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			RUFO
 
 Abordaré ahora el caso de Rufo.
 
			  
			
			Por estar yo directamente en vuelto 
			en él y por no saber en qué va a terminar, me resulta más difícil de 
			escribir que todo lo que llevo redactado hasta ahora en este libro. 
			Lo hago en parte con miedo, porque no sé si estoy violando la 
			voluntad de alguien o rompiendo alguna misteriosa ley, cosa que no 
			quisiera y que de ser, me temo que resulte peligroso para mí; y en 
			parte lleno de curiosidad; una audaz curiosidad, porque presumo que 
			la redacción de estas líneas va a tener alguna influencia directa 
			para mi mejor comprensión del importantísimo fenómeno que estamos 
			estudiando en este libro. 
 Comprendo que todas estas frases son algo sibilinas, pero sibilino 
			es todo el fenómeno, al no dejarse agarrar definitivamente por la 
			razón y jugar con ella, tal como lo ha estado haciendo desde el 
			principio de los tiempos. Tenemos miles de hechos, hechos concretos 
			pero contradictorios, que hacen que la inteligencia humana patine 
			miserablemente a la hora de analizarlos y no sea capaz de llegar a 
			ninguna conclusión clara y definitiva.
 
 Comenzaré por exponer quién es Mario y cuál es mi relación con él y 
			con todo lo que le está pasando.
 
 Mario es un joven extraordinariamente inteligente, estudiante de 
			universidad y al que me une una gran amistad, en parte por nuestro 
			lejano parentesco que no era tan lejano entre la familia de mi 
			abuelo y la del suyo. Como estudiante de ciencias químicas es 
			brillante y dado que la condición económica de sus padres es más que 
			buena, tiene en su casa un ordenador que yo uso con cierta 
			frecuencia, cuando quiero presentar algún trabajo escrito con un 
			especial esmero, o cuando quiero hacerlo rápidamente, porque la 
			verdad es que en su «máquina» escribo mucho más rápido que en la 
			mía.
 
 Llevábamos muchos años sin saber el uno del otro, de modo que cuando 
			un día me llamó y me dijo su nombre sin apellidos, yo no caía en un 
			principio de quién se trataba, pues lo había visto hacía alrededor 
			de veinte años, en casa de sus padres, en su provincia natal, cuando 
			él era poco más que un bebé. Me oyó hablar por radio de temas 
			parapsicológicos y trató por todos los medios de comunicarse 
			conmigo. Le costó trabajo dar con mi número de teléfono, pero 
			después de ir personalmente a la emisora en donde yo había hablado, 
			logró que allí se lo dieran.
 
 Quedamos en que nos veríamos en mi casa. Vino y lógicamente le 
			pregunté por toda su familia, a la que hacía igual tiempo que no 
			veía. Me puso al corriente de muchas cosas que yo prácticamente 
			tenía olvidadas y de otras que desconocía por completo, porque 
			habían ocurrido en los treinta años que yo había andado por América.
 
			  
			
			Lo notaba indeciso, hasta que intuyendo que quería decirme algo a lo 
			que no se atrevía, le pregunté:  
				
				—Dime, ¿por qué te has decidido a llamarme y venir a verme? 
				 
			
			Noté que se encogía y por una mirada rapidísima de reojo que le 
			lanzó a mi esposa, caí en la cuenta de que su presencia lo cohibía. 
			No insistí en mi pregunta, pero en cuanto ella se fue a buscar el 
			café, le dije:  
				
				—Noto que la presencia de mí esposa te impide decirme algo que me 
			quieres decir. Si es tanto el secreto, le digo a ella que nos deje 
			solos.  
			
			Me interrumpió rápidamente:  
				
				—Es que me están pasando cosas muy raras... 
				 
			
			Entonces tuve una intuición de lo que le pasaba y fui yo el que lo 
			interrumpí:  
				
				—Si es así, no tengas el más mínimo reparo en hablar delante de 
			ella, porque en esas cosas sabe tanto como yo. No se va a extrañar 
			de nada y además te guardará el secreto igual que yo.  
			
			En aquel momento entraba ella con el café humeante. Para romper el 
			hielo y facilitarle el trabajo a nuestro huésped, le dije sin rodeos 
			a mi mujer:  
				
				—Creo que Mario tiene algo muy interesante que contarnos. 
				
 —Es que no sé por dónde empezar. El otro día te oí hablar por la 
			radio de entidades que gobiernan este mundo tras bastidores y de que 
			somos una especie de esclavos de otros seres invisibles más 
			inteligentes... y de que alguna gente oye voces... y eso es lo que 
			me está pasando a mí. Bueno, a mí me pasa algo más...
 
			
			Comprendí el instante que estaba ante un filón de información que no 
			podía desaprovechar, al mismo tiempo que podía ser de ayuda a un ser 
			humano que corría un serio peligro. No se trataba de un psicópata en 
			busca de una salida para sus frustraciones o sus presiones psíquicas 
			o de alguien que quisiese conseguir notoriedad, etc. Mario era un 
			muchacho que tenía todo lo que podía desear: unos padres que lo 
			querían y se preocupaban por él, con una posición económica 
			envidiable, buen tipo, sin complejos y lleno de salud, y que por 
			encima de todo eso había dudado mucho en venir a contarme lo que le 
			pasaba. 
 Hasta el día en que vino a verme por primera vez, no se lo había 
			dicho absolutamente a nadie, ni siquiera a sus padres ni a su novia. 
			Estaba tan desorientado con lo que le estaba pasando que no sabía 
			qué hacer. Por eso la noche que me oyó en la radio me vio como una 
			tabla de salvación a la que un náufrago se agarra desesperadamente. 
			Aquella misma noche decidió conseguir mi dirección y contarme todo, 
			antes de que la angustia y la preocupación internas comenzasen a 
			hacerle daño.
 
			  
			
			Cerró el libro de química que estaba estudiando y se 
			durmió con la firme idea de llamar a primera hora de la mañana a la 
			emisora.  
				
					
					—Cuéntame cómo es eso de las voces, 
					
 —Bueno, la cosa comenzó hace como un año. Yo estaba un día en cama 
			sin dormir y de repente sentí dentro de mí, pero no en la cabeza 
			sino más bien hacia la boca del estómago, que me querían hablar. Yo 
			oía algo pero no entendía. Era casi como si estuviese alguien dentro 
			de mí. Me extrañó, pero como no sentí más, no le hice más caso y me 
			dormí. A los dos días, estando sentado estudiando, volví a sentir lo 
			mismo, pero ya más claramente y más fuerte. Duró como veinte 
			segundos. Pero ya no pude seguir estudiando. Me quedé pensando en 
			qué podría ser aquello y atento a ver si volvía a sentirlo. Pero 
			aquel día no lo sentí más.
 
				«Pasaron dos días, y de nuevo cuando estaba estudiando volví a 
			sentir primero como un aviso y pasados unos instantes una voz 
			interna que esta vez ya pude comprender. Me dijeron con una voz 
			clara: 
 «Te vamos a dar el Mahabharata del año 2000.»
 
 »Yo me quedé como atontado dándole vueltas a lo que acababa de oír. 
			Por un lado trataba de encontrar el significado de aquellas palabras 
			que a mí no me decían nada, pero por otro me preguntaba por qué me 
			pasaba a mí aquella cosa tan rara y quién era el que me hablaba así. 
			No tuve miedo ni tampoco me exalté pensando que yo era un elegido. 
			Sencillamente me quedé tranquilo, dándole vueltas en la mente a un 
			hecho tan raro. Además pensaba quién podía ser la persona a quien yo 
			le contase todo lo que me estaba pasando y no encontraba a nadie. 
			Esto me intranquilizaba un poco. Porque yo tenía que contárselo a 
			alguien; no para jactarme de ello o sólo para hablar, sino para ver 
			qué me aconsejaba.
 
 »También pensé si me estaría volviendo loco, pero esa idea la 
			deseché en seguida porque me veía completamente normal. Y lo mismo 
			me veo ahora, a pesar de que desde entonces me han pasado muchas 
			otras cosas aún más raras.
 
 »Como por aquellos días teníamos en la universidad muchos problemas, 
			no políticos sino con algún profesor que nos estaba poniendo las 
			cosas muy difíciles pronto me olvidé del asunto. En realidad, no es 
			que me olvidase sino que lo relegué a un segundo plano; pero aun en 
			medio de los líos de las clases no dejaba de venirme a la mente.
 
 »A los pocos días, estando en casa, de nuevo volvió a suceder. 
			Sentía primero como un aviso pero en seguida oía la voz clara. Esta 
			vez me dijeron algo que me hizo sonreír: «Vas a ser grande.» Pensé 
			que me querían halagar y por un momento me pasó por la mente un 
			sentimiento de vanidad pero en seguida se desvaneció. Lo que más me 
			preocupaba era no tener a nadie a quien poderle contar lo que me 
			estaba pasando. Me devanaba los sesos pensando y recordando nombres 
			de personas, pero todas las desechaba porque estaba seguro que no me 
			iban a comprender y que, en el fondo, iban a pensar de mí que estaba 
			comenzando a volverme loco. Sencillamente, no estaban preparadas 
			para semejantes fenómenos, al igual que no lo estaba yo. Pero yo era 
			el que lo padecía y por eso no tenía más remedio que enfrentarme a 
			él.
 
 »A medida que iban pasando los días, las voces se iban haciendo más 
			claras y eran más largos los mensajes que recibía. No es que fuesen 
			más a menudo, pero cada vez que oía las palabras duraba más el 
			mensaje, aunque nunca más de un minuto. Yo ya me había acostumbrado 
			a oírlas y no sé cómo, sentía cuándo iban a hablarme. Ya me había 
			resignado a no tener a nadie a quien contarle lo que me estaba 
			pasando, cuando una noche te oí en la radio hablando de esos 
			fenómenos de una manera muy natural y lamentándote de que la ciencia 
			y los psiquiatras no hablasen o no supiesen nada de esto. Yo, unos 
			meses antes no hubiese creído nada de lo que decías, pero aquella 
			noche lo que dijiste fue para mí como una tabla de salvación a la 
			que me agarré desesperadamente.
 
 Mis preguntas, cuando Mario acabó de contar la esencia de lo que le 
			pasaba, fueron éstas:
 
					
					—Dime: ¿en qué están ahora las cosas? ¿Te siguen hablando? ¿Has 
			tenido algún cambio en tu salud o algún tipo de transformación 
			fisiológica? ¿Puedes seguir estudiando normalmente? ¿Han notado los 
			que están a tu alrededor o tus familiares alguna cosa? ¿Qué es lo 
			que te dicen ahora las voces? ¿Ha habido fuera de ti algún efecto 
			físico visible?  
				Todas estas cosas me importaban mucho, porque estos fenómenos suelen 
			seguir genéricamente un mismo patrón, y dependiendo de cómo se vaya 
			manifestando, se puede colegir también de una manera general cómo va 
			a ser el desenlace final. 
 Mario es un muchacho inteligente y con una mente clara y ordenada; 
			por eso, ante la avalancha de mis preguntas, no se inmutó, antes al 
			contrario noté que se sonreía, como satisfecho de que a pesar de lo 
			embrollado de su problema alguien lo comprendiese y lo tomase en 
			serio. Como si estuviese en un examen ordenó las cuestiones y me 
			dijo:
 
					
					—Vamos por partes. Primero, me siguen hablando, poco más 
			o menos con la misma frecuencia. Los mensajes se han ido haciendo 
			más largos y me han empezado a dar mucha información científica, 
			sobre todo acerca de astronomía y de fisiología.  
				»Nadie ha notado nada porque yo no se lo he dicho a nadie y sigo mi 
			vida normal de estudiante, pues lo que me está pasando, aunque es 
			verdad que me preocupa, no es hasta el grado de no permitirme 
			estudiar. En cuanto a algún cambio físico en mí, creo que el sentido 
			de la vista se me está agudizando mucho; veo colores donde otra 
			gente no los ve. Los otros sentidos también se me han agudizado, 
			pero no tanto como la vista. 
 »En cuanto a efectos físicos había sólo dos cosas que podría contar. 
			A mí solía dolerme bastante la cabeza y todavía de vez en cuando me 
			duele, cosa que cuando sucede me impide estudiar. Pues bien, hace 
			como un mes, un día que estaba tumbado en la cama porque me dolía 
			mucho la cabeza, oí que me decían: «Vete al televisor y tócalo con 
			una sola mano.»
 
 »Me molestaba tanto el dolor, que sin dudarlo un momento me levanté 
			y fui al televisor, que estaba entonces apagado. Es un pequeño 
			televisor en color y le puse encima la mano derecha. Como por 
			milagro la jaqueca me desapareció instantáneamente. Yo por un lado 
			me quedé asombrado, pero por otro contentísimo de que se me hubiese 
			ido el dolor. Me acuerdo que cerré los ojos para ver si aquello era 
			sólo una ilusión o una autosugestión instantánea, pero no. Por más 
			que me quedé inmóvil para ver si sentía dentro de mí algún dolor, no 
			sentí absolutamente nada. El dolor de cabeza se me había borrado por 
			completo en un segundo.
 
 «Naturalmente, éste no es un efecto físico que alguien pudiese ver 
			fuera de mí, pues yo era el único que sentía el dolor; comprendo que 
			no puede ser prueba para nadie. Pero para mí sí lo fue.
 
 »Otro efecto físico en el que intervinieron otras personas podría 
			ser lo que pasó hace sólo unos quince días estando en mi casa con 
			mis padres. A mí me habían dicho por la mañana, cuando estaba medio 
			dormido en la cama, que aquel día iba a ver un OVNI. Yo había oído 
			hablar de los OVNIS, pero nunca les había dado demasiada 
			importancia. No es que negara su existencia, pero consideraba que 
			había mucho de oscuro en todo ello y que había que esperar hasta que 
			se aclarase más todo el asunto. Por lo tanto, cuando me dijeron 
			aquello, pensé que a lo mejor salía de mis dudas, pero no le di más 
			importancia.
 
 »A lo largo del día me olvidé del asunto. Por la noche, después de 
			la cena, me asomé en la casa de mis padres a una especie de azotea o 
			corredor semidescubierto, desde el que se ve una buena parte del 
			firmamento.
 
 »Como la ciudad en que viven mis padres es pequeña, el campo se ve 
			muy bien desde la azotea. Yo me quedé de una pieza cuando vi una 
			bola roja, poco más o menos del tamaño de la Luna, encima de unos 
			árboles. La estuve cotemplando durante unos instantes e 
			inmediatamente me acordé de lo que me habían dicho por la mañana. 
			Tuve la intención de gritar para que viniesen a verlo mis hermanos y 
			mis padres, pero me contuve. Seguí contemplando aquello y como vi 
			que no se movía bajé rápidamente para avisarles que viniesen a ver 
			aquello que estaba allí detenido en el aire. Lo hice sin excitación 
			aunque ellos fueron los que se excitaron, porque en cuanto se lo 
			dije salieron corriendo para verlo. Cuando llegaron a la azotea 
			aquello ya no estaba allí. Trataron de mirar el cielo desde otros 
			sitios pero ya no pudieron ver nada. Me comieron a preguntas de cómo 
			era, qué hacía, etc., pero de todo aquel incidente no pudieron 
			colegir nada de lo que me estaba pasando, ni por ello pensaron de mí 
			nada negativo. Creyeron que yo efectivamente había visto algo y que 
			ellos tuvieron la mala suerte de llegar tarde. Y todo el incidente 
			quedó en eso. Pero yo sé muy bien la relación que hubo entre la voz 
			que oí por la mañana y lo que vi por la tarde.
 
 »Me ha venido la idea de que el hecho de que ellos no viesen nada 
			por la noche, después de que yo lo vi tan claramente, pudiese 
			significar que lo que yo vi fue una alucinación, pero no lo creo así 
			porque estoy muy consciente de que yo soy un tipo muy normal y de 
			que en mi vida he tenido una alucinación.
 
			
			Así estaban poco más o menos las cosas cuando Mario me fue a visitar 
			por primera vez a mi casa. Naturalmente, yo tomé con mucho interés 
			el asunto, y quedamos en que me llamaría cada vez que le sucediese 
			algo digno de atención.  
			  
			
			Por mi parte, le aseguré que el fenómeno que 
			a él le estaba sucediendo no era tan raro como él y la mayor parte 
			de la gente pensaba. Y ante todo le di un doble consejo: que ni se 
			entusiasmase demasiado con lo que le estaba pasando, dedicándole 
			energías y tiempo o esperándolo todo de las voces que oía, como si 
			fuesen la voz de Dios, y que, por el contrario, no tuviese miedo o 
			se desesperase pensando que se estaba volviendo loco o le iba a 
			pasar algo malo.  
			  
			
			Que siguiese haciendo su vida normal y que mientras 
			las voces le mandasen hacer cosas que no perjudicasen su vida 
			normal, las hiciese, pero si le mandaban hacer algo que fuese 
			demasiado trabajoso o lo apartase de sus obligaciones de estudiante, 
			no les hiciese caso. 
 Quedamos en que si le pasaba algo nuevo me llamaría, aunque fuese a 
			medianoche, y que no dejaría de contarme nada por raro que fuese. 
			Esta advertencia se la hice con el convencimiento casi absoluto de 
			que no la cumpliría, porque es una regla general que a todas estas 
			personas a las que les hablan desde otros planos les imponen 
			secretos. El famoso «secreto de Fátima» es uno entre cientos. Y, 
			efectivamente, al poco tiempo Mario me dijo que había algunas cosas 
			de las que le habían dicho que no me las podía decir.
 
 Pasaron varios días desde nuestra primera entrevista y de nuevo 
			recibo una llamada de Mario. Nos vimos en su casa. Vive solo en un 
			apartamento que sus padres le tienen alquilado y que consta de una 
			sala, una habitación de dormir, una pequeña cocina y una azotea 
			cubierta, en la que tiene un gran sofá en el que se tumba con 
			frecuencia para estudiar.
 
 El objeto de su llamada era para comunicarme dos cosas. La que a él 
			le tenía más intrigado era la que se refería a su vista: desde la 
			víspera le veía el aura a las personas y a todo ser viviente. Apenas 
			si había oído hablar de eso, pero en cuanto empezó a notarlo había 
			ido a la biblioteca de la Universidad a ver si podía documentarse 
			sobre ello; poco fue lo que pudo conseguir, porque es una triste 
			verdad que la ciencia oficial está muy cerrada a ciertas verdades 
			que una minoría de la Humanidad conoce desde hace muchos siglos.
 
 Lo cierto es que Mario podía ver alrededor de todo ser vivo una 
			luminiscencia multicolor, que variaba mucho de un ser a otro y que 
			en el mismo ser podía variar de un momento a otro. El fenómeno le 
			apasionaba y era algo que tenía constantemente delante sin necesidad 
			de hacer nada ni de esforzarse nada. Simplemente le bastaba con 
			mirar. Le pasaba lo que a una persona que hubiese tenido por años un 
			televisor en blanco y negro y de repente le pusiesen delante un 
			televisor en color. Durante largos ratos se pasó distinguiendo la 
			diferencia de las auras de cada persona, y cómo éstas cambiaban en 
			relación a cómo cambiaba el ánimo del sujeto.
 
 A medida que iba pasando el tiempo Mario ha ido aprendiendo muchas 
			cosas sobre el aura y gracias a ella, en la actualidad ya sabe 
			distinguir muchos aspectos de la persona, según los colores de su 
			aura, y con mucha frecuencia, nada más ver a un individuo, aunque 
			sea por primera vez, ya puede hacer un retrato de sus cualidades 
			físicas y psíquicas. Aunque dice que cree que llegará a valerse 
			mucho más de este poder que posee, cuando conozca más cosas de la 
			relación que hay entre el aura y el estado de las personas y cuando 
			sea capaz de verla todavía mejor.
 
 La otra cosa que me comunicó aquel día fue que le habían dicho que 
			pronto lo iban a visitar físicamente y los iba a ver. Aproveché para 
			usar un poco su ordenador y nos despedimos hasta dentro de dos días 
			cuando yo vendría a copiar en él unos borradores que tenía escritos 
			a máquina.
 
 Hasta entonces yo tenía que proceder «por fe». Es decir, tenía que 
			creer todo lo que Mario me decía, porque en realidad no había visto 
			nada por mis propios ojos. Cuando a los dos días fui a su casa, lo 
			encontré tumbado en su sofá y quejándose de una gran molestia en la 
			garganta. Se levantó y se puso a buscar unas pastillas en el 
			botiquín del cuarto de baño. No las encontraba y recuerdo que le 
			ayudé un poco en la búsqueda, aunque inútilmente. Cuando ya él había 
			cesado de buscar, yo entré para no sé qué en su habitación y allí, 
			en la mitad de la colcha tersa, encima de la cama hecha, estaba 
			perfectamente visible la cajita de la medicina.
 
 En este caso no tuve que hacer un acto de fe en lo que Mario me 
			dijese. Ambos habíamos pasado por allí varias veces y de haber 
			estado en aquel mismo sitio la hubiésemos visto inmediatamente; 
			además, Mario hacía días que no había visto aquella medicina y él 
			mismo había hecho la cama unas horas antes y en ningún momento había 
			tocado aquella cajita. Simplemente apareció allí por arte de magia.
 
 Si éste fuese el único hecho o la única prueba que yo tuviese de la 
			realidad de lo que a Mario le está pasando, merecería ser tachado de 
			ingenuo. Pero es que ésta fue sólo la primera de las pruebas que a 
			medida que ha ido pasando el tiempo han ido ganando en importancia.
 
 La primera vez que Mario vio a uno de estos seres fue así. Se 
			encontraba en una de las sucursales de correos de Madrid, 
			certificando un pequeño paquete. Mientras estaba en la cola trabó 
			conversación con un joven que estaba detrás de él y que dijo 
			llamarse Andru. La conversación fue sobre un tema intrascendente y 
			el joven no tenía nada de particular, excepto que demostraba ser de 
			muy buenas maneras y de apariencia agradable, pero nada 
			extraordinario.
 
			  
			
			Cuando terminó se despidió del joven, pero éste le 
			dijo que si quería ir a «El Corte Inglés» de Castellana él podría 
			llevarlo, porque tenía coche e iba en aquella dirección. 
			Efectivamente Mario iba a «El Corte Inglés» de Castellana y no fue 
			ningún acto de telepatía de Andru ya que en la conversación que 
			habían tenido se lo había dicho. 
 Por el camino, y cuando Mario menos lo esperaba, su acompañante le 
			dijo:
 
				
				«—¿Tú crees que los humanos son los únicos seres inteligentes de 
			este planeta?»  
			A Mario se le agolpó toda la sangre en la cabeza. Se volvió y miró 
			con fijeza a su acompañante. Éste conducía el vehículo de una manera 
			natural y no vio en él nada raro. Pero la pregunta que le había 
			hecho era muy sospechosa.    
			Mario contestó con otra pregunta: 
			 
				
				«—¿Por qué me preguntas eso?» 
				 
			Debió preguntárselo de una manera brusca y como sobresaltado, porque 
			Andru se sonrió largamente hasta que volviéndose hacia él, con 
			lentitud, le dijo mirándole a los ojos:  
				
				«—Tú estás oyendo voces. No temas. Yo conozco todo lo que te está 
			pasando.» 
 —Yo no sentí ningún escalofrío —nos decía Mario en su casa —, y 
			hasta creo que no me inmuté lo más mínimo. Me quedé sonriendo como 
			diciéndole: «Ah, pillín, me querías engañar.» Él guardó un rato de 
			silencio y me dijo que no tenía que preocuparme. Que poco a poco 
			iría conociendo más de ellos y que desde el momento de mi nacimiento 
			ellos habían tenido cuidado de mí porque yo estaba destinado para 
			hacer cosas importantes. Yo no hablaba. Lo dejaba a él que hablase, 
			porque eso me parecía mucho más importante.
 
 »Me habló de cosas generales que iban encaminadas a darme 
			tranquilidad y me dijo que nos íbamos a volver a ver pronto. 
			Llegamos a la esquina de Marqués de Villaverde y la calle Orense y 
			nos despedimos con un apretón de manos. Cuando me bajé ni se me 
			ocurrió tomarle la matrícula al coche, y pensativo como estaba, 
			apenas si me fijé en cómo era éste. Recuerdo, aunque no con mucha 
			seguridad, que era un coche bastante nuevo, no demasiado elegante y 
			de un modelo moderno.
 
 »A los pocos días entré en el «VIPS» de Velázquez y Ortega y Gasset 
			y me puse a hojear las novedades de la librería, cosa que hago con 
			bastante frecuencia, y estando enfrascado con un libro sentí que me 
			tocaban en el hombro. Allí estaba Andru sonriente. De nuevo volví a 
			sentir una gran tranquilidad en su presencia y se me ocurrió 
			invitarlo a tomar un café. Accedió y nos fuimos a la barra. Yo pedí 
			un café y él dijo que prefería un vaso de agua. Hablamos o mejor 
			dicho habló él, la mayor parte del tiempo, acerca de varios temas. 
			Hablaba con gran seguridad, aunque fuese sobre el futuro. Nunca dijo 
			con claridad quiénes eran los que me hablaban ni de dónde procedían. 
			Insistía en que yo era más de ellos que de este planeta, y que al 
			igual que yo, había bastantes otros; y también que más tarde 
			aprendería muchas cosas cuando estuviese suficientemente preparado.
 
 »Se despidió diciéndome de nuevo que nos volveríamos a ver y se fue 
			por la puerta de entrada, perdiéndose entre la multitud que en aquel 
			momento esperaba su turno para poder entrar. Yo me quedé un rato 
			pensando en lo que me había dicho y dándole vueltas en la cabeza a 
			todo lo que me estaba pasando.
 
 »Para entonces ya mis comunicaciones con Mario eran mucho más 
			frecuentes y esto, según él me decía, le daba más tranquilidad que 
			cuando estaba solo, sin saber con quién hablar de lo que le sucedía. 
			De hecho aquella misma tarde me telefoneó para comunicarme el 
			encuentro del «VIPS».
 
			
			Llegó el verano y Mario, tras haber sacado muy buenas notas, se fue 
			a casa de sus padres y posteriormente con toda su familia — dos 
			hermanas y dos hermanos más— se pasaron dos meses en Marbella. 
			 
			  
			
			Estando en Barajas para tomar el avión, cuando se iba a casa de sus 
			padres, sucedió otro hecho en el que involuntaria e 
			inconscientemente me vi envuelto. Me había llamado para contarme 
			algo que le había pasado la víspera y yo me ofrecí para llevarlo al 
			aeropuerto. Estando allá surgió un problema con el billete. Según el 
			agente de «Iberia» el billete no servía porque estaba mal expedido. 
			Había que llamar a la agencia que lo expidió y ya no había tiempo 
			para ello porque el vuelo estaba para salir. Además había exceso de 
			pasajeros y una buena lista de espera. 
 Mario y yo protestamos fuertemente, pero el empleado se mantuvo 
			firme y ante nuestra protesta airada se cerró aún más en su 
			determinación: con aquel billete de ninguna manera podría viajar..., 
			pero de repente se quedó parado. Titubeó. Miró como asombrado hacia 
			nosotros y se volvió para consultar con un compañero.
 
			  
			
			Cuchichearon 
			por unos instantes y se dirigió todo sonriente hacia Mario:  
				
				—Joven, no hay problema alguno. Puede usted coger este avión. Le 
			deseo un feliz viaje.  
			
			Yo me quedé de una pieza.  
			  
			
			No me explicaba la razón de aquel cambio 
			repentino. Porque no fue que el empleado hubiese descubierto que 
			estaba en un error —no volvió a mirar el billete una vez que se lo 
			había devuelto a Mario—, fue que sin razón alguna aparente, había 
			cambiado de opinión y por otra parte el cuchicheo con su compañero 
			resultó también muy extraño. 
 Cuando ya su equipaje estaba facturado, Mario me llamó aparte y me 
			dijo:
 
				
				—¿Te has dado cuenta? 
 —Cuenta ¿de qué?
 
 —Pero ¿no has visto nada?
 
 —No; nada.
 
 —¿No has visto a Andru a tu lado mirando hacía el tipo de «Iberia»?
 
			
			Yo no había visto absolutamente nada. Lo único que vi fue al 
			empleado de «Iberia» quedarse parado y cambiar de opinión 
			repentinamente.  
				
				—Pues lo tenías pegado a tu hombro izquierdo. Apareció de súbito y 
			cuando el de «Iberia» me dijo que me podía ir se sonrió y 
			desapareció de la misma manera. Yo creí que lo habias visto porque 
			estaba allí a tu lado.  
			
			Todo el episodio, de no haber sido por la inexplicable conducta del 
			hombre del mostrador, me hubiese dado que pensar acerca de la 
			capacidad de fabulación de Mario. Pero es que además hubo otra 
			circunstancia que me demostró que allí había pasado en realidad algo 
			paranormal. 
 Cuando llegué a mi casa, mi mujer me miró con una cara de extrañeza 
			que me hizo preguntarle por qué me miraba así. Se acercó y me tocó 
			por el lado izquierdo del cuello. Efectivamente, yo sentía desde 
			hacía bastante rato una especie de picazón en toda esa área. Pero no 
			le había dado importancia.
 
			  
			
			Me miró de cerca y dijo:  
				
				—¿Por qué tienes esta parte del cuello tan roja y por qué del otro 
			lado no tienes nada? ¿Has estado tomando baños de sol? Pero es muy 
			extraño que sólo te hayas quemado de un lado.  
			
			Por supuesto que yo no había estado tomando baños de sol ni me había 
			dado apenas el sol aquel día. Le conté lo que nos había pasado en el 
			aeropuerto y ella, sin esperar a que yo dijese nada más, casi gritó:
			 
				
				—¡Andru! ¡El rojo del cuello es una radiación que emitía Andru! 
			¡Ojala no sea maligna!  
			
			Efectivamente Mario me había dicho que, cuando apareció, estaba 
			pegado a mi izquierda, mirando hacia el empleado que en aquel 
			momento discutía con Mario. La conjetura de mi mujer es más que 
			conjetura. Es la repetición de un hecho con el que nos hemos 
			encontrado muchas veces en la casuística de los OVNIS. En algunas 
			ocasiones el resultado de la radiación no fue tan inocente y el 
			humano murió a las pocas horas. 
 Poco tiempo después, cuando ya Mario estaba en la playa con su 
			familia, sucedió su encuentro más curioso con Andru. Cierto día 
			estaba él solo tumbado al sol, leyendo, cuando aún no había mucha 
			gente en la playa. Cuando levantó la vista del libro y se volvió 
			para cambiar de posición, allí estaba Andru a su lado, sentado en la 
			arena, vestido con una ropa ligera, pero no en traje de baño. Mario 
			se sorprendió de verlo allí de repente y le preguntó cómo había 
			venido.
 
			  
			
			Andru le dijo con tranquilidad y sonriendo:  
				
				—Pues simplemente apareciendo. 
 —No me lo creo. Aquí, ¡delante de tanta gente! Alguno tenía que 
			haberlo notado.
 
 —Pues no es así —contestó Andru—. ¿Quieres que te lo repita?
 
 —Sí.
 
			
			En un segundo Andru ya no estaba allí. Mario miró en derredor, pero 
			ni sombra de Andru. Se había desvanecido. Pasaron unos cuantos 
			segundos y allí estaba él de nuevo, sentado y sonriente. Mario, que 
			ya se iba acostumbrando a ver cosas extrañas, simplemente se encogió 
			de hombros y contestó con otra sonrisa sin comentar más. 
 Aquel día Andru fue más comunicativo y le contó muchas cosas de su 
			vida propia. Según lo que entonces le dijo, él era un ser igual que 
			Mario; es decir, nacido en este planeta pero en realidad 
			perteneciente a otro; su cuerpo era humano pero su mente o su alma 
			eran de fuera, aparte de que en su concepción, gestación y 
			alumbramiento «ellos» habían intervenido muy directamente.
 
			  
			
			Durante 
			la infancia «ellos» vigilan muy de cerca todas las actividades de 
			sus «implantados», para que no les suceda nada grave. Primeramente 
			escogen familias sanas, en donde ven que van a recibir una educación 
			buena, aunque la «bondad» a que ellos se refieren no coincide 
			exactamente con lo que nosotros llamamos «bueno». 
 A pesar de que el cuerpo de estos individuos es humano, tiene 
			ciertas variantes, imperceptibles a simple vista la mayor parte de 
			ellas. Sin embargo, por el hecho de que ellos manejan los genes de 
			su gente, ésta con frecuencia no se parece nada a los demás miembros 
			de la familia. De hecho Mario no parece hermano de sus hermanos y 
			tiene unas características fisiológicas completamente distintas a 
			ellos. En cambio Andru se parece bastante a él.
 
 Éste siguió diciéndole, siempre tumbado en la arena, que en un 
			tiempo él había estado en la misma situación en que Mario estaba 
			entonces; es decir, comenzando a descubrir todas estas tremendas e 
			increíbles realidades.
 
			  
			
			Que poco a poco «ellos» fueron enseñándole 
			cosas y activando sus capacidades de modo que en la actualidad él, a 
			pesar de que vivía en un lugar concreto de Francia, y se comportaba 
			como un ser humano, tenía mucha mayor comunicación con «ellos» y era 
			capaz de hacer cosas «imposibles» como la que le acababa de 
			demostrar unos momentos antes, o lo que es todavía más increíble, 
			trasladarse desde donde vivía en Francia hasta la playa española en 
			un momento. Con un golpecito en el hombro le dijo a Mario que 
			tuviese paciencia, que él podría llegar a hacer lo mismo, pero para 
			ello tendría que pasar, al igual que él, toda una preparación que le 
			sería dada cuando «ellos» creyesen que ya estaba maduro. 
 Le dijo también que las playas estaban bastante contaminadas y que 
			mucha gente, a causa de ello iba a tener enfermedades cutáneas. 
			También lo precavió para que no abusase de los baños de sol, y de 
			hecho, a ruegos de Mario, le echó crema en la espalda.
 
 Le dijo, además, que él vendría a verlo de vez en cuando, pero que 
			su trato principal sería con otros de «ellos» que estaban 
			especialmente encargados de instruirlo y que no eran humanos como él 
			y Mario, es decir, nacidos en este planeta, sino venidos del mundo 
			original al que todos pertenecían. Se despidieron y en un momento 
			Andru ya no estaba allí. No se fue caminando como había hecho en 
			otras ocasiones, sino que repentinamente desapareció. Mario miró a 
			su alrededor para ver si alguien entre las muchas personas que ya 
			entonces había en la playa, se había dado cuenta. Pero nadie daba la 
			impresión de haber visto nada.
 
 Después de aquella entrevista, tuvo para pensar mucho con todo lo 
			que su misterioso amigo le había dicho. Lo primero que le vino a la 
			mente, corroborando lo que Andru le había contado acerca de la 
			especial protección de que había gozado durante toda su vida, fue el 
			tremendo accidente de moto que había sufrido años atrás, en el que 
			«milagrosamente» no le había pasado nada.
 
			  
			
			Mario iba de acompañante 
			en la parte de atrás de una moto muy potente manejada por un loco. 
			Iban por una autopista a más* de 180 por hora; algo pasó y Mario se 
			vio volando por el aire. Quedó tendido en la cuneta a más de cien 
			metros de donde había sido el primer impacto. Recuerda que cuando 
			llegaron a él los que se acercaron a auxiliarle, no se atrevían a 
			bajar al fondo de la cuneta en donde él estaba tendido inmóvil, 
			pensando que estaba muerto. No podían deducir otra cosa habiendo 
			sido testigos de cómo él había salido despedido después del 
			formidable impacto. El que conducía la moto, aunque no murió, se 
			rompió cuantos huesos tenía.  
			  
			
			Mario, tras unos minutos de 
			aturdimiento se fue incorporando lentamente y ¡no le había pasado 
			absolutamente nada! 
 Sin embargo, a pesar de que la impresión del accidente había sido 
			muy fuerte, siempre le había quedado un sensación extrañísima que se 
			sobreponía a aquélla: tenía la impresión de que cuando volaba, tras 
			el impacto, alguien lo llevaba por el aire como si lo sostuviese en 
			brazos. Cuando llegó al suelo sintió la misma impresión; no se dio 
			un golpe violento, sino que fue como si lo depositasen con cuidado 
			en tierra.
 
 Éste no fue el único accidente en que Mario se ha visto envuelto. En 
			otra ocasión viajaba al lado del chófer, sin llevar puesto el 
			cinturón de seguridad. Era un coche pequeño y el joven que lo 
			conducía iba a gran velocidad. La visibilidad era mala y en un 
			momento se encontraron que delante de ellos, parado, había un gran 
			camión. Literalmente toda la parte delantera del turismo en que 
			Mario viajaba, a pesar del gran frenazo, quedó incrustada debajo de 
			la caja del camión.
 
 En este tipo de accidentes, de ordinario los que van delante, y 
			sobre todo el acompañante del chófer, suelen quedar decapitados o 
			con el cráneo destrozado.
 
 En nuestro caso el impacto fue tal, que el joven que iba en el 
			asiento de atrás, inmediatamente detrás de Mario, quedó muerto en el 
			acto y sólo pudo ser sacado mucho después; el que conducía tuvo que 
			esperar un buen rato a que trajesen grúas e instrumentos para 
			extraerlo del amasijo de hierros en que estaba atrapado, con 
			múltiples fracturas y heridas, pero vivo de milagro.
 
 El coche quedó literalmente empotrado debajo del camión y las 
			personas que se acercaron en seguida, gritaban nerviosas al ver que 
			no se podía hacer nada para sacar a los ocupantes, pues las puertas 
			ya no existían en todo aquel montón de hierros retorcidos.
 
 Mario me cuenta:
 
				
				—Yo vi aparecer de repente el camión parado; sentí el frenazo y el 
			tremendo golpe, pero a continuación me vi entre las personas que 
			estaban gritando al lado del coche. A mi derecha una señora, en un 
			ataque de histeria, gritaba:  
					
					«¡Dios mío, qué horror! ¡Se han matado 
			todos!»  
				A lo que yo instintivamente le contesté:
				 
					
					«No señora, a mí no 
			me ha pasado nada.»  
				«Entonces se volvieron todos a mí sin poderlo creer y me miraban 
			como a un aparecido.  
					
					»—¿Pero estabas tú ahí dentro? 
					
 »—Sí —les dije—. Y aún hay otros dos. —Y me seguían mirando de una 
			manera rara.
 
				»Yo no tenía ni un rasguño. Siempre pensé que allí había pasado algo 
			raro pero ni se me pasaba por la imaginación que alguien pudiese 
			velar de una manera tan cercana y tan eficaz por mi seguridad 
			personal.  
			
			Como nuestro trato fue haciéndose cada vez más frecuente — en la 
			actualidad lo considero como si fuese un hijo mío—, en alguna 
			ocasión hemos hecho alguna excursión en bicicleta por las afueras de 
			Madrid. Pues bien, un día en que se cayó de la bici, cuando me 
			acerqué a él para ver si se había hecho daño, me dijo simplemente:
			 
				
				—Me ha vuelto a pasar lo mismo que cuando el accidente de la moto; 
			me han depositado en el suelo.  
			
			A estas alturas, tal como le pronosticó Andru hace aproximadamente 
			un año, Mario ya tiene alguna cualidad paranormal de la que he sido 
			testigo muchas veces. Se trata de una mezcla de telepatía y 
			clarividencia, que bien desarrollada y usada puede ayudarle mucho en 
			la vida. 
 Según él, cuando quiere saber algo, cierra los ojos, se concentra y 
			en seguida aparece una pequeña pantalla en la que está escrito lo 
			que él quiere saber. He hecho con él la prueba de esto bastantes 
			veces y estoy convencido de que puede saber cosas que su mente 
			consciente desconoce.
 
 Cuando le pregunto alguna cosa cuya respuesta ya conozco, tengo 
			derecho a sospechar que se trata de telepatía; es decir, que me está 
			leyendo la mente, lo cual ya de por sí es un hecho paranormal. Pero 
			para evitar esto, muchas veces le he preguntado cosas cuya respuesta 
			desconozco e igualmente, tras acudir a su pantalla, me las ha 
			contestado.
 
 Para esto me he servido bastante del instructivo juego llamado 
			Trivial en el que hay miles de preguntas de unos cuantos temas. Pues 
			bien, en las escasas ocasiones en que basado en sus propios 
			conocimientos no es capaz de contestar alguna de las preguntas — 
			recuérdese que Mario es un alumno brillante de ciencias químicas y 
			que además ha sido muy aficionado a la lectura desde que sin que 
			nadie se lo enseñase aprendió a leer—, cierra los ojos, pone las 
			manos en la frente y en segundos deletrea en voz alta lo que lee en 
			su pantalla que a veces, según él, está algo borrosa.
 
 Una de las cosas más significativas en todo este proceso que se está 
			desarrollando con Mario es la entrada en escena de Rufo.
 
 Tal como Andru le había dicho, Mario iba a conocer a otros 
			individuos que no habían nacido en este mundo y una de cuyas 
			misiones aquí era la de instruir y proteger a él y a otros «Marios» 
			que había por ahí. Y efectivamente así fue.
 
			  
			
			Un buen día se presentó 
			Rufo «en carne y hueso». 
 En realidad no sé cuál es su verdadero nombre y ni siquiera si lo 
			tiene, pero yo, en cuanto Mario me empezó a hablar de él, lo bauticé 
			como «Rufo» y con ese nombre se ha quedado. Aunque como todos estos 
			individuos extrahumanos le dan una gran importancia a los nombres 
			—en realidad a los sonidos y vibraciones que producen— no me 
			extrañaría que cualquier día de éstos me llegue la orden de que no 
			le vuelva a llamar a Rufo y que se lo cambie por alguno otro 
			escogido por él. Lo cual no me gustaría nada, sobre todo si el nuevo 
			nombre se pareciese a otros que ya conozco y de los que sospecho 
			mucho.
 
 Rufo no fue el primer no-humano que Mario vio. Antes se le 
			presentaron otros que se turnaban, pero el que lo visita en estos 
			últimos meses de una manera fija es Rufo.
 
 Todos visten poco más o menos lo mismo. Llevan una capa de color 
			claro con mangas, que les cae hasta más abajo de la pantorrilla. Su 
			altura media es de 1,75 a 1,80 metros y tienen el pelo largo hasta 
			el hombro, de un color rubio no muy claro.
 
 Su manera de hacer contacto con Mario no es como la de Andru. Éste 
			es más «físico», más humano y por eso es para él más natural el 
			mezclarse con la gente y aparecer caminando, aunque también esté en 
			su mano aparecer y desaparecer repentinamente, tal como hemos visto. 
			Pero Rufo y sus compañeros ordinariamente se presentan en la 
			habitación o en la casa de Mario tal como lo vemos en ciertas series 
			de televisión. Así fue como los vio por primera vez.
 
 Estaba dormido; sintió que lo despertaban y la voz le dijo:
 
				
				—Vete a la sala que tienes visita. 
				 
			
			Se levantó en seguida y en pijama se fue a la sala donde encontró a 
			dos individuos que lo saludaron muy afectuosamente. Hablaron un rato 
			sobre generalidades y le dijeron que seguiría recibiendo visitas 
			cada cierto tiempo y cuando ellos vieran que lo necesitaba. También 
			le dijeron que más tarde tendrían que llevárselo durante quince días 
			para darle instrucciones y toda la preparación que le hacía falta 
			para que pudiese desenvolverse bien en el mundo. 
 A Mario no le gustó mucho esto de tener que estar quince días 
			«fuera», sin saber exactamente dónde. De hecho lo citaron un día por 
			la noche, cerca de un lago como a un kilómetro de la casa, y no fue. 
			Otro día también lo volvieron a citar, nuevamente cerca de otro 
			laguito, aunque éste a sólo cien metros de su casa y de dimensiones 
			mucho menores y, no sé sí influido por mis consejos, tampoco acudió 
			a la cita.
 
 Creyó que iban a enfadarse con él por ello, pero no fue así. En 
			distintas ocasiones le han dicho que él haga siempre lo que crea que 
			debe hacer.
 
 Antes de comenzar la «era de Rufo», que es en la que estamos ahora, 
			tuvo algunas experiencias con otros que luego no volvieron a 
			presentarse. La más extraña de todas fue la siguiente.
 
 Estando un día en la tinca de sus padres, con su familia, sintió que 
			lo despertaban por la noche v oyó que le decían:
 
				
				«Vístete y sal al 
			patio.»  
			
			Se vistió y salió al patio.  
			  
			
			A pesar de que hay algunas casas por 
			allí diseminadas, se ve el campo abierto con árboles dispersos y se 
			puede distinguir una gran extensión de cielo. Mario salió de la casa 
			y se alejó un poco de ella. Como a unos trescientos metros de 
			distancia v a unos treinta o cuarenta del suelo estaba inmóvil en el 
			aire un gran aparato circular que desprendía un gran resplandor. 
			 
			  
			
			Mario, sin inmutarse mucho. aunque era la primera vez que veía una 
			cosa así, se quedó mirándolo fijamente durante un rato, cuando vio 
			que del aparato salía como un hilo de luz o como un alambre 
			iluminado que se dirigía rápidamente hacia donde él estaba. Se quedó 
			quieto y pudo ver un trazo luminoso finísimo que llegaba desde el 
			aparato hasta unos dos metros de donde él tenía los pies. Cuando 
			estaba contemplando aquella cosa tan rara vio que algo avanzaba por 
			encima del hilo de luz. Era un ser humano que se deslizaba 
			rápidamente hacia él. 
 En un segundo, un ser aparentemente humano, aunque con una 
			vestimenta un poco diferente, estaba ante él. Lo saludó y le 
			preguntó cómo estaba, en perfecto castellano. Le dijo que eran sus 
			hermanos y que había venido a visitarlo para que tuviera fe en 
			ellos, y algunas cosas más por el estilo.
 
 Acabada la conversación —de la que yo creo que Mario me oculta 
			algunas partes por habérselo así pedido ellos— el misterioso 
			visitante se despidió y se volvió al aparato de la misma manera que 
			había venido. Daba la impresión de que patinaba sobre aquel rayo de 
			luz, aunque esta vez era cuesta arriba.
 
 Mario se volvió para entrar en su casa y se quedó asombrado cuando 
			vio delante de él otro hilo de luz, en todo semejante al que acababa 
			de ver, que partía precisamente de debajo de sus pies hacia la 
			puerta de su casa. Sin hacer él esfuerzo alguno por su parte sintió 
			que lo empujaban, de modo que comenzó a deslizarse suavemente por 
			encima del hilo. Como dormía en la parte alta de la casa, el rayo de 
			luz subía también por las escaleras y llegaba hasta su misma cama, 
			de modo que sin ningún esfuerzo se encontró de nuevo en su 
			habitación, sin que nadie en su casa, donde todos dormían, se 
			hubiese percatado de nada.
 
 La propia «era de Rufo» comenzó en el año 1986-1987, cuando Mario 
			regresó a la Universidad, en Madrid. Rufo se le aparecía en casa con 
			cierta frecuencia, sobre todo cuando Mario tenía alguna dificultad, 
			y por entonces surgían muchas, pues los estudiantes estaban bastante 
			agitados y Mario participaba muy activamente en todas las 
			manifestaciones.
 
 Además Rufo estaba muy atento a los pequeños conflictos 
			sentimentales de Mario que por aquellas fechas se había echado novia. 
			Ésta era de un genio muy vivo y él tampoco pecaba de ser pacato, de 
			modo que en los primeros tiempos, aunque se querían y se siguen 
			queriendo de verdad, tenían bastantes choques. Esto desconsolaba 
			mucho a Mario y era entonces cuando el buen Rufo hacía su aparición. 
			No precisamente como un Celestino cualquiera para que hiciese las 
			paces con su novia, sino para hacerle recobrar la paz de espíritu, 
			pues el no tenerla, según él, le perjudicaba bastante en su proceso 
			de maduración para recibir todas las enseñanzas que ellos querían 
			transmitirle.
 
 Una de las veces en que Rufo vino, yo estaba en casa de Mario 
			trabajando en el ordenador. Él estaba muy agitado, pues había tenido 
			una buena trifulca con su novia. Yo estuve como una hora tecleando, 
			completamente inmerso en mi trabajo, en el salón grande. De vez en 
			cuando percibía unos ligeros susurros que provenían de la habitación 
			donde Mario estaba. Yo no les prestaba atención alguna y en algún 
			momento supuse que se trataba de la televisión que Mario había 
			puesto a muy bajo volumen para no molestarme.
 
 Estaba ya revisando lo que había hecho, cuando entra Mario con cara 
			muy sonriente:
 
				
				—Ni te has enterado. 
 —Enterado ¿de qué?
 
 —De que he estado una hora hablando con Rufo.
 
			
			Había estado todo aquel tiempo sentado en el sofá, hablando 
			tranquilamente con Mario, y según éste, nadie podría distinguirlo de 
			un ser humano normal. 
 A veces sus consejos son muy concretos, como cuando le decía que no 
			saliese en determinados días al centro de Madrid porque había 
			peligro de que hubiese algún atentado. Efectivamente, por aquellas 
			fechas los atentados de ETA eran frecuentes y en los lugares más 
			inesperados.
 
 La prueba mejor que yo tuve de que Mario no mentía fue cierto día en 
			que comencé a escribir lo que le estaba pasando, pero enfocándolo de 
			una manera negativa. Porque el lector tiene que caer en la cuenta 
			que tratar de estos temas y más aún verse envuelto en ellos, es algo 
			que en primer lugar requiere una gran dosis de serenidad y de sangre 
			fría y en segundo lugar demanda muchas horas de reflexión, cuando no 
			de perplejidad y aun de ganas de huir de algo tan confuso y tan 
			incomprensible para la mente.
 
 Pues bien, yo había escrito en mi casa un folio entero, a espacio 
			sencillo, con todo lo que hasta entonces sabía —que era aún muy 
			poco— del asunto de Mario. Probablemente, si hubiese sabido más, no 
			lo hubiese enfocado de aquella manera.
 
 Como ya dije, lo presentaba como algo negativo de lo que hay que 
			huir a toda costa y comparaba el caso de Mario con otros en los que 
			el contactado había terminado muy mal.
 
 No hacía ni media hora que había terminado de redactarlo cuando 
			suena el teléfono:
 
				
				—Salvador, tengo un recado para ti. No debes 
			escribir eso
			que estás escribiendo. 
			
			Yo me hice el desentendido:  
				
				—¿De qué me estás hablando? 
 —Pues no sé exactamente, pero eso es lo que me han dicho.
 
			
			Cambié la conversación hacia otros temas, hablamos brevemente y 
			colgamos. A los veinte minutos nueva llamada de Mario:  
				
				—¿Vas a estar en casa? Tengo algo que llevarte. 
				
 —Sí. Aquí te espero.
 
			
			A la media hora llegó con un folio plegado. Lo abrí y no salía de mi 
			asombro. En aquel folio estaba copiado al pie de la letra todo lo 
			que yo había escrito unas dos horas antes. Recuerdo que había 
			escondido los originales y la copia y fui a buscarlos para cotejarlo 
			con lo que me acababa de traer Mario. Excepto en un lugar en que yo 
			escribía un nombre propio en abreviatura y Mario lo había escrito 
			completo, todo lo demás era exactamente igual palabra por palabra y 
			punto por punto.  
			  
			
			Le pregunté:  
				
				—¿Cómo has escrito esto? 
 —Me lo han dictado.
 
			
			Como ya he dicho, Mario no tenía entonces la capacidad de leer en su 
			pantalla tan desarrollada como la tiene ahora. Hoy día le bastaría 
			con cerrar los ojos y concentrarse para poder leer el texto sin que 
			tuviese que venir nadie de fuera a dictarle nada. 
 Cierto día, Mario había venido a mi casa muy acongojado porque la 
			novia le había dicho que lo iba a dejar y la razón era porque no le 
			dedicaba a ella todo el tiempo que debía. Se lo decía todo en una 
			frase que le repetía a todas horas:
 
				
				«Quieres más a tus libros que a 
			mí.»  
			
			Mario no quería renunciar a seguir siendo el mejor de su clase, pero 
			por otro lado sentía mucho por aquella muchacha y de ahí su estado 
			de desesperación. Habíamos estado hablando, junto con mi esposa, 
			hasta altas horas de la madrugada, mezclando en la conversación su 
			problema sentimental con el problema «ultraterrenal» en que estaba 
			envuelto, y las horas se nos habían ido volando.  
			  
			
			Repentinamente se 
			levantó y dijo de una manera muy
			decidida:  
				
				—Tengo que irme.  
			
			Como él tiene coche propio, no me ofrecí a llevarlo hasta su casa y 
			vi como lo más natural que se marchase.  
			  
			
			Al día siguiente me llamó:  
				
				—¿No viste nada ayer? 
 —No. ¿Qué era lo que tenía que ver?
 
 —Cuando yo dije que me tenía que ir, era que me acababan de decir 
			que bajase, porque me iban a recoger en el portal y me iban a llevar 
			a un sitio para hablar. Por eso te preguntaba si habías visto desde 
			la ventana el coche en que me vinieron a buscar.
 
 —Yo creí que te habías ido en el tuyo, pero de haberlo sabido, de 
			muy buena gana me hubiese asomado. De modo que otra vez avisa.
 
			
			Eran cuatro individuos los que lo habían recogido. Uno de ellos era 
			Rufo, que daba la impresión de ser el jefe, mientras los otros eran 
			sólo ayudantes ya que apenas sí hablaban y obedecían loque Rufo les 
			decía. El color del coche, según Mario, era claro. Él recuerda que 
			fueron por la M-30 un buen rato, hasta llegar a un sitio a orillas 
			del Manzanares, en donde hay una explanada.  
			  
			
			Allí vio un autobús. 
			Bajaron y entraron en él. Mario se quedó atónito, porque lo que por 
			fuera parecía un autobús interiormente era un enorme salón en el que 
			cabrían muchos autobuses. Dentro había bastante gente, varones y 
			mujeres, todos vestidos como Rufo, atentos a diversos quehaceres. 
			Apenas si prestaron atención alguna a los recién llegados, a pesar 
			de ser Mario diferente a ellos. Sin embargo, según su opinión, Rufo 
			era el jefe de toda aquella gente. 
 Según él le ha dicho, en España hay sólo otra persona que está en 
			sus mismas condiciones; es decir, que es un implantado de ellos 
			aquí. Está en la ciudad de Cádiz y Mario no lo conoce, pero algún 
			día probablemente llegará a conocerlo igual que conoció a Andru.
 
 La mayor parte de toda aquella gente en el «autobús» estaban atentos 
			a un sinfín de pantallas en las que aparecían toda suerte de cosas y 
			personas. En una de ellas Mario pudo ver sucesivamente las caras de 
			personas muy relacionadas con él. Según Rufo le dijo, «ellos» llevan 
			control no sólo de las personas que les interesan directamente, sino 
			de las que están inmediatamente relacionadas con ellas.
 
 Así se encuentra en este momento el asunto de Mario.
 
 ¿Adónde irá a parar todo ello? No lo sé. Lo que sí sé es que estoy 
			metido en él hasta el cuello y todavía de una manera más profunda de 
			lo que he podido expresarle al lector. Porque lo cierto es que me 
			han dado permiso para publicar todo esto sólo a condición de que me 
			calle otras cosas. Y la verdad es que no quiero incurrir en las iras 
			de tan poderosos señores.
 
 Comprendo que el lector pueda quedar un poco defraudado pues 
			únicamente tengo mi palabra para probar todos estos hechos. Pero 
			espero de aquí a algún tiempo poder tener alguna prueba tangible y 
			poderle dar más detalles de todo este apasionante asunto y hasta 
			poderle decir cuál ha sido mi impresión personal de Rufo, pues tengo 
			fe que algún día cumplirá la palabra que le ha dado a Mario de 
			dejarse ver por mí y de conversar conmigo.
 
 Pero no crea el lector que entretanto voy a estar nervioso centrando 
			toda mi vida alrededor del momento en que se les ocurra presentarse 
			delante de mí. Nada de eso. Yo seguiré haciendo mi vida normal, 
			tratando de conocer cada día más cosas de este misterioso mundo en 
			que vivimos y procurando ser cada día mejor persona humana.
 
 
			
			Última hora
 
 Como en los viejos tiempos del periodismo, hay una «últi-ma hora» 
			escrita cuando ya todo el libro está listo para la imprenta.
 
 Ayer necesité para ciertas diligencias mi DNI y por mucho que lo 
			busqué no aparecía por ninguna parte. Desesperado, le dije a mi 
			mujer que llamase a Mario y le dijese a ver si él podía hacer algo.
 
 Mario protestó porque Rufo le había dicho que estaba abusando un 
			poco de su «pantalla» y que no debería usarla si no fuese en casos 
			de extrema necesidad, pues corría el peligro de que si la usaba 
			exageradamente eso podría dificultar posteriormente el pleno 
			desarrollo de su facultad de ver en ella. Pero ante la insistencia 
			de mi mujer, Mario le dijo que iba a hacer una excepción y que nos 
			llamaría en cuanto tuviese algo.
 
 Creo que no habían pasado cinco minutos cuando sonó el teléfono.
 
				
				—He visto en la pantalla que además del DNI hay un pasaporte y una 
			tarjeta en la que se lee algo así como «La Guardia», pero no lo 
			puedo leer claro. 
 —Efectivamente. Pero, ¿dónde están?
 
 —Están en la quinta estantería de la biblioteca comenzando a contar 
			por la derecha y en el anaquel tercero empezando desde abajo hacia 
			arriba. Están debajo de un montón de libros en gallego que están 
			tumbados.
 
			
			Allí fui inmediatamente. 
			  
			
			 Levanté los libros y allí estaba mi DNI y 
			las otras cosas. Un mes antes habíamos recolocado los libros de la 
			biblioteca y los documentos habían quedado sepultados 
			inadvertidamente. De no haber sido por Mario yo hubiese tardado 
			meses en descubrirlos y sólo por casualidad, pues nunca se me 
			hubiese ocurrido buscar allí en donde lógicamente no deberían estar.
			
 En cuanto a la tarjeta en que él leía «La Guardia» era un 
			certificado de vacunación venezolano hecho años atrás en el puerto 
			de La Guaira,
 
 El misterio sigue en pie.
 
			  
			
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