauberrisser una mirada fulgurante y felina.

—No se preocupe, señorita, no me refiero al señor catedrático. Sólo quisiera intercambiar algunas palabras con el viejo caballero que vi ayer detrás del pupitre, ahí dentro.

—¡Ah, ese! —la cara de la joven se serenó. El señor Pedersen, de Hamburgo, el que estuvo mirando la caja óptica, ¿verdad?.

—No, me refiero al viejo… israelita del despacho. Creí que el negocio era suyo.

—¿Nuestra tienda?. Nuestra tienda jamás ha sido de ningún viejo judío, señor. Somos una empresa declaradamente cristiana.

—Como Vds. quieran. Pero no obstante quisiera hablar con el viejo judío que estaba ahí dentro, tras el pupitre. ¡Por favor, señorita, sea tan amable!.

—¡Por Dios! —protestó la joven dama—. Ningún judío ha entrado jamás en nuestra oficina, y ayer menos todavía.

Hauberrisser no se creyó ni una sola palabra. Contrariado, reflexionó acerca de qué argumento podría emplear para desvanecer su desconfianza.

—Bueno, señorita, dejemos eso. Pero dígame al menos una cosa: ¿quién es ese Chidher el Verde cuyo nombre se lee en el letrero de la puerta?.

—¿En qué letrero, por favor?.

—¡Dios mío!. ¡En el rótulo de su tienda, ahí fuera!.

La dependienta lo miró con los ojos muy abiertos.

—¡Pero si el rótulo dice “Zitter Arpad”! —tartamudeó, completamente desconcertada.

Hauberrisser cogió su sombrero y se precipitó hacia fuera, con furia, para comprobar lo que decía la leyenda del rótulo. A través del espejo, divisó a la vendedora que se golpeaba la frente con gesto de asombro.

Cuando miró el letrero su corazón estuvo a punto de dejar de latir: debajo de las palabras “Salón de artículos misteriosos” se leía efectivamente el nombre de Zitter Arpad.

Ni una letra de Chidher el Verde.

Se hallaba tan perturbado y experimentaba tanta vergüenza que se marchó muy deprisa, dejando abandonado su bastón. Quería alejarse cuanto antes de aquel lugar.

 




Durante una hora erró como ausente por toda clase de calles. Callejones silenciosos, estrechos patios, de pronto una iglesia elevándose ante él, portones sombríos donde sus pasos resonaban como en un claustro.

Las casas parecían deshabitadas, como si llevaran siglos sin alojar a ningún ser humano. De vez en cuando veía algún gato tomando el sol en un barroco alféizar atestado de floridas macetas. Altos olmos irguiéndose tras las tapias de pequeños jardines. Reinaba un silencio absoluto. Hauberrisser volvió sobre sus pasos y se halló de pronto en una calle medieval, parecía que el tiempo se hubiese detenido en esta parte de la ciudad.

Vio relojes de sol en los muros, blasones llenos de adornos, ventanas relucientes, tejados rojos, pequeñas capillas sumergidas en la sombra, capiteles dorados alzándose hacia las nubes blancas y plumosas.

Encontró abierto el portal de un claustro. Al entrar divisó un banco que se hallaba bajo las ramas colgantes de un sauce. A su alrededor proliferaban altas matas de hierba. No había ni un alma, ningún rostro asomándose a las ventanas. Todo parecía desierto. Se sentó para aclarar sus pensamientos.

Ya no se sentía desasosegado. La agitación provocada por el temor de que un trastorno mental lo hubiese inducido a leer un nombre equivocado en el rótulo había desaparecido.

 

Los extraños pensamientos que ocupaban su cerebro desde hacía algún tiempo le parecieron de repente un fenómeno mucho más extraordinario que el insólito acontecimiento que acababa de vivir.

«¿A qué viene que yo —se preguntó— un hombre relativamente joven, vea la vida como un anciano?. No se suele pensar asi a mi edad». En vano intentó rememorar el momento en que se había producido en él semejante transformación. Como cualquier otro joven, había sido esclavo de sus pasiones hasta pasada la treintena, gozando hasta los límites únicos que su salud y su fortuna le imponían. Tampoco recordó haber sido especialmente contemplativo en sus años infantiles. ¿Dónde se encontraba entonces la raíz de la cual había brotado esa extraña planta sin flor que era su yo actual?.

“Existe un crecimiento interno, secreto…” —de golpe se acordaba de haber leído esta frase pocas horas antes. Sacó la página que llevaba guardada en su cartera, buscó cierto pasaje y leyó:

“Durante años permanece oculto, pero de repente, de modo absolutamente inesperado y a menudo a causa de un acontecimiento insignificante, se desvanece el velo y un día cualquiera surge en nuestra existencia una rama cargada de frutos maduros. Nos damos cuenta entonces de que, sin saberlo, sin que nunca nos hayamos percatado de su florecimiento, éramos nosotros los jardineros de este árbol misterioso…”

«¡Ojalá no hubiese caído jamás en la tentación de creer que alguna potencia que no fuera yo mismo podía crear este árbol. ¡Cuánto sufrimiento me habría ahorrado!. Yo era el único dueño de mi destino, y no lo sabía. Como no era capaz de cambiarlo mediante las acciones, creí estar indefenso ante él. Cuántas veces no habré pensado que si dominaba mis pensamientos me convertiría en el todopoderoso dirigente de mi destino. Pero siempre acababa rechazando la idea porque mis poco convencidos esfuerzos no surtían efectos inmediatos.

»Subestimaba el poder mágico del pensamiento y volvía a caer en el error hereditario de la humanidad, atribuir una importancia gigantesca a la acción y tomar a la mente por una quimera. Sólo aquél que aprende a mover la luz es dueño de la sombra, y con ello, del destino. Quien pretende realizar su destino por medio de la acción no es más que una sombra incapaz de luchar contra las sombras.

 

Pero parece que la vida debe torturarnos casi hasta la muerte para que hallemos la clave. ¡Cuántas veces habré intentado ayudar a otros explicándoles esta idea!. Me escuchaban e incluso me aprobaban, pero mi argumentación les entraba por un oído y les salía por el otro…

»Es posible que la verdad sea tan sencilla que no podamos comprenderla enseguida. ¿O será necesario que el “árbol” toque el cielo para que lleguemos a entender?. Me temo que a veces existe mayor diferencia entre un hombre y otro que entre un hombre y una piedra. El sentido de nuestra vida consiste en descubrir qué es lo que hace verdecer a este árbol y qué es lo que lo protege de secarse. ¿Pero cuánta gente habrá hoy en día capaz de comprender lo que digo?.

 

Si me oyeran pensarían que les hablo en parábolas. Nos separa la ambigüedad del lenguaje. Si yo publicara un artículo sobre el crecimiento interior, ellos entenderían que se trata simplemente de aumentar la inteligencia o mejorar el comportamiento, de igual modo que sucede con la filosofía, donde sólo ven una teoría en lugar de una forma de vivir.

 

Limitarse a los preceptos, aún de la manera más sincera, no es suficiente para fomentar el crecimiento interior. Infringirlos surte a menudo un efecto mayor. Cumplimos los preceptos cuando deberíamos violarlos, y los violamos cuando deberíamos cumplirlos. Del hecho de que los santos orienten sus acciones exclusivamente hacia el bien deducen equivocadamente que haciendo buenas obras se convertirán en santos. De esta manera se encaminan hacia el abismo por la vía de una arrónea fe en Dios, y se consideran justos.

 

Los ciega una falsa humildad, que cuando llega el gran momento y contemplan el verdadero rostro de él, retroceden asustados como niños y creen que han perdido la razón».

Hauberrisser tuvo una sensación que no experimentaba hacía mucho tiempo, una prometedora esperanza se despertaba en él, reconfortándolo. No sabía, ni quería saber, cuál era el motivo de su alegría ni qué es lo que debía esperar.

Empezaba a sentirse afortunado por haber vivido el extraño episodio relacionado con el nombre de Chidher el Verde, ya no se sentía como el objeto de burla de unas coincidencias maliciosas. Intuyó que las últimas frases del texto aludían al rostro de Chidher el Verde y se sintió impaciente por saber más. Hubiera preferido volver rápidamente sobre sus pasos y emplear el resto del día en la lectura del rollo, debía contener informaciones detalladas sobre el “mágico arte de dominar los pensamientos”, pero eran cerca de las cuatro y Pfeill lo estaba esperando.

 

Un zumbido le hizo volverse. Se levantó sorprendido, y a poca distancia, vio a un hombre vestido de gris, con una careta de esgrima cubriéndole el rostro y una larga vara en la mano. Por encima de él, flotaba en el aire una especie de enorme saco que se balanceaba lentamente de un lado para otro y que oscilaba de arriba a abajo con un mpvimiento continuo.

 

De pronto el hombre acercó la punta de la vara al monstruoso racimo y consiguió capturarlo con una redecilla.

 

Satisfecho, la vara sobre el hombro y el saco a la espalda, ascendió por una escalera hasta desaparecer por la terraza del tejado.

—Es el colmenero del convento —explicó una anciana ocasional que se había percatado de la perpleja expresión de Hauberrisser—. El enjambre se le había escapado y ha tenido que capturar a la reina.

Hauberrisser se marchó de aquel lugar.

 

Al llegar a una ancha plaza tomó un taxi y se encaminó hacia la casa de campo de su amigo Pfeill en Hilversum.






Numerosos ciclistas animaban la amplia y rectilínea carretera.

 

El taxi avanzaba como a través de un mar de cabezas y centelleantes pedales. El paisaje desfilaba velozmente, pero Hauberrisser no tenía conciencia de todo ello. Sólo podía pensar en la imagen que acababa de presenciar: el hombre de la máscara y el enjambre de abejas que se apiñaban en torno a su reina como si no pudieran vivir sin ella.

El colmenero había capturado a la reina y con ella, todo el enjambre se le había rendido. Lo sucedido se le antojó como una parábola:

«¿Acaso mi cuerpo es otra cosa que una legión de células vivas que giran alrededor de un centro oculto, siguiendo un atavismo de millones de años?».

Intuyó que existía una relación misteriosa entre lo que había contemplado y las leyes de la naturaleza y comprendió que el mundo resucitaría para él si fuese capaz de verlo bajo una nueva luz, una luz que la vida cotidiana y la rutina habían oscurecido.
 

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Capítulo VII

El coche cruzaba el barrio elegante de Hilversum. Por una avenida de tilos penetró en el parque que rodeaba la soleada villa Buitenzorg.

El barón Pfeill aguardaba en lo alto de la escalera. Al ver a su amigo Hauberrisser apearse del automóvil descendió alegremente los peldaños.

—Es magnífico que hayas venido, amigo, ya me estaba temiendo que mi telegrama no te hubiese hallado en tu gruta doméstica… ¿Te ha ocurrido algo?. Pareces maditabundo. Otra cosa: Dios te bendiga por haberme enviado a este maravilloso conde Ciechonski. Es un consuelo en estos tiempos tan desolados —Pfeill estaba de tan buen humor que ni siquiera cedió la palabra a su amigo, el cual protestó vivamente, intentando informar a Pfeill acerca del estafador—. Esta mañana ha venido a verme, y naturalmente, lo he invitado a almorzar. Si no me equivoco, faltan ya un par de cucharitas de plata. Se me ha presentado…

—¿… como ahijado de Napoleón IV?.

—Sí, claro. Además se ha referido a tí.

—¡Qué descaro!. A este tipo habría que propinarle un par de bofetones.

—Pero, ¿por qué?. Si lo único que desea es ser admitido en un club distinguido. Déjalo que satisfaga su capricho. Los deseos del hombre son su paraíso. En fin, si lo que quiere es arruinarse a toda costa…

—Eso es imposible, se trata de un prestidigitador profesional —interrumpió Hauberrisser.

Pfeill le dirigió una mirada compasiva.

—¿Tú crees que eso es suficiente, hoy en día, para tener éxito en un club de poker?. Pero si todos los jugadores saben hacer trampas. Perderá hasta los pantalones, eso es. A propósito, ¿has visto su reloj?.

Hauberrisser soltó una carcajada.

—Si me quieres —exclamó Pfeill— cómpraselo y regálamelo para Navidad —se acercó con cuidado a una ventana abierta, y tras hacer una señal a su amigo, dijo en voz baja— Mira esto, ¿no es fantástico?.

Zitter Arpad, vestido de frac a pesar de la hora que era y con un jacinto en el ojal, botas amarillas y corbata negra, se encontraba reunido en íntima charla con una señora de edad avanzada, la cual, muy excitada por haber capturado por fin a un hombre, tenía manchas rojas en las mejillas y jugaba a ser la niña coqueta.

—¿La reconoces? —cuchicheó Pfeill—. Es la señora Rukstinat. ¡Que Dios la llame pronto!. ¡Ahora le va a mostrar su reloj!. Apostaría que está intentando seducir a la vieja con el espectáculo de los amantes articulados. Es un Don Juan de primera categoría, queda fuera de duda.

—Es un regalo de bautismo de Eugéne Louis Jean Joseph —se oyó la voz del conde, temblorosa por la emoción.

—¡Oh, Floohzimjersch! —susurró la dama.

—¡Vaya!. ¿Tan lejos ha llegado ya que incluso lo llama por su nombre? —Pfeill silbó entre dientes y se llevó a su amigo—. Venga, vamonos. Estamos estorbando. Es una lástima que sea de día, si no hubiera apagado la luz. Por compasión hacia Ciechonski. ¡No, no entres ahi —retuvo a Hauberrisser frente a una puerta que acababa de abrir un criado —. Ahí dentro están hablando de política —por un instante se entrevio una numerosa sociedad, y en el centro, un orador calvo y barbudo que se apoyaba con los dedos sobre una mesa—. Es mejor que nos vayamos al “cuarto de las medusas”.

Hauberrisser se sentó en un sillón de cuero marrón-rojizo, tan blando que casi se hundió en él. Contempló con sorpresa el entorno.

 

Las paredes y el techo estaban revestidos de placas lisas de corcho, tan hábilmente colocadas que no se distinguía raya alguna. Las ventanas eran de vidrio curvo; los muebles, los rincones y los ángulos de las paredes, incluso los bastidores de las puertas, aparecían suavemente redondeados.

 

No había cantos por ninguna parte; la alfombra era blanda como arena de playa y en toda la habitación reinaba el mismo tono pardo tenue.

—Es que he descubierto que una persona condenada a vivir en Europa necesita una celda de aislamiento más que ninguna otra cosa. Una hora de reposo en una habitación como esta es suficiente para transformar al hombre más furioso en un molusco inofensivo, suficiente para tranquilizarle los nervios por un buen período de tiempo. Te aseguro que, aunque esté hasta el cuello de obligaciones, basta el mero pensar en mi cuarto para que toda mis buenas intenciones se disipen. Gracias a esta inteligente disposición soy capaz de faltar diariamente a mis más importantes deberes sin ningún cargo de conciencia.

—Al oírte hablar de esa manera cualquiera pensaría que te has convertido en el sibarita más cínico que uno pueda imaginarse —dijo Hauberrisser con regocijo.

—Falso —contestó Pfeill mientras ofrecía a su amigo una caja de cigarros—. Totalmente falso. Mi escrupulosa conciencia guía todos mis pensamientos y mis actos. Sé que en tu opinión la vida no tiene sentido. Yo también fui presa de este error durante mucho tiempo, pero paulatinamente he ido abandonando semejante idea. Lo único que tienes que hacer es dejarte de vanos esfuerzos y volver a ser un hombre natural.

—¿Es eso lo que tú llamas “natural”? —Hauberrisser señaló las paredes de corcho.

—¡Claro!. Si yo fuera pobre estaría obligado a vivir en un cuarto plagado de chinches. Hacerlo voluntariamente significaría llevar la antinaturalidad a su mayor extremo. El destino sabrá el motivo por el que nací rico. ¿Para recompensarme quizás por algo que hice en una vida anterior y que, por supuesto, no recuerdo?. Esta explicación me huele demasiado a cursilería teosófica. Lo más probable, a mi modo de ver, es que el destino me haya impuesto la tarea de empalagarme de las delicias de esta vida hasta la saturación, hasta que desee comer pan duro para cambiar un poco.

 

De ser así, no seré yo quien se eche atrás. En el peor de los casos me habré equivocado. ¿Regalar mi dinero a otros?. De acuerdo, pero antes quisiera comprender por qué. ¿Sólo porque lo dicen tantos libros?. No. Mis principios no coinciden con esa divisa socialista que reza: “Quítate de ahí para que me ponga yo”. ¿Acaso tengo que darle una medicina dulce a quien la necesita amarga?. ¡Jugar con el destino, lo que me faltaba!.

Hauberrisser le hizo un guiño.

—Ya sé por qué te ríes, bribón —continuó Pfeill, irritado—. Piensas en esos malditos cuatro cuartos que le mandé al zapatero, por equivocación, claro está. El espíritu tiene buenas intenciones, pero la carne es débil… Vaya falta de tacto, reprocharme mis debilidades. Toda la noche he tenido remordimientos por mi falta de carácter. Si el viejo se vuelve loco, la culpa será mía.

—Ya que mencionas el asunto —dijo Hauberrisser— no deberías haberle dado tanto de una vez, sino…

—…haberlo dejado morirse de hambre poquito a poquito —completó Pfeill, con sarcasmo—. Todo eso son tonterías. El que actúa motivado por el afecto tendrá mucho perdón, por haber amado mucho, desde luego, pero exijo que al menos se me pregunte primero si quiero que se me perdone algo. Porque pienso pagar todas mis deudas, incluidas las espirituales, hasta el último céntimo. Tengo la impresión de que mi alma, mucho antes de nacer yo, fue lo bastante inteligente como para desear grandes riquezas. Como medida de seguridad.

 

Para no entrar en el cielo por el ojo de una aguja. A mi alma no le satisfacen los constantes cánticos laudatorios, y a mí también me horroriza la música monótona. ¡Si por lo menos el cielo no fuese más que una vana amenaza!. Pero no. Estoy firmemente convencido de que existe una institución así después de la muerte. De modo que lo mío es un auténtico número de equilibrista, vivir de una manera recta y escaparse a la vez del futuro paraíso. Ya el difunto Buda se rompió la cabeza dándole vueltas a este problema.

—Y tú también, por lo que parece.

—Cierto. Vivir y nada más no es suficiente, ¿no crees?. No tienes ni la menor idea de lo atareado que estoy, y no me refiero a mis negocios y sociedades, de ello ya se encarga mi ama de llaves, me refiero al trabajo intelectual que suponen mis proyectos… la fundación… de un nuevo Estado… y de una nueva religión. Sí señor.

—¡Por el amor de Dios!. Un día te van a encarcelar.

—No te preocupes, no soy ningún revolucionario.

—¿Y tienes ya una parroquia numerosa? —preguntó Hauberrisser con una sonrisa, sospechando que se trataba de una broma más de su amigo.

Pfeill le dirigió una mirada recriminatoria, y tras un momento de silencio, le contestó:

—Desafortunadamente, y como de costumbre, me entiendes mal. ¿No sientes algo amenazador flotando en el ambiente. Profetizar el fin del mundo es una tarea ingrata, lo han vaticinado tantas veces en el curso de los siglos que ha perdido toda credibilidad. Sin embargo, creo que está en lo cierto quien afirme sentir la proximidad de un acontecimiento semejante. No es necesario que se trate de la destrucción total del planeta, el declive del concepto tradicional del mundo también es un apocalipsis.

—¿Crees que un cambio tan importante de los conceptos podría producirse de un día para otro? —Hauberrisser meneó la cabeza de un lado para otro en señal de duda—. Yo me inclinaría más bien por la idea de una catástrofe natural que lo destruya todo. Los hombres no cambian de la noche a la mañana.

—¿Acaso he dicho yo que excluya la posibilidad de una catástrofe externa? — exclamó Pfeill—. Todo lo contrario, siento cómo se acerca con cada fibra de mi ser. En lo que se refiere a la transformación interior de los hombres, espero que no tengas razón más que en apariencia. ¿Hasta donde se remontan tus conocimientos de la historia para sostener tal tesis?. A lo sumo a unos miserables milenios. Y además, ¿no han habido en este corto espacio de tiempo algunas epidemias espirituales cuya misteriosa aparición debería hacernos pensar?.

 

Las cruzadas, las cruzadas infantiles, por ejemplo… Todo es posible, amigo mío, y cuanto más tiempo pasa, más probable es que se produzca algo inesperado. Hasta hoy los hombres se han desgarrado unos a otros a causa de ciertos fantasmas, tan invisibles como dudosos, llamados “ideales”. Creo que finalmente ha llegado el momento de acabar con tales quimeras. Es como si llevara yo años preparándome para participar en esa lucha, para ser un soldado espiritual.

 

Nunca antes había advertido tan nítidamente que se avecina una gran batalla contra esos malditos fantasmas. Te aseguro que una vez que empiezas a erradicar falsos ideales ya no puedes parar. Es increíble qué cantidad de impertinentes mentiras hemos ido acumulando por la vía de la herencia de las ideas.

»Verás, es a este arranque sistemático de las malas hierbas de mi interior a lo que denomino la fundación de un nuevo Estado: el Estado Libre, porque será un Estado absolutamente desinfectado de cualquier germen de falsos idealismos.

»Por consideración a los restantes sistemas existentes y al conjunto de la humanidad, a la cual no quisiera obligar a adoptar mis ideas, sólo he admitido un único subdito en este Estado: yo mismo. También soy el único misionero de mi fe, y no necesito adeptos de ninguna clase.

—De lo que dices deduzco que no te has convertido en ningún tipo de organizador —observó Hauberrisser, tranquilizado.

—Hoy en día cualquiera siente la vocación de organizar, lo cual basta para patentizar lo erróneo de tal vocación. Lo contrario de lo que hace la gran mayoría suele ser lo correcto.

Pfeill se levantó y comenzó a andar de un lado para otro.

—Ni siquiera Jesús se atrevió a organizar, se limitó a dar ejemplo. La señora del cónsul Rukstinat y consortes, esos sí que se atreverían a organizar. El derecho a organizar sólo le incumbe a la naturaleza o al espíritu universal. Mi Estado tiene que ser eterno, no necesita ninguna organización. Si la tuviera no alcanzaría a cumplir su cometido.

—Pero si tu Estado quiere servir para algo es indispensable que algún día comprenda a muchos ciudadanos. ¿De dónde los sacarás, querido Pfeill?.

—Escúchame: el hecho de que a una persona se le ocurra una idea significa que, simultáneamente, a muchos se les ha ocurrido lo mismo. El que no comprende esto, no sabe lo que es una idea. Los pensamientos son contagiosos, incluso cuando no los expresamos.

»O quizás cuando no los expresamos son todavía más contagiosos. Estoy persuadido de que en este momento ya se ha incorporado a mi Estado toda una multitud. Mi Estado terminará extendiéndose por el mundo. La higiene corporal, amigo mío, ha conocido grandes progresos; el miedo al contagio hace que desinfectemos hasta las manijas de las puertas, pero hay otras enfermedades bastante peores que las físicas, el racismo, el odio entre los pueblos, el patetismo, etc., estas sí que habría que esterilizarlas con una lejía mucho más potente que la de las manijas.

—Entonces, ¿lo que te propones es exterminar el nacionalismo?.

—Yo no pienso exterminar nada en los huertos ajenos que no perezca por sí mismo, pero en el mío propio puedo hacer lo que me plazca. Parece que el nacionalismo es una necesidad para la mayoría de los hombres. Va siendo hora de que surja un Estado donde no sean las fronteras y la lengua común lo que una a los ciudadanos, sino la manera de pensar, un Estado donde la gente pueda vivir como quiera.

»En cierto modo, tienen razón los que se ríen cuando oyen hablar de la reforma de la humanidad. Su único fallo consiste en olvidar que basta con que uno sólo se transforme profundamente. La obra de ese hombre nunca perecerá, lo advierta el mundo o no. Habrá abierto un boquete en lo existente, un hueco que ya no se podrá cerrar, independientemente de que los demás se percaten de ello enseguida o al cabo de un millón de años.

 

Lo que se ha creado una vez no puede desvanecerse más que en apariencia. Así me gustaría desgarrar la red que tiene presa a la humanidad, sí, sin valerme de ningún tipo de sermón público, sino empezando por mí, sustrayéndome yo mismo de las ataduras.

—¿Ves tú alguna relación causal entre las catástrofes naturales que presientes y la posible modificación de las concepciones de la humanidad?.

—Siempre parecerá que es un gran cataclismo, un gran terremoto por ejemplo, lo que incita al hombre a “volver sobre sí”, pero eso es sólo aparente. Lo de las causas y los efectos es otra historia, a mi modo de ver. Las causas no podemos reconocerlas nunca, todo lo que percibimos son los efectos. Lo que identificamos como causa en realidad no es más que un… presagio. Si suelto este lápiz, se caerá al suelo. Que el hecho de soltarlo constituya la causa de la caída puede creerlo un estudiante, pero yo no. Soltarlo es sencillamente el presagio infalible de la caída.

»Las causas son algo completamente distinto de lo que he llamado presagio. Nosotros nos imaginamos que provocamos efectos, pero esto es una conclusión errónea y fatídica, una conclusión producida por la engañosa luz bajo la que contemplamos el mundo. En realidad lo que provoca la caída del lápiz y lo que un instante antes me induce a soltarlo es la misma y misteriosa causa. Una repentina modificación de las concepciones humanas y un gran terremoto bien pueden tener la misma causa, pero es totalmente imposible que una cosa cause a la otra, por muy plausible que pudiera parecerle a una “sana razón”.

 

La primera es tanto un efecto como la segunda, y un efecto nunca genera otro, aunque puede, como ya he dicho, constituir un presagio en una cadena de acontecimientos, pero nada más. El mundo en que vivimos es un mundo de efectos. El mundo de las causas verdaderas permanece oculto. Cuando hayamos logrado penetrar en él será porque finalmente nos habremos convertido en magos.

—Y dominar los pensamientos, descubrir su secreto origen, ¿no es también una facultad mágica?.

Pfeill se detuvo de golpe.

—¡Evidentemente!. ¿Qué otra cosa sería si no?. Por eso precisamente sitúo el pensamiento en un grado más elevado que la vida. Los pensamientos nos conducen hacia una cumbre lejana en donde no sólo podremos abarcar todo con la vista, además será posible lograr la realización de todo cuanto deseemos.

 

Hasta el momento, los hombres se limitan a la simple magia de las máquinas, pero creo que se va aproximando el momento en el que algunos conseguirán hechizar por medio de su fuerza de voluntad. Inventar aparatos maravillosos no es más que el gesto de un paseante que recoge las zarzamoras que crecen en los bordes de su camino hacia la cima.

 

Lo valioso no es la invención en sí, sino la capacidad de inventar; lo valioso no es el cuadro, sino la capacidad de pintar. El cuadro puede deteriorarse, pero la capacidad de pintar nunca se perderá, aunque el pintor muera. Persistirá como una fuerza sacada del cielo, quizás esté dormida durante mucho tiempo, pero siempre volverá a despertar cuando nazca el genio a través del cual pueda manifestarse. Me complace mucho que los comerciantes sólo puedan arrebatarle al inventor el plato de lentejas, y no lo esencial.

—Parece que hoy no estás dispuesto a dejarme hablar —Hauberrisser interrumpió a su amigo— llevo un buen rato con ganas de decirte algo.

—¡Adelante entonces!. ¿Por qué no hablas?.

—Antes, otra pregunta: ¿tienes algún indicio o… o presagio de que nos encontremos actualmente ante un… digamos… cambio?.

—Hmmm. Sí. Se trata más bien de una especie de presentimiento. Todavía estoy un poco como tanteando en las tinieblas. Sigo una pista tan frágil como una tela de araña. Creo haber descubierto unas marcas-límite en nuestra evolución interior, unas marcas que nos indican que estamos penetrando en un nuevo territorio. Un encuentro casual con una tal señorita van Druysen, la conocerás esta tarde, y lo que me contó de su padre, me han llevado a esta conclusión. Esta marca-límite debe ser la misma experiencia para todos los que se encuentren maduros para ella. Me estoy refiriendo, no te rías, por favor, a la visión de un rostro verde.

Hauberrisser reprimió un grito de sorpresa. Preso de la emoción, cogió del brazo a su amigo.

—Por Dios, ¿qué te pasa? —exclamó Pfeill.

Hauberrisser le contó en pocas palabras lo que le había sucedido.

 

La conversación que entablaron sobre el tema los enfrascó hasta tal punto que casi no se apercibieron del criado, el cual, tendiéndoles una bandeja con dos tarjetas y una edición del diario de Amsterdam, les anunció la llegada de la señorita van Druysen y del doctor Sephardi.





Pronto la conversación sobre el rostro verde se halló en pleno apogeo.

Pfeill dejó que Hauberrisser hiciera el relato de su aventura en el Salón de artículos misteriosos, y la señorita van Druysen se limitó a añadir de vez en cuando alguna palabra a la descripción que el doctor Sephardi hizo de su visita a la casa de Swammerdam. No era la timidez lo que los mantenía en silencio, tanto Eva como Hauberrisser se encontraban inmersos en una especie de depresión que les hacía difícil hablar. Se esforzaban en no esquivarse mutuamente la mirada, pero ambos tuvieron conciencia de que se estaban empeñando en pronunciar palabras diferentes.

 

Hauberrisser se sentía algo desconcertado por la total falta de coquetería femenina en Eva. Notó que ella evitaba cuidadosamente todo cuanto pudiera revelarle el menor interés por él. Al mismo tiempo estaba avergonzado por no conseguir ocultar que se daba cuenta de lo artificial de la calma de Eva, lo consideraba como una grosera falta de tacto.

 

Adivinó que ella estaba leyéndole los pensamientos, por el modo con que sus manos jugaban con un ramo de rosas, por cómo fumaba un cigarillo y por multitud de otros pequeños detalles. Pero no halló el medio de ayudarla. Un comentario trivial habría bastado para devolverle a la joven la seguridad que simulaba, pero quizás también hubiera bastado para herirla profundamente, o para darle la impresión de ser un dandy poco delicado.

Al entrar Eva en la sala, su asombrosa belleza lo había dejado atónito, reacción que ella fingió interpretar como un testimonio de admiración al cual estaba acostumbrada.

 

Cuando Eva creyó advertir que el desconcierto de Hauberrisser no se debía únicamente a su presencia, sino también al hecho de que había interrumpido una charla interesante entre él y el barón, tuvo la penosa sensación de que él pudiese interpretar su actitud como vanidad femenina.

Hauberrisser comprendió instintivamente que la sensible muchacha consideraba su belleza como una carga. Deseaba decirle francamente cuánto la admiraba, pero temió no poder dar a su voz el necesario tono de desapego. Había amado a demasiadas mujeres hermosas en el curso de su vida para perder la cabeza inmediatamente, por muy seductores que fueran los encantos de Eva. No obstante, ella lo atraía mucho más de lo que sospechaba.

Al principio pensó que sería la prometida de Sephardi. Cuando se dio cuenta de que no era el caso, sintió algo como un dulce júbilo recorriendo su cuerpo. Enseguida trató de combatirlo, inducido por un oscuro miedo a perder nuevamente su libertad y dejarse arrastrar por el típico huracán que este tipo de experiencias desencadenan.

 

Pero a pesar de su prevención, despertaba en él un sentimiento de profunda y auténtica vinculación a Eva, un sentimiento que no podía compararse con todo lo que hasta ahora había llamado amor.

Las chispas eléctricas que se desprendían del mudo intercambio de pensamientos eran demasiado evidentes como para escapar a la observadora mirada de Pfeill. Le dolió advertir en los ojos de Sephardi un hondo sufrimiento difícilmente contenido, un dolor que impregnaba también cada palabra que pronunciaba; sus palabras contenían una especie de prisa convulsiva muy extraña en un sabio normalmente tan reservado.

Intuyó que este hombre solitario estaba enterrando una esperanza secreta, pero no por ello menos ardiente.

—¿Adonde cree usted, doctor —preguntó Pfeill al acabar el relato de Sephardi— que puede llevar ese extraño camino que se imaginan seguir los del “círculo espiritual” de Swammerdam y del zapatero Kjinkherbogk?. Temo que vayan a parar a un océano de visiones sin límite y…

—…y con esperanzas que nunca se cumplirán —Sephardi alzó los hombros con tristeza—. Es la vieja canción de los peregrinos en busca de la Tierra Prometida, que errando sin guía por el desierto, los ojos clavados en un espejismo, terminan muriéndose de sed. Siempre acaban gritando: “¡Dios mío, por qué me has abandonado!”.

—Puede que tenga razón en lo que se refiere a todos los que creen en el zapatero y en sus profecías —interrumpió Eva con seriedad— pero en el caso de Swammerdam está usted equivocado. Estoy segura. ¡Piense en lo que nos contó de él el barón Pfeill!. ¡Fue capaz de encontrar el escarabajo verde!. No puedo menos que creer que también encontrará ese algo superior que está buscando.

Sephardi sonrió amargamente.

—Se lo deseo de todo corazón, pero en el mejor de los casos, y si no desesperara antes, llegará a decir lo que todos: “Señor, en tus manos encomiendo mi alma”. Créame, señorita Eva, he reflexionado sobre las cosas del más allá más de lo que usted piensa. Durante toda mi vida me he torturado preguntándome si realmente hay un modo de escapar de esta prisión terrenal, y no, ¡no lo hay!. El sentido de la vida consiste en esperar la muerte.

—Entonces —objetó Hauberrisser— los más sabios serían aquellos que sólo viven por el placer.

—Cierto. Los que sean capaces de ello. Hay gente que no lo consigue.

—Y los que no lo consiguen, ¿qué pueden hacer? —preguntó Pfeill.

—Amar y cumplir los mandamientos, tal como dice la Biblia.

—¡¿Esto me lo dice Usted?! —exclamó Pfeill con sorpresa—. ¡Usted que ha estudiado todos los sistemas filosóficos desde Lao Tse hasta Nietzsche!. Pero dígame, ¿quién fue el inventor de esos “mandamientos”?. Un profeta de leyenda, un pretendido traumaturgo. ¿Está usted seguro de que era algo más que un simple poseído?. ¿No cree que alguien como el zapatero Klinkherbogk gozaría al cabo de cinco milenios del mismo resplandor legendario, suponiendo que para entonces no se haya olvidado su nombre?.

—Eso mismo. Suponiendo que para entonces no se haya olvidado su nombre —fue la sencilla respuesta de Sephardi.

—Usted, pues, ¿da por sentado que existe un Dios que reina sobre los hombres y dirige sus destinos?. ¿Puede darme alguna explicación que esté de acuerdo con la lógica?.

—No, no puedo. Y tampoco quiero. Soy judío, no lo olvide. Quiero decir que no sólo soy judío por la raza, sino también por la convicción, y como tal vuelvo siempre al Dios tradicional de mis antepasados. Lo tengo en la sangre, y la sangre puede más que cualquier lógica. Mi razón, evidentemente, me dice que estoy equivocado en cuanto a mi fe, pero mi fe me dice también que estoy equivocado en cuanto a mi razón.

—¿Y qué haría usted si, como el zapatero Klinkherbogk, se le apareciera un ser y le dictara sus actos? —inquirió Eva.

—Intentaría dudar de su mensaje. Así no tendría que seguir sus consejos.

—¿Y si no pudiera usted dudar del mensaje?.

—Pues, eso es obvio: obedecerle.

—Ni aún en tal caso lo haría yo —murmuró Pfeill.

—A usted, con las convicciones que tiene, no podría aparecérsele jamás un ser del más allá como el… llamémoslo “ángel” de Klinkherbogk. Pero a pesar de todo usted seguiría las instrucciones de un ángel tal, ¡estando convencido, claro, de actuar por su propia iniciativa y autoridad!.

—O lo contrario —objetó Pfeill—. Uno podría imaginarse que Dios le habla a través de un fantasma de rostro verde siendo uno mismo el que habla.

—¿Dónde vé usted la diferencia esencial entre ambas cosas? —preguntó Sephardi—. ¿Qué es comunicarse?. Es expresar en voz alta un pensamiento. Y ¿qué es un pensamiento?. Es una palabra pronunciada en voz baja. Así que, en el fondo, es lo mismo que comunicarse. ¿Está usted seguro de que las ideas que se le ocurren brotan realmente dentro de usted?. ¿No podría ser que se tratara de una comunicación que le viene de alguna parte?. A mi modo de ver, es igualmente probable que el hombre no sea el productor, sino tan solo el receptor, más o menos sensible, de todos los pensamientos generados por… digamos, la madre Tierra. La aparición simultánea de una misma idea que se da con tanta frecuencia es un argumento de peso a favor de mi teoría.

»Claro que usted, si le sucediese esto, siempre diría que la idea en cuestión era suya, y que se transmitía a los demás por contagio. A eso podría yo contestarle que usted sólo habría sido el primero en captar un pensamiento que flotaba en el aire, como un telegrama recibido a través de las ondas producidas por un cerebro más sensible.

 

Los demás lo recibirían igualmente, aunque un poco más tarde que usted. Cuanta más energía y más fe en sí mismo posea uno, más tenderá a considerarse como el creador de una gran idea, y al contrario, cuanto más débil e influenciable sea una persona, más fácilmente creerá que otros se la han inspirado. En el fondo, ambos tendrán razón. Pero por favor, no me pregunte el “por qué”. No quisiera perderme en la compleja explicación de la existencia de un Yo central colectivo.

»En cuanto a la visión de un rostro verde como transmisor de un mensaje o un pensamiento —lo cual, como ya dije antes, viene a ser lo mismo— quisiera recordarles el hecho científicamente comprobado de que existen dos categorías diferentes de personas: los que piensan en palabras y los que piensan en imágenes. Supongamos que a una persona acostumbrada a pensar en palabras le viene una idea totalmente nueva para la cual nuestra lengua todavía no tiene expresión, ¿Cómo podría esta idea manifestarse si no es a través de la visión de una imagen parlante?. En el caso de Klinkherbogk, del señor Hauberrisser, y en el suyo, la idea les fue comunicada mediante la forma de un rostro verde.

—Permítame una pequeña interrupción —pidió Hauberrisser—. Cuando relataba su visita a Klinkherbogk mencionó que el padre de la señorita van Druysen había denominado al hombre de rostro verde como el “hombre primordial”; en el salón de artículos misteriosos yo mismo pude escuchar como mi visión se autodesignaba de manera parecida, y Pfeill creyó haber visto un retrato del Judío Errante, es decir, un retrato de otro ser cuyo origen se remonta al pasado lejano.

 

¿Cómo explica usted tan extraordinaria coincidencia, doctor Sephardi?. ¿Como uno de esos pensamientos “nuevos”, desconocidos para cada uno de nosotros, que no seríamos capaces de comprender con sólo palabras sino a través de una imagen que se ofreciese a nuestro ojo interno?. Aunque parezca ingenuo, yo creo que se trata de una aparición, una misma criatura fantástica que ha penetrado en nuestras vidas.

—Yo también lo creo así —aprobó Eva en voz baja.

Sephardi reflexionó durante un instante.

—Mi opinión es que la coincidencia confirma que se trata de un “nuevo” pensamiento que se les ha impuesto a Vds. para que comprendan algo. Tal vez continúe intentando hacerles comprender. El hecho de que el fantasma aparezca bajo la forma de un hombre primordial significa que se refiere a un saber, un conocimiento o quizás una facultad espiritual extraordinaria que la humanidad poseyó en tiempos remotos, pero que se ha ido olvidando. Ahora quiere renacer, y en forma de visión, anuncia su llegada a unos pocos elegidos. No me interpreten mal, no niego que el fantasma pudiera ser un ente de existencia independiente, todo lo contrario, incluso sostengo que cada pensamiento es un ente de esta clase. Por otra parte, el padre de la señorita Eva dijo que él, el precursor, era el único hombre que no era un fantasma.

—A lo mejor mi padre quiso decir que el tal precursor era un ser que había alcanzado la inmortalidad, ¿no cree?.

Sephardi balanceó la cabeza, pensativo.

—Una persona que alcanzase la inmortalidad, señorita Eva, subsistiría en forma de pensamiento eterno. No importa si puede o no puede penetrar en nuestros cerebros como una palabra o una imagen. No moriría aunque los hombres que viven en la Tierra fueran incapaces de captarlo, de concebirlo o de “pensarlo”. Únicamente estaría fuera de su alcance.

»Volviendo a la discusión con Vd., barón Pfeill, insisto en que yo, como judío, no puedo apartarme del Dios de mis antepasados. La religión de los judíos es, en la raíz, una religión de debilidad voluntaria y elegida, la esperanza en Dios y en la llegada del Mesías. Sé que también existe el camino de la fuerza, el barón ha hecho alusión a él. La meta es la misma, pero en ambos casos dicha meta sólo se reconoce al llegar. Ninguno de los dos caminos es malo en sí, pero se tornan peligrosos cuando una persona débil, o un ser lleno de nostalgia como yo, escoge el camino de la fuerza, o cuando una persona fuerte elige la vía de la debilidad.

 

Antaño, en los tiempos de Moisés, cuando no había más que los diez mandamientos, era relativamente fácil ser un “Zadik Tomim”, un Justo Perfecto. Hoy es imposible, como saben todos los judíos piadosos que se esfuerzan por ello, observar las innumerables leyes rituales. Hoy es necesario que Dios nos ayude, porque sin esta ayuda, nosotros, los judíos, no podemos continuar avanzando.

 

Los que se lamentan de las dificultades son unos locos, ya que el camino de la debilidad resulta así más sencillo y perfecto, en tanto que el de la fuerza resulta más claro, por el contraste…

 

Los fuertes ya no necesitan la religión, caminan libremente y sin bastón; los que sólo piensan en comer y beber tampoco necesitan bastón, porque están estancados y no andan.

—¿Nunca ha oído hablar de la posibilidad de dominar los pensamientos, señor Sephardi? —preguntó Hauberrisser—. No me refiero a la capacidad de controlarse, en el sentido de la represión de las manifestaciones emotivas. Lo digo pensando en ese diario que he encontrado y que Pfeill acaba de mencionar.

Sephardi se sobresaltó.

Parecía haber estado esperando e incluso temiendo la pregunta.

Dirigió una rápida mirada hacia Eva.

En su rostro volvía a dibujarse aquella expresión doliente que Pfeill ya le había notado en ocasiones anteriores.

Enseguida se recuperó, pero se advertía el esfuerzo que tenía que realizar para hablar.

—Dominar los pensamientos es un antiquísimo método pagano para llegar a ser un auténtico superhombre, pero no el superhombre del que habló Nietzsche. Sé muy poco sobre este asunto. Me da algo de miedo. En los últimos decenios han llegado a Europa diversas informaciones procedentes de Oriente acerca del “puente hacia la vida” —tal es la denominación de este peligroso sendero—. Afortunadamente, la información es tan escasa que sólo sirve a quienes poseen la clave básica.

 

Pero esta escasez informativa ha sido suficiente para enloquecer a miles de personas, sobre todo ingleses y americanos que deseaban conocer este camino mágico, digo mágico porque no se trata de otra cosa que de magia. El fenómeno ha dado lugar a una amplia producción literaria y al revalorizamiento de diversos textos antiguos, además de a la proliferación de estafadores de toda índole que se las dan de iniciados. Pero, gracias a Dios, nadie sabe todavía donde se encuentra la campana cuyo repicar oímos.

 

La gente peregrinó en masa a la India y al Tibet sin saber que también allí se había perdido el secreto hacía tiempo. Aún se resisten a aceptar tal pérdida. Es cierto que hallaron algo en Oriente, algo que tenía un nombre parecido, pero que no es lo mismo y que sólo los llevará nuevamente a la senda de la debilidad de que hablábamos antes, o incluso a aberraciones como las de Klinkherbogk.

»Los escasos textos originales que existen sobre el tema parecen haber sido escritos con total franqueza, pero en realidad, al estar privados de su clave, no son otra cosa que un buen medio de proteger el misterio.

»Se dice que en Oriente sigue existiendo una reducida comunidad cuyo origen se remonta a unos cuantos emigrantes europeos, unos discípulos de los Rosacruces, de los cuales se comenta que conservan el secreto en su totalidad. Se llaman a sí mismos “Parada”, lo cual significa “uno que ha alcanzado la otra ribera”.

Sephardi se calló, como si quisiera concentrar toda su fuerza para vencer un obstáculo que le impedía proseguir con el relato. Permaneció durante algún tiempo mirando al suelo, con las manos crispadas.

Finalmente incorporó la cabeza, y mirando alternativamente a Eva y a Hauberrisser, dijo con voz apagada:

—Es una suerte para el mundo el hecho de que un hombre consiga franquear el “puente hacia la vida”. Casi diría que significa más que la llegada de un Mesías. Pero un hombre solo no puede alcanzar la meta, para ello le hace falta… una compañera.

»Únicamente puede alcanzarse uniendo las fuerzas masculina y femenina.

»Este es el sentido secreto del matrimonio que la humanidad ignora desde hace milenios.

Por un momento le faltó la voz. Se levantó y se acercó a la ventana para ocultar su rostro brevemente antes de continuar, aparentemente tranquilo:

—Si alguna vez puede serles útil a Vds. dos lo poco que sé sobre este asunto, no duden en disponer de mi…

Sus palabras hirieron a Eva como un rayo.

 

De pronto comprendió lo que había ocurrido en él. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Era evidente que Sephardi, con la perspicacia propia de un hombre que había pasado toda su vida aislado del mundo, preveía el lazo de sentimientos que la unirían con Hauberrisser. Pero, ¿qué le habría inducido a abreviar de manera tan brusca el desarrollo de su naciente amor, casi obligándolos a tomar una decisión?.

 

Si Eva hubiera dudado de la integridad de carácter de Sephardi, habría podido pensar en que todo era consecuencia de los astutos tejemanejes de un pretendiente celoso que intentase impedir la elaboración de una fina y delicada tela mediante su intervención calculada.

¿No se trataba más bien de la decisión heroica de un hombre que, sintiéndose falto de fuerzas para soportar la creciente indiferencia de la mujer secretamente amada, prefiere zanjar el tema en lugar de luchar en vano?.

Un presentimiento se apoderó entonces de ella, quizá existía otra razón que justificara su apresurada intervención, algo que guardaba una relación con lo que sabía acerca del “puente hacia la vida” y con la manifiestamente intencionada brevedad de sus comentarios sobre el asunto.

Recordó las palabras de Swammerdam acerca del destino que repentinamente podía echar a galopar, todavía resonaban en sus oídos.

La noche anterior, mientras contemplaba las negras aguas del canal del Zee Dijk, tuvo el valor necesario para, siguiendo el consejo del anciano, hablar con Dios.

Lo que ahora le estaba sucediendo, ¿eran ya las consecuencias de su decisión?. Se sintió atemorizada por la idea de que estaba en lo cierto. El recuerdo de la lúgubre Iglesia de San Nicolás, la casa con la cadena metálica y el hombre del barco ocultándose como si temiera ser reconocido, todas estas imágenes se insinuaron en su mente como una fantasmagórica pesadilla. Hauberrisser, de pie ante la mesa, estaba hojeando un libro, agitado, pero sin decir nada.

Eva intuyó que sólo ella podía romper el penoso silencio. Se acercó a Hauberrisser, y mirándolo firmemente a los ojos, le dijo con voz tranquila:

—Las palabras del doctor Sephardi no deberían causarnos confusión o timidez, señor Hauberrisser. Han sido pronunciadas por un amigo. Ninguno de los dos sabemos lo que el destino nos depara. Hoy todavía somos libres, al menos yo lo soy. Si la vida quiere unirnos, nosotros no podremos, ni querremos, evitarlo. Yo no hallo nada anormal o vergonzoso en que esto suceda. Mañana temprano volverá a Amberes. Podría aplazar el viaje, pero es mejor que dejemos de vernos durante algún tiempo.

 

No quisiera arrastrar la incertidumbre de haber estrechado un lazo prematuramente y bajo la impresión de un breve instante, un lazo que luego no podría desatarse sin sufrimiento. Usted se siente solo, según he podido deducir del relato del barón Pfeill. Yo también me siento sola. Permítame llevarme la sensación de que ya no lo estoy, la sensación de que podré llamar amigo a alguien a quien me une la común esperanza de buscar y hallar un camino que bordee lo cotidiano.

»Y por lo que se refiere a nosotros —Eva sonrió al doctor Sephardi— conservaremos nuestra vieja y fiel amistad, ¿de acuerdo?.

Hauberrisser tomó la mano tendida de Eva y depositó en ella un beso.

—Eva —permítame que la llame por su nombre— no intentaré siquiera pedirle que se quede en Amsterdam. Será el primer sacrificio que haré: perderla el mismo día en que la…

—¿Quiere darme la primera prueba de su amistad? —Eva lo interrumpió rápidamente—. Entonces no siga hablando de mí. Sé que las palabras que iba a pronunciar no se las dictaba la cortesía o el formalismo, pero a pesar de todo le pido que no termine la frase. Quiero que sea el tiempo el que nos muestre si seremos algún día algo más que amigos… En cuanto Hauberrisser comenzó a hablar, el barón Pfeill se incorporó con la intención de abandonar discretamente la habitación, para no estorbar a la pareja. Pero al percatarse de que Sephardi no podría seguirlo sin pasar muy cerca de ellos, optó por acercarse a la mesita que había junto a la puerta y coger un periódico.

Tras echar una ojeada a las primeras líneas, exclamó sobresaltado:

—¡Anoche se cometió un asesinato en el Zee Dijk!.
 

 

 

DESCUBIERTO EL AUTOR DEL CRIMEN.
 

«Ampliamos la información de nuestra edición de mediodía. Cuando el científico Jan Swammerdam, vecino del Zee Dijk, quiso abrir la puerta de la buhardilla que él mismo, por razones que aún no ha revelado, había cerrado con llave, se la encontró abierta, hallando posteriormente en el interior el cadáver cubierto de sangre de la pequeña Katje. El zapatero Anselm Klinkherbogk había desaparecido, al igual que una importante suma de dinero que, según las declaraciones de Swammerdam, poseía todavía la noche anterior.

Las sospechas de la policía se centraron inmediatamente en la persona de un empleado de la casa, pretendidamente visto por una mujer cuando intentaba abrir a oscuras la puerta de la buhardilla. Fue detenido enseguida, y puesto en libertad poco después, cuando por iniciativa propia se entregó a la policía el verdadero autor del crimen.

Se supone que asesinó primero al anciano zapatero y luego a la nieta, que se habría despertado a consecuencia del ruido. Según parece, el cadáver fue arrojado al canal, a través de la ventana. El sondeo de las aguas aún no ha proporcionado resultados, dado que en ese lugar el fondo está formado por un barro blando que alcanza varios metros de profundidad.

No se excluye, aunque parece poco probable, que el asesino haya cometido el crimen en un momento de enajenación mental, ya que sus declaraciones al comisario son extremadamente confusas. Confiesa haberse apoderado del dinero —se habla de varios miles de florines— el cual había sido regalado a Klinkherbogk por un hombre de la ciudad famoso por ser un gran derrochador. El hecho constituye un buen ejemplo de lo poco apropiados que resultan a menudo tales caprichos caritativos. Así que en definitiva, el caso tiene tintes de ser un robo acompañado de homicidio…».

Pfeill dejó caer el periódico, cabeceando tristemente.

—¿Y el autor, qué dicen del autor? —preguntó de modo precipitado la señorita van Druysen—. Habrá sido aquel horrible negro, ¿no?. —El asesino… —Pfeill pasó la hoja— El asesino es… aquí está: “El autor del crimen es un judío de origen ruso llamado Eidotter, el cual es propietario de un despacho de bebidas alcohólicas en el mismo inmueble. Ya va siendo hora de que el Zee Dijk…” etc., etc.

—¿Simón, el portador de la cruz? —exclamó Eva sobrecogida—. ¡No, no creo que haya sido capaz de cometer un crimen tan premeditado y repugnante!.

—Ni siquiera en estado de enajenación mental —añadió el doctor Sephardi.

—¿Piensa usted entonces que fue el empleado, Ezequiel?.

—Tampoco. Puede que intentase abrir la puerta con una llave falsa, para robar el dinero. Pero el asesino es el negro, es evidente.

—¿Pero qué puede haber incitado al viejo Lázaro Eidotter a confesarse culpable del crimen?.

El doctor Sephardi alzó los hombros:

—Quizá creyó, al ver llegar a la policía, que el asesino era Swammerdam, y quiso sacrificarse por él en un ataque de histeria. Nada más verlo noté que no era normal.

»¿Se acuerda usted, señorita Eva, de lo que dijo el viejo coleccionista de mariposas acerca de la fuerza oculta de los nombres?. En mi opinión, basta con que Eidotter se repitiera varias veces su nombre espiritual, Simón, para que se le ocurriese la idea de sacrificarse por otro a la primera oportunidad. Incluso se me ocurre que pudo ser el zapatero Klinkherbogk quien asesinara a la pequeña en un arrebato de fanatismo religioso, y antes de que fuera asesinado a su vez. Estuvo repitiendo el nombre de Abram durante muchos años, eso está demostrado. Si en lugar de Abram hubiera insistido en el nombre de Abraham, difícilmente se habría producido la catástrofe de la inmolación de Isaac.

—Lo que está usted diciendo me resulta totalmente incomprensible —interumpió Hauberrisser—. ¿El hecho de repetir constantemente una palabra para sí mismo puede acaso determinar o modificar el destino de una persona?.

—¿Y por qué no?. Los hilos que manejan las acciones humanas son muy sutiles. Lo que está escrito en el libro del Génesis sobre el cambio de nombres de Abram a Abraham y de Sarai en Sarah tiene que ver con la Cabala u otros misterios todavía más profundos. Poseo indicios de que es un error pronunciar los nombres secretos tal como se hace en el círculo de Klinkherbogk. Como ustedes sabrán, a cada letra del alfabeto hebreo le corresponde un valor numérico, por ejemplo: la letra S es igual al 21, la M a 13, la N a 14.

 

Así podemos transformar un nombre en cifras, y a partir de tales cifras construir un cuerpo geométrico imaginario, un dado, una pirámide, etc. Son estas formas geométricas las que pueden convertirse en el sistema cristalino, por llamarlo de algún modo, de nuestro ser interior, amorfo hasta ese momento.

 

Hay que imaginar el proceso de manera adecuada y con la suficiente concentración. De esta forma transformamos nuestra “alma” —no encuentro otra expresión— en un cristal y la colocamos bajo las leyes eternas que rigen la cristalización. Los egipcios atribuían una forma esférica al alma perfecta.

—En el caso de que fuese realmente el infeliz zapatero quien mató a su nieta, ¿qué fallo cometió en sus prácticas espirituales? —preguntó el barón Pfeill, dubitativo—. ¿Existe una diferencia tan esencial entre los nombres de Abram y Abraham?.

—Fue Klinkherbogk mismo quien se dio el nombre de Abram; el nombre nació en su propio subconsciente. ¡Ahí radica el fallo!. Le faltó, como decimos los judíos, la Neschamah enviada desde arriba, el soplo espiritual de la divinidad, en este caso la sílaba “ha”. Fue a Abraham a quien se encomendó el sacrificio de Isaac, en tanto que Abram estaba destinado a convertirse en asesino, al igual que Klinkherbogk. En su ansia por obtener la vida eterna, Klinkherbogk no hizo sino llamar a la muerte. Antes dije que las personas débiles no deben elegir el camino de la fuerza. Klinkherbogk se apartó del camino de la debilidad, el camino de la esperanza, que era el suyo.

—¡Habrá que hacer algo por el pobre Eidotter! —exclamó Eva—. No podemos quedarnos con los brazos cruzados mirando como condenan a un ¡nocente, ¿no?.

—No condenan a nadie tan rápidamente —fue la tranquilizadora contestación de Sephardi—. Mañana iré a ver a Debrouwer, el psiquiatra del Tribunal. Lo conozco desde los tiempos universitarios. Hablaré con él.

—Y ¿crees que querrá ocuparse también del pobre y viejo coleccionista de mariposas?. Tiene Vd. que escribirme a Amberes para decirme como se encuentra —rogó Eva. Se levantó y únicamente tendió su mano a Pfeill y a Sephardi—. Adiós, hasta pronto —Hauberrisser comprendió enseguida que ella deseaba que la acompañara, por lo que la ayudó a enfundarse el abrigo que un criado acababa de traer.




El frescor del ocaso humedecía la fragancia de los tilos cuando Hauberrisser y Eva van Druysen atravesaban el parque. Blancas estatuas griegas centelleaban a través de las alamedas.

 

Los chorros de plata de las fuentes murmuraban soñadoramente, reflejando las luces de las farolas.

—¿No podría ir a verla a Amberes de vez en cuando, Eva? —preguntó Hauberrisser casi con timidez—. Me pide usted que espere hasta que sea el tiempo el que nos una, pero ¿cree usted que nos unirá mejor si intercambiamos cartas en lugar de vernos?. Ambos concebimos la vida de otra manera que la masa, ¿por qué levantar un muro entre nosotros, un muro que podría llegar a separarnos?.

Eva apartó la vista.

—¿Está realmente tan seguro de que estamos destinados el uno para el otro?. La vida en común de dos seres puede ser algo muy hermoso. ¿Por qué ocurre entonces que con tanta frecuencia finaliza en aversión y amargura?. A veces pienso que para un hombre debe tener algo de antinatural el hecho de encadenarse a una mujer. Me imagino que para él será como si le quebraran las alas… Por favor, déjeme terminar, sé lo que quiere decir…

—No, Eva —Hauberrisser la interrumpió—. Está usted equivocada. Usted teme lo que yo pueda decirle, no quiere oír cuáles son mis sentimientos hacia usted, así que me callo. Las palabras de Sephardi, aunque hayan sido dichas con honestas intenciones, han levantado entre nosotros una barrera muy difícil de franquear. Deseo de todo corazón que se cumpla la promesa que encerraban, pero me duele el obstáculo que han supuesto. Si no hacemos un supremo esfuerzo para derribarlo, siempre se interpondrá entre nosotros.

»A pesar de todo, en el fondo me alegro de que las cosas hayan sucedido así. Usted y yo no corremos el riesgo de contraer un matrimonio basado en la pura conveniencia. Lo que nos amenazaba —permítame hablar en plural— era más bien una unión que sólo fuese impulsada por el amor y el instinto. El doctor Sephardi tenía toda la razón al decir que los hombres han perdido el verdadero sentido del matrimonio.

—¡Eso es precisamente lo que me atormenta! —exclamó Eva—. Me siento tan indefensa y desorientada frente a la vida como si esta fuese un horrible monstruo voraz. Todo es necio, todo está desgastado. Cada una de las palabras que utilizamos está llena de polvo. Soy como una niña que acude al teatro con la ilusión de contemplar un mundo de cuentos de hadas y no encuentra más que comediantes pintarrajeados. El matrimonio se ha convertido en una institución repugnante que priva al amor de su brillo y rebaja al hombre y a la mujer, reduciéndolos a la mera funcionalidad.

 

Es como un hundimiento lento y desesperado en la arena del desierto. ¿Por qué los seres humanos no somos como las moscas efímeras? —se detuvo un instante y contempló con nostalgia una nube de mariposas que, como un velo encantado, rodeaban una luminosa fuente—. Durante años se arrastran por los suelos como gusanos, preparándose para las nupcias como para algo sagrado. Luego, tras celebrar un único y corto día de amor, se mueren —un estremecimiento la interrumpió.

Hauberrisser advirtió en sus ojos oscurecidos que se hallaba profundamente emocionada. Tomó su mano, acercándosela hasta los labios.

Durante un rato Eva se mantuvo inmóvil; luego alzó los brazos y, enlazando por el cuello a Hauberrisser, lo besó.

—¿Cuando serás mi esposa?. La vida es tan corta, Eva.

Ella no contestó. Se dirigieron en silencio hacia la entrada del parque donde los aguardaba el coche del barón Pfeill. Hauberrisser quiso repetir su pregunta antes de que se despidieran.

 

Anticipándose, Eva se detuvo, y estrechándose contra él, le dijo suavemente:

—Te deseo, te añoro como a la muerte. Seré tuya, estoy segura, pero lo que los hombres entienden por matrimonio nos será ahorrado.

Hauberrisser apenas captó el sentido de sus palabras, estaba como aturdido por la felicidad de tenerla en sus brazos.

 

Pero poco a poco fue transmitiéndosele el escalofrío de Eva, sintió que el pelo se le ponía de punta, como si un soplo sagrado estuviese envolviéndolos, como si el ángel de la muerte los protegiera con sus alas, alejándolos de la Tierra rumbo a las floridas llanuras de una eterna felicidad.

Cuando despertó de su inercia, el extraño éxtasis lo fue abandonando paulatinamente y en su lugar se instaló un dolor amargo, temió no volver a ver nunca más a Eva mientras el coche se perdía en la lejanía.
 

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Capítulo VIII

Eva tenía intención de visitar a su tía, la señorita de Bourignon, a la mañana siguiente, para consolarla, y coger posteriormente un tren expreso hacia Amberes.

Pero una carta que encontró a su llegada al hotel, una carta redactada con prisa y salpicada de restos de lágrimas, la indujo a revisar su decisión.

La anciana señorita, totalmente derrumbada al parecer por el impacto de los acontecimientos del Zee Dijk, daba cuenta de su firme determinación de no salir del convento hasta que no se le calmara el dolor y se sintiera en condiciones de afrontar con renovado interés los asuntos de este mundo. En la última frase se quejaba de una insoportable jaqueca que le impedía recibir cualquier visita.

Eva se tranquilizó al comprobar que el equilibrio emocional de la vieja dama no se habia alterado en absoluto. Decidió mandar su equipaje a la estación y tomar el tren de la medianoche, el cual le había sido recomendado por el conserje porque, según decía, estaría menos atestado que los demás.

Se esforzó por liberarse de la penosa sensación que le había causado la carta.

¿De modo que así eran los corazones femeninos?.

 

Ella había temido que “Gabriela” no pudiera sobreponerse al rudo golpe y en lugar de eso… ¡jaqueca!.

—Las mujeres hemos perdido el sentido de lo grande —se dijo, llena de amargura—. Lo abandonamos en la dulce época de nuestras abuelas, convirtiéndolo en esas miserables labores de ganchillo.

Angustiada, la muchacha se llevó las manos a la cabeza.

—¿Seré yo un día igual que ellas?. ¡Cómo deploro haber nacido mujer!.

Los tiernos pensamientos que la habían embargado durante todo el viaje se despertaron nuevamente.

 

De pronto le pareció que la habitación se inundaba del sensual aroma de los tilos en flor. Hizo un esfuerzo por no pensar en ello y se sentó en el balcón a contemplar el cielo sembrado de estrellas. Antaño, en su época infantil, se sentía consolada por la idea de que un Creador, instalado allá arriba en su trono, se preocupaba por su minúscula persona. Ahora la apesadumbraba una especie de vergüenza por ser tan pequeña.

En el fondo de su corazón despreciaba el empeño de las mujeres por igualarse con los hombres en todos los sectores de la vida, pero no obstante, el hecho de no poder ofrecer al hombre amado otra cosa que su belleza se le antojaba demasiado poco, demasiado irrisorio.

Las palabras de Sephardi afirmando la existencia de un camino oculto en virtud del cual la mujer podía ser para el hombre más que una mera alegría terrenal, habían sido para ella como un rayo de esperanza que la iluminaba, un rayo que apuntaba a lo lejos. ¿Pero por dónde buscar la entrada?.

Llena de vacilación trató de reflexionar sobre el modo de poder hallar ese camino, pero no tardó en darse cuenta de que, en lugar de la lucha enérgica por la iluminación que un hombre libraría, su tanteo no era más que una débil e infructuosa súplica de luz dirigida a los poderes que se esconden tras de las estrellas.

Experimentaba el dolor más dulce y hondo que puede consumir a un corazón joven y femenino: encontrarse con las manos vacías frente al ser amado mientras se desea con toda el alma darle un mundo de felicidad. Se sintió triste y miserable. No había ningún sacrificio, por muy duro que fuese, que no hubiera hecho con júbilo por él… Comprendía, gracias a su delicado instinto femenino, que lo máximo que una mujer podía dar era el sacrificio de sí misma, pero todo cuanto imaginaba poder ofrecer le parecía una vez más ridículo, efímero e infantil comparado con la dimensión de su amor.

Someterse a él en todo, ahorrarle cualquier preocupación, leer el menor deseo en sus ojos… ¡todo eso debía ser muy fácil!. Pero, ¿conseguiría con ello hacerlo feliz?. Tales dones no sobrepasaban el nivel humano, y lo que ella pretendía entregar tenía que situarse más allá de todo lo imaginable.

La amarga pena de ser rica como un rey en deseos de dar y pobre como un mendigo en cuanto a qué dar, una pena que hasta ahora sólo había sentido confusamente, creció dentro de ella hasta adquirir unas proporciones gigantescas, apoderándose de todo su ser con el mismo empuje que antes habría conducido a los santos hacia el martirio, por encima de las burlas y de los insultos de la masa.

En la cumbre de su sufrimiento, apoyó la frente en la baranda, y con los labios crispados, profirió una muda súplica: que se le apareciese el más pequeño de aquellos que cruzaron por amor el río de la muerte y le mostrara el sendero que lleva hacia la misteriosa corona de vida, para que pudiese recogerla y darla.

 

Como si una mano le hubiera tocado los cabellos, levantó la cabeza y vio que el cielo había cambiado repentinamente: Una hendidura de luz pálida se dibujaba de un extremo a otro, en ella se precipitaron las estrellas como nubes efímeras empujadas por el viento. Entonces se abrió una gran sala donde unos ancianos vestidos con amplias túnicas se sentaban en torno de una larga mesa, con los ojos clavados en Eva, como si estuvieran dispuestos para escuchar lo que iba a decir.

 

El mayor de entre ellos tenía el perfil de una raza extranjera, llevaba entre las cejas una marca resplandeciente y de sus sienes brotaban dos rayos luminosos como los Cuernos de Moisés.

Eva comprendió que debía formular un voto, pero era incapaz de hallar las palabras. Quiso suplicar a los viejos que escucharan sus ruegos, pero su oración no pudo llegarles, porque se le había quedado atragantada en la garganta.

La sala y la mesa se difuminaron y desaparecieron. Paulatinamente fue disminuyendo la hendidura, hasta que la Via Láctea la cubrió como una cicatriz centelleante. Sólo el hombre de la señal en la frente permanecía visible.

Con un rictus de muda desesperación, Eva le tendió los brazos para rogarle que esperase y la escuchara, mas él deseaba ya apartar la vista.

Fue entonces cuando vio a un hombre montado en un caballo blanco que ascendía a galope a través del aire. Reconoció a Swammerdam.

Swammerdam saltó del caballo, se acercó al anciano, lo increpó rudamente y se lanzó sobre él con furia. Después, con un gesto autoritario, señaló a Eva. Ella supo lo que él estaba esperando.

En su corazón retumbó la palabra bíblica de que el Reino de los Cielos tenía que ser tomado a la fuerza… Abandonó entonces las súplicas, y tal como Swammerdam se lo había enseñado, plenamente consciente de su victoria, de su derecho a la autodeterminación, ordenó al señor del destino que la impulsara hacia la meta más alta que una mujer puede alcanzar, que la impeliera sin piedad hacia adelante, más veloz que el tiempo, dejando a un lado la alegría y la felicidad, sin perder un instante, aunque le costase mil veces la vida.

Por el brillo de la marca frontal del hombre, comprendió que debía morir.

 

Cuando había pronunciado la orden, el brillo se tornó tan deslumbrante que ahogaba su capacidad de pensar. No obstante su corazón desbordó de alegría: podía vivir, puesto que había visto el rostro del hombre al mismo tiempo. Tembló bajo la inmensa fuerza que se estaba liberando en ella, quebrando los candados que la encerraban en una cárcel de servidumbre.

 

Sintió oscilar el suelo bajo sus pies y creyó perder el conocimiento, pero sus labios continuaban murmurando sin cesar la misma orden, una y otra vez, incluso cuando ya el rostro celeste se había desvanecido.

Lentamente fue recobrando la consciencia de su entorno. Sabía que tenía que ir a la estación, recordó haber mandado las maletas; vio la carta de su tía sobre la mesa, la cogió y la rasgó en pequeños fragmentos. Todo era tan natural como antes y sin embargo, todo le parecía nuevo, diferente. Como si sus manos, sus ojos, todo su cuerpo no fuese más que una herramienta, como si ya no estuviese ligado de manera indisoluble a su Yo.

 

Tuvo la impresión de estar viviendo simultáneamente en algún lugar lejano del universo, estar viviendo otra vida, indistinta y todavía poco consciente, parecida a la de un recién nacido. Los objetos que se hallaban en la habitación no se distinguían esencialmente de sus propios órganos, unos y otros eran objetos útiles al servicio de la voluntad, y nada más.

 

Se acordó de la tarde pasada en el parque de Hilversum y experimentó una sensación alegre y tierna, como si se tratara de un entrañable recuerdo de la infancia, pero esos momentos eran insignificantes y minúsculos en comparación con la felicidad indecible que el futuro iba a proporcionarle.

Su estado de ánimo era semejante al de una ciega que solamente hubiera conocido la noche cerrada, y que un día, al enterarse de que podrá recuperar la vista, siente cómo dentro de su corazón palidecen todas las demás alegrías.

Quiso saber si era a causa del contraste con su reciente experiencia por lo que todo el mundo exterior le parecía de golpe tan secundario. Todo lo que le transmitían los sentidos no era sino un sueño, un espectáculo sin trascendencia para su Yo recién despierto. Al ponerse el abrigo y verse reflejada en un espejo, sus propios rasgos le resultaron extraños, necesitó recordar que era ella misma quien se encontraba allí.

Cuanto hacía estaba marcado por la misma calma casi cadavérica; miraba serenamente el porvenir, pese a su oscuridad impenetrable, como quien sabe que el barco de su vida ha echado el ancla y espera ecuánime la mañana siguiente, indiferente a las tormentas de la noche.

Pensó que ya iba siendo hora de ir a la estación, pero la retuvo el presentimiento de que no volvería nunca a Amberes.

 

Cogió papel y tinta para redactar una carta a su amado y no pudo pasar el primer renglón, se sentía paralizada por la certeza de que todo lo que hiciera por su propia voluntad sería en vano, había mayores posibilidades de detener la trayectoria de una bala que de oponer resistencia al misterioso poder que se había apoderado de su destino.





El murmullo de una voz que venía de la habitación contigua, y al cual no había prestado ninguna atención, se apagó súbitamente.

 

El silencio que siguió acentuó en ella la sensación de haberse vuelto sorda para todo sonido procedente del exterior. Al cabo de un rato creyó oír un cuchicheo persistente, tan lejano como si viniera de otro país. Paulatinamente fue aumentando de tono, pareciéndose cada vez más a los guturales sonidos de una lengua salvaje y extranjera. No entendía las palabras, pero supo, por la fuerza sobrenatural que la obligaba a dirigirse precipitadamente hacia la puerta, que el sentido de la comunicación era una orden, una orden que debía cumplir sin demora.

Descendiendo por la escalera se dio cuenta de que se había dejado olvidados los guantes, pero su intento de volver sobre sus pasos se vio frenado por una potencia desconocida y malévola, una potencia que no era otra que la suya propia.

Rápidamente, y no obstante sin prisa, se internó en las calles; no sabía si continuaría recto o doblaría en la próxima esquina, pero estaba segura de que en el último momento no tendría dudas acerca del camino a elegir.

Todos sus miembros temblaban a causa de la angustia mortal, todos sus miembros excepto su corazón, el cual pemanecía ajeno a todo. No era capaz de suprimir el miedo de su cuerpo, aunque lo contemplara desde fuera, como si sus nervios pertenecieran a otra persona.

Al llegar a una gran plaza en cuyo fondo se alzaba el edificio de la Bolsa, pensó durante un instante en dirigirse hacia la estación, pensó que todo había sido una mera fantasía. Entonces se sintió empujada hacia la derecha, hacia una red de calles estrechas y sinuosas.

Las escasas personas que encontraba se detenían, Eva se percató de que la seguían con la vista.

Dotada de una nueva facultad adivinatoria que nunca tuvo antes, fue capaz, de golpe, de descifrar los móviles profundos de las personas. En algunos percibía como una preocupación, como una corriente de cálida compasión hacia ella, aunque esas personas no notaran nada de lo que les estaba ocurriendo. No eran conscientes del por qué de sus miradas, si se les preguntara seguramente responderían que miraban por curiosidad.

Llena de asombro, tuvo conciencia de que un lazo invisible y secreto unía a los seres humanos, de que sus almas podían reconocerse fuera de sus cuerpos y comunicarse por medio de unas vibraciones muy sutiles, totalmente imperceptibles para los sentidos externos. Como bestias ávidas y salvajes, los seres humanos convertían la vida en un combate, quizás hubiese bastado una diminuta fisura en la cortina que tenían ante los ojos para que los más encarnizados enemigos se transformaran en amigos fieles. Las callejuelas se tornaban cada vez más solitarias e inquietantes.

 

Estaba segura de que las próximas horas le acarrearían algo terrible —pensaba en la muerte a manos de un asesino— si no conseguía romper el hechizo que la impulsaba hacia adelante, pero no realizó intento alguno de luchar contra ello.

 

Toleraba sin resistencia la extraña voluntad que le imponía este camino de tinieblas, imbuida de una confianza tranquila en que todo lo que sucediera constituiría un paso más hacia la meta.

Cuando franqueó el estrecho puente de un canal percibió entre los aquilones de las casas la silueta de la Iglesia de San Nicolás, cuyas dos torres se recortaban sobre el horizonte como oscuras manos levantadas en señal de advertencia. Respiró hondo de manera involuntaria, aliviada por la idea de que fuera Swammerdam quien, con el corazón apenado por la muerte de Klinkherbogk, la estuviera llamando.

La acechante hostilidad que captaba a su alrededor le hizo ver que estaba equivocada. Un odio tenebroso dirigido contra ella ascendía desde la tierra, la fría e implacable cólera que se desata contra el hombre en la naturaleza cuando éste osa sacudirse las cadenas de su servidumbre.

Por primera vez desde que había abandonado la habitación, fue consciente de que se hallaba indefensa, y tuvo miedo.

 

Trató de detenerse, pero sus pies continuaban arrastrándola hacia delante, ya no tenía ningún poder sobre ellos. En su desesperación levantó la vista hacia el cielo; al contemplar las miríadas de estrellas se apoderó de ella un sentimiento de consoladora plenitud, eran como los ojos de un ejercito de todopoderosos salvadores que no permitirían que alguien le hiciera el menor daño.

 

Pensó en los ancianos de la sala, en cuyas manos había puesto su destino, como en una asamblea de seres inmortales que con sólo abrir y cerrar un ojo reducirían el globo terrestre a polvo. Nuevamente oyó los extraños e imperativos sonidos guturales. Parecían estar muy cerca de ella, acuciándola, aguijoneándola. Reconoció de un golpe, en la oscuridad, la casa torcida donde Klinkherbogk había sido asesinado.

Un hombre se hallaba sentado sobre una baranda en la confluencia de dos canales, estaba inmóvil e inclinado hacia delante, como deseoso de escuchar aproximarse los pasos de Eva. Supo que la fuerza demoníaca que la había obligado a venir al Zee Dijk emanaba de él.

Una angustia fatal la paralizó, helándole la sangre en las venas. Supo, incluso antes de poder distinguir su rostro, que se trataba de aquel horrible negro que había visto en la buhardilla del zapatero.

Espantada, quiso pedir socorro, pero se había roto el vínculo entre su voluntad y su capacidad ejecutiva. Su cuerpo estaba sometido a un poder ajeno. Como si estuviera muerta, como si se hallara fuera de su cuerpo, vio acercarse al negro, lo vio titubear, detenerse cerca de ella.

El negro alzó la cabeza, sus pupilas estaban torcidas hacia arriba, como las de alguien que durmiera con los ojos abiertos. Eva se dio cuenta de que estaba tan rígido como un cadáver, de que sólo tendría que empujarlo levemente para que se cayera de espaldas al agua. Pero al mismo tiempo comprendió que no sería capaz de hacerlo. Se vio a sí misma como una víctima indefensa que se hallaría en manos del negro en cuanto despertara, podía contar los minutos que la separaban del mortal desenlace.

 

Un calambre intermitente en la cara del negro le anunció que iba recobrando el conocimiento lentamente.

A menudo había oído decir que las mujeres, en particular las rubias, pese a su violenta aversión contra los negros, no podían evitar abandonarse completamente a ellos, como si la salvaje sangre africana ejerciera sobre ellas una mágica atracción que no podía ser combatida. Nunca lo había creído, y despreciaba tal actitud como propia de criaturas bajas y bestiales, pero ahora, horripilada, reconoció que realmente experimentaba un impulso así.

 

El abismo aparentemente infranqueable que existe entre la aversión y la embriaguez de los sentidos, en realidad no era más que una delgada pared transparente, una pared que al derrumbarse convertía el alma de la mujer en un campo de batalla para los instintos animales.

¿Qué era lo que confería a la llamada mental del salvaje, medio bestia y medio hombre, esa fuerza inexplicable que la había conducido como una lunática a través de calles desconocidas?, ¿no era acaso la vibración inconsciente de su deseo, un deseo que, orgullosamente, había creído no tener?.

Temblando a causa del temor, se preguntó si no poseería el negro un poder diabólico capaz de arrastrar a las mujeres blancas, o si sería ella más baja y ruin que las demás, que no obedecían a su llamada porque ni siquiera la escuchaban.

No vio salvación posible. Toda la felicidad que había deseado para su amado y para ella misma se desvanecería con su cuerpo. Había querido apartarse de la tierra, pero la tierra retenía con mano de hierro aquello que le pertenecía. Como una encarnación de su impotencia se alzaba ante ella la descomunal figura del negro.

 

Lo vio incorporarse de un salto y sacudirse la torpeza. Luego la cogió por los brazos y la atrajo hacia sí con vehemencia. Eva profirió un grito de socorro que repercutió en los muros de las casas.

 

El negro le tapó la boca con la mano, presionando hasta casi asfixiarla.

Una cuerda de cuero rojo oscuro rodeaba el cuello descubierto del zulú, Eva se agarró a ella convulsivamente, para no ser arrojada al suelo. Por un instante consiguió librarse de la presión y reunió sus últimas energías con objeto de pedir socorro nuevamente. Alguien debió oirla, porque se escuchó el ruido de una puerta y la calle se llenó de luces y de voces confusas. Notó que el negro la empujaba salvajemente hacia la sombra de la iglesia de San Nicolás.

 

Dos marineros chilenos ataviados con fajas naranjas los perseguían muy de cerca, casi pisándoles los talones. Eva vislumbró el brillo de las navajas abiertas, vio cómo se acercaban sus rostros valientes y bronceados.

Continuó instintivamente aferrada al collar, estirando la pierna todo lo posible para impedir la carrera del negro, que sin embargo, no parecía notar su peso, bruscamente la levantó del suelo y siguió corriendo pegado al muro del jardín. La muchacha observó ante sí los abultados labios del zulú, sus dientes similares a las fauces de una bestia. La bárbara expresión que incendiaba sus blancos ojos se le incrustó de tal modo en los sentidos que se quedó rígida, como hipnotizada, incapaz ya de oponer la más mínima resistencia.

Uno de los marineros se lanzó al suelo tratando de atrapar al negro. Quedó a sus pies, encogido como un gato, apuntándole desde abajo con la navaja.

 

El zulú elevó la rodilla con la rapidez de un relámpago y la descargó en la frente del marinero, que se derrumbó totalmente, con el cráneo machacado. De pronto, Eva se sintió arrojada por encima del portal del jardín. Creyó que se le habían roto todos los huesos. A través de los barrotes, en los que se habían quedado enganchados algunos pedazos de su vestido, pudo contemplar al negro luchando contra su segundo adversario.

La lucha duró pocos segundos. El marinero, fuertemente proyectado contra un muro de la casa de enfrente, se estrelló contra una ventana, la cual se quebró estrepitosamente como consecuencia del impacto.

Eva, temblando de agonía, intentó escapar, pero el estrecho jardín carecía de salida. Se acurrucó bajo un banco como un animal perseguido, sabiéndose perdida de antemano; el color de su vestido, que brillaba en la oscuridad, la delataría de un momento a otro.

Al ver al negro saltando el muro buscó algo punzante para hundírselo en el corazón, no quería volver a caer viva en sus manos. Muda y desesperadamente, suplicó a Dios que la ayudara a encontrar algo con lo que darse muerte antes de que su verdugo la descubriera.

Entonces creyó haber perdido la razón. Estaba contemplando su propia imagen, la cual se encontraba en mitad del jardín, tranquila y sonriente.

El negro, que parecía verla también, se aproximó a ella, sorprendido.

La joven lo vio hablar con la aparición; no pudo entender las palabras, pero advirtió un repentino cambio en su voz, era la voz de un hombre tan paralizado por el terror que no hacía otra cosa que tartamudear.

Pese a que estaba persuadida de que todo era una alucinación y se creía enloquecida por el hecho de ser víctima del salvaje, no podía apartar la vista de la escena.

En ese instante tuvo la nítida certeza de que era ella misma y de que el negro, por alguna razón incomprensible, se hallaba en su poder.

Pero enseguida volvió a hundirse en la desesperación y reinició la búsqueda de un arma.

Juntó todo su aplomo para discernir si estaba o no delirando; clavó la vista en el fantasma y lo vio desvanecerse, como si hubiera sido aspirado por la intensidad de su mirada. Se esforzó por distinguirlo en la oscuridad y lo vio regresando a su propio cuerpo. Podía atraerla hacia sí y volver a expulsarlo, pero cada vez que se alejaba sentía un escalofrío corriéndola, como si la muerte se arrimara a ella. Al negro ya no parecían afectarle en absoluto las constantes apariciones y desapariciones. Hablaba para sí, a media voz, como en sueños.

Eva intuyó que había vuelto a caer en el extraño estado de inconsciencia en que se lo encontró cuando estaba sentado en la baranda del canal.

Temblando todavía, tuvo el suficiente coraje para abandonar su escondite.

Oyó voces que llamaban desde la calle. El reflejo de las linternas en las ventanas de las casas transformaba las sombras de los árboles en una especie de tropa de fantásticos saltarines. Contó los latidos de su corazón, ¡ahora!, ¡ahora debían estar muy cerca las personas que buscaban al negro!. Aunque se caía de agotamiento, se dirigió corriendo hacia el portal del jardín.

 

Pidió auxilio con todas sus fuerzas.

Finalmente perdió el conocimiento, pero aún pudo ver a una mujer de falda corta y roja arrodillarse junto a ella y mojarle la frente. Siluetas multicolores, semidesnudas, trepaban por la tapia. Agitaban antorchas y tenían cuchillos centelleantes entre los dientes, parecían un ejército de increíbles diablos surgidos de la tierra para socorrerla. El resplandor de las antorchas circulando por el jardín animaba las imágenes de los santos en los vidrios de la iglesia.

 

Brutales maldiciones, proferidas en español, se cruzaron en el aire:

«¡Ahí está el negro!. ¡Arrancadle las tripas!».

Vio marineros abalanzándose sobre el zulú, vociferando con furia, y vio cómo se derrumbaban bajo los golpes de sus terribles puños. El zulú se abrió camino entre la horda, oyó su grito triunfal hendiendo el aire, igual que un tigre que se hubiera liberado de sus cadenas.

 

Se encaramó a un árbol y, con un salto tremendo, se lanzó sobre el tejado de la iglesia.






Cuando despertó de su desmayo, soñó durante un instante con un anciano que tenía la frente vendada y que se inclinaba sobre ella llamándola por su nombre.

 

Creyó que se trataba de Lázaro Eidotter, pero enseguida percibió cómo sus rasgos se transformaban en los del negro, con sus blancos ojos y sus labios abultados, mostrando los dientes con ademán amenazador, tal como se le había quedado grabado en la memoria de manera indeleble.

 

Su delirio febril le hizo perder nuevamente el conocimiento.
 

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Capítulo IX

Después de cenar, Hauberrisser permaneció durante una hora con el barón Pfeill y el doctor Sephardi. Estuvo distraído y taciturno. Su pensamiento estaba tan centrado en Eva que se sobresaltaba cada vez que se dirigían a él.

Pensó en los días venideros y de pronto le resultó insoportable su soledad en Amsterdam, pese a que poco tiempo atrás le había gustado tanto. Aparte de Pfeill y Sephardi, cuya personalidad lo atrajo desde el primer momento, no tenía amigos ni conocidos, y por otro lado, hacía mucho tiempo que había roto las relaciones con su patria.

 

Ahora que conocía a Eva, ¿sería capaz de soportar su habitual existencia de ermitaño?.

Consideró la posibilidad de trasladarse a Amberes, en donde al menos podría respirar el mismo aire que ella. Y quizás pudiera verla de vez en cuando.

Sufría al recordar la frialdad con que le comunicó su decisión de dejar en manos del tiempo o del azar la última palabra en cuanto a si se establecería entre ellos un vínculo duradero, pero luego evocaba sus besos, y embriagado por la felicidad, se solazaba en la fortuna de que se hubieran encontrado.

Dependía de él, se dijo, que la separación durara sólo unos días. ¿Qué le impediría ir a verla la semana siguiente y pedirle que mantuvieran el contacto?. Según tenía entendido ella era totalmente independiente y no tenía que consultar con nadie sus determinaciones.

Pero por muy claro y llano que le pareciese el camino hacia Eva, evaluó todas las circunstancias y no pudo evitar que una confusa sensación de angustia se alzara como una barrera frente a sus esperanzas, un sentimiento irreductible que habia experimentado con nitidez por vez primera cuando se despidieron. Intentaba imaginar un futuro de color de rosa, se esforzaba a pensar en un desenlace satisfactorio, hacía esfuerzos convulsivos para contrarrestar el implacable “no” que resonaba en su corazón. Estaba al filo de la desesperación.

Una larga experiencia le había enseñado que, una vez despiertas esas raras certezas interiores acerca de la inminencia de una catástrofe, y aunque en apariencia fueran infundadas, era inútil querer acallarlas. Quiso apaciguarse diciéndose que su inquietud era una consecuencia natural del amor. Aguardaba con impaciencia el momento de enterarse de que Eva había llegado sana y salva a Amberes.

Sephardi y él descendieron en la estación de Westerpoort, que se hallaba más cerca del centro de la ciudad que la estación central. Acompañó al doctor hasta la calle Heerengracht y una vez allí echó a correr hacia el hotel Amstel con objeto de dejar un ramo de rosas para Eva, un ramo que Pfeill, adivinando sus pensamientos, le había ofrecido sonriente.

El conserje le comunicó que la señorita van Druysen acababa de partir, que si tomaba un taxi aún podía llegar antes de la salida del tren.

Un coche lo llevó rápidamente a la estación. Esperó.

Los minutos pasaron y Eva no llegaba.

Telefoneó al hotel y tampoco había vuelto allí. Le aconsejaron que preguntara en la consigna.

Las maletas no habían sido retiradas. Sintió oscilar el suelo bajo sus pies. Entonces, consumido de inquietud por Eva, comprendió cuánto la amaba. Ya no podría vivir sin ella.

El ultimo obstáculo que se interponía entre ellos, una leve sensación de ser aún extraños el uno para el otro, se derrumbó completamente bajo el peso de su preocupación. Sabía que si la hallara ahora, la cogería entre sus brazos y la cubriría de besos, y no la dejaría marcharse nunca más.

Faltaba un minuto. Ya apenas si le quedaban esperanzas de verla llegar. No obstante aguardaría hasta que el tren se pusiera en marcha.

Era evidente que le había sucedido algo. Tuvo que obligarse a permanecer tranquilo.

¿Qué camino podría haber tomado?. No tenía ni un minuto que perder. Si no había ocurrido ya lo peor todavía quedaba un recurso: sopesar la situación con espíritu frío y lúcido, que era un método cuya validez había constatado en sus viejos tiempos de ingeniero e inventor, un método que podía ser una fuente casi inagotable de ideas ingeniosas.

 

Desplegando todo su potencial imaginativo, trató de desvelar el engranaje secreto de los acontecimientos, los cuales debían haberse producido antes de que Eva abandonara el hotel. Intentó ponerse en su lugar, especulando acerca de cuál sería su estado de ánimo mientras esperaba el momento de marcharse.

El hecho de que enviara previamente su equipaje en vez de utilizar el coche del hotel le hizo suponer que proyectaba ir a ver a alguien.

Pero… ¿a quien?… ¿y tan tarde?…

Súbitamente recordó que Eva había rogado a Sephardi que fuera a ver a Swammerdam lo antes posible.

El viejo coleccionista de mariposas vivía en el Zee Dijk —un barrio de criminales, según decía el artículo del asesinato—. ¡Sí!. No habia podido ir a ningún otro sitio.

Pensó en las terribles eventualidades que podían amenazarla en aquel barrio y le dieron escalofríos. Había oído hablar de tabernas en las que se robaba a los extranjeros y, tras asesinarlos, arrojaban sus cuerpos al canal… el pelo se le erizaba al imaginar que hubiera podido ocurrirle algo así a Eva.

Instantes después, el automóvil cruzaba velozmente el puente de Openharen, que llevaba a la Iglesia de San Nicolás. Se detuvieron.

 

El chofer le explicó que era imposible entrar con el coche en los estrechos callejones del Zee Dijk, el señor debía ir a la taberna del “Príncipe de Orange”, le dijo mientras señalaba hacia un rayo de luz, y preguntar al tabernero por la dirección que buscaba.




La puerta de la taberna estaba abierta y Hauberrisser entró precipitadamente.

 

El local, excluyendo al hombre que estaba de pie detrás del mostrador y que lo miraba con disimulo, se hallaba vacío. A lo lejos estallaron fuertes gritos que parecían proceder de alguna pelea.

El tabernero, después de recibir una propina, le indicó que el señor Swammerdam vivía en el cuarto piso y, a regañadientes, le mostró una escalera bastante peligrosa.

—No, la señorita van Druysen no ha vuelto por nuestra casa —contestó el viejo coleccionista moviendo la cabeza después de que Hauberrisser le contara sus preocupaciones.

Aún no se había acostado y se hallaba completamente vestido. Una única vela, casi consumida, sobre la mesa vacía, y la expresión dolida de su rostro, daban a entender que había pasado horas en la habitación meditando acerca del terrible final de su amigo Klinkherbogk.

Hauberrisser le cogió la mano.

—Perdóneme, señor Swammerdam, por sorprenderlo así, en plena noche y sin ninguna consideración hacia su dolor. Sí, sé lo que acaba de perder… —se interrumpió al advertir la expresión perpleja del anciano— incluso conozco los detalles, el doctor Sephardi me lo ha contado todo hoy. Si a Vd. le parece bien, luego podemos hablar de ello detenidamente, pero en este momento toda mi preocupación es Eva. Si pensaba realmente venir a verle y la han asaltado por el camino… ¡Por el amor de Dios, no quiero ni pensarlo!.

Hauberrisser se incorporó de un salto, y totalmente fuera de sí a causa de la inquietud, se puso a dar vueltas por el cuarto. Swammerdam reflexionó durante un rato y con tono optimista le dijo:

—Por favor, no quisiera que interpretara mis palabras como una fórmula vacía y consoladora… La señorita van Druysen no ha muerto.

Hauberrisser se dio la vuelta vehementemente.

—¿Cómo lo sabe?.

El tono tranquilo y firme del anciano le había quitado un peso de encima.

Swammerdam vaciló un momento antes de contestar.

—Porque entonces la vería —dijo finalmente a media voz. Hauberrisser le cogió del brazo.

—¡Le suplico que me ayude si puede!. Sé que toda su vida ha estado presidida por la fe, quizás su mirada pueda ver más profundo que la mía. Una persona imparcial puede ver a menudo…

—No soy tan imparcial como Vd. cree, señor Hauberrisser —lo interrumpió—. Sólo he visto una vez a la señorita, pero no exagero si le digo que la quiero tanto como si fuese mi hija. No me dé las gracias, no hay de qué. Es absolutamente natural que haga todo lo que esté en mis débiles manos para ayudarles a ella y a Vd., aunque para ello tenga que verter mi vieja e inútil sangre. Ahora escúcheme tranquilamente, se lo ruego: probablemente está en lo cierto al suponer que le ha ocurrido algún accidente.

 

No fue a ver a su tía, en tal caso yo lo hubiera sabido a través de mi hermana que acaba de regresar del convento. No puedo asegurarle que la encontremos hoy, pero lo intentaremos por todos los medios. Y si no la hallamos, por favor, no se preocupe, estoy totalmente seguro de que… alguien en comparación con el cual no somos nada, la protege. No quisiera emplear expresiones que le resulten enigmáticas… Tal vez un día llegue el momento de poder decirle por qué estoy tan firmemente convencido de que la señorita Eva habrá seguido un consejo que yo le di…

 

Lo que le ha ocurrido hoy será posiblemente la primera consecuencia de ello. Mi amigo Klinkherbogk eligió en su día un camino similar al que ahora ha tomado la señorita Van Druysen. Yo había presentido su final desde hacía mucho tiempo, pero me aferraba a la esperanza de poder evitárselo con mis ardientes oraciones. La noche pasada me probó algo que yo sabía desde siempre: la oración es un medio para despertar de manera intensa las fuerzas que dormitan dentro de nosotros.

 

Creer que los rezos pueden modificar la voluntad de Dios es una locura. Los hombres que han puesto su suerte en manos del espíritu que mora en ellos mismos se rigen por la ley espiritual. Se han emancipado de la tutela de la tierra, cuyos dueños serán un día. Los sucesos que les ocurren tienen un sentido, sirven siempre para impulsarlos hacia adelante. Todo cuanto les ocurre lo hacen en un momento y de una manera que jamás podría ser más propicio.

 

Créame, señor, ése es el caso de la señorita Eva. Lo difícil es invocar al espíritu que debe guiar nuestro destino. Sólo oye la voz del que está maduro, y la llamada debe ser dictada por el amor al prójimo, en otro caso se despertarían en nosotros fuerzas tenebrosas.

»Los Judíos Cabalistas lo expresan así: “Hay seres del imperio sin luz del Sí, ellos interceptan las oraciones que no tienen alas”. Con ello no se refieren a demonios que estén fuera de nosotros, sino a los mágicos venenos de nuestro interior, esos venenos que desintegran nuestro Yo cuando se despierta.

—¿Pero, no podría ser que como su amigo Klinkherbogk, Eva haya ido hacia su perdición? —exclamó Hauberrisser, agitado.

—¡No!. Déjeme terminar, por favor. Nunca habría tenido el valor de darle un consejo tan peligroso si en aquel momento no hubiera percibido la presencia de aquél a quien acabo de mencionar. Ni Vd. ni yo somos nada frente a él. Durante mi larga vida, y a través de indecibles sufrimientos, he aprendido a distinguir su voz de las insinuaciones de los deseos humanos.

El único peligro que corre la señorita Eva es el de escoger un mal momento para la invocación, y ese momento peligroso, gracias a Dios, ya ha pasado.

 

¡Hace apenas unas horas —Swammerdam sonrió con alegría— que ella ha sido escuchada!. Quizás… no quiero ufanarme por ello, porque tales cosas me suceden cuando estoy ausente y absorto, en trance… Quizás haya tenido yo la suerte de haber podido acudir en su ayuda.

Fue hacia la puerta y la abrió para su huésped.

—Ahora vamos a hacer lo que nos dicte la fría razón. En tanto que todo lo material no esté de nuestro lado, no tendremos derecho a esperar ayuda de lo espiritual. Bajemos a la taberna y ofrezca dinero a los marineros para que busquen a la señorita, prometa recompensar a quien la encuentre sana y salva.

 

Podrá Vd. comprobar que son capaces de arriesgar sus vidas si fuera necesario. Estos hombres son mejores de lo que suele creerse, lo que pasa es que se han extraviado en la selva de sus almas y por ello dan la impresión de ser bestias salvajes. En ellos se oculta una porción de heroísmo que buena falta les haría a tantos burgueses decentes. Esta capacidad heroica se manifiesta en ellos como salvajismo porque no saben reconocer la naturaleza de la fuerza que los impele.

 

No temen a la muerte, y los hombres valientes nunca son malos en el fondo. El signo más evidente de que alguien lleva dentro de sí la inmortalidad es su desprecio por la muerte.

Swammerdam y Hauberrisser penetraron en la taberna. La sala estaba repleta. En mitad de la misma, tendido en el suelo, yacía el cadáver del marinero chileno cuyo cráneo había sido destrozado por el negro.

A preguntas de Swammerdam, el tabernero respondió de manera evasiva, dijo que no había sido más que una de tantas peleas de las que se producían a diario en el puerto.

—¡El maldito negro de ayer…! —empezó a decir la camarera Antje, pero no pudo continuar porque el tabernero le propinó un violento golpe en las costillas.

—¡Cállate, guarra! —le gritó—. Era un fogonero negro de un barco brasileño, ¡¿entendido?!.

Hauberrisser llamó aparte a uno de los bribones, le dio una moneda y comenzó a interrogarle.

Enseguida se vieron rodeados por toda una banda de tipos salvajes que les ofrecían las más diversas descripciones de la forma en que habían ajustado las cuentas al negro. Sólo estaban de acuerdo en un punto: se trataba de un fogonero extranjero. El amenazador semblante del tabernero los mantenía a raya y sus gruñidos les recordaban que bajo ningún concepto debían dar ningún detalle que pudiera delatar al zulú.

 

Sabían que, de habérseles ocurrido apuñalar a tan valioso parroquiano, el tabernero no hubiera movido ni siquiera el dedo meñique, pero también sabían que la sagrada ley portuaria los obliga a aliarse incluso con el enemigo cuando un peligro foráneo los amenazaba.

Hauberrisser escuchaba con impaciencia las fanfarronadas cuando de pronto oyó algo que hizo que su sangre se le agolpara en el corazón: Antje mencionó que el negro había asaltado a una dama joven y distinguida.

Se apoyó un momento sobre Swammerdam para no derrumbarse. Luego vació su cartera en la mano de la camarera, era incapaz de pronunciar una sola palabra, y la invitó mediante señas a que contara lo ocurrido.

Habían oído gritos de mujer, contaron todos juntos, y salieron a la calle.

—Yo la he tenido en mi regazo, estaba desmayada —exclamó Antje.

—¿Pero dónde está?. ¿Dónde está? —gritó Hauberrisser.

Los marineros se callaron, mirándose con perplejidad, como si acabaran de comprender.

 

Nadie sabía dónde estaba Eva.

—Yo la he tenido en mi regazo —insistió Antje—. Se veía que no tenía ni la menor idea del lugar en el que Eva había desaparecido.

Todos salieron corriendo, Hauberrisser y Swammerdam iban en medio del grupo. Exploraron las callejuelas gritando el nombre de Eva e iluminando cada rincón del jardín de la iglesia.

—Por allí se subió el negro —explicó la camarera señalando hacia el tejado verde— y aquí la dejé sobre el adoquinado, yo también quería perseguirlo, luego llevamos el muerto a la taberna y me olvidé de ella.

Despertaron a los inquilinos de las casas vecinas para preguntarles si Eva se había refugiado en alguna de ellas, pero en ninguna parte había rastro alguno de la desaparecida.

Roto el cuerpo y el alma, Hauberrisser prometió todo lo que deseara al que fuese capaz de traerle noticias de Eva. Swammerdam intentó en vano tranquilizarlo. La idea de que Eva, desesperada por lo ocurrido, se hubiera suicidado tirándose al canal, le quitaba los últimos restos de sentido común. Los marineros se desplegaron a lo largo de toda la Nieuwe Vaart, hasta el muelle de Prins Hendrik, y volvieron sin el menor resultado.

Pronto el barrio entero participó en la búsqueda; los pescadores, apenas vestidos, sondearon los atracaderos con las farolas de sus barcos y prometieron que al amanecer rastrearían todos los canales.

A cada instante, Hauberrisser temía enterarse por boca de la camarera, que no cesaba de narrarle de mil maneras distintas los detalles del suceso, de que el negro había violado a Eva. Esa pregunta le quemaba el corazón sin que se atreviese a formularla. Finalmente se decidió, y balbuciendo, dio a entender lo que pensaba.

Los golfos, que trataban de consolarlo jurándole que despedazarían al zulú en cuanto lo hallaran, se quedaron callados, evitaron mirarlo a los ojos y algunos escupieron en silencio. Antje sollozó quedamente.

A pesar de habitar en aquella inmundicia, todavía era lo bastante mujer como para compadecerse del corazón roto de Hauberrisser. Sólo Swammerdam permanecía tranquilo y sosegado. La inquebrantable confianza que se reflejaba en su rostro, la amable paciencia con la que movía la cabeza, sonriendo suavemente, cada vez que alguien hacía la conjetura de que Eva se hubiese ahogado, terminaron por inspirar una renovada actitud de esperanza en Hauberrisser.

 

Finalmente siguió el consejo del anciano, marchándose a casa en su compañía.

—Ahora acuéstese y descanse —aconsejó Swammerdam cuando llegaron al piso—. No permita que las preocupaciones alteren su sueño. Se puede trabajar mejor con el alma cuando no es estorbada por las penas del cuerpo, se puede trabajar con ella mejor de lo que se imaginan los hombres. Déjeme que me encargue de todo lo que queda por hacer. Avisaré a la policía para que busque a su prometida. No es que espere mucho de ello, pero es necesario llevar a cabo todo lo que exige la razón sensata.

Por el camino, Swammerdam había tratado de desviar hacia otros temas la atención de Hauberrisser, de tal manera que el joven le contó brevemente el hallazgo del diario enrollado y le mencionó sus planes de emprender unos estudios que se habían visto truncados quizás para siempre.

El viejo, viendo que la desesperanza volvía a nacer en el semblante de Hauberrisser, cogió su mano y no la soltó durante un rato.

—Quisiera transmitirle la seguridad que siento con respecto a la señorita Eva. Si tuviera tan sólo una mínima parte de ella, Vd. mismo sabría lo que el destino espera que haga. Pero entretanto, lo único que puedo hacer es darle un consejo. ¿Seguirá Vd. mi consejo?.

—Puede estar seguro —prometió Hauberrisser, nuevamente perturbado por el recuerdo de las palabras de Eva en Hilversum en el sentido de que Swammerdam, gracias a su viva fe, sería capaz de encontrar lo más elevado—. Confíe en ello. Emana tanta fuerza de Vd. que a veces me da la sensación de hallarme protegido contra el huracán por un árbol milenario.

Cada palabra suya me reconforta.

—Quiero contarle un pequeño incidente —comenzó Swammerdam—que me ha servido de referencia en la vida, por muy insignificante que al principio me pareciera. En aquel entonces yo era aún bastante joven y acababa de sufrir una decepción tan grande que la tierra se me antojó durante mucho tiempo un lugar lúgubre e infernal. El destino me trataba como un verdugo implacable. Inmerso en tal estado de ánimo, sucedió que un día fui testigo de la manera en que se adiestraba a un caballo.

 

Lo tenían atado a una larga correa, obligándolo a dar vueltas en círculo sin que se le permitiera ni un segundo de reposo. Cada vez que llegaba a un obstáculo que debía saltar, lo esquivaba y se ponía terco. Los latigazos llovían sobre su lomo durante horas, pero el caballo se negaba a saltar. El hombre que lo atormentaba no era cruel, sufría visiblemente a consecuencia del brutal trabajo que debía cumplir.

 

Tenía una cara amable y bonachona, y cuando le reproché su comportamiento, me contestó:

 

«Preferiría gastarme todo el jornal en comprarle terrones de azúcar si con ello comprendiera lo que quiero de él. Lo he intentado muchas veces, pero siempre sin resultado. Es como si el diablo habitara en este animal y le cegara el cerebro. Y eso que se le exige tan poca cosa». Vi un ansia mortal en los delirantes ojos del caballo cada vez que se acercaba de nuevo al obstáculo, el temor a recibir más latigazos hacía reverberar en ellos el miedo.

 

Me rompí la cabeza intentando hallar otro medio de hacerse comprender por el pobre animal. Mientras le gritaba, primero con el espíritu y después con palabras, que saltase porque de esa manera todo se acabaría rápidamente, tuve que constatar, muy a mi pesar, que el doloroso sufrimiento era el único maestro capaz de hacerle llegar a la meta. Entonces reconocí súbitamente que yo actuaba lo mismo que el caballo: el destino me estaba golpeando y todo lo que yo sabía es que sufría.

»Odiaba a la fuerza invisible que me torturaba, pero hasta aquel momento no había acabado de comprender que todo aquello sucedía únicamente para que yo realizara algo, quizás salvar un obstáculo espiritual que se hallaba ante mí.

»Esta pequeña experiencia se convirtió en un hito en mi camino: aprendí a amar a los seres invisibles que me empujaban hacia delante a latigazos, porque sentía que hubiesen preferido darme azúcar si con ello consiguieran elevarme a un escalón superior al que ocupa la efímera humanidad.

»El ejemplo que cito está algo cojo, naturalmente —continuó Swammerdam con humor—. Cabe la pregunta de si el caballo progresaría realmente por haber aprendido a saltar, o de si hubiera sido mejor dejarlo en su estado salvaje. Pero sobra que le diga esto. Para mí contó sobre todo una cosa: hasta entonces había vivido en la errónea convicción de que todo lo malo que me sucedía era un castigo, atormentándome por descubrir la razón de merecerlo. De repente encontré un sentido para los rigores del destino y aunque a menudo no comprendía qué obstáculo debía saltar, me esforzaba por ser un caballo dócil.

»Pude experimentar en mí mismo el extraño y oculto sentido básico del versículo bíblico que habla del perdón de los pecados: con la noción del castigo había desaparecido igualmente la del pecado. Sustituí la caricatura de un Dios vengador por una fuerza benéfica, despojada de forma, que sólo deseaba instruirme, de la misma manera que el hombre quería instruir al caballo. A menudo he contado esta historia a otras personas, pero casi nunca caía en suelo fértil. La gente se persuadía de que, siguiendo mi consejo, podrían adivinar lo que el invisible “domador” esperaba de ellos.

 

Y como los golpes del destino no cesaban inmediatamente, volvían a caer en la vieja rutina, volvían a cargarse con la misma cruz que antes, unos quejándose y otros refugiándose en una falsa humildad, “resignados”. Le diré una cosa: el que está tan avanzado como para adivinar a veces lo que quieren de él los seres del más allá, ya ha realizado la mitad del trabajo. El sólo deseo de adivinarlo, por sí mismo, conlleva ya un cambio total en la concepción de la vida. La capacidad de adivinar, es algo más, es el fruto de esa semilla.

»¡Es tan difícil adivinar lo que debemos hacer!. Nuestros primeros pasos son un tanteo irrazonable, las acciones que llevamos a efecto recuerdan a las de los lunáticos, y no parecen estar relacionadas entre sí. Pero poco a poco vemos cómo emerge un rostro del caos, un rostro en cuyas facciones podemos leer la voluntad del destino. Al principio sólo hace muecas.

Así ocurre con todo lo grande.

 

Cada nuevo invento, cada idea nueva que se manifiesta en el mundo es al comienzo una especie de mueca. El primer modelo de avión fue, durante mucho tiempo, y hasta que se convirtió en un auténtico aeroplano, una caricatura de un dragón.

—Quería Vd. decirme lo que cree que debería hacer —pidió Hauberrisser casi con timidez. Adivinaba que el anciano se había extendido tanto por temor a que su consejo, al que estimaba ostensiblemente como muy valioso, no fuese recibido con la debida consideración y pudiera ser desechado.

—Es cierto, señor. Pero tenía que poner antes los fundamentos para que no se extrañe por lo que voy a encomendarle. Tendrá que hacer algo que en su opinión significará más bien una interrupción del impulso natural que experimenta ahora. Sé, porque es humano y comprensible, que en este momento sólo desea buscar a Eva. No obstante, lo que debe hacer es lo que sigue: tiene Vd. que buscar la fuerza mágica que excluirá que en el futuro le suceda otra desgracia a su novia.

 

De otro modo podría ser que la encuentre únicamente para volver a perderla, así como los humanos se encuentran en la Tierra para ser separados por la muerte. Es necesario que la encuentre, pero no como se encuentra a un objeto perdido, sino de una manera nueva, encontrarla doblemente. Usted mismo me dijo en el camino que su vida estaba cambiando paulatinamente, como un río amenazado de perderse en las arenas.

 

Todo ser humano llega algún día a este punto, aunque no sea en una sola existencia. Conozco eso. Es como una muerte que sólo concierne al ser interior, dispensando al cuerpo.

Pero precisamente ese es el instante más valioso que poseemos, un instante que puede conducir a la victoria sobre la muerte.

 

El espíritu de la tierra nota muy bien cuando está corriendo el peligro de ser vencido por el hombre, por eso no tiende sus trampas más pérfidas hasta ese momento. Plantéese a sí mismo la pregunta: ¿qué pasaría si ahora encontrara a Eva?. De tener el valor suficiente para afrontar la verdad, tendría que contestarse que el curso de sus respectivas vidas continuaría fluyendo aún durante algún tiempo, pero finalmente se secaría en las arenas de lo cotidiano. ¿No mencionó que Eva tenía mucho miedo de casarse?.

 

Es precisamente porque el destino quiere preservarla de ello, por eso les ha reunido tan rápidamente como los ha separado.

»En cualquier otra época su vivencia no sería más que una mueca de la vida, pero en ésta, cuando casi toda la humanidad se halla frente a un enorme vacío, me parece imposible. No puedo conocer el contenido del rollo que le llegó de tan misteriosa forma. Sin embargo, le aconsejo que deje de lado lo externo y busque lo que necesita en las lecciones escritas por aquel desconocido. Se lo aconsejo muy vivamente. Pese a que tropiece en ellas con las muecas de una desconcertante caricatura; aunque las mismas lecciones fuesen engañosas acabaría encontrando en ellas lo que necesita.

»Quien busca correctamente no puede hallar una mentira. No existe mentira en la que no pueda descubrirse la verdad. Sólo es necesario que el que busca se encuentre en el punto justo. —Swammerdam se despidió de Hauberrisser con un rápido apretón de manos—. Y usted se encuentra hoy en ese punto exactamente. Podrá usted servirse sin peligro de temibles fuerzas que en otro momento lo conducirían irremediablemente hacia la locura, porque ahora es el amor quien las convoca.

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Capítulo X

El primer acto de Sephardi, la mañana siguiente a su visita a Hilversum, consistió en ir a ver al psiquiatra Debrouwer para informarse sobre el caso de Lázaro Eidotter.

Estaba demasiado convencido de la inocencia del viejo judío como para no sentirse obligado a intervenir en favor de su correligionario, más en cuanto que el doctor Debrouwer pasaba por ser un alienista extremadamente mediocre y de diagnóstico poco seguro.

Aunque Sephardi sólo había visto a Eidotter una vez en su vida, sentía gran simpatía por él.

El sólo hecho de que formara parte de un círculo de místicos cristianos siendo judío, permitía suponer que era un Chassid cabalístico, y todo lo referente a esta extraña secta judía le interesaba en el mayor grado.





No se había equivocado al suponer que el psiquiatra emitiría un juicio totalmente erróneo.

 

Apenas había expresado su convicción de que Eidotter era inocente y de que sus confesiones se explicaban por un ataque de histeria, cuando fue interrumpido por el doctor Debrouwer, cuyo exterior delataba al pseudocientífico de cabeza hueca:

—El examen no ha revelado ninguna anomalía. Sólo lo tengo en observación desde ayer, pero está claro que no hay ningún síntoma patológico.

—¿Considera, entonces, que el viejo es un asesino consciente y que su confesión es verídica? —preguntó el doctor Sephardi con sequedad.

Los ojos del médico adoptaron una expresión de inteligencia sobrenatural. Se colocó hábilmente a contraluz, para que el reflejo de sus pequeñas gafas ovaladas realzara aún más, si cabía, su imponente rostro de pensador.

 

Bajando la voz, como si de un secreto se tratara, dijo en tono misterioso:

—No es que Eidotter sea el asesino, pero sí es cómplice. Se trata de una conspiración.

—¿Ah, sí?. ¿Y en qué basa usted esa conclusión?.

El doctor Debrouwer se inclinó hacia delante y susurró:

—Su confesión coincide en ciertos puntos con los hechos, por consiguiente, debe conocerlos. Se denunció a sí mismo como asesino para que sus cómplices tuvieran tiempo de escapar.

—Se conocen, pues, todos los detalles del asesinato.

—Desde luego. Uno de nuestros más célebres criminalistas los descubrió a partir del dictamen pericial. El zapatero Klinkherbogk, en un ataque de… dementia praecox — Sephardi tuvo que contener la sonrisa— apuñaló a su nieta con una lezna, y cuando se disponía a abandonar el cuarto, fue asesinado por el criminal que acababa de entrar a la habitación. Después, el asesino tiró el cadáver por la ventana, al canal. Se ha encontrado una corona de papel dorado que pertenecía a Klinkherbogk flotando sobre el agua.

—¿Y el relato de Eidotter es exactamente igual?.

—¡Sí, precisamente! —el doctor Debrouwer soltó una carcajada—. Cuando los inquilinos supieron lo del asesinato, algunos de ellos quisieron despertar a Eidotter y lo encontraron desmayado, sin conocimiento. Está claro que fingía. Y por otra parte, de no haber participado en el crimen, no podía saber que la pequeña murió acuchillada por una lezna, no obstante lo mencionó expresamente en su confesión. El hecho de que también se haya declarado culpable del infanticidio tiene fácil explicación: lo hizo para confundir a la policía.

—¿Y de qué modo pretende haber sorprendido al zapatero?.

—Afirma que se subió por una cadena que cuelga desde el tejado hasta el agua del canal, y luego dice que le rompió el cuello a Klinkherbogk, que lo había recibido alegre y con los brazos abiertos. Puras tonterías, desde luego.

—Dice usted que es imposible que supiera lo de la lezna. ¿No podría habérselo dicho alguien antes de entregarse a la policía?.

—Imposible.

Sephardi se quedó muy pensativo.

 

Su hipótesis inicial en el sentido de que Eidotter se había declarado culpable para cumplir una misión imaginaria que se correspondiese con su nombre de “Simón, el portador de la cruz”, no se tenía en pie. Si el médico no mentía, ¿cómo era posible que Eidotter conociera el detalle de la lezna?. Sephardi intuyó que el caso del viejo tenía que ver con fenómenos de adivinación consciente.

Abrió la boca para expresar su sospecha de que el asesino podría ser el zulú, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, sintió, desde el fondo de su ser, un golpe violento que lo hizo callar enseguida.

Había sido casi como un contacto físico, pero a pesar de ello no concedió mayor importancia al asunto. Se limitó a preguntar si le estaba permitido hablar con Eidotter.

—En principio no debería consentirlo —respondió Debrouwer— sobre todo porque usted, según las informaciones del tribunal, estuvo con él poco antes de los acontecimientos, en casa de Swammerdam. Pero si insiste, y en atención a su inatacable reputación de sabio aquí en Amsterdam, excederé con gusto mis atribuciones —tocó el timbre y ordenó a un guardia que acompañara a Sephardi a la celda.




El viejo judío, tal como se le podía ver a través de la ventanilla de la puerta, estaba sentado ante la ventana enrejada, contemplando el cielo soleado.

Al oír la puerta se levantó con indiferencia.

Sephardi se acercó a él rápidamente y le apretó la mano.

—He venido a verle, señor Eidotter, primero porque lo considero un deber de correligionario…

—Correligionario —murmuró Eidotter respetuosamente, haciendo una reverencia.

—…y segundo, porque estoy convencido de su inocencia.

—Inocencia —repitió el anciano como un eco.

—Me temo que no confía en mí —continuó Sephardi tras un silencio—. No se preocupe, he venido como amigo.

—Como amigo —dijo Eidotter como una máquina.

—¿Acaso no me cree?. Me causaría mucha pena.

El viejo judío pasó la mano por la frente con lentitud, como si acabara de despertar.

Poniéndose la mano en el corazón, y articulando penosamente las palabras —se esforzaba por evitar todo rastro de dialecto— dijo:

—Yo… yo no tengo… enemigos. ¿Y entonces?… Y por lo que ha dicho de que viene como amigo, ¿de dónde sacaré el derecho de dudar de sus palabras?.

—Muy bien. Me alegro. Voy a poder hablarle con toda franqueza, señor Eidotter — Sephardi aceptó la silla que le ofrecía el viejo, y se sentó de manera apropiada para poder observar su fisonomía—. Si ahora le planteo algunas preguntas, no es por curiosidad, sino para ayudarle a salir de la fatal situación en que se encuentra.

—…Ayudarle… —murmuró Eidotter.

Sephardi se calló durante un rato. Contempló con atención el rostro del anciano, que aparecía inmóvil e impasible, sin la menor traza de emoción.

Advirtió a primera vista las profundas arrugas que surcaban su cara, debía haber sufrido horriblemente. Sin embargo, reparó en un extraño contraste, un brillo ingenuo en sus ojos abiertos, una claridad como nunca había visto en un judío ruso.

 

En la habitación de Swammerdam, pobremente iluminada, no se había dado cuenta de ello. Había tomado al viejo por un sectario, influenciado por una religiosidad exagerada, que oscilaba entre el fanatismo y la autoflagelación. El hombre que ahora estaba frente a él era completamente distinto. Sus labios no eran toscos, ni tenían la expresión astuta y repugnante que solía caracterizar al típico judío ruso. En cada línea revelaban una extraordinaria potencia imaginativa.

Sephardi no podía imaginarse que esa mezcla de pueril inocencia y decadencia senil fuera capaz de llevar un despacho de licores en un barrio de criminales.

—Dígame —empezó con tono amable— ¿cómo se le ha ocurrido autoinculparse del asesinato de Klinkherbogk y de su nieta?. ¿Quería proteger a alguien?.

Eidotter negó con la cabeza:

—¿A quién tendría que proteger, si he sido yo el que los mató?.

Sephardi fingió que daba crédito a su afirmación:

—¿Y por qué los mató?.

—Pues… por los mil florines.

—¿Y dónde tiene guardado el dinero?.

—Eso ya me lo preguntaron los Gaónims —señaló hacia la puerta con el dedo pulgar —. No lo sé.

—¿No se arrepiente de lo que ha hecho?.

—¿Arrepentirme? —el viejo reflexionó—. ¿Por qué iba yo a arrepentirme?. Si no es culpa mía.

Sephardi se sorprendió. Aquello no era una respuesta de loco.

 

Dijo sencillamente:

—Desde luego que usted no tiene la culpa. Porque no ha cometido el crimen. Usted estaba durmiendo en la cama, todo se lo ha imaginado. Tampoco se subió por la cadena. A su edad no hubiera podido hacerlo.

Eidotter vaciló.

—¿Quiere decir que yo no soy el asesino?.

—Naturalmente. Está más claro que el agua.

El anciano volvió a meditar durante un instante antes de gruñir con indiferencia:

—Bueno. Parece lógico.

En sus facciones no se esbozó ni la menor señal de alegría. Ni siquiera pareció sorprenderse.

El asunto le resultaba a Sephardi más enigmático cada vez. De haberse producido un cambio de conciencia en Eidotter, se reflejaría en sus ojos, los cuales, sin embargo, tenían todavía la misma mirada pueril de antes.

 

Tampoco podía tratarse de una simulación intencionada, el anciano había aceptado el hecho de su inocencia como algo que no merecía ser comentado.

—¿Sabe lo que habría pasado de haber cometido usted el asesinato realmente? — preguntó Sephardi con insistencia—. ¡Lo habrían condenado a muerte!.

—¡Hm!. Condenado a muerte.

—Sí, señor. ¿No le asusta la idea?.

Evidentemente, la cuestión no producía ningún efecto en el viejo. Su rostro se volvió tan sólo algo más pensativo, como si lo iluminara un recuerdo. Alzó los hombros y dijo:

—Han ocurrido cosas mucho más terribles en mi vida, señor doctor.

Sephardi aguardó a que siguiera hablando, pero Eidotter se había sumido nuevamente en un silencio de muerte.

—¿Siempre ha sido comerciante de licores?.

El viejo sacudió la cabeza, asintiendo.

—¿Marcha bien su negocio?.

—No lo sé.

—Pues si es tan indiferente con su negocio, un día lo perderá todo.

—Claro, cuando uno se descuida —fue la ingenua respuesta de Eidotter.

—¿Y quién cuida de él?. ¿Usted?. ¿O tiene mujer e hijos que se ocupen de él?.

—Mi mujer murió hace mucho tiempo y… y los niños también.

Sephardi creyó ver un camino abierto hacia el corazón del anciano.

—¿No piensa de vez en cuando en los suyos con amor?. No sé si hará mucho tiempo desde que los perdió, pero es imposible que se sienta feliz con su soledad. Verá, yo tampoco tengo a nadie que se ocupe de mí, puedo ponerme en su lugar fácilmente. No se lo pregunto por curiosidad, ni por descifrar el enigma que representa usted para mí —dijo, olvidando sin darse cuenta el motivo de su visita— lo hago por pura humanidad y…

—…y porque su estado de ánimo lo necesita, y no puede evitarlo —completó Eidotter, transformado por un instante.

En el semblante hasta ahora apagado del viejo se reflejó por un momento un sentimiento de compasión y de profunda comprensión.

Un segundo después su cara volvió a ser la misma página en blanco del principio de la visita.

 

Sephardi lo oyó murmurar, como ausente de espíritu:

—Rabbi Jochanan dijo: «Formar un matrimonio acertado entre los seres humanos es un milagro más grande que el realizado por Moisés en el mar Rojo».

Comprendió de pronto que, aunque sólo fuera por un instante, el viejo había compartido su dolor por la pérdida de Eva, un dolor del que él mismo no era plenamente consciente en este momento.

 

Recordó una leyenda de los Chassidim según la cual existían algunas personas en esa comunidad, que sin estar locos, presentaban toda la apariencia de estarlo, personas que al ser despojadas de su Yo experimentaban las penas y alegrías de otros con tanta fuerza como si fuesen propias. Lo había tomado por una fábula. ¿Podría resultar que ese viejo de razón perturbada constituyera un vivo testimonio de la leyenda?.

 

Su comportamiento, el hecho de que él mismo creyera haber matado a Klinkherbogk, su forma de actuar hasta el momento, visto así todo se situaba bajo una luz diferente.

—¿No recuerda si alguna vez se le ocurrió creer que había hecho algo determinado y luego resultó que en realidad era una acción de otra persona? —preguntó Sephardi con sumo interés.

—Nunca he reparado en ello.

—¿Es usted distinto de otras personas en cuanto a su modo de pensar, de sentir?. Distinto de mí, por ejemplo, o de su amigo Swammerdam. La otra tarde, cuando nos conocimos en su casa, no estuvo usted tan callado, señor Eidotter, sino mucho más vivo. ¿Tanto le ha afectado la muerte de Klinkherbogk? —lleno de compasión, cogió la mano del viejo—. Si está preocupado, o si necesita un descanso, confíese a mí, yo haré todo lo que pueda por ayudarle. Además, no creo que ese negocio en el Zee Dijk sea lo más apropiado para usted. Quizás pueda encontrarle otra ocupación más… digna. ¿Por qué rechazar la amistad que se le ofrece?.

Las cálidas palabras de Sephardi le cayeron bien al anciano. Sonreía con la felicidad de un niño alabado, aunque no parecía comprender lo que Sephardi le proponía.

—¿Fui… fui distinto la otra tarde? —preguntó al fin, balbuceante.

—Desde luego. Habló largamente conmigo y con los demás. Era como… más humano. Incluso llegó a discutir con Swammerdam acerca de la Cabala. Deduje de ello que se había dedicado usted mucho a la cuestión religiosa y a Dios.

Sephardi se interrumpió rápidamente, un cambio se estaba produciendo en el viejo.

—Cabala… Cabala —murmuraba Eidotter—. Sí, claro, estudié la Cabala. Mucho tiempo. Y Babli también y… y Jeruschalmi…

Sus pensamientos empezaban a perderse en el pasado lejano; los articulaba como si fueran ajenos, se expresaba como si estuviera enseñándole imágenes a otro, ahora despacio, ahora deprisa, conforme desfilaban por su memoria.

—Lo que dice la Cabala sobre Dios está equivocado. En la vida es completamente diferente. En aquella época, en Odessa, aún no lo sabía. En el Vaticano, en Roma, tuve que traducir pasajes del Talmud.

—¿Ha estado usted en el Vaticano? —exclamó Sephardi con asombro.

El viejo no lo oyó.

—Luego se me secó la mano.

Levantó el brazo derecho; los dedos de la mano aparecían encorvados y nudosos como raíces, a causa de la artritis.

—En Odessa los griegos ortodoxos me tomaron por un espía, por mis relaciones con los goyyím romanos… y de pronto ardió nuestra casa, pero Elias, su nombre sea alabado, nos salvó del peligro, y mi mujer Berurje, yo y los niños, tan sólo nos quedamos en la calle.

»Más tarde, tras la fiesta de los Tabernáculos, vino Elias y comió en nuestra mesa. Yo sabía que se trataba de Elias, pero Berurje pensaba que su nombre era Chidher el Verde.

Sephardi se sobresaltó. ¡El mismo nombre había sido mencionado la tarde anterior en Hilversum, cuando el barón Pfeill contó las experiencias de Hauberrisser!

—En la comunidad se reían de mí. Siempre decían: «¿Eidotter?, Eidotter es un Nebbochant, anda por ahí como un demente». No sabían que Elias me instruía en la doble ley que Moisés transmitió a Josué, de la boca al oído —sus rasgos, iluminados por la revelación, se transfiguraron—. Tampoco sabían que El intercambió en mí las dos luces de los Makifim. Después hubo una persecución de judíos en Odessa. Tendí mi cabeza, pero el golpe fue a parar a Berurje, su sangre corrió por el suelo cuando intentaba proteger a los niños. Los niños murieron a golpes, uno tras otro.

Sephardi se levantó de un salto, se tapó los oídos, y espantado, clavó la vista en Eidotter, cuyo sonriente rostro no traslucía huella alguna de emoción.

—Ribke, mi hija mayor, gritaba pidiéndome ayuda cuando se abalanzaron sobre ella, pero me tenían agarrado. Entonces la rociaron con petróleo y… le prendieron fuego.

Eidotter se calló. Bajó la cabeza, pensativo, y se puso a arrancarse hilillos de las costuras de su kaftán. Parecía tener plena conciencia.

 

Sin embargo, no debía experimentar ningún dolor, porque al cabo de un rato continuó con voz clara:

—Más tarde, cuando quise volver a estudiar la Cabala, no pude, porque tenía intercambiadas las luces de los Makifim.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Sephardi, tembloroso—. ¿Que el terrible dolor había trastornado su mente?.

—El dolor, no. Y tampoco mi espíritu está trastornado. Es como lo que se dice de los egipcios, que tenían una poción que provoca el olvido. De otra manera, ¿cómo podría haber sobrevivido?. Después de aquello, durante mucho tiempo no supe quién era, y cuando recobré la memoria, me faltaba lo que el hombre necesita para llorar, y también algunas cosas que hacen falta para pensar. Las Makifim estaban invertidas. Desde entonces tengo la cabeza en el corazón y el corazón en la cabeza, por decirlo de alguna manera. Sobre todo en determinados momentos.

—¿Podría explicármelo? —preguntó Sephardi suavemente—. Pero sólo si le apetece, por favor. No quisiera que crea que se lo pregunto por curiosidad.

Eidotter lo cogió de la manga.

—Mire, doctor. Cuando le doy un pellizco a la tela, usted no siente ningún dolor, ¿no?. Si le duele a la manga, ¿quién puede saberlo?. Pues lo mismo me sucede a mí. Lo sé muy bien, pero no lo siento. Porque mis sentimientos están en mi cerebro. Tampoco me es posible dudar de lo que se me dice, como solía hacerlo en mi juventud, en Odessa. Tengo que creerlo, porque mi cerebro está en mi corazón. Del mismo modo, no puedo reflexionar como antes, o se me ocurre algo o no se me ocurre nada. Si se me ocurre, entonces es que es así en realidad, lo percibo tan nítidamente que no podría distinguir si lo he vivido o no. Por eso ni siquiera trato de reflexionar sobre ello.

—¿Y sus quehaceres cotidianos?. ¿Cómo se las arregla para llevarlos a cabo?.

Eidotter señaló la manga nuevamente.

—Cuando llueve la ropa nos protege de la humedad, y cuando brilla el sol nos protege del calor. Que usted se preocupe o no de ello no importa, la ropa lo hace por sí sola. Mi cuerpo se ocupa del negocio, pero yo no sé nada sobre eso. Rabbí Simón ben Eleasar dijo: «¿Acaso visteis jamás un pájaro ejerciendo una profesión?. Y sin embargo se alimenta sin problemas. ¿No debería alimentarme sin problemas yo también?». Naturalmente, si las Makifim no estuvieran intercambiadas dentro de mi, no podría dejar solo a mi cuerpo, estaría atado a él.

Sephardi, reparando en la claridad del discurso, examinó los ojos del anciano y vio que, aparentemente, ya no se diferenciaban en nada de los de cualquier judío ruso. Al hablar, hacía gestos con las manos, y su voz tenía ahora un timbre persuasivo.

 

Sus diferentes estados mentales se sucedían sin transición.

—Claro que un hombre no puede conseguir esto por sí mismo —continuó Eidotter—. No sirven para nada los estudios, ni las oraciones, ni tampoco el Mikwaóth —el bautismo por inmersión. Nosotros solos no podemos lograrlo, tiene que venir alguien del más allá para intercambiarnos las luces.

—¿Cree que fue alguien del “más allá” quien lo hizo por usted?.

—Claro que sí, fue Elias, el profeta, ya se lo he dicho. Cuando un día entró en nuestro cuarto, yo ya sabía que era él al escuchar sus pasos. Previamente, al pensar que algún día podía ser nuestro huésped, creía que todos mis miembros temblarían cuando lo viera ante mí. Usted sabe, doctor, que nosotros los Chassidim esperamos su llegada continuamente. Pero fue una cosa muy natural, como si cualquier judío ordinario entrara por la puerta. Ni siquiera mi corazón latió más deprisa.

 

Lo único que noté fue que, aunque me esforzara, yo no podía dudar de que era él. Lo observé atentamente y su cara me pareció cada vez más familiar; de pronto supe que no había pasado ni una noche en mi vida sin que lo hubiera visto en sueños. Como me hubiera gustado averiguar cuándo lo vi por primera vez, escarbé en mis recuerdos y vi pasar toda mi juventud, y mi infancia, y todavía más temprano, me ví en otra vida anterior, como un hombre adulto, y nuevamente como un niño, y así seguía.

 

Yo nunca había pensado que hubie ra vivido antes. El siempre estaba conmigo y siempre tenía la misma edad y el mismo aspecto que el forastero que en ese momento se sentaba en mi mesa. Naturalmente, me fijé en cada uno de sus movimientos, en todo lo que hacía. De no saber que era Elias nada me habría llamado la atención, pero sabiéndolo, cada gesto suyo adquiría un significado profundo. En el curso de la conversación intercambió la posición de los candelabros de la mesa, entonces percibí claramente que había invertido las luces dentro de mí.

 

A partir de aquel instante fui otro hombre muy distinto, meschugge, como me decían en la comunidad. El motivo de que intercambiara las luces en mi interior lo conocí más tarde, cuando masacraron a mi familia. Usted quería saber el por qué de que Berurje creyera que se llamaba Chidher el Verde, ¿verdad, doctor?. Pues bien, ella pretendía que se lo había dicho.

—¿Y luego ya no volvió a encontrarlo?. Comentó antes que le instruyó en la Merkaba, es decir, en la segunda ley secreta de Moisés.

—¿Encontrarlo? —repitió Eidotter, pasándose la mano por la frente como si tuviera que entender lentamente de qué se estaba hablando—. ¿Encontrarlo?. Una vez conmigo, ¿cómo podría haberse marchado?. El está siempre conmigo.

—¿Y lo ve constantemente?.

—No lo veo en absoluto.

—Pero si dice que siempre está con usted. ¿Cómo hay que entender eso?.

—No puede entenderse con la razón, doctor.

—¿No podría explicármelo con un ejemplo?. ¿Le habla Elias cuando lo instruye, o qué hace?.

—Cuando usted se siente alegre… ¿está con usted la alegría?. Sí, naturalmente. Pero no puede verla ni oírla. Pues así es.

Sephardi se calló. Advirtió que entre él y el anciano se abría un abismo de incomprensión espiritual que era incapaz de franquear.

En conjunto, lo que el viejo acababa de decirle concordaba con sus propias teorías sobre la evolución interior de la raza humana. Él siempre había dicho, como el día anterior en Hilversum, que este camino evolutivo se hallaba en la religión y en la fe religiosa, pero ahora que tenía delante un ejemplo vivo en la persona del anciano, se sentía sorprendido y decepcionado a la vez por la realidad.

 

Debía reconocer que Eidotter, por el hecho de no estar sujeto al dolor, era infinitamente más rico que los demás humanos, le envidiaba su facultad, pero no se hubiera cambiado por él. Una duda nació en él, la de si estaría o no en lo cierto con respecto a lo que había dicho en Hilversum sobre la vía de la debilidad y la búsqueda de un redentor.

Había pasado toda su vida solo, aislado, rodeado de un lujo inútil, absorbido por estudios de todas clases. Ahora le pareció haber pasado por alto muchas cosas y haberse perdido lo más importante.

¿Aspiraba efectivamente y con toda su alma a la llegada de Elias, como este pobre judío ruso?. No; a través de sus lecturas se había dado cuenta de que era necesario desearlo para que la vida interior despertara en él, y su deseo se limitaba a la imaginación.

 

Ahora tenía delante a un ser de carne y hueso que realmente consiguió realizar un deseo así, y entonces él, Sephardi, el gran sabio, se confesaba a sí mismo que no quería estar en su lugar.

 

Profundamente avergonzado, se prometió explicar en la próxima ocasión que viera a Hauberrisser, a Eva y al barón Pfeill, que en realidad no sabía prácticamente nada, que se veía obligado a confirmar la opinión de un comerciante de licores judío de mente perturbada acerca de las experiencias espirituales:

“Esto no se comprende con la razón”.

—Es como un viaje al reino de la plenitud —continuó Eidotter tras un silencio durante el cual había sonreído felizmente— y no de un retorno, como creía antes. Pero, hasta que no tenga las luces invertidas, todo lo que crea una persona es erróneo, tan erróneo que no puede ser concebido.

 

Uno espera la llegada de Elias, y cuando llega, se da cuenta de que en realidad no es él quien ha venido, sino uno mismo quien ha ido a su encuentro. Uno cree tomar mientras está dando. Creemos estar parados, esperando, y estamos en movimiento, buscando. El hombre camina mientras que Dios permanece quieto. Elias vino a nuestra casa, ¿lo reconoció Berurje?. Ella no fue hacia él y por tanto, él no vino a ella, de modo que pensó que era un judío forastero que se llamaba Chidher el Verde.

Sephardi miró con emoción los ojos radiantes del anciano.

—Ahora he comprendido muy bien lo que quiere decir, aunque no pueda sentirlo. Se lo agradezco. Quisiera poder hacer algo por usted.

»Puedo garantizarle su libertad con toda seguridad, no será difícil convencer al doctor Debrouwer de que su confesión no guarda ninguna relación con el asesinato. Aunque… —añadió, más bien para sí mismo— por el momento, todavía no sé como voy a explicarle el caso.

—¿Puedo pedirle un favor, doctor?.

—Desde luego, naturalmente.

—Entonces no le diga nada a ese de ahí fuera. Que siga creyendo que he sido yo. No quiero tener la culpa de que descubran al asesino. Ahora sé quién fue. Entre nosotros: fue un negro.

—¿Un negro?. ¿Como lo sabe, de repente? —exclamó Sephardi perplejo y algo receloso.

—Es como sigue —explicó Eidotter con tranquilidad—: Cuando, tras haber estado unido a Elias como en un sueño no soñado, volví parcialmente en mí, en la bodega, había ocurrido algo entre tanto. Yo suelo creer que he presenciado las cosas, que he participado en ellas. Si alguien, por ejemplo, le ha pegado a un niño, creo que lo he hecho yo, y tengo que ir a consolarlo. Si alguien se olvida de darle de comer a su perro, creo que ha sido un olvido mío y voy a darle la comida.

 

Y si luego, por casualidad, me entero de mi error, no tengo más que unirme un instante con Elias y volver enseguida para saber como sucedieron las cosas. Casi nunca lo hago, porque no tiene sentido, y además, cuando me separo de Elias me da la impresión de quedarme ciego. Pero como usted ha estado meditando durante tanto rato, lo he hecho, y he visto que era un negro el que mató a mi amigo Klinkherbogk.

—¿Cómo, cómo ha podido ver que era un negro?.

—Pues, volvía a ascender mentalmente por la cadena, mirándome por fuera, y he visto que era un negro con un collar rojo en el cuello, descalzo y vestido con un mono azul. Al examinarme interiormente, constaté que yo era un salvaje.

—Eso sí que habría de contárselo al doctor Debrouwer —exclamó Sephardi al levantarse.

Eidotter lo retuvo por la manga.

—¡Me prometió guardar silencio, doctor!. No debe verterse sangre, por el amor de Elias. Mía es la venganza… y además… —su semblante amable adoptó de pronto una expresión de fanatismo amenazador, profético— además, ¡el asesino es uno de los nuestros!. No un judío, como está usted pensando en este momento —explicó al percatarse de la cara de sorpresa que había puesto Sephardi— pero sí uno de los nuestros. Acabo de reconocerlo, viéndolo internamente.

 

¿Que sea un asesino?. ¿Quien tiene derecho a juzgarlo?. ¿Nosotros?. ¿Usted y yo?. Mía es la venganza. El es un salvaje, y tiene su fe.

 

Dios nos preserve a todos de tener una fe tan espantosa como la suya, pero su fe es auténtica y viva. Estos son los nuestros, los que tienen una fe que no se derrite en el fuego de Dios. Swammerdam, Klinkherbogk, y también el negro. ¿Qué es eso de ser judío, cristiano, pagano?. Sólo nombres para quiénes tienen una religión en lugar de una fe. Así que le prohibo decir lo que sabe sobre el negro. Si tengo que morir por él, ¿podría usted privarme de realizar esta ofrenda?.




Conmovido, Sephardi volvió a su casa.

Le daba vueltas a la idea de que en el fondo, curiosamente, el doctor Debrouwer no se había equivocado al sostener que Eidotter participaba en una conspiración, y que aspiraba a ganar tiempo para el verdadero asesino. Todo concordaba, y sin embargo, el doctor Debrouwer no podía estar más alejado de la verdad.

 

Sólo en ese momento comprendió perfectamente las palabras de Eidotter:

«Todo lo que cree una persona es erróneo en tanto sus luces no hayan sido invertidas, tan erróneo que no puede ser concebido. Creemos tomar cuando damos, creemos estar parados, esperando, y en realidad estamos andando y buscando».

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