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			Capítulo XI 
			 
			Las semanas pasaron y Eva seguía sin aparecer. 
			 
			  
			El barón Pfeill y 
			Sephardi se enteraron de la noticia a través de Hauberrisser, y 
			pusieron en marcha todo lo imaginable para dar con la desaparecida. 
			Fijaron anuncios en todos las calles con sus señas personales y el 
			caso no tardó en transformarse en el tema de conversación predilecto 
			de todo Amsterdam. 
			 
			La casa de Hauberrisser se vio asediada por un vaivén contínuo, la 
			gente se apiñaba ante la puerta, entraban uno tras otro pretendiendo 
			haber encontrado algún objeto perteneciente a Eva. Se ofrecía una 
			fuerte recompensa a quien trajese alguna información sobre su 
			paradero. 
			 
			Se extendieron diversos rumores según los cuales había sido vista en 
			tal o cual sitio; se recibieron cartas anónimas pobladas de 
			alusiones oscuras, misteriosas, acusando a personas inocentes de 
			haber raptado a la joven y de tenerla retenida, cartas escritas por 
			locos y por malintencionados; las echadoras de naipes surgieron por 
			docenas, igual que los “videntes” que presumían de facultades que no 
			poseían. 
			 
			  
			El alma colectiva de la población, que hasta ahora le había 
			parecido inofensiva, revelaba sus más bajos instintos: la codicia, 
			la maledicencia, la jactancia, las pérfidas calumnias. Algunas 
			descripciones llevaban tal sello de veracidad que a menudo Hauberrisser recorría la ciudad, acompañado por un policía, para 
			entrar en pisos ajenos en los que, según las declaraciones, se 
			hallaba presa Eva. 
			 
			La esperanza y la decepción jugaban con él como una pelota. De 
			pronto no quedó ni una calle, vía o plaza, donde no hubiera 
			registrado una o más casas, yendo siempre tras pistas falsas. Era 
			como si la ciudad se vengara así de su anterior indiferencia. 
			Swammerdam venía todas las mañanas a verlo. Esta visita constituía 
			para él un consuelo en medio de tanta tristeza. 
			 
			  
			A pesar de llegar 
			siempre con las manos vacías, de que su única respuesta a la 
			pregunta habitual era un simple movimiento de cabeza, su expresión 
			de inquebrantable serenidad le transmitía una vez más la fuerza 
			necesaria para afrontar los obstáculos. No volvieron a hablar del 
			manuscrito, pero Hauberrisser intuía que éste era el verdadero 
			objetivo del viejo coleccionista. 
			 
			  
			Una mañana, Swammerdam no pudo 
			contenerse más. 
				
				—¿Todavía no ha comprendido que una hornada de pensamientos ajenos y 
			hostiles está asaltándole para quitarle la razón? —preguntó, 
			apartando la vista—. Si fueran avispas furiosas las que lo atacaran, 
			enseguida sabría de qué se trata. ¿Por qué no hace frente a este 
			enjambre de moscas del destino como si fueran avispas? —Swammerdam 
			se interrumpió bruscamente y se fue de la habitación.  
			
			Un poco avergonzado, Hauberrisser reaccionó. Redactó una nota en la 
			que decía que estaba de viaje y que todas las informaciones 
			referentes a Eva van Druysen debían comunicarse directamente a la 
			policía de ahora en adelante. Mandó al ama de llaves que la pegara 
			en la puerta. 
			 
			Pese a eso no consiguió calmarse. Por lo menos diez veces por hora 
			sentía deseos de bajar y arrancar la nota. Cogió el rollo y se forzó 
			a leerlo, pero sus pensamientos se perdían en la búsqueda de Eva 
			tras de cada línea. Cada vez que fijaba su atención en el papel se 
			decía a sí mismo que era una idiotez estudiar unas cuestiones tan 
			puramente teóricas, tan desconectadas de la realidad, en un momento 
			en el que cada minuto debía dedicarse a la acción. 
			 
			Estaba dispuesto a encerrar el cuaderno en el escritorio cuando 
			sintió muy claramente que se hallaba dominado por una fuerza pérfida 
			e invisible. 
			 
			  
			Se detuvo un instante para reflexionar, pero más que 
			reflexionar, lo que hizo fue escuchar. 
				
				—¿Qué fuerza extraña e inquietante es ésta —se interrogó a sí 
			mismo—que suplanta a mi propio Yo y me obliga a hacer lo contrario 
			de lo que había decidido un minuto antes?. ¿Quiero leer y no voy a 
			poder?.  
			
			Hojeó nuevamente el libro, y cada vez que le surgía una dificultad 
			volvía a asaltarlo el mismo pensamiento insistente: «Déjalo ya, no 
			vas a encontrar el principio. Es un trabajo inútil». Puso en guardia 
			a su voluntad para no permitirle entrar. 
			 
			  
			Su vieja costumbre de autoobservarse exigía una vez más sus derechos. 
				
				—¡Si por lo menos pudiera hallar el principio! —gimió dentro de él 
			una voz engañosa e hipócrita mientras pasaba las hojas 
			mecánicamente. El texto mismo le dio entonces la respuesta.
  «Es el principio —leyó en un párrafo al azar, sorprendido de 
			tropezarse justo con esta palabra— que le falta al hombre. No es que 
			sea difícil encontrarlo, el obstáculo consiste en la idea obsesiva 
			de tener que buscarlo.
  »La vida es misericordiosa, nos regala un comienzo en cada instante. 
			A cada segundo, nos es planteada la cuestión: ¿quién soy yo?. Pero 
			no somos nosotros quienes la planteamos, por eso no encontramos el 
			principio.
  »Cuando nos la planteemos seriamente, habrá llegado el día en cuyo 
			crepúsculo morirán aquellos pensamientos parásitos que se habían 
			introducido en la fiesta de nuestra alma, para asistir al banquete. 
				 »El arrecife de coral que ha ido construyendo a lo largo de milenios 
			y al que llamamos “nuestro cuerpo” es su obra, su nido, su refugio. 
			Para hacernos al mar, primero tenemos que abrir una brecha en el 
			arrecife de cal y arcilla, y luego tenemos que disolverlo para que 
			vuelva a su estado espiritual original. Más tarde te enseñaré cómo 
			construir una casa nueva con las ruinas de este arrecife».  
			
			Hauberrisser depositó el rollo sobre la mesa para meditar un poco. 
			
			 
			  
			Poco le importaba ya que la página fuera un borrón o una copia de 
			una carta que al autor dirigía a un desconocido, la segunda persona 
			empleada en el texto había conseguido capturarlo, hacerle creer que 
			él era el único destinatario. Decidió interpretar el manuscrito en 
			este sentido de ahora en adelante. Reparó especialmente en una cosa: 
			el escrito, a veces, se parecía a un discurso tal como hubieran 
			podido pronunciarlo Pfeill, Sephardi o Swammerdam. 
			 
			  
			Ahora comprendía 
			que los tres estaban impregnados del mismo espíritu que emanaba de 
			la agenda enrollada, los tres se habían convertido en una especie de 
			dobles para lograr que el pequeño señor Hauberrisser, actualmente 
			tan desamparado y tan hastiado del mundo, se transformara en un ser 
			realizado. 
				
				«Ahora escucha lo que tengo que decirte: ¡Ármate para los tiempos 
			venideros!.
  »Pronto el reloj del universo dará las doce, la cifra es roja y está 
			bañada de sangre. Por este signo la reconocerás. La primera hora 
			nueva será precedida por un huracán. Vela para que no te sorprenda 
			dormido, porque los que entren en el nuevo día con los ojos cerrados 
			seguirán siendo las mismas bestias de antes y ya nunca se 
			despertarán. Existe un equinoccio espiritual. La primera hora nueva 
			de la que te he hablado es un punto de inversión a partir del cual 
			la luz se coloca en equilibrio con la oscuridad.
  »Durante otro milenio más, los hombres aprendieron a dominar la 
			naturaleza y a descifrar sus leyes. Bienaventurados aquellos que 
			comprendieron el sentido de tal trabajo, los que captaron que la ley 
			interior es igual a la exterior, pero una octava más alta. Estos son 
			los llamados a la cosecha, los demás son siervos que labran la 
			tierra con la vista inclinada.
  »Desde el diluvio está oxidada la llave que abre nuestra naturaleza 
			interior. La clave es estar despierto, estar despierto lo es todo. 
			De nada está más convencido el hombre que de estar despierto. Pero 
			en realidad se halla preso en una red de ensueños que él mismo ha 
			tejido. Cuanto más apretada esté la red, más sólido será el reino 
			del sueño. Los que se enredan en ella duermen, andan por la vida 
			como manadas hacia el matadero, apáticos, indiferentes, sin pensar. 
				 »Los soñadores de entre ellos no ven sino a través de las mallas un 
			mundo enrejado, no ven sino porciones engañosas, no saben que se 
			trata de fragmentos desprovistos de sentido de un todo gigantesco, y 
			guían su conducta por ellos. Tales soñadores no son los poetas ni 
			las personas fantásticas, como podrías creer. Son los hacendosos, 
			los laboriosos, los incansables de este mundo, los roídos por la 
			rabia de actuar. Se parecen a feos escarabajos afanándose por 
			escalar un tubo liso, escalarlo y volverse a caer una vez arriba. 
				 »Se imaginan que están despiertos, pero lo que creen vivir no es en 
			realidad más que un sueño predeterminado hasta en el menor detalle y 
			en el que la voluntad no tiene ninguna influencia. Ha habido y hay 
			algunas personas conscientes de que sueñan, son pioneros 
			aproximándose al baluarte. Detrás de ellos se esconde un Yo 
			eternamente despierto, videntes como Goethe, Schopenhauer y Kant, 
			pero carecían de las armas imprescindibles para tomar al asalto la 
			fortaleza y su llamada a la lucha no despertó a los dormidos. 
				 »Estar despierto lo es todo.
  »El primer paso es tan sencillo que está al alcance de cualquier 
			niño. El que no sabe cómo se anda no quiere renunciar a las muletas 
			heredadas de sus antepasados. Estar despierto lo es todo.
  »Está despierto en todo lo que hagas. No creas que ya lo estás. No, 
			estás durmiendo y soñando.
  »Junta todas tus fuerzas y, durante un momento, oblígate a sentir 
			cómo recorre tu cuerpo esta sensación: ¡ahora estoy despierto!. Si 
			consigues experimentar esa sensación reconocerás inmediatamente que 
			tu anterior estado era como el de un sonámbulo, como el de un 
			drogado.
  »Es el primer paso todavía vacilante de un largo, largo viaje desde 
			la servidumbre hacia la omnipotencia. Avanza así, de despertar en 
			despertar.
  »No hay un sólo pensamiento torturador que no pueda vencerse de esta 
			manera. Lo dejas en el camino y ya no podrá alcanzarte, te elevarás 
			sobre él como la copa del árbol se eleva por encima de las ramas 
			secas.
  »Una vez que hayas logrado extender el estado de vigilia a tu 
			cuerpo, los dolores cesarán por sí mismos como hojas marchitas. Los 
			baños por inmersión en agua helada de los judíos y los brahmanes, 
			las vigilias nocturnas de los discípulos budistas y los ascetas 
			cristianos, los suplicios a que se someten los faquires de la India, 
			no son más que ritos externos petrificados, vestigios de un esfuerzo 
			prehistórico por despertar y permanecer despierto. 
				   
				Lee los libros 
			sagrados de todos los pueblos de la Tierra. La enseñanza secreta 
			acerca del estado de vigilia los recorre en su totalidad como un 
			hilo rojo. Es la escalera del cielo de Jacob, que luchó durante toda 
			la noche con el ángel del Señor, hasta que el “día” le trajo la 
			victoria. Debes subir de escalón en escalón, de luz en luz, si 
			deseas vencer a la muerte; las armas de la muerte son el sueño y el 
			aturdimiento. El escalón inferior de la escalera de Jacob se llama 
			“genio”. 
				   
				¿Con qué palabras podríamos designar los escalones 
			superiores?. La masa los desconoce y los considera como leyendas. La 
			historia de Troya también fue considerada una leyenda durante 
			siglos, hasta que alguien tuvo el coraje de comprobarla realizando 
			excavaciones.
  »En el camino del despertar, tu primer enemigo 
				será 
				tu propio 
			cuerpo. Luchará contra tí hasta el primer canto del gallo. Pero si 
			llegas a ver amanecer el día de la eterna vigilia, te distinguirás 
			de todos esos sonámbulos que se creen seres humanos y son en 
			realidad dioses dormidos; entonces el sueño se alejará para siempre 
			de tu cuerpo y serás dueño del universo.
  »Serás capaz de obrar milagros si lo deseas, y ya no tendrás que 
			esperar humildemente que a algún falso dios le plazca obsequiarte… o 
			cortarte la cabeza.
  »Una felicidad habrá desaparecido para tí: la felicidad del perro 
			fiel, siempre contento de reconocer la superioridad de un amo al que 
			puede servir. Pregúntate: ¿cambiarías, incluso en tu estado actual, 
			tu vida por la de tu perro?.
  »¡Que no te espante el temor de no alcanzar la meta en esta vida!. 
			El que pisa una vez nuestro camino, siempre volverá al mundo con una 
			madurez interna suficiente para continuar su trabajo. Nace como 
			“genio”.
  »El camino que te muestro está sembrado de extraordinarias 
			experiencias: personas ya fallecidas, a las que tú conocías en vida, 
			resucitarán ante tí y te hablarán. Se te aparecerán formas 
			luminosas, bañadas de claridad, que te bendecirán. ¡No serán más que 
			imágenes!… imágenes emanadas de tu cuerpo cayendo en una mágica 
			muerte bajo la influencia de tu voluntad transformada, formas que se 
			convertirán de materia en espíritu de la misma manera que el hielo 
			se disuelve en nubes de vapor al entrar en contacto con el fuego. 
				 »Cuando todo lo cadavérico haya sido arrancado de tu cuerpo podrás 
			decir que el sueño se ha alejado de tí para siempre. Entonces se 
			consumará ese milagro que los seres humanos no pueden creer porque 
			no lo comprenden, porque no saben que materia y energía son la misma 
			cosa, el milagro de que, aunque te entierren, no haya cadáver en el 
			ataúd.
  »Sólo entonces, y no antes, sabrás distinguir la esencia de la 
			apariencia. Aquel a quien encuentres en esos momentos no podrá ser 
			sino uno de los que te precedieron en el camino. Los demás sólo 
			serán sombras.
  »Hasta ese instante no sabrás si eres el más desdichado o el más 
			feliz de los hombres. Pero no temas, ninguno de los que optaron por 
			el camino del despertar fue abandonado por sus guías, aunque se 
			extraviaran.
  »Voy a decirte cómo podrás reconocer si una aparición es realidad o 
			es una quimera: si se te acerca mientras tu conciencia está turbada, 
			y los objetos del mundo exterior se confunden o se desvanecen ante 
			tus ojos, entonces no te fies. ¡Tienes que estar ojo avizor!. Porque 
			es una parte de tí… Si no adivinas su significado oculto, no es más 
			que un fantasma sin consistencia, una sombra, un ladrón que roe tu 
			vida.
  »Los ladrones que roban la fuerza del alma son peores que los 
			ladrones de la Tierra. Te atraen como fuegos fatuos hacia el pantano 
			de una engañosa esperanza para abandonarte en las tinieblas y 
			desaparecer para siempre.
  »No te dejes engañar por ningún milagro aparente que hagan para 
			ayudarte, por ningún nombre sagrado que adopten, por ninguna 
			profecía que puedan enunciar, aunque ésta se cumpliera; son tus 
			enemigos mortales, deshauciados del infierno de tu cuerpo, contra 
			ellos habrás de luchar por la supremacía.
  »Las fuerzas que exhiben son las tuyas propias, se han apoderado de 
			ellas para mantenerte en la esclavitud. No pueden vivir más que a 
			costa de tu vida, pero si los vences, se derrumbarán, se convertirán 
			en dóciles instrumentos que podrás mantener a tu antojo. Son 
			innumerables las víctimas que se han cobrado entre los hombres. 
			Repasa la historia de los visionarios y los sectarios, constatarás 
			que la vía que sigues está cubierta de cráneos. De forma 
			inconsciente la humanidad ha levantado un muro contra ellos: el 
			materialismo. Este muro constituye una protección infalible; es un 
			símbolo del cuerpo y al mismo tiempo es una prisión que impide ver 
			lo que hay más allá.
  »Ahora, cuando el muro se desmorona lentamente y el fénix de la vida 
			interior renace de sus cenizas, los buitres de otro mundo comienzan 
			también a batir sus alas. Por ello, ten cuidado. Sólo la balanza en 
			la que pesarás tu conciencia te podrá indicar si puedes fiarte de 
			las apariciones, cuanto más despierta esté tu conciencia en mayor 
			medida se inclinará a tu favor la balanza. Si un guía o un hermano 
			espiritual se te aparece, tendrá que hacerlo sin saquear tu 
			conciencia; como el incrédulo Tomás, podrás poner tu mano en su 
			costado.
  »Sería fácil evitar las apariciones y sus peligros, bastaría que te 
			comportaras como una persona normal. ¿Pero qué ganarías con ello?. 
			Quedarías aprisionado en la cárcel de tu cuerpo hasta que el verdugo 
			“muerte” te arrastrara al cadalso. El deseo de los mortales de 
			contemplar a los seres sobrenaturales despierta simultáneamente a 
			los fantasmas de los infiernos, porque es un deseo impuro, ávido, 
			porque prefiere “tomar” en lugar de suplicar que se le enseñe a 
			“dar”.
  »Toda persona que vive en la Tierra como en una prisión, todo ser 
			piadoso que implora su salvación, todos conjuran sin darse cuenta el 
			mundo de los fantasmas. Hazlo tú también. ¡Pero hazlo 
			conscientemente!. ¿Existe una mano que guarda a aquéllos que lo 
			hacen inconscientemente, convirtiendo en islotes los pantanos donde 
			deberían extraviarse inexorablemente?. No quisiera negarlo 
			rotundamente, ya que no lo sé, pero no lo creo.
  »Cuando tu camino atraviesa el reino de los fantasmas, te percatarás 
			poco a poco de que no son más que pensamientos que de golpe se han 
			hecho visibles. Esta es la razón de que te parezcan extraños y 
			adopten formas de criaturas, el lenguaje de las formas es distinto 
			del lenguaje del cerebro.
  »Entonces habrá llegado el momento de que se lleve a cabo en tí una 
			transformación insólita: las personas que te rodean se convertirán 
			en fantasmas.
  »Todos los seres que has amado se convertirán súbitamente en 
			espectros. Incluido tu propio cuerpo.
  »Es la soledad más terrible que uno pueda imaginar, la soledad de un 
			peregrino en un desierto donde quien no sabe hallar la fuente de la 
			vida está condenado a morir de sed. Cuanto acabo de decirte está 
			escrito igualmente en los libros de los hombres piadosos de todos 
			los pueblos: la venida de un nuevo reino, la vigilia, la superación 
			del cuerpo y de la soledad.
  No obstante, un abismo infranqueable nos separa de estos religiosos, 
			ellos creen que los hombres buenos entrarán un día en el paraíso, y 
			que los malos serán arrojados a las tinieblas del infierno, nosotros 
			sabemos que llegará un tiempo en el que muchos despertarán y serán 
			separados de los que duermen, como los amos se separan de los 
			esclavos. Los que están dormidos no pueden comprender a los 
			despiertos. Nosotros sabemos que el bien y el mal no existen, sino 
			solo la “verdad” y el “error”. 
				   
				Ellos creen que el “estado de 
			vigilia” consiste en entregarse a las oraciones, manteniendo 
			abiertos los ojos y los sentidos durante toda la noche, nosotros 
			sabemos que el “estado de vigilia” es un despertar del Yo inmortal, 
			y que la falta de sueño experimentada por el cuerpo es una 
			consecuencia natural de ese despertar. Ellos creen que hay que 
			descuidar y despreciar al cuerpo porque es pecaminoso, nosotros 
			sabemos que el pecado no existe, que tenemos que comenzar por el 
			cuerpo y que hemos bajado a la Tierra para transformarlo en 
			espíritu. 
				   
				Ellos creen que para purificar el espíritu es necesario 
			retirarse a la soledad con el cuerpo, nosotros sabemos que hay que 
			incomunicar primero al espíritu para transfigurar el cuerpo. Sólo a tí te incumbe elegir tu camino, el nuestro o el de ellos. Tu 
			elección debe efectuarse por tu propia y libre voluntad. Yo no tengo 
			derecho a aconsejarte. 
				   
				Vale más cosechar el fruto amargo de la 
			propia iniciativa que seguir un consejo ajeno y contemplar un fruto 
			dulce en el árbol.
  »No actúes como tantos que pese a conocer muy bien lo que está 
			escrito: “examinad todas las cosas y conservad de entre ellas la 
			mejor”, no examinan nada y conservan lo primero que se les 
			presenta.»
  
			  
			 
			 
			 
			La página había llegado a su fin, el tema quedó interrumpido. Al 
			cabo de un rato de búsqueda, Hauberrisser creyó haber encontrado la 
			continuación.  
			  
			El desconocido al cual iba dirigido el texto parecía 
			haberse decidido por la “vía pagana de la dominación del 
			pensamiento”, porque el autor continuaba su discurso en otro folio 
			bajo el título de: 
			
				  
				
				«“EL FÉNIX” 
				  
				
				»En el día de hoy has sido admitido en nuestra comunidad, eres un 
			nuevo eslabón de la cadena que se extiende de eternidad en 
			eternidad.
  »Mi responsabilidad termina aquí, pasa a manos de otro a quien tú no 
			puedes ver en tanto que tus ojos no dejen de pertenecer a la tierra. 
				 »Está infinitamente lejos de tí, y sin embargo, está muy cerca, no 
			lo separa de tí el espacio, pero está más allá de los límites del 
			universo. Te rodea por todas partes como el agua rodea al nadador en 
			el océano, pero tú no sientes su presencia.
  »Nuestro símbolo es el fénix, el símbolo del rejuvenecimiento, el 
			águila legendaria del cielo de Egipto, un águila de plumaje purpúreo 
			y dorado que tras consumirse en su nido de mirra vuelve siempre a 
			renacer de sus cenizas.
  »Te dije que el principio del camino es tu propio cuerpo: quien sabe 
			esto, puede iniciar el viaje en cualquier momento. Ahora te enseñaré 
			a dar los primeros pasos: Debes separarte de tu cuerpo, pero sin 
			querer abandonarlo, desprendiéndote de él como si aislaras la luz 
			del calor. Ahí acecha ya tu primer enemigo.
  »Quien se arranca de su cuerpo para atravesar los espacios corre el 
			riesgo de hacer lo mismo que las brujas, que no hacen más que 
			extraer un cuerpo fantasmal de su grosero cuerpo terrestre, y 
			montarlo como una escoba para acudir al aquelarre. La humanidad, con 
			un instinto seguro, se ha forjado una protección contra este 
			peligro: se reserva siempre una incrédula sonrisa frente a la 
			posibilidad de tales artilugios.  
				  
				Tú ya no necesitas la duda para 
			protegerte, tú tienes en lo que te he dado una armadura mucho más 
			eficaz. Las brujas se imaginan estar participando en el aquelarre 
			mientras que en realidad su cuerpo yace rígido e inconsciente en la 
			habitación. Cambian la percepción terrestre por otra espiritual y 
			dejan escapar lo mejor para ganar lo peor, en lugar de enriquecerse 
			se empobrecen.
  »Ya habrás deducido que ese no es el camino del despertar. Para 
			comprender que tú no eres tu cuerpo —en contra de lo que piensan la 
			mayoría de los humanos— debes reconocer las armas con las cuales 
			lucha por dominarte. Es cierto que por el momento estás en su poder, 
			tu vida se apagaría si tu corazón dejara de latir y todo se hace 
			oscuridad cuando él cierra los ojos. Tú crees que te mueves, pero 
			sólo es una ilusión, es él quien se mueve sirviéndose de tu 
			voluntad.  
				  
				Tú crees pensar pero es él quien genera los pensamientos, 
			te hace creer que proceden de tí para que hagas todo lo que quiera. 
			Siéntate erguido y proponte no mover ni un sólo miembro, no 
			parpadear, quedarte inmóvil como una estatua: verás cómo se abalanza 
			sobre tí inmediatamente, lleno de odio, para obligarte a que te 
			sometas nuevamente a él.  
				  
				Te combatirá de mil maneras hasta que le 
			permitas moverse de nuevo, su descomunal furor y su precipitación en 
			la lucha te pueden indicar hasta qué punto teme por su supremacía, y 
			lo grande que debe ser tu poder para que recele tanto de tí.
  »Pero tu cuerpo esconde una trampa, pretende inducirte a pensar que 
			es en este terreno, el de la voluntad interior, donde se libra la 
			batalla decisiva por la supremacía, pero esto solamente son 
			escaramuzas en las cuales, si fuera necesario, estaría dispuesto a 
			dejarte vencer con objeto de subyugarte después aún más ferozmente. 
				 
				  
				Los que consiguen la victoria en tales escaramuzas se convierten en 
			los más desgraciados de los esclavos; se toman por vencedores y 
			llevan en la frente un estigma: “carácter fuerte”. El fin que tú 
			persigues no consiste en disciplinar tu cuerpo, le prohibes moverse 
			con la única intención de reconocer las fuerzas de que dispones. 
			Dichas fuerzas son numerosísimas, y por ello, casi insuperables. 
			Podrás sentir cómo las dirige contra tí, una tras otra, si 
			perseveras en esta medida aparentemente tan simple: permanecer 
			inmóvil.  
				  
				Primero experimentarás la potencia de los músculos que 
			tienden a vibrar y temblar, el hervor de la sangre bañando de sudor 
			tu rostro, los latidos violentos del corazón, escalofríos en la piel 
			hasta que el vello se te eriza, vacilar todo tu cuerpo como si el 
			centro de gravedad se hubiese desplazado. Todo esto podrás superarlo 
			a través de la voluntad, pero no será solamente la voluntad: habrá 
			ya un estado superior de vigilia escondido detrás de ella, invisible 
			bajo su yelmo mágico. Incluso esta victoria carece de valor.  
				  
				Aunque 
			llegaras a controlar tu respiración y los latidos de tu corazón 
			continuarías siendo un “fakir”, un “pobre”. ¡Un “pobre”!, la palabra 
			lo dice todo…
  »Los siguientes adversarios que te opondrá tu cuerpo son los 
			escurridizos enjambres de moscas del cerebro, los pensamientos. 
			Contra ellos ya no sirve la espada de la voluntad. Cuanto más la 
			blandas, más furiosamente zumbarán a tu alrededor, y si lograras 
			ahuyentarlos, aunque sólo fuera un instante, serías vencido de otro 
			modo: durmiéndote, en los sueños.
  »En vano les ordenarás que se mantengan quietos, sólo hay una manera 
			de escapar de ellos: refugiándote en el estado de vigilia superior. 
				 »La forma de alcanzar ese nivel debes hallarla por tí mismo. Tu 
			sensibilidad tendrá que tantear incesante y cautelosamente, y al 
			mismo tiempo tendrás que exhibir una férrea decisión. Eso es todo lo 
			que puedo decirte sobre el tema. Cualquier consejo que se te diera 
			en relación con esta penosa lucha sería como un veneno. Estás frente 
			a un escollo que nadie, salvo tú mismo, puede ayudarte a franquear. 
				 »No hace falta que ahuyentes los pensamientos para siempre. La lucha 
			contra ellos tiene un propósito claro: llegar al estado superior de 
			vigilia.
  »Después de alcanzar dicho estado se te acercará el reino de los 
			fantasmas de que te hablé.
  »Surgirán formas espantosas, luminiscentes, querrán hacerte creer 
			que proceden de otro mundo. Pero no serán sino pensamientos que 
			todavía no habrás dominado, pensamientos que adoptan una forma 
			invisible.
  »Recuerda esto: ¡cuanto más majestuosa sea su apariencia, más 
			nocivos resultarán para tí!.
  »Muchas falsas creencias se elaboraron a partir de estas 
			apariciones, haciendo que la humanidad retrocediera hacia las 
			tinieblas. No obstante, cada uno de estos fantasmas posee un sentido 
			profundo; no son sólo imágenes. En lo que a tí se refiere, y 
			entiendas o no su lenguaje simbólico, son las marcas que señalan el 
			nivel que has alcanzado en tu evolución espiritual.
  »La etapa siguiente ya te la mencioné, en ella tus contemporáneos se 
			convertirán en fantasmas ante tus ojos. Esta etapa, como todo lo 
			relacionado con el dominio espiritual, alberga simultáneamente el 
			veneno y el antidoto.
  »Si te estancas en el punto de considerar a los humanos como a 
			fantasmas, entonces sólo habrás absorbido el veneno, y serás como 
			aquél de quien dicen las Escrituras: “Si no tienes amor, estás vacío 
			como el metal que resuena”. Pero si descubres el sentido oculto en 
			cada una de estas sombras humanas, verás con los ojos del espíritu, 
			y no sólo su núcleo vivo, sino también el tuyo propio. Entonces te 
			será devuelto cuanto te fue quitado, como a Job.  
				  
				Estarás… de nuevo… 
			donde estabas antes, como gustan comentar irónicamente los 
			insensatos. No saben que es muy distinto volver a casa tras una 
			larga estancia en el extranjero que no haber salido nunca de ella. 
				 »Una vez que hayas alcanzado este punto, nadie sabe si se te 
			concederán los poderes milagrosos que poseían los profetas de la 
			antigüedad, o si en lugar de ello encontrarás la paz eterna. Tales 
			fuerzas constituyen un don deliberado de quienes detentan la clave 
			de los misterios.
  »Si las recibes y te sirves de ellas, debe ser en interés de la 
			humanidad, que necesita signos así.
  »Nuestra vía acaba en la plena madurez, cuando la hayas conseguido 
			serás digno de recibir el regalo de los poderes. ¿Te serán 
			concedidos?. No lo sé.
  »Pero de las dos maneras te habrás convertido en un 
				fénix, en tu mano 
			está alcanzarlo por la fuerza.
  »Antes de despedirme de tí quisiera enseñarte cómo podrás reconocer 
			un día, en el momento del “gran equinoccio”, si estás llamado a 
			obtener el don de las fuerzas milagrosas. Escucha: Uno de aquellos 
			que poseen la clave de los misterios se quedó en la Tierra para 
			buscar y agrupar a los llamados. Al igual que él no puede morir, su 
			leyenda tampoco morirá. Algunos sospechan que se trata del “Judío 
			Errante”, otros lo llaman Elias. Los gnósticos pretenden 
			identificarlo con Juan el Evangelista.  
				  
				Cualquiera que afirma haberlo 
			visto describe su aspecto de modo distinto. No te dejes desconcertar 
			si en el futuro encuentras personas que te lo describan así. Es muy 
			natural que cada uno lo vea de una manera. Un ser como él, que ha 
			transformado su cuerpo en espíritu, ya no está ligado a ninguna 
			forma fija.
  »Un ejemplo te mostrará que tanto su forma como su rostro no pueden 
			ser sino imágenes, imágenes que son una fantasmal apariencia de lo 
			que en realidad es.
  »Supón que se te aparece como un ser de color verde. El verde, 
			aunque puedas verlo, no es ningún color en sí mismo, resulta de la 
			combinación del azul y el amarillo.
  »Esto lo saben todos los pintores. Pero pocos son los que saben que 
			el mundo que nos rodea es como el color verde, que en verdad no es 
			lo que parece ser.
  »Deduce de este ejemplo que si se te apareciera como un hombre de 
			rostro verde, ello significará que su auténtico rostro aún no te ha 
			sido revelado.
  »Si lo ves tal como es en realidad, es decir, como una forma 
			geométrica, como un sello en el cielo que nadie salvo tú puede ver, 
			entonces sabrás que estás llamado a obrar milagros. Yo lo encontré 
			como un ser de carne y hueso, y pude poner mi mano en su costado. Su 
			nombre era…».
  Hauberriser adivinó el nombre. Estaba escrito sobre la página que 
			llevaba consigo constantemente, era ese nombre que se presentaba 
			ante él con tanta persistencia:
  “Chidher el Verde” 
			 
			
			
			
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			Capítulo XII 
			 
			Soplo de descomposición en el aire. 
			 
			  
			Días agonizantes con un calor de 
			incubadora y noches brumosas. La hierba de los prados cubierta al 
			amanecer de telas de araña como manchas blanquecinas de moho. Entre 
			los terrones marrón-violeta, charcos de agua fría y oscura que han 
			dejado de creer en el sol. Flores de color paja que carecen de 
			fuerzas para erguir las cabezas hacia el cielo transparente. 
			Titubeantes mariposas de alas rotas, descoloridas. En las alamedas 
			de la ciudad, las crujientes hojas cuelgan de tallos mustios. 
			 
			  
			Como 
			una mujer ajada que no hallara colores lo suficientemente chillones 
			para disimular su edad, la naturaleza comenzaba a acicalarse con los 
			multicolores afeites del otoño. 
			 
			 
			 
			 
			 
			Hacía tiempo que el nombre de Eva van Druysen había sido olvidado en 
			Amsterdam. 
			 
			El barón Pfeill la dio por muerta, y Sephardi se vistió de luto. 
			Únicamente en el corazón de Hauberrisser su imagen no podía morir. 
			 
			Sin embargo, no hablaba de ella cuando venían a verlo sus amigos o 
			el viejo Swammerdam. Se había vuelto taciturno y reservado, sólo 
			conversaba con ellos sobre cosas indiferentes. 
			 
			No quería mostrar con sus palabras que se había refugiado en la 
			secreta esperanza de volver a ver a Eva, una esperanza que crecía de 
			día en día, pero que temía expresar como si al mencionarla 
			destruyera una frágil redecilla. 
			 
			Sólo delante de Swammerdam dejaba entrever su estado de ánimo, sin 
			expresarlo con palabras. 
			 
			Desde el momento que concluyó la lectura del rollo, se estaba 
			operando en él una transformación que apenas si comprendía. Al 
			principio practicaba el ejercicio de la inmovilidad cada vez que se 
			le ocurría.  
			  
			Por una parte se dedicaba a ello con curiosidad, y por 
			otra con la actitud incrédula de una persona que, de forma 
			permanente, como una divisa de frustración y desengaño, arrastra la 
			siguiente convicción en el fondo de su alma:  
			
				«De todas maneras no 
			servirá para nada». 
			 
			Al cabo de una semana limitó la duración del ejercicio, de una hora 
			o más en cualquier momento a un cuarto de hora por la mañana, pero 
			entregándose a él con todas sus fuerzas, y practicándolo por el 
			ejercicio mismo en lugar de hacerlo con la fatigosa y siempre 
			decepcionante esperanza de que algo maravilloso debería producirse. 
			 
			Pronto el ejercicio se le hizo indispensable, como un baño 
			refrescante que esperaba con gozo cada vez que se acostaba. Cierto 
			es que durante el día se sentía sacudido por violentos ataques de 
			desesperación al pensar en la idea de haber perdido a Eva.  
			  
			Rechazaba 
			combatir estos pensamientos tan dolorosos por medio de la magia, 
			habría sido como una huida frente al recuerdo abrasador de Eva, una 
			actitud egoísta, insensible, un autoengaño, pero a pesar de todo, un 
			día que el sufrimiento se le hizo tan insoportable que sólo el 
			suicidio aparecía como posible solución, lo intentó. 
			 
			Se sentó derecho, como estaba descrito en las instrucciones, y trató 
			de conseguir a la fuerza un estado de vigilia superior, para, al 
			menos momentáneamente, escapar de la intolerable tortura de sus 
			pensamientos. Para su asombro, el intento dio resultado a la 
			primera. Lo penetró una incomprensible sensación de certeza donde 
			rebotaba cualquier duda, internamente experimentaba la afirmación de 
			que Eva vivía, de que no corría peligro alguno.  
			  
			Antes, siempre que 
			su pensamiento se volcaba en Eva, cien o más veces al día, había 
			sentido el azote de latigazos incandescentes, pero ahora 
			interpretaba estos mismos pensamientos como la jubilosa noticia de 
			que Eva, allá a lo lejos, pensaba en él y le enviaba saludos. Lo que 
			había sido dolor, de golpe se convirtió en fuente de alegría. 
			 
			Por medio del ejercicio había creado en su interior un refugio al 
			que poder retirarse a cada instante, un refugio en donde hallar 
			constantemente una renovada confianza, en donde conseguir ese 
			crecimiento interior que para quienes no lo han experimentado no es 
			más que una palabra desprovista de sentido. Antes de conocer este 
			nuevo estado había pensado que sustraerse al dolor por Eva era 
			cicatrizar aceleradamente las llagas de su alma, una aceleración del 
			proceso de curación efectuado por el tiempo para calmar la pena de 
			los seres humanos.  
			  
			Se había defendido con todas las fibras de su ser 
			contra tal curación, como lo haría cualquiera al darse cuenta de que 
			la atenuación de la pena causada por la pérdida de una persona amada 
			conlleva siempre la difuminación de su imagen, de la cual no quiere 
			separarse. Pero antre ambos escollos, un estrecho sendero cuya 
			existencia no podía sospechar, todo sembrado de flores, se había 
			abierto ante él: la imagen de Eva no estaba cubierta por el polvo 
			del pasado, como él había temido, no, sólo el dolor se había 
			esfumado.  
			  
			En lugar de una imagen velada por las lágrimas, Eva misma 
			había resucitado para él. En los minutos de calma interna sentía su 
			presencia con tanta nitidez como si estuviera ante él en carne y 
			hueso.  
			  
			A medida que se retiraba del mundo, conseguía vivir horas de 
			una felicidad tan profunda como nunca hubiese creído posible, horas 
			durante las cuales iba de cognición en cognición, comprendiendo cada 
			vez con mayor claridad que existían verdaderos milagros de 
			experiencia interior, milagros que contrastaban con los hechos 
			exteriores como la luz con la sombra, y no sólo de modo aparente, 
			como antes había imaginado, sino efectivamente. La metáfora del 
			Fénix le impresionaba cada día más hondamente.  
			  
			Siempre hallaba 
			nuevos significados en ella, permitiéndole comprender con una 
			plenitud insospechada la extraña diferencia que hay entre los 
			símbolos vivos y los símbolos muertos. Todo cuanto buscaba parecía 
			estar contenido en este símbolo inagotable. Solucionaba por él los 
			enigmas, como un ser omnisciente al que sólo tenía que preguntar 
			para conocer la verdad.  
			  
			Mientras luchaba por dominar los 
			pensamientos, se había dado cuenta de que a veces, después de 
			lograrlo y de creer saber exactamente de qué manera lo había 
			logrado, al día siguiente no podía encontrar ni la menor traza de 
			este conocimiento en su memoria.  
			  
			Estaba tan borrado de su cerebro, y 
			aparentemente, tenía que partir de cero para descubrir de nuevo el 
			método.  
			
				«El sueño de mi cuerpo me robó los frutos que había 
			cosechado», se solía decir en tales casos. Para evitarlo, decidió 
			mantenerse despierto todo el tiempo que pudiera, pero una mañana lo 
			iluminó la idea de que la extraña desaparición de todo recuerdo no 
			era más que el fenómeno de las “ascuas que se consumen”, de las 
			cuales el fénix debía renacer sin cesar, rejuvenecido.  
				  
				Comprendió 
			que el hecho de crearse métodos y pretender servirse de ellos, era 
			algo terrestre y transitorio, que lo valioso no era el cuadro 
			terminado, como había dicho Pfeill, sino la capacidad de pintar. 
			Tras entender esto, la lucha por el dominio de sus pensamientos 
			había pasado de ser un combate agotador a ser un continuo placer. 
				 
				  
				Ascendía de grado en grado sin darse cuenta, hasta constatar un día 
			con sorpresa que poseía la clave de un dominio con el que nunca 
			hubiera osado soñar ni siquiera.
  «Es como si hasta el presente yo hubiera estado rodeado por un 
			enjambre de pensamientos similares a abejas que se alimentaran de 
			mí, —había explicado a Swammerdam con el que, en aquella época, 
			todavía solía hablar de experiencias interiores —. Ahora puedo 
			alejarlos a voluntad y vuelven a mí cargados de ideas, como abejas 
			cargadas de miel. En otro tiempo me saqueaban, hoy me enriquecen». 
			 
			Unas semanas más tarde halló por casualidad en el pergamino la 
			descripción de una experiencia análoga, casi en los mismos términos, 
			y reconoció con alegría intensa que había elegido el buen camino del 
			desarrollo interior sin haber recibido ninguna instrucción. 
			 
			Las páginas en cuestión habían estado pegadas unas a otras a causa 
			de la humedad y el moho; se soltaron gracias a los rayos solares que 
			alcanzaban el rollo desde la ventana. 
			 
			Tuvo conciencia de que en su pensamiento se había producido una 
			operación idéntica. 
			 
			En los últimos años, y ya antes de la guerra, había oído y leído 
			muchas cosas acerca de lo que se denominaba mística, y de modo 
			instintivo había vinculado todo lo relacionado con ella con la 
			noción de “oscuridad”. Cuanto pudo aprender sobre ella llevaba el 
			sello de la confusión y recordaba los éxtasis de un opiómano.  
			  
			Y 
			efectivamente, su juicio no era equivocado, porque lo que se 
			entendía por mística en el lenguaje corriente no era en realidad más 
			que un ir a tientas a través de la niebla.  
			  
			Ahora podía percatarse de 
			la existencia de un auténtico estado místico, difícil de descubrir y 
			aún más difícil de conquistar, un estado que no sólo quedaba por 
			debajo de la realidad de las experiencias cotidianas, sino que la 
			sobrepasaba con creces en vivacidad y vigor. No quedaba ya nada del 
			entusiasmo de los “místicos” en éxtasis, ningún aullido de libertad 
			en vista de una redención egoísta, que para realzar su brillo, 
			necesita el sangriento espectáculo de los condenados a las penas 
			eternas del infierno.  
			  
			También se había desvanecido como una 
			pesadilla la ruidosa satisfacción de esa masa bestial que se cree de 
			lleno en la realidad mientras digiere. 
			 
			Tras apagar la luz, Hauberrisser se había sentado ante su mesa. 
			Esperó en medio de la oscuridad. La noche se extendía como un paño 
			colgado de la ventana, oscuro y pesado. 
			 
			Sentía la proximidad de Eva, pero no podía verla. 
			 
			Cuando cerraba los ojos, flotaban colores como nubes bajo sus ojos, 
			disolviéndose y reconcentrándose. Por la experiencia que había 
			adquirido sabía que esos colores constituían la materia con la cual 
			podían crearse imágenes a voluntad, imágenes que en principo 
			parecían rígidas e inertes, y que posteriormente, como animadas por 
			una fuerza misteriosa, cobraban una vida autónoma, se transformaban 
			en seres parecidos a él. 
			 
			Hacía pocos días que había conseguido por primera vez formar y 
			animar de esta manera el rostro de Eva. Creyó hallarse en el buen 
			camino que lo llevaría a reunirse con Eva espiritualmente. Pero 
			entonces recordó el párrafo referente a las alucinaciones de las 
			brujas y comprendió que era allí donde comenzaba el reino ilimitado 
			de los fantasmas, en el que bastaba entrar para no poder salir nunca 
			más. 
			 
			Sintió que cuanto más se desarrollara en él la facultad de 
			transformar en imágenes los deseos secretos de su alma, más peligro 
			correría de extraviarse en un sendero que no permitía el retorno. 
			 
			Rememoró, con un sentimiento simultáneo de horror y de añoranza, los 
			instantes durante los cuales había logrado evocar el fantasma de 
			Eva; gris como una sombra al principio, y vistiéndose de color y de 
			vida después, hasta hallarse ante él con toda la nitidez de un ser 
			de carne y hueso. 
			 
			Todavía sentía el frío glacial que se apoderó de su cuerpo cuando, 
			impulsado por un instinto mágico, intentó involucrar los demás 
			sentidos, el oído y el tacto, en la visión. 
			 
			Desde entonces, se sorprendía deseando resucitar la imagen ante sus 
			ojos, y siempre tenía que juntar todas sus fuerzas para resistir la 
			tentación. 
			 
			 
			 
			 
			 
			 
			La noche avanzaba, pero no podía decidirse a dormir. Constantemente 
			lo cercaba el confuso presentimiento de que tenía que existir algún 
			medio para que Eva viniera hacia él, pero no bajo una forma 
			vampírica animada por el soplo de su propia alma, sino en carne y 
			hueso. 
			 
			Emitió sus pensamientos para que retornaran a él cargados de nuevas 
			inspiraciones acerca de la manera de lograr su propósito. Los 
			progresos que había hecho en las últimas semanas le habían mostrado 
			que este método consistente en emitir preguntas y aguardar 
			pacientemente la respuesta, esta lúcida alternancia entre un estado 
			activo y otro pasivo, ni siquiera fracasaba cuando se trataba de 
			descubrir cosas que no hubieran podido ser desveladas por medio de 
			procesos lógicos de pensamiento. 
			 
			Las ideas le venían a la cabeza, una tras otra, y cada vez eran más 
			fantásticas e inusuales; todas resultaron demasiado ligeras al 
			pesarlas en la balanza de sus sentimientos. 
			 
			Una vez más fue la clave del “estado de vigilia” la que le ayudó a 
			abrir la cerradura secreta. Pero esta vez sintió instintivamente que 
			también su cuerpo, y no sólo su conciencia, debía despertar en un 
			nivel vital superior. Las fuerzas mágicas dormitaban en el cuerpo, 
			eran ellas las que tenían que despertar para poder actuar sobre el 
			mundo material. 
			 
			Recordó, como un ejemplo instructivo, que la danza de los derviches 
			árabes no tenía, en el fondo, otro fin que excitar el cuerpo para 
			llevarlo al “estado de vigilia” superior. 
			 
			Como bajo el efecto de una inspiración, posó las manos sobre sus 
			rodillas y se irguió, imitando el ademán de las estatuas de los 
			dioses egipcios, los cuales le parecieron de repente, por sus 
			estáticos rostros, símbolos de un poder mágico. Impuso a su cuerpo 
			una inmovilidad cadavérica mientras emitía una corriente de voluntad 
			abrasadora a través de cada una de sus fibras. Al cabo de pocos 
			minutos bullía dentro de él un incomparable huracán. 
			 
			En su cerebro resonaba una insensata mezcla de voces humanas y 
			animales, ladridos furiosos de perros, el canto estridente de 
			innumerables gallos. En la habitación estalló un tumulto tal que 
			parecía que la casa iba a explotar. Las metálicas vibraciones de un 
			gong reverberaban en sus huesos, como si el infierno anunciara el 
			día del Juicio Final, tuvo la impresión de convertirse en polvo.  
			  
			La 
			piel le escocia como una túnica de Nessus, pero apretó los dientes y 
			no consintió a su cuerpo ni el menor movimiento. Entretanto llamaba 
			a Eva sin cesar, con cada uno de los latidos de su corazón. 
			 
			Una voz apagada, apenas un murmullo y sin embargo capaz de atravesar 
			el alboroto como la punta de una aguja, le advertía que no jugase 
			con fuerzas cuyo poder desconocía, que no poseía la suficiente 
			madurez para dominarlas, que de un momento a otro podían 
			precipitarlo en una incurable locura. Hauberrisser no la escuchó. 
			 
			La voz se hacía cada vez más potente, tanto que el ruido del entorno 
			parecía estar muy lejano; la voz le pedía a gritos que volviese 
			atrás. Eva vendría con toda seguridad si no cesaba de llamarla a 
			través de esas oscuras fuerzas del infierno. Si viniera antes de 
			cumplirse el tiempo de su evolución espiritual, su vida se apagaría 
			en ese mismo momento, como la llama de una vela, y él mismo se 
			cargaría así con un fardo de dolor que sería incapaz de soportar. 
			Apretó los dientes y continuó sin escuchar.  
			  
			La voz intentó 
			convencerle con argumentos racionales, diciéndole que Eva habría 
			venido desde hacía tiempo o que le habría enviado un mensaje si le 
			fuera posible; tenía pruebas suficientes de que estaba viva, 
			constantemente le mandaba pensamientos llenos de amor y cada día 
			experimentaba la certeza de su presencia muy cerca de él… Hauberrisser no escuchó, siguió llamando a Eva sin cesar. 
			 
			Lo consumía el deseo de tenerla en sus brazos, aunque sólo fuera por 
			unos instantes. 
			 
			De pronto el tumulto enmudeció. Hauberrisser vio entonces que la 
			habitación aparecía iluminada como en pleno día. 
			 
			En el centro del cuarto, como surgido del suelo, se levantaba un 
			poste de madera podrida que llegaba casi hasta el techo, rematado 
			por una viga transversal, como una cruz decapitada. 
			 
			Una serpiente de color verde claro, gorda como un brazo, estaba 
			enroscada en el poste, mirándole con sus ojos sin párpados. 
			 
			Su rostro, con la frente vendada por un trapo negro, era semejante 
			al de una momia humana; la piel de los labios, disecada y fina como 
			el pergamino, se veía muy estirada sobre los dientes amarillos y 
			putrefactos. 
			 
			A pesar de la deformación cadavérica de los rasgos, Hauberrisser 
			reconoció en ellos un lejano parecido con el rostro de Chidher el 
			Verde, tal como lo había visto en la tienda de la calle Jodenbree. 
			 
			Con los cabellos erizados y el corazón parado por el horror, escuchó 
			las palabras que surgían lentamente, sílaba a sílaba, como un 
			silbido atenuado, de la boca descompuesta: 
			
				—¿Qué… qu… ieres… de… mí?. 
			 
			Durante un instante lo paralizó un terror espantoso. Sentía la 
			muerte detrás de él, acechándole; creyó ver una horrible araña negra 
			deslizándose por la tabla de la mesa… Entonces su corazón gritó el 
			nombre de Eva. 
			 
			Enseguida, la habitación se vio nuevamente sumida en la oscuridad. 
			Bañado de sudor, buscó a tientas el interruptor de la luz y lo 
			apretó. La cruz decapitada, donde estaba instalada la serpiente, 
			había desaparecido. 
			 
			Tuvo la impresión de que el aire estaba envenenado. Casi no podía 
			respirar, los objetos giraban ante sus ojos. 
			
				—¡Tiene que haber sido una alucinación provocada por la fiebre! —se 
			dijo, intentando en vano calmarse. Pero era incapaz de deshacerse de 
			la angustia que lo ahogaba, del miedo a que todo lo que acababa de 
			contemplar hubiera ocurrido efectivamente en la habitación. 
			 
			El cuerpo se le llenó de escalofríos al recordar la voz que lo había 
			advertido.  
			  
			La sola idea de volver a escucharla gritándole que con 
			sus locos experimentos de magia había puesto en peligro la vida de 
			Eva le quemaba el cerebro. Creyó que se asfixiaba, se mordió la 
			mano, se tapó los oídos, sacudió los sillones para volver en sí, 
			abrió la ventana y respiró el aire frío de la noche… pero no sirvió 
			de nada: la certidumbre interna de haber cometido un error 
			irreparable en el dominio espiritual de las causas persistía a pesar 
			de todo.  
			  
			Como bestias enfurecidas, se abalanzaron sobre él los 
			pensamientos que, orgullosamente, creía haber dominado. Ninguna 
			“voluntad de inmovilidad” le servía ya.  
			  
			El método del “despertar” 
			fracasó también. 
			
				—Esto es una locura, locura, locura —repitió convulsivamente, con 
			los dientes apretados y dando frenéticas vueltas por la 
			habitación—¡no ha pasado nada!. ¡Fue una visión y nada más!. ¡Estoy 
			loco!. ¡Imaginación!. ¡Fantasía!. ¡La voz me engañó, y tampoco la 
			aparición era real!. ¿De dónde saldrían el poste, y la serpiente… y 
			la araña?. 
			 
			Se esforzó por soltar una fuerte carcajada con su boca torcida. 
			 
			
				—¡La 
			araña!. ¿Por qué no está ya? —intentó burlarse de sí mismo. 
			 
			Encendió una cerilla para buscar debajo de la mesa, pero no tuvo el 
			valor de mirar por miedo a que pudiese estar allí, como un residuo 
			del fantasmal acontecimiento. 
			 
			Respiró aliviado al oír unas campanas dando las tres de la 
			madrugada. 
			
				—Gracias a Dios, la noche se acaba. 
			 
			Se acercó a la ventana, y asomándose, escudriñó largo rato la noche 
			caliginosa, para ser testigo, como creía, de las primeras señales 
			del crepúsculo. Súbitamente se dio cuenta de su verdadero motivo: 
			estaba esperando, con los sentidos aguzados, que Eva viniese por 
			fin. 
			
				«Deseo tanto volver a verla que mi imaginación me ha engañado 
			estando yo despierto y consciente, con esta pesadilla de fantasmas»; 
			trató de tranquilizarse atravesando de nuevo la habitación, pero la 
			nostalgia volvía a apoderarse de él.  
			 
			Entonces su mirada se quedó 
			fija en una mancha oscura que había en su suelo, una mancha que no 
			recordó haber visto nunca antes. 
			 
			Se agachó y vio que la madera estaba podrida justo en el sitio donde 
			había estado el poste de la serpiente. 
			 
			Se le cortó la respiración, ¡imposible que la mancha estuviera 
			antes!. 
			 
			Un golpe violento, como si alguien llamara a la puerta, lo arrancó 
			de su hipnosis. 
			 
			¿Eva?. 
			 
			¡Allí, otra vez!. 
			 
			¡No!. No podía ser Eva, era un puño recio el que aporreaba la puerta 
			de la calle. 
			 
			Corrió hacia la ventana y preguntó quién andaba por ahí, en la 
			oscuridad. 
			 
			No hubo respuesta. 
			 
			Al cabo de unos instantes se repitieron los rudos e impacientes 
			golpes en la puerta. Tiró de una cuerda que permitía abrir la puerta 
			de abajo. El pestillo resonó estrepitosamente. Escuchó con atención… 
			Nadie. Ni el menor ruido en la escalera. 
			 
			Finalmente hubo un crujido apenas perceptible, como si una mano 
			buscara la manivela. 
			 
			La puerta se abrió y el negro Usibepu entró silenciosamente, iba 
			descalzo y tenía el pelo mojado a causa de la humedad de la niebla. 
			 
			Involuntariamente, Hauberrisser buscó un arma, pero el zulú no le 
			hizo el menor caso, parecía no verlo siquiera, dio la vuelta a la 
			mesa con pequeños y vacilantes pasos, su mirada estaba fija en el 
			suelo, y su nariz dilatada temblaba constantemente, como la de un 
			perro siguiendo un rastro. 
			
				—¿Qué hace usted aquí? —gritó Hauberrisser. El negro no le contestó, 
			apenas giró la cabeza. 
			 
			Su respiración profunda y jadeante era un indicio de que se hallaba 
			completamente inconsciente, como un sonámbulo. 
			 
			De golpe pareció haber encontrado lo que buscaba, porque cambió de 
			dirección, y con la cara inclinada hacia el suelo, se acercó a la 
			mancha podrida. 
			 
			Entonces levantó la vista lentamente, como si siguiera una línea 
			hacia el techo, hasta dejar la mirada suspendida en el aire. Su 
			gesto era tan vivo, tan convincente, que Hauberrisser creyó ver por 
			un momento surgir nuevamente la cruz decapitada. 
			 
			Ya no le cabía duda de que era la serpiente lo que el negro miraba, 
			sus ojos permanecían clavados en un punto de la altura y sus gruesos 
			labios murmuraban, como si hablara con ella. La expresión de su 
			fisionomía cambiaba incesantemente, pasando del deseo ardiente al 
			hastío cadavérico, de la alegría salvaje a los celos flameantes y la 
			rabia indomable. 
			 
			La inaudible conversación había terminado. Dirigió la cabeza hacia 
			la puerta y se acurrucó en el suelo. 
			 
			Hauberrisser lo vio abrir la boca, estaba preso de un espasmo, sacó 
			la lengua y la retiró de un golpe, tragándosela, a juzgar por el 
			gutural ruido y los movimientos de los músculos de su garganta. 
			 
			Sus pupilas comenzaron a temblar bajo los párpados abiertos y su 
			rostro se tiñó de un color grisáceo, una palidez de muerte. 
			 
			Hauberrisser quiso acercarse a él y sacudirlo para que se 
			despertara, pero un cansancio inexplicable lo retuvo sobre la silla, 
			como paralizado, apenas podía levantar el brazo. La catalepsia del 
			negro se le había contagiado. 
			 
			Como una pesadilla perpetua, inamovible, ajena al tiempo, se 
			extendía la habitación ante sus ojos, con la sombría e inmóvil 
			silueta del negro. 
			 
			El péndulo monótono de su corazón era lo único que parecía continuar 
			vivo. Hasta habían desaparecido sus temores por Eva. 
			 
			Varias veces oyó campanarios dando la hora, pero era incapaz de 
			contar las campanadas, el letárgico semi-sueño interponía entre los 
			sones espacios casi eternos. 
			 
			Debían haber pasado varias horas cuando, por fin, el zulú empezó a 
			moverse. Como a través de un velo, Hauberrisser lo vio levantarse, y 
			aún en trance, salir de la habitación. Juntó todas sus fuerzas para 
			romper el estado de letargo y bajó corriendo tras el negro. Pero 
			éste ya había desaparecido; la puerta de la casa estaba abierta de 
			par en par y la espesa e impenetrable niebla había absorbido todo 
			rastro de Usibepu. 
			 
			Ya iba a volverse cuando escuchó de repente un paso ligero. Un 
			instante después Eva emergía del vapor blanquecino y se dirigía 
			hacia él. 
			 
			Con un grito de júbilo la tomó en sus brazos, pero ella parecía 
			totalmente extenuada, no recobró el conocimiento hasta que la llevó 
			a la habitación y la depositó suavemente en un sillón. Entonces se 
			mantuvieron abrazados durante largo tiempo, incapaces de concebir lo 
			excesivo de su felicidad. Él estaba de rodillas ante Eva, sin poder 
			articular palabra, y ella, llena de ternura, había cogido entre sus 
			manos la cabeza de Hauberrisser, cubriéndolo de besos una y otra 
			vez.  
			  
			El pasado ya era para él un mero sueño olvidado, cualquier 
			pregunta acerca de los trágicos sucesos acontecidos, o sobre el 
			paradero de Eva hasta ahora, habría sido como robar tiempo al 
			precioso presente. 
			 
			Un flujo de sonidos invadió la habitación: se habían despertado las 
			campanas de la iglesia. Pero no las oyeron. La pálida luz de la 
			mañana otoñal penetraba a través de los cristales. No repararon en 
			ella. Sólo tenían ojos el uno para el otro.  
			  
			Hauberrisser le 
			acariciaba las mejillas, le besaba las manos, los ojos, la boca, 
			aspiraba el perfume de sus cabellos… todavía no podía creer que era 
			verdad y que sentía latir el corazón de Eva contra el suyo. 
			
				—¡Eva, Eva!. ¡No me dejes nunca más!. ¡Dime que nunca más me 
			dejarás, Eva!. 
			 
			Ella lo abrazó, frotando su mejilla contra la de él. 
			
				—No, no, siempre estaré cerca de tí. Incluso en la muerte. ¡Soy tan 
			feliz, tan indeciblemente feliz de haber podido venir a estar 
			contigo!.
  —¡Eva, no hables de la muerte! —gritó Hauberrisser al sentir que las 
			manos de su amada se tornaban frías—. ¡Eva!. ¡Eva!. 
			 
			Sus palabras fueron sofocadas por un torrente de besos. 
			
				—No tengas miedo… ya no puedo abandonarte, amado mío. El amor es más 
			fuerte que la muerte. Él lo dijo y ¡él no miente!. Estaba muerta y 
			él me devolvió la vida. Siempre me devolverá la vida, aunque muera. 
			 
			Hablaba como si tuviera fiebre. Hauberrisser la levantó y la acomodó 
			en la cama. 
			
				—Me ha cuidado durante todo el tiempo que he estado enferma. Durante 
			semanas me volví loca, me agarraba al collar rojo que la muerte 
			lleva en el cuello, colgaba en el aire, entre el cielo y la tierra. 
			¡El rompió el collar!. Desde entonces estoy libre. ¿No me sentiste a 
			tu lado todo el tiempo, hora tras hora?. ¿Por qué, por qué pasan tan 
			rápidamente las horas?… 
			 
			Le faltó la voz. 
			
				—¡Déjame… déjame ser tu mujer!. Quiero ser madre cuando vuelva a 
			estar contigo. 
			 
			Se entregaron a un amor salvaje, infinito. Se sumergieron, los 
			sentidos perdidos, en un océano de felicidad. 
			 
			 
			 
			 
			
				
				 —¡Eva!. ¡Eva!. —No contestó.
  —¡Eva!. ¿No me oyes?. 
			 
			Hauberrisser abrió bruscamente la cortina de la cama. 
			
				—¡Eva!… ¡Eva!… 
			 
			Cogió su mano, la soltó y cayó inerte; escuchó su corazón y había 
			dejado de latir; sus ojos se habían quebrado. 
			
				—¡Eva, Eva, Eva! —dio un grito horrible, se enderezó y fue hacia la 
			mesa, titubeante
  — ¡Agua, ir a por agua!. Entonces se derrumbó, como alcanzado por un 
			puñetazo en la frente. —¡Eva!. El vaso estalló cortándole los dedos. 
			Se puso de pie de un salto y corrió hacia la cama,
			tirándose de los pelos.
  —¡Eva!. 
			 
			Quiso tenerla contra sí; observó la sonrisa de la muerte en su 
			rostro rígido y recostó la cabeza sobre su hombro, gimiendo de 
			dolor. 
			
				«Abajo en la calle alguien manipula unos recipientes metálicos… ¡La 
			lechera!… Sí, sí, claro… Ruido metálico. La lechera… Ruido 
			metálico…». De pronto se sintió incapaz de pensar. Oyó latir cerca 
			de él un corazón y contó los latidos tranquilos y monótonos sin 
			saber que eran suyos. Maquinalmente, acarició las sedosas y largas 
			mechas de cabellos rubios extendidos sobre la almohada. «¡Qué 
			hermosas son! ¿Por qué ya no se oye el tic-tac del reloj?».  
				  
				Elevó la 
			mirada. «El tiempo se ha detenido. Naturalmente. Todavía no es de 
			día. Sobre el escritorio hay unas tijeras, y las dos velas del 
			candelabro están encendidas. ¿Por qué las habré encendido?. Me 
			olvidé de apagarlas cuando se fue el negro. Claro. Y después ya no 
			tuve tiempo de hacerlo porque vino Eva… ¿Eva?.
  Está… ¡Está muerta!. ¡Muerta!” —gimió una voz en su interior; las 
			llamas del dolor, un dolor terrible, intolerable, le envolvieron. 
				 —¡Terminar!. ¡Terminar!. ¡Eva!. Tengo que seguirla. ¡Eva, Eva!. 
			Espérame. ¡Eva, tengo que seguirte! —jadeante, se precipitó sobre el 
			escritorio y quiso hundirse las tijeras en el corazón, pero se 
			detuvo—. ¡No, la muerte es demasiado poco!. ¡Saldré ciego de este 
			maldito mundo!. 
			 
			Entreabrió las puntas para clavárselas en los ojos, loco de 
			desesperación, cuando una mano le golpeó en el brazo con tanta 
			violencia que las tijeras cayeron al suelo con estrépito. 
			
				—¿ Quieres ir al reino de los muertos a buscar a los vivos?. —Chidher 
			el Verde se encontraba ante él, igual que aquel día en la tienda de 
			Jodenbuurt, vestido con un talar negro y los rizos blancos cayéndole 
			sobre las sienes.
  —¿Crees que “allí” está la realidad?. No es más que un paraíso 
			pasajero para los espectros obcecados, de la misma forma que la 
			Tierra es un paraíso pasajero para los soñadores ciegos. Quien no 
			aprende a “ver” en la Tierra tampoco lo hará en el otro lado. 
			¿Piensas que porque su cuerpo esté ahí tendido Eva no podrá 
			resucitar?. Ella vive, eres tú quien todavía está muerto. Quien ha 
			alcanzado la vida una vez, como ella, ya no puede morir, y el que 
			está muerto, como tú, puede nacer a la vida. 
			 
			Cogió el candelabro e invirtió la posición de las dos velas, la de 
			la izquierda hacia la derecha y la de la derecha hacia la izquierda. 
			Hauberrisser dejó de percibir los latidos de su corazón, como si de 
			golpe hubiera desaparecido de su pecho. 
			
				—Tan cierto como que ahora puedes poner la mano en mi costado es que 
			estarás unido a Eva cuando tengas la nueva vida espiritual. Que la 
			gente la crea muerta, ¿qué te importa?. No se puede esperar de los 
			dormidos que vean a los despiertos.
  »Hiciste una invocación del amor pasajero —señaló el lugar en el que 
			había surgido el poste de la serpiente, posó su pie sobre la mancha 
			podrida y ésta desapareció—. Te he traído el amor pasajero porque no 
			me quedé en la tierra para tomar. Me quedé para dar. A cada cual lo 
			que desea. Pero los hombres no saben lo que su alma desea. Si lo 
			supieran, serían videntes.
  »En la tienda mágica del mundo deseaste unos ojos nuevos, para ver 
			las cosas terrestres bajo una nueva luz. Recuerda, ¿no te dije que 
			primero tendrías que perder los viejos ojos a fuerza de llanto antes 
			de poder recibir unos ojos nuevos?.
  »Deseaste conocimiento y te di el diario de uno de los míos que 
			vivió en esta casa cuando su cuerpo era todavía perecedero. Eva 
			deseó el amor inmortal. Se lo di, y te lo daré también a tí, por 
			intermedio de ella. El amor efímero es un amor fantasmal. Cuando veo 
			brotar en la Tierra un amor que se eleva por encima de lo fantasmal, 
			extiendo sobre él mis manos como unas ramas protectoras, para 
			preservarlo de la muerte, porque no sólo soy el fantasma del rostro 
			verde, también soy Chidher, el árbol eternamente reverdecido». 
				
  
			 
			 
			 
			 
			Cuando el ama de llaves, la señora Ohms, llevó el desayuno a la 
			habitación, contempló con espanto el cadáver de una bella joven 
			tendido sobre la cama, y a Hauberrisser arrodillado ante ella, con 
			la mano de la muerta apretada contra su mejilla. 
			 
			Mandó un mensajero a buscar a sus amigos, a Pfeill y a Sephardi. 
			 
			Cuando llegaron lo creyeron desmayado y se acercaron a él. 
			Retrocedieron aterrados ante la expresión sonriente de su rostro y 
			el brillo de sus ojos. 
 
  
			
			
			
			
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			Capítulo XIII 
			 
			El doctor Sephardi había pedido al barón Pfeill y a Swammerdam que 
			vinieran a su casa. Llevaban más de una hora en su biblioteca. 
			 
			Era ya noche cerrada. Hablaron de mística, de filosofía, de la 
			Cabala, y del extraño Lázaro Eidotter, el cual, liberado hacía 
			tiempo, había retornado a su negocio de bebidas alcohólicas, pero la 
			conversación volvía siempre a la persona de Hauberrisser. 
			 
			Al día siguiente era el entierro de Eva. 
				
				—¡Es terrible!. ¡Pobre hombre! —exclamó Pfeill, levantándose para 
			andar por la habitación con pasos agigantados—. Si me pongo en su 
			lugar me dan escalofríos —se paró y miró a Sephardi—. ¿No deberíamos 
			ir a verlo y hacerle compañía?. ¿Qué opina usted, Swammerdam?. 
			¿Podemos excluir que se rompa esa tranquilidad incomprensible en la 
			que está sumergido?. Si de repente volviera en sí y se encontrara 
			solo y abandonado en su dolor…  
			
			Swammerdam negó con la cabeza: 
				
				—No se preocupe por él, señor. La desesperación ya no puede 
			alcanzarlo. Eidotter diría que sus luces han sido intercambiadas. 
				 —Su fe tiene algo terrible… —murmuró Sephardi— cuando lo oigo hablar 
			de esa manera siento una especie de… espanto —vaciló un instante, 
			preguntándose si no iría a abrir una llaga—. Cuando asesinaron a su 
			amigo Klinkherbogk, usted nos preocupó mucho. Creímos que el suceso 
			lo hundiría. Eva me pidió muy particularmente que fuese a verlo e 
			intentara consolarlo. ¿Dónde pudo hallar la fuerza para soportar con 
			tanto valor un horrible acontecimiento que debía haber sacudido los 
			fundamentos de su fe?.  
			
			Swammerdam le interrumpió: 
				
				—¿Se acuerdan de la palabras que Klinkherbogk pronunció antes de 
			morir?.
  —Sí, frase por frase. Y más tarde comprendí también su significado. 
			No cabe duda de que previó exactamente su fin antes de que el negro 
			entrara en el cuarto. Lo que dijo acerca del rey de Etiopía bastaría 
			para probarlo.
  —Precisamente el hecho de que se haya realizado su profecía es lo 
			que me consoló. Al principio, naturalmente, estaba derrumbado, pero 
			cuando comprendí la magnitud del acontecimiento me pregunté. ¿Qué es 
			preferible?. ¿Que una palabra pronunciada en trance se realice o que 
			una niña enferma de tisis y un viejo y decrépito zapatero vivan 
			algún tiempo más?. ¿Hubiera sido mejor que el espíritu mintiera?. 
			Desde entonces el recuerdo de aquella noche es para mí una fuente de 
			alegría pura y serena.
  »¿Qué importa que los dos tuvieran que morir?. Créanme, ahora están 
			más a gusto.
  —¿Estás, pues, firmemente convencido de que existe una vida después 
			de la muerte? —preguntó Pfeill—. Yo, desde luego, también lo creo 
			—añadió en voz baja.
  —Ciertamente estoy convencido de ello. Claro que el paraíso no es un 
			lugar, sino un estado. Pero la vida en la Tierra tampoco es más que 
			un estado.
  —¿Y usted… añora ese estado?.
  —N…No —Swammerdam vaciló como si le costara hablar del tema. Un 
			viejo lacayo de librea morada vino a anunciar la llamada telefónica 
			para el señor. Sephardi se levantó y abandonó la habitación.  
			
			Swammerdam prosiguió inmediatamente su discurso. Pfeill comprendió 
			que no estaba destinado para los oídos de Sephardi. 
				
				—La cuestión del paraíso es un arma de doble filo. Hay mucha gente a 
			la que podemos herir mortalmente al decirles que allá no hay más que 
			imágenes.
  —¿Imágenes?. ¿Qué quiere decir con esto?.
  —Se lo explicaré con un ejemplo. Mi mujer, que como usted sabe, 
			murió hace muchos años, me quería infinitamente, y yo a ella. Ahora, 
			ella está en el “más allá” y sueña que estoy con ella. No sabe que 
			no es sino mi imagen lo que está con ella. Si lo supiera, el paraíso 
			sería para ella un infierno.
  »Todos los moribundos que pasan al otro lado encuentran allí las 
			imágenes de lo que añoran, y las toman por reales, incluso las de 
			aquello que les importaba mucho —añadió señalando hacia los estantes 
			llenos de libros—. Mi mujer creía en la Virgen. Ahora sueña con que 
			está en sus brazos.
  »Los propagadores de las luces que pretenden arrancar a las masas de 
				
				la religión no saben lo que hacen. La verdad sólo es para una élite 
			restringida. Debería quedar oculta a las masas. Quien sólo conoce la 
			mitad de ella entra al morir en un paraíso sin color. El gran deseo 
			de Klinkherbogk en esta tierra era ver a Dios, ahora está en el más 
			allá y ve a “Dios”.
  »Era una persona sin conocimientos ni cultura, no obstante salieron 
			de su boca palabras de verdad, engendradas por su sed de Dios. Pero 
			un destino misericordioso le impidió descubrir su sentido profundo. 
				 »Durante mucho tiempo yo no comprendí la razón; ahora la comprendo. 
			Sólo habría entendido la mitad de la verdad, y su deseo de 
			contemplar a Dios no se hubiera realizado, ni en la realidad ni en 
			los sueños del más allá» —se interrumpió al oír los pasos de 
			Sephardi.  
			
			Pfeill comprendió instintivamente el por qué: probablemente sabía 
			del amor que sentía por Eva. Sabía que Sephardi, a pesar de ser un 
			científico, era profundamente religioso y piadoso, y no quería 
			destruirle su “paraíso”, la ilusión de un más allá donde reunirse 
			con Eva. 
			 
			  
			Swammerdam prosiguió: 
				
				—Acababa de decir que el hecho de ver realizada la profecía de 
			Klinkherbogk ha restado importancia a su muerte atroz, convirtiendo 
			mi dolor en alegría. También esto puede ser un “intercambio de las 
			luces”; la transformación de la amargura en la dulzura, lo cual sólo 
			puede lograrlo el poder de la verdad.
  —Sigue siendo para mí un enigma sin solución —interrumpió Sephardi— 
			la manera cómo consigue usted vencer el dolor gracias al 
			conocimiento. Yo también intento combatir el dolor que me produce la 
			muerte de Eva por medio de pensamientos filosóficos, pero tengo la 
			sensación de que nunca me aliviarán.  
			
			Swammerdam ladeó la cabeza, pensativo. 
				
				—Naturalmente. Esto se debe a que sus conocimientos son generados 
			por el pensamiento, y no por la “palabra interior”. Sin darnos 
			cuenta desconfiamos de nuestros propios conocimientos y por ello nos 
			parecen grises y muertos. Por el contrario, las inspiraciones que 
			vienen de la palabra interior son regalos vivos de la verdad que nos 
			alegran indeciblemente cada vez que nos acordamos de ellos.
  »Desde que sigo esta “vía”, rara vez he oído la palabra interior, y 
			sin embargo, toda mi existencia es iluminada por ella.
  —¿Y todo lo que dijo se hizo realidad? —preguntó Sephardi, 
			reprimiendo una duda en su voz—. ¿O no se trataba de profecías?. 
				 —Sí. Había tres profecías referentes al lejano futuro. La primera 
			era así: gracias a mi ayuda se abrirá para una joven pareja un 
			camino espiritual que permanecía sepultado desde hace miles de años; 
			muchos podrán acceder a él en el porvenir. Es el único camino que da 
			a la vida su verdadero valor, que da un sentido a la existencia. 
			Esta profecía se ha convertido en el contenido de mi vida. De la 
			segunda de las profecías prefiero no hablar, si lo hiciera me 
			tomarían por loco.  
			
			Pfeill preguntó: 
				
				—¿Se está refiriendo a Eva?.  
			
			Swammerdam no contestó, limitándose a sonreír. Finalmente dijo: 
				
				—Y la tercera carece de importancia, aunque ello es imposible; no 
			les interesaría.
  —¿Tiene indicios del cumplimiento de al menos alguna de las tres 
			predicciones? — preguntó Sephardi.
  —Sí. Tengo una ineludible certeza. Poco me importa que se realicen, 
			me basta con saber que soy incapaz de dudar de su realización. 
				 »Ustedes no pueden comprender lo que significa sentir la verdad a 
			flor de piel, la verdad que nunca se equivoca. Son cosas de las que 
			hay que tener una experiencia propia.
  »Nunca experimenté lo que se llama una visión “sobrenatural” salvo 
			en una ocasión, en sueños. Se me apareció la imagen de mi mujer en 
			una época en que yo andaba buscando un escarabajo verde. Nunca deseé 
			“contemplar a Dios”; jamás se me apareció un ángel, como a 
			Klinkherbogk; nunca encontré, como Lázaro Eidotter, al profeta Elias, 
			pero la vivencia de la palabra bíblica “Bienaventurados los que no 
			han visto y han creído” me ha recompensado mil veces por ello. En mí 
			la frase se ha hecho realidad. He creído donde no había nada que 
			creer, y he aprendido a considerar posibles cosas imposibles. 
				 »A veces siento junto a mí a alguien gigantesco y todopoderoso, o sé 
			que él protege a éste o a aquél. No lo veo ni lo oigo, pero sé que 
			está ahí.
  »No espero verlo alguna vez, pero pongo toda mi esperanza en él. Sé 
			que tiene que venir una época terrible, espantosa, que será 
			precedida por un huracán de una intensidad nunca vista. No me 
			importa vivir o no esa época, soy feliz sabiendo que vendrá.  
			
			Un escalofrío recorrió a Pfeill y a Sephardi cuando oyeron estas 
			palabras que Swammerdam pronunció con una fría calma. 
				
				—Me han preguntado esta mañana que dónde creía yo que podía haberse 
			escondido Eva durante tanto tiempo. ¿Cómo podría yo saberlo?. Sabía 
			que vendría, eso sí, y efectivamente vino. Y tan seguro como que yo 
			estoy aquí sé que no está… muerta. Él la protege con su mano. 
				 —Pero… ¡si está en un ataúd, en la iglesia!. ¡Mañana la enterrarán! 
			—exclamaron Pfeill y Sephardi al mismo tiempo.
  —Aunque la enterraran mil veces, aunque tuviera en mis manos su 
			cráneo, sabría
			que no ha muerto. —Está loco —le dijo Pfeill a Sephardi cuando 
			Swammerdam ya se había marchado.
  
			  
			 
			 
			 
			Las altas ventanas ojivales de San Nicolás despedían una luz tenue, 
			un resplandor procedente del interior iluminaba la niebla nocturna. 
			 
			Apoyando la espalda contra la tapia del jardín, confundido con la 
			sombra, el negro Usibepu esperaba inmóvil a que pasara el guardia 
			encargado de vigilar las mal afamadas calles del puerto desde que 
			sucedieron los funestos acontecimientos del Zee Dijk.  
			  
			Tras oír cómo 
			se alejaban los cansinos pasos, se subió por las rejas, escaló un 
			árbol y saltó desde allí al tejado, abriendo la claraboya con 
			precaución y dejándose caer suavemente, como un gato. En el centro 
			de la nave, sobre un catafalco de plata, reposaba Eva, las manos 
			juntas sobre el pecho, los ojos cerrados y la sonrisa rígida, en 
			medio de un montón de rosas blancas. Cirios rojos y dorados, gordos 
			como un brazo y altos como un hombre, velaban a ambos lados del 
			sarcófago y en la cabecera, con sus inmóviles llamas. 
			 
			En un nicho de la pared se hallaba la imagen de la Virgen Negra con 
			el niño en brazos, y ante ella, suspendido de una cadena brillante 
			que colgaba del techo, centelleaba el cristalino corazón de rubí de 
			una lámpara eterna. 
			 
			Tras las rejas, manos y pies de cera pálida, muletas con la 
			inscripción “gracias a María”, estatuas de Papas con sus tiaras 
			blancas en la cabeza tallada en madera policromada, la mano alzada 
			en ademán de bendición. 
			 
			Sin hacer ruido, el negro se deslizó de columna en columna, lleno de 
			sorpresa al contemplar aquellas cosas tan extrañas para él.  
			  
			Cuando 
			vio los miembros de cera, su rostro se contrajo en una mueca, creyó 
			que procedían de enemigos vencidos. Acechó a través de las ranuras 
			de los confesionarios y palpó con desconfianza las grandes estatuas 
			de los santos, quería comprobar que no estaban vivos. 
			 
			Tras convencerse de que se hallaba solo, se acercó de puntillas a la 
			muerta, contemplándola largo rato con tristeza. Algo aturdido por su 
			belleza, acarició sus cabellos rubios y sedosos, y se sobresaltó 
			como si temiera interrumpir su sueño. ¿Por qué se había asustado 
			tanto de él aquella noche en el Zee Dijk?. No acababa de 
			comprenderlo. 
			 
			Cada una de las mujeres que había deseado, ya fuera negra o blanca, 
			se había sentido orgullosa de ser suya. Incluso Antje, la camarera 
			de la taberna del puerto, que también era una mujer blanca y tenía 
			el pelo rubio. Con ninguna había tenido que recurrir a la magia Vidû, 
			todas vinieron por sí mismas a echarse en sus brazos. ¡Menos ella!. 
			¡Todas a excepción de ella!. 
			 
			Por poseerla, ¡cuan gustosamente habría renunciado a todo ese dinero 
			por el que estranguló aquella noche al viejo de la corona de papel!. 
			 
			Noche tras noche desde que huyó de los marineros, había errado en 
			vano por las calles para encontrarla. Ninguna de esas mujeres que 
			esperan a los hombres en la oscuridad pudo decirle donde se 
			encontraba. 
			 
			Se frotó los ojos con la mano. 
			 
			Como un confuso sueño desfilaron ante él sus recuerdos: las tórridas 
			estepas de su patria, y el comerciante inglés que lo llevó a Ciudad 
			del Cabo prometiéndole que sería rey de los zulúes; la casa flotante 
			que lo trajo a Amsterdam, el circo, junto a esa tropa de 
			despreciables esclavos nubios con los que cada noche tenía que 
			ejecutar danzas guerreras, por un dinero que enseguida se le iba; 
			esta ciudad de piedra donde su corazón se consumía de nostalgia, 
			nadie que entendiera su lengua… 
			 
			Acarició suavemente el brazo de la muerta y en su rostro se dibujó 
			la expresión del más absoluto abandono.  
			  
			¡Ella no sabía que por su 
			causa había perdido a su Dios!. Para que viniera hacia él, invocó al 
			terrible Souquiant, el Dios-serpiente de rostro humano, perdiendo 
			así el poder de caminar sobre las piedras incandescentes. Despedido 
			del circo y sin dinero, iban a mandarlo de vuelta a África, donde 
			volvería como mendigo en lugar de como rey. Saltó del barco, y 
			nadando, llegó a la ribera. 
			 
			Durante el día se escondía en las embarcaciones, y por la noche 
			recorría el Zee Dijk, buscándola a ella, a la que amaba más que a su 
			estepa, más que a sus mujeres negras, más que al sol en el cielo, 
			más que a todo. 
			 
			Desde entonces, una única vez se le había vuelto a aparecer el 
			Dios-serpiente, iracundo; durante un sueño le dio la cruel orden de 
			llevar a Eva a casa de un rival. Sólo ahora tenía el derecho 
			devolver a verla, cuando ya estaba muerta. 
			 
			Preso de un profundo dolor, dejó la mirada errar por la sombría 
			iglesia: ¿un hombre crucificado con una corona de espinas en la 
			cabeza y clavos atravesándole las manos y los pies?. ¿Una paloma con 
			un ramo verde en el pico?. ¿Un anciano con una gran bola dorada en 
			las manos?. ¿Un joven atravesado de flechas?.  
			  
			Sólo dioses blancos, 
			extraños, cuyos nombres no podía invocar por no conocerlos. No 
			obstante, ¡debían conocer la magia y saber resucitar a la muerta!. 
			¿De quién sino de ellos obtendría el señor Zitter Arpad el poder 
			para hundirse cuchillos en la garganta, o tragarse huevos de gallina 
			y hacerlos reaparecer?. 
			 
			Una última esperanza lo inundó al reparar en la imagen de la Virgen. 
			Debía de ser una diosa porque llevaba una diadema en la cabeza. Era 
			negra, de manera que quizás comprendiera su lengua. Se inclinó ante 
			la imagen, retuvo el aliento hasta escuchar los gemidos de los 
			enemigos sacrificados que esperaban su llegada a las puertas del 
			cielo para servirle como esclavos. Se tragó la lengua con un 
			estertor para penetrar en el reino donde el hombre puede hablar con 
			los invisibles. Nada. 
			 
			Profunda, honda oscuridad en lugar de la pálida luz verdosa que 
			estaba acostumbrado a ver. No podía encontrar el camino hacia la 
			diosa extranjera. 
			 
			Lentamente, y con tristeza, volvió junto al ataúd, se acurrucó al 
			pie y entonó el canto mortuorio de los zulúes, una liturgia salvaje 
			y terrible: a veces bárbaros sonidos guturales, a veces un murmullo 
			como el golpe de los antílopes en fuga, roncos y desesperados 
			rugidos, quejidos suaves y melancólicos que ahora parecían perderse 
			en lejanos bosques y ahora despertaban con sollozos resonantes como 
			el aullido de un perro que hubiera perdido a su amo. 
			 
			  
			
			 
			 
			 
			 
			 
			Finalmente se levantó, quitándose una pequeña cadena blanca que 
			pendía sobre su 
			 
			pecho. Estaba hecha de las vértebras cervicales de regias esposas 
			estranguladas, era el símbolo de su dignidad como jefe de los 
			zulúes, un fetiche sagrado que confería la inmortalidad a todos los 
			que se lo llevaban a la tumba. Enrolló el horrible rosario en las 
			manos de la muerta. 
			 
			Era lo más valioso que había poseído nunca. ¿Qué le importaba, de 
			ahora en adelante, la inmortalidad?. No tenía patria, ni aquí ni en 
			el más allá.  
			  
			¡Eva no podía ir al cielo de los negros, y él no podía 
			entrar en el paraíso de los blancos!. 
			 
			 
			 
			 
			 
			 
			Un ligero ruido lo sobresaltó. 
			 
			Tendió el oído como una fiera preparada para saltar. Nada. 
			 
			No era más que el crujido de las fúnebres coronas que se 
			marchitaban. 
			 
			Entonces su mirada reparó en un cirio que estaba al pie del 
			catafalco. La llama temblaba y se inclinaba hacia un lado, como bajo 
			el efecto de una corriente de aire. ¡Alguien debía haber entrado en 
			la iglesia!. 
			 
			De un salto se escondió detrás de una columna. Miró fijamente en 
			dirección a la sacristía, esperando que la puerta se abriese. 
			 
			Nadie. 
			 
			Cuando volvió la cabeza hacia el féretro se alzaba un trono de 
			piedra en lugar del cirio. Estaba ocupado por un ser esbelto, de 
			tamaño sobrehumano; llevaba sobre la cabeza la corona de plumas del 
			juez de los muertos. Se mantenía inmóvil. Estaba desnudo, con una 
			tela roja y azul ciñéndole las caderas, sus manos sujetaban un 
			cayado y un látigo: se trataba de un dios egipcio. De su cuello 
			pendía una cadena con una tablilla de oro. Frente a él, al pie del 
			ataúd, se erguía un hombre bronceado con cabeza de Ibis, sosteniendo 
			en la mano el símbolo egipcio de la vida: la cruz rematada por un 
			anillo. 
			 
			A cada lado del féretro había una silueta, la una con cabeza de 
			gavilán, la otra con cabeza de chacal. El zulú adivinó que habían 
			venido a juzgar a la difunta. La diosa de la Verdad, con una túnica 
			ajustada y un tocado en forma de buitre, llegó por el pasillo 
			central y se acercó a la muerta, la cual se incorporó con rigidez. 
			Le sacó el corazón del pecho y lo depositó en una balanza. 
			 
			La silueta de la cabeza de chacal puso una estatuilla de bronce en 
			el otro platillo. El gavilán comprobó el peso. 
			 
			El platillo de la balanza en el que estaba el corazón de Eva se 
			hundió profundamente. 
			 
			El hombre de la cabeza de Ibis anotó el peso con un punzón, en 
			silencio, sobre una tablilla de cera.  
			  
			Entonces, el juez de los 
			muertos dijo: 
			
				—Ella fue, en la Tierra, una sirviente piadosa del señor de los 
			dioses, como recompensa ha alcanzado el país de la verdad y de la 
			justicia. Despertará como divinidad viviente y brillará en el coro 
			de los dioses que viven en los cielos, porque ella es de nuestra 
			raza. Así está escrito en el libro de la morada secreta. 
			 
			Desapareció en ese instante como tragado por el suelo. 
			 
			  
			Eva, con los 
			ojos cerrados, bajó del ataúd. En medio de los dos dioses, y 
			siguiendo al hombre de la cabeza de gavilán, Eva traspasó los muros 
			de la iglesia, silenciosamente, desapareciendo. 
			 
			Los cirios se transformaron en siluetas bronceadas que portaban 
			llamas flameantes sobre sus cabezas, las cuales cubrieron con la 
			tapa el ataúd vacío. 
			 
			Un crujido se propagó en el interior de la iglesia cuando los 
			tornillos penetraron en la madera. 
  
			
			
			
			
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			Capítulo XIV 
			 
			Un invierno sombrío y helado había extendido una helada y blanca 
			sábana sobre Holanda, sobre sus llanuras, retirándola lentamente, 
			muy lentamente. La primavera no llegaba. Como si la tierra no 
			pudiera despertar. 
			 
			Vinieron los días pálidos de mayo, y desaparecieron; las praderas 
			seguían sin reverdecer. 
			 
			Los árboles estaban desnudos, secos, sin capullos, con las raíces 
			heladas. Por todas partes campos negros y yertos, hierbas pardas y 
			marchitas. Aterraba la total ausencia de viento. El mar estaba 
			inmóvil, desde hacía meses no caía una sola gota de lluvia, sólo 
			había un sol insípido tras las nubes de polvo. Noches de bochorno, 
			sin rocío. 
			 
			El ciclo de la naturaleza parecía haberse detenido. La angustia a 
			causa de los amenazadores acontecimientos, atizada por predicadores 
			que llamaban al arrepentimiento y que recorrían las calles bramando 
			sus cánticos, había prendido en la población como en la terrible 
			época de los anabaptistas. 
			 
			  
			Se hablaba de la inevitable escasez de 
			víveres y del próximo final del mundo. 
			 
			 
			 
			 
			 
			Hauberrisser había abandonado su piso de la Hooigracht para 
			instalarse en una llanura al sureste de Amsterdam.  
			  
			Vivía solitario 
			en una casa secularmente aislada, la cual, según las leyendas, había 
			sido un dolmen. Se hallaba adosada a una pequeña colina, en medio de 
			un pólder 3. 
			  
			
			3 Terreno pantanoso ganado al mar y que una vez desecado se dedica 
			al cultivo. 
			
			 
			Al regresar del entierro de Eva había reparado en ella. Como llevaba 
			mucho tiempo deshabitada, pudo alquilarla enseguida. Ese mismo día 
			trajo sus enseres, y con la llegada del invierno hizo instalar 
			algunas comodidades. Deseaba estar a solas consigo mismo, lejos de 
			los hombres, los cuales le parecían sombras sin vida. Desde su 
			ventana podía ver la ciudad, con sus sombrías construcciones y su 
			bosque de mástiles, yaciendo ante él como un humeante monstruo 
			erizado. 
			 
			Cuando enfocaba con los prismáticos las dos torres de la Iglesia de 
			San Nicolás se sentía invadido por una sensación extraña: como si no 
			fueran cosas lo que veía ante sí, sino recuerdos dolorosos, 
			petrificados, que intentaban alcanzarlo con sus crueles brazos. Pero 
			rápidamente se disolvían, fundiéndose con las casas y los tejados de 
			la nebulosa lejanía. 
			 
			Al principio visitó de vez en cuando la tumba de Eva en el cercano 
			cementerio, pero su visita siempre había resultado un paseo 
			mecánico, carente de sentido. Intentaba imaginarse que ella yacía 
			allí, bajo la tierra, y pensaba que debía experimentar tristeza, 
			pero esta idea se le antojaba tan insensata que a menudo olvidaba 
			depositar sobre la tumba las flores que traía, y volvía a 
			llevárselas de vuelta.  
			  
			La noción del “dolor psíquico” se había 
			convertido para él en una palabra sin sentido, perdiendo todo poder
			sobre su vida sentimental. 
			 
			A veces, al reflexionar sobre esta extraña transformación de su ser, 
			casi sentía miedo de su propia persona. 
			 
			 
			 
			 
			 
			Una tarde se hallaba sentado ante la ventana, contemplando la puesta 
			de sol. 
			 
			Frente a la casa se alzaba un álamo ajado en un desierto de césped 
			parduzco y seco. Solamente un poco más lejos, rodeado de una pequeña 
			pradera verde, crecía, como en un oasis, un manzano cubierto de 
			flores, era la única señal de vida en toda la región, los campesinos 
			acudían en ocasiones a él en peregrinaje.  
			
				«La humanidad, el fénix 
			eterno, se ha reducido a cenizas en el curso de los siglos, —pensó 
			mientras dejaba errar la mirada por las tristes llanuras—, 
			¿resucitará algún día?».  
			 
			Recordó la aparición de Chidher el Verde y 
			sus palabras en el sentido de que se había quedado en la tierra para 
			“dar”. 
			
				—Y yo, ¿qué hago? —se preguntó—. ¡Me he convertido en un cadáver 
			andante, un árbol desecado como ese álamo de ahi fuera!. ¿Quién 
			sabe, aparte de mí, que existe una segunda vida misteriosa?. 
			Swammerdam me indicó el camino, y un desconocido me lo explicó con 
			su diario. Sólo yo guardo con avaricia los frutos que el destino me 
			ha dado. Incluso mis mejores amigos, Pfeill y Sephardi, creen que me 
			he retirado a llorar por Eva. ¿Tengo derecho a apartarme de los 
			hombres porque me parezcan fantasmas que yerran sin meta por la 
			existencia?. ¿O porque me parezcan orugas reptando por los suelos 
			sin saber que son futuras mariposas?. 
			 
			Un vivo deseo de ir en el acto a la ciudad y plantarse en una 
			esquina, como uno más de los itinerantes profetas que anunciaban el 
			día del Juicio, y gritar a las masas que existia un puente entre las 
			dos vidas, entre ésta y la del más allá, lo empujó a adoptar una 
			decisión repentina.  
			  
			Pero inmediatamente se corrigió: 
			 
			
				«No haría más 
			que arrojar perlas a los cerdos. La masa no podría comprenderme. 
			Suplican que baje del cielo un dios al que poder vender y 
			crucificar. Y los pocos valiosos que andan buscando un camino de 
			liberación, ¿me escucharían?. No. Los que dicen la verdad han 
			perdido credibilidad». 
			 
			No pudo evitar pensar en lo que había dicho Pfeill acerca de que 
			antes de regalarle algo a alguien habría que preguntarle si estaría 
			dispuesto a aceptar el regalo. 
			
				—No, imposible, —se dijo, y empezó a reflexionar: «Es curioso pero 
			cuanto más rico se hace uno en experiencias interiores, menos puede 
			transmitirlas a los demás. Cada vez me alejo más de los hombres, 
			hasta que llegue un momento en el cual ya no podrán oír mi voz». 
			 
			Constató que ya casi había alcanzado ese límite. Recordó el diario y 
			las singulares circunstancias en las que le había llegado. 
			
				«Lo continuaré con la descripción de mi propia vida, y abandonaré al 
			destino lo que pueda ocurrir con él. El que me dijo que se había 
			quedado para dar a todos según sus deseos deberá ocuparse de él como 
			si fuese mi testamento, entregándolo a quienes puedan sacarle 
			provecho, a aquéllos que aspiran a despertar espiritualmente. Si un 
			solo ser alcanzara la inmortalidad gracias a mi relato, mi 
			existencia habría tenido sentido». 
			 
			Con la intención de reforzar las instrucciones del pergamino con sus 
			propias experiencias y de llevarlo a su anterior vivienda para 
			depositarlo en el armario secreto, se sentó y comenzó a escribir: 
			
				«Al desconocido que me seguirá en el tiempo: 
				 »Cuando leas estas páginas, la mano que las escribió quizás esté 
			podrida desde hace mucho tiempo.
  »Tengo la certeza de que se descubrirán ante tus ojos en el preciso 
			momento en que más las necesites, como el ancla de un desamparado 
			barco que fuera a estrellarse contra los arrecifes.
  «En el diario que se encuentra junto al mío hallarás una doctrina 
			que incluye todo lo que una persona necesita para pasar, como por un 
			puente, a un nuevo mundo poblado de maravillas. Lo único que puedo 
			añadir es la descripción de mi vida y de los estados espirituales 
			que he alcanzado gracias a esta doctrina. Con sólo reforzar en tí la 
			certeza de que realmente existe una vía secreta que conduce más allá 
			de la humanidad mortal, mis líneas cumplirían su cometido.
  »Un soplo de inminentes terrores llena la noche en la que escribo 
			estas palabras, terrores que no me conciernen a mí, sino a los 
			innumerables que no maduraron en el árbol de la vida. No sé si veré 
			por mis ojos corporales esa “primera hora” a la que alude mi 
			predecesor en su diario, tal vez ésta sea mi última noche. Pero, 
			aunque abandone esta tierra mañana o dentro de unos años, tiendo mi 
			mano hacia el futuro, hacia la tuya.
  »¡Cógela, como cogí yo la de mi predecesor, para que no se rompa la 
			cadena de la enseñanza del “despertar” y lega tú también este 
			testamento a los que te sigan!».
 
  
			 
			 
			 
			 
			El reloj pasaba ya de la medianoche cuando su relato llegó al punto 
			donde Chidher el Verde le impidió suicidarse.  
			  
			Iba y venía por la 
			habitación, sumergido en sus pensamientos. Comprendió que allí se 
			iniciaba el gran abismo que separa la comprensión de un ser normal, 
			por muy imaginativo y crédulo que sea, de la de una persona 
			espiritualmente despierta. ¿Existían palabras para expresar 
			aproximadamente lo que había vivido a partir de aquel momento, casi 
			sin interrupción?.  
			  
			Dudó mucho rato. No sabía si debía acabar el 
			relato con la muerte de Eva; fue a la habitación contigua para 
			buscar un estuche plateado que había mandado hacer con objeto de 
			albergar el rollo. Cuando registró el armario tropezó con la 
			calavera de papel maché que había comprado un año antes en el salón 
			de artículos misteriosos. 
			 
			La observó a la luz de la lámpara, meditabundo, y le vino a la mente 
			la misma idea de antaño: 
			
				«Es más difícil sonreír eternamente que encontrar el cráneo que 
			llevaba uno puesto en una vida anterior».  
			 
			Esta idea le pareció como 
			la promesa de que aprendería a sonreír en un futuro feliz. 
			 
			Su vida pasada, con sus apasionados y dolorosos deseos, le resultó 
			tan incomprensiblemente extraña y lejana como si hubiera sido vivida 
			por ese ridiculo y a la vez profético objeto de papel, en vez de por 
			su propia cabeza. No pudo evitar una sonrisa al pensar que tenía… su 
			propio cráneo en la mano. 
			 
			Había dejado atrás el mundo como si fuera la tienda de un 
			ilusionista llena de baratijas y cachivaches. 
			 
			 
			 
			 
			 
			Volvió a tomar la pluma y escribió: 
			
				«Cuando Chidher el Verde se hubo marchado, y con él, de forma 
			incomprensible, todo dolor relacionado con Eva, me dispuse a 
			acercarme a la cama para besar las manos de Eva cuando vi a un 
			hombre arrodillado, la cabeza apoyada en el brazo de la muerta, en 
			el cual reconocí, con sorpresa, mi propio cuerpo. No podía verme a 
			mi mismo, si inclinaba la mirada para ver mis miembros no percibía 
			más que un vacio. Al mismo tiempo, el hombre de al lado de la cama 
			se levantó y miró sus pies, como yo mismo había creído hacerlo. Era 
			como si fuese mi sombra y tuviese que ejecutar cualquier movimiento 
			que yo le ordenara.
  »Me incliné sobre la muerta y fue él quien lo hizo. Supongo que 
			sufría al hacerlo, puede ser, pero no lo sé. Para mí, la que yacía 
			allí, inmóvil, con una rígida sonrisa en los labios, era el cadáver 
			de una joven desconocida, hermosa como un ángel, una imagen de cera 
			que no me llegaba al corazón, una estatua de cera que se parecía a 
			Eva en todos sus rasgos, pero sin que fuera más que su imagen. Me 
			hacía tan inmensamente feliz el hecho de que no fuera Eva la muerta, 
			sino una desconocida, que no podía pronunciar palabra a causa de la 
			alegría.
  »Luego entraron tres personajes en la habitación. Reconocí en ellos 
			a mis amigos. Vi que se acercaban a mi cuerpo para consolarlo. Mi 
			“sombra” sonreía sin contestar.
  »¿Cómo hubiera podido contestar, si no era capaz de hacer nada sin 
			que yo se lo ordenara?.
  »Mis amigos, y las numerosas personas que vi después en la iglesia y 
			durante el entierro, eran también sombras para mí, como mi propio 
			cuerpo. El coche fúnebre, los caballos, los portadores de antorchas, 
			las coronas, las casas ante las cuales pasamos, el cementerio, el 
			cielo, la tierra y el sol: todo no eran más que imágenes sin vida 
			interior, del color de un país de sueño al que yo echaba un vistazo, 
			feliz y contento, porque todo aquello ya no me concernía.  
				  
				Desde 
			entonces mi libertad ha ido creciendo, y sé que he sobrepasado el 
			umbral de la muerte. A veces, durante la noche, veo mi cuerpo 
			acostado, oigo su respiración regular, todo ello estando yo 
			despierto. Él tiene los ojos cerrados, pero yo puedo mirar a mi 
			alrededor y estar donde quiera. Cuando él camina yo puedo descansar, 
			y descansar cuando él anda. Pero si me dan ganas, puedo ver a través 
			de sus ojos y oír con sus oídos, mas entonces todo es triste y 
			oscuro a mi alrededor, y vuelvo a ser como los demás hombres: un 
			fantasma más en el reino de los fantasmas.  
				  
				Cuando me desprendo de mi 
			cuerpo y lo observo como a una sombra que ejecuta automáticamente 
			mis órdenes y participa de la vida aparente del mundo, experimento 
			un estado tan extraño que no sé cómo describírtelo.
  »Supon que te encuentras en un cine, con el corazón feliz porque 
			acabas de sentir una gran alegría, y que contemplas en la pantalla a 
			tu propio cuerpo sucumbiendo de dolor ante el lecho de muerte de la 
			mujer amada, de la cual tú sabes que no está muerta, sino en casa, 
			esperándote. Imagínate que más tarde oyeras a tu imagen proferir 
			desesperados gritos de dolor con tu misma voz, como si ésta saliera 
			por un altavoz, di, ¿te impresionaría
			este espectáculo?.
  »Quisiera que lo vivieras tú mismo. 
				 »Entonces sabrías, como yo lo sé ahora, que existe una posibilidad 
			de escapar a la muerte.
  »El grado que he podido alcanzar es esa gran soledad de la que habla 
			mi predecesor en su diario. Podría ser para mí aún más terrible que 
			la vida terrestre si fuera el último peldaño de la escalera que se 
			me permitiese subir. Pero la jubilosa certidumbre de que Eva no ha 
			muerto me eleva por encima de todo.
  »Aunque todavía no puedo ver a Eva, sé que sólo tengo que dar un 
			pequeño paso más en el camino del despertar para encontrarla, y de 
			una manera mucho más real que cualquiera que nunca hubiera creído 
			posible. Lo único que nos separa ya es una delgada pared, a través 
			de la cual podemos sentir nuestra mutua presencia. ¡Cuánto más 
			profunda e incomparablemente calmada es ahora mi esperanza de 
			hallarla si la cotejo con la época en que la invocaba hora tras 
			hora!.
  »Entonces se trataba de una espera que me consumía, ahora tengo una 
			certeza que me llena de alegría.
  »Existe un mundo invisible que interpenetra al mundo visible. Tengo 
			la certeza de que Eva habita en él como en una oculta demora, 
			esperándome.
  »Si tu destino fuera similar al mío y hubieras perdido a un ser 
			amado, no creas que será posible volver a encontrarlo si no eliges 
			el “camino del despertar”.
  »Piensa en lo que Chidher el Verde me dijo: “quien no aprende a ver 
			en la tierra tampoco aprenderá en el más allá”. Guárdate de la 
			enseñanza de los espiritistas como si fuera veneno, son una de las 
			pestes más temibles que jamás azotaron a la humanidad. Los 
			espiritistas también afirman que entran en contacto con los muertos, 
			creen que los muertos vienen a ellos; pero no es más que una 
			ilusión. Afortunadamente, no saben quienes son los que vienen a 
			ellos, si lo supieran tendrían miedo. Debes comenzar por ser tú 
			mismo invisible antes de emprender el camino hacia los invisibles, 
			por vivir simultáneamente aquí abajo y allá arriba, al igual que yo 
			me he vuelto invisible incluso a los ojos de mi propio cuerpo. 
				 »Yo todavía no he llegado tan lejos como para que se me conceda la 
			visión del otro mundo, pero sin embargo, sé que los que abandonaron 
			la tierra estando ciegos no se hallan allí. Son como melodías que se 
			han extraviado en el aire y yerran por el universo hasta que vuelvan 
			a encontrar unas cuerdas en las que poder vibrar nuevamente. El 
			sitio donde ellos creen estar no es un lugar, es una isla de 
			ensueños, sin dimensiones, poblada de sombras, mucho menos real que 
			la Tierra.
  »En verdad, sólo el ser despierto es inmortal. Los soles y los 
			dioses perecen, únicamente él sobrevive y puede llevar a cabo lo que 
			desee. No hay ningún dios por encima de él. No es vano el que 
			nuestro camino se denomine la vía pagana: lo que los creyentes 
			llaman Dios no es sino un estado que ellos mismos podrían alcanzar 
			si fueran capaces de creer en sí mismos. Pero en su incurable 
			ceguera se han creado un obstáculo que no osan franquear, se han 
			fabricado una imagen para adorarla en lugar de convertirse en ella. 
				 »Si quieres rezar, reza a tu yo invisible. Es el único dios que 
			presta oídos a las oraciones. Los demás dioses te darán piedras en 
			lugar de pan.
  »Infelices aquéllos cuyas súplicas sean oídas después de rezar a un 
			ídolo. Perderán su yo, puesto que nunca jamás serán capaces de creer 
			que el favor se lo proporcionaron ellos mismos. Cuando tu yo 
			invisible aparezca en tí como una realidad, lo reconocerás por el 
			hecho de que proyecta una sombra. Yo tampoco supe quién era hasta el 
			día en que vi mi cuerpo como una sombra.  
				  
				Llegará el día en el cual 
			los hombres, los seres humanos, proyectarán sombras luminosas sobre 
			la tierra en lugar de las vergonzosas manchas negras de ahora, y 
			nuevas estrellas se levantarán. ¡Contribuye tú también a que se haga 
			la luz!».
 
  
			 
			 
			 
			 
			Hauberrisser se levantó bruscamente, enrolló los folios y los metió 
			en el estuche de plata. 
			 
			Tenía la nítida sensación de que alguien lo incitaba a darse prisa. 
			En el cielo se vislumbraba ya la primera claridad de la mañana 
			naciente. El aire tenía un color plomizo, y la reseca llanura que se 
			extendía frente a la ventana se parecía a un inmenso tapete de lana 
			gris donde los canales trazaban rayas claras. Salió de la casa con 
			la intención de dirigirse a Amsterdam.  
			  
			Tras haber dado unos pocos 
			pasos, renunció a su proyecto de ir a esconder el documento en su 
			anterior domicilio de la Hooigracht. Volvió a proveerse de una pala. 
			Comprendió que debía enterrarlo en algún sitio cercano. Pero, 
			¿dónde?. ¿Acaso en el cementerio?. Tomó esa dirección. No, allí 
			tampoco. 
			 
			Su mirada se detuvo en el manzano en flor. Era alli. Cavó un hoyo y 
			depositó en él el estuche con el manuscrito. 
			 
			Después fue lo más rápidamente que pudo a la ciudad, atravesando 
			praderas y puentecillos con la grisácea luz del alba. Una gran 
			preocupación por sus amigos, como si corrieran algún peligro, lo 
			inquietaba de repente. 
			 
			A pesar de la hora tan temprana el aire estaba reseco y caluroso, 
			como anunciando tormenta. 
			 
			Una calma sofocante daba a la región una apariencia siniestra, 
			cadavérica. El sol colgaba como un disco de amarillo metal deslucido 
			tras un velo de espeso vapor. A lo lejos, al oeste, sobre el 
			Zuidersee, ardía un cúmulo de nubes rojas, parecía la tarde en vez 
			de la mañana. 
			 
			Impulsado por el vago temor de llegar demasiado tarde, tomaba atajos 
			siempre que podía, caminando a través de los campos y las desiertas 
			carreteras, pero parecía que la ciudad no quisiera acercarse. 
			 
			Poco a poco, a medida que el día avanzaba, el aspecto del cielo se 
			iba transformando: nubes blanquecinas en forma de ganchos se torcían 
			como gusanos gigantescos azotados por invisibles torbellinos ante el 
			fondo pálido, sin cambiar nunca de sitio; era como una lucha de 
			monstruos aéreos enviados a la Tierra desde el espacio cósmico. 
			 
			Como descomunales vasos volcados, remolinos en forma de embudos con 
			la punta hacia arriba se hallaban suspendidos en el aire; fieras con 
			las fauces abiertas se abalanzaban las unas sobre las otras, 
			aglomerándose en un montón amenazador. Sólo en la tierra continuaba 
			reinando la misma calma macabra, un viento al acecho. 
			 
			Un alargado triángulo negro, una nube de langosta africana, pasó 
			delante de él, oscureciendo su luz, de manera que por unos minutos 
			toda la campiña estuvo sumergida en la noche; después fue a parar a 
			lo lejos, aterrizando de forma oblicua. Durante toda la caminata, 
			Hauberrisser no había tropezado con ningún ser vivo, cuando de 
			golpe, se percató de la presencia de una extraña silueta sombría, de 
			talla sobrenatural, con la nuca inclinada y ataviada con un talar. 
			 
			La distancia no le permitió distinguir sus rasgos, pero reconoció 
			los ademanes, la vestimenta, el perfil de la cabeza con sus largos 
			rizos adornando las sienes. Se trataba de un judío viejo. Cuanto más 
			se aproximaba más irreal se tornaba su figura: medía al menos siete 
			pies de altura, no movía las piernas al andar y sus contornos tenían 
			algo vago, difuminado. 
			 
			Hauberrisser creyó observar incluso que de vez en cuando, una parte 
			de su cuerpo, el brazo o el hombro, se alejaba para volver 
			inmediatamente a su sitio. 
			 
			Pocos minutos más tarde el judío era casi transparente, como si no 
			estuviera formado por una masa compacta, sino por una acumulación de 
			innumerables puntos negros, separados entre sí. Entonces, cuando la 
			silueta se puso a su lado silenciosamente, Hauberrisser comprobó que 
			estaba constituida por un enjambre de hormigas voladoras que habían 
			adoptado una forma humana y la mantenían: un incomprensible 
			espectáculo de la naturaleza, parecido a aquel enjambre de abejas 
			que un día vio en el jardín del monasterio. 
			 
			Durante un rato se quedó absorto en el fenómeno, mirándolo con 
			asombro alejarse hacia el sureste, hasta desaparecer como el humo 
			sobre el mar. 
			 
			No acertaba a interpretar la aparición. ¿Era un presagio misterioso 
			o era una mueca sin importancia de la naturaleza?. No le parecía 
			plausible que Chidher el Verde escogiera una forma tan fantástica 
			para hacerse visible. 
			 
			Con la cabeza llena de elucubraciones, atravesó el parque del oeste, 
			dirigiéndose hacia el Damrak para llegar cuanto antes a la casa de 
			Sephardi. Un tumulto lejano le dio a entender que algo había 
			ocurrido. 
			 
			Pronto le fue imposible abrirse un camino a través de las 
			principales calles a causa de las densas masas agitadas. Decidió 
			internarse por las callejuelas de la Jodenbuurt. 
			 
			Los adeptos del Ejército de Salvación desfilaban como tropas, 
			rezando en voz alta o bramando el salmo: “Más la ciudad de Dios…”. 
			 
			Hombres y mujeres, sumidos en un éxtasis religioso, se arrancaban 
			las ropas y se desplomaban de rodillas, con espuma en la boca, 
			vociferando obscenidades al mismo tiempo que aleluyas; fanáticos 
			secretarios de torso desnudo se flagelaban la espalda con 
			convulsivas e histéricas risas; aquí y allá se derrumbaban algunos 
			epilépticos, retorciéndose sobre los adoquines.  
			  
			Otros adeptos de 
			cualquier secta estrafalaria se “humillaban ante el Señor”, una 
			recogida muchedumbre los rodeaba, tenían la cabeza descubierta y 
			daban saltitos agachados, como ranas, y croaban:  
			
				«¡Oh tú, mi amado 
			niñito Jesús, ten piedad de nosotros!».
 
  
			 
			 
			 
			 
			Asqueado y horrorizado, Hauberrisser erró por toda clase de 
			callejuelas tortuosas, teniendo que desviarse continuamente de su 
			camino a causa del gentío, hasta que ya no pudo avanzar más, 
			viéndose encerrado por una multitud ante la sombría casa de la calle 
			Jodenbree. 
			 
			El salón de artículos misteriosos se hallaba cerrado, las persianas 
			estaban echadas y faltaba el rótulo. Delante de la tienda se 
			levantaba una plataforma de madera dorada con un trono, ocupado por 
			el “catedrático” Zitter Arpad, que se vestía con un abrigo de armiño 
			y tenía la frente adornada por una diadema de brillantes, como una 
			aureola.  
			  
			Lanzaba monedas de cobre con su efigie a la extasiada 
			multitud y pronunciaba un discurso con voz potente, aunque apenas 
			audible a causa de los incesantes gritos de “Hosanna”, en él se 
			repetían constantemente las instigaciones demagógicas: 
			
				—¡Quemad a las prostitutas y traedme su oro pecaminoso!. 
			 
			A duras penas logró Hauberrisser abrirse paso hasta una esquina. 
			Intentaba orientarse cuando alguien lo cogió por el brazo, 
			atrayéndolo hacia un portal. Reconoció a Pfeill.  
			  
			Los dos habían 
			acudido a la ciudad con la misma intención, como pudieron constatar 
			por las pocas palabras que llegaron a intercambiar, se gritaban por 
			encima de las cabezas del gentío, el cual no tardó en separarlos de 
			nuevo. 
			
				—¡Vente a casa de Swammerdam! —exclamó Pfeill. 
			 
			Era imposible detenerse, hasta los patios más pequeños estaban 
			inundados de gente.  
			  
			Cada vez que los dos amigos percibían un hueco 
			en el hervidero de personas que les permitiera juntarse, tenían que 
			aprovecharlo al máximo para poder avanzar, de manera que sólo podían 
			comunicarse con frases breves y precipitadas. 
			
				—¡Un espantoso monstruo, este Zitter! —empezó Pfeill su entrecortado 
			relato, hallándose ora delante de Hauberrisser, ora detrás o a su 
			lado, pero siempre separado de él por un muro humano— La policía ha 
			dejado de funcionar, así que no puede detenerlo en el ejercicio de 
			sus actividades… y la milicia, hace tiempo que no existe… Se las da 
			de profeta Elias, y la gente le cree y lo adora… El otro día provocó 
			una horrible carnicería en el circo Carré… el gentío asaltó el 
			circo… arrastraron a unas distinguidas señoritas extranjeras, 
			cortesanas, desde luego, y lanzaron los tigres sobre ellas… Tiene la 
			manía de los Césares… como Nerón… Primero se casó con la Rukstinat y 
			después, para apoderarse de su dinero, la en…
  —Envenenó —entendió Hauberrisser vagamente. 
			 
			Acababa de separarse de Pfeill una procesión de encapuchados, con 
			capirotes blancos y antorchas en las manos, cantando con voz 
			indistinta y monótona la coral:  
			
				«O sanctissima, o pi…issima dulcis 
			virgo Maa…riii…aaa», y apagando con ella las últimas palabras de su 
			amigo. 
			 
			Pfeill volvió a aparecer, tenía la cara ennegrecida por el humo de 
			las antorchas. 
			
				—Luego perdió todo su dinero en el poker. Y entonces, durante meses, 
			fue médium en sesiones espiritistas. Tuvo una enorme clientela… Todo 
			Amsterdam ha pasado por sus salones.
  —¿Qué tal está Sephardi? —gritó Hauberrisser. 
				 —Lleva ya tres semanas en Brasil. Me pidió que te transmitiera sus 
			saludos… Ya antes de marcharse había cambiado totalmente. Sé poco de 
			él. Se le apareció el hombre del rostro verde, y le dijo que debía 
			fundar un estado judío en Brasil. También le dijo que los judíos, 
			siendo como son el único pueblo internacional, estaban llamados a 
			crear una nueva lengua que poco a poco fuera sirviendo de medio de 
			comunicación para todos los pueblos de la Tierra, acercándolos así 
			los unos a los otros. Una especie de hebreo moderno, no lo sé 
			exactamente.
  »A raíz de la aparición, Sephardi cambió totalmente, como de la 
			noche a la mañana… Decía que ahora tenía una misión… Parece haber 
			dado en el clavo con la fundación de su estado sionista. Casi todos 
			los judíos de Holanda le siguieron, y todavía llegan incontables 
			muchedumbres de todos los países imaginables que quieren emigrar al 
			Oeste… Esto es un completo hormiguero… 
			 
			Durante unos instantes los separó una tropa de mujeres que entonaban 
			cánticos.  
			  
			Hauberrisser, al oír la palabra “hormiguero”, empleada por 
			su amigo, no pudo evitar pensar en el extraño fenómeno que había 
			contemplado antes de llegar a la ciudad. 
			
				—En los últimos tiempos, Sephardi frecuentaba bastante a un tal 
			Lázaro Eidotter, al que he conocido entretanto —prosiguió Pfeill—. 
			Es un viejo judío, una especie de profeta… Últimamente se encuentra 
			en un estado de trance casi continuo… Todo lo que anuncia, se 
			cumple. Hace poco predijo una terrible catástrofe que se produciría 
			en Europa con objeto de preparar la llegada de una nueva era…  
				  
				Decía 
			que se alegraba de perecer él mismo en esa ocasión porque entonces 
			le sería dado conducir hacia el reino de la plenitud a todos los que 
			murieran. En cuanto a la catástrofe, no andaba tan equivocado… Ya 
			ves lo que está pasando aquí, Amsterdam está a la espera del 
			diluvio… La humanidad entera se ha vuelto loca…  
				  
				Hace tiempo que no 
			funcionan los ferrocarriles, en otro caso habría ido a verte a tu 
			arca de Noé. Parece que hoy el frenesí ha llegado a su punto 
			culminante… ¡Ah!, tendría que contarte tantas cosas… Madre mía, si 
			no fuera por el constante alboroto del entorno, apenas se puede 
			terminar una frase… Me han ocurrido muchas cosas increíbles…
  —¿Y Swammerdam, cómo está? —gritó Hauberrisser tratando de dominar 
			el ulular de una tropa de hermanos autoflagelantes que avanzaban de 
			rodillas.
  —Me envió un mensajero —contestó Pfeill— para que fuera a verlo 
			inmediatamente, después de recogerte a tí… Menos mal que nos hemos 
			encontrado por el camino… Tiene miedo por nosotros, según lo que me 
			comunicó el mensajero. Cree que sólo estaremos seguros cerca de él. 
			Afirma que su voz interior le predijo una vez tres cosas, entre 
			ellas la de que él sobreviviría a la iglesia de San Nicolás…  
				  
				Parece 
			deducir de ello que saldrá vivo de la venidera catástrofe, y quiere 
			que estemos junto a él para que, en vista de la nueva era, nos 
			salvemos nosotros también. 
			 
			Estas fueron las últimas palabras que Hauberrisser pudo entender. 
			 
			  
			Un 
			clamor ensordecedor que salía de la plaza hacia la que se dirigían 
			los dos amigos, sacudió el aire, propagándose rápidamente:  
			
				«¡El 
			nuevo Jerusalén ha aparecido en el cielo!… ¡Un milagro, un milagro!… 
			¡Dios nos sea propicio!».  
			 
			Las voces corrían de buhardilla en 
			buhardilla, saltando por encima de los tejados, y llegaban hasta los 
			rincones más lejanos de los suburbios. Sólo pudo ver a Pfeill mover 
			los labios velozmente, como si le gritara algo con toda la fuerza de 
			sus pulmones. Entonces se sintió como aupado por aquel flujo humano 
			sumido en la locura, y fue arrastrado sin poder oponer ninguna 
			resistencia hasta la plaza de la Lonja. 
			 
			Allí, la multitud era tan compacta que debía mantener los brazos 
			pegados al cuerpo y apenas si podía mover las manos. Todas la 
			miradas estaban fijas en el cielo. 
			 
			En lo alto del firmamento luchaban todavía extrañas siluetas 
			nebulosas parecidas a gigantescos peces alados, pero por debajo se 
			habían acumulado montañas de nubes coronadas de nieve, separadas por 
			un valle iluminado por oblicuos rayos de sol, en el cual se divisaba 
			el espejismo de una ciudad extranjera, meridional, con blancos 
			tejados planos y portales moriscos.  
			  
			Hombres en flotantes albornoces, 
			de orgullosos rostros cetrinos, atravesaban lentamente las pardas 
			calles, tan próximos y tan pavorosamente nítidos que era posible 
			distinguir los movimientos de sus pupilas cuando giraban la cabeza 
			para, como parecía, contemplar con indiferencia el tremendo tumulto 
			de Amsterdam. Fuera de la ciudad, ante los baluartes, se extendía un 
			desierto rojizo cuyos límites se perdían en las nubes, atravesado 
			por caravanas de camellos que eran como sombras en el aire luminoso. 
			 
			Durante una hora permaneció la visión en el cielo, con un esplendor 
			multicolor, palideciendo posteriormente de manera paulatina.  
			  
			Sólo un 
			minarete alto y esbelto, de una blancura tan cegadora como azúcar 
			centelleante, fue visible hasta el último momento, pero se 
			desvaneció súbitamente en la neblina. 
			 
			  
			
			 
			 
			 
			 
			 
			Era ya tarde cuando Hauberrisser, empujado continuamente por la 
			marea humana, encontró por fin la ocasión para ecapar del gentío. 
			 
			Era absolutamente imposible llegar hasta la casa de Swammerdam 
			porque ello supondría atravesar gran número de calles y volver a 
			pasar por la plaza de la Lonja. Decidió regresar a su ermita y 
			esperar un día más adecuado. 
			 
			Pronto se halló de nuevo en las muertas y silenciosas praderas del 
			pólder. Todo el espacio bajo el cielo se había transformado en una 
			impenetrable masa polvorienta. 
			 
			Hauberrisser oía crujir las hierbas secas bajo sus pies apresurados. 
			La soledad era tan profunda como el murmullo de la sangre en sus 
			oídos. 
			 
			Tras él yacía la negra ciudad de Amsterdam, envuelta en el 
			resplandor de una ensangrentada puesta de sol que recordaba una 
			enorme antorcha en llamas. 
			 
			Ni un sólo soplo de aire. De vez en cuando, un chapoteo, un pez que 
			daba un salto en el aire. 
			 
			Cuando se consumó el crepúsculo, grandes manchas grises se 
			arrastraron por la pradera como telas extendidas y en movimiento. 
			 
			Hauberrisser se dio cuenta de que se trataba de incontables hordas 
			de ratones que se deslizaban a través de los campos, agitados y 
			emitiendo chillidos apagados. 
			 
			Conforme avanzaba la oscuridad, la naturaleza parecía más inquieta, 
			a pesar de que no se moviese tallo alguno. De cuando en cuando se 
			formaban pequeños torbellinos en las pantanosas aguas, sin que el 
			menor soplo de aire las tocara, como originadas por el lanzamiento 
			de una piedra invisible. Hauberrisser podía distinguir ya el álamo 
			de la puerta de su casa. De golpe, surgiendo del suelo, se alzaron 
			unas estructuras blancas en forma de columnas, interponiéndose entre 
			él y la figura del árbol. 
			 
			Avanzaron hacia él como silenciosos fantasmas, dejando tras de sí 
			anchas líneas oscuras de hierbas calcinadas. Pasaron a su lado sin 
			hacer el menor ruido, mudos espectros de la atmósfera, pérfidos y 
			mortíferos. 
			 
			  
			
			 
			 
			
			  
			
			 
			 
			Bañado de sudor, Hauberrisser entró en su casa. 
			 
			La mujer del jardinero del cercano cementerio, que se ocupaba de los 
			quehaceres domésticos, le había dejado la cena preparada. Estaba tan 
			agitado que no pudo probar bocado. 
			 
			Desasosegado, se echó en la cama sin desvestirse y esperó, sin pegar 
			ojo, el día que iba a venir. 
  
			
			
			
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			Conclusión 
			 
			Las horas pasaban con una insoportable lentitud, parecía que la 
			noche no quisiera terminar nunca. 
			 
			El sol se elevó por fin, pero el cielo permaneció negro. Sólo una 
			raya del color del azufre brillaba en el horizonte, como si una 
			esfera semioscura de borde incandescente se hubiese inclinado sobre 
			la Tierra. 
			 
			Un pálido amanecer se infiltraba en el cuarto. El álamo, los 
			matorrales lejanos, las torres de Amsterdam, aparecían débilmente 
			iluminados, como si la iluminación procediera de un foco empañado. 
			La llanura se extendía como un gran espejo turbio. Hauberrisser miró 
			con los prismáticos hacia la ciudad, que envuelta en una luz lívida, 
			se destacaba del fondo sombrío y parecía esperar la muerte a cada 
			instante. 
			 
			Un tímido y desalentado repique de campanas vibró a lo lejos. 
			Bruscamente se calló, un mugido sordo llenó el aire, y el álamo se 
			inclinó hacia la tierra como un gemido. 
			 
			Ráfagas de viento barrieron el suelo como latigazos, peinando la 
			hierba seca y arrancando los escasos matojos. Tras pocos minutos, 
			todo el paisaje desapareció por el aire a causa de una gigantesca 
			nube de polvo. Cuando volvió a emerger era apenas reconocible: los 
			diques se habían convertido en espuma blanca y permanecían 
			derribados en la tierra turbia, como troncos desmembrados. 
			 
			  
			El 
			huracán rugía con interrupciones cada vez más breves, pronto no se 
			oyó más que un incesante bramido. A cada momento aumentaba su furia; 
			el robusto álamo estaba doblado, formando un ángulo recto a pocos 
			pies del suelo. Sin ramas, casi reducido a un tronco liso, se 
			mantenía inmóvil en esa posición, oprimido por las masas aéreas que 
			se desencadenaban por encima de él. 
			 
			Sólo el manzano se mantenía quieto, como en un islote protegido de 
			los vientos por una mano invisible, no se movía ni una sola de sus 
			flores. 
			 
			Vigas y piedras, escombros de casas, muros enteros, pasaban volando 
			ante la ventana. 
			 
			Entonces el cielo se tornó de un color gris claro y la oscuridad se 
			disolvió en una luz fría y plateada. 
			 
			Hauberrisser creyó que la rabia del huracán iba a calmarse, pero vio 
			con espanto cómo se desprendía el corcho del álamo, convertido en 
			fragmentos, desapareciendo sin dejar rastro. Inmediatamente, antes 
			de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, las chimeneas de las 
			fábricas del suroeste se quebraron por la base, transformándose en 
			finas lanzas de polvo blanco que la tormenta se llevó con la rapidez 
			del rayo. 
			 
			Los campanarios corrieron la misma suerte, uno tras otro; durante 
			algunos segundos se vieron sus masas negruzcas elevadas por los 
			torbellinos de tifón, y luego, rayas escapando hacia el horizonte, 
			puntos… y nada más. 
			 
			En poco tiempo, la región no fue más que rayas horizontales 
			desfilando ante la ventana con tanta rapidez que la mirada no era 
			capaz de distinguir objetos aislados. 
			 
			Hasta el cementerio había sido minado y desnudado, a juzgar por las 
			planchas de ataúd y las cruces que pasaban volando por delante de la 
			casa, siempre en posición horizontal y sin cambiar de rumbo, como si 
			carecieran de peso. 
			 
			Hauberrisser oyó el gemido de las vigas del techo. Esperaba a cada 
			instante verlas derrumbarse. Se le ocurrió la idea de bajar al 
			portal y echar los cerrojos para que el viento no arrancara los 
			postigos, pero una vez que llegó a la puerta del cuarto, volvió 
			sobre sus pasos. 
			 
			Advertido por una voz interior, comprendió que si apretaba la 
			manivela la terrible corriente de aire quebraría los cristales de 
			las ventanas y dejaría penetrar a las fuerzas desencadenadas, de 
			manera que toda la casa se desmoronaría en un instante. Sólo podría 
			hacer frente a la destrucción mientras la colina protegiera la casa 
			de la violencia del viento, mientras que las puertas cerradas 
			aislaran los cuartos entre sí como si fueran alvéolos de abejas. 
			 
			El aire de la habitación estaba helado y enrarecido. Una hoja de 
			papel revoloteó desde el escritorio hasta la cerradura de la puerta, 
			donde se quedó pegada. 
			 
			Hauberrisser volvió a acercarse a la ventana. Miró hacia fuera: el 
			huracán se había acrecentado, era un río impetuoso cuyo soplo 
			dispersaba el agua de los diques, pulverizándola en el aire. Las 
			praderas se parecían a una reluciente alfombra de felpa gris, y 
			donde antes se alzaba el álamo no quedaba más que un tronco con una 
			melena de fibras agitada por el viento. 
			 
			  
			El rugido era tan monótono y 
			ensordecedor que Hauberrisser empezó a creer que estaba rodeado por 
			un silencio de muerte. Fue sólo al fijar con unos clavos las 
			temblorosas ventanas, al dejar de oír los martillazos, cuando volvió 
			a reparar en el estruendo que reinaba fuera. 
			 
			Durante mucho tiempo no se atrevió a mirar hacia la ciudad, por 
			temor a ver barridas la iglesia de San Nicolás y la vecina casa del 
			Zee Dijk, donde se hallaban Pfeill y Swammerdam. 
			 
			  
			Cuando por fin se 
			atrevió a mirar, tímido y lleno de miedo, la vio alzarse intacta 
			hacia el cielo, rodeada por un montón de escombros. 
			 
				
				«¿Cuántas 
			ciudades quedarán todavía de pie en Europa?», se preguntó, 
			estremecido. «Toda la ciudad de Amsterdam está arrasada. Una cultura 
			decadente se ha convertido en una pila de polvorientas inmundicias».  
			
			Entonces, al comprender el impacto del acontecimiento en toda su 
			plenitud, se sintió horrorizado. 
			 
			Las impresiones del día anterior, el cansancio resultante y el 
			repentino estallido de la catástrofe lo habían mantenido en una 
			especie de aturdimiento mental ininterrumpido que sólo ahora 
			comenzaba a disiparse. Recobró la lucidez. 
			 
			  
			Se golpeó la frente. 
				
				—¿He estado dormido?.  
			
			Su mirada reparó en el manzano, que por un incomprensible milagro, 
			había conservado todo su florido adorno, intacto. Se acordó de haber 
			enterrado el rollo entre sus raíces el día anterior, le pareció que 
			toda una eternidad había transcurrido en este corto lapso de tiempo. 
			 
			¿No había escrito que poseía la facultad de separarse de su cuerpo?. 
			 
			¿Por qué no lo había hecho?. ¿Ayer, durante la noche, o esta mañana 
			al iniciarse el huracán?. ¿Por qué no lo hacía ahora?. 
			 
			Por un instante volvió a conseguirlo: pudo ver su cuerpo apoyado en 
			la ventana como una silueta vaga, extraña. El mundo exterior, a 
			pesar de la devastación, ya no era, como en otras ocasiones, una 
			imagen fantasmal privada de vida. Ante él se extendía una nueva 
			tierra animada por vitales vibraciones. El presentimiento de un 
			indescriptible encanto le atravesó el corazón. 
			 
			  
			Todo lo que le 
			rodeaba parecía querer adquirir una nitidez duradera… El manzano, 
			¿no era acaso Chidher, el árbol eternamente “verde”?. 
			 
			  
			Un instante 
			después, Hauberrisser estaba unido nuevamente a su cuerpo, 
			contemplando el huracán, pero ahora sabía que tras la imagen de 
			destrucción se ocultaba la nueva tierra prometida que acababa de ver 
			con los ojos del alma. 
			 
			Su corazón latía con fuerza, agitado por una jubilosa esperanza: 
			sentía que se encontraba en el umbral del último y supremo 
			despertar, dentro de él, el fénix batía sus alas para volar hacia el 
			éter. Sintió tan nítidamente la cercanía de un acontecimiento que 
			sobrepasaría de lejos toda experiencia humana, que apenas se atrevía 
			a respirar. 
			 
			  
			Era casi como aquel día en el parque de Hilversum, 
			cuando besó a Eva, el mismo batir helado de las alas del ángel de la 
			muerte, pero mezclado esta vez con el presentimiento de una futura 
			vida indestructible. 
			 
			  
			Las palabras de Chidher el Verde resonaron en 
			sus oídos como si las pronunciara el manzano en flor: 
			 
				
				“Te daré, a 
			causa de Eva, el amor que nunca acaba”. 
			  
			
			Pensó en los innumerables 
			muertos que yacían enterrados bajo los escombros de la destrozada 
			ciudad, era incapaz de sentirse triste por ellos. 
			 
				
				«Resucitarán, 
			aunque con otra apariencia, hasta que alcancen la forma última, la 
			suprema forma del “Ser despierto”, el que ya no muere. La naturaleza 
			también se rejuvenecerá, como el fénix».  
			
			Una inesperada agitación se apoderó de él con tanta fueza que creyó 
			sofocarse: ¿no era la presencia de Eva lo que sentía tan cerca?. Un 
			soplo rozó su rostro. 
			 
			¿Qué corazón, sino el de Eva, podía latir tan cerca del suyo?. Era 
			como si unos sentidos nuevos intentaran nacer en él para abrirle el 
			mundo invisible que se interpenetra con el mundo visible. 
			 
			  
			De un 
			instante a otro podía caer de sus ojos la venda que aún lo ocultaba. 
				
				—¡Dame una señal de que estás cerca de mí, Eva! —suplicó 
			suavemente—. No dejes que pierda la fe en tu venida.
  —Cuan miserable sería el amor que no fuese capaz de superar el 
			tiempo y el espacio —oyó murmurar a una voz. El pelo se le puso de 
			punta bajo el exceso de conmoción psíquica—. Aquí, en este cuarto, 
			me curé de los horrores de la Tierra, y aquí esperaré a tu lado 
			hasta la hora de tu despertar.  
			
			Un apacible sosiego lo envolvió. 
			 
			  
			Miró a su alrededor, en la 
			habitación reinaba una alegre y paciente espera, como una llamada 
			contenida de la primavera, todas las cosas estaban como dispuestas y 
			listas para el milagro de una inconcebible transmutación. Oyó los 
			latidos de su corazón. 
			 
			Percibía que la habitación, las paredes y los objetos que lo 
			rodeaban no eran más que formas externas, engañosas, formas que se 
			prolongaban en el mundo de los cuerpos como sombras de un reino 
			invisible. En cada momento podía abrírsele la puerta del país de los 
			inmortales. 
			 
			Intentó imaginar lo que sucedería cuando sus sentidos interiores se 
			despertaran: 
				
				«¿Estará Eva conmigo, iré a su encuentro, la veré y hablaré con 
			ella, como hacen las criaturas de esta Tierra?. ¿O nos habremos 
			convertido en colores, en sonidos sin forma que se mezclan?. 
			¿Estaremos rodeados de materia, como aquí, o atravesaremos el 
			espacio cósmico igual que rayos de luz?. ¿Se transformará también el 
			mundo de la materia, y nosotros, cambiaremos con él?. 
			¿Participaremos en esa transmutación?». 
			  
			
			Comprendió que sería una 
			operación completamente natural, y no obstante, nueva e inconcebible 
			para él. 
			 
			  
			Quizás fuera una operación semejante a la formación de esos 
			torbellinos de viento que había visto nacer de la nada durante el 
			día anterior, torbellinos que adoptaban formas tangibles y 
			perceptibles para todos los sentidos de su cuerpo. De todos modos no 
			podía explicarse el fenómeno con claridad. 
			 
			El presentimiento de un indecible éxtasis lo estremeció de tal 
			manera que supo muy nítidamente que la realidad de la experiencia 
			que le esperaba iba a superar con creces todo cuanto pudiera 
			imaginar. 
			 
			 
			 
			 
			 
			El tiempo pasaba. 
			 
			Parecía ser el mediodía: un círculo luminoso estaba suspendido en lo 
			alto del cielo, difuminado por la neblina. ¿Seguía haciendo estragos 
			el huracán?. Hauberrisser escuchó con atención. 
			 
			No había nada que pudiera servir como referencia. Los diques estaban 
			vacíos, no había en ellos el menor rastro de movimiento. En lo que 
			abarcaba la vista, no quedaba ni un arbusto. La hierba estaba 
			aplastada. Ni una sola nube en el firmamento, la atmósfera se 
			mantenía inmóvil. 
			 
			Cogió el martillo y lo dejó caer. Lo oyó chocar contra el suelo con 
			estrépito. Comprendió que, en el exterior, todo se había calmado. 
			Pero los ciclones seguían soplando sobre la ciudad, como pudo 
			observar con los prismáticos. Bloques de piedra sobrevolaban el 
			aire; surgían trombas de agua del puerto, se deshacían, volvían a 
			formarse y se alejaban en el mar. 
			 
			¡Ay!. ¿Se equivocaba quizás?. ¿No estaba viendo cómo temblaban las 
			dos torres de la iglesia de San Nicolás?. Finalmente se hundió una 
			de ellas, y la otra se elevó en el aire, girando sobre sí misma, y 
			estalló como un cohete. Su inmensa campana quedó suspendida por un 
			momento entre el cielo y la tierra. Después cayó silenciosamente. 
			 
			  
			A Hauberrisser se le paró la circulación de la sangre: ¡Swammerdam!. ¡Pfeill!. 
			 
			¡No, no, no podía haberles sucedido nada: «Chidher el Verde, el 
			eterno árbol de la humanidad, los protege con sus ramas». ¿Acaso no 
			predijo Swammerdam que sobreviviría a la iglesia?. ¿Y no existían 
			islotes como aquel manzano en flor en su oasis de césped verde, 
			donde la vida se hallaba protegida de la destrucción con objeto de 
			preservarla para la nueva era?. 
			 
			En ese instante, el golpe de la campana al estrellarse, alcanzó la 
			casa. Los muros retumbaron bajo el impacto de la onda expansiva con 
			un sonido único, tan tremendo y perturbador que Hauberrisser creyó 
			sentir cómo se le quebraban los huesos del cuerpo, como si fueran de 
			cristal, casi perdió el conocimiento. 
			
				—Las murallas deJericó han caído… —escuchó la voz fuerte de Chidher 
			el Verde resonando en la habitación— Ha resucitado de entre los 
			muertos. 
			 
			Silencio absoluto. 
			 
			  
			Luego, el grito de un niño. Hauberrisser, 
			perturbado, miró a su alrededor. Finalmente volvió en sí. 
			 
			Reconoció las paredes desnudas de su cuarto, pero era como si al 
			mismo tiempo fuesen las murallas de un templo, adornadas con frescos 
			que representaban a dioses egipcios. Se hallaba en medio de la 
			estancia. Las dos apariencias del cuarto eran reales. Veía las vigas 
			de madera del suelo ser a la vez las baldosas del templo. Dos mundos 
			se interpenetraban, se fundían en uno solo, quedando a la vez 
			separados entre sí, como si Hauberrisser estuviera simultáneamente 
			dormido y despierto.  
			  
			Deslizó la mano sobre la cal de la pared, palpó 
			la superficie rugosa, y sin embargo tuvo la absoluta certeza de que 
			sus dedos tocaban una alta estatua dorada, en la cual creyó 
			reconocer a la diosa Isis sentada en su trono. Una nueva conciencia 
			se había añadido a la habitual conciencia humana que había poseído 
			hasta entonces, enriqueciéndolo con la percepción de un mundo nuevo 
			que absorbía el antiguo, siendo paralelo, transformándolo y 
			dejándolo perpetuarse de una manera milagrosa. 
			 
			Todos sus sentidos, uno tras otro, despertaron en él doblemente, 
			como flores que se abren, y salen del capullo. Las vendas se le 
			cayeron de los ojos. Durante un largo momento no pudo comprender lo 
			que había sucedido, como alguien que en toda su vida no ha visto más 
			que la superficie de las cosas y de golpe toma conciencia de una 
			tercera dimensión. 
			 
			Comprendió gradualmente que había alcanzado la meta de esta vía, 
			cuyo recorrido total es la razón secreta de toda existencia humana: 
			convertirse en un ciudadano de dos mundos. Nuevamente gritó un niño. 
			 
			 
			 
			 
			 
			 
			¿No había dicho Eva que quería ser madre cuando volviera a él?. 
			Recordó, estremecido. 
			 
			¿Y no llevaba la diosa Isis un niño vivo y desnudo en sus brazos?. 
			Alzó la vista y la vio sonreír. Ella se movía. 
			 
			Los frescos se tornaban cada vez más nítidos, más coloridos, más 
			luminosos. Había utensilios sagrados en la habitación. Todo era tan 
			claro que Hauberrisser olvidó el aspecto del cuarto y no vio 
			alrededor más que las rojas y doradas pinturas. Con el espíritu 
			ausente fijó la vista en el rostro de la diosa y, lentamente, un 
			vago recuerdo le vino a la mente: ¡Eva!. ¡Pero si era Eva, que 
			ocupaba el lugar de la diosa egipcia!.  
			  
			Se llevó las manos a la 
			cabeza, no acababa de creerlo. 
			
				—¡Eva!. ¡Eva! —gritó. 
			 
			A través de los muros del templo vio reaparecer las paredes de su 
			cuarto. La diosa seguía sonriéndole desde el trono, pero ante él, 
			muy cerca, se hallaba una mujer joven y vigorosa, viva y real, el 
			fiel retrato terrestre de la aparición. 
			
				—¡Eva!. ¡Eva! —Hauberrisser la abrazó, cubriéndola de besos, con un 
			grito de júbilo y de indecible alegría.
  —¡Eva!… 
			 
			Durante largo rato, estrechamente abrazados, contemplaron la ciudad 
			muerta a través de la ventana. 
			 
			Hauberrisser percibió un pensamiento tal como si fuera la voz de 
			Chidher el Verde, diciéndole: 
			
				—Ayudad, como lo hago yo, a las futuras generaciones a construir un 
			nuevo mundo con los escombros del antiguo, para que llegue el día en 
			que yo también pueda sonreír. 
			 
			El cuarto y el templo habían cobrado una nitidez semejante. Como la 
			cabeza de Jano, Hauberrisser podía contemplar al mismo tiempo el 
			mundo terrestre y el de más allá, distinguiendo claramente las cosas 
			y los detalles: 
			 
			Era un ser vivo. 
			 
			Aquí abajo y en el más allá.   
			
			
			  
			
			
			
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