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			PRESENCIA EN 
			LA HISTORIA - CASOS PÚBLICOS
 
 Hasta aquí hemos presentado casos mayormente contemporáneos pero que 
			atañen a particulares y que apenas si han sido conocidos por un 
			reducido número de personas.
 
			  
			
			Éstas los conservarán en su memoria por 
			toda la vida y los contarán en tertulias familiares o de amigos, 
			suscitando la admiración de algunos, la sonrisa burlona de los más 
			cerrados de mollera (aunque tengan títulos universitarios) y la 
			incertidumbre en las mentes de todos. Y finalmente el caso morirá 
			cuando muera su protagonista o pasará a formar parte del «folklore» 
			popular, con sus infinitas leyendas.  
			  
			
			Y los dioses seguirán tras sus 
			bambalinas riéndose impunemente de los ingenuos mortales y 
			dispuestos a repetir el truco o la broma con otro ser humano que 
			nunca habrá oído hablar de semejantes cosas o que las creerá pura 
			fantasía y que a su vez se llenará de asombro cuando repentinamente 
			se encuentre ante hechos totalmente inexplicables. 
 Pero aparte de estos hechos individuales, en la historia tenemos 
			muchísimos casos en que la intromisión de estos seres ha sido 
			evidente y hasta descarada, y sin embargo la humanidad no se ha 
			percatado o lo ha achacado a causas puramente naturales. Los dioses 
			son expertos en este arte de encubrir sus actividades bajo la capa 
			de «acontecimientos debidos a la naturaleza o al azar».
 
 En este capítulo haremos algunas consideraciones sobre tres de estos 
			acontecimientos históricos y públicos que no tienen explicación si 
			no se miran desde el punto de vista que hemos considerado como la 
			tesis fundamental de este libro.
 
 
			
			El pueblo judío
 
 El pueblo judío es un anacronismo histórico. Por un lado lo vemos 
			aferrado a unas tradiciones antiquísimas y en buena parte absurdas 
			(dietas, vestimentas, etc.) y por otro lo vemos en la vanguardia del 
			mundo de las ciencias y de la tecnología. El hecho de que el Estado 
			de Israel posea un arsenal de bombas atómicas, junto al fanatismo 
			repetidamente demostrado por muchos de sus líderes, es algo que 
			lógicamente debe llenar de inquietud a los otros pueblos del mundo.
 
			  
			
			Y si a esto añadimos el increíble pero real hecho de que la nación 
			más poderosa del mundo —los Estados Unidos— está en buena parte en 
			manos de judíos (nacidos o nacionalizados en Norteamérica) el 
			peligro se hace aún mayor. 
 El pueblo judío, perseguido y masacrado en infinitas ocasiones, ha 
			sabido sobrevivir siempre de una manera admirable y en la actualidad 
			es en gran parte el que domina o por lo menos influye enormemente en 
			algo tan importante como es la gran banca mundial.
 
 Pues bien, el «fenómeno judío», totalmente inexplicable desde otros 
			puntos de vista, tiene una clara explicación si lo miramos teniendo 
			en mente la tesis de este libro, que en fin de cuentas no es más que 
			la historia exacta del pueblo de Israel, aunque contemplada desde 
			otro ángulo y viendo en su protagonista suprahumano no al Dios Único 
			sino a uno de estos seres extrahumanos o dioses con minúscula de los 
			que nos venimos ocupando.
 
 No abundaré en detalles, porque todo este tema lo desarrollé 
			ampliamente en mi libro Israel, pueblo-contacto. El resumen de todo 
			él, es que 
			
			Yahvé —un dios con minúscula y no el 
			Dios Universal como 
			él se presentaba— se aparecía en una nube a Moisés a la vista de 
			todo el pueblo. Desde aquella nube, y valiéndose de un pequeño 
			«cajón» o instrumento llamado «arca de la alianza» (que había que 
			manejar con determinadas cautelas y colocar en un lugar apartado del 
			pueblo al que sólo tenía acceso el caudillo) le comunicaba a Moisés 
			cuál era su voluntad, al mismo tiempo que le confería «poderes».
 
 Éste fue el origen de la religión judeocristiana y de las cualidades 
			tan peculiares que el pueblo judío ha poseído a lo largo de su 
			historia y posee todavía en la actualidad.
 
 He aquí un ejemplo claro e innegablemente histórico de la 
			intromisión en grande de una de estas misteriosas entidades en las 
			vidas de los humanos.
 
 Naturalmente que tanto judíos como cristianos absolutizan el hecho y 
			lo convierten en algo trascendental y único, negando que sea sólo un 
			hecho más de esta naturaleza. Para ellos «Dios» se ha comunicado 
			sólo una vez oficial y personalmente con la humanidad y fue a través 
			de las manifestaciones de Yahvé en la nube y más tarde, para los 
			cristianos, cuando envió a su hijo Jesucristo.
 
 Eso piensan los judeocristianos, y ni siquiera en esto están 
			demasiado de acuerdo. Pero para un ser pensante libre de fanatismos, 
			el judeocristianismo es sólo una más de las tantas religiones con 
			que los humanos han estado engañados a lo largo de los milenios.
 
 Lo que ahora a nosotros nos interesa considerar es el hecho en sí, 
			prescindiendo de todo su contenido ideológico y de todo lo que en 
			torno a él han fabulado cuatro mil años de fanatismo.
 
 Los no cristianos —gústeles o no— tienen que reconocer que el 
			judeocristianismo ha marcado profundamente el curso de la historia 
			del planeta, para bien o para mal, dependiendo del punto de vista 
			desde el que se mire. Pero es un hecho indiscutible.
 
 Ahora bien, estamos ante un claro hecho de 
			
			interferencia de 
			entidades no humanas en la vida de un pueblo y, a través de él, en 
			las vidas de cientos de millones de seres humanos que hoy practican 
			el cristianismo.
 
 Es cierto que gran parte de la humanidad, incluidos millones de 
			judeocristianos, nunca han creído que Yahvé sea el «Dios Universal», 
			a la vista de las barbaridades que le mandaba hacer a Moisés y a la 
			vista de su ciego apasionamiento por el pueblo de Israel y de su 
			ignorancia o desprecio de los otros pueblos. La sana razón dice que 
			un «Dios Universal» no puede comportarse de una manera tan injusta y 
			tan absurda.
 
 Y ante esto surge de nuevo la pregunta: ¿Quién era entonces aquel 
			ser que se presentaba en una nube, visible para todo el pueblo de 
			Israel?
 
 Es muy fácil decir que todas las manifestaciones de Yahvé no son 
			sino una leyenda tejida a lo largo de los siglos. Al igual que es 
			muy fácil decir que toda la vida de Cristo con todos sus hechos 
			extraordinarios fue una pura invención de sus biógrafos. Es muy 
			fácil decirlo pero es muy poco inteligente.
 
 Si estos dos hechos fuesen los únicos en la historia de la 
			humanidad, no tendríamos inconveniente en desecharlos por falsos. 
			Pero resulta que en otras religiones y culturas nos encontramos con 
			otros enteramente semejantes. Nos encontramos con «Dioses 
			Universales» y con «Creadores del cielo y de la tierra» que les han 
			hablado a sus elegidos desde nubes, o desde montañas o desde dentro 
			de sus cabezas, y nos encontramos también con múltiples «Hijos de 
			Dios» y «Redentores» que vinieron a este mundo para salvarlo. Y que 
			incluso murieron en la cruz para lograrlo 
			(1).
 
 Por muy fanatizados que estén los seguidores de todos estos dioses y 
			por mucho que nosotros menospreciemos sus creencias, los hechos que 
			las motivaron, es decir, las apariciones de «espíritus» y de 
			«dioses» a los fundadores de las diversas religiones, siguen ahí en 
			todas las páginas de la larga historia de la humanidad.
 
 Un hecho se puede negar; pero tantos y tan testimoniados, no sólo 
			por documentos escritos sino por monumentos pétreos que han 
			desafiado el paso de los tiempos, no se pueden negar y necesitan una 
			explicación.
 
 Y de nuevo tendremos que volver a preguntarnos: ¿quién o qué era lo 
			que se presentaba ante el pueblo judío, qué lo incitó y lo 
			condicionó para que su historia fuese lo que fue y lo que es?
 
 
			
			La Alemania de Hitler
 
 Presentemos otro ejemplo contemporáneo y público totalmente 
			inexplicable si lo analizamos racionalmente: la Alemania dominada 
			por el nazismo.
 
 ¿Cómo es posible que un pueblo tan avanzado como el alemán se haya 
			dejado engañar y subyugar por un alucinado como Hitler? ¿Cómo es 
			posible que millones de hombres tan ingeniosos y tan emprendedores 
			se hayan dejado llevar como borregos al matadero de la Segunda 
			Guerra Mundial? Y, ¿cómo es posible que los políticos de la sociedad 
			«occidental», que se cree la más desarrollada del mundo, no hayan 
			sido capaces de evitar aquella matanza espantosa en la que los 
			científicos pusieron al servicio de la paranoia militar sus mejores 
			inventos ?
 
 Los historiadores y sociólogos nos dan mil razones para explicar lo 
			inexplicable. Pero los dieciséis millones de muertos en los campos 
			de batalla; los dos millones y medio de polacos, los seis millones 
			de judíos y los quinientos veinte mil gitanos asesinados; los 
			veintinueve millones de heridos y enfermos, los tres millones de 
			civiles muertos en los bombardeos, y los veinticuatro millones de 
			damnificados por las bombas, los quince millones de evacuados y 
			deportados, y los once millones de recluidos en campos de 
			concentración... son demasiado para aquel hombrecito esmirriado e 
			imponente por añadidura.
 
 La única explicación para tamaña monstruosidad es la que estamos 
			diciendo: Hitler era sólo una marioneta. Él recibía los poderes de 
			otros y sólo ejecutaba órdenes.
 
 Se convence uno leyendo los muchos libros que sobre él se han 
			escrito. Y a pesar de que la mayor parte de sus biógrafos no creen 
			en estas inteligencias extrahumanas, sin embargo no dejan de 
			apuntarlas, como una figura literaria o, en ocasiones, de una manera 
			explícita, haciéndose eco de lo que el mismo Hitler decía.
 
 Él, anticristiano y ateo confeso, se creía un instrumento de la 
			«providencia», entendiendo por providencia todo un conjunto de 
			fuerzas misteriosas del «más allá», con las que había aprendido a 
			ponerse en contacto en sus largos años de aprendizaje en 
			
			la secta Thule y en las muchas sociedades secretas e iniciáticas a las que 
			perteneció. Y estas fuerzas del «más allá» eran las que lo dominaban 
			y lo engañaban.
 
			  
			
			Y al mismo tiempo eran las que le daban el poder.  
				
				«¡Soy un enviado de la Providencia —decía en sus frecuentes 
			arrebatos de frenesí— y seguiré con la precisión de un sonámbulo el 
			camino que la Providencia me ha señalado! Creo haber sido llamado 
			por la Providencia para servir a mi pueblo.»  
			
			Para que el lector vea hasta qué punto esta idea de que Hitler era 
			manejado por fuerzas extrañas a él mismo está presente en sus 
			biógrafos, le transcribiré breves citas de no menos de quince 
			autores:  
				
				Walter Stein, compañero de estudios de Hitler en Viena:
				   
				«En él había 
			entrado una entidad extraña: como si el propio Hitler oyera dentro 
			de sí a la entidad que había tomado posesión de su alma.» 
				   
				Y cuando 
			ésta dejaba de dominarlo, «se derrumbaba en su asiento, agotado, 
			como una figura solitaria, caído de las alturas de un éxtasis 
			orgiástico, y bruscamente abandonado por aquella fuerza carismática 
			que un momento antes le había dado el dominio sobre sí mismo y sobre 
			su auditorio».  
			
			Kubizek dice que «era presa de furiosos demonios». 
 Paul Le Cour, en su libro Le drame de l'Europe, dice que cuando 
			hablaba «era como si recibiese una corriente magnética que lo 
			inflamase».
 
 El doctor Otto Dietrich, el médico que lo atendió en el búnker, dice 
			de él que «su voluntad se hallaba habitada por un demonio que al fin 
			también poseía su cuerpo».
 
 Werner Masser escribió que «Hitler nunca emprendía una acción sin 
			haber sido invitado a ello por una orden o por una indicación de la 
			providencia. Sus voces interiores le ordenaban marchar».
 
 André Brissaud escribió:
 
				
				«Con frecuencia daba la impresión de 
			hallarse alucinado y de ser manejado desde fuera por un ser temible. 
			¿Qué pacto había firmado con el "más allá"?»  
			
			Y a esto André Rivaud añade:  
				
				«En sus momentos de furia este pelele 
			cínico es terrible... De pronto, de un ser informe se cambia en una 
			criatura aulladora y terrorífica que asusta a los más valientes, y 
			se convierte en una especie de poseso dispuesto a matar 
			inmediatamente a quien se atreva a resistirle. Un poseso sin lugar a 
			dudas.»  
			
			A todas estas apreciaciones se pueden añadir las abundantes que R. 
			Rideau-Dumas escribe en su libro El Diario secreto de los brujos de 
			Hitler.  
			  
			
			De ellas entresacamos las siguientes:  
				
				«Entonces estaba en su segundo estado, el de trance. En ese momento 
			ya no dependía de sí mismo. Para llegar a tal desdoblamiento de la 
			persona se había ejercitado en dominarlo. Sus ejercicios se basaban 
			en el juego de una energía diez veces superior procedente de la 
			voluntad, y del concurso de fuerzas supraterrestres. Se trataba de 
			ritos procedentes de sociedades mágicas anteriores, así como la 
			herencia de civilizaciones nórdicas desaparecidas... Seres 
			extraterrestres enviaban a los iniciados energías irracionales, casi 
			siempre de un terrible poder destinadas a llevar a cabo la 
			liberación de la Humanidad incluso mediante la violencia. 
 «Absorto en sus voces interiores más oscuras e inquietantes parecía 
			desplazado a otro mundo en que una voluntad infernal le dictaba 
			órdenes... Permanecía horas enteras absorto en una extraña 
			contemplación, más allá de la medianoche en su chalet, interrogando 
			a sus voces interiores 
			o a las estrellas acerca de las decisiones que tomaría... Él mismo 
			dejó entrever que padecía la influencia de una energía cósmica. Se 
			comparaba a un imán, pero se negaba a identificar la energía que 
			movía el imán.»
 
			
			Sin embargo al fin de su vida «tuvo clara conciencia de que había 
			sido engañado por un genio malo». 
 Y es el mismo Ribadeau-Dumas el que nos dice que hasta Himmler decía 
			de él que,
 
				
				«estaba poseído por una fuerza oculta que escapaba por 
			completo a su control. Era el demonio que lo tenía en su poder, el 
			que le obligaba a cometer sus horribles crímenes, porque —según 
			decía— había tomado posesión de su cuerpo desde hace mucho tiempo».
				 
			
			Las citas podrían seguir.  
				
				«El poder mágico que ejercía sobre las masas ha sido comparado con 
			las prácticas ocultas de los brujos de África o con los chamanes de 
			Asia... Asistimos a la metamorfosis de un hombre insignificante en 
			un hombre importante.»  
				(Otto Strasser.) 
 «Se ha planteado con frecuencia el origen de la fuerza de persuasión 
			extraordinaria que permitió a Hitler conquistar el poder por medios 
			legales.»
 
				(André Brissaud.) 
 «Los poderes del hombre —filosofa 
				Rene Alleau a propósito de estas 
			metamorfosis de Hitler— se detienen en un límite infranqueable; 
			aquel donde comienza el orden espiritual con sus fuerzas 
			universales. Otras fuerzas no humanas pueden entonces deteriorar la 
			naturaleza del hombre...»
 
			André Francois Poncet, embajador de Francia en Alemania, tuvo 
			ocasión de observarlo de cerca cuando lo fue a visitar en su refugio 
			de los Alpes, en Berchtesgaden, después del acuerdo de Munich: 
			 
				
				«Hay 
			días en que ante un mapamundi pone patas arriba naciones y 
			continentes, la geografía y la historia, como un demiurgo 
			enloquecido... tan extraño que parece que nunca se llegará a 
			esclarecer completamente el enigma de su vida. La clave de su enigma 
			está en otra parte.»  
			Elisabeth Ebertin, la famosa vidente de Munich, amiga de Hitler, 
			escribió sobre él:  
				
				«En el estrado tiene todo el aspecto de un 
			poseso, de un médium, el instrumento inconsciente de potencias 
			superiores.»  
			El historiador Trevor Ravenscroft se extraña de que en el juicio de 
			Nuremberg nadie haya hablado de las prácticas de brujería y de 
			pactos satánicos de todos los que allí eran juzgados:  
				
				«Citar al 
			diablo que ellos invocaban en la secta Thule hubiera sido cómico 
			para aquellos jueces, y sin embargo la mayoría eran anglicanos, 
			católicos, israelitas y masones, convencidos todos ellos en mayor o 
			menor grado, de la existencia del diablo.»  
			
			Lo mismo que les pasaba a los jueces de Nuremberg, que no querían 
			oír hablar del demonio, le pasa a nuestra sociedad tecnificada y 
			«científica»: no quiere oír hablar de «entidades no humanas», a 
			pesar de que los primeros tenían delante de sí, sentados en el 
			banquillo, a las víctimas de tales «diablos» y nuestra sociedad está 
			convertida en un infierno debido a las estrategias de estos mismos 
			«diablos» que en la actualidad reciben otros nombres.
 Édouard Calic dice que Karl Ernst Krafft, uno de los muchos brujos 
			que tuvo a su lado Hitler, aseguraba que,
 
				
				«al Führer le producía un 
			gran placer cuando Krafft le declaraba que había leído en el cielo 
			que aterrorizar a las gentes por medio de la matanza y la 
			destrucción era una distracción de los dioses».  
			
			A lo que Hitler 
			solía añadir:  
				
				«Los dioses son malos y les gusta la guerra.»
				 
			
			Otro aspecto importante de la vida de Hitler que nos reafirma más en 
			nuestra idea de su dependencia de estas entidades es su manía por la 
			sangre. No quiero entrar aquí en este profundo tema ni abrumar al 
			lector con otra lista de citas acerca de este interesantísimo 
			aspecto de su vida, pero lo cierto es que la idea de la sangre lo 
			obsesionaba y en los himnos, discursos, reglamentos y emblemas, con 
			gran frecuencia, siguiendo las normas del mismo Führer y de los 
			«iluminados» que lo rodeaban, se hacía mención explícita de ella:
			 
				
				Somos la SS que marcha por tierra roja entonando un himno del 
			demonio. ¡Que nos maldiga todo el mundo! ¡O que se bendiga nuestra 
			sangre!  
			
			Así cantaban los temibles jóvenes de la SS, cuya divisa era «Sangre 
			y honor». 
 Ribadeau-Dumas escribe:
 
				
				«El rito de la sangre, viejo como el mundo, fue inculcado por Hitler 
			a la SS con misticismo. Los Caballeros de la Orden Negra debían 
			saber realizar el sacrificio de la sangre, el rito atroz de las 
			poblaciones primitivas por el cual la vida exigía la muerte. Para 
			Hitler, tal rito procede de su magia negra y de sus invocaciones 
			satánicas.»  
			
			Esta manía por la sangre entronca perfectamente con lo que nos 
			encontramos en todas las religiones, que son la obra maestra de 
			todas estas 
			
			inteligencias maléficas que se entrometen en las vidas 
			de los humanos.  
			  
			
			En todas ellas —si excluimos al budismo— la sangre 
			desempeña un papel principalísimo y en el cristianismo la 
			encontramos, sublimada, en el centro de su dogma y de su liturgia: 
			la sangre de Cristo, sangre verdadera vertida por él en la cruz, es 
			la que redime al género humano. 
 Los omnisapientes teólogos se sonreirán al leer esto, pero los 
			«espíritus del mal que están en las alturas» de los que ellos nos 
			hablan, se ríen a carcajadas viendo el gran mito que han montado con 
			la sangre de un pobre hombre crucificado por los romanos hace dos 
			mil años.
 
 He aquí, pues, otro ejemplo insigne de intromisión de estas 
			inteligencias en la marcha de la historia humana. Como grandes 
			directores de un «guiñol» alzaron a aquel pobre muñeco de trapo 
			austríaco, lo hicieron aullar como a un energúmeno, le dieron unos 
			poderes paranormales de convicción y enloquecieron a media Humanidad 
			poniéndola a pelear hasta destrozarse.
 
 ¿Cuántos Hitler ha habido a lo largo de la historia?
 
			  
			
			Los Carlomagnos, 
			Atilas, Napoleones, Gengiscanes y demás caudillos megalómanos 
			glorificados por los historiadores patrioteros y por la papanatería 
			del vulgo, ¿no habrán sido otros Hitler?  
			  
			
			Si a los cristianos 
			hispánicos se les aparecía en el aire Santiago Matamoros, dándoles 
			ardor para la lucha contra los sarracenos, a éstos (tal como sucedió 
			en la batalla de Atarcos) —año 1195— se les aparecía también otro 
			misterioso jinete celeste —que ellos naturalmente identificaban con 
			el Profeta— animándolos a luchar contra los cristianos.  
			  
			
			Son los 
			macabros juegos de los dioses. Son las «ayudas» que estas 
			misteriosas entidades de otros planos otorgan a sus «elegidos» para 
			que siembren la discordia entre los hombres. 
 ¿Cómo es posible que cerca ya del año 2000, cuando por sus adelantos 
			técnicos la Humanidad podría vivir tranquila y feliz y con alimentos 
			suficientes para que nadie pasase hambre, tengamos que regirnos por 
			ideologías tan antihumanas como el capitalismo y el comunismo, y 
			tengamos que tolerar a líderes tan ciegos como Reagan o Gorbachov, 
			que como chulos de barrio se amenazan mutuamente con destruirse y 
			destruir al planeta, teniéndoles sin cuidado el que cada año mueran 
			de hambre millones de personas, cuando podrían evitarlo con una 
			ínfima parte del dinero que dedican a armamentos?
 
 ¿Por qué tanta ceguera, tanta violencia, tanto odio, tanto dolor, 
			tantas guerras y tanta sangre en la historia humana? ¿No será 
			porque, como decía Hitler, «los dioses son malos y les gusta la 
			guerra»?
 
 Y si de los líderes políticos y militares nos vamos a los 
			religiosos, nos encontraremos con idéntico fenómeno, aunque arropado 
			con palabras místicas y apuntalado con imponentes tinglados 
			doctrinales. Rama, Krishna, Buda, Confucio,
			Zoroastro y al igual 
			que ellos Jesús de Nazaret, fueron sólo marionetas de estas 
			entidades suprahumanas que nos dominan desde las sombras.
 
 Todos oyeron «voces» que ellos pensaban que venían directamente de 
			Dios. Pero eran sólo las voces de estos «dioses» pequeños y 
			entrometidos —«los espíritus de las alturas»— cada uno engañando con 
			una «revelación» diferente, aunque todos coincidan en pedir 
			sacrificios, dolor y sangre.
 
 Ahí está el máximo símbolo del cristianismo, la cruz, que es el 
			resumen de estas tres exigencias de los dioses.
 
			  
			
			«Revelan» cosas 
			diferentes, pero en fin de cuentas todos acaban pidiendo lo mismo.
			
 
			
			La doncella de Orleáns
 
 Juana de Arco: He aquí otro ejemplo histórico de la intromisión de 
			estas entidades en la marcha de la historia de la Humanidad.
 
 Los profesionales de esta ciencia han investigado a fondo todos los 
			pormenores de la increíble vida y hazañas de esta jovencita. Pero no 
			van más allá de los meros hechos. Es cierto que se quedan asombrados 
			ante ellos, pero no nos explican cómo una joven de 17 años que no 
			sabía leer, nacida en un villorrio de la Lorena y que lo único que 
			había hecho hasta entonces en su vida era ayudar a sus padres en el 
			cuidado de los animales y en el cultivo de los campos, pudo realizar 
			una tarea tan ingente en tan breve tiempo.
 
 Por supuesto que la mayor parte de ellos —a los que habría que 
			añadir médicos y psicólogos— que han hecho un profundo estudio de su 
			personalidad, basados en los abundantes documentos de los procesos a 
			que la sometió la Inquisición, creen que Juana era una psicótica y 
			se fundamentan precisamente en las «voces» que ella oía 
			constantemente y que decía que eran de san Miguel, santa Catalina y 
			santa Margarita además de sus «espíritus protectores».
 
 Los historiadores creyentes, por el contrario, creen que estas voces 
			eran en realidad de san Miguel y de sus santas protectoras y que 
			Dios era el que la enviaba y la guiaba para que salvase a Francia.
 
 Sea cual fuere la interpretación del origen de sus voces v de sus 
			visiones, lo cierto es que en el proceso que se le siguió por 
			hereje, los jueces y las autoridades estaban convencidos de que la 
			joven tenía poderes sobrenaturales y que mediante ellos había 
			logrado las proezas que se le atribuían. Pero el problema que a 
			ellos más les interesaba era dilucidar si aquellos poderes venían de 
			Dios o del diablo.
 
 Por envidias, celos e intrigas políticas se sentenció que venían del 
			diablo y la pobre Juana fue condenada a la hoguera en la que pereció 
			el día 30 de mayo de 1431.
 
 ¿Cuáles son las razones en que me baso para afirmar que Juana de 
			Arco es un ejemplo de la intervención de los «dioses» en la historia 
			humana?
 
 Son muchas e intentaré resumirlas en breves líneas.
 
 En primer lugar señalaré sólo de paso el paralelo entre la vida de 
			Juana y la vida de Jesucristo:
 
				
					
					
					Ambos tenían como misión redimir 
					y salvar al pueblo; ella a Francia 
			y él al mundo entero. 
					
					Ambos estaban en comunicación y fueron ayudados por entidades 
			extrahumanas para realizar la gran tarea que les había sido 
			asignada. 
					
					Ambos realizaron cosas asombrosas imposibles para una persona 
			normal. 
					
					Ambos estaban dotados de poderes suprahumanos.
					
					
					Ambos fueron traicionados, entregados y muertos en el suplicio. 
					
					
					Ambos fueron glorificados después de su muerte. 
					 
			
			Como ya hemos dicho, este paralelo podría extenderse a muchos otros 
			héroes y fundadores de religiones. 
 El lector estará preguntándose, con todo derecho, cuál fue la gran 
			hazaña que realizó Juana de Arco. Para darse entera cuenta de ella 
			tendría que conocer a fondo el lamentable estado en que se 
			encontraba la Francia de entonces, pero ello nos llevaría demasiado 
			espacio. Bástele saber que por aquellas fechas Inglaterra dominaba 
			buena parte del territorio francés.
 
			  
			
			Muchos de sus nobles eran 
			partidarios descubiertos del rey inglés y otros habían pactado con 
			él en secreto, mientras que los restantes se negaban a obedecer al 
			rey de Francia, huido y acobardado, en sus tímidos intentos por 
			expulsar a los ingleses de sus territorios. Este estado caótico 
			duraba ya casi cien años y el débil y semi-imbécil Carlos VII, 
			angustiado por tantos males, se desentendía del Gobierno y se 
			refugiaba en las francachelas palaciegas que sus degenerados y 
			truculentos «consejeros» le organizaban con mucha frecuencia. 
 Por todas partes reinaba el desaliento y la desorganización. Los 
			nobles rivalizaban entre sí y con sus ejércitos privados peleaban 
			entre ellos. Y como fruto de todo esto, el hambre y la miseria 
			campaban por todo el reino. Agobiado por tantas calamidades y 
			viéndose completamente impotente y lleno de deudas, el propio rey 
			había pensado en huir a Escocia o a Castilla.
 
 Ésta era la Francia que aquella pobre adolescente campesina quería 
			salvar…
 
 Si sólo hubiese dicho que «oía voces» probablemente nadie le hubiese 
			hecho caso, porque «oír voces» es una vieja enfermedad de la mente 
			con la que los médicos de todos los tiempos han estado muy 
			familiarizados. Pero Juana no sólo oía y veía, sino que también 
			hacía.
 
 Le sucedía lo que a muchos otros «iluminados» y «escogidos»: tenía 
			«poderes» y ante éstos las multitudes se rendían. No importa que 
			algunos privilegiados se sintiesen humillados por los hechos de una 
			niña campesina e intrigasen contra ella; pero sus hazañas eran 
			patentes y la gente sin maldad se rendía ante ellas.
 
 A causa precisamente de estas intrigas de las que el débil Carlos 
			VII estaba rodeado por todas partes, Juana tuvo que esperar varios 
			días para ser recibida por él. Los nobles cortesanos no querían que 
			él la viese porque presuponían la gran impresión que iba a causar en 
			su carácter pusilánime. Cuando no pudieron impedirlo por más tiempo, 
			prepararon una trampa para desacreditarla ante toda la Corte.
 
 Organizaron una gran fiesta palaciega en medio de la cual Juana 
			debería presentarse por primera vez ante el rey, a quien no había 
			visto nunca. Éste, a modo de broma y débil siempre ante las 
			peticiones de sus consejeros, accedió contra su voluntad a 
			esconderse en medio de la multitud de asistentes y permitió que otro 
			ocupase su lugar en el trono.
 
 Cuando apareció la doncella todo el mundo calló; unos por la gran 
			admiración que hacia ella sentían y otros esperando el gran momento 
			en que se hincaría ante el falso rey, para celebrarlo inmediatamente 
			con una gran carcajada. El silencio era tenso y solemne. Juana 
			avanzó unos pasos y se detuvo. Miró al trono e inmediatamente sus 
			ojos se apartaron de allí y se dirigieron al lugar exacto en que el 
			rey estaba semi-escondido. Avanzó entonces resueltamente hacia él 
			mientras la multitud cortesana le abría paso en silencio. Se hincó 
			ante él y cuando el rey se inclinó hacia ella para hacerla levantar, 
			Juana aprovechó para decirle casi al oído varias cosas que lo 
			conmovieron visiblemente, pues hacía tiempo que le atormentaban la 
			conciencia.
 
 Cuando Juana acabó de hablarle, el rey había cambiado por completo 
			de semblante. Su ánimo siempre deprimido e indeciso se había llenado 
			de valor y decisión. Había sentido que estaba ante un ser 
			extraordinario que no sólo conocía todos sus pensamientos secretos, 
			sino que era capaz de ayudarlo en la difícil tarea de unir a los 
			franceses y de expulsar a los invasores ingleses de sus dominios.
 
 A partir de este momento comienza una serie de hechos que no tienen 
			explicación humana: la organización de un ejército que hasta 
			entonces había estado profundamente dividido por el gran odio que se 
			profesaban sus diversos jefes; la serie de batallas y triunfos sobre 
			el ejército inglés, mucho más fuerte y mejor organizado, y sobre 
			todo el gran dominio que Juana logra tener sobre una soldadesca 
			brutal y anárquica que hasta entonces se había negado a combatir y a 
			obedecer a sus propios jefes.
 
 Las voces le decían a Juana cómo tenía que distribuir los diversos 
			batallones, dónde tenían que ponerse las ballestas y las piezas de 
			artillería, por que flanco tenían que atacar y cuál era el lado 
			débil del enemigo...
 
 Cuando alguno de los generales iba a ser herido ella se lo 
			anunciaba, al igual que dijo la víspera de ser herida ella misma por 
			primera vez:
 
				
				«Mañana saldrá sangre de mi cuerpo.»
				 
			
			En pleno combate, se ponía con el estandarte en la mano en el borde 
			del foso en un lugar bien visible, y desde allí, rodeada de una nube 
			de saetas y proyectiles disparados contra ella, arengaba a las 
			tropas y daba órdenes. Sus «amigos del cielo» la defendían. 
 En un año, a partir de su entrada en escena, el panorama político de 
			Francia cambió por completo. Los ingleses estaban en retirada y el 
			deseo de recobrar la independencia de la patria estaba vivo en todos 
			los rincones de Francia.
 
 Y todo esto logrado en apenas unos meses por una pobre muchachita 
			campesina llena de simplicidad e ignorancia.
 
 La segunda parte de su vida, es decir su prisión, juicio y ejecución 
			en la hoguera por las autoridades eclesiásticas es otra confirmación 
			más de que Juana era sólo un instrumento de los «dueños de este 
			mundo» o si se quiere un juguete con el que «los dioses» se 
			divirtieron durante un tiempo.
 
 A pesar de toda la falta de lógica que haya en su derrumbamiento 
			repentino, tras una ascensión fulgurante, hay sin embargo un gran 
			paralelo con lo que les ha sucedido a tantos otros «salvadores», 
			empezando por el mismo Cristo, tal como ya indicamos.
 
 El abandono a última hora por parte de los «guías» es una cosa muy 
			frecuente entre los «escogidos». El porqué de este abandono es algo 
			que se nos escapa a los mortales, pero es algo que vemos repetido 
			hasta la saciedad, sobre todo entre los «redentores» y fundadores de 
			religiones —que terminan muriendo en la cruz o fusilados, tal como 
			sucedió con el fundador de los mormones o de los Bahai— y entre los 
			místicos cristianos v «contactados» que acaban sus días enfermos o 
			locos, y sin saber qué pensar de todas sus experiencias al ver que 
			la mayoría de las promesas que les hicieron no se han cumplido.
 
 Juana, a causa de las envidias de los generales y de los nobles, fue 
			traicionada y vendida por dinero a los ingleses —un paralelo más con 
			Cristo— que se valieron de los tribunales eclesiásticos para hacerla 
			desaparecer en la hoguera.
 
 Durante su cautiverio fue golpeada innumerables veces y otras tantas 
			pretendieron violarla, no sólo los soldados que la custodiaban, sino 
			varios generales y nobles. Con una argolla de hierro al cuello, 
			semidesnuda, hambrienta y aterida, encerrada en una estrechísima 
			jaula fue paseada de ciudad en ciudad.
 
 Durante todos estos meses «las voces» seguían hablándole. Le daban 
			ánimos para seguir aguantando las vejaciones y sufrimientos y para 
			contestar a los interminables interrogatorios a que fue sometida por 
			los tribunales eclesiásticos. Pero no la liberaron de los tormentos, 
			antes al contrario, la engañaron diciéndole que «sería liberada en 
			una gran batalla» que nunca se produjo.
 
 Aquellas voces que la habían dirigido hasta en los detalles más 
			insignificantes y le habían advertido de los peligros que la 
			acechaban, en los momentos cruciales no la previnieron de la celada 
			que le habían tendido para hacerla prisionera. Ingenua hasta el fin, 
			no se quejó cuando se vio enjaulada y sujeta con hierros, entregada 
			como estaba totalmente en manos de sus «espíritus protectores».
 
 Sócrates, otro «iluminado», fue también a última hora abandonado por 
			su «daimon» que tan fiel le había sido durante toda su vida.
 
			  
			
			He aquí 
			sus palabras tal como nos las narra Platón en su Apología de 
			Sócrates:  
				
				«Mi daimon, el espíritu divino que me asiste, me permitía hasta hoy 
			oírle muy frecuentemente, aun a propósito de cosas de muy poca 
			importancia, en todo momento en que iba a hacer algo que no me 
			convenía. Sin embargo hoy, cuando me sucede, como veis, algo que 
			podría considerarse como la mayor de las desgracias —al menos como 
			tal se la considera— [se refería a su condena de muerte] no sólo no 
			se ha dejado oír al salir yo de mi casa ni cuando estaba ante el 
			tribunal, sino que ni tan siquiera para prevenirme cuando he tenido 
			que hablar. Sin embargo en otras ocasiones mucho menos graves me ha 
			obligado a callarme aun en contra de mis intenciones. Hoy en cambio 
			ni en un solo instante, mientras estaba ante el tribunal, me ha 
			impedido hacer o decir lo que quisiese. ¿A qué debo atribuir 
			esto...?»  
			
			Los modernos sabios que estudian el funcionamiento de la mente 
			humana —y que tan poco saben de ella— no tienen reparo en tildar de 
			histérica a una pobre adolescente analfabeta; sin embargo no se 
			atreven a hacer lo mismo con el sesudo Sócrates, al que curiosamente 
			le sucedía un fenómeno semejante, que tuvo además el mismo trágico 
			final. 
 Siguiendo una pauta que es muy común en la manera de actuar de estas 
			entidades extrahumanas, «las voces» la animaban a que siguiera 
			sufriendo:
 
				
				«Sufre con paciencia; no te inquietes por tu martirio —le 
			dicen repetidamente—; sufrir es progresar, es elevarse.»
				 
			
			Y la pobre 
			niña, abandonada de todos, va firme hacia la pira en que la van a 
			quemar. 
 En lo alto del cadalso, contra frailes y obispos que le instan a que 
			se retracte de todo y que confiese que todo ha sido obra de su 
			invención, grita con las pocas fuerzas que le quedan, que todo ha 
			sido verdadero; que las voces eran de sus ángeles amigos y que ella 
			sólo ha obedecido a Dios.
 
			  
			
			¡Pobre muchachita víctima de los terribles 
			juegos de los «espíritus de las alturas»! 
 Juana de Arco es como el símbolo personalizado de la Humanidad 
			entera que por siglos ha seguido ciegamente «las voces divinas» que 
			le han ido llegando a través de todas las religiones, y en fin de 
			cuentas ha sido defraudada por éstas, al no dejarnos evolucionar con 
			libertad y al ponernos a pelear por la diversidad de creencias.
 
 A los pocos meses Juana era reivindicada y glorificada por los 
			mismos tribunales eclesiásticos y por la misma Iglesia que la había 
			quemado viva. Pero esto pertenece ya a la farsa humana que los 
			hombres sabemos representar tan bien sin ayuda alguna de los dioses.
 
			  
			
			Éstos se limitan a reír «desde las alturas» viendo las bufonadas 
			históricas que tan seriamente practicamos y que en muchas ocasiones 
			son sólo consecuencias de sus disimuladas y perversas intrigas. 
 
			
			El islam
 
 La religión islámica es otro gran ejemplo histórico de la 
			intromisión de estas inteligencias en la vida de los hombres y en la 
			marcha del planeta.
 
 A un insignificante hombre llamado Mahoma se le aparece un 
			misterioso joven que dice ser nada menos que el arcángel Gabriel y 
			le dicta un libro «sagrado» —el Corán— que en seguida se convierte 
			en la regla de vida para millones de hombres.
 
			  
			
			Este libro es en gran 
			parte el responsable del atraso y el fanatismo en que viven muchos 
			millones de seres humanos aparte de haber causado y de seguir 
			causando infinidad de muertos. 
 Pues bien, uno se pregunta: ¿cómo es posible que una religión y en 
			concreto un libro en donde lo ridículo se mezcla con lo sublime y lo 
			ameno con lo plúmbeo, hayan podido extenderse por el mundo con el 
			ímpetu avasallador con que en muy pocos años se extendieron, 
			llegando hasta los confines de Asia y Oceanía, a donde no había 
			llegado el cristianismo nacido cinco siglos antes?
 
 La razón es la de siempre: la aparición de seres misteriosos de otro 
			mundo que le dan capacidades especiales al humano que escogen para 
			que pueda extender el mensaje o la orden que le dan.
 
 En el siguiente capítulo nos asomaremos a la cultura y a la 
			literatura islámicas ya que en ellas se describen de una manera muy 
			concreta estas inteligencias suprahumanas de las que estamos 
			hablando.
 
 (1) Este tema lo he desarrollado en mi libro El cristianismo, un 
			mito más.
 
 
			
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