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			LOS DUEÑOS 
			VISIBLES DE ESTE MUNDO
 
 Puesto que en todo este libro vamos a hablar de los dueños 
			invisibles de este mundo, creo será oportuno hablar antes de sus 
			dueños visibles, que en un aspecto no son más que marionetas de los 
			invisibles.
 
 Sería un infantil error creer que todo lo que pasa en nuestro mundo 
			está dirigido desde el «más allá», por «divinas providencias» según 
			cree el cristianismo o por algún tipo de espíritus entrometidos a 
			los que por razones desconocidas les gusta entremezclarse con las 
			vidas y las actividades de los humanos. El quehacer diario de los 
			hombres y de las naciones lo forjan una serie de personajes de los 
			que nos ocuparemos en este capítulo.
 
 Esto no quiere decir que en determinadas ocasiones tal o cuál 
			suceso, que aparentemente se debe a causas humanas perfectamente 
			conocidas, no tenga otras completamente distintas de las aparentes. 
			Pero, hablando en general, podemos decir que las cosas de cada día 
			suceden por causas humanas, en las que el hombre actúa libremente 
			pudiendo haber actuado de una manera completamente diferente.
 
 Algo por el estilo se puede decir de la marcha de la historia. Sin 
			embargo, en este particular ya no podemos ser tan tajantes, pues 
			cuando los acontecimientos se magnifican o a medida que éstos son 
			considerados durante un período mayor de tiempo, el hombre pierde 
			dominio sobre ellos y la marcha de la historia se hace errática. El 
			hombre parece tener dominio sobre un acontecimiento o varios 
			concatenados; pero, a la larga, la marcha de la historia 
			parece obedecer a leyes que se escapan a su voluntad. Ésa es 
			competencia de los dioses, que lejos de darle protagonismo al hombre 
			lo convierten en animal de granja; o, mejor, en soldado de filas: le 
			dan una espada o un fusil y lo ponen a matar por una causa sagrada a 
			sus hermanos o a los animales o a todo lo que se ponga por delante. 
			Esa ha sido la larga, estúpida y triste historia de la Humanidad.
 
 Pero volvamos a los forjadores de la historia diaria; a los dueños 
			visibles de este mundo; a los causantes de las infantilidades y los 
			horrores que los periódicos del mundo entero recogen con prontitud y 
			nos presentan con alborozo todas las mañanas en sus primeras planas.
 
 Podríamos dividirlos en cuatro clases: políticos, militares, 
			maníacos del dinero y fanáticos religiosos. Examinémoslos uno por 
			uno.
 
 Los políticos son unos maníacos del poder puro. No gustan de las 
			armas ni de la violencia física, pero les gusta mandar. Les encanta 
			ser vistos, ser tenidos en algo, ser consultados. Por eso se 
			derriten de gusto ante las cámaras de televisión o ante un 
			micrófono. Tienen por lo general personalidades psicopáticas; 
			sienten que les falta algo dentro de sí y por eso quieren vivir en 
			olor de multitudes. Temen y aman a los periodistas porque éstos 
			tienen el poder de destruirlos o de convertirlos en ídolos de la 
			sociedad. Y a su vez los periodistas —incluidos los directores de 
			los diarios— tienen debilidad por los políticos, porque son como los 
			bufones nacionales que les proporcionan gratis todos los días 
			noticias frescas con las que llenar las páginas que serán devoradas 
			con avidez por la masa de papanatas seguidores de partidos.
 
 Algún día alguien tendrá que hacer un estudio psicoanalítico de la 
			curiosa simbiosis periodismo-política y más concretamente 
			periodista-político. Se aman y se odian; se necesitan y se detestan; 
			se construyen y se destruyen mutuamente. Ahí están los recientes 
			casos «gate»: los políticos engañando a los periodistas y éstos 
			destruyendo a los políticos. Pero a la larga no pueden vivir los 
			unos sin los otros. Son los amantes de Teruel.
 
 Se ha dicho que el poder corrompe especialmente a los políticos. 
			Pero esta corrupción no se refiere precisamente al mal uso
 
 o a la apropiación de fondos ajenos, sino al cambio total de 
			mentalidad y costumbres que en ellos se opera una vez instalados en 
			los puestos en los que se hacen invulnerables.
 
 Se corrompen porque dicen sí a cosas a las que antes habían dicho de 
			entrada que no; se corrompen porque no cumplen lo que habían 
			prometido y porque usan la demagogia igual que sus predecesores; y 
			los más encumbrados se corrompen porque pierden por completo el 
			contacto con el pueblo y ya no defienden tanto los intereses de éste 
			cuanto los propios y los del partido, y su gran meta se convierte en 
			mantenerse en el poder.
 
 Por eso, viendo la frecuencia con que esta metamorfosis se da en los 
			políticos una vez que cogen el mando, uno llega a pensar que no es 
			que el poder los deforme, sino que ya llegan a él deformados.
 
 Pero —buenos o malos— la verdad es que los políticos tienen un 
			enorme poder para torcer o enderezar los rumbos de la sociedad y aun 
			para hacer feliz o desgraciada la vida de los individuos.
 
 En las alturas, el político profesional pierde la perspectiva de la 
			sociedad y la ve de una manera completamente diferente. Le sucede lo 
			que a los que van en avión: desde arriba ven las cosas de una manera 
			distinta; en cierta manera mejor y en cierta manera peor. No 
			reconocen los lugares que desde abajo conocen muy bien, porque desde 
			arriba no se ven las fachadas de las casas; sólo se ven los tejados. 
			Desde las alturas del poder no se ven las caras de la gente y sus 
			necesidades diarias y concretas; se ven sólo los déficits de los 
			presupuestos. No se ve al individuo; se ve la sociedad, la nación, 
			el Estado. El hombre concreto se difumina, se pierde, y el político 
			se olvida de él, flotando como está en nubes de coaliciones, 
			alianzas, pactos y de luchas para mantenerse en el puesto.
 
 Los políticos que llegan a las grandes alturas organizan con 
			frecuencia viajes rituales de visitas mutuas, con gran pompa y 
			acompañamiento, ofreciéndose ramos de flores, solemnes recepciones 
			con pases de revista a filas de pobres esclavos en-fusilados, 
			discursos en estrados alfombrados, y grandes banquetes. En esto 
			nunca fallan. La parte más importante de estas visitas de Estado y 
			las serísimas reuniones de trabajo de los grandes estadistas radica 
			en un gran banquete en el que no se repara en gastos. Ya no se 
			acuerdan de que los que pagan esos banquetes son sus convecinos; 
			pero ellos hace tiempo que no tienen convecinos, porque se aislaron 
			del pueblo común y viven en casas apartadas y muy bien custodiadas. 
			Lo único que tienen es compañeros de partido o de candidatura 
			electoral.
 
 Ellos creen que quien paga esos banquetes es «Hacienda», que es sólo 
			una palabra; y además ya han tenido la precaución de incluirlos en 
			el «Presupuesto General del Estado» que son otras tres palabras 
			impersonales.
 
 Los políticos, desde las alturas del poder, se olvidan que lo que 
			los hombres y mujeres de su nación y los del mundo entero quieren 
			ante todo es paz, pero ellos gastan millonadas en comprar armas para 
			tener tranquilos a los militares. No se acuerdan de que lo que los 
			hombres y mujeres piden, después de la paz, es un puesto de trabajo 
			y los políticos destinan miles de millones a obras suntuarias, a 
			palacios de ópera —para que se deleiten unos pocos que no trabajan—, 
			a conmemoraciones de descubrimientos, a préstamos a sus amigos 
			políticos de otros países, mientras millones de hombres concretos, 
			conciudadanos suyos en otro tiempo y para los que los aniversarios 
			de descubrimientos y las óperas suenan a música celestial, siguen 
			padeciendo su incultura, arrastrando su desesperanza por las calles 
			de nuestras ciudades y mendigando mensualmente la limosna estatal. 
			Pero la gente normal no quiere limosnas; quiere un puesto de trabajo 
			para ganarse su pan.
 
 Los políticos desde sus alturas megalomaníacas no caen en la cuenta 
			de que es un tremendo error que en una familia se le compre un piano 
			a uno de los hermanos cuando hay otro que no come lo suficiente. 
			Hace años hice un terrible descubrimiento, una tarde gris, a la 
			puerta de las Naciones Unidas en Nueva York, después de una gran 
			recepción de gala: salían los embajadores de las diversas naciones, 
			y cuanto más miserable era el país que representaban, más elegante 
			era el «Cadillac» de su embajador.
 
 Es cierto que los políticos no son los dueños totales de este mundo 
			y tienen que compartir el poder con los otros miembros de la 
			«fraternidad negra» —como dicen los esotéricos—, pero ¡cuánto mejor 
			irían las cosas si llegados al poder no se deshumanizasen tanto!
 
 Analicemos ahora a los militares, los segundos dueños visibles de 
			este mundo.
 
 Los militares son los sucesores de los hombres de las cavernas, pero 
			uniformados. Al contrario que a los políticos, les encanta la 
			violencia. Creen que todo se puede arreglar a golpes. Les fascinan 
			las armas, su juguete favorito, y se pasan la vida pidiéndoles a los 
			políticos que les den más. Y éstos dedican una enorme cantidad de 
			dinero del pueblo a comprarles armas de las que lo mejor que se 
			puede esperar es que no sirvan para nada, porque si sirven será para 
			hacer la guerra o para matar al propio pueblo que las pagó. Los 
			políticos se las dan a regañadientes, pero piensan que así estarán 
			tranquilos en sus cuarteles, jugando con ellas, olvidados de 
			alzamientos y rebeliones, y los dejarán a ellos jugar a sus 
			escondites políticos.
 
 En un principio, los militares profesionales aparecieron en las 
			sociedades para defenderlas de sus enemigos externos. Pero como hoy 
			ya casi no hay enemigos externos que amenacen con invadirnos, y como 
			ellos siguen conservando el mismo instinto primario de violencia y 
			pelea, vuelven sus energías hacia dentro y cada cierto tiempo caen 
			en la tentación de apalear a sus conciudadanos. En vez de ser los 
			defensores de la paz son una amenaza constante contra ella. En una 
			democracia moderna la gente tiene más miedo a los militares de 
			dentro que a los enemigos de fuera. Y en caso de que surgiese 
			alguno, los militares llamarán a los universitarios, a los obreros y 
			a los campesinos, les pondrán un fusil en las manos y los mandarán a 
			pelear. Y seguirá siendo verdad la vieja copla:
 
 La bala que a mí me hirió también rozó al capitán. A él lo hicieron 
			comandante y a mí... para el hospital.
 
 Los militares tienen de ordinario una visión simplista de la patria, 
			de la moral y de la vida toda, y tienden a aplicar los estilos y el 
			talante del cuartel a la vida familiar y social, sin caer en la 
			cuenta de que el espíritu castrense tiene la imaginación castrada y 
			anda a contrapelo de la fraternidad humana. El estilo castrense es 
			sólo bueno para el cuartel, pero es funesto para la sociedad. Acaba 
			con la creatividad y hasta con la cultura, y termina engordando sólo 
			a unos cuantos vivales con galones o sin ellos.
 
 Cuando los abusos y errores de los generales-ministros, el 
			descontento ciudadano y las enormes deudas externas hacen tambalear 
			el régimen castrense, los militares, patrióticamente, entregan el 
			poder y se refugian en los cuarteles. Pero ni aun así dejan de 
			amenazar con volver a coger el garrote. Ése ha sido el triste 
			espectáculo de casi todas las naciones sudamericanas en los últimos 
			cincuenta años.
 
 El poder de los militares no es sutil como el de los políticos. El 
			poder de los militares es fuerza bruta. Son las balas que perforan 
			la blanda carne humana y son los cañones que destruyen hogares o las 
			bombas que borran ciudades del mapa. Los políticos tratan de 
			convencer, aunque lo traten mintiendo, pero los militares no. Los 
			militares ordenan, porque ellos se sienten el orden y la ley, y el 
			que no piense como ellos está equivocado, es comunista y por lo 
			tanto hay que silenciarlo como sea.
 
 Por eso, cuando ellos tienen el poder está prohibido pensar 
			libremente. Se puede pensar, pero siempre dentro de los parámetros 
			castrenses.
 
 Con el dinero que los militares del mundo entero gastan cada año en 
			comprar y mantener armamentos, y con el dinero que los Gobiernos de 
			todo el mundo gastan en pagar a los militares (que lo mejor que 
			pueden hacer es no hacer nada) se podría acabar con la pobreza que 
			padecen tantos millones de personas en el mundo y se podría elevar 
			enormemente el nivel de vida de los ciudadanos de todos los países. 
			Pero en este particular la Humanidad no ha superado la época de las 
			cavernas y tiene una mentalidad troglodítica en la que el garrote y 
			la violencia son una necesidad y una manera habitual de convivencia.
 
 Sobre este atribulado planeta pesan como una losa los grandes y 
			pequeños «Pentágonos», dirigidos por auténticos maníacos de la 
			violencia, que ya no sólo amenazan la paz de sus propios países, 
			sino la del mundo entero con sus bombas de neutrinos y sus guerras 
			de las galaxias. Su paranoia bélica ha llegado a tal punto que, 
			alentada por la imbecilidad de los Reagans y de los Gorbachovs de 
			turno, se ha atrevido a poner sobre las cabezas de todos los 
			habitantes del planeta verdaderos monstruos apocalípticos, que vagan 
			silenciosos por el espacio y que en cualquier momento pueden caer 
			del cielo sembrando la muerte sobre millones de inocentes. La 
			esquizofrenia de unos pocos dementes ha revivido el viejísimo mito 
			del maná divino, convirtiéndolo en una lluvia infernal.
 
 La enfermedad que padecen estos maníacos de la violencia es 
			actualmente la principal amenaza de la Humanidad. Mientras existan 
			individuos que creen que la mejor manera de arreglar las cosas es a 
			golpes y matando, la Humanidad seguirá enferma de angustia.
 
 Pasemos a otros «señores del mundo»: los maníacos del dinero. Son de 
			dos clases: los legales y los ilegales.
 
 Los ilegales tienen menos poder en cuanto a gobernar el mundo; más 
			bien contribuyen de una manera indirecta a aumentar el caos 
			reinante. Son los chulos de gran estilo que quieren vivir a costa de 
			la sociedad y se organizan en mafias financieras y en grupos 
			secretos que chantajean y estafan a la sociedad de mil maneras 
			diferentes, con el solo fin de conseguir dinero y vivir bien. A 
			veces lo hacen a lo grande y profesionalmente, y a veces por la 
			libre y en pequeña escala.
 
 Por culpa de unos y de otros vivimos entre rejas, la sociedad tiene 
			que gastar millones en policías y guardias, se arruinan empresas y 
			hay atracos en todas las esquinas de las grandes ciudades.
 
 Si estos gángsters disfrazados de personas honorables llegan en 
			alguna parte a conseguir el poder político —tal como ha sucedido en 
			algún gran país latinoamericano—, entonces el asesinato, la 
			extorsión, el peculado y toda suerte de crímenes se convierten en el 
			pan nuestro de cada día, practicado por las dignísimas autoridades, 
			y en todo el país comienza a sentirse una profunda angustia y un 
			olor a podrido.
 
 Pero de ordinario estos chulos de la sociedad no suelen ambicionar 
			el poder político y en cuanto consiguen el dinero lo mandan a Suiza 
			—el país-cloaca que vive de encubrir a todos los grandes ladrones 
			del mundo— y se van a calentar sus barrigas al sol de Miami.
 
 Algún día habrá que instituir la pena de muerte para estas 
			sanguijuelas que viven voluntaria y conscientemente de exprimir la 
			sangre a sus conciudadanos.
 
 Pasemos a los maníacos del dinero legales, que en buena parte son 
			tan perniciosos como los ilegales. Suelen estar parapetados en los 
			grandes Bancos, grupos, trusts, holdings, financieras, etc., y desde 
			sus lujosos despachos acristalados, en lo alto de los rascacielos, 
			manejan con unos hilos sutilísimos pero muy eficaces el gran 
			«guiñol» de la política nacional e internacional. Los políticos, muy 
			serios, gesticularán, harán declaraciones o bailarán, según estos 
			mefistófeles financieros les tiren de los hilos.
 
 A veces, cuando quieren ayudar a uno de ellos porque lo ven más útil 
			para sus intereses, lo empinan desde abajo con préstamos abundantes, 
			para que sea más visto y tenga ocasión de gritar más y convencer a 
			un mayor número de borregos electores. Y si no gana en las 
			elecciones, los buenos y generosos banqueros son capaces de no 
			cobrarle intereses por el préstamo. Porque los hombres de la Banca, 
			a pesar de ]o mucho que los critican, también tienen su poquito de 
			corazón.
 
 La relación entre la política y la Banca es, a pesar de las 
			apariencias, mucho mayor de lo que parece. Los políticos tratan de 
			no hostigar demasiado a la Banca para que ésta pueda hacer sus 
			negocitos con paz de espíritu (y en los lugares donde las cosas 
			están más corruptas, para que ésta les devuelva en metálico sus 
			«permisos» y su laissez faire). Y a su vez la Banca financia con 
			intereses tolerables —los normales son intolerables— las campañas de 
			los políticos, y sobre todo los acoge en su seno cuando un golpe 
			infausto de la suerte los desbanca del poder y tienen que abandonar 
			lo que irónicamente se llama el «servicio público». Los despachos de 
			los grandes Bancos suelen ser el puerto seguro en el que finalmente 
			han recalado muchas veces naves políticas rotas. Las buenas acciones 
			de los políticos, el Señor las suele recompensar con buenas acciones 
			bancarias.
 
 Para los maníacos organizados del dinero lo más importante en el 
			mundo es acrecentarlo. Que a causa de sus exigencias una nación vaya 
			al caos o una empresa o individuo se arruinen, eso les tiene sin 
			cuidado a los grandes mogoles de las finanzas. Lo único que cuenta 
			para ellos son los dividendos y por eso están muy atentos a los 
			buenos negocios. La docena de guerras que hay en la actualidad en 
			este loco planeta son una auténtica mina de oro para los traficantes 
			de armas, y la Banca, aconsejada por políticos y militares, financia 
			a todos los bandos para que no se termine el negocio aunque la gente 
			siga muriendo. Y si se terminase están dispuestos a prestarles 
			dinero para que entierren decentemente y según los ritos sagrados a 
			sus muertos.
 
 Desgraciadamente para ellos, se les acabó el pingüe negocio de 
			décadas pasadas, que consistía en prestar dinero en condiciones 
			abusivas a naciones subdesarrolladas en las que gobernaban políticos 
			rapaces. Los banqueros prestaban aun a sabiendas de que aquel dinero 
			endeudaba aún más a la nación porque iba a parar a las cuentas 
			privadas de los presidentes, ministros y generales ladrones que 
			tanto han abundado en la historia reciente de los países en 
			desarrollo. Los gobernantes patriotas y decentes que han heredado 
			esas deudas de ignominia harán muy bien en no pagar un dinero que 
			unos políticos ladrones le robaron a unos banqueros estafadores.
 
 Los grandes Bancos se parecen a los buitres carroñeros: cuanto más 
			carne podrida hay, más gordos están. Engordan a costa de las 
			empresas «ejecutadas», de la esclavitud de los acreedores acogotados 
			por sus intereses desmedidos y de no se sabe qué turbios manejos 
			financieros que producen la inexplicable paradoja de que cuando la 
			economía nacional está por los suelos las ganancias de los grandes 
			Bancos están boyantes. Y ahí están los periódicos y las estadísticas 
			para probarlo.
 
 Los pequeños Bancos que se arruinaron fue porque se pasaron de 
			listos y cayeron en las propias trampas que ellos les habían puesto 
			a sus clientes.
 
 Y por fin enjuiciemos al último miembro de la «fraternidad negra»: 
			los fanáticos religiosos.
 
 No hay en el mundo cosa que haya separado más a los humanos y que 
			los haya hecho pelear y odiarse tanto como las religiones.
 
 Aunque los líderes de las diversas religiones se jactan de que lo 
			que todas ellas predican en el fondo es el amor y la justicia, y por 
			lo tanto contribuyen a la unidad del género humano, los hechos a lo 
			largo de los siglos nos dicen todo lo contrario: la historia está 
			tejida de guerras ocasionadas pura y simplemente por la religión.
 
 Además predican el amor y la justicia cada uno a su manera; los 
			predican rodeados de una serie de circunstancias diferentes que 
			impiden que ese amor y esa justicia se extiendan a todos los 
			hombres.
 
 Las religiones son creencias y ritos ideados por ciertos individuos 
			que oyeron o creyeron que oían voces del más allá, que les dictaban 
			lo que los hombres tenían que hacer para «salvarse». Todas las 
			religiones sin excepción provienen de apariciones de entidades 
			celestiales de las que alguien fue testigo. Es decir, las religiones 
			no provienen del hombre, sino de fuera del hombre, de algo o de 
			alguien que se la impuso al hombre haciéndole creer cosas y 
			practicar ritos que en muchas ocasiones van contra un elemental 
			sentido común.
 
 Y el vidente-fundador, como un niño, creyó las tonterías que le 
			dictaron y organizó toda su vida y la de sus seguidores en función 
			de estos «mandamientos» venidos de un «más allá» nebuloso.
 
 Las religiones juntan a grupos de hombres al hacerles creer las 
			mismas cosas y al propio tiempo los separan de otros que creen en 
			«dogmas» diferentes. Y como cada uno de los fieles de una religión 
			cree poseer toda la verdad y ser el fiel seguidor de la voluntad de 
			Dios, mira a los otros que no creen igual como a sospechosos y 
			enemigos de Dios, v en otros tiempos se sentía con el derecho y la 
			obligación de perseguirlos v hasta de matarlos. Porque Dios —el Dios 
			que él tiene en su cabeza— es el dueño de toda vida. Las religiones 
			engendran un «odio santo» al pecado y como consecuencia a los 
			pecadores que lo cometen.
 
 En tiempos pasados los reinos e imperios eran con frecuencia 
			teocráticos; el rey era al mismo tiempo sacerdote o estaba investido 
			de algún poder sagrado. Dios lo bendecía especialmente y él se 
			sentía como su representante, lo cual lo facultaba para hacer lo que 
			le diese la gana.
 
 Hoy día, si bien esta situación sigue dándose en los países menos 
			desarrollados, en Occidente ya pasó a la historia y los 
			jefes religiosos son una casta aparte de los líderes civiles. Éstos 
			siguen todavía mostrando cierto respeto farisaico hacia los jerarcas 
			religiosos, pero en el fondo lo único que les interesa es que no 
			inciten a sus fieles contra las medidas de gobierno.
 
 Los líderes religiosos de Occidente va no pretenden directamente 
			«gobernar» a sus feligreses, pero dictándoles pautas para «vivir 
			conforme a los mandamientos de Dios» les gobiernan las vidas de una 
			manera más profunda de lo que lo hacen los gobernantes civiles. 
			Éstos se quedan en lo externo de las costumbres, mientras que 
			aquéllos van al fondo de las conciencias.
 
 En los países subdesarrollados, la fuerza que tienen los líderes 
			religiosos es enorme y funesta. Sin armas y sin dinero, basándose 
			únicamente en amenazas y promesas referentes a la otra vida, tienen 
			un poder total sobre las vidas de las pobres gentes. En gran parte 
			el subdesarrollo de esos países y su falta de progreso se debe 
			precisamente a los mandamientos de sus respectivas religiones que no 
			les dejan usar su mente con libertad. Y en muchas ocasiones las 
			religiones «predicadoras de la paz» son precisamente las causantes 
			de que no la haya. El infierno que es en la actualidad el Oriente 
			Medio es la mejor prueba de lo que estoy diciendo.
 
 «Irán e Irak se destrozan mutuamente con una santa ferocidad 
			inspirada por Alá, superando ya la espantosa cifra de medio millón 
			de muertos. Irak por vengar viejas ofensas patrias de los iraníes y 
			éstos por la extensión de una santa revolución islámica. Drusos y 
			cristianos se matan animados por un heredado rencor religioso. Los 
			palestinos se aniquilan entre sí por razones patrióticas 
			entremezcladas con razones religiosas. Siria y Libia colaboran en la 
			guerra santa contra el Gobierno cristiano del Líbano. 
			Norteamericanos y franceses vuelan por los aires a impulsos de una 
			dinamita empapada de odio racial y religioso. Y en la base de todo 
			este caos, y como origen de él, el ciego fanatismo religioso de 
			Israel que un buen día y contra todo derecho (inspirados por las 
			palabras de Yahvé, ¡pronunciadas hace ya 4.000 años!) despojaron de 
			su patria a los palestinos, convirtiéndolos en un pueblo errante y 
			desesperado. De víctimas del salvajismo nazi, los israelíes se han 
			convertido en los nazis del Oriente Medio.
 
 »¿Por qué todo este horrendo infierno del Líbano? Por ideas 
			"sagradas" fomentadas por líderes religiosos, y defendidas con furor 
			por fanáticos descerebrados, que en vez de usar su cabeza se dejan 
			llevar por sus sentimientos.» (Defendámonos de los dioses, cap. 9.)
 
 Éstos son los «visibles señores del mundo».
 
 Con tales señores ¿se puede extrañar alguien que la historia humana 
			haya sido el conjunto de horrores que ha sido, y que en la 
			actualidad, cuando ya nos consideramos poseedores de una tecnología 
			avanzadísima, tengamos a medio mundo convertido en un volcán de 
			guerras, con millones de personas pasando hambre, con docenas de 
			especies de animales extinguiéndose cada año, con lagos, mares y 
			ríos envenenados, y con la mayor parte de los bosques enfermos por 
			la atmósfera contaminada?
 
 El hombre verdaderamente racional y con sentimientos llora ante tal 
			panorama. Pero «los visibles señores del mundo», tan tranquilos, 
			siguen adelante con sus «guerras de las galaxias» o jugando a las 
			«reuniones cumbre» sin que sean capaces de llegar a ningún acuerdo, 
			inflando artificialmente los intereses y los precios del oro, y 
			hasta emitiendo nuevas Encíclicas sobre dogmas olvidados, con las 
			que intentan seguir teniendo atontadas las mentes de los fieles o 
			alentando a los que detonan coches-bomba para defender la gloria de 
			Alá.
 
 ¿Quién nos librará de semejantes señores? Y puesto que no han venido 
			de fuera sino que son de nuestra propia carne y sangre, será lógico 
			que nos preguntemos: ¿por qué, en cuanto el ser humano se encumbra, 
			se vuelve un verdugo para sus hermanos y se deshumaniza tanto?
 
 ¿Por qué, aunque entre estos señores los haya rectos y con buena 
			voluntad, las maquinarias rectoras del mundo, las reglas sociales 
			por las que se gobierna el planeta, las grandes instituciones 
			internacionales, los mayores centros del saber donde se trazan los 
			nuevos rumbos de la Humanidad, se han hecho tan egoístas e inhumanos 
			a pesar de sus pronunciamientos contrarios, y se han olvidado tanto 
			de la paz, la justicia y el amor, que son los valores fundamentales 
			a los que todo ser humano aspira?
 
 Creo que la solución a tan importante pregunta —aunque la ciencia 
			oficial no lo quiera admitir— está en lo que diremos en el resto de 
			este libro. Está en los «señores invisibles» de los que los 
			«visibles» no son más que meros servidores, que lo único que hacen 
			es obedecer las órdenes que aquéllos les dictan, aunque lo hagan 
			inconscientemente las más de las veces.
 
 
			
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