4. LA CUNA DE LA HEREJÍA


Las leyendas acerca de la Magdalena han viajado mucho más allá de la Provenza francesa, si bien los lugares asociados a su vida terrenal en Francia sólo se encuentran allí. Muchas anécdotas se refieren a ella en el Midi, más cerca de los Pirineos hacia el sudoeste y en la región de Ariège. Se dice que llevó a estas tierras el Santo Grial. Como cabía esperar, son también tierras de muchas Vírgenes negras, sobre todo en los Pirineos orientales.


Saliendo de Marsella hacia el oeste nos acercamos a la región de Languedoc-Rosellón, antaño la más rica de Francia y hoy una de las más pobres. En estas comarcas despobladas el país parece ir haciendo eco a los propios pensamientos y así recorremos kilómetro tras kilómetro, pese a los turistas cada vez más numerosos que vienen a empaparse de su sangrienta Historia... por no mencionar el vino local. Y aunque hacemos nuestra contribución a la economía de la región como buenos europeos, estamos aquí, ante todo y principalmente, para examinar el pasado.


Abundan los indicios de la turbulenta historia de estos parajes. Ruinas de castillos y de antiguas ciudadelas, arrasados por orden de reyes y de papas, puntúan el paisaje y recuerdan brutalidades que ultrapasaron el grado corriente de imposición de la autoridad por la atrocidad, tan habitual en la Edad Media. Porque el Languedoc-Rosellón fue la cuna de la herejía, si cabe decir esto de algún lugar de Europa, y no hace falta acudir a más hechos de la Historia para explicar el sistemático empobrecimiento de la región. Pocas veces habrá marcado la religión los destinos de un país de una manera tan visible, si exceptuamos a Bosnia e Irlanda del Norte.


Lo que en otros tiempos se llamaba tan sólo Languedoc —por el idioma del país, la Langue d’Oc—se extendía desde la Provenza hasta la región comprendida entre Toulouse y los Pirineos orientales. Hasta el siglo XIII en realidad ni siquiera formaba parte de Francia, sino que era feudo de los condes de Tolosa, teóricos vasallos de los reyes de Francia, pero en la práctica más ricos y poderosos que éstos.


Durante los siglos XI y XII estas tierras eran la envidia de Europa por su civilización y su cultura. En arte, literatura y ciencias iban por delante de todo el mundo... pero en el siglo XIII esta brillante y fastuosa cultura quedó destrozada por una invasión de los bárbaros del norte, de lo cual quedó un resentimiento que todavía escuece. Para muchos de los habitantes actuales su país sigue llamándose Occitania, y tendremos más ocasiones de ver que ésa es una región con muy larga memoria.


El antiguo Languedoc siempre fue un reducto de ideas heréticas y heterodoxas, probablemente porque una cultura que favorece la búsqueda del conocimiento ha de ser tolerante con las ideas nuevas y radicales.
 

Elemento central de ese medio ambiente fueron los trovadores, músicos peregrinos cuyas canciones de amor eran, esencialmente, himnos al Principio Femenino. Toda la tradición del amor cortés se centraba en la idealización de la feminidad y en la mujer ideal, la Diosa. Hoy tenemos de ellos la idea que transmitió el romanticismo, pero también hubo erotismo de verdad en sus canciones. Sin embargo la influencia del movimiento se extendió mucho más allá del Languedoc, y tuvo especial arraigo en Alemania y Holanda, donde los llamaron Minnesinger, que significa literalmente cantores de la mujer, aunque en este caso referido a una mujer idealizada o arquetípica.


Pues bien, ese Languedoc fue el primer escenario europeo de un genocidio cuando hubo una matanza de más de 100.000 seguidores de la herejía cátara, por mandamiento del papa, durante la cruzada albigense (que recibió su nombre de la ciudad de Albi, uno de los focos de la insurrección). Precisamente la Inquisición se creó para interrogar y exterminar a los cátaros. Aunque esta carnicería no ocupa en el imaginario moderno un lugar comparable al de otros holocaustos más recientes, lo cual sin duda se debe, sencillamente, a que la cruzada albigense tuvo lugar en el siglo XIII, todavía agita las pasiones de los occitanos. Algunos incluso aseguran la existencia de una secular conspiración oficial para echar tierra al asunto e impedir que el caso de los cátaros fuese más universalmente conocido.


Aparte los cátaros, esta región era y ha sido siempre un centro de la alquimia. No pocas poblaciones conservan huellas de las preocupaciones alquímicas de sus habitantes, como las ornamentaciones con símbolos esotéricos que vemos en las casas de Alet-les-Bains, en las cercanías de Limoux. Hacia 1330 o 1340 saltaron en Toulouse y Carcasonne, por otra parte. las primeras acusaciones de hechicería con la descripción hoy convencional del aquelarre o Sabbath de las brujas. En 1335 la Inquisición de Toulouse acusó a sesenta y tres personas, a las que extrajo confesiones por los infalibles métodos habituales. Destacó especialmente una joven acusada, Anne-Marie de Georgel, de quien se considera generalmente que habló en nombre de los demás al describir sus creencias. Dijo que para ellos la tierra era campo de batalla entre dos dioses, el Señor de los Cielos y el Amo de este mundo.


Y que ella y los demás apoyaban a este último porque estaban convencidos de que sería el ganador. Lo cual pareció tal vez «hechicería» a los interrogadores, pero era puro y simple gnosticismo. Otra mujer similarmente apremiada declaró que había
asistido al aquelarre «para servir la cena a los cathari».1


Muchos elementos paganos sobrevivieron en estos parajes y aparecen todavía en los lugares más sorprendentes. Pues si bien es posible ver relieves del «Hombre Verde», ese primitivo dios de la vegetación que fue venerado en la mayoría de las comarcas rurales de Europa, incluso en iglesias por demás cristianas como la catedral de Norwich, no es tan normal que lo describan como descendiente de una divinidad del Antiguo Testamento.

 

Como han escrito A. T. Mann y Jane Lyle:

Lilith consiguió hacerse un lugar en una iglesia, a saber, la catedral pirenaica de Saint-Bertrand-de-Comminges: hay en ésta un relieve que representa una mujer con alas y patas de pájaro que da a luz un personaje dionisíaco, el «Hombre Verde».2

Es una pequeña ciudad que dice haber tenido también la sepultura de Herodes Antipas, nada menos, el rey de Judea que mandó matar a Juan el Bautista.


Según Josefo, el historiador judeorromano del siglo I, el perverso triunvirato formado por Herodes, su intrigante esposa Herodías y su hijastra Salomé, la de la «danza de los siete velos», fue desterrado por los romanos a la ciudad gala de Lugdunum Convenarum, que es la actual Saint-Bertrand-de-Comminges. Allí Herodes desapareció sin dejar rastro, Salomé murió ahogada en un arroyo y Herodías sobrevivió en la leyenda local, convertida en la bruja mayor de un culto de aquelarres nocturnos.3


Otra leyenda languedociana no menos llamativa es la que se refiere a la «Reina del Sur» (Reine du Midi), uno de los títulos de las condesas de Toulouse. En el folclore, la protectora de Tolosa de Languedoc es La Reine Pedauque, es decir la Reina Pata de Oca. Lo cual puede ser una alusión en el humorístico y esotérico «lenguaje de los pájaros» al País de Oc (Pays d’Oc, de pronunciación similar a Pedauque), pero los estudiosos franceses han identificado a ese personaje con la diosa siria Anath, a su vez muy vinculada a la egipcia Isis.4 Y queda también la asociación evidente con Lilith, la diosa de pies de ave.

Veamos otro personaje legendario del país, Meridiana. Por el nombre parece vinculado al mediodía y al punto cardinal sur (ambos se dicen midi en francés). Su aparición más famosa aconteció cuando Gerberto de Aurillac (aprox. 940-1003), el futuro papa Silvestre II, viajó a España para aprender los secretos de la alquimia.


Silvestre, propietario además de una cabeza parlante que le anunciaba el porvenir, recibió su sabiduría de esta Meridiana que le regaló «su cuerpo, sus riquezas y sus saberes mágicos»,5 lo cual describe claramente algún tipo de conocimiento alquímico y esotérico que se transmitía mediante una iniciación sexual. Según la estudiosa y escritora norteamericana Barbara G. Walker, el nombre de Meridiana es un compuesto de «María-Diana», es decir, que vincula a esa compleja divinidad pagana con las leyendas acerca de María Magdalena corrientes en el sur de Francia.6


Tuvo también el Languedoc con mucho la máxima densidad de caballeros templarios en Europa hasta la supresión de la Orden a comienzos del siglo XIV, y todavía abundan allí las evocadoras ruinas de sus castillos y sus encomiendas.
Si tal como sospechamos el culto a la Magdalena tuvo más ramas «heréticas» que las encontradas por nosotros en la Provenza, sin duda habría que buscarlas en esta otra región. Ciertamente una de las ciudades principales que íbamos a encontrar en el recorrido desde Marsella fue escenario de increíbles pasiones en nombre de ella, y miles de sus habitantes perecieron de una muerte horrible en defensa de lo que ella significaba.


Béziers se encuentra en el actual departamento de Hérault, del Languedoc-Rosellón, y es una activa ciudad a escasos diez kilómetros del golfo de Lyon, en la costa mediterránea. En 1209 todos y cada uno de sus habitantes fueron perseguidos y muertos sin contemplaciones por los cruzados; el suceso se sale de lo habitual incluso en la crónica sangrienta, y muchas veces francamente extravagante, de aquella larga campaña.


Lo narraron varios observadores contemporáneos, pero aquí nos atendremos al relato de Pierre des Vaux-de-Cernat, un monje cisterciense que escribió en 1213.7 No fue testigo presencial pero se basó en los relatos de cruzados que sí estuvieron allí.


Béziers se había convertido en una especie de puerto de refugio para heréticos y por eso, cuando los cruzados la atacaron existía allí un enclave de 222 cátaros que vivían en la ciudad sin que nadie los molestase.8 Aunque no se sabe si el conde de Béziers era también cátaro, o sólo un simpatizante, el caso es que no hizo nada por perseguirlos o expulsarlos, y esto enfureció sobremanera a los cruzados.


Éstos exigieron que los habitantes, católicos comunes y corrientes, entregaran a los cátaros o salieran de la ciudad dejando intramuros a los cátaros para que fuese más fácil exterminarlos. Aunque estas exigencias se plantearon bajo amenaza de excomunión —que no era baladí en aquella época de cercanía muy real del infierno—, y la alternativa parecía bastante generosa en el sentido de conceder a los católicos la oportunidad de salvarse de la inminente matanza, sucedió algo asombroso: los ciudadanos no quisieron cumplir ninguna de las dos condiciones. Como escribió Vaux-de-Cernat, prefirieron «morir como heréticos que vivir como cristianos». Y de acuerdo con el informe que el papa recibió de sus enviados, los habitantes de la población juraron además defender a sus herejes.


En julio de 1209, por consiguiente, los cruzados entraron en Béziers. Después de ocuparla sin dificultad mataron a todo el mundo, hombres, mujeres, niños y clérigos, tras lo cual incendiaron la ciudad. Debieron de morir entre 15.000 y 20.000 personas, y recordemos que los heréticos eran poco más de doscientos. «No encontraron refugio ni bajo la cruz, ni ante el altar, ni junto al crucifijo.» Así fue que los cruzados preguntaron a los delegados del papa cómo distinguirían a los heréticos de los demás ciudadanos y recibieron la célebre contestación: «Matadlos a todos, que Dios conocerá a los suyos».
 

Se entiende fácilmente que los ciudadanos de Béziers quisieran defender su ciudad frente a las previsibles atrocidades por parte de un ejército enemigo, pero hay que recordar que se les había ofrecido salvoconducto. Y si el cuidado principal hubieran sido las propiedades, les habría bastado con entregar a los heréticos y retornar a sus actividades cotidianas sin pensarlo más. Pero lo que hicieron fue quedarse y firmar dos veces la sentencia de muerte cuando además juraron defender a los cátaros. ¿Qué ocurrió allí en realidad?


En primer lugar hay que tener en cuenta la fecha exacta de la matanza, que fue el 22 de julio, fiesta de María Magdalena, detalle cuya singular importancia destacaron todos los autores contemporáneos. Y fue en la iglesia de la Magdalena de Béziers donde cuarenta años antes murió asesinado el señor local, Raymond Trencavel, por motivos que no han quedado claros. En Béziers al menos, la relación entre la Magdalena y la herejía no era casual, y además nos proporciona algunos atisbos sobre el trasfondo de la cruzada albigense en su conjunto.


Como escribió Pierre des Vaux-de-Cernat:

Béziers fue tomada el día de santa María Magdalena, ¡oh justicia suprema de la Providencia! [...] los heréticos afirmaban que santa María Magdalena había sido la concubina de Jesucristo [...] era justo, por tanto, que esos perros repugnantes fuesen vencidos y exterminados en la festividad de aquella a quien habían agraviado [...].

Por más que la idea pareciese repugnante al buen monje y a los cruzados, es obvio que no escandalizaba a la gran mayoría de los ciudadanos que se pusieron activamente a favor de los herejes hasta la muerte. Lo cual indica con claridad que la creencia o tradición local en cuestión ejercía un ascendiente insólito en los corazones y las cabezas de aquellas gentes.

 

Como nosotros sabemos, los evangelios gnósticos y otros textos primitivos describen sin muchos eufemismos como unión sexual la relación entre María Magdalena y Jesús. Pero ¿es de creer que estuvieran al corriente de eso los habitantes de una pequeña ciudad medieval? Los evangelios gnósticos ni siquiera habían sido descubiertos (y aun en el supuesto de que se hubiese sabido algo de ellos, esas personas seguramente no habrían sido notificadas). Así pues, ¿de dónde provenía la tradición?


El episodio vino a ser como el estreno general de la cruzada albigense, cuyos estragos en el Languedoc aún habrían de durar cuarenta años más y dejaron tales cicatrices en la conciencia colectiva de la población, que no incurre en un exceso de fantasía el que cree detectarlas aún. Pero entonces, ¿quiénes fueron esos cátaros cuyas creencias justificaron que se montase toda una cruzada? ¿Qué motivos tenía el poder establecido para temerlos tanto que juzgase necesario crear la Inquisición como arma concretamente asestada contra ellos?


Hoy día no es posible describir con exactitud la génesis de la fe cátara, pero en el Languedoc el movimiento se convirtió rápidamente en una fuerza no desdeñable durante el siglo XI. Los languedocianos no los hicieron blanco del desdén o el ridículo que hoy dispensamos a las confesiones minoritarias existentes en nuestra cultura. Llegaron a ser la religión dominante del país y siempre fueron tratados allí con el mayor respeto. Los miembros de todas las familias aristocráticas eran cátaros notorios, o simpatizantes que los ayudaban activamente. Se puede afirmar que el catarismo era la virtual religión de estado en el Languedoc.9


Los llamaban les Bonhommes o les Bons Chrétiens, es decir buenos hombres o buenos cristianos, lo cual da a entender que no escandalizaban a nadie. Los comentaristas modernos, en especial los que consideran la cuestión desde la perspectiva de la Nueva Era, los presentan como un movimiento de pureza, un intento de retorno a los principios fundamentales del cristianismo. Aunque como veremos luego, asimilaron otras muchas ideas y sus doctrinas no estuvieron
exentas de alguna confusión, sí es cierto que propugnaron un ideal de vida conforme a las enseñanzas de Jesús.

 

Acusaban a la Iglesia católica de haberse alejado en exceso de los postulados originarios, en especial el de la pobreza apostólica. Por tanto, anatemizaban la riqueza y los fastos de la Iglesia, que juzgaban opuestos a lo que Jesús exigió de sus seguidores. Una consideración superficial tiende a explicarlos como precursores de la Reforma protestante, lo que no es el caso pese a que se dan algunas semejanzas.


Los cátaros vivían sencillamente. Preferían congregarse al aire libre o en casa de un vecino mejor que en las iglesias, y aunque tuvieron una jerarquía administrativa con sus obispos, todos los miembros bautizados eran iguales, en lo espiritual. También postulaban la igualdad entre los sexos, y esto puede sorprender más teniendo en cuenta la época, aunque la cultura del Languedoc exhibía ya una actitud más ilustrada en ese mismo sentido.

 

Se abstenían de comer carne (por razones ligeramente erróneas, como veremos luego), eran pacifistas y creían en una especie de reencarnación. También practicaban la predicación itinerante, para lo cual viajaban por parejas que vivían en la mayor pobreza y sencillez y se detenían dondequiera que hiciese falta ayudar y sanar. En muchos sentidos cabe decir que los Hombres Buenos no eran un peligro para nadie... excepto para la Iglesia.


Dicha institución sí tenía numerosos motivos para perseguir a los cátaros. Éstos se declaraban adversarios fanáticos del símbolo de la cruz en tanto que morboso y funesto recordatorio del instrumento de suplicio en que Jesús halló la muerte. Aborrecían asimismo el culto de los difuntos y el consiguiente tráfico de reliquias, recurso principal con que la Iglesia de la época llenaba sus arcas. Pero el primer motivo de la enemistad eclesiástica fue que los cátaros no reconocían la autoridad del papa.


En el decurso del siglo XII varios concilios condenaron a los cátaros, pero fue en 1179 cuando ellos y sus protectores quedaron definitivamente anatemizados. Hasta esa fecha la Iglesia envió a misioneros, elegidos entre los mejores predicadores con que contaba, para tratar de obtener el «regreso al redil» de los languedocianos. Incluso el gran santo Bernardo de Claraval (1090-1153) fue enviado a la región, pero regresó exasperado por la contumacia de aquéllos.

 

Sin embargo, y esto es significativo, en su informe al papa tuvo buen cuidado de señalar que, si bien los cátaros estaban sumidos en el error desde el punto de vista de la doctrina, «si examinamos su modo de vida no encontraremos ninguno más irreprochable».10 En toda la cruzada éste fue un rasgo invariable: incluso los enemigos de los cátaros tenían que admitir que la regla de vida de éstos era ejemplar.


Otra táctica ensayada por la Iglesia fue la de vencer a los heréticos con sus propias armas haciendo que sus misioneros actuaran como predicadores itinerantes. Entre los primeros, allá por 1205, estuvo Domingo de Guzmán, monje español y futuro fundador de la Orden de los Predicadores (luego conocida como dominicos o frailes negros, que suministraron la mayor parte del personal de la Santa Inquisición).


Los dos bandos se reunieron para una serie de disputas públicas, una especie de espectáculo de la época pero mortalmente serio, aunque éstas no solucionaron nada. Por último, en 1207 el papa Inocencio III perdió la paciencia y excomulgó a Raymond VI conde de Tolosa por no haber procedido contra los herejes. Medida obviamente impopular, como se echó de ver cuando el legado papal que traía la noticia fue muerto por uno de los soldados de Raymond. Y ésa fue la gota que colmó el vaso; el papa convocó la cruzada contra los cátaros y contra quienes los ayudasen o simpatizasen con ellos. Esta proclamación se realizó el 24 de junio de 1209, fiesta de San Juan Bautista.


Hasta entonces se solía llamar a la cruzada contra los musulmanes, es decir unos «infieles» extranjeros que vivían en países tan lejanos, que apenas se tenía una noción de ellos. Pero esta cruzada iba a ser de cristianos contra cristianos, y se desarrollaba casi como quien dice a las puertas de la sede pontificia. Era muy posible que algunos cruzados conociesen personalmente a algunos de los heréticos que juraron exterminar.


La cruzada albigense, comenzada en 1209 con el asalto a Béziers, continuó con la mayor brutalidad conforme una ciudad tras otra iba cayendo en manos de los soldados bajo el mando de Simón de Montfort. La campaña duró hasta 1244, es decir que los cruzados dispusieron de un tiempo considerable para hacer de las suyas. Todavía hoy, en algunos lugares del Languedoc el nombre de Simón de Montfort suscita una reacción mezcla de temor y odio.


En la época, las razones religiosas manifiestas de la campaña no tardaron en combinarse con otros motivos más cínicamente políticos.11 La mayoría de los cruzados eran oriundos del norte de Francia. Las atractivas riquezas y el poderío del Languedoc eran aspectos que nadie ignoraba. Antes del comienzo de la cruzada la región disfrutaba de una notable independencia; cuando aquélla terminó, había pasado a formar parte de Francia de una vez por todas.


Se mire como se mire, este episodio de la Historia europea resultó significativo en muchos aspectos. Además de ser el primer genocidio perpetrado en Europa, proporcionó un impulso definitivo a la unificación de Francia... Y también a la creación de la Inquisición. Pero nosotros opinamos que hay en la cruzada albigense mucho más que un episodio de ferocidad antigua, y por mucho tiempo extrañamente olvidado.


Los cátaros eran pacifistas, y además desdeñaban tanto la «vil envoltura carnal», que no tenían inconveniente en desprenderse de ella, aunque fuese por medio de un martirio tan horrible como la muerte en la hoguera. Durante la campaña, incontables millares de cátaros hallaron la muerte en las piras, pero muchos de ellos no dieron ninguna muestra de temor. A lo que parece, algunos ni siquiera sufrieron, como se evidenció singularmente cuando terminó el asedio a Montségur, su último reducto.

Parada obligada para el turista moderno, Montségur se ha convertido en una especie de lugar mítico, al estilo de Glastonbury Tor. Y si en éste la cuesta resulta un poco ardua para los visitantes que no se han mantenido en forma, no digamos la rampa de acceso al castillo de Montségur. Vertiginosa ciudadela de piedra increíblemente encaramada en lo alto de una montaña que tiene más o menos la forma de un pan de azúcar de los de antes, domina una aldea y un valle donde menudean peligrosos desprendimientos de rocas.

 

Al pie de la cuesta hay carteles en varios idiomas desaconsejando el intento de subir al «château» a quienes no gocen de plenas facultades; más de un bronceado excursionista pierde el resuello antes de llegar. Es difícil imaginar cómo subieron los cátaros el material de construcción y los pertrechos. Una vez arriba, sin embargo, la resistencia se hacía relativamente fácil, porque los cruzados con sus caballos y armaduras no podían ni pensar en intentar la escalada.


Poco después de 1240 y conforme sus enemigos iban arrinconando a los cátaros sobrevivientes en sus reductos pirenaicos, ellos hicieron de Montségur su cuartel general. En tanto que refugio de unos 300 cátaros y más particularmente de sus cabecillas, para los hombres del Papa era el premio gordo, o como escribió Blanca de Castilla, la reina de Francia, refiriéndose a la importancia de Montségur, «[hay que] cortar la cabeza del dragón».


Durante los meses que duró el sitio se produjo un curioso fenómeno. Varios de los soldados sitiadores se pasaron al bando de los cátaros aun sabiendo perfectamente cómo acabaría la aventura para ellos. ¿A qué motivos obedecería tan extravagante deserción? Se ha sugerido que los impresionó tanto el ejemplar comportamiento de los cátaros, que sufrieron una profunda conversión interior.


Como decíamos, los cátaros se enfrentaron a la muerte cierta en el suplicio no ya con estoicismo, sino con absoluta tranquilidad... incluso mientras las llamas crecían a su alrededor, según se ha contado. A quienes recuerden los años setenta del siglo XX, esa descripción les evocará inmediatamente la imagen del solitario monje budista quemándose vivo para protestar contra la guerra del Vietnam: perfectamente inmóvil, en un trance sólo explicable por un largo entrenamiento y una disciplina inconcebible, mientras el fuego le mataba. Y los cátaros se preparaban a conciencia para la muerte, e incluso prestaban juramento de mantener la fe cualesquiera que fuesen los tormentos a que se viesen sometidos. ¿Quizá practicaban una técnica (endura) parecida de trance que les permitía soportar las torturas más extremas? En tal supuesto, habrían encontrado el secreto que los soldados de todos los tiempos darían cualquier cosa por conocer.


Comoquiera que sea, la caída de Montségur creó muchos más misterios perennes que fascinaron a muchas generaciones, incluidos los nazis cazatesoros y los buscadores del Santo Grial. El misterio más duradero de todos es el relacionado con el supuesto Tesoro de los Cátaros, que cuatro de éstos lograron sacar la noche antes de la matanza. Esos intrépidos herejes consiguieron escapar de algún modo, se dice que descolgándose con ayuda de sogas por el despeñadero más escarpado, a favor de la oscuridad nocturna.


Aunque se habían rendido formalmente el 2 de marzo de 1244, por razones nunca explicadas se les permitió quedarse en la ciudadela quince días más, tras lo cual se entregaron para ser quemados. Algunos relatos van todavía más lejos y pretenden que bajaron y se metieron por su propio pie en las hogueras que los enemigos habían preparado en el llano, al pie de la fortaleza. Se ha especulado si solicitaron ese plazo adicional de gracia para realizar alguna ceremonia. En este punto no es fácil que llegue a saberse nunca la verdad.


La naturaleza exacta del tesoro cátaro ha sido objeto de aventuradas especulaciones. Si hemos de tener en cuenta la arriesgada vía de escape de los cuatro sobrevivientes, no parece que fuesen sacos cargados de lingotes. Algunos postulan que debió de ser el Santo Grial —u otro objeto ritual parecido, de mucho significado—, mientras otros dicen que pudieron ser escrituras, o conocimientos, o que lo importante eran las personas de los cuatro cátaros en sí. Que tal vez representaban una línea de autoridad, o incluso personificaban, literalmente, el legendario linaje de Jesús.


Pero si el tesoro cátaro era en realidad un conocimiento secreto, ¿qué forma revestiría éste? ¿En qué consistían, bien miradas, las creencias de los cátaros? Es difícil valorar sus doctrinas con ningún grado de precisión porque dejaron pocos escritos, y la mayor parte de lo que sabemos acerca de sus creencias proviene de sus enemigos, los inquisidores. Como han señalado prudentemente Walter Birks y R.A. Gilbert en su libro The Treasure of Montségur (1987), se ha hablado demasiado de la supuesta teología cátara, cuando la atracción estaba, más probablemente, en su estilo de vida.12 Sin embargo, esa religión derivaba de una visión concreta del mundo, y se puede discutir de los orígenes concretos de ésta.
 

Los cátaros fueron sucesores de los bogomiles, movimiento herético que floreció primero en los Balcanes hacia mediados del siglo X y seguía activo en esa región mientras los cátaros se encaminaban hacia su destino fatal. El bogomilismo tuvo mucha extensión, alcanzando hasta Constantinopla, y por momentos constituyó un serio peligro para la ortodoxia.
 

A su vez los bogomiles de Bulgaria eran los herederos de una larga sucesión de «herejías» y habían alcanzado una reputación peculiar entre sus oponentes. Por ejemplo, la palabra inglesa bugger y la francesa bougre derivan de «búlgaro» como tal vez también la española «bujarrón». Se entienden tanto en el sentido fuerte — dentro de la costumbre tradicional de imputar prácticas sexuales aberrantes a todos los heréticos, sea o no fundada la acusación—, como en el atenuado de «pobre infeliz» o «desgraciado» que toman dichas palabras en los dos idiomas que hemos citado primero.


Los bogomiles y sus derivados como los cátaros eran dualistas y gnósticos.


Para ellos el mundo era inherentemente malo, el alma sufría la prisión de una envoltura indigna, y la única vía de liberación era la gnosis, la revelación personal gracias a la cual el alma accede a la perfección y al conocimiento de Dios. Se le reconocen varias raíces al gnosticismo: la filosofía de los antiguos griegos, los cultos mistéricos como el de Dioniso, y las religiones dualistas como la zoroástrica, entre las más probables. (Para más detalles véase el magistral estudio de Yuri Stoyanov The Hidden Tradition in Europe, 1994.) 13

 

Si sólo pudiéramos disponer de la literatura sobre el catarismo que se ofrece en las muchas tiendas para turistas que hay en el Languedoc, se nos podría disculpar si creyéramos que fue una especie de religión tipo Nueva Era, para almas benditas que se satisfacen con una teología simplista y cuatro nociones fáciles. En docenas, literalmente, de libros y panfletos se celebra el humanitarismo de los cátaros y la creencia en principios tan «modernos» como la reencarnación y el vegetarianismo.

 

Por lo general son banalidades sentimentales y nada más. Los cátaros eran vegetarianos no porque fuesen amantes de los animales, sino porque aborrecían la procreación, y comían pescado porque estaban convencidos de que los peces tenían reproducción asexual. En cuanto a su idea de la reencarnación, se basaba en el concepto de la «buena muerte», lo que significaba más comúnmente recibir el martirio por la fe. Si uno tenía la suerte de merecer ese final, no hacía falta que siguiera reencarnándose en este despreciable valle de lágrimas; caso contrario, tendría que regresar una y otra vez hasta que le saliera bien.


Algunos han intentado demostrar que el catarismo fue un producto exclusivamente languedociano.14 Lo cual es de una inexactitud manifiesta, aunque sí incorporó a su teología bastantes materiales de cosecha propia. Vale la pena observar que una aportación original de los cátaros fue la creencia de que María Magdalena había sido la esposa de Jesús, o tal vez su concubina. Aunque este conocimiento no se juzgaba adecuado para todos los cátaros, sino sólo para los admitidos al círculo más sublime, el de los «perfectos».

 

No parece plausible que fuesen ellos los inventores de tal idea, puesto que eran virulentos enemigos de la sexualidad e incluso del matrimonio; quizá les horrorizaba tanto a ellos mismos que por eso la reservaban a quienes hubiesen demostrado ya la solidez de su fe.


En este y otros asuntos, los cátaros se embarcaban en dificultades teológicas. Por ejemplo, cuando recomendaban a sus seguidores que leyeran la Biblia por sí mismos (a diferencia del catolicismo ortodoxo, que no escatimó esfuerzos para evitar que los laicos tuviesen acceso a las Escrituras), pero por otra parte forzaban reinterpretaciones radicales del relato bíblico para encajar sus creencias.

 

El ejemplo principal de su reinvención del Nuevo Testamento fue la doctrina de la Crucifixión según la cual Jesús no tuvo cuerpo humano, sino que estaba hecho de una sustancia espiritual y ésa fue la que clavaron en la cruz. Aunque los textos bíblicos no justifican para nada esa interpretación, tuvieron que inventarla porque no concebían que el Cristo hubiese encarnado en la misma materia vil y despreciable que los demás hombres.


Así que la noción de que Jesús y María Magdalena hubiesen sido pareja sexual no tenía, a primera vista, nada susceptible de agradar especialmente a los cátaros. Y en efecto, éstos debatieron varias justificaciones teológicas diferentes para explicar semejante matrimonio; seguramente habrían preferido ahorrarse la molestia si les hubiera sido posible rechazar la historia declarándola un completo absurdo.15

 

Tenemos ahí un indicio que apunta a la muy especial categoría de esa relación entre Jesús y la Magdalena en las creencias del Languedoc de la época: parte integrante de lo que las gentes del común creían sin discusión, y más todavía, elemento tan central de la visión cristiana en ese lugar del mundo, que no se podía ignorar, sino que era preciso debatirla. Y tal como ha escrito Yuri Stoyanov:

Con la enseñanza de que María Magdalena fue «esposa» o «concubina» de Cristo aparece además una tradición original cátara que no tiene ninguna contrapartida en las doctrinas de los bogomiles.16

Aunque la Magdalena fuese y sea todavía una santa curiosamente popular en la Provenza donde se cree que vivió, fue en el Languedoc donde hicieron de ella foco de creencias abiertamente heréticas. Y como no tardaríamos en descubrir nosotros mismos, en esa región es también donde tales creencias suscitan pasiones asombrosas, rumores descabellados y lóbregos secretos.


Como hemos visto, la idea de que Jesús y María Magdalena fueron amantes también se encuentra en los evangelios de Nag Hammadi, ocultos en Egipto desde el siglo IV. ¿Cabe pensar que las creencias languedocianas en el mismo sentido procedan de esa fuente, o de otra común? Algunos estudiosos y en especial Marjorie Malvern han especulado sobre si el culto de la Magdalena en el sur de Francia conservó esas primitivas ideas gnósticas.17 No faltan indicios de que así fue.


Hacia 1330 aparecía en Estrasburgo un notable tratado titulado Schwester Katrei o «Hermana Catalina», atribuido al místico alemán Meister Eckhart, pero más probablemente obra de una de sus discípulas, según convienen todos los entendidos. Expone una serie de diálogos entre la «hermana Catalina» y su confesor sobre la experiencia religiosa de la mujer, y aunque incorpora muchas ideas ortodoxas, tiene ciertos rasgos que no lo son tanto. Por ejemplo, declara expresamente que «Dios es la Madre Universal...» y revela con claridad una fuerte inspiración cátara así como la influencia de la tradición de los trovadores o Minnesinger. 18


Esta obra extraordinaria, en el sentido de que se expresa con insólita franqueza, relaciona a la Magdalena con la Minne u homenaje amoroso a la mujer.


Y todavía más interesante para nosotros, ha dado mucho que pensar a los investigadores porque contiene ideas acerca de María Magdalena que no se encuentran en ningún otro lugar, excepto los evangelios de Nag Hammadi: la describe como superior a Pedro porque supo entender mejor a Jesús, y aparece la misma rivalidad entre ambos. El tratado de la hermana Catalina incluso describe incidentes concretos que también figuran en los textos de Nag Hammadi.19


La profesora Barbara Newman ha descrito con estas palabras el apuro en que se encuentran los académicos:

«El hecho de que Hermana Catalina utilice estos motivos plantea un espinoso problema de transmisión histórica», y confiesa que es «un problema real, pero sorprendente».20

¿El autor de Hermana Catalina manejó en el siglo XIV unos textos que no fueron descubiertos hasta el siglo XX?

 

No puede ser coincidencia que el tratado refleje la influencia de los cátaros y los trovadores del Languedoc, y la conclusión obvia es que éstos transmitieron el conocimiento de los evangelios gnósticos en relación con María Magdalena; es posible que estos secretos no estuvieran sólo en los textos que hoy conocemos como los de Nag Hammadi, sino asimismo en otros de parecido valor y que aún no hayan sido redescubiertos.


Por eso nos llama la atención que exista una arraigada creencia en la naturaleza sexual de la relación entre la Magdalena y Jesús en el sur de Francia.


Una investigación inédita de John Saul ha recopilado gran número de alusiones a tal relación en la literatura del Midi hasta el siglo XVII inclusive. Aparecen concretamente en las obras de gentes vinculadas al Priorato de Sión, como Cesar, el hijo de Nostradamus (publicada en Toulouse).21

 

Habíamos visto en la Provenza que dondequiera que hubiese santuarios de la Magdalena también se descubría algún emplazamiento relacionado con Juan el Bautista. En vista de que los cátaros la tenían en tan alta consideración, nos figurábamos que tal vez veneraron también al Bautista. Pero sucede lo contrario, es decir que les desagradaba hasta el punto de describirlo como «un demonio». Ésa es otra herencia directa de los bogomiles, algunos de los cuales aludieron a aquél, no sin cierta confusión, como «precursor del Anticristo».22


Una de las pocas escrituras sagradas que nos han quedado de los cátaros es el Libro de Juan, llamado también Liber Secretum. Se trata de una versión gnóstica del evangelio de otro Juan muy diferente; en buena parte es idéntico al evangelio
canónico, pero contiene varias «revelaciones» añadidas que supuestamente recibió en privado el «discípulo predilecto del Señor». Éstas contienen ideas dualistas y gnósticas, en correspondencia con lo demás que sabemos de la teología de los
cátaros.23


En este libro Jesús enseña a sus discípulos que Juan el Bautista era en realidad un emisario de Satán (el Amo del mundo material), enviado para adelantarse a la misión salvífica. Idea debida en principio a los bogomiles, y ni siquiera aceptada por todos ellos, ni por todos los cátaros. Muchas sectas cátaras tuvieron acerca de Juan ideas bastante más ortodoxas, y de hecho se tienen incluso indicios de que los bogomiles de los Balcanes celebraban ritos en el día de su festividad, 24 de junio.24


Lo cierto es que los cátaros tenían en especial consideración el evangelio de Juan, que según el parecer de los entendidos es el más gnóstico del Nuevo Testamento. (En los círculos ocultistas circula un rumor persistente en el sentido de que los cátaros tenían otra versión del evangelio de Juan, hoy perdida, y muchos de aquéllos han registrado los alrededores de Montségur a ver si lograban encontrarla, aunque sin éxito por ahora.)25


Ciertamente los cátaros tuvieron ideas no ortodoxas por más que algo confusas acerca de Juan el Bautista, pero ¿conviene que nos tomemos en serio sus nociones acerca de un Juan malo y un Jesús bueno? En estos términos, tal vez no, pero algunos comentaristas han apuntado que la relación entre los dos quizá no fue tan sencilla como se ha dado en creer entre los cristianos.26

 

La idea de los cátaros representa posiblemente la reducción más simplista, de acuerdo con el dualismo de su filosofía: el uno bueno, el otro malo. En tal caso, sin embargo, se deduce lógicamente que los consideraban opuestos, pero iguales. También se infiere que los cátaros veían en ellos a unos rivales; eso desde luego no corresponde a la visión cristiana tradicional, y revela que desde hacía mucho tiempo existían desconcertantes dudas, al menos en esta región, sobre si Juan fue partidario de la misión de Jesús o no. Tal como ocurre con la relación entre la Magdalena y Jesús, parece que se tuvo de la que hubiese entre Juan y Jesús una idea radicalmente distinta de la que enseña la Iglesia.


A primera vista nuestra indagación sobre si los cátaros confirman la supuesta importancia de Juan para los movimientos heréticos se salda con una decepción. Pero existe en la Historia otra organización significativa que restablece el equilibrio más que cumplidamente. Nos referimos, naturalmente, a los caballeros templarios, para quienes Juan el Bautista fue siempre (e inexplicablemente) objeto de especial veneración. Y tal como la cruzada contra los cátaros ha dejado la marca visible del trauma en los paisajes del Languedoc, también los castillos de aquellos enigmáticos caballeros se alzan todavía entre las nieblas de los rincones más remotos de dicha comarca.


A estas alturas los templarios se han convertido en una especie de lugar común del esoterismo, como sabe quien haya leído la novela de Umberto Eco, y muchos historiadores reciben con el máximo desdén cualquier pretensión de desvelar supuestos «secretos» acerca de aquéllos. Pero sucede que cualquier misterio relacionado con el Priorato de Sión implica asimismo a los monjes- soldados, así que ellos forman parte intrínseca de esta investigación.


La tercera parte de todas las posesiones europeas de los templarios estuvo en el Languedoc, y sus ruinas acentúan la salvaje belleza de la región. Una de las leyendas locales más pintorescas es la que dice que cuando el 13 de octubre cae en viernes (fecha y día de la brutal supresión de la Orden), pueden verse en las ruinas resplandores extraños, y movimientos de misteriosos bultos. Por desgracia, los viernes que estuvimos allí no pudimos ver ni oír nada, excepto los alarmantes gruñidos de algún que otro jabalí. Pero la historia demuestra hasta qué punto los templarios han pasado a formar parte del acervo legendario local.


Los templarios viven en el recuerdo de los naturales de la región, y no son recuerdos negativos en modo alguno. A comienzos del siglo XX la célebre cantante de ópera Emma Calvé, que era oriunda del Aveyron, al norte del Languedoc, anotó en sus memorias que cuando andaba por allí algún muchacho especialmente guapo o despabilado solían decir de él: «¡Es un verdadero hijo de los templarios!».27


Los hechos históricos principales acerca de los caballeros templarios son sencillos. La Orden oficialmente llamada de los pobres conmilitones de Jesucristo y del Templo de Salomón fue fundada en 1118 por el noble francés Hugo de Payens con el fin de dar escolta a los peregrinos que iban a Tierra Santa. En principio y durante nueve años fueron nueve caballeros, pero luego la orden creció y no tardó en constituir una fuerza considerable, no sólo en el Oriente Próximo sino también en toda Europa.

 

Una vez obtenido el reconocimiento de la orden, el mismo Hugo de Payens emprendió una gira por Europa a fin de solicitar a la realeza y los nobles tierras y dinero. Visitó Inglaterra en 1129 y fundó allí el primer establecimiento templario, sito en lo que hoy es la estación Holborn del metro de Londres.


Como todos los monjes, los caballeros hacían votos de pobreza, castidad y obediencia, pero vivían en el mundo y del mundo, y se comprometían a usar la espada contra los enemigos de Cristo cuando fuese necesario. La imagen de los templarios ha quedado indisolublemente unida a las cruzadas que se organizaron para expulsar a los infieles de Jerusalén y mantener los Santos Lugares en manos de la cristiandad.28


Fue en 1128 cuando el Concilio de Troyes reconoció oficialmente a los templarios como Orden religiosa y militar. El protagonista principal de la decisión fue Bernardo de Claraval, superior de la orden cisterciense y más tarde canonizado, pese a que como ha escrito Bamber Gascoigne:

Fue agresivo y prepotente [...] y un político malicioso, bastante desprovisto de escrúpulos en cuanto a los medios que utilizaba para librarse de sus enemigos.29

Fue el mismo Bernardo quien escribió la Regla de los templarios, basada en la de los monjes del Císter, y un pupilo de aquél, tras coronarse papa como Inocencio II, estableció en 1139 que en adelante los templarios sólo obedecerían a la autoridad del Sumo Pontífice. Por cuanto los templarios y otras órdenes cistercienses crecieron en paralelo, se advierte cierta medida de coordinación deliberada entre ellas.

 

Así por ejemplo, el conde de Champagne, de quien era vasallo Hugo de Payens, donó a san Bernardo las tierras de Clairvaux o Claraval, donde éste levantó su «imperio» monástico. Más significativo aún, Andrés de Montbard, uno de los nueve caballeros fundadores, era tío de Bernardo. Se ha sugerido que los templarios y los cistercienses actuaban de común acuerdo y con arreglo a un plan preconcebido para apoderarse de la cristiandad, aunque eso nunca se consiguió.30


Apenas cabe exagerar el prestigio y la potencia financiera de los templarios en el momento culminante de su influencia en Europa, y apenas existió un centro importante de civilización donde ellos no hubiesen establecido una de sus capitanías, como lo demuestra en Inglaterra la abundancia de topónimos por el estilo de Temple Fortune y Temple Bar (Londres) o Temple Meads (Bristol), Con la extensión del imperio creció también su arrogancia, y empezaron a envenenarse sus relaciones con las jerarquías, tanto las religiosas como las seculares.


En parte la riqueza de los templarios fue una consecuencia de su regla. Al ingresar, el nuevo adepto donaba a la orden todas las propiedades que tuviese; por otra parte amasaron una importante fortuna gracias a las grandes donaciones de tierras y dinero por parte de muchos reyes y nobles. No tardaron en ver repletas sus arcas, porque además llegaron a acumular una notable experiencia financiera que hizo de ellos los primeros banqueros internacionales del mundo, de cuyo juicio dependía, por ejemplo, la calificación de riesgo asignada a otros poderes. Era desde luego un buen sistema para establecerse a sí mismos como gran potencia. En muy poco tiempo el título de «pobres conmilitones» llegó a ser pura ficción, aunque eso no quita que los miembros de número siguieran viviendo pobremente, conforme a los votos.


Aparte su asombrosa riqueza los templarios contaron con el prestigio de su experiencia militar y valentía en la batalla, en la que llegaban muchas veces hasta la temeridad. Tenían reglas que dictaban su comportamiento como soldados; por ejemplo, se les prohibía capitular a menos que se viesen ante una fuerza superior en proporción de más de tres contra uno, y aun entonces no sin el permiso de su comendador. Eran las Fuerzas Especiales de su época, unos combatientes de elite que tenían a su favor la razón de Dios... y la de su dinero.


Pese a su valiente defensa los Santos Lugares fueron retornando a los sarracenos trozo a trozo, hasta 1291 en que cayó el último territorio cristiano, San Juan de Acre. Nada les restaba que hacer a los templarios excepto regresar a Europa y trazar planes para una futura reconquista; para entonces, por desgracia, el impulso capaz de iniciar semejante campaña se había desvanecido entre los reyes que habrían estado en condiciones de financiarla. De manera que aquéllos se quedaban sin su razón de ser principal. Faltos de empleo, pero todavía ricos y arrogantes, suscitaban amplios resentimientos porque no pagaban impuestos y sólo respondían ante el Papa.


Así que en 1307 se produjo su inevitable caída en desgracia. El todopoderoso rey francés Felipe el Hermoso inició la destrucción de la orden templaria con la connivencia del papa, que era hechura suya de todas maneras. Obedeciendo a órdenes secretas del rey, el viernes 13 de octubre de 1307 los templarios fueron cercados en un súbito golpe de mano, encarcelados, torturados y finalmente quemados en la hoguera.


Así es como se cuenta el suceso en los libros corrientes sobre el tema, al menos. Se queda uno con la idea de que toda la orden resultó arrasada en aquella jornada fatídica y remota, como si la hubiesen borrado de la faz de la tierra. Nada más lejos de la verdad.


Para empezar, fueron relativamente pocos los templarios ejecutados, aunque a la mayoría de los capturados los sometieron a la «cuestión», según el eufemismo de rigor para los tormentos insoportables que se administraban. No muchos ardieron en la hoguera, aunque no dejó de causar impresión que todo un Gran Maestre como Jacobo de Molay fuese tostado a fuego lento en la Île de la Cité, a la sombra de la catedral de Notre-Dame de París. Pero hubo más, miles de templarios, y sólo quienes se negaron a confesar o se retractaron de sus confesiones murieron. Sin embargo, ¿qué validez podía atribuirse a unos testimonios arrancados mediante hierros al rojo y cepos? ¿Y qué se pretendía que confesaran?


Lo que consta acerca de las confesiones de los templarios no carece de imaginación, por decirlo de alguna manera. Así nos enteramos de que rendían culto a un gato, celebraban orgías homosexuales como si fuesen parte rutinaria de sus devociones, y veneraban a un demonio llamado el Baphomet y/o a una cabeza cortada. También se dice que pisoteaban y escupían la cruz en sus ritos de iniciación. Todo esto parece absurdo, naturalmente, en relación con la idea de que eran los devotos caballeros de Cristo y defensores del ideal cristiano, y cuanto más los torturaban más resaltaba esa divergencia.


Que confesaran, apenas debe sorprender: no son muchas las víctimas de la tortura que consiguen apretar los dientes para que no salga de sus labios lo que sus torturadores quieren que digan. Pero en este caso debe de haber algo más de lo que se aprecia a simple vista. Por una parte se ha postulado que todos los cargos dirigidos contra los templarios eran invenciones de quienes envidiaban sus riquezas y temían su poder, y que el rey de Francia aprovechó la oportunidad para quedarse con aquéllas y resolver así sus propios apuros económicos. Por otra parte, y aunque las acusaciones no fueran estrictamente verídicas, hay indicios de que los templarios andaban en algo misterioso y tal vez «oscuro», en el sentido de lo oculto. Por supuesto, esas dos interpretaciones no se excluyen mutuamente.


Mucha tinta se ha gastado en el debate sobre los cargos formulados contra los templarios y sus confesiones. ¿Perpetraron en realidad las acciones que confesaron, o fueron inventadas de antemano por los inquisidores, quienes se limitaron a torturarlos hasta que dijeron lo que aquéllos deseaban escuchar? (Algunos caballeros testificaron, por ejemplo, que se les había enseñado que Jesús fue «un falso profeta».) Es imposible sacar una conclusión definitiva en ningún sentido. Al menos una de estas confesiones, sin embargo, nos da que pensar. Es la de un tal Fulgencio de Troyes, quien declaró que le habían presentado un crucifijo diciéndole «no pongas mucha fe en él, porque es demasiado joven todavía».31

 

Teniendo en cuenta la incultura histórica existente, esa enigmática frase no parece muy probable que la hubiese imaginado un inquisidor.


Desde luego el Priorato de Sión dice haber sido la fuerza inspiradora de la creación de los caballeros templarios. Lo cual, de ser cierto, constituiría uno de los secretos mejor guardados de la Historia. También se afirma que ambas órdenes fueron prácticamente indistinguibles hasta que se produjo el cisma de 1188, después de lo cual la una y la otra emprendieron caminos separados.32 No parece descabellado suponer que la concepción de los templarios implicaba algún designio oculto.

 

El sentido común sugiere que harían falta más caballeros que los nueve fundadores para proteger y dar refugio a todos los peregrinos que iban a Tierra Santa, y eso durante nueve años nada menos; pero además hay indicios de que ni siquiera lo intentaron en serio. A no tardar se convirtieron en los niños mimados de toda Europa, y recibieron privilegios y honores fuera de toda proporción con los méritos contraídos. Por ejemplo, se les concedió un ala entera del palacio real en la misma Jerusalén, en un lugar que antes había sido una mezquita. De ésta se dijo a su vez, erróneamente, que había sido edificada sobre los fundamentos del Templo de Salomón, y de ahí la denominación oficial de los templarios.
 
Otro misterio en relación con sus comienzos lo constituyen los indicios según los cuales la orden existía desde bastante antes de 1118, sin que sepamos por qué razones se falseó la fecha. Muchos comentaristas han propuesto que el primer relato de su creación —debido a un tal Guillermo de Tiro y escrito más de cincuenta años después del hecho— fue sencillamente una ficción destinada a desorientar.33 (Aunque Guillermo se manifiesta profundamente hostil a los templarios,34 es de suponer contó la historia tal como él la había entendido.) Pero una vez más, queda en los dominios de la especulación qué era lo que se pretendía disimular.


Hugo de Payens y sus compañeros eran todos de la Champagne o del Languedoc, entre ellos el conde de Provenza,35 y parece bastante claro que acudieron a los Santos Lugares con una misión concreta. Quizá buscaban el Arca de la Alianza, como ha sugerido alguien,36 o algún tesoro antiguo de documentos que los condujera a ella, o tal vez algún tipo de conocimiento secreto que les confiriese influencia y fortuna. Recientemente Christopher Knight y Robert Lomas han aducido en The Hiram Key que los templarios buscaron y encontraron un escondrijo de documentos del mismo origen que los Manuscritos del Mar Muerto.

 

Sin embargo, y por sugestiva que sea esa proposición, no aportan ninguna prueba convincente. Como veremos luego, todo el tema de la procedencia de los mentados Manuscritos está cargado de ideas erróneas y mitos. Pero tampoco hay que olvidar que efectivamente, los templarios buscaron nuevos conocimientos y a tal efecto consultaron a los árabes y otros que iban encontrando en sus viajes.


Para nosotros casi lo más fascinante de lo que se cuenta acerca de los templarios era lo mucho que veneraban a Juan el Bautista: según todos los indicios, bastante más de lo que suele venerarse al santo patrono común y corriente. El Priorato de Sión —indisociable de ellos según se pretende— llama «Juan» a todos sus Grandes Maestres, tal vez también por veneración. Pero es prácticamente imposible descubrir las razones de esta especial devoción templaria en ninguno de los libros de Historia convencionales. La explicación habitual es que Juan era especial para ellos porque fue el maestro de Jesús. Algunos han propuesto que la cabeza cortada a la que se les acusó de adorar no sería otra sino la del propio Bautista,37 pero el hecho de adorar semejante tótem indicaría sin lugar a dudas que los templarios fueron algo muy distinto de unos sencillos soldados de Cristo.


La cuestión es que buena parte del simbolismo aparentemente ortodoxo que utilizaban contiene también ocultas alusiones «juanistas». Por ejemplo, una de sus imágenes favoritas era la del Cordero de Dios. La mayoría de los cristianos creen que simboliza a Jesús —de quien dijo el Bautista, según se le atribuye, «éste es el Cordero de Dios»—, pero en muchos lugares, como es el caso de la región occidental de Inglaterra, entienden que el símbolo se refiere al mismo Juan, y parece que los templarios le atribuyeron ese significado. El símbolo del Cordero de Dios fue adoptado en uno de los sellos oficiales del Temple: concretamente, era el de las encomiendas del sur de Francia.
 
Una pista en cuanto a que la veneración de los templarios por Juan el Bautista no era el sencillo homenaje de cualquier cofradía a su santo patrono, sino que ocultaba algo bastante más radical, se halla en la obra de un erudito clérigo llamado Lamberto de Saint-Omer, o Audemar, que era pariente de uno de los nueve caballeros fundadores, Godofredo de Saint-Omer, la mano derecha de Hugo de Payens. En The Hiram Key, Christopher Knight y Robert Lomas reproducen una ilustración de Lamberto que representa la «Jerusalén celeste» y observan que:

[...] al parecer presenta a Juan el Bautista como el fundador [de la Jerusalén celestial]. Ni con una sola palabra se menciona a Jesús en ese documento supuestamente cristiano.38

Como en el simbolismo de los cuadros de Leonardo, parece que se quiera dar a entender que Juan el Bautista fue importante a título propio, y no sólo por su misión de precursor de Jesús.


Dos años después de la detención en masa y mientras se desarrollaba el procesamiento de los caballeros, el visionario y ocultista catalán Ramón Llull (1232-h. 1316), que antes había sido un rígido defensor de la orden, escribió que los procesos habían revelado que «peligraba la barca de san Pedro» diciendo:

Hay tal vez entre cristianos muchos secretos, de lo que un secreto [particular] puede originar una revelación increíble [como la] que emerge de los templarios [...] infamia de por sí tan pública y manifiesta que peligra la barca de san Pedro.39

Por lo que dice Ramón Llull se intuye que el peligro para la Iglesia provenía no sólo de las revelaciones en cuanto a los templarios, sino también de otros secretos de no menor magnitud. Y también parece admitir los cargos que se formularon contra la orden... aunque en el momento en que escribió esas líneas quizás habría sido gran imprudencia ponerlas en duda.
 

¿Era posible que el Languedoc, escenario en otro tiempo de la mayor concentración de templarios de Europa, contuviese alguna pista en cuanto a la verdad acerca de la Orden? Pese al tiempo transcurrido, sabíamos que esa comarca tenía larga memoria y una postura de sana incredulidad frente a doctrinas convencionales.


Como hemos visto, los cátaros y los templarios florecieron allí más o menos hacia la misma época, aunque dado lo que creemos saber acerca de sus respectivos valores parece que habrían militado en bandos opuestos el uno y el otro grupo, ambos influyentes pero por razones distintas. El emblema de los templarios, la cruz roja sobre el manto blanco, muchos lo confunden con la enseña típica de unos cruzados.

 

Sin embargo, hay indicios de que los templarios simpatizaron con los «heréticos» de aquellas montañas, aunque no colaborasen activamente con ellos; en todo caso es innegable que brillaron por su ausencia en la cruzada albigense. Puede aducirse que su interés principal, en la época, estaba muy lejos de allí, en los Santos Lugares. Además muchos de ellos descendían de linajes en los que hubo numerosos cátaros. Pero no parece que ninguna de las dos razones explique del todo su absoluta falta de interés en capturar ningún cátaro.


Pero entonces ¿cuáles fueron los auténticos intereses y motivos de los templarios? ¿Fueron sencillamente los monjes-soldados que aseguraban ser, o hubo en sus designios una dimensión oculta y secreta?
 

Regresar al Índice