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			LULA
 
 Conozco a Lula desde 1973.
 
			  
			Había sido invitado a hablar sobre mis 
			experiencias en las investigaciones acerca del fenómeno OVNI, a casa 
			de un amigo inglés, ingeniero de profesión, en la ciudad de Caracas. 
			Con ese motivo él había invitado además a un grupo de personas 
			interesadas en el tema. Uno de los invitados fue Lula, que se 
			suponía vendría con su esposo, que aunque no tan interesado como 
			ella, de vez en cuando hablaba de cosas muy interesantes sobre estos 
			mismos temas, por las que se veía que conocía a fondo el asunto. 
 Lula vino, pero sin su esposo, y participó activamente en la 
			conversación que tras mi charla se entabló entre todos los que 
			habían asistido. Nos despedimos y en ningún momento pude yo 
			sospechar que precisamente por aquellas fechas estaba ella siendo 
			testigo directo y en cierta manera actriz principal en un 
			interesantísimo drama en el que el otro actor era un 
			«extraterrestre», con todas las reservas que esta palabra me 
			produce.
 
 Habrían de pasar casi diez años antes que volviese a ver a Lula, 
			esta vez en Madrid, tras el programa «Medianoche» de Antonio José Alés en la Cadena SER.
 
 Lula me llamó por teléfono diciendo que quería hablar conmigo al día 
			siguiente. Durante todo ese tiempo yo había sabido de ella en muchas 
			ocasiones, por comunes amigos que comenzaron a hablarme de su 
			interesantísimo caso.
 
 Todo había empezado a principios de los años setenta, en el Museo de 
			Carrozas que existe en el Palacio Real de Madrid. Lula estaba 
			tomándose unas vacaciones, para descansar un poco de las muchas 
			tensiones a que últimamente se había visto sometida, por las malas 
			relaciones con su marido. Las disputas eran casi constantes y la 
			gran diferencia de edad entre ellos agravaba aún más las cosas. 
			Aunque el tener que separarse por unos días de sus pequeños hijos 
			era algo que le disgustaba, tomó la decisión de ausentarse para 
			poder reflexionar mejor acerca de la situación y para poder 
			serenarse.
 
 Aquella tarde el museo estaba prácticamente vacío. Lula se había 
			detenido ante un viejo landó cuando oyó las pisadas firmes de 
			alguien que lentamente se acercaba hacia donde ella estaba. A medida 
			que los pasos se aproximaban sentía como si verticalmente le 
			clavasen un puñal helado a lo largo de toda la columna vertebral.
 
 Pero no se volvió. Únicamente miró de reojo hacia abajo para ver si 
			podía distinguir quién estaba situado detrás de ella. Sólo pudo 
			distinguir los lustrados zapatos de un hombre pero no levantó la 
			vista para verle la cara.
 
 Conmocionada por la fuerte impresión física que había recibido y al 
			mismo tiempo intrigada por quién podría ser aquel individuo que le 
			había causado semejante conmoción interna, se alejó del lugar y 
			salió al jardín, sentándose en el asiento de un viejo trenecito que 
			por aquellas fechas se hacía aún circular, en un breve recorrido 
			para los turistas. Sacó un libro y se puso a leer.
 
 Al poco rato, el desconocido se acercó a donde ella estaba y sin 
			decir nada se sentó en el asiento de al lado, a pesar de que había 
			muchos otros vacíos, ya que a aquella hora ellos eran prácticamente 
			los únicos visitantes del museo.
 
 Lula volvió a sentir la misma fuerte impresión a lo largo de toda su 
			columna vertebral. Pero no levantó la vista del libro a pesar que se 
			hallaba francamente molesta por la falta de delicadeza de aquel 
			desconocido. Para entonces, ya había podido caer en la cuenta de que 
			se trataba de un hombre joven, extraordinariamente alto y muy bien 
			trajeado.
 
 Tras unos instantes, el desconocido rompió el tenso silencio:
 
				
				—Señorita, ¿de dónde es usted? 
				 
			Lula tuvo la tentación de enviarlo al infierno pero se contuvo y no 
			dijo nada. Y de nuevo oyó la voz:  
				
				—¿Es usted española?  
			Un largo silencio. Lula estaba dispuesta a no cambiar palabra con 
			aquel impertinente desconocido. Pero de nuevo se oyó su voz pausada:
			 
				
				—No. Usted no es española. Ni tampoco francesa... ni italiana. 
				 
			Hubo otro silencio.  
				
				—¡Usted es venezolana!  
			Lula saltó como un resorte al verse así descubierta por alguien a 
			quien no había visto en su vida y que además le estaba resultando no 
			sólo inquietante sino hasta repulsivo, por lo atrevido y 
			desconsiderado.  
			  
			De una forma hostil, como si no creyese lo que le 
			decía, replicó:  
				
				—¿Cómo lo sabe usted? Y además, ¿quién es usted? 
				
 —No importa quién soy ni cómo lo sé. Lo cierto es que usted es 
			venezolana.
 
 —Sí, lo soy, pero no tengo intención de hablar con usted si no me 
			dice quién es y sobre todo cómo ha logrado saber que soy venezolana.
 
			El extraño —al que en el futuro llamaremos 
			Jorge, aunque el nombre 
			que él usaba no fuese ése— dijo cómo se llamaba, pero mantuvo su 
			hermetismo en cuanto a sus orígenes, defendiéndose con evasivas a 
			las preguntas de Lula referentes a muchos pormenores de su vida. 
 La conversación que había comenzado tensa, acabó distendida y mucho 
			más animada. Cuando al cabo de un buen rato llegó el momento de 
			cerrar el museo se despidieron cortésmente en la acera. Al cabo de 
			unos días Lula se volvió para su tierra y pasado un tiempo se había 
			olvidado por completo del extraño incidente en el Museo de Carrozas.
 
 Transcurrieron varios años. Lula daba una recepción en su gran casa 
			de Caracas y se encontraba aquella tarde muy ajetreada atendiendo a 
			los detalles de la fiesta, cuando le dijeron que la llamaban por 
			teléfono.
 
			  
			Al otro lado había una voz desconocida:  
				
				—Hola Lula, ¿me recuerdas? 
 —Por la voz no.
 
 —Soy Jorge.
 
 —¿Jorge? Conozco a varios Jorges y además hoy vienen muchas persona 
			a la fiesta y no sé si serás una de ellas, pero no caigo... ¿Nos 
			hemos visto alguna vez?
 
 —Sí, nos hemos visto y somos viejos amigos. ¿Recuerdas la visita al 
			Museo de Carrozas de Madrid?
 
			Lula recordó en un instante el extraño episodio vivido en Madrid 
			varios años atrás, pero preocupada como estaba con la fiesta de la 
			noche le pareció que era una mala suerte el que precisamente aquel 
			día volviese a presentarse aquel raro hombre.  
			  
			Se le ocurrió una 
			idea:  
				
				—¿Por qué no vienes esta noche a la fiesta y así, aparte de vernos, 
			tienes ocasión de conocer a mucha gente interesante? Porque me 
			imagino que no te sobrarán amigos aquí en Caracas. 
 —Perfecto. Allí estaré puntual.
 
			Cuando Lula colgó, se felicitó a sí misma por haber encontrado tan 
			rápida y brillantemente solución al problema. A los cinco minutos, 
			embebida en la preparación de los canapés y demás detalles de la 
			recepción, ya se había olvidado de la llamada de Jorge. 
 Llegó la hora de la fiesta. Lula y su marido recibían uno a uno a 
			los huéspedes a medida que iban llegando. Estaba saludando en la 
			puerta a uno de ellos, cuando a sus espaldas sintió como un viento 
			helado que se le metió como una daga por la columna vertebral. 
			Instantáneamente recordó la experiencia tenida en Madrid. Se volvió, 
			rápida, y allí estaba Jorge sonriéndole.
 
 Terminó la fiesta sin nada de particular, como no fuese el 
			extraordinario atractivo que Jorge demostró ejercer sobre todos los 
			asistentes, y se despidieron. En la puerta le anunció que su 
			estancia en Caracas no era pasajera sino que intentaba quedarse a 
			vivir allí.
 
 A partir de aquel día comenzó a asediarla para que se divorciase del 
			hombre hosco y viejo con quien estaba casada. Constantemente le 
			repetía: «Salte de ese viejo inmueble», refiriéndose, en parte, a la 
			gran casa en que vivía, situada en uno de los mejores barrios 
			residenciales de la capital, y en parte a su marido, que como 
			dijimos, le llevaba bastantes años de edad.
 
 Lula al principio no le prestaba oídos, pero como las disputas y las 
			diferencias con su esposo eran cada vez mayores, acabó 
			divorciándose, entablando posteriormente relaciones con Jorge, que 
			culminaron en boda al cabo de algo más de un año.
 
 Por todo lo dicho hasta aquí no tenemos derecho alguno a sospechar 
			que Jorge no fuese un ser humano ordinario y a equipararlo con las 
			extrañas entidades a las que nos estamos refiriendo en este libro. 
			Pero de él sabemos muchas más cosas contadas no solamente por Lula 
			sino por sus familiares y amigos. Y si bien es cierto que ninguno de 
			ellos sospechó que pudiese ser un «no-humano» sin embargo no dejaban 
			de extrañarse mucho ante sus raras cualidades.
 
 Ya le dije al lector cómo mi oportunidad de haberlo conocido 
			personalmente se frustró, al no haber él querido asistir acompañando 
			a Lula a una velada en casa de un amigo, en la que yo hablé sobre 
			temas de los que seguramente él sabía mucho más que yo. No era 
			partidario de frecuentar reuniones ni de hacer nuevas amistades. 
			Pero si alguna vez acudía a una reunión, casi seguramente se 
			convertía en el centro de atracción y en el animador de la charla. 
			Daba la impresión de que sabía de todo, y no con un conocimiento 
			superficial, sino descendiendo a detalles propios de un profesional 
			en la materia.
 
 Las cosas por las que un estudioso de estos temas hubiese podido 
			sospechar que se trataba de un «no-humano» son muchas, y Lula las 
			guarda muy bien en su memoria, tal como me las contó en una larga 
			conversación que tengo grabada en varias cintas magnetofónicas.
 
 Tras de su boda con Jorge y en su trato íntimo con él, Lula comenzó 
			a descubrir cosas que la llenaban de asombro cada día.
 
			  
			Estas 
			extrañas cualidades de su marido no sólo no impedían que estuviese 
			muy unida a él sino que me confesó que llegó a estar completamente 
			enamorada.  
				
				—Como marido era perfecto. Me trataba con gran cariño y al mismo 
			tiempo con un gran respeto. A veces me miraba como si yo fuese una 
			niña y en realidad yo así me sentía viendo su gran superioridad en 
			todo. 
 —Con mis dos hijos (habidos en el primer matrimonio) era un padre 
			ideal. Creo que los entendía mejor que yo. Ellos lo querían mucho y 
			al mismo tiempo lo respetaban. Él les adivinaba por completo sus 
			necesidades y sus deseos.
 
			Llegó un momento en que ante tantas cosas extraordinarias que Lula 
			veía hacer a su marido no sabía qué pensar. Nunca llegó a pensar que 
			fuese «extraterrestre» —término que entonces estaba en Venezuela muy 
			de moda— pero en más de una ocasión le preguntó medio en broma medio 
			en serio de dónde era o de dónde había venido.  
			  
			Él le decía siempre 
			lo mismo: era un descendiente de italianos que habían venido a 
			Sudamérica en busca de mejores oportunidades de vida. En efecto, él 
			usaba un apellido italiano bastante corriente en Argentina. Y cuando 
			Lula se ponía impertinente instándole a que le dijese quiénes eran 
			sus padres y dónde había adquirido tantos conocimientos y tantas 
			facultades, él decía que no fuese tan curiosa y con alguna broma 
			salía del paso. Pero nunca dio a entender que él no fuese humano. 
			Más bien trataba de hacer creer que lo era y en cierta manera 
			procuraba adelantarse a las pequeñas dudas que ella pudiese tener 
			ante actuaciones suyas que superaban todos los límites humanos. 
 Su vida era en ciertos aspectos normal pero en otros distaba mucho 
			de serlo. La fuente de sus ingresos era una compañía de importación 
			y exportación de libros que tenía un local y unos cuantos empleados. 
			Jorge la atendía como algo secundario en su vida y daba la impresión 
			de que le importaba poco si le iba bien o mal, aunque a él nunca le 
			faltaba dinero ni se quejaba de apuros financieros.
 
 Sus cualidades extraordinarias lo eran tanto en lo psíquico como en 
			lo físico. En cuanto a lo primero, usaba la precognición como algo 
			normal. En muchas ocasiones preveía y predecía lo que iba a pasar y 
			atenía a ello su conducta, dejando de hacer cosas que hubiese hecho 
			o adelantándose a hacer algo que luego, a causa de los 
			acontecimientos previstos, no iba a poder hacer.
 
 Los hechos que podría narrar son muchos. Cierto día en que iban por 
			la carretera, conduciendo Jorge, repentinamente éste comenzó a 
			decirle a Lula de una manera apremiante y refiriéndose a un camión 
			que iba como a doscientos metros delante de ellos, en una gran 
			bajada:
 
				
				—¡Fíjate en aquel camión! ¡Fíjate bien! 
				 
			Lula clavó los ojos en el camión. Pasaron unos largos instantes y al 
			no ver en él nada de particular le preguntó intrigada:  
				
				—Yo no veo nada. ¿Qué es lo que pasa? 
				
 —¡Fíjate! ¡Va a chocar!
 
			Todavía pasaron unos instantes hasta que, repentinamente, saliendo 
			de un costado de la carretera, apareció un coche contra el que el 
			camión, a pesar de haber frenado violentamente, se dio un tremendo 
			topetazo, volcándose posteriormente. Fue un serio accidente, en el 
			que de haber proseguido Jorge con la velocidad que traía se hubiese 
			visto involucrado, pues estaría rebasándolo en aquellos momentos. 
			 
			  
			¿Cómo supo él que el camión iba a chocar sin que hubiese signo 
			alguno de que iba a aparecer el otro vehículo por el costado? 
 Incidentes como éste, Lula puede contar un sinnúmero.
 
				
				—A veces, cuando íbamos a gran velocidad por la carretera, él paraba 
			violentamente, y cuando yo le preguntaba asustada qué pasaba, me 
			contestaba con gran tranquilidad: «Iba a romperse tal cosa.» Se 
			bajaba; levantaba la tapa del motor, lo arreglaba rápidamente y 
			seguíamos el viaje.  
			Su manera de conducir el automóvil hubiese sido suicida en un ser 
			humano normal. Más que correr, volaba. Lula, al principio, se 
			resistía a viajar con él por el pánico que pasaba, temiendo que en 
			cualquier momento se iban a estrellar. Le rogaba que fuese 
			másdespacio. Él obedecía por un tiempo y en parte, diciendo siempre 
			que no tuviese miedo, que no pasaría nada.  
			  
			Pero al cabo de un rato 
			ya el coche iba de nuevo lanzado a cerca de doscientos por hora y en 
			malas carreteras. Tan normal era esto, que Lula llegó a 
			acostumbrarse y sobre todo después de haber sido testigo 
			repetidamente de cómo él sabía sortear las situaciones más difíciles 
			y salía siempre indemne en donde otros conductores hubiesen 
			perecido.  
			  
			Daba la impresión de que las distancias se acortaban y 
			Lula me ha asegurado que en varias ocasiones hicieron el viaje de 
			Caracas a Barquisimeto en tres horas, cosa completamente imposible 
			para un conductor normal. Además ella se asombraba cómo un coche de 
			tan poca potencia —un «Valliant»— era capaz de desarrollar tan 
			tremendas velocidades y durante tanto tiempo seguido. 
 En cuanto a sus cualidades físicas daba la impresión de haber sido 
			criado en el agua y de pertenecer a este elemento.
 
				
				—Cuando íbamos a la playa, era un espectáculo verlo nadar. En los 
			días de mayor marejada y cuando nadie se atrevía a entrar en el agua 
			por la fuerte resaca y por la violencia de las olas, Jorge con toda 
			tranquilidad se adentraba en el mar, desapareciendo debajo de las 
			grandes olas y reapareciendo entre un mar de espuma cada vez más 
			lejos de la costa. 
 »Al principio yo me asustaba mucho pero ante la seguridad que él 
			mostraba y viendo que siempre regresaba sin haber tenido ningún 
			problema llegué a prescindir de sus entradas y salidas en el mar. En 
			alguna ocasión, viéndolo uno de los salvavidas frente a la playa de 
			un hotel entrar en un mar muy agitado y adentrarse aguas adentro, 
			corrió hacia mí, sabiendo que yo era su esposa y me dijo que aquello 
			era una locura y que le hiciese señas para que volviese 
			inmediatamente porque estaba en un gran peligro. Yo lo tranquilicé y 
			le dije que no se preocupase por que mi marido era un auténtico pez y 
			había hecho eso mismo en muchas otras ocasiones. Él no lo podía 
			creer y se alejó protestando que él no tendría ninguna 
			responsabilidad si pasaba algo.
 
 »A veces tardaba horas en volver sin que yo lo pudiese ver en 
			ninguna parte, aun buscándolo con anteojos de larga vista. A veces 
			lo veía a más de un kilómetro mar adentro regresando hacia la playa 
			nadando a buena velocidad, en sitios en donde abundan los tiburones. 
			Yo de ordinario tomaba mi baño y luego me sentaba tranquilamente a 
			leer para lo cual ya iba bien preparada pues sabía que mi espera 
			podía ser larga.
 
 »Cuando llegaba venía hacia mí, me hacía alguna caricia y me 
			preguntaba mimosamente cómo lo había pasado y comenzaba la segunda 
			parte del espectáculo aún más extraordinaria que la primera y por lo 
			menos mucho más visible. Con frecuencia, las personas que habían 
			caído en la cuenta de que aquel hombre había desafiado por más de 
			dos horas la furia de las olas en los días en que nadie bajaba a la 
			playa, se acercaban para verlo de cerca, pero se quedaban aún más 
			pasmadas cuando lo veían practicar rutinariamente su ejercicio que 
			podríamos llamar «posnatatorio».
 
 »Solía decirme: «Lulita, me voy a calentar un poco.»
 
			Y comenzaba a 
			correr a todo lo largo de la playa. Primero comenzaba trotando a 
			grande zancadas, pero paulatinamente su velocidad se iba 
			incrementando hasta ser comparable a la de un caballo de carreras a 
			todo galope. La gente, desde el malecón y desde la carretera que 
			corría paralela a la playa, se quedaba pasmada ante «aquello» que 
			veían pasar a toda velocidad y recorrer los dos o tres kilómetros de 
			playa en menos de dos minutos.  
			  
			Al llegar a las rocas del extremo y 
			sin detenerse absolutamente nada, volvía para atrás y hacía el mismo 
			recorrido a la misma velocidad. Recorría la playa varias veces en 
			ambas direcciones y era tan llamativo que los automóviles se 
			detenían para verlo y la gente se bajaba y se acercaba a la arena 
			para ver de cerca a quien corría a tal velocidad.  
			  
			Todo lo que le 
			diga en este particular es menos que la realidad. 
 Lula sigue contando, y aunque han pasado unos cuantos años y Jorge 
			ya no está en este mundo, se le nota todavía un entusiasmo cuando 
			recuerda las hazañas del que fue su compañero perfecto.
 
				
				—Y fíjese que esto lo hacía un hombre que acababa de estar dos horas 
			o más en agua fría del océano nadando sin parar y además lo hacía 
			alguien ¡que no tenía pulmones!  
			Esta afirmación de Lula me hizo arquear las cejas. Ella, dándose 
			cuenta de mi extrañeza, me dijo que me explicaría un poco más tarde 
			cómo supo semejante extraño detalle de su anatomía. 
 Me extrañó que me dijese que tenía una foto de Jorge. Como ya he 
			dicho, a estos individuos venidos de otras dimensiones no les gusta 
			que los fotografíen y se las ingenian para que nadie lo haga, y si 
			lo hace, para que no salgan las fotos. Aunque la verdad es que tener 
			una sola fotografía de un marido tan querido es más bien algo 
			extraño, cuando lo lógico es tener varias docenas de ellas en todas 
			las posiciones y en diversas épocas.
 
 Pero se ve que Jorge hizo una excepción y creyó que ya era 
			suficiente el dejarle una a su mujer. En muchísimos otros casos en 
			que ha habido una gran unión entre un «no-humano» y un humano, 
			aquél, a pesar de la amistad, no ha querido dejar ni permitir foto 
			alguna a su amigo o amiga.
 
 Naturalmente le pedí que me la dejase ver. Jorge aparece en ella 
			sentado, con sus largas piernas cruzadas y no completamente de 
			frente, sino vuelto de medio lado, de modo que no se le ven los 
			ojos. Da la impresión, una vez más, de que no quiso que la cámara 
			fotográfica lo enfocase de frente y le tomase los ojos. Por lo 
			demás, sus facciones no tienen nada de extraordinario. Se diría de 
			él que podría tener algo de sangre india por el tono del color de su 
			piel y por su pelo negro. Lula, con toda razón, guarda su única foto 
			como un tesoro.
 
 El lector estará intrigado por saber cuál fue el fin de la unión de 
			Jorge con Lula, una vez que hemos dicho en líneas anteriores que 
			Jorge ya no estaba en este mundo.
 
 Al poco de su matrimonio, Jorge empezó a quejarse de la gran 
			contaminación del aire que respiraba. Decía que aquello perjudicaba 
			mucho a su salud. Lula le sugirió que comprasen una casa en las 
			afueras de la ciudad, donde el aire era mucho más puro. Jorge, 
			incomprensiblemente para Lula, replicaba: «No es el aire de la 
			ciudad propiamente lo que me hace daño. Es la atmósfera.» Lula no 
			entendía la distinción por aquel entonces.
 
 A causa de esta «contaminación de la atmósfera» Jorge a veces se 
			sentía muy mal. Se ponía cianótico y se tumbaba en la cama cuan 
			largo era, quedándose completamente inmóvil un buen rato.
 
			  
			Entonces 
			echaba mano de un frasquito que portaba siempre consigo, lo 
			destapaba y se lo llevaba a la nariz, permaneciendo así por unos 
			instantes. Cuando retiraba el frasquito y lo tapaba, se incorporaba 
			en la cama y era como si hubiese resucitado; hablaba con toda 
			normalidad y nadie hubiese dicho que un minuto antes había dado 
			señales de estarse muriendo. 
 Antes de seguir adelante diremos que este misterioso frasquito 
			sirvió en más de una ocasión para que Lula probase la capacidad de 
			clarividencia de su marido. Éste le había dicho muy amablemente que 
			si alguna vez veía el frasquito en algún sitio (cosa muy improbable 
			porque Jorge lo llevaba siempre consigo) no cayese en la tentación 
			de abrirlo y menos de olerlo. Y esto sin ninguna excepción. Se lo 
			hizo prometer y Lula se lo había prometido de todo corazón, y así lo 
			cumplía las escasísimas veces que tenía ocasión de faltar a su 
			palabra.
 
 Pero como los humanos somos como somos y según dice el refrán «la 
			tentación hace al ladrón», en cierta ocasión en que Jorge se hallaba 
			tumbado en la cama de su habitación. Lula entró en el cuarto de baño 
			y vio encima del lavabo al intrigante y diminuto frasquito. Aunque 
			el propósito de cumplir la promesa que le había hecho a su marido 
			era firme, no dejó de pasarle por la mente qué misteriosa sustancia 
			podría haber en tan pequeño pomo que era capaz de realizar los 
			milagros que ella había presenciado tantas veces.
 
			  
			Lo tomó en sus 
			manos y lo estaba observando con atención cuando oyó la voz de Jorge 
			que decía:  
				
				—Lulita, ¿qué estás pensando? Tráeme el frasquito y déjate de pensar 
			cosas.  
			Las dificultades respiratorias de Jorge fueron haciéndose cada vez 
			más frecuentes y graves. Nunca siguió las sugerencias de Lula para 
			que fuese a un especialista y jamás se dejó de ver por un médico. 
			 
			  
			Tenía algo de alergia a los galenos y en casa él era el que curaba 
			las pequeñas dolencias de los niños y las suyas propias excepto 
			aquellas que tenían que ver con la respiración. Su afección no era 
			precisamente asma o algo por el estilo; él se quejaba siempre de lo 
			mismo: el aire de la atmósfera era malo para él aunque no estuviese 
			contaminado por humos y gases. 
 Un buen día, tras varios ataques de los que salió de la manera 
			acostumbrada, cayó en una especie de coma del que parecía ya no iba 
			a salir, pues pasaba el tiempo y no recobraba el conocimiento ni 
			daba señales de vida tal como en tantas ocasiones había hecho. Ante 
			esto, Lula llamó a una ambulancia y lo trasladaron por primera vez a 
			una clínica.
 
			  
			Allí, ante los síntomas que Lula les explicó a los 
			doctores, le hicieron una radiografía pulmonar. Cuando la vio el 
			médico, increpó al técnico de rayos X y le dijo que se fijase mejor 
			en lo que hacía, pues aquella placa estaba muy deficientemente 
			tomada y no servía para nada. El técnico se defendió y dijo que la 
			había hecho con el mayor cuidado y que eso era lo que salía. Cuando 
			le tomó la segunda fue el propio técnico el que se sorprendió al ver 
			que la placa era completamente anormal. Le sacó otra y otra más 
			hasta que el mismo doctor se convenció de -que aquel sujeto no tenía 
			pulmones.  
			  
			Lo único que se veía en la esquina inferior de la placa 
			era un raro tejido que no tenía nada que ver con los pulmones 
			humanos. Varios doctores, extrañadísimos ante lo que veían por 
			primera vez en su vida, contemplaron con detenimiento las placas y 
			con toda seguridad tomaron la determinación de asistir a la autopsia 
			de aquel hombre en caso de que muriese, para ver cómo había podido 
			oxigenar su sangre careciendo de pulmones.  
			  
			Pero aquel individuo 
			estaba aún vivo. 
 En la habitación de la clínica, Lula no se separaba de él, 
			ayudándole a veces su madre y una enfermera particular. Una vez 
			ingresado allí nunca recobró el conocimiento. Su respiración se fue 
			haciendo más fatigosa, hasta que en presencia de uno de los médicos 
			que lo atendía dejó de respirar. El doctor, intrigadísimo ya por lo 
			que había visto en la radiografía, le tomó todas las constantes 
			vitales y se cercioró bien de que efectivamente el paciente había 
			muerto.
 
 Lula, siguiendo instrucciones que Jorge le había dado, no permitió 
			que le hiciesen la autopsia, quedándose los médicos con el deseo de 
			ver en directo la extrañísima anomalía que habían detectado en las 
			placas.
 
 Poco antes de que sucediese el desenlace, el lecho había sido 
			separado unas dos cuartas de la pared, para que Lula pudiese estar 
			al lado de la cabecera sin molestar al doctor y a la enfermera que 
			lo atendían desde el otro lado.
 
 Cuando Jorge, según el médico, había expirado, Lula se abrazó a su 
			cuello y estuvo así un buen rato. Aceptado ya el trance y repuesta 
			de la primera emoción se incorporó dispuesta a salir del estrecho 
			pasillo en que estaba contra la pared y pasarse al otro lado. Al 
			querer salir por el fondo de la cama que distaba unos veinte 
			centímetros de la pared, se enredó con las sábanas y colchas y por 
			más que lo intentaba no lograba desenredar el compacto nudo que 
			habían formado.
 
			  
			Cuando trato de apartarlas se encontró con que lo 
			que le impedía salir no eran las colchas y sábanas enredadas, sino 
			los pies de su marido, que llegaban hasta la pared. Se fijó en la 
			cabeza y ésta daba contra la cabecera de la cama.  
			  
			¡Jorge había 
			crecido, a raíz de su muerte, en cinco o siete minutos, veinte 
			centímetros!  
			  
			El cadáver tenía bastante más de dos metros de altura. 
			Los médicos tuvieron de nuevo ocasión de ver que en cuestión de 
			anatomía y salud no todo está dicho en sus manuales. 
 En cuanto al misterioso frasquito de que hemos hablado en líneas 
			anteriores, sucedió con él algo muy raro. Muerto ya Jorge, el 
			frasquito estaba, como de costumbre, encima de la mesilla de noche 
			al alcance de su mano. Pues bien, en un momento, sin que nadie lo 
			tocase, como obedeciendo a una orden, comenzó él solo a elevarse 
			lentamente, a la vista de todos los que allí estaban (que luego no 
			tuvieron dificultad en dar testimonio de ello) y una vez en el aire, 
			a una altura como de dos metros, se destapó por sí solo y todos 
			vieron salir de dentro una especie de vapor que se disipó en el 
			aire.
 
			  
			A continuación, obedeciendo ya a la ley de la gravedad, cayó 
			violentamente en vertical al suelo en donde se rompió en mil añicos. 
			Cuando los presentes se inclinaron para ver qué había quedado del 
			frasquito, por más que se arrodillaron para buscar los fragmentos, 
			no fueron capaces de hallar ni uno solo. 
 Tal como Lula cuenta, si nos pusiésemos a recordar anécdotas 
			extrañas de la vida de Jorge no acabaríamos, pues en mil ocasiones 
			sorprendía a los presentes haciendo con toda naturalidad cosas que a 
			todas luces superaban las capacidades humanas. Muchas veces la 
			gente, por educación o por falta de confianza, disimulaba como que 
			no se daba por enterada. Pero Lula pudo ver en incontables ocasiones 
			cómo los presentes, sin decir nada, ponían cara de asombro cuando 
			Jorge les adivinaba el pensamiento o hacía ante ellos como cosa 
			normal algo que a todas luces era imposible.
 
 Meses antes de su fallecimiento en la clínica, Jorge había comenzado 
			a decirle a Lula que «se iría pronto». Nunca habló de morirse y 
			cuando Lula, angustiada ante su frase cabalística de «irse pronto», 
			le preguntaba qué quería decir con ello, él siempre contestaba 
			repitiendo la misma frase y con evasivas.
 
 Los últimos días, cuando ya él se encontraba muy mal por sus 
			problemas «con el aire» —como él decía—, había contratado a una 
			enfermera que fue la que lo atendió también en el hospital. A esta 
			misma enfermera él le había dado instrucciones precisas «para cuando 
			se fuera». La primera de todas fue mandarla a comprar unas vendas 
			anchas y largas por el estilo de las que vemos en las momias de los 
			faraones.
 
			  
			Además de esto había instruido muy bien a su esposa de lo 
			que tenía que hacer con su cuerpo cuando llegase el momento de irse. 
			Le dijo que le cruzase los brazos plegados encima del pecho y que en 
			cada mano cerrada le metiese siete monedas de plata. En esta 
			posición tenían que envolverlo en las largas vendas que había 
			mandado comprar a la enfermera y que en el momento de su muerte ya 
			estaban en poder de Lula. Así fue cómo lo amortajaron, quedando todo 
			envuelto en las vendas al modo como vemos a las momias de los 
			faraones. 
 Entre esto y la exagerada longitud del ataúd, el aspecto que ofrecía 
			cuando estaba tendido en la funeraria era, al decir de los que lo 
			visitaron, realmente impresionante.
 
 Todos estos hechos sucedieron hace ocho años y Lula me dijo que 
			tenía el deseo de exhumar los restos de Jorge una vez que ya ha 
			pasado el tiempo que la ley exige para poder hacerlo. Pero hablando 
			más propiamente, Lula cree que no se va a tratar de una exhumación 
			normal porque tiene la certeza, a lo que parece basada en algo que 
			Jorge le dijo, de que cuando se abra el féretro no se va a encontrar 
			absolutamente nada dentro.
 
 Hace algo más de un año el autor tenía una cita con Lula para 
			asistir a la exhumación de los restos de Jorge, pero Lula no se 
			presentó. Y ésta es la parte siniestra o por lo menos incomprensible 
			que tantas veces acompaña o culmina las relaciones de los «dioses» 
			con los mortales.
 
			  
			Lula ha desaparecido o por lo menos se ha perdido 
			de vista para todos aquellos que la conocen desde hace mucho tiempo.
			
 En compañía de dos amigos que la conocen desde hace muchos años y 
			que conocieron también a Jorge, dediqué una tarde entera a ver si 
			daba con ella en la ciudad de Caracas. Intentamos contactar con su 
			madre y con viejas amistades y no pudimos conseguir ninguna pista. 
			Nadie sabe dónde se ha metido, aunque conociendo su manera de actuar 
			no sería raro que se hallase en alguna extraña aventura por Egipto o 
			por el Oriente Próximo, en la que le sucederán fenómenos tan raros e 
			inexplicables como le sucedieron en alguna otra previa.
 
 La causa de este viaje puede haber sido alguna «aparición» de Jorge 
			diciéndole que dejase todo y fuese a donde él le indicaba, tal como 
			sucedió cuando nos vimos por última vez en Madrid, allá por el 1983.
 
 Según Lula, tiempo antes de que nos viésemos, cierta noche se 
			despertó como si alguien la estuviese llamando, y al abrir los ojos 
			vio al lado de ella la cara de Jorge. Internamente sintió que le 
			hablaba y le decía que se fuese de Madrid y que regresase a su 
			tierra, pues allí tenía una misión importante que hacer. En cuanto 
			percibió estas palabras, la visión se desvaneció.
 
 La orden de Jorge no era nada fácil de cumplir, ya que por aquel 
			entonces Lula estaba viviendo con sus hijos en Madrid, en donde 
			tenía un trabajo muy bueno y muy bien remunerado, y en contraste en 
			Caracas no tenía nada seguro y le sería muy difícil encontrar algún 
			trabajo tan bueno como el que tenía en Madrid. Sin embargo, ante una 
			orden tan explícita y dada de una manera tan «sobrenatural», no 
			dudó; renunció a su trabajo, desmontó el piso bueno que tenía en un 
			barrio elegante de Madrid, cerca del estadio Bernabeu, y se fue a 
			vivir a Caracas.
 
 Y aquí fue donde empezaron las tribulaciones de Lula.
 
			  
			Desde que 
			llegó, las cosas comenzaron a irle mal. En primer lugar no pudo 
			encontrar ningún trabajo que pudiese compararse al que tenía en la 
			capital de España, y en realidad no encontró ninguno que valiese la 
			pena, de modo que comenzó a tener dificultades económicas de las que 
			había estado libre hasta entonces. 
 Además tuvo problemas de salud, y lo que fue peor, tuvo ciertas 
			contrariedades familiares serias en las que estuvo envuelto uno de 
			sus hijos, que le causaron mucha angustia y problemas incluso con la 
			justicia, por lo que tuvo que gastar en esto bastante dinero.
 
 Como resultado de todas estas tribulaciones, y creo que también en 
			parte al no poderse explicar el abandono de Jorge, ya que por 
			ninguna parte se veía la misión de que le había hablado, Lula 
			desapareció de la escena y no se pudo proceder a la exhumación del 
			cadáver de aquél. Sin embargo, no desespero de poder asistir algún 
			día a ella y cerciorarme por mí mismo de que allí no hay nada, tal 
			como Lula asegura que sucederá.
 
 Una explicación ante un desenlace tan inesperado, podría ser ésta: 
			el Jorge de la aparición no era el mismo que había convivido con 
			Lula; era una entidad entrometida que jugó con la credulidad y los 
			sentimientos de Lula.
 
 Ésta, a mi manera de ver, fue demasiado ingenua ante una petición 
			tan irracional e ilógica como era la de abandonar Madrid cuando tan 
			bien ubicada estaba en compañía de sus hijos. Cuando me comunicó su 
			deseo de levantar la casa e irse para Venezuela sin tener allá nada 
			fijo y con las condiciones sociales y económicas en franco deterioro 
			en aquel país, mi reacción fue negativa. Pensé que yo en su caso no 
			lo haría sin asegurarme primero de que no estaba dando un salto en 
			el vacío, como en realidad así ocurrió.
 
 El «no entregar la mente por completo a nadie» tal como aconsejo en 
			Defendámonos de los dioses es algo que todos los contactados 
			deberían tener siempre muy presente y que desgraciadamente no 
			tienen, por estar de ordinario sus mentes completamente dominadas. 
			Lula estaba totalmente decidida y segura de lo que iba a hacer y le 
			parecía además que si no lo hiciese estaría en cierta manera 
			siéndole infiel a Jorge.
 
			  
			Por eso preferí no entrometerme ni sembrar 
			dudas en lo que estaba decidida a hacer, respetando su decisión 
			equivocada. Aparte de que no tenía idea de cómo iban a salir las 
			cosas. Sin embargo, el hecho de que Jorge le dijese que «tenía una 
			misión que cumplir en Caracas» me puso bastante en guardia. 
 Siempre que oigo a un contactado decir que le han comunicado que 
			«tiene una misión que cumplir» sospecho que hay una trampa y que los 
			que se están comunicando con él no son de fiar. Parece ser que 
			algunas de estas entidades tienen una compulsión a hablar a sus 
			elegidos de «misiones que cumplir» o de que «les son necesarios».
 
			  
			Y 
			también podría ser que estos mensajes fuesen sólo una técnica para, 
			apoyados en la psicología humana, adquirir un mayor dominio sobre 
			sus mentes. 
 Creo que nunca se insistirá demasiado con toda clase de místicos, 
			contactados y psíquicos, que tienen que estar siempre muy en guardia 
			contra la injerencia de estas «entidades burlonas» — recordemos las 
			actividades de los jinas— que saben camuflarse muy bien en lugar de 
			otras y dar la impresión de ser las originales.
 
 El lector estará preguntándose hasta qué punto son creíbles todas 
			estas cosas. Pero por otro lado me imagino que si ha llegado hasta 
			aquí en la lectura de este libro, ya debe de estar curado de 
			espantos y con una mente más dispuesta a admitir hechos semejantes, 
			que si fuese la primera vez que oye cosas tan fuera de lo corriente. 
			A lo largo del libro habrá ido viendo que en el mundo suceden cosas, 
			pequeñas y grandes, que distan mucho de ser corrientes.
 
 En cuanto a los sucesos narrados en este capítulo, si bien es cierto 
			que Lula es la principal fuente de información, el hecho de haber 
			sido Jorge una persona que vivió con gentes conocidas y en una 
			localidad específica, hace que no estemos tratando de conjeturas o 
			de ideas abstractas sino de sucesos concretos.
 
 Además, para avalar algunos de estos hechos y en concreto el del 
			crecimiento repentino del cadáver de Jorge y lo ocurrido con el 
			famoso frasquito a la hora de su fallecimiento, están los 
			testimonios de la enfermera que lo asistió, de la madre de Lula y de 
			uno de los médicos que estaba presente cuando sucedió el hecho.
 
			  
			Yo 
			no pude ser testigo directo de ninguno de estos hechos 
			extraordinarios y tengo que conformarme con los relatos de estas 
			personas, y en especial con los de Lula, a la que conozco 
			suficientemente como para poder asegurar de ella que es una mujer 
			seria sin deseo alguno de protagonismo. Obviamente no gana nada con 
			todo lo que me ha contado y más bien se expone a ser el blanco de 
			comentarios y de investigadores indiscretos, por lo que me rogó que 
			no dijese su nombre completo ni diese demasiadas pistas concretas 
			para no ser fácilmente localizable.  
			  
			Por desgracia, hoy esto se ha 
			cumplido de por sí y Lula está ilocalizable incluso para los que 
			somos sus amigos.  
			  
			Ojala que sólo sea temporalmente y pronto pueda 
			asistir con ella a la exhumación del cadáver de su marido, para ser 
			testigo directo de su tumba vacía.  
			  
			
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