Al pensar en cuestiones internacionales, es útil tener presentes varios 
	principios de generalidad e importancia considerables. 
		 
		
		El primero es la 
	máxima de Tucídides: 
		
			
			Los fuertes hacen lo que quieren, y los débiles sufren 
	como es menester. 
		
		
		Esto tiene un importante corolario: todo Estado poderoso 
	descansa en especialistas en apologética, cuya tarea es mostrar que lo que 
	hacen los fuertes es noble y justo y lo que sufren los débiles es su culpa.
		
		 
		
		En el Occidente contemporáneo a estos especialistas se les llama 
	intelectuales y, con excepciones marginales, cumplen su tarea asignada con 
	habilidad y sentimientos de superioridad moral, pese a lo disparatado de sus 
	alegatos. 
		 
		
		Su práctica se remonta a los orígenes de la historia de la que 
	tenemos registro.
 
		 
		
		Los principales arquitectos
		Un segundo punto, que no hay que olvidar, lo expresó 
		
		Adam Smith. Él se 
	refería a Inglaterra, la potencia más grande de su tiempo, pero sus 
	observaciones son generalizables. 
		 
		
		Smith observaba que los principales 
	arquitectos de políticas públicas en Inglaterra eran los comerciantes y los 
	fabricantes, quienes se aseguraban de que sus intereses fueran bien servidos 
	por tales políticas, por gravoso que fuera el efecto en otros –incluido el 
	pueblo de Inglaterra– y pese a la severidad que tuvieran para quienes sufren 
	la salvaje injusticia de los europeos en otras partes.
Smith fue una de esas raras figuras que se apartaron de la práctica normal 
	de retratar a Inglaterra como una potencia angelical, única en la historia 
	del mundo, dedicada sin egoísmo al bienestar de los bárbaros. 
		 
		
		Un ejemplo 
	revelador, en estos términos exactos, es un ensayo clásico de John Stuart 
	Mill, uno de los más decentes e inteligentes intelectuales occidentales, en 
	el que explicaba por qué Inglaterra tenía que culminar su conquista de la 
	India en aras de los más puros fines humanitarios. 
		 
		
		Lo escribió justo en el 
	momento de mayores atrocidades de Inglaterra en la India, cuando el 
	verdadero fin de una mayor conquista era permitir a Inglaterra apoderarse 
	del monopolio del opio y establecer la más extraordinaria empresa de 
	narcotráfico en la historia mundial, y así obligar a China, con lanchas 
	cañoneras y venenos, a aceptar las mercancías de fabricación británicas, que 
	China no quería.
		
		
		
		La plegaria de Mill es la norma cultural. La máxima de Smith es la norma 
	histórica.
Hoy, los principales arquitectos de las políticas públicas no son los 
	comerciantes y los fabricantes, sino las instituciones financieras y las 
	corporaciones trasnacionales.
Una refinada versión actual de la máxima de Smith es la teoría de la 
	inversión en política, desarrollada por el economista político Thomas Ferguson, la cual considera que las elecciones son la ocasión para que 
	grupos de inversionistas se unan con el fin de controlar el Estado, en 
	esencia comprando las elecciones.
Como muestra Ferguson, esta teoría es un mecanismo muy bueno para predecir 
	políticas públicas durante un periodo largo.
Entonces, para lo ocurrido en 2008 debimos haber anticipado que los 
	intereses de las industrias financieras tendrían prioridad para el gobierno 
	de Obama. Fueron sus principales proveedoras de fondos y se inclinaron mucho 
	más por Obama que por McCain. Y así resultó ser.
El semanario de negocios 
		Business Week se ufana ahora de que la industria de 
	las aseguradoras ganó la batalla por la atención a la salud, y de que las 
	instituciones financieras que crearon la crisis actual emergen incólumes y 
	aun fortalecidas, tras un enorme rescate público – lo que acomoda el 
	escenario para la siguiente crisis – apuntan los editores. 
		 
		
		Y añaden que 
	otras corporaciones aprendieron valiosas lecciones de estos triunfos y ahora 
	organizan grandes campañas para frenar la aprobación de cualquier medida 
	relacionada con energía y conservación (por suave que sea), con pleno 
	conocimiento de que frenar esas medidas negará a sus nietos cualquier 
	posibilidad de supervivencia decente. Por supuesto, no es que sean malas 
	personas, ni son ignorantes. Ocurre que las decisiones son imperativos 
	institucionales. 
		 
		
		Quienes deciden no seguir las reglas son excluidos, a veces 
	en formas muy notables.
Las elecciones en Estados Unidos son montajes espectaculares 
	(extravaganzas), conducidos por la enorme industria de las relaciones 
	públicas que floreció hace un siglo en los países más libres del mundo, 
	Inglaterra y Estados Unidos, donde las luchas populares habían ganado la 
	suficiente libertad para que el público ya no tan fácilmente fuera 
	controlado por la fuerza. 
		 
		
		Entonces, los arquitectos de las políticas 
	públicas se dieron cuenta de que iba a ser necesario controlar las actitudes 
	y las opiniones. Uno de los elementos de la tarea era controlar las 
	elecciones.
Estados Unidos no es una democracia guiada como Irán, donde los candidatos 
	requieren la aprobación de los clérigos imperantes. En sociedades libres, 
	como Estados Unidos, son las concentraciones de capital las que aprueban 
	candidatos y, entre quienes pasan por el filtro, los resultados terminan 
	casi siempre determinados por los gastos de campaña. 
		 
		
		Los operadores 
	políticos están siempre muy conscientes de que con frecuencia el público 
	disiente profundamente, en algunos puntos, de los arquitectos de las 
	políticas públicas. Entonces, las campañas electorales evitan ahondar en 
	cualquier punto y favorecen las consignas, las florituras de oratoria, las 
	personalidades y el chismorreo. 
		 
		
		Cada año la industria de la publicidad 
	otorga un premio a la mejor campaña promocional del año.
En 2008 el premio se lo llevó la campaña de 
		Obama, derrotando incluso a las 
	computadoras Apple. Los ejecutivos estaban eufóricos. Se ufanaban 
	abiertamente de que éste era su éxito más grande desde que comenzaron a 
	promocionar candidatos cual si fueran pasta de dientes o fármacos que 
	asocian con estilos de vida, técnicas que cobraron fuerza durante el periodo 
	neoliberal, primero que nada con Reagan.
En los cursos de economía, uno aprende que los mercados se basan en 
	consumidores informados que eligen racionalmente sus opciones. Pero quien 
	mire un anuncio de televisión sabe que las empresas destinan enormes 
	recursos a crear consumidores uniformados que eligen irracionalmente sus 
	opciones. 
		 
		
		Los mismos dispositivos utilizados para derruir mercados se 
	adaptan al objetivo de socavar la democracia, creando votantes desinformados 
	que tomarán decisiones irracionales a partir de una limitada serie de 
	opciones compatibles con los intereses de los dos partidos, que a lo sumo 
	son facciones competidoras de un solo partido empresarial.
Tanto en el mundo de los negocios como en el político, los arquitectos de 
	las políticas públicas son constantemente hostiles con los mercados y con la 
	democracia, excepto cuando buscan ventajas temporales. Por supuesto, la 
	retórica puede decir otra cosa, pero los hechos son bastante claros.
La máxima de Adam Smith tiene algunas excepciones, que son muy instructivas. 
	Un ejemplo contemporáneo importante son las políticas de Washington hacia 
	Cuba desde que ésta obtuvo su independencia, hace 50 años. Estados Unidos es 
	una sociedad que goza de una libertad poco común, así que contamos con buen 
	acceso a los registros internos que revelan el pensamiento y los planes de 
	los arquitectos de las políticas públicas.
A los pocos meses de la independencia de Cuba, el gobierno de Eisenhower 
	formuló planes secretos para derrocar al régimen e inició programas de 
	guerra económica y de terrorismo, cuya escala fue aumentada bruscamente por 
	Kennedy, y que continúan en varias formas hasta nuestros días. 
		 
		
		Desde el 
	inicio, la intención explícita fue castigar lo suficiente al pueblo cubano 
	para que derrocara al régimen criminal. 
		 
		
		Su crimen era haber logrado desafiar 
	políticas estadounidenses que databan de la década de 1820, cuando la 
	doctrina Monroe declaró la intención estadounidense de dominar el hemisferio 
	occidental sin tolerar interferencia alguna de fuera ni de dentro.
Aunque las políticas bipartidistas hacia Cuba concuerdan con la máxima de 
		
		Tucídides, entran en conflicto con el principio de Adam Smith, y como tales 
	nos brindan una mirada especial sobre cómo se configuran las políticas. 
	Durante décadas, el pueblo estadounidense ha favorecido la normalización de 
	relaciones con Cuba.
Desatender la voluntad de la población es normal, pero en este caso es más 
	interesante que sectores poderosos del mundo de los negocios favorezcan 
	también la normalización: las agro-empresas, las corporaciones farmacéuticas 
	y de energía, y otros que comúnmente fijan los marcos de trabajo básicos 
	para la construcción de políticas. En este caso sus intereses son 
	atropellados por un principio de los asuntos internacionales que no recibe 
	el reconocimiento apropiado en los tratados académicos en la materia: 
	podríamos llamarlo el principio de la Mafia.
El Padrino no tolera que nadie lo desafíe y se salga con la suya, ni 
	siquiera el pequeño tendero que no puede pagarle protección. Es muy 
	peligroso. 
		 
		
		Debe, por tanto, erradicarse brutalmente, de tal modo que otros 
	entiendan que desobedecer no es opción. Que alguien logre desafiar al Amo 
	puede volverse un virus que disemine el contagio, por tomar prestado el 
	término usado por Kissinger cuando se preparaba a derrocar el gobierno de 
	Allende. 
		 
		
		Ésa ha sido una doctrina principal en la política exterior 
	estadounidense durante el periodo de su dominio global y, por supuesto, tiene 
	muchos precedentes. Otro ejemplo, que no tengo tiempo de revisar aquí, es la 
	política estadounidense hacia Irán a partir de 1979.
Tomó su tiempo cumplir los objetivos plasmados en la 
		
		doctrina Monroe, y 
	algunos de éstos siguen topándose con muchos impedimentos. El fin último 
	perdura y es incuestionable. Adquirió mucho mayor significación cuando, tras 
	la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se convirtió en una potencia 
	global dominante y desplazó a su rival británico. La justificación se ha 
	analizado con lucidez.
Por ejemplo, cuando Washington se preparaba para derrocar al gobierno de 
	Allende, el Consejo de Seguridad Nacional puntualizó que si Estados Unidos 
	no lograba controlar América Latina, no podría esperar consolidar un orden 
	en ninguna parte del mundo, es decir, imponer con eficacia su dominio sobre 
	el planeta. 
		 
		
		La credibilidad de la Casa Blanca se vería socavada, como lo 
	expresó 
		Henry Kissinger. 
		 
		
		Otros también podrían intentar salirse con la suya 
	en el desafío si el virus chileno no era destruido antes de que diseminara 
	el contagio. Por tanto, la democracia parlamentaria en Chile tuvo que irse, 
	y así ocurrió el primer 11 de septiembre, en 1973, que está borrado de la 
	historia en Occidente, aunque en términos de consecuencias para Chile y más 
	allá sobrepase, por mucho, los terribles crímenes del 
		11 de septiembre de 
	2001.
Aunque las máximas de Tucídides y Smith, y el principio de la Mafia, no dan 
	cuenta de todas las decisiones de política exterior, cubren una gama 
	bastante amplia, como también lo hace el corolario referente al papel de los 
	intelectuales. No son el final de la sabiduría, pero se encaminan a él.
		
Con el contexto proporcionado hasta el momento, miremos el momento unipolar, 
	que es el tópico de gran cantidad de discusiones académicas y populares 
	desde que se colapsó la Unión Soviética, hace 20 años, dejando a Estados 
	Unidos como la única superpotencia global en vez de ser sólo la primera 
	superpotencia, como antes. Aprendemos mucho acerca de la naturaleza de la 
	guerra fría, y del desarrollo de los acontecimientos desde entonces, mirando 
	cómo reacciona Washington a la desaparición de su enemigo global, esa 
	conspiración monolítica y despiadada para apoderarse del mundo, como la 
	describía Kennedy.
Unas semanas después de la caída del Muro de Berlín, Estados Unidos invadió 
	Panamá. El propósito era secuestrar a un delincuente menor, que fue llevado 
	a Florida y sentenciado por crímenes que había cometido, en gran medida, 
	mientras cobraba en la CIA. De valioso amigo se convirtió en demonio malvado 
	por intentar adoptar una actitud desafiante y salirse con la suya, al 
	andarse con pies de plomo en el apoyo a las guerras terroristas de Reagan en 
	Nicaragua.
La invasión mató a varios miles de personas pobres en Panamá, según fuentes 
	panameñas, y reinstauró el dominio de los banqueros y narcotraficantes 
	ligados a Estados Unidos. Fue apenas algo más que una nota de pie de página 
	en la historia, pero en algunos aspectos rompió la tendencia. Uno de ellos 
	fue que se hizo necesario contar con un nuevo pretexto, y éste llegó rápido: 
	la amenaza de narcotraficantes de origen latino que buscan destruir a 
	Estados Unidos. 
		 
		
		Richard Nixon ya había declarado la guerra contra las drogas, 
	pero ésta asumió un nuevo y significativo papel durante el momento unipolar.
Sofisticación tecnológica en el tercer mundo
		
La necesidad de un nuevo pretexto guió también la reacción oficial en 
	Washington ante el colapso de la superpotencia enemiga. El gobierno de 
		Bush 
	padre trazó el nuevo rumbo a los pocos meses: en resumidas cuentas, todo se 
	mantendrá bastante igual, pero tendremos nuevos pretextos. Todavía 
	requerimos de un enorme sistema militar, pero ahora hay un nuevo 
	justificante: la sofisticación tecnológica de las potencias del tercer mundo.
		
		 
		
		Tenemos que mantener la base industrial de defensa, eufemismo para describir 
	la industria de alta tecnología apoyada por el Estado. Debemos mantener 
	fuerzas de intervención dirigidas a las regiones ricas en energéticos de 
	Medio Oriente, donde no haríamos responsable al Kremlin de las amenazas 
	significativas a nuestros intereses, a diferencia de las décadas de engaño 
	cuando eso ocurría.
Todo lo anterior pasó muy en silencio, apenas si se notó. Pero para quienes 
	confían en entender el mundo, es bastante ilustrativo. Como pretexto para 
	una intervención, fue útil invocar una guerra a las drogas, pero como 
	pretexto es muy estrecho. Se necesitaba uno de más arrastre. 
		 
		
		Rápidamente 
		
		las 
	elites se volcaron a la tarea y cumplieron su misión. Declararon una 
	revolución normativa que confería a Estados Unidos el derecho a una 
	intervención por razones humanitarias escogida por definición, por la más 
	noble de las razones.
Para expresarlo con sutileza, ni las víctimas tradicionales se inmutaron. 
	Las conferencias de alto nivel en el Sur global condenaron con amargura “el 
	así llamado ‘derecho’ a una intervención humanitaria”. 
		 
		
		Era necesario un 
	refinamiento adicional, por lo que se diseñó el concepto de responsabilidad 
	de proteger. Quienes prestan atención a la historia no se sorprenderán al 
	descubrir que las potencias occidentales ejercen su responsabilidad de 
	proteger de modo muy selectivo, en adherencia estricta a las tres máximas 
	descritas. Los hechos perturban de tan obvios, y requieren considerable 
	agilidad de las clases intelectuales: otra reveladora historia que debo 
	dejar de lado.
Conforme el momento unipolar se iluminó, otra cuestión que se puso al frente 
	fue el destino de la OTAN. La justificación tradicional para la organización 
	era la defensa contra las agresiones soviéticas. Al desaparecer la Unión 
	Soviética se evaporó el pretexto. Las almas ingenuas, que tienen fe en las 
	doctrinas del momento, habrían esperado que la OTAN desapareciera también; 
	por el contrario, se expandió con rapidez. Los detalles revelan mucho acerca 
	de la guerra fría y de lo que siguió. 
		 
		
		A nivel más general revelan cómo se 
	forman y ejecutan las políticas de los estados.
A medida que se colapsó la Unión Soviética, 
		Mijail Gorbachov hizo una 
	pasmosa concesión: permitió que una Alemania unificada se uniera a una 
	alianza militar hostil encabezada por la superpotencia global, pese a que 
	Alemania por sí sola casi había destruido Rusia en dos ocasiones durante el 
	siglo XX. Sin embargo, fue un quid pro quo, un esto por aquello, una 
	reciprocidad. El gobierno de Bush prometió a Gorbachov que la OTAN no se 
	extendería a Alemania oriental, y que desde luego no llegaría más al oriente.
		
También le aseguró al mandatario soviético que la organización se 
	transformaría en un ente más político. Gorbachov propuso también una zona 
	libre de armas nucleares desde el Ártico al Mar Negro, un paso hacia una 
	zona de paz que eliminara cualquier amenaza a Europa occidental u oriental. 
	Tal propuesta se pasó por alto sin consideración alguna. 
		 
		
		Poco después llegó Bill Clinton al cargo. Muy pronto se desvanecieron los compromisos de 
	Washington. No es necesario abundar sobre la promesa de que la OTAN se 
	convertiría en un ente más político. Clinton expandió la organización hacia 
	el este, y Bush fue más allá. En apariencia Barack Obama intenta continuar 
	la expansión.
Un día antes del primer viaje de 
		Barack Obama a Rusia, su asistente especial 
	en Seguridad Nacional y Asuntos Eurasiáticos informó a la prensa: 
		
		
			
			No vamos a 
	dar seguridades a los rusos, ni a darles ni intercambiar nada con ellos 
	respecto de la expansión de la OTAN o la defensa con misiles. 
		
		
		Se refería a 
	los programas de defensa con misiles estadounidenses en Europa oriental y a 
	la posibilidad de convertir en miembros de la OTAN a dos vecinos de Rusia, 
	Ucrania y Georgia. Ambos pasos eran vistos por los analistas occidentales 
	como serias amenazas a la seguridad rusa, por lo que, de igual modo, podían 
	inflamar las tensiones internacionales.
Ahora, la jurisdicción de la 
		
		OTAN es todavía más amplia. El asesor de 
	Seguridad Nacional de Obama, el comandante de Marina James Jones, hace 
	llamados a que la organización se amplíe al sur y también al este, de modo 
	que se refuerce el control estadounidense sobre las reservas energéticas de 
	Medio Oriente. El general Jones también aboga por una fuerza de respuesta de 
	OTAN, que confiera a la alianza militar encabezada por Estados Unidos mucho 
	mayor capacidad y flexibilidad para efectuar acciones con rapidez y en 
	distancias muy largas, objetivo que ahora Washington se empeña en lograr en 
	Afganistán.
El secretario general de la OTAN, Jaap de Hoop Scheffer, informó a la 
	conferencia de la organización que las tropas de la alianza tienen que 
	custodiar los ductos de crudo y gas que van directamente a Occidente y, de 
	modo más general, proteger las rutas marinas utilizadas por los buques 
	cisternas y otras cruciales infraestructuras del sistema energético. Dicha 
	decisión expresa de forma más explícita las políticas posteriores a la 
	guerra fría: remodelar la OTAN para volverla una fuerza de intervención 
	global encabezada por Estados Unidos, cuya preocupación especial sea el 
	control de los energéticos.
Supuestamente, la tarea incluye la protección de un ducto de 7 mil 600 
	millones de dólares que conduciría gas natural de Turkmenistán a Pakistán e 
	India, pasando por la provincia de Kandahar, en Afganistán, donde están 
	desplegadas las tropas canadienses. 
		 
		
		La meta es bloquear la posibilidad de 
	que un ducto alterno brinde a Pakistán e India gas procedente de Irán, y 
	disminuir la dominación rusa de las exportaciones energéticas de Asia 
	central, según informó la prensa canadiense, bosquejando con realismo 
	algunos de los contornos del nuevo gran juego en el que la fuerza de 
	intervención internacional encabezada por Estados Unidos va a ser un jugador 
	principal.
Desde los primeros días posteriores a la guerra fría, se entendía que Europa 
	occidental podría optar por un curso independiente, tal vez con una visión 
	gaullista de Europa, del Atlántico a los Urales. 
		 
		
		En este caso el problema no 
	es un virus que pueda diseminar el contagio, sino una pandemia que podría 
	desmantelar todo el sistema de control global. Se supone que, al menos en 
	parte, la OTAN intenta contrarrestar esa seria amenaza. La expansión actual 
	de la alianza, y los ambiciosos objetivos de la nueva organización, dan 
	nuevo empuje a esos fines.
Los acontecimientos continúan atravesando el momento unipolar, adhiriéndose 
	bien a los principios que rigen los asuntos internacionales. Más en 
	específico, las políticas se conforman muy cerca de las doctrinas del orden 
	mundial formuladas por los planificadores estadounidenses de alto nivel 
	durante la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1939, reconocieron que, fuera 
	cual fuese el resultado de la guerra, Estados Unidos se convertiría en una 
	potencia global y desplazaría a Gran Bretaña.
En concordancia, desarrollaron planes para que Estados Unidos ejerciera 
	control sobre una porción sustancial del planeta. Esta gran área, como le 
	llaman, habría de comprender por lo menos el hemisferio occidental, el 
	antiguo imperio británico, el Lejano Oriente y los recursos energéticos de 
	Asia occidental. 
		 
		
		En esta gran área, Estados Unidos habría de mantener un 
	poder incuestionable, una supremacía militar y económica, y actuaría para 
	garantizar los límites de cualquier ejercicio de soberanía por parte de 
	estados que pudieran interferir con sus designios globales.
Al principio los planificadores pensaron que Alemania predominaría en Europa, 
	pero conforme Rusia comenzó a demoler la Wermacht (las fuerzas armadas nazis), 
	la visión se hizo más y más expansiva, y se buscó que la gran área 
	incorporara la mayor extensión de Eurasia que fuera posible, por lo menos 
	Europa occidental, el corazón económico de Eurasia.
Se desarrollaron planes detallados y racionales para la organización global, 
	y a cada región se le asignó lo que se le llamó su función. Al Sur en 
	general se le asignó un papel de servicio: proporcionar recursos, mano de 
	obra barata, mercados, oportunidades de inversión y más tarde otros 
	servicios, tales como recibir la exportación de desperdicios y contaminación. 
	En ese entonces, Estados Unidos no estaba tan interesado en África, así que 
	la pasó a Europa para que explotara su reconstrucción a partir de la 
	destrucción de la guerra. Uno podría imaginar relaciones diferentes entre 
	África y Europa a la luz de la historia, pero no se tuvieron en cuenta.
		
En contraste, se reconoció que las reservas de petróleo de Medio Oriente 
	eran una estupenda fuente de poder estratégico y uno de los premios 
	materiales más grandes en la historia del mundo: la más importante de las 
	áreas estratégicas del mundo, para ponerlo en palabras de Eisenhower. Y los 
	planificadores se daban cuenta de que el control del crudo de Medio Oriente 
	proporcionaría a Estados Unidos el control sustancial del mundo.
Quienes consideran significativas las continuidades de la historia tal vez 
	recuerden que los planificadores de Truman hacían eco de las doctrinas de 
	los demócratas jacksonianos al momento de la anexión de Texas y de la 
	conquista de medio México, un siglo antes. 
		 
		
		Tales predecesores anticiparon 
	que las conquistas proporcionarían a Estados Unidos un virtual monopolio del 
	algodón, el combustible de la primera revolución industrial: Ese monopolio, 
	ahora asegurado, pone a todas las naciones a nuestros pies, declaró el 
	presidente Tyler. 
		 
		
		En esa forma, Estados Unidos podría esquivar el disuasivo 
	británico, el mayor problema de esa época, y ganar influencia internacional 
	sin precedente.
Concepciones semejantes guiaron a Washington en su política petrolera. De 
	acuerdo con ella – explicaba el Consejo de Seguridad Nacional de Eisenhower – 
	Estados Unidos debe respaldar regímenes rudos y brutales y bloquear la 
	democracia y el desarrollo, aunque eso provoque una campaña de odio contra 
	nosotros, como observó el presidente Eisenhower 50 años antes de que George 
	W. Bush preguntara en tono plañidero por qué nos odian y concluyera que 
	debía ser porque odiaban nuestra libertad.
Con respecto a América Latina, los planificadores posteriores a la Segunda 
	Guerra Mundial concluyeron que la primera amenaza a los intereses 
	estadounidenses la representan los regímenes radicales y nacionalistas que 
	apelan a las masas de población y buscan satisfacer la demanda popular de 
	mejoramiento inmediato de los bajos estándares de vida de las masas y el 
	desarrollo a favor de las necesidades internas del país. 
		 
		
		Estas tendencias 
	entran en conflicto con las demanda de un clima económico y político que 
	propicie la inversión privada, con la adecuada repatriación de las ganancias 
	y la protección de nuestras materias primas. 
		 
		
		Gran parte de la historia 
	subsiguiente fluye de estas concepciones que nadie cuestiona.
 
		 
		
		TLC, cura recomendada
		En el caso especial de México, el taller de desarrollo de estrategias para 
	América Latina, celebrado en el Pentágono en 1990, halló que las relaciones 
	Estados Unidos-México eran extraordinariamente positivas, y que no las 
	perturbaba ni el robo de elecciones, ni la violencia de Estado, ni la 
	tortura o el escandaloso trato dado o obreros y campesinos, ni otros 
	detalles menores. 
		 
		
		Los participantes en el taller sí vieron una nube en el 
	horizonte: la amenaza de “una ‘apertura a la democracia’ en México”, la cual, 
	temían, podría poner en el cargo a un gobierno más interesado en desafiar a 
	Estados Unidos sobre bases económicas y nacionalistas.
La cura recomendada fue un tratado Estados Unidos-México que encerrara al 
	vecino en su interior y proponerle las reformas neoliberales de la década de 
	1980, que ataran de manos a los actuales y futuros gobiernos mexicanos en 
	materia de políticas económicas.
En resumen, el TLCAN, impuesto puntualmente por el Poder Ejecutivo en 
	oposición a la voluntad popular.
Y al momento en que el TLCAN entraba en vigor, en 1994, el presidente 
	Clinton instituía también la Operación Guardián, que militarizó la frontera 
	mexicana. Él la explicó así: no entregaremos nuestras fronteras a quienes 
	desean explotar nuestra historia de compasión y justicia. No mencionó nada 
	acerca de la compasión y la justicia que inspiraron la imposición de tales 
	fronteras, ni explicó cómo el gran sacerdote de la globalización neoliberal 
	entendía la observación de Adam Smith de que la libre circulación de mano de 
	obra es la piedra fundacional del libre comercio.
La elección del tiempo para implantar la Operación Guardián no fue para nada 
	accidental. Los analistas racionales anticiparon que abrir México a una 
	avalancha de exportaciones agroindustriales altamente subsidiadas tarde o 
	temprano socavaría la agricultura mexicana, y que las empresas mexicanas no 
	aguantarían la competencia con las enormes corporaciones apoyadas por el 
	Estado que, conforme al tratado, deberían operar libremente en México. 
		
		 
		
		Una 
	consecuencia probable sería la huída de muchas personas a Estados Unidos 
	junto con quienes huyen de los países de Centroamérica, arrasados por el 
	terrorismo reaganita. La militarización de la frontera fue un remedio 
	natural.
Las actitudes populares hacia quienes huyen de sus países –conocidos como 
	extranjeros ilegales– son complejas. Prestan servicios valiosos en su 
	calidad de mano de obra superbarata y fácilmente explotable. En Estados 
	Unidos las agro-empresas, la construcción y otras industrias descansan 
	sustancialmente en ellos, y ellos contribuyen a la riqueza de las 
	comunidades en que residen. Por otra parte, despiertan tradicionales 
	sentimientos antimigrantes, persistente y extraño rasgo en esta sociedad de 
	migrantes que arrastra una historia de vergonzoso trato hacia ellos.
Hace pocas semanas, los hermanos Kennedy fueron vitoreados como héroes 
	estadounidenses. Pero a fines del siglo XIX los letreros de ni perros ni 
	irlandeses no los habrían dejado entrar a los restaurantes de Boston. Hoy 
	los emprendedores asiáticos son una fulgurante innovación en el sector de 
	alta tecnología. Hace un siglo, acciones racistas de exclusión impedían el 
	acceso de asiáticos, porque se les consideraba amenazas a la pureza de la 
	sociedad estadounidense.
Sean cuales fueren la historia y las realidades económicas, los inmigrantes 
	han sido siempre percibidos por los pobres y los trabajadores como una 
	amenaza a sus empleos, sus modos de vida y su subsistencia. 
		 
		
		Es importante 
	tener en cuenta que la gente que hoy protesta con furia ha recibido agravios 
	reales. Es víctima de los programas de manejo financiero de la economía y de 
	globalización neoliberal, diseñados para transferir la producción hacia 
	fuera y poner a los trabajadores a competir unos con otros a escala mundial, 
	bajando los salarios y las prestaciones, mientras se protege de las fuerzas 
	del mercado a los profesionales con estudios.
Los efectos han sido severos desde los años de Reagan, y con frecuencia se 
	manifiestan de modos feos y extremos, como muestran las primeras planas de 
	los diarios en los días que corren. Los dos partidos políticos compiten por 
	ver cuál de ellos puede proclamar en forma más ferviente su dedicación a la 
	sádica doctrina de que se debe negar la atención a la salud a los 
	extranjeros ilegales. Su postura es consistente con el principio, 
	establecido por la Suprema Corte, de que, de acuerdo con la ley, esas 
	criaturas no son personas, y por tanto no son sujetos de los derechos 
	concedidos a las personas.
En este mismo momento la Suprema Corte considera la cuestión de si las 
	corporaciones deben poder comprar elecciones abiertamente en lugar de 
	hacerlo de modos más indirectos: asunto constitucional complejo, porque las 
	cortes han determinado que, a diferencia de los inmigrantes indocumentados, 
	las corporaciones son personas reales, de acuerdo con la ley, y así, de 
	hecho, tienen derechos que rebasan los de las personas de carne y hueso, 
	incluidos los derechos consagrados por los tan mal nombrados acuerdos de 
	libre comercio. 
		 
		
		Estas reveladoras coincidencias no me provocan comentario 
	alguno. La ley es en verdad un asunto solemne y majestuoso.
El espectro de la planificación es estrecho, pero permite alguna variación. 
	El gobierno de
		Bush II fue tan lejos, que llegó al extremo del militarismo 
	agresivo y ejerció un arrogante desprecio, inclusive hacia sus aliados. Fue 
	condenado duramente por estas prácticas, aun dentro de las corrientes 
	principales de opinión. 
		 
		
		El segundo periodo de Bush fue más moderado. Algunas 
	de sus figuras más extremistas fueron expulsadas: Rumsfeld, Wolfowitz, 
	Douglas Feith y otros. 
		 
		
		A Cheney no lo pudieron quitar porque él era la 
	administración.
Las políticas comenzaron a retornar más hacia la norma. Al llegar Obama al 
	cargo, Condoleeza Rice predecía que seguiría las políticas del segundo 
	periodo de Bush, y eso es en gran medida lo que ha ocurrido, más allá del 
	estilo retórico diferente, que parece haber encantado a buena parte del 
	mundo… tal vez por el descanso que significa que Bush se haya ido.
		
En el punto más candente de la crisis de los misiles cubanos, un asesor de 
	alto rango del gobierno de Kennedy expresó muy bien algo que hoy es una 
	diferencia básica entre 
		
		George Bush y 
		Barack Obama. 
		
		 
		
		Los planificadores de 
	Kennedy tomaban decisiones que literalmente amenazaban a Gran Bretaña con la 
	aniquilación, pero sin informar a los británicos.
En ese punto, el asesor definió la relación especial con el Reino Unido. 
	“Gran Bretaña –dijo– es nuestro teniente”; el término más de moda hoy sería 
	socio. Gran Bretaña, por supuesto, prefiere el término en boga. Bush y sus 
	cohortes se dirigían al mundo tratando a todos como nuestros tenientes. Así, 
	al anunciar la invasión de Irak, informaron a Naciones Unidas que podía 
	obedecer las órdenes estadounidenses, o volverse irrelevante. Es natural que 
	una desvergonzada arrogancia así levante hostilidades.
Obama adopta un curso de acción diferente. 
		
		 
		
		Con afabilidad saluda a los 
	líderes y pueblos del mundo como socios y únicamente en privado continúa 
	tratándolos como tenientes, como subordinados. Los líderes extranjeros 
	prefieren con mucho esta postura, y el público en ocasiones queda 
	hipnotizado por ella. Pero es sabio atender a los hechos, y no a la retórica 
	o a las conductas agradables. 
		 
		
		Porque es común que los hechos cuenten una 
	historia diferente. En este caso también.
		 
		 
		
		
		Tecnología de la destrucción
		
El actual sistema mundial permanece unipolar en una sola dimensión: el 
	ámbito de la fuerza. 
		 
		
		Estados Unidos gasta casi lo mismo que el resto del 
	mundo junto en fuerza militar, y está mucho más avanzado en la tecnología de 
	la destrucción. Está solo también en la posesión de cientos de bases 
	militares por todo el mundo, y en la ocupación de dos países situados en 
	cruciales regiones productoras de energéticos.
En estas regiones está estableciendo, además, enormes mega-embajadas; cada 
	una de ellas es en realidad es una ciudad dentro de otra: clara indicación 
	de futuras intenciones. En Bagdad se calcula que los costos de la 
	mega-embajada asciendan de mil 500 millones de dólares este año a mil 800 
	millones en los años venideros. Se desconocen los costos de sus contrapartes 
	en Pakistán y Afganistán, como también se desconoce el destino de las 
	enormes bases militares que Estados Unidos instaló en Irak.
El sistema global de bases se comienza a extender ahora por América Latina. 
	Estados Unidos ha sido expulsado de sus bases en Sudamérica; el caso más 
	reciente es el de la base de Manta, en Ecuador, pero recientemente logró 
	arreglos para utilizar siete nuevas bases militares en Colombia, y se supone 
	que intenta mantener la base de Palmerola, en Honduras, que jugó un papel 
	central en las guerras terroristas de Reagan. 
		 
		
		La Cuarta Flota estadounidense, 
	desbandada en los años 50 del siglo XX, fue reactivada en 2008, poco después 
	de la invasión colombiana a Ecuador.
Su responsabilidad cubre el Caribe, Centro y Sudamérica, y las aguas 
	circundantes. La Marina incluye, entre sus variadas operaciones, acciones 
	contra el tráfico ilícito, maniobras simuladas de cooperación en seguridad, 
	interacciones ejército-ejército y entrenamiento bilateral y multilateral. 
		
		 
		
		Es 
	entendible que la reactivación de la flota provoque protestas y preocupación 
	de gobiernos como el de Brasil, el de Venezuela y otros.
La preocupación de los sudamericanos se ha incrementado por un documento de 
	abril de 2009, producido por el comando de movilidad aérea estadounidense (US 
	Air Mobility Command), que propone que la base de Palanquero, en Colombia, 
	pueda convertirse en el sitio de seguridad cooperativa desde el cual puedan 
	ejecutarse operaciones de movilidad. 
		 
		
		El informe anota que, desde Palanquero, 
	casi medio continente puede ser cubierto con un C-17 (un aerotransporte 
	militar) sin recargar combustible. Esto podría formar parte de una 
	estrategia global en ruta, que ayude a lograr una estrategia regional de 
	combate y con la movilidad de los trayectos hacia África. 
		 
		
		Por ahora, la 
	estrategia para situar la base en Palanquero debe ser suficiente para fijar 
	el alcance de la movilidad aérea en el continente sudamericano, concluye el 
	documento, pero prosigue explorando opciones para extender el sistema a 
	África con bases adicionales, todo como parte de un sistema global de 
	vigilancia, control e intervención.
Estos planes forman parte de una política más general de militarización de 
	América Latina. El entrenamiento de oficiales latinoamericanos se ha 
	incrementado abruptamente en los últimos 10 años, mucho más allá de los 
	niveles de la guerra fría.
La policía es entrenada en tácticas de infantería ligera. Su misión es 
	combatir pandillas de jóvenes y populismo radical, término este último que 
	debe de entenderse muy bien en América Latina.
El pretexto es la guerra contra las drogas, pero es difícil tomar eso muy en 
	serio, aun si aceptáramos la extraordinaria suposición de que Estados Unidos 
	tiene derecho a encabezar una guerra en tierras extranjeras. Las razones son 
	bien conocidas, y fueron expresadas una vez más a fines de febrero por la 
	Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, encabezada por los ex 
	presidentes Cardoso, Zedillo y Gaviria. 
		 
		
		Su informe concluye que la guerra al 
	narcotráfico ha sido un fracaso total y demanda un drástico cambio de 
	política, que se aleje de las medidas de fuerza en los ámbitos interno y 
	externo e intente medidas menos costosas y más efectivas.
Los estudios llevados a cabo por el gobierno estadounidense, y otras 
	investigaciones, han mostrado que la forma más efectiva y menos costosa de 
	controlar el uso de drogas es la prevención, el tratamiento y la educación. 
	Han mostrado además que los métodos más costosos y menos eficaces son las 
	operaciones fuera del propio país, tales como las fumigaciones y la 
	persecución violenta.
El hecho de que se privilegien consistentemente los métodos menos eficaces y 
	más costosos sobre los mejores es suficiente para mostrarnos que los 
	objetivos de la guerra contra las drogas no son los que se anuncian. Para 
	determinar los objetivos reales, podemos adoptar el principio jurídico de 
	que las consecuencias previsibles constituyen prueba de la intención. 
		
		 
		
		Y las 
	consecuencias no son oscuras: subyace en los programas una contrainsurgencia 
	en el extranjero y una forma de limpieza social en lo interno, enviando 
	enormes números de personas superfluas, casi todas hombres negros, a las 
	penitenciarías, fenómeno que condujo ya a la tasa de encarcelamiento más 
	alta del mundo, por mucho, desde que se iniciaron los programas, hace 30 
	años.
Aunque el mundo es unipolar en la dimensión militar, no siempre ha sido así 
	en la dimensión económica. 
		 
		
		A principios de la década de 1970, el mundo se 
	había vuelto económicamente tripolar, con centros comparables en 
	Norteamérica, Europa y el noreste asiático. Ahora la economía global se ha 
	vuelto aún más diversa, en particular tras el rápido crecimiento de las 
	economías asiáticas que desafiaron las reglas del neoliberal Consenso de 
	Washington.
También América Latina comienza a liberarse por sí sola de este yugo. Los 
	esfuerzos estadounidenses por militarizarla son una respuesta a estos 
	procesos, particularmente en Sudamérica, la cual por vez primera desde las 
	conquistas europeas comienza a enfrentar los problemas fundamentales que han 
	plagado el continente. 
		 
		
		He ahí el inicio de movimientos encaminados a la 
	integración de países que tradicionalmente se orientaban hacia Occidente, no 
	uno hacia el otro, y también un impulso por diversificar las relaciones 
	económicas y otras relaciones internacionales.
Están también, por último, algunos esfuerzos serios por dar respuesta a la 
	patología latinoamericana de que son los estrechos sectores acaudalados los 
	que gobiernan en medio de un mar de miseria, quedando los ricos libres de 
	responsabilidades, excepto la de enriquecerse a sí mismos. 
		 
		
		Esto último es 
	muy diferente de Asia oriental, como se puede medir observando la fuga de 
	capitales. 
		 
		
		En Asia oriental tales fugas se han controlado con mucha fuerza. 
	En Corea del Sur, por ejemplo, durante su periodo de rápido crecimiento, la 
	exportación de capitales podía acarrear la pena de muerte.
Estos procesos en América Latina, en ocasiones encabezados por 
	impresionantes movimientos populares de masas, son de gran significación. No 
	es sorpresivo que provoquen amargas reacciones entre las elites 
	tradicionales, respaldadas por la superpotencia hemisférica. 
		 
		
		Las barreras 
	son formidables, pero, si logran remontarse, los resultados van a cambiar en 
	forma significativa el curso de la historia latinoamericana, y sus impactos 
	más allá de ella no serán pequeños.