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			Caso n.° 1
 
			EL DOCTOR 
			TORRALBA 
 Comenzamos la presentación de casos con uno del que no puede haber 
			duda ya que pertenece a la historia del Siglo de Oro español. De él 
			no se ha escrito mucho, pero sí lo suficiente como para que no 
			queden dudas de la existencia del personaje y de las hazañas en que 
			su vida se vio envuelta, aunque en la manera de explicarlas 
			discrepamos bastante de las conclusiones de los historiadores que 
			han tratado el tema.
 
 El principal testigo de la existencia de este individuo es nada 
			menos que Cervantes, quien hace decir a Don Quijote, subido a su Clavileño:
 
				
				«Acuérdate del verdadero cuento del Licenciado Torralba a quien 
			llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, 
			cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma y se apeó en Torre 
			de Nona... y vio todo el fracaso, asalto y muerte de Borbón, y por 
			la mañana estaba de vuelta en Madrid ya, donde dio cuenta de todo lo 
			que había visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire 
			mandó el diablo que abriese los ojos y los abrió y se vio tan cerca 
			a su parecer del cuerpo de la Luna que la pudiera asir con la mano y 
			que no osó mirar a tierra por no desvanecerse.»  
			En efecto, Cervantes, permitiéndose alguna licencia literaria o 
			inexactitud histórica al explicar los hechos, se refiere al doctor 
			Eugenio Torralba, famoso médico español del siglo XV-XVI, quien 
			después de haber vivido en Roma bastantes años y después de haber 
			ganado allí gran fama por sus artes curatorias, se trasladó a la 
			Corte española y se relacionó con toda la nobleza y con las altas 
			jerarquías eclesiásticas, a las que siempre les ha gustado mucho 
			codearse con los poderosos. 
 Era natural de Cuenca y a su vuelta a España pasó la mayor parte del 
			tiempo en Valladolid, en donde mayormente radicaba la corte ya que 
			Madrid aún no se había afianzado como capital de España.
 
 Allí era famoso no sólo por las extraordinarias curaciones que 
			hacía, sino por un extraño amigo que tenía, llamado Zequiel, del que 
			corría la voz que no era un ser de este mundo.
 
			  
			He aquí cómo lo describe Marcelino 
			Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles:
			 
				
				«... se le apareció al doctor como 
				Mefistófeles a Fausto, en forma de joven gallardo y blanco de 
				color, vestido de rojo y negro y le dijo: "Yo seré tu servidor 
				mientras viva." Desde entonces le visitaba con frecuencia y le 
				hablaba en latín o en italiano y como espíritu de bien, jamás le 
				aconsejaba cosa contra la fe cristiana ni la moral; antes le 
				acompañaba a misa y le reprendía mucho todos sus pecados y su 
				avaricia profesional.  
				  
				Le enseñaba los secretos de plantas, 
				hierbas y animales, con los cuales alcanzó Torralba portentosas 
				curaciones; le traía dinero cuando se encontraba apurado de 
				recursos, le revelaba de antemano los secretos políticos y de 
				Estado, y así supo nuestro doctor, antes de que aconteciera, y 
				se los anunció al cardenal Cisneros, la muerte de Don García de 
				Toledo en los Gelves y la de Don Fernando el Católico y el 
				encumbramiento del mismo Cisneros a la regencia y la guerra de 
				las comunidades.  
				  
				El cardenal entró en deseos de conocer a Zequiel, que tales cosas predecía; pero como era espíritu tan 
				libre y voluntarioso, Torralba no pudo conseguir de él que se 
				presentase a fray Francisco (Cisneros).»  
			(Es de notar qué ya en el nombre que se 
			atribuía a sí mismo el misterioso personaje se da el primer paralelo 
			entre él y los «extraterrestres» de nuestros días, que de ordinario 
			escogen para sí mismos nombres que se parecen a algún personaje 
			famoso o a algo relacionado con el contactado. En la España del 
			siglo xvi había que estar muy claro en cuanto a ortodoxia y sobre 
			todo en cuanto a carencia de trato alguno con el demonio ya que la 
			Inquisición amenazaba, y no de broma, con sus santas mazmorras. El 
			nombre «Zequiel» se parece mucho a uno de los cuatro profetas 
			mayores — Ezequiel— y al mismo tiempo recuerda en su desinencia los 
			de los arcángeles, con los que Zequiel daba la impresión de querer 
			ser relacionado, para huir de toda posible relación con Satanás.) 
			
			
 La descripción que el doctor Torralba hace de Zequiel, coincide con 
			lo que muchos de los modernos «contactos» nos dicen de los 
			personajes que los visitan o que los transportan en sus naves. Uno 
			de los rasgos físicos más notables de Zequiel era el ser muy blanco 
			y muy rubio, cualidades casi normales en los «extraterrestres 
			buenos» de hoy día, ya que los «extraterrestres malos» suelen ser 
			descritos mucho más frecuentemente por los «contactos» como feos, 
			cabezones y de piel oscura o de colores raros.
 
 El primer contacto del doctor Torralba con Zequiel fue más bien 
			indirecto, ya que se comunicaba con un fraile de la Orden de Santo 
			Domingo, que vivía en Roma, y al que se le aparecía de ordinario en 
			fechas relacionadas con las fases de la Luna. Un buen día, el fraile 
			le preguntó a Zequiel si tendría inconveniente en tomar bajo su 
			protección al doctor Torralba —a quien el dominico le estaba muy 
			agradecido pues lo había curado de una molesta enfermedad— y Zequiel 
			le contestó que no tendría inconveniente y desde entonces quedó 
			sellada la amistad que los uniría por toda la vida,
 
 Por supuesto, durante toda la vida de Torralba, porque Zequiel, a 
			juzgar por sus manifestaciones, continuaría viviendo aún por mucho 
			tiempo después de la muerte de su protegido, lo mismo que había 
			vivido por mucho tiempo antes de que él hubiese nacido.
 
 Como ya hemos visto, Torralba, a causa de sus muchos conocimientos 
			de medicina, tenía abiertas todas las puertas de la Corte y su fama 
			llegaba hasta el extranjero, de donde venían a curarse con él. En 
			1525 fue nombrado médico de la Corte de Doña Leonor, reina viuda de 
			Portugal, pero su estancia en aquel país duró poco, aunque el tiempo 
			que estuvo hizo maravillas.
 
 Y no sólo por sus conocimientos en medicina era Torralba famoso, 
			sino por lo mucho que sabía de teología, que por aquellos años 
			alcanzaba en España un gran florecimiento. Gustaba de discutir los 
			tópicos teológicos con distinguidos profesionales, frailes en su 
			mayoría, a pesar de que él era laico y no se había distinguido por 
			sus estudios en esa disciplina.
 
 Zequiel instruía al doctor en toda suerte de cosas y a veces no sólo 
			a él sino a otros amigos que se lo pedían, aunque muy raramente se 
			dejaba ver de ellos. En una ocasión, un tal Camilo Ruffini, natural 
			de Nápoles, le pidió a Torralba que le dijese a Zequiel que le diese 
			una fórmula para ganar en el juego. Zequiel, que en otras ocasiones 
			se había negado rotundamente a semejante cosa, en ésta accedió y le 
			dio una especie de fórmula que consistía en unas letras 
			cabalísticas; jugó Ruffini con ella y ganó la no pequeña cantidad de 
			cien ducados. El mismo Zequiel le aconsejó que no jugase al día 
			siguiente, porque era Luna menguante y perdería.
 
 En Roma, Torralba gozaba de gran amistad con no menos de diez 
			cardenales, y varios de ellos acudieron en más de una ocasión a él 
			para que intercediese con su protector en favor de ellos.
 
 Un detalle curioso es que Zequiel reprendía a su protegido porque 
			éste cobraba, y no poco, por las curaciones que hacía, valiéndose de 
			los conocimientos que él le había dado. Le decía que no debería 
			cobrar, pues a él no le había costado nada adquirir esos 
			conocimientos. Al mismo tiempo, lo censuraba cuando lo veía triste 
			por falta de dinero. Sin embargo, curiosamente, después de estas 
			reprensiones, Torralba solía encontrar en su cama o en algún lugar 
			inesperado, cantidades de monedas que le servían para salir de los 
			aprietos financieros en los que se encontrase.
 
 Con el paso de los años, la confianza de Torralba en su protector y 
			la superioridad que en él fue desarrollándose, lo llevó a mantener 
			menos en secreto sus extrañas relaciones, al mismo tiempo que se 
			atrevía a cosas mayores sin preocuparle que ello fuese a levantar 
			sospechas en la Inquisición acerca de la identidad de su misterioso 
			amigo.
 
 Como nos decía don Marcelino, con frecuencia hacía predicciones de 
			sucesos que luego resultaban exactas. Uno de los episodios que más 
			puso en guardia a los inquisidores fue la detallada descripción que 
			hizo del famoso «Saco de Roma» que ocurrió el 6 de mayo de 1527. 
			Torralba, ante un grupo de admirados hombres importantes de la Corte 
			en Valladolid, describió minuciosamente los detalles del saqueo y 
			hechos tan importantes como el degüello del Condestable de Francia, 
			Carlos de Borbón, y el encarcelamiento del Papa en el castillo de 
			Santángelo. Preguntado que cómo lo sabía, dijo con toda tranquilidad 
			que «porque él había estado allí».
 
 Cuando tras varias semanas llegaron las noticias oficiales a la 
			Corte, confirmando todos los detalles que el doctor Torralba 
			habíadado, la Inquisición se sintió obligada a llamarlo a declarar. 
			Éste fue el inicio de todos sus males. Fue encarcelado y tras tres 
			años de prisión, en los que se preparaba el acta de su proceso —la 
			administración de la justicia era entonces tan lenta y tan mala como 
			en nuestros días— fue sentenciado a sufrir tormento, volviéndose 
			entonces contra él o abandonándolo todos sus amigos eclesiásticos y 
			de la Corte, algunos de los cuales, como el cardenal Volterra y un 
			general de cierta Orden religiosa, le habían suplicado en años 
			anteriores que les cediese la protección de Zequiel.
 
			  
			Y como vimos, 
			hasta el cardenal Cisneros le había pedido en cierta ocasión que le 
			presentase a Zequiel, cosa a la que éste se negó. Se ve que conocía 
			mejor que Torralba a los políticos y a los jerarcas eclesiásticos.
			
 La manera como el doctor Torralba explicaba sus viajes se asemeja 
			mucho a lo que algunos contactos modernos nos dicen, y muchísimo a 
			lo que leemos de las brujas. En una ocasión, en 1520, estando en 
			Valladolid, le dijo a don Diego de Zúñiga su gran amigo —otro peje 
			noble que luego fue el que lo denunció a la Inquisición— que él se 
			iba a ir a Roma «por los aires, cabalgando en una caña y guiado por 
			una nube de fuego», cosa que en efecto hizo, ya que al día siguiente 
			de decir esto estaba en Roma.
 
 Mucho más interesante fue la descripción de cómo hizo el viaje de 
			ida y vuelta de Valladolid a Roma, en 1527.
 
			  
			He aquí cómo lo cuenta 
			Menéndez Pelayo:  
				
				«Salieron de Valladolid en punto de las once, y cuando estaba a 
			orillas del Pisuerga, Zequiel hizo montar a nuestro médico en un 
			palo muy recio y ñudoso, le encargó que cerrase los ojos y que no 
				tuviera miedo, le envolvió en una niebla oscurísima y después de 
				una caminata fatigosa, en que el doctor, más muerto que vivo, 
				unas veces creyó que se ahogaba y otras que se quemaba, 
				remanecieron en Torre Nona y vieron la muerte del Borbón y todos los horrores del saco. A 
			las dos o tres horas estaban de vuelta en Valladolid... Antes de 
			separarse, Zequiel le dijo al doctor: "Desde ahora deberás creerme 
			cuanto te digo."»  
			Sería demasiado largo transcribir todos los pormenores de la vida 
			del doctor Torralba. En los anales de la Inquisición, en donde se 
			narra todo su proceso, hay muchos otros detalles que nos dan derecho 
			a ver en él a un auténtico «contacto» del siglo xvi.  
			  
			Naturalmente, 
			las circunstancias en que él vivió son las que condicionan su 
			descripción de todo el fenómeno, con ausencia de detalles técnicos 
			de instrumentos, aparatos o vehículos espaciales. En cambio sí se 
			hace curioso el uso de un palo para cabalgar sobre él, que 
			lógicamente tenía que resultar tan sospechoso para los inquisidores, 
			como el uso de fórmulas cabalísticas o la relación con las fases de 
			la Luna, y hasta la aparición repentina de un pequeño ser, sucedida 
			a instancia de Zequiel en Madrid. De todos estos detalles podríamos 
			hablar mucho, pero no es éste el lugar para hacerlo. 
 Por supuesto que la ciencia oficial (en este caso representada por 
			el famoso psiquiatra español doctor López Ibor) no cree que los 
			hechos narrados por el doctor Torralba y admitidos por la 
			Inquisición sean verdaderos, y de hecho le llama a Torralba «gran 
			embustero y loco» y dice de él que eso les sucede a los que «mienten 
			mucho en diferentes tiempos», añadiendo que lo hizo por «necios 
			caprichos o locuras perniciosas».
 
 Discrepamos radicalmente del doctor López Ibor. Una vez más la 
			ciencia, por sus mismos principios parciales y en cierta manera 
			miopes, se autolimita incapacitándose para poder ver la 
			realidad. Ésta es la razón por la que repetidamente sostengo que hay 
			ciertos campos en los que los investigadores tienen que seguir sus 
			indagaciones sin preocuparse demasiado de lo que la ciencia oficial 
			diga, ya que ésta lógicamente será la última en enterarse de cuál es 
			la realidad. La psiquiatría, en concreto, dará un paso trascendental 
			cuando se entere de cuál es la realidad que hay detrás de los hechos 
			descritos por el doctor Torralba.
 
 Si él fuese el único en contar semejantes cosas yo sería el primero 
			en atribuir todas sus narraciones a pura fantasía. Pero a lo largo 
			de la historia y en nuestros mismos días ha habido y hay 
			innumerables hombres y mujeres que nos cuentan cosas semejantes. Y 
			muchos de ellos, al igual que Torralba, tienen pruebas para 
			demostrar que lo que dicen es verdad. Lástima que en muchas 
			ocasiones la ciencia prejuiciada no tenga oídos para analizar esas 
			pruebas.
 
 Por aquellos mismos años, en tierras de Navarra y La Rioja se decían 
			cosas muy parecidas de un eclesiástico, el cura de Bargota, cerca de 
			Viana,
 
				
				«que hacía extraordinarios viajes por el aire, pero siempre 
			con algún propósito benéfico o de curiosidad, como por ejemplo el de 
			salvar la vida a Alejandro VI contra ciertos conspiradores, el de 
			presenciar la batalla de Pavía, etc., todo con la ayuda de su 
			"espíritu familiar" cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros».
				 
			Y para que el lector vea que semejantes hechos no son puras 
			habladurías fruto de la mente calenturienta del pueblo, le diremos 
			que el año 1527, un año antes de la prisión de Torralba, la 
			Inquisición de Navarra celebraba un juicio contra veintinueve brujas 
			a las que condenó por delitos de hechicería, entre los que estaba el 
			«volar por los aires».  
			  
			Y vea el lector lo que el sesudo Menéndez 
			Pelayo dice al respecto:  
				
				«El juez pesquisidor quiso certificarse de la verdad del caso y 
			ofreció el indulto a una bruja si a su presencia y a la de todo el 
			pueblo se untaba y ascendía por los aires, lo cual hizo con 
			maravillosa presteza, remaneciendo a los tres días en un campo 
			inmediato.»  
			Es decir que según las actas, se elevó realmente por los aires y por 
			allá anduvo nada menos que tres días. Pero en vez de estudiar 
			seriamente cómo podía realizar semejante proeza o en vez de darle 
			por ello una medalla como a la primera mujer astronauta, el 
			fanatismo de aquellos jueces hizo «que las brujas fueran condenadas 
			a azotes y cárcel de resultas de toda aquella barahúnda».  
			  
			Para los 
			jueces o para don Marcelino, elevarse por los aires únicamente era 
			«una barahúnda». Así procede la ciencia prejuiciada y así ha 
			procedido y sigue procediendo la justicia en nuestros días cuando 
			los jueces están imbuidos de principios religiosos fanáticos. 
 Y las brujas navarras tuvieron suerte, porque algunas de Zaragoza 
			«fueron relajadas al brazo secular (es decir, fueron quemadas 
			vivas), en 1536, tras larga discordia de pareceres entre los 
			jueces».
 
 El lector pensará que todas éstas son «historias» en el sentido 
			peyorativo de la palabra. Pero debe saber que en nuestros días sigue 
			sucediendo lo mismo, aunque naturalmente no pasen cosas así todos 
			los días y precisamente donde él está.
 
 Yo para poder ver algo por el estilo tuve que tomarme el trabajo de 
			viajar hasta el centro de Portugal, en Ladeira do Pinheiro, en donde 
			la vidente María da Conceiçao se había ya elevado en el aire en no 
			menos de dieciséis ocasiones, perdiéndose en algunas de ellas entre 
			las nubes, en presencia de cientos de devotos que rezaban 
			fervientemente el rosario.
 
 Yo no fui tan afortunado como para ver tamaño prodigio, pero sí pude 
			ver cómo comenzaba a elevarse en el aire hasta una altura como de 
			medio metro, pasándose en seguida a una silla en la que estuvo en 
			trance unas dos horas.
 
 Y en el campo de la ovnística, es famoso el caso de un paracaidista 
			que tras haberse lanzado de su avión tardó tres días en llegar a 
			tierra, sin poder recordar dónde había estado en todo aquel tiempo.
 
 En los capítulos finales de este libro, el lector encontrará a 
			modernos doctores Torralba con sus correspondientes «Zequieles».
 
			  
			Pero para describir sus biografías no tendré que acudir a ningún 
			historiador, porque yo mismo he sido testigo directo de sus 
			increíbles hazañas.  
			  
			
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