| 
			 
			  
			
			  
			
			  
			
			  
			
			 
			Capítulo VI 
			 
			Hauberrisser había dormido casi hasta el mediodía; no obstante 
			sentía un pesado cansancio en todos sus miembros cuando abrió los 
			ojos. 
			 
			El deseo de saber qué contenía el rollo que le cayó durante la noche 
			y de dónde pudo salir, lo había perseguido en sueños, como esa 
			molesta sensación de espera que suele ahuyentar el reposo cuando 
			uno, antes de dormir, decide despertarse a una hora determinada. Se 
			levantó, examinó las paredes revestidas de madera de la alcoba y no 
			tardó en hallar la puertecilla abatible del armario secreto que 
			había ocultado el rollo. 
			 
			  
			Aparte de unas gafas rotas y algunas plumas 
			de ganso estaba vacío, y a juzgar por las manchas de tinta, había 
			sido utilizado como escritorio por el antiguo inquilino. 
			 
			Hauberrisser aplastó los folios enrollados e intentó descifrarlos. 
			Los caracteres se encontraban considerablemente difuminados, 
			llegando a ser ilegibles en algunos pasajes, y muchas páginas, 
			pegadas entre ellas por el efecto de la humedad, formaban una 
			especie de cartón mohoso, de manera que quedaba poca esperanza de 
			conocer jamás su contenido. 
			 
			Faltaban el principio y el final; el resto parecía ser un borrador 
			de algún trabajo literario, tal vez un diario, por las numerosas 
			tachaduras que llevaba. 
			 
			En ninguna parte se veía un indicio de quién pudiera ser el autor, 
			ni tampoco fecha alguna que sirviera para fijar su antigüedad. 
			Malhumorado, Hauberrisser se disponía a olvidarse del rollo para 
			volver a tumbarse y recuperar las horas de sueño perdidas cuando al 
			hojear por última vez el manuscrito su vista tropezó con un nombre 
			que lo aterró tanto que por un instante dudó de haberlo leído 
			realmente. 
			 
			Desafortunadamente se le había pasado ya la hoja, y su impaciencia 
			por volver a hallar el párrafo aniquiló su esfuerzo de búsqueda. 
			 
			Sin embargo habría jurado que vio el nombre de Chidher el Verde. Lo 
			distinguía con nitidez si cerraba los ojos y se representaba el 
			pasaje en cuestión. 
			 
			El sol entraba resplandeciente y caluroso por la amplia ventana sin 
			cortinas; una luz dorada llenaba toda la habitación tapizada de seda 
			amarilla. Pero a pesar del esplendor del mediodía hechizado, 
			Hauberrisser se sintió presa del pánico, de un miedo que nunca antes 
			había experimentado, de un horror que surge sin razón aparente para 
			disiparse enseguida y no dejar huella. 
			 
			  
			Intuyó que la causa de su 
			miedo no estaba en el manuscrito, ni tampoco en el hecho de haber 
			vuelto a tropezar con el nombre de Chidher el Verde. El motivo era 
			una profunda y repentina desconfianza en sí mismo, tan fuerte que 
			veía hundirse el suelo bajo sus pies. 
			 
			  
			Terminó rápidamente su aseo y 
			tocó el timbre. 
				
				—Dígame, señora Ohms —preguntó al ama de llaves de su piso de 
			soltero cuando ésta le trajo el desayuno—. ¿No sabe por casualidad 
			quién vivía aquí antes de venir yo?.  
			
			La vieja reflexionó un rato. 
				
				—Si recuerdo bien, la casa perteneció hace muchos años a un señor 
			bastante mayor. Si no me equivoco, dicen que era muy rico y algo 
			raro. Luego estuvo desocupada mucho tiempo y finalmente fue comprada 
			por un orfanato.
  —¿Y no sabe cómo se llamaba ese señor y si vive aún?. 
				 —Siento mucho no poder ayudarle, señor.
  —Bien, gracias.  
			
			Hauberrisser volvió a examinar el rollo. 
			 
			La primera parte del manuscrito era autobiográfica y describía con 
			frases breves y concisas el destino de un hombre que, perseguido por 
			la mala suerte, había intentado por todos los medios imaginables 
			crearse una existencia digna de ser vivida. Pero sus esfuerzos 
			fracasaron siempre en el último momento. Cómo consiguió más tarde y 
			prácticamente de la noche a la mañana acumular grandes riquezas, era 
			cosa imposible de averiguar, ya que faltaban unas cuantas páginas. 
			 
			Hauberrisser tuvo que desechar varios folios porque se encontraban 
			totalmente amarillentos, envejecidos. 
			 
			  
			Las páginas que seguían 
			debieron haber sido redactadas unos años más tarde; la tinta era más 
			fresca y la letra temblaba como bajo el peso de la edad. Reparó 
			especialmente en algunas frases cuyo contenido presentaba cierta 
			semejanza con su propio estado de ánimo: 
			 
				
				«Quien cree haber recibido 
			la vida para transmitirla a sus descendientes se está engañando a si 
			mismo. No es cierto: la humanidad no ha evolucionado. Únicamente lo 
			aparenta. Sólo algunos individuos aislados han progresado realmente. 
			Dar vueltas en un círculo significa estancarse. Tenemos que romper 
			el círculo, de otra manera no habremos hecho nada. Quienes opinan 
			que la vida empieza con el nacimiento y termina con la muerte, esos, 
			desde luego, no perciben el círculo. ¡Cómo podrían romperlo!».
				
			  
			
			Hauberrisser pasó la hoja. 
			 
			Las primeras palabras que le saltaron a la vista fueron: “Chidher el 
			Verde”. 
			 
			No se había equivocado. 
			 
			Preso de una tensión que le cortaba el aliento, recorrió los 
			siguientes renglones sin que le proporcionaran prácticamente ninguna 
			explicación. El nombre de Chidher el Verde constituía el término de 
			una frase y en la página anterior faltaba el principio, así que no 
			existía conexión alguna entre ellas. No había ninguna posibilidad de 
			seguir el rastro, aunque podía suponer que el autor del manuscrito 
			atribuía a Chidher el Verde una idea determinada o que incluso lo 
			había conocido personalmente. 
			 
			Hauberrisser se llevó las manos a la cabeza. Lo que estaba 
			sucediendo en su vida en los últimos días parecía un juego 
			malicioso, llevado a cabo por una mano invisible. 
			 
			Por muy interesante que prometiera ser el manuscrito, no tenía ya 
			paciencia para seguir leyendo. Las letras bailaban ante sus ojos. 
			Estaba harto de dejarse burlar por estúpidas coincidencias. 
				
				—¡Voy a acabar con esto de una vez!.  
			
			Llamó al ama de llaves y le encargó que buscara un coche. 
				
				—Iré al Salón de artículos misteriosos y hablaré con el señor 
			Chidher el Verde — decidió.  
			
			Pero enseguida comprendió que no sería más que un golpe al aire, 
			porque… —¿Qué culpa podía tener el viejo judío de que su nombre me 
			persiga como un duende? —se dijo a sí mismo. 
			 
			Agitado, daba vueltas por la habitación. 
				
				—Me conduzco como un loco —se dijo—. ¿A mí qué me importa todo 
			esto?. Podría vivir tranquilamente… como un buen burgués acomodado 
			—añadió una pérfida voz en su interior. Inmediatamente rechazó la 
			incipiente idea—. ¿No me han enseñado que la existencia no es más 
			que un enorme sinsentido si se la vive como suele hacerlo la 
			humanidad?. Aunque hiciera lo más insensato que uno pueda 
			imaginarse, siempre sería más inteligente que volver a caer en la 
			rutina tradicional cuya meta final es una muerte inútil.  
			
			El disgusto de vivir volvía a apoderarse de él; comprendió que para 
			evitar suicidarse cualquier día por aburrimiento no le quedaba más 
			remedio que dejarse llevar sin resistencia, al menos durante algún 
			tiempo, hasta que el destino le proporcionara un punto de apoyo 
			estable o lo llamara definitivamente con estas palabras: 
			 
				
				«No hay 
			nada nuevo bajo el sol, el objetivo de la vida es la muerte». 
			  
			
			Cogió 
			el rollo y lo llevó a su biblioteca para encerrarlo en su 
			escritorio. 
			 
			Desconfiaba ya tanto de eventuales sucesos extraños que arrancó la 
			hoja donde se hallaba el nombre de Chidher el Verde y lo guardó en 
			su cartera. 
			 
			No lo hizo por un temor supersticioso a que el papel pudiese 
			desaparecer, sino por el deseo de llevarlo encima y no depender del 
			recuerdo: era la defensa instintiva de un hombre deseoso de 
			sustraerse a las desconcertantes influencias de la memoria, un 
			hombre que no estaba dispuesto a renunciar a las percepciones de los 
			sentidos en el caso de que un sorprendente azar sacudiera su 
			habitual concepto de la vida cotidiana. 
				
				—El coche está abajo —anunció el ama de llaves— y acaban de traer 
			este telegrama.
  «Por favor, vente hoy sin falta a tomar el té. Numerosa sociedad, 
			entre
			otros tu amigo Ciechonski, desafortunadamente también la Rukstinat. 
			Te
			maldeciré y desheredaré si no acudes.
			Pfeill».  
			
			Hauberrisser, irritado, gruñó algo a media voz. No le cabía ninguna 
			duda de que el conde polaco había tenido la desfachatez de servirse 
			de su nombre para entablar contacto con Pfeill. 
			 
			  
			Ordenó al cochero 
			que lo condujera a la calle Jodenbree. 
				
				—Sí, sí, vaya todo recto, a través del Jodenbuurt —contestó con una 
			sonrisa cuando el cochero le preguntó, algo irresoluto, si debía 
			cruzar el “Jordaan”, el barrio de la judería,
			o debía desviarse por las calles transversales.
  
			  
			 
			 
			 
			Pronto se encontraron metidos de lleno en el barrio más extraño de 
			toda Europa. 
			 
			La vida de sus habitantes parecía desarrollarse enteramente en la 
			calle. Se guisaba, se lavaba y se planchaba al aire libre. De una 
			cuerda que atravesaba la calle pendían sucios calcetines, el cochero 
			tuvo que agacharse para no topar con ellos con la cabeza.  
			  
			Unos 
			relojeros que seguían desde sus mesitas el paso del coche con la 
			lupa pegada al ojo, evocaban la imagen de unos peces de alta mar 
			asustados. Las madres amamantaban a sus hijos. Habían instalado la 
			cama de un viejo paralítico delante de una puerta, para que 
			respirara el aire fresco.  
			  
			En la esquina de la calle, un judío de 
			cuerpo hinchado, cubierto enteramente de muñecos de colores como Gulliver de enanos, ofrecía su mercancía
			gritando con voz estridente y sin tomar aliento: 
			
				—¡Popipopipopipopipopi!. 
				 —¡Kleerko, Kleerko, Kle-e-erkooop! —tronó una especie de Isaías que 
			se dedicaba a la compraventa de ropa usada.  
			 
			Agitando una pierna de 
			pantalón como si fuese una bandera, invitó a Hauberrisser a que lo 
			honrara con su visita y se desvistiera sin ceremonias. Montones de 
			harapos malolientes obstruían el paso y hubo que esperar hasta que 
			el grupo de traperos despejara el camino. Al fin dejaron atrás la 
			calle y Hauberrisser vio brillar los reflejos del sol en la galería 
			acristalada del salón de artículos misteriosos. 
			 
			Esta vez pasó cierto tiempo hasta que se abrió la ventanilla del 
			tabique y apareció el busto de la dependienta. 
			
				—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó la joven con tono frío y 
			visiblemente distraída.
  —Quisiera hablar con su jefe.
  —Lo siento, pero el señor catedrático se fue ayer de viaje por 
			tiempo indefinido. 
			 
			La vendedora contrajo la boca en una mueca arrogante y dirigió a 
			Hauberrisser una mirada fulgurante y felina. 
			
				—No se preocupe, señorita, no me refiero al señor catedrático. Sólo 
			quisiera intercambiar algunas palabras con el viejo caballero que vi 
			ayer detrás del pupitre, ahí dentro.
  —¡Ah, ese! —la cara de la joven se serenó. El señor Pedersen, de 
			Hamburgo, el que estuvo mirando la caja óptica, ¿verdad?.
  —No, me refiero al viejo… israelita del despacho. Creí que el 
			negocio era suyo.
  —¿Nuestra tienda?. Nuestra tienda jamás ha sido de ningún viejo 
			judío, señor. Somos una empresa declaradamente cristiana.
  —Como Vds. quieran. Pero no obstante quisiera hablar con el viejo 
			judío que estaba ahí dentro, tras el pupitre. ¡Por favor, señorita, 
			sea tan amable!.
  —¡Por Dios! —protestó la joven dama—. Ningún judío ha entrado jamás 
			en nuestra oficina, y ayer menos todavía. 
			 
			Hauberrisser no se creyó ni una sola palabra. Contrariado, 
			reflexionó acerca de qué argumento podría emplear para desvanecer su 
			desconfianza. 
			
				—Bueno, señorita, dejemos eso. Pero dígame al menos una cosa: ¿quién 
			es ese Chidher el Verde cuyo nombre se lee en el letrero de la 
			puerta?.
  —¿En qué letrero, por favor?.
  —¡Dios mío!. ¡En el rótulo de su tienda, ahí fuera!. 
			 
			La dependienta lo miró con los ojos muy abiertos. 
			
				—¡Pero si el rótulo dice “Zitter Arpad”! —tartamudeó, completamente 
			desconcertada. 
			 
			Hauberrisser cogió su sombrero y se precipitó hacia fuera, con 
			furia, para comprobar lo que decía la leyenda del rótulo. A través 
			del espejo, divisó a la vendedora que se golpeaba la frente con 
			gesto de asombro. 
			 
			Cuando miró el letrero su corazón estuvo a punto de dejar de latir: 
			debajo de las palabras “Salón de artículos misteriosos” se leía 
			efectivamente el nombre de Zitter Arpad. 
			 
			Ni una letra de Chidher el Verde. 
			 
			Se hallaba tan perturbado y experimentaba tanta vergüenza que se 
			marchó muy deprisa, dejando abandonado su bastón. Quería alejarse 
			cuanto antes de aquel lugar. 
			 
			 
			  
			 
			 
			 
			Durante una hora erró como ausente por toda clase de calles. 
			Callejones silenciosos, estrechos patios, de pronto una iglesia 
			elevándose ante él, portones sombríos donde sus pasos resonaban como 
			en un claustro. 
			 
			Las casas parecían deshabitadas, como si llevaran siglos sin alojar 
			a ningún ser humano. De vez en cuando veía algún gato tomando el sol 
			en un barroco alféizar atestado de floridas macetas. Altos olmos 
			irguiéndose tras las tapias de pequeños jardines. Reinaba un 
			silencio absoluto. Hauberrisser volvió sobre sus pasos y se halló de 
			pronto en una calle medieval, parecía que el tiempo se hubiese 
			detenido en esta parte de la ciudad. 
			 
			Vio relojes de sol en los muros, blasones llenos de adornos, 
			ventanas relucientes, tejados rojos, pequeñas capillas sumergidas en 
			la sombra, capiteles dorados alzándose hacia las nubes blancas y 
			plumosas. 
			 
			Encontró abierto el portal de un claustro. Al entrar divisó un banco 
			que se hallaba bajo las ramas colgantes de un sauce. A su alrededor 
			proliferaban altas matas de hierba. No había ni un alma, ningún 
			rostro asomándose a las ventanas. Todo parecía desierto. Se sentó 
			para aclarar sus pensamientos. 
			 
			Ya no se sentía desasosegado. La agitación provocada por el temor de 
			que un trastorno mental lo hubiese inducido a leer un nombre 
			equivocado en el rótulo había desaparecido.  
			  
			Los extraños 
			pensamientos que ocupaban su cerebro desde hacía algún tiempo le 
			parecieron de repente un fenómeno mucho más extraordinario que el 
			insólito acontecimiento que acababa de vivir. 
			
				«¿A qué viene que yo —se preguntó— un hombre relativamente joven, 
			vea la vida como un anciano?. No se suele pensar asi a mi edad». En 
			vano intentó rememorar el momento en que se había producido en él 
			semejante transformación. Como cualquier otro joven, había sido 
			esclavo de sus pasiones hasta pasada la treintena, gozando hasta los 
			límites únicos que su salud y su fortuna le imponían. Tampoco 
			recordó haber sido especialmente contemplativo en sus años 
			infantiles. ¿Dónde se encontraba entonces la raíz de la cual había 
			brotado esa extraña planta sin flor que era su yo actual?.
  “Existe un crecimiento interno, secreto…” —de golpe se acordaba de 
			haber leído esta frase pocas horas antes. Sacó la página que llevaba 
			guardada en su cartera, buscó cierto pasaje y leyó:
  “Durante años permanece oculto, pero de repente, de modo 
			absolutamente inesperado y a menudo a causa de un acontecimiento 
			insignificante, se desvanece el velo y un día cualquiera surge en 
			nuestra existencia una rama cargada de frutos maduros. Nos damos 
			cuenta entonces de que, sin saberlo, sin que nunca nos hayamos 
			percatado de su florecimiento, éramos nosotros los jardineros de 
			este árbol misterioso…”
  «¡Ojalá no hubiese caído jamás en la tentación de creer que alguna 
			potencia que no fuera yo mismo podía crear este árbol. ¡Cuánto 
			sufrimiento me habría ahorrado!. Yo era el único dueño de mi 
			destino, y no lo sabía. Como no era capaz de cambiarlo mediante las 
			acciones, creí estar indefenso ante él. Cuántas veces no habré 
			pensado que si dominaba mis pensamientos me convertiría en el 
			todopoderoso dirigente de mi destino. Pero siempre acababa 
			rechazando la idea porque mis poco convencidos esfuerzos no surtían 
			efectos inmediatos.
  »Subestimaba el poder mágico del pensamiento y volvía a caer en el 
			error hereditario de la humanidad, atribuir una importancia 
			gigantesca a la acción y tomar a la mente por una quimera. Sólo 
			aquél que aprende a mover la luz es dueño de la sombra, y con ello, 
			del destino. Quien pretende realizar su destino por medio de la 
			acción no es más que una sombra incapaz de luchar contra las 
			sombras.  
				  
				Pero parece que la vida debe torturarnos casi hasta la 
			muerte para que hallemos la clave. ¡Cuántas veces habré intentado 
			ayudar a otros explicándoles esta idea!. Me escuchaban e incluso me 
			aprobaban, pero mi argumentación les entraba por un oído y les salía 
			por el otro…
  »Es posible que la verdad sea tan sencilla que no podamos 
			comprenderla enseguida. ¿O será necesario que el “árbol” toque el 
			cielo para que lleguemos a entender?. Me temo que a veces existe 
			mayor diferencia entre un hombre y otro que entre un hombre y una 
			piedra. El sentido de nuestra vida consiste en descubrir qué es lo 
			que hace verdecer a este árbol y qué es lo que lo protege de 
			secarse. ¿Pero cuánta gente habrá hoy en día capaz de comprender lo 
			que digo?.  
				  
				Si me oyeran pensarían que les hablo en parábolas. Nos 
			separa la ambigüedad del lenguaje. Si yo publicara un artículo sobre 
			el crecimiento interior, ellos entenderían que se trata simplemente 
			de aumentar la inteligencia o mejorar el comportamiento, de igual 
			modo que sucede con la filosofía, donde sólo ven una teoría en lugar 
			de una forma de vivir.  
				  
				Limitarse a los preceptos, aún de la manera 
			más sincera, no es suficiente para fomentar el crecimiento interior. 
			Infringirlos surte a menudo un efecto mayor. Cumplimos los preceptos 
			cuando deberíamos violarlos, y los violamos cuando deberíamos 
			cumplirlos. Del hecho de que los santos orienten sus acciones 
			exclusivamente hacia el bien deducen equivocadamente que haciendo 
			buenas obras se convertirán en santos. De esta manera se encaminan 
			hacia el abismo por la vía de una arrónea fe en Dios, y se 
			consideran justos.  
				  
				Los ciega una falsa humildad, que cuando llega el 
			gran momento y contemplan el verdadero rostro de él, retroceden 
			asustados como niños y creen que han perdido la razón». 
			 
			Hauberrisser tuvo una sensación que no experimentaba hacía mucho 
			tiempo, una prometedora esperanza se despertaba en él, 
			reconfortándolo. No sabía, ni quería saber, cuál era el motivo de su 
			alegría ni qué es lo que debía esperar. 
			 
			Empezaba a sentirse afortunado por haber vivido el extraño episodio 
			relacionado con el nombre de Chidher el Verde, ya no se sentía como 
			el objeto de burla de unas coincidencias maliciosas. Intuyó que las 
			últimas frases del texto aludían al rostro de Chidher el Verde y se 
			sintió impaciente por saber más. Hubiera preferido volver 
			rápidamente sobre sus pasos y emplear el resto del día en la lectura 
			del rollo, debía contener informaciones detalladas sobre el “mágico 
			arte de dominar los pensamientos”, pero eran cerca de las cuatro y 
			Pfeill lo estaba esperando.  
			  
			Un zumbido le hizo volverse. Se levantó 
			sorprendido, y a poca distancia, vio a un hombre vestido de gris, 
			con una careta de esgrima cubriéndole el rostro y una larga vara en 
			la mano. Por encima de él, flotaba en el aire una especie de enorme 
			saco que se balanceaba lentamente de un lado para otro y que 
			oscilaba de arriba a abajo con un mpvimiento continuo.  
			  
			De pronto el 
			hombre acercó la punta de la vara al monstruoso racimo y consiguió 
			capturarlo con una redecilla.  
			  
			Satisfecho, la vara sobre el hombro y 
			el saco a la espalda, ascendió por una escalera hasta desaparecer 
			por la terraza del tejado. 
			
				—Es el colmenero del convento —explicó una anciana ocasional que se 
			había percatado de la perpleja expresión de Hauberrisser—. El 
			enjambre se le había escapado y ha tenido que capturar a la reina. 
			 
			Hauberrisser se marchó de aquel lugar. 
			 
			  
			Al llegar a una ancha plaza 
			tomó un taxi y se encaminó hacia la casa de campo de su amigo Pfeill 
			en Hilversum. 
			 
			 
			 
			 
			 
			 
			Numerosos ciclistas animaban la amplia y rectilínea carretera.  
			  
			El 
			taxi avanzaba como a través de un mar de cabezas y centelleantes 
			pedales. El paisaje desfilaba velozmente, pero Hauberrisser no tenía 
			conciencia de todo ello. Sólo podía pensar en la imagen que acababa 
			de presenciar: el hombre de la máscara y el enjambre de abejas que 
			se apiñaban en torno a su reina como si no pudieran vivir sin ella. 
			 
			El colmenero había capturado a la reina y con ella, todo el enjambre 
			se le había rendido. Lo sucedido se le antojó como una parábola: 
			 
			
				«¿Acaso mi cuerpo es otra cosa que una legión de células vivas que 
			giran alrededor de un centro oculto, siguiendo un atavismo de 
			millones de años?».  
			 
			Intuyó que existía una relación misteriosa entre 
			lo que había contemplado y las leyes de la naturaleza y comprendió 
			que el mundo resucitaría para él si fuese capaz de verlo bajo una 
			nueva luz, una luz que la vida cotidiana y la rutina habían 
			oscurecido. 
  
			
			
			
			
			Regresar al Contenido 
			
			  
			
			  
			
			  
			
			  
			
			  
			
			
			Capítulo VII 
			 
			El coche cruzaba el barrio elegante de Hilversum. Por una avenida de 
			tilos penetró en el parque que rodeaba la soleada villa Buitenzorg. 
			 
			El barón Pfeill aguardaba en lo alto de la escalera. Al ver a su 
			amigo Hauberrisser apearse del automóvil descendió alegremente los 
			peldaños. 
				
				—Es magnífico que hayas venido, amigo, ya me estaba temiendo que mi 
			telegrama no te hubiese hallado en tu gruta doméstica… ¿Te ha 
			ocurrido algo?. Pareces maditabundo. Otra cosa: Dios te bendiga por 
			haberme enviado a este maravilloso conde Ciechonski. Es un consuelo 
			en estos tiempos tan desolados —Pfeill estaba de tan buen humor que 
			ni siquiera cedió la palabra a su amigo, el cual protestó vivamente, 
			intentando informar a Pfeill acerca del estafador—. Esta mañana ha 
			venido a verme, y naturalmente, lo he invitado a almorzar. Si no me 
			equivoco, faltan ya un par de cucharitas de plata. Se me ha 
			presentado…
  —¿… como ahijado de Napoleón IV?.
  —Sí, claro. Además se ha referido a tí. 
				 —¡Qué descaro!. A este tipo habría que propinarle un par de 
			bofetones.
  —Pero, ¿por qué?. Si lo único que desea es ser admitido en un club 
			distinguido. Déjalo que satisfaga su capricho. Los deseos del hombre 
			son su paraíso. En fin, si lo que quiere es arruinarse a toda costa… 
				 —Eso es imposible, se trata de un prestidigitador profesional 
			—interrumpió Hauberrisser.  
			
			Pfeill le dirigió una mirada compasiva. 
				
				—¿Tú crees que eso es suficiente, hoy en día, para tener éxito en un 
			club de poker?. Pero si todos los jugadores saben hacer trampas. 
			Perderá hasta los pantalones, eso es. A propósito, ¿has visto su 
			reloj?.  
			
			Hauberrisser soltó una carcajada. 
				
				—Si me quieres —exclamó Pfeill— cómpraselo y regálamelo para Navidad 
			—se acercó con cuidado a una ventana abierta, y tras hacer una señal 
			a su amigo, dijo en voz baja— Mira esto, ¿no es fantástico?.  
			
			Zitter Arpad, vestido de frac a pesar de la hora que era y con un 
			jacinto en el ojal, botas amarillas y corbata negra, se encontraba 
			reunido en íntima charla con una señora de edad avanzada, la cual, 
			muy excitada por haber capturado por fin a un hombre, tenía manchas 
			rojas en las mejillas y jugaba a ser la niña coqueta. 
				
				—¿La reconoces? —cuchicheó Pfeill—. Es la señora Rukstinat. ¡Que 
			Dios la llame pronto!. ¡Ahora le va a mostrar su reloj!. Apostaría 
			que está intentando seducir a la vieja con el espectáculo de los 
			amantes articulados. Es un Don Juan de primera categoría, queda 
			fuera de duda.
  —Es un regalo de bautismo de Eugéne Louis Jean Joseph —se oyó la voz 
			del conde, temblorosa por la emoción.
  —¡Oh, Floohzimjersch! —susurró la dama. 
				 —¡Vaya!. ¿Tan lejos ha llegado ya que incluso lo llama por su 
			nombre? —Pfeill silbó entre dientes y se llevó a su amigo—. Venga, 
			vamonos. Estamos estorbando. Es una lástima que sea de día, si no 
			hubiera apagado la luz. Por compasión hacia Ciechonski. ¡No, no 
			entres ahi —retuvo a Hauberrisser frente a una puerta que acababa de 
			abrir un criado —. Ahí dentro están hablando de política —por un 
			instante se entrevio una numerosa sociedad, y en el centro, un 
			orador calvo y barbudo que se apoyaba con los dedos sobre una mesa—. 
			Es mejor que nos vayamos al “cuarto de las medusas”.  
			
			Hauberrisser se sentó en un sillón de cuero marrón-rojizo, tan 
			blando que casi se hundió en él. Contempló con sorpresa el entorno. 
			
			 
			  
			Las paredes y el techo estaban revestidos de placas lisas de corcho, 
			tan hábilmente colocadas que no se distinguía raya alguna. Las 
			ventanas eran de vidrio curvo; los muebles, los rincones y los 
			ángulos de las paredes, incluso los bastidores de las puertas, 
			aparecían suavemente redondeados. 
			 
			  
			No había cantos por ninguna parte; 
			la alfombra era blanda como arena de playa y en toda la habitación 
			reinaba el mismo tono pardo tenue. 
				
				—Es que he descubierto que una persona condenada a vivir en Europa 
			necesita una celda de aislamiento más que ninguna otra cosa. Una 
			hora de reposo en una habitación como esta es suficiente para 
			transformar al hombre más furioso en un molusco inofensivo, 
			suficiente para tranquilizarle los nervios por un buen período de 
			tiempo. Te aseguro que, aunque esté hasta el cuello de obligaciones, 
			basta el mero pensar en mi cuarto para que toda mis buenas 
			intenciones se disipen. Gracias a esta inteligente disposición soy 
			capaz de faltar diariamente a mis más importantes deberes sin ningún 
			cargo de conciencia.
  —Al oírte hablar de esa manera cualquiera pensaría que te has 
			convertido en el sibarita más cínico que uno pueda imaginarse —dijo 
			Hauberrisser con regocijo.
  —Falso —contestó Pfeill mientras ofrecía a su amigo una caja de 
			cigarros—. Totalmente falso. Mi escrupulosa conciencia guía todos 
			mis pensamientos y mis actos. Sé que en tu opinión la vida no tiene 
			sentido. Yo también fui presa de este error durante mucho tiempo, 
			pero paulatinamente he ido abandonando semejante idea. Lo único que 
			tienes que hacer es dejarte de vanos esfuerzos y volver a ser un 
			hombre natural.
  —¿Es eso lo que tú llamas “natural”? —Hauberrisser señaló las 
			paredes de corcho.
  —¡Claro!. Si yo fuera pobre estaría obligado a vivir en un cuarto 
			plagado de chinches. Hacerlo voluntariamente significaría llevar la 
			antinaturalidad a su mayor extremo. El destino sabrá el motivo por 
			el que nací rico. ¿Para recompensarme quizás por algo que hice en 
			una vida anterior y que, por supuesto, no recuerdo?. Esta 
			explicación me huele demasiado a cursilería teosófica. Lo más 
			probable, a mi modo de ver, es que el destino me haya impuesto la 
			tarea de empalagarme de las delicias de esta vida hasta la 
			saturación, hasta que desee comer pan duro para cambiar un poco. 
				
				   
				De 
			ser así, no seré yo quien se eche atrás. En el peor de los casos me 
			habré equivocado. ¿Regalar mi dinero a otros?. De acuerdo, pero 
			antes quisiera comprender por qué. ¿Sólo porque lo dicen tantos 
			libros?. No. Mis principios no coinciden con esa divisa socialista 
			que reza: “Quítate de ahí para que me ponga yo”. ¿Acaso tengo que 
			darle una medicina dulce a quien la necesita amarga?. ¡Jugar con el 
			destino, lo que me faltaba!.  
			
			Hauberrisser le hizo un guiño. 
				
				—Ya sé por qué te ríes, bribón —continuó Pfeill, irritado—. Piensas 
			en esos malditos cuatro cuartos que le mandé al zapatero, por 
			equivocación, claro está. El espíritu tiene buenas intenciones, pero 
			la carne es débil… Vaya falta de tacto, reprocharme mis debilidades. 
			Toda la noche he tenido remordimientos por mi falta de carácter. Si 
			el viejo se vuelve loco, la culpa será mía.
  —Ya que mencionas el asunto —dijo Hauberrisser— no deberías haberle 
			dado tanto de una vez, sino…
  —…haberlo dejado morirse de hambre poquito a poquito —completó 
			Pfeill, con sarcasmo—. Todo eso son tonterías. El que actúa motivado 
			por el afecto tendrá mucho perdón, por haber amado mucho, desde 
			luego, pero exijo que al menos se me pregunte primero si quiero que 
			se me perdone algo. Porque pienso pagar todas mis deudas, incluidas 
			las espirituales, hasta el último céntimo. Tengo la impresión de que 
			mi alma, mucho antes de nacer yo, fue lo bastante inteligente como 
			para desear grandes riquezas. Como medida de seguridad. 
				   
				Para no 
			entrar en el cielo por el ojo de una aguja. A mi alma no le 
			satisfacen los constantes cánticos laudatorios, y a mí también me 
			horroriza la música monótona. ¡Si por lo menos el cielo no fuese más 
			que una vana amenaza!. Pero no. Estoy firmemente convencido de que 
			existe una institución así después de la muerte. De modo que lo mío 
			es un auténtico número de equilibrista, vivir de una manera recta y 
			escaparse a la vez del futuro paraíso. Ya el difunto Buda se rompió 
			la cabeza dándole vueltas a este problema.
  —Y tú también, por lo que parece. 
				 —Cierto. Vivir y nada más no es suficiente, ¿no crees?. No tienes ni 
			la menor idea de lo atareado que estoy, y no me refiero a mis 
			negocios y sociedades, de ello ya se encarga mi ama de llaves, me 
			refiero al trabajo intelectual que suponen mis proyectos… la 
			fundación… de un nuevo Estado… y de una nueva religión. Sí señor. 
				 —¡Por el amor de Dios!. Un día te van a encarcelar.
  —No te preocupes, no soy ningún revolucionario. 
				 —¿Y tienes ya una parroquia numerosa? —preguntó Hauberrisser con una 
			sonrisa, sospechando que se trataba de una broma más de su amigo.  
			
			Pfeill le dirigió una mirada recriminatoria, y tras un momento de 
			silencio, le contestó: 
				
				—Desafortunadamente, y como de costumbre, me entiendes mal. ¿No 
			sientes algo amenazador flotando en el ambiente. Profetizar el fin 
			del mundo es una tarea ingrata, lo han vaticinado tantas veces en el 
			curso de los siglos que ha perdido toda credibilidad. Sin embargo, 
			creo que está en lo cierto quien afirme sentir la proximidad de un 
			acontecimiento semejante. No es necesario que se trate de la 
			destrucción total del planeta, el declive del concepto tradicional 
			del mundo también es un apocalipsis.
  —¿Crees que un cambio tan importante de los conceptos podría 
			producirse de un día para otro? —Hauberrisser meneó la cabeza de un 
			lado para otro en señal de duda—. Yo me inclinaría más bien por la 
			idea de una catástrofe natural que lo destruya todo. Los hombres no 
			cambian de la noche a la mañana.
  —¿Acaso he dicho yo que excluya la posibilidad de una catástrofe 
			externa? — exclamó Pfeill—. Todo lo contrario, siento cómo se acerca 
			con cada fibra de mi ser. En lo que se refiere a la transformación 
			interior de los hombres, espero que no tengas razón más que en 
			apariencia. ¿Hasta donde se remontan tus conocimientos de la 
			historia para sostener tal tesis?. A lo sumo a unos miserables 
			milenios. Y además, ¿no han habido en este corto espacio de tiempo 
			algunas epidemias espirituales cuya misteriosa aparición debería 
			hacernos pensar?. 
				   
				Las cruzadas, las cruzadas infantiles, por 
			ejemplo… Todo es posible, amigo mío, y cuanto más tiempo pasa, más 
			probable es que se produzca algo inesperado. Hasta hoy los hombres 
			se han desgarrado unos a otros a causa de ciertos fantasmas, tan 
			invisibles como dudosos, llamados “ideales”. Creo que finalmente ha 
			llegado el momento de acabar con tales quimeras. Es como si llevara 
			yo años preparándome para participar en esa lucha, para ser un 
			soldado espiritual. 
				   
				Nunca antes había advertido tan nítidamente que 
			se avecina una gran batalla contra esos malditos fantasmas. Te 
			aseguro que una vez que empiezas a erradicar falsos ideales ya no 
			puedes parar. Es increíble qué cantidad de impertinentes mentiras 
			hemos ido acumulando por la vía de la herencia de las ideas.
  »Verás, es a este arranque sistemático de las malas hierbas de mi 
			interior a lo que denomino la fundación de un nuevo Estado: el 
			Estado Libre, porque será un Estado absolutamente desinfectado de 
			cualquier germen de falsos idealismos.
  »Por consideración a los restantes sistemas existentes y al conjunto 
			de la humanidad, a la cual no quisiera obligar a adoptar mis ideas, 
			sólo he admitido un único subdito en este Estado: yo mismo. También 
			soy el único misionero de mi fe, y no necesito adeptos de ninguna 
			clase.
  —De lo que dices deduzco que no te has convertido en ningún tipo de 
			organizador —observó Hauberrisser, tranquilizado.
  —Hoy en día cualquiera siente la vocación de organizar, lo cual 
			basta para patentizar lo erróneo de tal vocación. Lo contrario de lo 
			que hace la gran mayoría suele ser lo correcto.  
			
			Pfeill se levantó y comenzó a andar de un lado para otro. 
				
				—Ni siquiera Jesús se atrevió a organizar, se limitó a dar ejemplo. 
			La señora del cónsul Rukstinat y consortes, esos sí que se 
			atreverían a organizar. El derecho a organizar sólo le incumbe a la 
			naturaleza o al espíritu universal. Mi Estado tiene que ser eterno, 
			no necesita ninguna organización. Si la tuviera no alcanzaría a 
			cumplir su cometido.
  —Pero si tu Estado quiere servir para algo es indispensable que 
			algún día comprenda a muchos ciudadanos. ¿De dónde los sacarás, 
			querido Pfeill?.
  —Escúchame: el hecho de que a una persona se le ocurra una idea 
			significa que, simultáneamente, a muchos se les ha ocurrido lo 
			mismo. El que no comprende esto, no sabe lo que es una idea. Los 
			pensamientos son contagiosos, incluso cuando no los expresamos. 
				 »O quizás cuando no los expresamos son todavía más contagiosos. 
			Estoy persuadido de que en este momento ya se ha incorporado a mi 
			Estado toda una multitud. Mi Estado terminará extendiéndose por el 
			mundo. La higiene corporal, amigo mío, ha conocido grandes 
			progresos; el miedo al contagio hace que desinfectemos hasta las 
			manijas de las puertas, pero hay otras enfermedades bastante peores 
			que las físicas, el racismo, el odio entre los pueblos, el 
			patetismo, etc., estas sí que habría que esterilizarlas con una 
			lejía mucho más potente que la de las manijas.
  —Entonces, ¿lo que te propones es exterminar el nacionalismo?. 
				 —Yo no pienso exterminar nada en los huertos ajenos que no perezca 
			por sí mismo, pero en el mío propio puedo hacer lo que me plazca. 
			Parece que el nacionalismo es una necesidad para la mayoría de los 
			hombres. Va siendo hora de que surja un Estado donde no sean las 
			fronteras y la lengua común lo que una a los ciudadanos, sino la 
			manera de pensar, un Estado donde la gente pueda vivir como quiera. 
				 »En cierto modo, tienen razón los que se ríen cuando oyen hablar de 
			la reforma de la humanidad. Su único fallo consiste en olvidar que 
			basta con que uno sólo se transforme profundamente. La obra de ese 
			hombre nunca perecerá, lo advierta el mundo o no. Habrá abierto un 
			boquete en lo existente, un hueco que ya no se podrá cerrar, 
			independientemente de que los demás se percaten de ello enseguida o 
			al cabo de un millón de años. 
				   
				Lo que se ha creado una vez no puede 
			desvanecerse más que en apariencia. Así me gustaría desgarrar la red 
			que tiene presa a la humanidad, sí, sin valerme de ningún tipo de 
			sermón público, sino empezando por mí, sustrayéndome yo mismo de las 
			ataduras.
  —¿Ves tú alguna relación causal entre las catástrofes naturales que 
			presientes y la posible modificación de las concepciones de la 
			humanidad?.
  —Siempre parecerá que es un gran cataclismo, un gran terremoto por 
			ejemplo, lo que incita al hombre a “volver sobre sí”, pero eso es 
			sólo aparente. Lo de las causas y los efectos es otra historia, a mi 
			modo de ver. Las causas no podemos reconocerlas nunca, todo lo que 
			percibimos son los efectos. Lo que identificamos como causa en 
			realidad no es más que un… presagio. Si suelto este lápiz, se caerá 
			al suelo. Que el hecho de soltarlo constituya la causa de la caída 
			puede creerlo un estudiante, pero yo no. Soltarlo es sencillamente 
			el presagio infalible de la caída.
  »Las causas son algo completamente distinto de lo que he llamado 
			presagio. Nosotros nos imaginamos que provocamos efectos, pero esto 
			es una conclusión errónea y fatídica, una conclusión producida por 
			la engañosa luz bajo la que contemplamos el mundo. En realidad lo 
			que provoca la caída del lápiz y lo que un instante antes me induce 
			a soltarlo es la misma y misteriosa causa. Una repentina 
			modificación de las concepciones humanas y un gran terremoto bien 
			pueden tener la misma causa, pero es totalmente imposible que una 
			cosa cause a la otra, por muy plausible que pudiera parecerle a una 
			“sana razón”. 
				   
				La primera es tanto un efecto como la segunda, y un 
			efecto nunca genera otro, aunque puede, como ya he dicho, constituir 
			un presagio en una cadena de acontecimientos, pero nada más. El 
			mundo en que vivimos es un mundo de efectos. El mundo de las causas 
			verdaderas permanece oculto. Cuando hayamos logrado penetrar en él 
			será porque finalmente nos habremos convertido en magos.
  —Y dominar los pensamientos, descubrir su secreto origen, ¿no es 
			también una facultad mágica?.  
			
			Pfeill se detuvo de golpe. 
				
				—¡Evidentemente!. ¿Qué otra cosa sería si no?. Por eso precisamente 
			sitúo el pensamiento en un grado más elevado que la vida. Los 
			pensamientos nos conducen hacia una cumbre lejana en donde no sólo 
			podremos abarcar todo con la vista, además será posible lograr la 
			realización de todo cuanto deseemos. 
				   
				Hasta el momento, los hombres 
			se limitan a la simple magia de las máquinas, pero creo que se va 
			aproximando el momento en el que algunos conseguirán hechizar por 
			medio de su fuerza de voluntad. Inventar aparatos maravillosos no es 
			más que el gesto de un paseante que recoge las zarzamoras que crecen 
			en los bordes de su camino hacia la cima. 
				   
				Lo valioso no es la 
			invención en sí, sino la capacidad de inventar; lo valioso no es el 
			cuadro, sino la capacidad de pintar. El cuadro puede deteriorarse, 
			pero la capacidad de pintar nunca se perderá, aunque el pintor 
			muera. Persistirá como una fuerza sacada del cielo, quizás esté 
			dormida durante mucho tiempo, pero siempre volverá a despertar 
			cuando nazca el genio a través del cual pueda manifestarse. Me 
			complace mucho que los comerciantes sólo puedan arrebatarle al 
			inventor el plato de lentejas, y no lo esencial.
  —Parece que hoy no estás dispuesto a dejarme hablar —Hauberrisser 
			interrumpió a su amigo— llevo un buen rato con ganas de decirte 
			algo.
  —¡Adelante entonces!. ¿Por qué no hablas?.
  —Antes, otra pregunta: ¿tienes algún indicio o… o presagio de que 
			nos encontremos actualmente ante un… digamos… cambio?.
  —Hmmm. Sí. Se trata más bien de una especie de presentimiento. 
			Todavía estoy un poco como tanteando en las tinieblas. Sigo una 
			pista tan frágil como una tela de araña. Creo haber descubierto unas 
			marcas-límite en nuestra evolución interior, unas marcas que nos 
			indican que estamos penetrando en un nuevo territorio. Un encuentro 
			casual con una tal señorita van Druysen, la conocerás esta tarde, y 
			lo que me contó de su padre, me han llevado a esta conclusión. Esta 
			marca-límite debe ser la misma experiencia para todos los que se 
			encuentren maduros para ella. Me estoy refiriendo, no te rías, por 
			favor, a la visión de un rostro verde.
  Hauberrisser reprimió un grito de sorpresa. Preso de la emoción, 
			cogió del brazo a su amigo.
  —Por Dios, ¿qué te pasa? —exclamó Pfeill.  
			
			Hauberrisser le contó en pocas palabras lo que le había sucedido. 
			 
			  
			La 
			conversación que entablaron sobre el tema los enfrascó hasta tal 
			punto que casi no se apercibieron del criado, el cual, tendiéndoles 
			una bandeja con dos tarjetas y una edición del diario de Amsterdam, 
			les anunció la llegada de la señorita van Druysen y del doctor 
			Sephardi. 
			
			 
			
			 
			 
			 
			 
			Pronto la conversación sobre el rostro verde se halló en pleno 
			apogeo. 
			 
			Pfeill dejó que Hauberrisser hiciera el relato de su aventura en el 
			Salón de artículos misteriosos, y la señorita van Druysen se limitó 
			a añadir de vez en cuando alguna palabra a la descripción que el 
			doctor Sephardi hizo de su visita a la casa de Swammerdam. No era la 
			timidez lo que los mantenía en silencio, tanto Eva como Hauberrisser 
			se encontraban inmersos en una especie de depresión que les hacía 
			difícil hablar. Se esforzaban en no esquivarse mutuamente la mirada, 
			pero ambos tuvieron conciencia de que se estaban empeñando en 
			pronunciar palabras diferentes.  
			  
			Hauberrisser se sentía algo 
			desconcertado por la total falta de coquetería femenina en Eva. Notó 
			que ella evitaba cuidadosamente todo cuanto pudiera revelarle el 
			menor interés por él. Al mismo tiempo estaba avergonzado por no 
			conseguir ocultar que se daba cuenta de lo artificial de la calma de 
			Eva, lo consideraba como una grosera falta de tacto.  
			  
			Adivinó que 
			ella estaba leyéndole los pensamientos, por el modo con que sus 
			manos jugaban con un ramo de rosas, por cómo fumaba un cigarillo y 
			por multitud de otros pequeños detalles. Pero no halló el medio de 
			ayudarla. Un comentario trivial habría bastado para devolverle a la 
			joven la seguridad que simulaba, pero quizás también hubiera bastado 
			para herirla profundamente, o para darle la impresión de ser un 
			dandy poco delicado. 
			 
			Al entrar Eva en la sala, su asombrosa belleza lo había dejado 
			atónito, reacción que ella fingió interpretar como un testimonio de 
			admiración al cual estaba acostumbrada.  
			  
			Cuando Eva creyó advertir 
			que el desconcierto de Hauberrisser no se debía únicamente a su 
			presencia, sino también al hecho de que había interrumpido una 
			charla interesante entre él y el barón, tuvo la penosa sensación de 
			que él pudiese interpretar su actitud como vanidad femenina. 
			 
			Hauberrisser comprendió instintivamente que la sensible muchacha 
			consideraba su belleza como una carga. Deseaba decirle francamente 
			cuánto la admiraba, pero temió no poder dar a su voz el necesario 
			tono de desapego. Había amado a demasiadas mujeres hermosas en el 
			curso de su vida para perder la cabeza inmediatamente, por muy 
			seductores que fueran los encantos de Eva. No obstante, ella lo 
			atraía mucho más de lo que sospechaba. 
			 
			Al principio pensó que sería la prometida de Sephardi. Cuando se dio 
			cuenta de que no era el caso, sintió algo como un dulce júbilo 
			recorriendo su cuerpo. Enseguida trató de combatirlo, inducido por 
			un oscuro miedo a perder nuevamente su libertad y dejarse arrastrar 
			por el típico huracán que este tipo de experiencias desencadenan. 
			 
			  
			Pero a pesar de su prevención, despertaba en él un sentimiento de 
			profunda y auténtica vinculación a Eva, un sentimiento que no podía 
			compararse con todo lo que hasta ahora había llamado amor. 
			 
			Las chispas eléctricas que se desprendían del mudo intercambio de 
			pensamientos eran demasiado evidentes como para escapar a la 
			observadora mirada de Pfeill. Le dolió advertir en los ojos de 
			Sephardi un hondo sufrimiento difícilmente contenido, un dolor que 
			impregnaba también cada palabra que pronunciaba; sus palabras 
			contenían una especie de prisa convulsiva muy extraña en un sabio 
			normalmente tan reservado. 
			 
			Intuyó que este hombre solitario estaba enterrando una esperanza 
			secreta, pero no por ello menos ardiente. 
			
				—¿Adonde cree usted, doctor —preguntó Pfeill al acabar el relato de 
			Sephardi— que puede llevar ese extraño camino que se imaginan seguir 
			los del “círculo espiritual” de Swammerdam y del zapatero 
			Kjinkherbogk?. Temo que vayan a parar a un océano de visiones sin 
			límite y…
  —…y con esperanzas que nunca se cumplirán —Sephardi alzó los hombros 
			con tristeza—. Es la vieja canción de los peregrinos en busca de la 
			Tierra Prometida, que errando sin guía por el desierto, los ojos 
			clavados en un espejismo, terminan muriéndose de sed. Siempre acaban 
			gritando: “¡Dios mío, por qué me has abandonado!”.
  —Puede que tenga razón en lo que se refiere a todos los que creen en 
			el zapatero y en sus profecías —interrumpió Eva con seriedad— pero 
			en el caso de Swammerdam está usted equivocado. Estoy segura. 
			¡Piense en lo que nos contó de él el barón Pfeill!. ¡Fue capaz de 
			encontrar el escarabajo verde!. No puedo menos que creer que también
			encontrará ese algo superior que está buscando. 
			 
			Sephardi sonrió amargamente. 
			
				—Se lo deseo de todo corazón, pero en el mejor de los casos, y si no 
			desesperara antes, llegará a decir lo que todos: “Señor, en tus 
			manos encomiendo mi alma”. Créame, señorita Eva, he reflexionado 
			sobre las cosas del más allá más de lo que usted piensa. Durante 
			toda mi vida me he torturado preguntándome si realmente hay un modo 
			de escapar de esta prisión terrenal, y no, ¡no lo hay!. El sentido 
			de la vida consiste en esperar la muerte.
  —Entonces —objetó Hauberrisser— los más sabios serían aquellos que 
			sólo viven por el placer.
  —Cierto. Los que sean capaces de ello. Hay gente que no lo consigue. 
				 —Y los que no lo consiguen, ¿qué pueden hacer? —preguntó Pfeill. 
				 —Amar y cumplir los mandamientos, tal como dice la Biblia. 
				 —¡¿Esto me lo dice Usted?! —exclamó Pfeill con sorpresa—. ¡Usted que 
			ha estudiado todos los sistemas filosóficos desde Lao Tse hasta 
			Nietzsche!. Pero dígame, ¿quién fue el inventor de esos 
			“mandamientos”?. Un profeta de leyenda, un pretendido traumaturgo. 
			¿Está usted seguro de que era algo más que un simple poseído?. ¿No 
			cree que alguien como el zapatero Klinkherbogk gozaría al cabo de 
			cinco milenios del mismo resplandor legendario, suponiendo que para 
			entonces no se haya olvidado su nombre?.
  —Eso mismo. Suponiendo que para entonces no se haya olvidado su 
			nombre —fue la sencilla respuesta de Sephardi.
  —Usted, pues, ¿da por sentado que existe un Dios que reina sobre los 
			hombres y dirige sus destinos?. ¿Puede darme alguna explicación que 
			esté de acuerdo con la lógica?.
  —No, no puedo. Y tampoco quiero. Soy judío, no lo olvide. Quiero 
			decir que no sólo soy judío por la raza, sino también por la 
			convicción, y como tal vuelvo siempre al Dios tradicional de mis 
			antepasados. Lo tengo en la sangre, y la sangre puede más que 
			cualquier lógica. Mi razón, evidentemente, me dice que estoy 
			equivocado en cuanto a mi fe, pero mi fe me dice también que estoy 
			equivocado en cuanto a mi razón.
  —¿Y qué haría usted si, como el zapatero Klinkherbogk, se le 
			apareciera un ser y le dictara sus actos? —inquirió Eva.
  —Intentaría dudar de su mensaje. Así no tendría que seguir sus 
			consejos.
  —¿Y si no pudiera usted dudar del mensaje?.
  —Pues, eso es obvio: obedecerle. 
				 —Ni aún en tal caso lo haría yo —murmuró Pfeill.
  —A usted, con las convicciones que tiene, no podría aparecérsele 
			jamás un ser del más allá como el… llamémoslo “ángel” de 
			Klinkherbogk. Pero a pesar de todo usted seguiría las instrucciones 
			de un ángel tal, ¡estando convencido, claro, de actuar por su propia 
			iniciativa y autoridad!.
  —O lo contrario —objetó Pfeill—. Uno podría imaginarse que Dios le 
			habla a través de un fantasma de rostro verde siendo uno mismo el 
			que habla.
  —¿Dónde vé usted la diferencia esencial entre ambas cosas? —preguntó 
			Sephardi—. ¿Qué es comunicarse?. Es expresar en voz alta un 
			pensamiento. Y ¿qué es un pensamiento?. Es una palabra pronunciada 
			en voz baja. Así que, en el fondo, es lo mismo que comunicarse. 
			¿Está usted seguro de que las ideas que se le ocurren brotan 
			realmente dentro de usted?. ¿No podría ser que se tratara de una 
			comunicación que le viene de alguna parte?. A mi modo de ver, es 
			igualmente probable que el hombre no sea el productor, sino tan solo 
			el receptor, más o menos sensible, de todos los pensamientos 
			generados por… digamos, la madre Tierra. La aparición simultánea de 
			una misma idea que se da con tanta frecuencia es un argumento de 
			peso a favor de mi teoría.
  »Claro que usted, si le sucediese esto, siempre diría que la idea en 
			cuestión era suya, y que se transmitía a los demás por contagio. A 
			eso podría yo contestarle que usted sólo habría sido el primero en 
			captar un pensamiento que flotaba en el aire, como un telegrama 
			recibido a través de las ondas producidas por un cerebro más 
			sensible.  
				  
				Los demás lo recibirían igualmente, aunque un poco más 
			tarde que usted. Cuanta más energía y más fe en sí mismo posea uno, 
			más tenderá a considerarse como el creador de una gran idea, y al 
			contrario, cuanto más débil e influenciable sea una persona, más 
			fácilmente creerá que otros se la han inspirado. En el fondo, ambos 
			tendrán razón. Pero por favor, no me pregunte el “por qué”. No 
			quisiera perderme en la compleja explicación de la existencia de un 
			Yo central colectivo.
  »En cuanto a la visión de un rostro verde como transmisor de un 
			mensaje o un pensamiento —lo cual, como ya dije antes, viene a ser 
			lo mismo— quisiera recordarles el hecho científicamente comprobado 
			de que existen dos categorías diferentes de personas: los que 
			piensan en palabras y los que piensan en imágenes. Supongamos que a 
			una persona acostumbrada a pensar en palabras le viene una idea 
			totalmente nueva para la cual nuestra lengua todavía no tiene 
			expresión, ¿Cómo podría esta idea manifestarse si no es a través de 
			la visión de una imagen parlante?. En el caso de Klinkherbogk, del 
			señor Hauberrisser, y en el suyo, la idea les fue comunicada 
			mediante la forma de un rostro verde.
  —Permítame una pequeña interrupción —pidió Hauberrisser—. Cuando 
			relataba su visita a Klinkherbogk mencionó que el padre de la 
			señorita van Druysen había denominado al hombre de rostro verde como 
			el “hombre primordial”; en el salón de artículos misteriosos yo 
			mismo pude escuchar como mi visión se autodesignaba de manera 
			parecida, y Pfeill creyó haber visto un retrato del Judío Errante, 
			es decir, un retrato de otro ser cuyo origen se remonta al pasado 
			lejano.  
				  
				¿Cómo explica usted tan extraordinaria coincidencia, doctor Sephardi?. ¿Como uno de esos pensamientos “nuevos”, desconocidos 
			para cada uno de nosotros, que no seríamos capaces de comprender con 
			sólo palabras sino a través de una imagen que se ofreciese a nuestro 
			ojo interno?. Aunque parezca ingenuo, yo creo que se trata de una 
			aparición, una misma criatura fantástica que ha penetrado en 
			nuestras vidas.
  —Yo también lo creo así —aprobó Eva en voz baja. 
			 
			Sephardi reflexionó durante un instante. 
			
				—Mi opinión es que la coincidencia confirma que se trata de un 
			“nuevo” pensamiento que se les ha impuesto a Vds. para que 
			comprendan algo. Tal vez continúe intentando hacerles comprender. El 
			hecho de que el fantasma aparezca bajo la forma de un hombre 
			primordial significa que se refiere a un saber, un conocimiento o 
			quizás una facultad espiritual extraordinaria que la humanidad 
			poseyó en tiempos remotos, pero que se ha ido olvidando. Ahora 
			quiere renacer, y en forma de visión, anuncia su llegada a unos 
			pocos elegidos. No me interpreten mal, no niego que el fantasma 
			pudiera ser un ente de existencia independiente, todo lo contrario, 
			incluso sostengo que cada pensamiento es un ente de esta clase. Por 
			otra parte, el padre de la señorita Eva dijo que él, el precursor, 
			era el único hombre que no era un fantasma.
  —A lo mejor mi padre quiso decir que el tal precursor era un ser que 
			había alcanzado la inmortalidad, ¿no cree?. 
			 
			Sephardi balanceó la cabeza, pensativo. 
			
				—Una persona que alcanzase la inmortalidad, señorita Eva, 
			subsistiría en forma de pensamiento eterno. No importa si puede o no 
			puede penetrar en nuestros cerebros como una palabra o una imagen. 
			No moriría aunque los hombres que viven en la Tierra fueran 
			incapaces de captarlo, de concebirlo o de “pensarlo”. Únicamente 
			estaría fuera de su alcance.
  »Volviendo a la discusión con Vd., barón Pfeill, insisto en que yo, 
			como judío, no puedo apartarme del Dios de mis antepasados. La 
			religión de los judíos es, en la raíz, una religión de debilidad 
			voluntaria y elegida, la esperanza en Dios y en la llegada del 
			Mesías. Sé que también existe el camino de la fuerza, el barón ha 
			hecho alusión a él. La meta es la misma, pero en ambos casos dicha 
			meta sólo se reconoce al llegar. Ninguno de los dos caminos es malo 
			en sí, pero se tornan peligrosos cuando una persona débil, o un ser 
			lleno de nostalgia como yo, escoge el camino de la fuerza, o cuando 
			una persona fuerte elige la vía de la debilidad.  
				  
				Antaño, en los 
			tiempos de Moisés, cuando no había más que los diez mandamientos, 
			era relativamente fácil ser un “Zadik Tomim”, un Justo Perfecto. Hoy 
			es imposible, como saben todos los judíos piadosos que se esfuerzan 
			por ello, observar las innumerables leyes rituales. Hoy es necesario 
			que Dios nos ayude, porque sin esta ayuda, nosotros, los judíos, no 
			podemos continuar avanzando.  
				  
				Los que se lamentan de las dificultades 
			son unos locos, ya que el camino de la debilidad resulta así más 
			sencillo y perfecto, en tanto que el de la fuerza resulta más claro, 
			por el contraste…  
				  
				Los fuertes ya no necesitan
				
				la religión, caminan 
			libremente y sin bastón; los que sólo piensan en comer y beber 
			tampoco necesitan bastón, porque están estancados y no andan. 
				
				 —¿Nunca ha oído hablar de la posibilidad de dominar los 
			pensamientos, señor Sephardi? —preguntó Hauberrisser—. No me refiero 
			a la capacidad de controlarse, en el sentido de la represión de las 
			manifestaciones emotivas. Lo digo pensando en ese diario que he 
			encontrado y que Pfeill acaba de mencionar. 
			 
			Sephardi se sobresaltó. 
			 
			Parecía haber estado esperando e incluso temiendo la pregunta. 
			 
			Dirigió una rápida mirada hacia Eva. 
			 
			En su rostro volvía a dibujarse aquella expresión doliente que 
			Pfeill ya le había notado en ocasiones anteriores. 
			 
			Enseguida se recuperó, pero se advertía el esfuerzo que tenía que 
			realizar para hablar. 
			
				—Dominar los pensamientos es un antiquísimo método pagano para 
			llegar a ser un auténtico superhombre, pero no el superhombre del 
			que habló Nietzsche. Sé muy poco sobre este asunto. Me da algo de 
			miedo. En los últimos decenios han llegado a Europa diversas 
			informaciones procedentes de Oriente acerca del “puente hacia la 
			vida” —tal es la denominación de este peligroso sendero—. 
			Afortunadamente, la información es tan escasa que sólo sirve a 
			quienes poseen la clave básica.  
				  
				Pero esta escasez informativa ha 
			sido suficiente para enloquecer a miles de personas, sobre todo 
			ingleses y americanos que deseaban conocer este camino mágico, digo 
			mágico porque no se trata de otra cosa que de magia. El fenómeno ha 
			dado lugar a una amplia producción literaria y al revalorizamiento 
			de diversos textos antiguos, además de a la proliferación de 
			estafadores de toda índole que se las dan de iniciados. Pero, 
			gracias a Dios, nadie sabe todavía donde se encuentra la campana 
			cuyo repicar oímos.  
				  
				La gente peregrinó en masa a la India y al Tibet 
			sin saber que también allí se había perdido el secreto hacía tiempo. 
			Aún se resisten a aceptar tal pérdida. Es cierto que hallaron algo 
			en Oriente, algo que tenía un nombre parecido, pero que no es lo 
			mismo y que sólo los llevará nuevamente a la senda de la debilidad 
			de que hablábamos antes, o incluso a aberraciones como las de 
			Klinkherbogk.
  »Los escasos textos originales que existen sobre el tema parecen 
			haber sido escritos con total franqueza, pero en realidad, al estar 
			privados de su clave, no son otra cosa que un buen medio de proteger 
			el misterio.
  »Se dice que en Oriente sigue existiendo una reducida comunidad cuyo 
			origen se remonta a unos cuantos emigrantes europeos, unos 
			discípulos de los Rosacruces, de los cuales se comenta que conservan 
			el secreto en su totalidad. Se llaman a sí mismos “Parada”, lo cual 
			significa “uno que ha alcanzado la otra ribera”. 
			 
			Sephardi se calló, como si quisiera concentrar toda su fuerza para 
			vencer un obstáculo que le impedía proseguir con el relato. 
			Permaneció durante algún tiempo mirando al suelo, con las manos 
			crispadas. 
			 
			Finalmente incorporó la cabeza, y mirando alternativamente a Eva y a 
			Hauberrisser, dijo con voz apagada: 
			
				—Es una suerte para el mundo el hecho de que un hombre consiga 
			franquear el “puente hacia la vida”. Casi diría que significa más 
			que la llegada de un Mesías. Pero un hombre solo no puede alcanzar 
			la meta, para ello le hace falta… una compañera.
  »Únicamente puede alcanzarse uniendo las fuerzas masculina y 
			femenina.
  »Este es el sentido secreto del matrimonio que la humanidad ignora 
			desde hace milenios. 
			 
			Por un momento le faltó la voz. Se levantó y se acercó a la ventana 
			para ocultar su rostro brevemente antes de continuar, aparentemente 
			tranquilo: 
			
				—Si alguna vez puede serles útil a Vds. dos lo poco que sé sobre 
			este asunto, no duden en disponer de mi… 
			 
			Sus palabras hirieron a Eva como un rayo. 
			 
			  
			De pronto comprendió lo 
			que había ocurrido en él. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Era 
			evidente que Sephardi, con la perspicacia propia de un hombre que 
			había pasado toda su vida aislado del mundo, preveía el lazo de 
			sentimientos que la unirían con Hauberrisser. Pero, ¿qué le habría 
			inducido a abreviar de manera tan brusca el desarrollo de su 
			naciente amor, casi obligándolos a tomar una decisión?.  
			  
			Si Eva 
			hubiera dudado de la integridad de carácter de Sephardi, habría 
			podido pensar en que todo era consecuencia de los astutos 
			tejemanejes de un pretendiente celoso que intentase impedir la 
			elaboración de una fina y delicada tela mediante su intervención 
			calculada. 
			 
			¿No se trataba más bien de la decisión heroica de un hombre que, 
			sintiéndose falto de fuerzas para soportar la creciente indiferencia 
			de la mujer secretamente amada, prefiere zanjar el tema en lugar de 
			luchar en vano?. 
			 
			Un presentimiento se apoderó entonces de ella, quizá existía otra 
			razón que justificara su apresurada intervención, algo que guardaba 
			una relación con lo que sabía acerca del “puente hacia la vida” y 
			con la manifiestamente intencionada brevedad de sus comentarios 
			sobre el asunto. 
			 
			Recordó las palabras de Swammerdam acerca del destino que 
			repentinamente podía echar a galopar, todavía resonaban en sus 
			oídos. 
			 
			La noche anterior, mientras contemplaba las negras aguas del canal 
			del Zee Dijk, tuvo el valor necesario para, siguiendo el consejo del 
			anciano, hablar con Dios. 
			 
			Lo que ahora le estaba sucediendo, ¿eran ya las consecuencias de su 
			decisión?. Se sintió atemorizada por la idea de que estaba en lo 
			cierto. El recuerdo de la lúgubre Iglesia de San Nicolás, la casa 
			con la cadena metálica y el hombre del barco ocultándose como si 
			temiera ser reconocido, todas estas imágenes se insinuaron en su 
			mente como una fantasmagórica pesadilla. Hauberrisser, de pie ante 
			la mesa, estaba hojeando un libro, agitado, pero sin decir nada. 
			 
			Eva intuyó que sólo ella podía romper el penoso silencio. Se acercó 
			a Hauberrisser, y mirándolo firmemente a los ojos, le dijo con voz 
			tranquila: 
			
				—Las palabras del doctor Sephardi no deberían causarnos confusión o 
			timidez, señor Hauberrisser. Han sido pronunciadas por un amigo. 
			Ninguno de los dos sabemos lo que el destino nos depara. Hoy todavía 
			somos libres, al menos yo lo soy. Si la vida quiere unirnos, 
			nosotros no podremos, ni querremos, evitarlo. Yo no hallo nada 
			anormal o vergonzoso en que esto suceda. Mañana temprano volverá a 
			Amberes. Podría aplazar el viaje, pero es mejor que dejemos de 
			vernos durante algún tiempo.  
				  
				No quisiera arrastrar la incertidumbre 
			de haber estrechado un lazo prematuramente y bajo la impresión de un 
			breve instante, un lazo que luego no podría desatarse sin 
			sufrimiento. Usted se siente solo, según he podido deducir del 
			relato del barón Pfeill. Yo también me siento sola. Permítame 
			llevarme la sensación de que ya no lo estoy, la sensación de que 
			podré llamar amigo a alguien a quien me une la común esperanza de 
			buscar y hallar un camino que bordee lo cotidiano.
  »Y por lo que se refiere a nosotros —Eva sonrió al doctor Sephardi— 
			conservaremos nuestra vieja y fiel amistad, ¿de acuerdo?. 
			 
			Hauberrisser tomó la mano tendida de Eva y depositó en ella un beso. 
			
				—Eva —permítame que la llame por su nombre— no intentaré siquiera 
			pedirle que se quede en Amsterdam. Será el primer sacrificio que 
			haré: perderla el mismo día en que la…
  —¿Quiere darme la primera prueba de su amistad? —Eva lo interrumpió 
			rápidamente—. Entonces no siga hablando de mí. Sé que las palabras 
			que iba a pronunciar no se las dictaba la cortesía o el formalismo, 
			pero a pesar de todo le pido que no termine la frase. Quiero que sea 
			el tiempo el que nos muestre si seremos algún día algo más que
			amigos… En cuanto Hauberrisser comenzó a hablar, el barón Pfeill se 
			incorporó con la
			intención de abandonar discretamente la habitación, para no estorbar 
			a la pareja. Pero al
			percatarse de que Sephardi no podría seguirlo sin pasar muy cerca de 
			ellos, optó por
			acercarse a la mesita que había junto a la puerta y coger un 
			periódico.  
			 
			Tras echar una ojeada a las primeras líneas, exclamó 
			sobresaltado:  
			
				—¡Anoche se cometió un asesinato en el Zee Dijk!.   
				  
				  
				DESCUBIERTO EL AUTOR DEL CRIMEN.   
				«Ampliamos la información de nuestra edición de mediodía. Cuando el 
			científico Jan Swammerdam, vecino del Zee Dijk, quiso abrir la 
			puerta de la buhardilla que él mismo, por razones que aún no ha 
			revelado, había cerrado con llave, se la encontró abierta, hallando 
			posteriormente en el interior el cadáver cubierto de sangre de la 
			pequeña Katje. El zapatero Anselm Klinkherbogk había desaparecido, 
			al igual que una importante suma de dinero que, según las 
			declaraciones de Swammerdam, poseía todavía la noche anterior. 
				 Las sospechas de la policía se centraron inmediatamente en la 
			persona de un empleado de la casa, pretendidamente visto por una 
			mujer cuando intentaba abrir a oscuras la puerta de la buhardilla. 
			Fue detenido enseguida, y puesto en libertad poco después, cuando 
			por iniciativa propia se entregó a la policía el verdadero autor del 
			crimen.
  Se supone que asesinó primero al anciano zapatero y luego a la 
			nieta, que se habría despertado a consecuencia del ruido. Según 
			parece, el cadáver fue arrojado al canal, a través de la ventana. El 
			sondeo de las aguas aún no ha proporcionado resultados, dado que en 
			ese lugar el fondo está formado por un barro blando que alcanza 
			varios metros de profundidad.
  No se excluye, aunque parece poco probable, que el asesino haya 
			cometido el crimen en un momento de enajenación mental, ya que sus 
			declaraciones al comisario son extremadamente confusas. Confiesa 
			haberse apoderado del dinero —se habla de varios miles de florines— 
			el cual había sido regalado a Klinkherbogk por un hombre de la 
			ciudad famoso por ser un gran derrochador. El hecho constituye un 
			buen ejemplo de lo poco apropiados que resultan a menudo tales 
			caprichos caritativos. Así que en definitiva, el caso tiene tintes 
			de ser un robo acompañado de homicidio…». 
			 
			Pfeill dejó caer el periódico, cabeceando tristemente. 
			 
			
				—¿Y el autor, 
			qué dicen del autor? —preguntó de modo precipitado la señorita van
			Druysen—. Habrá sido aquel horrible negro, ¿no?. —El asesino… —Pfeill 
			pasó la hoja— El asesino es… aquí está: “El autor del crimen
			es un judío de origen ruso llamado Eidotter, el cual es propietario 
			de un despacho de
			bebidas alcohólicas en el mismo inmueble. Ya va siendo hora de que 
			el Zee Dijk…” etc.,
			etc.
  —¿Simón, el portador de la cruz? —exclamó Eva sobrecogida—. ¡No, no 
			creo que haya sido capaz de cometer un crimen tan premeditado y 
			repugnante!.
  —Ni siquiera en estado de enajenación mental —añadió el doctor 
			Sephardi.
  —¿Piensa usted entonces que fue el empleado, Ezequiel?. 
				 —Tampoco. Puede que intentase abrir la puerta con una llave falsa, 
			para robar el dinero. Pero el asesino es el negro, es evidente. 
				 —¿Pero qué puede haber incitado al viejo Lázaro Eidotter a 
			confesarse culpable del crimen?. 
			 
			El doctor Sephardi alzó los hombros: 
			
				—Quizá creyó, al ver llegar a la policía, que el asesino era 
			Swammerdam, y quiso sacrificarse por él en un ataque de histeria. 
			Nada más verlo noté que no era normal.
  »¿Se acuerda usted, señorita Eva, de lo que dijo el viejo 
			coleccionista de mariposas acerca de la fuerza oculta de los 
			nombres?. En mi opinión, basta con que Eidotter se repitiera varias 
			veces su nombre espiritual, Simón, para que se le ocurriese la idea 
			de sacrificarse por otro a la primera oportunidad. Incluso se me 
			ocurre que pudo ser el zapatero Klinkherbogk quien asesinara a la 
			pequeña en un arrebato de fanatismo religioso, y antes de que fuera 
			asesinado a su vez. Estuvo repitiendo el nombre de Abram durante 
			muchos años, eso está demostrado. Si en lugar de Abram hubiera 
			insistido en el nombre de Abraham, difícilmente se habría producido 
			la catástrofe de la inmolación de Isaac.
  —Lo que está usted diciendo me resulta totalmente incomprensible —interumpió 
			Hauberrisser—. ¿El hecho de repetir constantemente una palabra para 
			sí mismo puede acaso determinar o modificar el destino de una 
			persona?.
  —¿Y por qué no?. Los hilos que manejan las acciones humanas son muy 
			sutiles. Lo que está escrito en el libro del Génesis sobre el cambio 
			de nombres de Abram a Abraham y de Sarai en Sarah tiene que ver con 
			la Cabala u otros misterios todavía más profundos. Poseo indicios de 
			que es un error pronunciar los nombres secretos tal como se hace en 
			el círculo de Klinkherbogk. Como ustedes sabrán, a cada letra del 
			alfabeto hebreo le corresponde un valor numérico, por ejemplo: la 
			letra S es igual al 21, la M a 13, la N a 14.  
				  
				Así podemos 
			transformar un nombre en cifras, y a partir de tales cifras 
			construir un cuerpo geométrico imaginario, un dado, una pirámide, 
			etc. Son estas formas geométricas las que pueden convertirse en el 
			sistema cristalino, por llamarlo de algún modo, de nuestro ser 
			interior, amorfo hasta ese momento.  
				  
				Hay que imaginar el proceso de 
			manera adecuada y con la suficiente concentración. De esta forma 
			transformamos nuestra “alma” —no encuentro otra expresión— en un 
			cristal y la colocamos bajo las leyes eternas que rigen la 
			cristalización. Los egipcios atribuían una forma esférica al alma 
			perfecta.
  —En el caso de que fuese realmente el infeliz zapatero quien mató a 
			su nieta, ¿qué fallo cometió en sus prácticas espirituales? 
			—preguntó el barón Pfeill, dubitativo—. ¿Existe una diferencia tan 
			esencial entre los nombres de Abram y Abraham?.
  —Fue Klinkherbogk mismo quien se dio el nombre de Abram; el nombre 
			nació en su propio subconsciente. ¡Ahí radica el fallo!. Le faltó, 
			como decimos los judíos, la Neschamah enviada desde arriba, el soplo 
			espiritual de la divinidad, en este caso la sílaba “ha”. Fue a 
			Abraham a quien se encomendó el sacrificio de Isaac, en tanto que 
			Abram estaba destinado a convertirse en asesino, al igual que 
			Klinkherbogk. En su ansia por obtener la vida eterna, Klinkherbogk 
			no hizo sino llamar a la muerte. Antes dije que las personas débiles 
			no deben elegir el camino de la fuerza. Klinkherbogk se apartó del 
			camino de la debilidad, el camino de la esperanza, que era el suyo. 
				 —¡Habrá que hacer algo por el pobre Eidotter! —exclamó Eva—. No 
			podemos quedarnos con los brazos cruzados mirando como condenan a un 
			¡nocente, ¿no?.
  —No condenan a nadie tan rápidamente —fue la tranquilizadora 
			contestación de Sephardi—. Mañana iré a ver a Debrouwer, el 
			psiquiatra del Tribunal. Lo conozco desde los tiempos 
			universitarios. Hablaré con él.
  —Y ¿crees que querrá ocuparse también del pobre y viejo 
			coleccionista de mariposas?. Tiene Vd. que escribirme a Amberes para 
			decirme como se encuentra —rogó Eva. Se levantó y únicamente tendió 
			su mano a Pfeill y a Sephardi—. Adiós, hasta pronto —Hauberrisser 
			comprendió enseguida que ella deseaba que la acompañara, por lo que 
			la ayudó a enfundarse el abrigo que un criado acababa de traer. 
				
  
			 
			 
			 
			 
			El frescor del ocaso humedecía la fragancia de los tilos cuando 
			Hauberrisser y Eva van Druysen atravesaban el parque. Blancas 
			estatuas griegas centelleaban a través de las alamedas.  
			  
			Los chorros 
			de plata de las fuentes murmuraban soñadoramente, reflejando las 
			luces de las farolas. 
			
				—¿No podría ir a verla a Amberes de vez en cuando, Eva? —preguntó 
			Hauberrisser casi con timidez—. Me pide usted que espere hasta que 
			sea el tiempo el que nos una, pero ¿cree usted que nos unirá mejor 
			si intercambiamos cartas en lugar de vernos?. Ambos concebimos la 
			vida de otra manera que la masa, ¿por qué levantar un muro entre 
			nosotros, un muro que podría llegar a separarnos?. 
			 
			Eva apartó la vista. 
			
				—¿Está realmente tan seguro de que estamos destinados el uno para el 
			otro?. La vida en común de dos seres puede ser algo muy hermoso. 
			¿Por qué ocurre entonces que con tanta frecuencia finaliza en 
			aversión y amargura?. A veces pienso que para un hombre debe tener 
			algo de antinatural el hecho de encadenarse a una mujer. Me imagino 
			que para él será como si le quebraran las alas… Por favor, déjeme 
			terminar, sé lo que quiere decir…
  —No, Eva —Hauberrisser la interrumpió—. Está usted equivocada. Usted 
			teme lo que yo pueda decirle, no quiere oír cuáles son mis 
			sentimientos hacia usted, así que me callo. Las palabras de Sephardi, 
			aunque hayan sido dichas con honestas intenciones, han levantado 
			entre nosotros una barrera muy difícil de franquear. Deseo de todo 
			corazón que se cumpla la promesa que encerraban, pero me duele el 
			obstáculo que han supuesto. Si no hacemos un supremo esfuerzo para 
			derribarlo, siempre se interpondrá entre nosotros.
  »A pesar de todo, en el fondo me alegro de que las cosas hayan 
			sucedido así. Usted y yo no corremos el riesgo de contraer un 
			matrimonio basado en la pura conveniencia. Lo que nos amenazaba 
			—permítame hablar en plural— era más bien una unión que sólo fuese 
			impulsada por el amor y el instinto. El doctor Sephardi tenía toda 
			la razón al decir que los hombres han perdido el verdadero sentido 
			del matrimonio.
  —¡Eso es precisamente lo que me atormenta! —exclamó Eva—. Me siento 
			tan indefensa y desorientada frente a la vida como si esta fuese un 
			horrible monstruo voraz. Todo es necio, todo está desgastado. Cada 
			una de las palabras que utilizamos está llena de polvo. Soy como una 
			niña que acude al teatro con la ilusión de contemplar un mundo de 
			cuentos de hadas y no encuentra más que comediantes pintarrajeados. 
			El matrimonio se ha convertido en una institución repugnante que 
			priva al amor de su brillo y rebaja al hombre y a la mujer, 
			reduciéndolos a la mera funcionalidad.  
				  
				Es como un hundimiento lento 
			y desesperado en la arena del desierto. ¿Por qué los seres humanos 
			no somos como las moscas efímeras? —se detuvo un instante y 
			contempló con nostalgia una nube de mariposas que, como un velo 
			encantado, rodeaban una luminosa fuente—. Durante años se arrastran 
			por los suelos como gusanos, preparándose para las nupcias como para 
			algo sagrado. Luego, tras celebrar un único y corto día de amor, se 
			mueren —un estremecimiento la interrumpió. 
			 
			Hauberrisser advirtió en sus ojos oscurecidos que se hallaba 
			profundamente emocionada. Tomó su mano, acercándosela hasta los 
			labios. 
			 
			Durante un rato Eva se mantuvo inmóvil; luego alzó los brazos y, 
			enlazando por el cuello a Hauberrisser, lo besó. 
			
				—¿Cuando serás mi esposa?. La vida es tan corta, Eva. 
			 
			Ella no contestó. Se dirigieron en silencio hacia la entrada del 
			parque donde los aguardaba el coche del barón Pfeill. Hauberrisser 
			quiso repetir su pregunta antes de que se despidieran. 
			 
			  
			Anticipándose, Eva se detuvo, y estrechándose contra él, le dijo 
			suavemente: 
			
				—Te deseo, te añoro como a la muerte. Seré tuya, estoy segura, pero 
			lo que los hombres entienden por matrimonio nos será ahorrado. 
			 
			Hauberrisser apenas captó el sentido de sus palabras, estaba como 
			aturdido por la felicidad de tenerla en sus brazos.  
			  
			Pero poco a poco 
			fue transmitiéndosele el escalofrío de Eva, sintió que el pelo se le 
			ponía de punta, como si un soplo sagrado estuviese envolviéndolos, 
			como si el ángel de la muerte los protegiera con sus alas, 
			alejándolos de la Tierra rumbo a las floridas llanuras de una eterna 
			felicidad. 
			 
			Cuando despertó de su inercia, el extraño éxtasis lo fue abandonando 
			paulatinamente y en su lugar se instaló un dolor amargo, temió no 
			volver a ver nunca más a Eva mientras el coche se perdía en la 
			lejanía. 
   
			
			
			
			
			Regresar al Contenido 
			
			  
			
			  
			
			  
			
			  
			
			
			Capítulo VIII 
			 
			Eva tenía intención de visitar a su tía, la señorita de Bourignon, a 
			la mañana siguiente, para consolarla, y coger posteriormente un tren 
			expreso hacia Amberes. 
			 
			Pero una carta que encontró a su llegada al hotel, una carta 
			redactada con prisa y salpicada de restos de lágrimas, la indujo a 
			revisar su decisión. 
			 
			La anciana señorita, totalmente derrumbada al parecer por el impacto 
			de los acontecimientos del Zee Dijk, daba cuenta de su firme 
			determinación de no salir del convento hasta que no se le calmara el 
			dolor y se sintiera en condiciones de afrontar con renovado interés 
			los asuntos de este mundo. En la última frase se quejaba de una 
			insoportable jaqueca que le impedía recibir cualquier visita. 
			 
			Eva se tranquilizó al comprobar que el equilibrio emocional de la 
			vieja dama no se habia alterado en absoluto. Decidió mandar su 
			equipaje a la estación y tomar el tren de la medianoche, el cual le 
			había sido recomendado por el conserje porque, según decía, estaría 
			menos atestado que los demás. 
			 
			Se esforzó por liberarse de la penosa sensación que le había causado 
			la carta. 
			 
			¿De modo que así eran los corazones femeninos?. 
			 
			  
			Ella había temido 
			que “Gabriela” no pudiera sobreponerse al rudo golpe y en lugar de 
			eso… ¡jaqueca!. 
				
				—Las mujeres hemos perdido el sentido de lo grande —se dijo, llena 
			de amargura—. Lo abandonamos en la dulce época de nuestras abuelas, 
			convirtiéndolo en esas miserables labores de ganchillo.  
			
			Angustiada, la muchacha se llevó las manos a la cabeza. 
				
				—¿Seré yo un día igual que ellas?. ¡Cómo deploro haber nacido 
			mujer!.  
			
			Los tiernos pensamientos que la habían embargado durante todo el 
			viaje se despertaron nuevamente. 
			 
			  
			De pronto le pareció que la 
			habitación se inundaba del sensual aroma de los tilos en flor. Hizo 
			un esfuerzo por no pensar en ello y se sentó en el balcón a 
			contemplar el cielo sembrado de estrellas. Antaño, en su época 
			infantil, se sentía consolada por la idea de que un Creador, 
			instalado allá arriba en su trono, se preocupaba por su minúscula 
			persona. Ahora la apesadumbraba una especie de vergüenza por ser tan 
			pequeña. 
			 
			En el fondo de su corazón despreciaba el empeño de las mujeres por 
			igualarse con los hombres en todos los sectores de la vida, pero no 
			obstante, el hecho de no poder ofrecer al hombre amado otra cosa que 
			su belleza se le antojaba demasiado poco, demasiado irrisorio. 
			 
			Las palabras de Sephardi afirmando la existencia de un camino oculto 
			en virtud del cual la mujer podía ser para el hombre más que una 
			mera alegría terrenal, habían sido para ella como un rayo de 
			esperanza que la iluminaba, un rayo que apuntaba a lo lejos. ¿Pero 
			por dónde buscar la entrada?. 
			 
			Llena de vacilación trató de reflexionar sobre el modo de poder 
			hallar ese camino, pero no tardó en darse cuenta de que, en lugar de 
			la lucha enérgica por la iluminación que un hombre libraría, su 
			tanteo no era más que una débil e infructuosa súplica de luz 
			dirigida a los poderes que se esconden tras de las estrellas. 
			
			 
			Experimentaba el dolor más dulce y hondo que puede consumir a un 
			corazón joven y femenino: encontrarse con las manos vacías frente al 
			ser amado mientras se desea con toda el alma darle un mundo de 
			felicidad. Se sintió triste y miserable. No había ningún sacrificio, 
			por muy duro que fuese, que no hubiera hecho con júbilo por él… 
			Comprendía, gracias a su delicado instinto femenino, que lo máximo 
			que una mujer podía dar era el sacrificio de sí misma, pero todo 
			cuanto imaginaba poder ofrecer le parecía una vez más ridículo, 
			efímero e infantil comparado con la dimensión de su amor. 
			 
			Someterse a él en todo, ahorrarle cualquier preocupación, leer el 
			menor deseo en sus ojos… ¡todo eso debía ser muy fácil!. Pero, 
			¿conseguiría con ello hacerlo feliz?. Tales dones no sobrepasaban el 
			nivel humano, y lo que ella pretendía entregar tenía que situarse 
			más allá de todo lo imaginable. 
			 
			La amarga pena de ser rica como un rey en deseos de dar y pobre como 
			un mendigo en cuanto a qué dar, una pena que hasta ahora sólo había 
			sentido confusamente, creció dentro de ella hasta adquirir unas 
			proporciones gigantescas, apoderándose de todo su ser con el mismo 
			empuje que antes habría conducido a los santos hacia el martirio, 
			por encima de las burlas y de los insultos de la masa. 
			 
			En la cumbre de su sufrimiento, apoyó la frente en la baranda, y con 
			los labios crispados, profirió una muda súplica: que se le 
			apareciese el más pequeño de aquellos que cruzaron por amor el río 
			de la muerte y le mostrara el sendero que lleva hacia la misteriosa 
			corona de vida, para que pudiese recogerla y darla. 
			 
			  
			Como si una mano 
			le hubiera tocado los cabellos, levantó la cabeza y vio que el cielo 
			había cambiado repentinamente: Una hendidura de luz pálida se 
			dibujaba de un extremo a otro, en ella se precipitaron las estrellas 
			como nubes efímeras empujadas por el viento. Entonces se abrió una 
			gran sala donde unos ancianos vestidos con amplias túnicas se 
			sentaban en torno de una larga mesa, con los ojos clavados en Eva, 
			como si estuvieran dispuestos para escuchar lo que iba a decir. 
			 
			  
			El 
			mayor de entre ellos tenía el perfil de una raza extranjera, llevaba 
			entre las cejas una marca resplandeciente y de sus sienes brotaban 
			dos rayos luminosos como los Cuernos de Moisés. 
			 
			Eva comprendió que debía formular un voto, pero era incapaz de 
			hallar las palabras. Quiso suplicar a los viejos que escucharan sus 
			ruegos, pero su oración no pudo llegarles, porque se le había 
			quedado atragantada en la garganta. 
			 
			La sala y la mesa se difuminaron y desaparecieron. Paulatinamente 
			fue disminuyendo la hendidura, hasta que la Via Láctea la cubrió 
			como una cicatriz centelleante. Sólo el hombre de la señal en la 
			frente permanecía visible. 
			 
			Con un rictus de muda desesperación, Eva le tendió los brazos para 
			rogarle que esperase y la escuchara, mas él deseaba ya apartar la 
			vista. 
			 
			Fue entonces cuando vio a un hombre montado en un caballo blanco que 
			ascendía a galope a través del aire. Reconoció a Swammerdam. 
			 
			Swammerdam saltó del caballo, se acercó al anciano, lo increpó 
			rudamente y se lanzó sobre él con furia. Después, con un gesto 
			autoritario, señaló a Eva. Ella supo lo que él estaba esperando. 
			 
			En su corazón retumbó la palabra bíblica de que el Reino de los 
			Cielos tenía que ser tomado a la fuerza… Abandonó entonces las 
			súplicas, y tal como Swammerdam se lo había enseñado, plenamente 
			consciente de su victoria, de su derecho a la autodeterminación, 
			ordenó al señor del destino que la impulsara hacia la meta más alta 
			que una mujer puede alcanzar, que la impeliera sin piedad hacia 
			adelante, más veloz que el tiempo, dejando a un lado la alegría y la 
			felicidad, sin perder un instante, aunque le costase mil veces la 
			vida. 
			 
			Por el brillo de la marca frontal del hombre, comprendió que debía 
			morir. 
			 
			  
			Cuando había pronunciado la orden, el brillo se tornó tan 
			deslumbrante que ahogaba su capacidad de pensar. No obstante su 
			corazón desbordó de alegría: podía vivir, puesto que había visto el 
			rostro del hombre al mismo tiempo. Tembló bajo la inmensa fuerza que 
			se estaba liberando en ella, quebrando los candados que la 
			encerraban en una cárcel de servidumbre. 
			 
			  
			Sintió oscilar el suelo 
			bajo sus pies y creyó perder el conocimiento, pero sus labios 
			continuaban murmurando sin cesar la misma orden, una y otra vez, 
			incluso cuando ya el rostro celeste se había desvanecido. 
			 
			Lentamente fue recobrando la consciencia de su entorno. Sabía que 
			tenía que ir a la estación, recordó haber mandado las maletas; vio 
			la carta de su tía sobre la mesa, la cogió y la rasgó en pequeños 
			fragmentos. Todo era tan natural como antes y sin embargo, todo le 
			parecía nuevo, diferente. Como si sus manos, sus ojos, todo su 
			cuerpo no fuese más que una herramienta, como si ya no estuviese 
			ligado de manera indisoluble a su Yo. 
			 
			  
			Tuvo la impresión de estar 
			viviendo simultáneamente en algún lugar lejano del universo, estar 
			viviendo otra vida, indistinta y todavía poco consciente, parecida a 
			la de un recién nacido. Los objetos que se hallaban en la habitación 
			no se distinguían esencialmente de sus propios órganos, unos y otros 
			eran objetos útiles al servicio de la voluntad, y nada más. 
			 
			  
			Se 
			acordó de la tarde pasada en el parque de Hilversum y experimentó 
			una sensación alegre y tierna, como si se tratara de un entrañable 
			recuerdo de la infancia, pero esos momentos eran insignificantes y 
			minúsculos en comparación con la felicidad indecible que el futuro 
			iba a proporcionarle. 
			 
			Su estado de ánimo era semejante al de una ciega que solamente 
			hubiera conocido la noche cerrada, y que un día, al enterarse de que 
			podrá recuperar la vista, siente cómo dentro de su corazón palidecen 
			todas las demás alegrías. 
			 
			Quiso saber si era a causa del contraste con su reciente experiencia 
			por lo que todo el mundo exterior le parecía de golpe tan 
			secundario. Todo lo que le transmitían los sentidos no era sino un 
			sueño, un espectáculo sin trascendencia para su Yo recién despierto. 
			Al ponerse el abrigo y verse reflejada en un espejo, sus propios 
			rasgos le resultaron extraños, necesitó recordar que era ella misma 
			quien se encontraba allí. 
			 
			Cuanto hacía estaba marcado por la misma calma casi cadavérica; 
			miraba serenamente el porvenir, pese a su oscuridad impenetrable, 
			como quien sabe que el barco de su vida ha echado el ancla y espera 
			ecuánime la mañana siguiente, indiferente a las tormentas de la 
			noche. 
			 
			Pensó que ya iba siendo hora de ir a la estación, pero la retuvo el 
			presentimiento de que no volvería nunca a Amberes. 
			 
			  
			Cogió papel y 
			tinta para redactar una carta a su amado y no pudo pasar el primer 
			renglón, se sentía paralizada por la certeza de que todo lo que 
			hiciera por su propia voluntad sería en vano, había mayores 
			posibilidades de detener la trayectoria de una bala que de oponer 
			resistencia al misterioso poder que se había apoderado de su 
			destino. 
			
			 
			
			 
			 
			 
			 
			El murmullo de una voz que venía de la habitación contigua, y al 
			cual no había prestado ninguna atención, se apagó súbitamente.  
			  
			El 
			silencio que siguió acentuó en ella la sensación de haberse vuelto 
			sorda para todo sonido procedente del exterior. Al cabo de un rato 
			creyó oír un cuchicheo persistente, tan lejano como si viniera de 
			otro país. Paulatinamente fue aumentando de tono, pareciéndose cada 
			vez más a los guturales sonidos de una lengua salvaje y extranjera. 
			No entendía las palabras, pero supo, por la fuerza sobrenatural que 
			la obligaba a dirigirse precipitadamente hacia la puerta, que el 
			sentido de la comunicación era una orden, una orden que debía 
			cumplir sin demora. 
			 
			Descendiendo por la escalera se dio cuenta de que se había dejado 
			olvidados los guantes, pero su intento de volver sobre sus pasos se 
			vio frenado por una potencia desconocida y malévola, una potencia 
			que no era otra que la suya propia. 
			 
			Rápidamente, y no obstante sin prisa, se internó en las calles; no 
			sabía si continuaría recto o doblaría en la próxima esquina, pero 
			estaba segura de que en el último momento no tendría dudas acerca 
			del camino a elegir. 
			 
			Todos sus miembros temblaban a causa de la angustia mortal, todos 
			sus miembros excepto su corazón, el cual pemanecía ajeno a todo. No 
			era capaz de suprimir el miedo de su cuerpo, aunque lo contemplara 
			desde fuera, como si sus nervios pertenecieran a otra persona. 
			 
			Al llegar a una gran plaza en cuyo fondo se alzaba el edificio de la 
			Bolsa, pensó durante un instante en dirigirse hacia la estación, 
			pensó que todo había sido una mera fantasía. Entonces se sintió 
			empujada hacia la derecha, hacia una red de calles estrechas y 
			sinuosas. 
			 
			Las escasas personas que encontraba se detenían, Eva se percató de 
			que la seguían con la vista. 
			 
			Dotada de una nueva facultad adivinatoria que nunca tuvo antes, fue 
			capaz, de golpe, de descifrar los móviles profundos de las personas. 
			En algunos percibía como una preocupación, como una corriente de 
			cálida compasión hacia ella, aunque esas personas no notaran nada de 
			lo que les estaba ocurriendo. No eran conscientes del por qué de sus 
			miradas, si se les preguntara seguramente responderían que miraban 
			por curiosidad. 
			 
			Llena de asombro, tuvo conciencia de que un lazo invisible y secreto 
			unía a los seres humanos, de que sus almas podían reconocerse fuera 
			de sus cuerpos y comunicarse por medio de unas vibraciones muy 
			sutiles, totalmente imperceptibles para los sentidos externos. Como 
			bestias ávidas y salvajes, los seres humanos convertían la vida en 
			un combate, quizás hubiese bastado una diminuta fisura en la cortina 
			que tenían ante los ojos para que los más encarnizados enemigos se 
			transformaran en amigos fieles. Las callejuelas se tornaban cada vez 
			más solitarias e inquietantes.  
			  
			Estaba segura de que las próximas 
			horas le acarrearían algo terrible —pensaba en la muerte a manos de 
			un asesino— si no conseguía romper el hechizo que la impulsaba hacia 
			adelante, pero no realizó intento alguno de luchar contra ello. 
			 
			  
			Toleraba sin resistencia la extraña voluntad que le imponía este 
			camino de tinieblas, imbuida de una confianza tranquila en que todo 
			lo que sucediera constituiría un paso más hacia la meta. 
			 
			Cuando franqueó el estrecho puente de un canal percibió entre los 
			aquilones de las casas la silueta de la Iglesia de San Nicolás, 
			cuyas dos torres se recortaban sobre el horizonte como oscuras manos 
			levantadas en señal de advertencia. Respiró hondo de manera 
			involuntaria, aliviada por la idea de que fuera Swammerdam quien, 
			con el corazón apenado por la muerte de Klinkherbogk, la estuviera 
			llamando. 
			 
			La acechante hostilidad que captaba a su alrededor le hizo ver que 
			estaba equivocada. Un odio tenebroso dirigido contra ella ascendía 
			desde la tierra, la fría e implacable cólera que se desata contra el 
			hombre en la naturaleza cuando éste osa sacudirse las cadenas de su 
			servidumbre. 
			 
			Por primera vez desde que había abandonado la habitación, fue 
			consciente de que se hallaba indefensa, y tuvo miedo.  
			  
			Trató de 
			detenerse, pero sus pies continuaban arrastrándola hacia delante, ya 
			no tenía ningún poder sobre ellos. En su desesperación levantó la 
			vista hacia el cielo; al contemplar las miríadas de estrellas se 
			apoderó de ella un sentimiento de consoladora plenitud, eran como 
			los ojos de un ejercito de todopoderosos salvadores que no 
			permitirían que alguien le hiciera el menor daño.  
			  
			Pensó en los 
			ancianos de la sala, en cuyas manos había puesto su destino, como en 
			una asamblea de seres inmortales que con sólo abrir y cerrar un ojo 
			reducirían el globo terrestre a polvo. Nuevamente oyó los extraños e 
			imperativos sonidos guturales. Parecían estar muy cerca de ella, 
			acuciándola, aguijoneándola. Reconoció de un golpe, en la oscuridad, 
			la casa torcida donde Klinkherbogk había sido asesinado. 
			 
			Un hombre se hallaba sentado sobre una baranda en la confluencia de 
			dos canales, estaba inmóvil e inclinado hacia delante, como deseoso 
			de escuchar aproximarse los pasos de Eva. Supo que la fuerza 
			demoníaca que la había obligado a venir al Zee Dijk emanaba de él. 
			 
			Una angustia fatal la paralizó, helándole la sangre en las venas. 
			Supo, incluso antes de poder distinguir su rostro, que se trataba de 
			aquel horrible negro que había visto en la buhardilla del zapatero. 
			 
			Espantada, quiso pedir socorro, pero se había roto el vínculo entre 
			su voluntad y su capacidad ejecutiva. Su cuerpo estaba sometido a un 
			poder ajeno. Como si estuviera muerta, como si se hallara fuera de 
			su cuerpo, vio acercarse al negro, lo vio titubear, detenerse cerca 
			de ella. 
			 
			El negro alzó la cabeza, sus pupilas estaban torcidas hacia arriba, 
			como las de alguien que durmiera con los ojos abiertos. Eva se dio 
			cuenta de que estaba tan rígido como un cadáver, de que sólo tendría 
			que empujarlo levemente para que se cayera de espaldas al agua. Pero 
			al mismo tiempo comprendió que no sería capaz de hacerlo. Se vio a 
			sí misma como una víctima indefensa que se hallaría en manos del 
			negro en cuanto despertara, podía contar los minutos que la 
			separaban del mortal desenlace.  
			  
			Un calambre intermitente en la cara 
			del negro le anunció que iba recobrando el conocimiento lentamente. 
			 
			A menudo había oído decir que las mujeres, en particular las rubias, 
			pese a su violenta aversión contra los negros, no podían evitar 
			abandonarse completamente a ellos, como si la salvaje sangre 
			africana ejerciera sobre ellas una mágica atracción que no podía ser 
			combatida. Nunca lo había creído, y despreciaba tal actitud como 
			propia de criaturas bajas y bestiales, pero ahora, horripilada, 
			reconoció que realmente experimentaba un impulso así.  
			  
			El abismo 
			aparentemente infranqueable que existe entre la aversión y la 
			embriaguez de los sentidos, en realidad no era más que una delgada 
			pared transparente, una pared que al derrumbarse convertía el alma 
			de la mujer en un campo de batalla para los instintos animales. 
			 
			¿Qué era lo que confería a la llamada mental del salvaje, medio 
			bestia y medio hombre, esa fuerza inexplicable que la había 
			conducido como una lunática a través de calles desconocidas?, ¿no 
			era acaso la vibración inconsciente de su deseo, un deseo que, 
			orgullosamente, había creído no tener?. 
			 
			Temblando a causa del temor, se preguntó si no poseería el negro un 
			poder diabólico capaz de arrastrar a las mujeres blancas, o si sería 
			ella más baja y ruin que las demás, que no obedecían a su llamada 
			porque ni siquiera la escuchaban. 
			 
			No vio salvación posible. Toda la felicidad que había deseado para 
			su amado y para ella misma se desvanecería con su cuerpo. Había 
			querido apartarse de la tierra, pero la tierra retenía con mano de 
			hierro aquello que le pertenecía. Como una encarnación de su 
			impotencia se alzaba ante ella la descomunal figura del negro.  
			  
			Lo 
			vio incorporarse de un salto y sacudirse la torpeza. Luego la cogió 
			por los brazos y la atrajo hacia sí con vehemencia. Eva profirió un 
			grito de socorro que repercutió en los muros de las casas.  
			  
			El negro 
			le tapó la boca con la mano, presionando hasta casi asfixiarla. 
			 
			Una cuerda de cuero rojo oscuro rodeaba el cuello descubierto del 
			zulú, Eva se agarró a ella convulsivamente, para no ser arrojada al 
			suelo. Por un instante consiguió librarse de la presión y reunió sus 
			últimas energías con objeto de pedir socorro nuevamente. Alguien 
			debió oirla, porque se escuchó el ruido de una puerta y la calle se 
			llenó de luces y de voces confusas. Notó que el negro la empujaba 
			salvajemente hacia la sombra de la iglesia de San Nicolás.  
			  
			Dos 
			marineros chilenos ataviados con fajas naranjas los perseguían muy 
			de cerca, casi pisándoles los talones. Eva vislumbró el brillo de 
			las navajas abiertas, vio cómo se acercaban sus rostros valientes y 
			bronceados. 
			 
			Continuó instintivamente aferrada al collar, estirando la pierna 
			todo lo posible para impedir la carrera del negro, que sin embargo, 
			no parecía notar su peso, bruscamente la levantó del suelo y siguió 
			corriendo pegado al muro del jardín. La muchacha observó ante sí los 
			abultados labios del zulú, sus dientes similares a las fauces de una 
			bestia. La bárbara expresión que incendiaba sus blancos ojos se le 
			incrustó de tal modo en los sentidos que se quedó rígida, como 
			hipnotizada, incapaz ya de oponer la más mínima resistencia. 
			 
			Uno de los marineros se lanzó al suelo tratando de atrapar al negro. 
			Quedó a sus pies, encogido como un gato, apuntándole desde abajo con 
			la navaja.  
			  
			El zulú elevó la rodilla con la rapidez de un relámpago y 
			la descargó en la frente del marinero, que se derrumbó totalmente, 
			con el cráneo machacado. De pronto, Eva se sintió arrojada por 
			encima del portal del jardín. Creyó que se le habían roto todos los 
			huesos. A través de los barrotes, en los que se habían quedado 
			enganchados algunos pedazos de su vestido, pudo contemplar al negro 
			luchando contra su segundo adversario. 
			 
			La lucha duró pocos segundos. El marinero, fuertemente proyectado 
			contra un muro de la casa de enfrente, se estrelló contra una 
			ventana, la cual se quebró estrepitosamente como consecuencia del 
			impacto. 
			 
			Eva, temblando de agonía, intentó escapar, pero el estrecho jardín 
			carecía de salida. Se acurrucó bajo un banco como un animal 
			perseguido, sabiéndose perdida de antemano; el color de su vestido, 
			que brillaba en la oscuridad, la delataría de un momento a otro. 
			 
			Al ver al negro saltando el muro buscó algo punzante para hundírselo 
			en el corazón, no quería volver a caer viva en sus manos. Muda y 
			desesperadamente, suplicó a Dios que la ayudara a encontrar algo con 
			lo que darse muerte antes de que su verdugo la descubriera. 
			 
			Entonces creyó haber perdido la razón. Estaba contemplando su propia 
			imagen, la cual se encontraba en mitad del jardín, tranquila y 
			sonriente. 
			 
			El negro, que parecía verla también, se aproximó a ella, 
			sorprendido. 
			 
			La joven lo vio hablar con la aparición; no pudo entender las 
			palabras, pero advirtió un repentino cambio en su voz, era la voz de 
			un hombre tan paralizado por el terror que no hacía otra cosa que 
			tartamudear. 
			 
			Pese a que estaba persuadida de que todo era una alucinación y se 
			creía enloquecida por el hecho de ser víctima del salvaje, no podía 
			apartar la vista de la escena. 
			 
			En ese instante tuvo la nítida certeza de que era ella misma y de 
			que el negro, por alguna razón incomprensible, se hallaba en su 
			poder. 
			 
			Pero enseguida volvió a hundirse en la desesperación y reinició la 
			búsqueda de un arma. 
			 
			Juntó todo su aplomo para discernir si estaba o no delirando; clavó 
			la vista en el fantasma y lo vio desvanecerse, como si hubiera sido 
			aspirado por la intensidad de su mirada. Se esforzó por distinguirlo 
			en la oscuridad y lo vio regresando a su propio cuerpo. Podía 
			atraerla hacia sí y volver a expulsarlo, pero cada vez que se 
			alejaba sentía un escalofrío corriéndola, como si la muerte se 
			arrimara a ella. Al negro ya no parecían afectarle en absoluto las 
			constantes apariciones y desapariciones. Hablaba para sí, a media 
			voz, como en sueños. 
			 
			Eva intuyó que había vuelto a caer en el extraño estado de 
			inconsciencia en que se lo encontró cuando estaba sentado en la 
			baranda del canal. 
			 
			Temblando todavía, tuvo el suficiente coraje para abandonar su 
			escondite. 
			 
			Oyó voces que llamaban desde la calle. El reflejo de las linternas 
			en las ventanas de las casas transformaba las sombras de los árboles 
			en una especie de tropa de fantásticos saltarines. Contó los latidos 
			de su corazón, ¡ahora!, ¡ahora debían estar muy cerca las personas 
			que buscaban al negro!. Aunque se caía de agotamiento, se dirigió 
			corriendo hacia el portal del jardín.  
			  
			Pidió auxilio con todas sus 
			fuerzas. 
			 
			Finalmente perdió el conocimiento, pero aún pudo ver a una mujer de 
			falda corta y roja arrodillarse junto a ella y mojarle la frente. 
			Siluetas multicolores, semidesnudas, trepaban por la tapia. Agitaban 
			antorchas y tenían cuchillos centelleantes entre los dientes, 
			parecían un ejército de increíbles diablos surgidos de la tierra 
			para socorrerla. El resplandor de las antorchas circulando por el 
			jardín animaba las imágenes de los santos en los vidrios de la 
			iglesia.  
			  
			Brutales maldiciones, proferidas en español, se cruzaron en 
			el aire:  
			
				«¡Ahí está el negro!. ¡Arrancadle las tripas!».
				 
			 
			Vio 
			marineros abalanzándose sobre el zulú, vociferando con furia, y vio 
			cómo se derrumbaban bajo los golpes de sus terribles puños. El zulú 
			se abrió camino entre la horda, oyó su grito triunfal hendiendo el 
			aire, igual que un tigre que se hubiera liberado de sus cadenas.  
			  
			Se 
			encaramó a un árbol y, con un salto tremendo, se lanzó sobre el 
			tejado de la iglesia. 
			 
			 
			 
			 
			 
			 
			Cuando despertó de su desmayo, soñó durante un instante con un 
			anciano que tenía la frente vendada y que se inclinaba sobre ella 
			llamándola por su nombre.  
			  
			Creyó que se trataba de Lázaro Eidotter, 
			pero enseguida percibió cómo sus rasgos se transformaban en los del 
			negro, con sus blancos ojos y sus labios abultados, mostrando los 
			dientes con ademán amenazador, tal como se le había quedado grabado 
			en la memoria de manera indeleble.  
			  
			Su delirio febril le hizo perder 
			nuevamente el conocimiento. 
   
			
			
			
			
			Regresar al Contenido 
			
			  
			
			  
			
			  
			
			  
			
			
			Capítulo IX 
			 
			Después de cenar, Hauberrisser permaneció durante una hora con el 
			barón Pfeill y el doctor Sephardi. Estuvo distraído y taciturno. Su 
			pensamiento estaba tan centrado en Eva que se sobresaltaba cada vez 
			que se dirigían a él. 
			 
			Pensó en los días venideros y de pronto le resultó insoportable su 
			soledad en Amsterdam, pese a que poco tiempo atrás le había gustado 
			tanto. Aparte de Pfeill y Sephardi, cuya personalidad lo atrajo 
			desde el primer momento, no tenía amigos ni conocidos, y por otro 
			lado, hacía mucho tiempo que había roto las relaciones con su 
			patria. 
			 
			  
			Ahora que conocía a Eva, ¿sería capaz de soportar su 
			habitual existencia de ermitaño?. 
			 
			Consideró la posibilidad de trasladarse a Amberes, en donde al menos 
			podría respirar el mismo aire que ella. Y quizás pudiera verla de 
			vez en cuando. 
			 
			Sufría al recordar la frialdad con que le comunicó su decisión de 
			dejar en manos del tiempo o del azar la última palabra en cuanto a 
			si se establecería entre ellos un vínculo duradero, pero luego 
			evocaba sus besos, y embriagado por la felicidad, se solazaba en la 
			fortuna de que se hubieran encontrado. 
			 
			Dependía de él, se dijo, que la separación durara sólo unos días. 
			¿Qué le impediría ir a verla la semana siguiente y pedirle que 
			mantuvieran el contacto?. Según tenía entendido ella era totalmente 
			independiente y no tenía que consultar con nadie sus 
			determinaciones. 
			 
			Pero por muy claro y llano que le pareciese el camino hacia Eva, 
			evaluó todas las circunstancias y no pudo evitar que una confusa 
			sensación de angustia se alzara como una barrera frente a sus 
			esperanzas, un sentimiento irreductible que habia experimentado con 
			nitidez por vez primera cuando se despidieron. Intentaba imaginar un 
			futuro de color de rosa, se esforzaba a pensar en un desenlace 
			satisfactorio, hacía esfuerzos convulsivos para contrarrestar el 
			implacable “no” que resonaba en su corazón. Estaba al filo de la 
			desesperación. 
			 
			Una larga experiencia le había enseñado que, una vez despiertas esas 
			raras certezas interiores acerca de la inminencia de una catástrofe, 
			y aunque en apariencia fueran infundadas, era inútil querer 
			acallarlas. Quiso apaciguarse diciéndose que su inquietud era una 
			consecuencia natural del amor. Aguardaba con impaciencia el momento 
			de enterarse de que Eva había llegado sana y salva a Amberes. 
			 
			Sephardi y él descendieron en la estación de Westerpoort, que se 
			hallaba más cerca del centro de la ciudad que la estación central. 
			Acompañó al doctor hasta la calle Heerengracht y una vez allí echó a 
			correr hacia el hotel Amstel con objeto de dejar un ramo de rosas 
			para Eva, un ramo que Pfeill, adivinando sus pensamientos, le había 
			ofrecido sonriente. 
			 
			El conserje le comunicó que la señorita van Druysen acababa de 
			partir, que si tomaba un taxi aún podía llegar antes de la salida 
			del tren. 
			 
			Un coche lo llevó rápidamente a la estación. Esperó. 
			 
			Los minutos pasaron y Eva no llegaba. 
			 
			Telefoneó al hotel y tampoco había vuelto allí. Le aconsejaron que 
			preguntara en la consigna. 
			 
			Las maletas no habían sido retiradas. Sintió oscilar el suelo bajo 
			sus pies. Entonces, consumido de inquietud por Eva, comprendió 
			cuánto la amaba. Ya no podría vivir sin ella. 
			 
			El ultimo obstáculo que se interponía entre ellos, una leve 
			sensación de ser aún extraños el uno para el otro, se derrumbó 
			completamente bajo el peso de su preocupación. Sabía que si la 
			hallara ahora, la cogería entre sus brazos y la cubriría de besos, y 
			no la dejaría marcharse nunca más. 
			 
			Faltaba un minuto. Ya apenas si le quedaban esperanzas de verla 
			llegar. No obstante aguardaría hasta que el tren se pusiera en 
			marcha. 
			 
			Era evidente que le había sucedido algo. Tuvo que obligarse a 
			permanecer tranquilo. 
			 
			¿Qué camino podría haber tomado?. No tenía ni un minuto que perder. 
			Si no había ocurrido ya lo peor todavía quedaba un recurso: sopesar 
			la situación con espíritu frío y lúcido, que era un método cuya 
			validez había constatado en sus viejos tiempos de ingeniero e 
			inventor, un método que podía ser una fuente casi inagotable de 
			ideas ingeniosas. 
			 
			  
			Desplegando todo su potencial imaginativo, trató 
			de desvelar el engranaje secreto de los acontecimientos, los cuales 
			debían haberse producido antes de que Eva abandonara el hotel. 
			Intentó ponerse en su lugar, especulando acerca de cuál sería su 
			estado de ánimo mientras esperaba el momento de marcharse. 
			 
			El hecho de que enviara previamente su equipaje en vez de utilizar 
			el coche del hotel le hizo suponer que proyectaba ir a ver a 
			alguien. 
			 
			Pero… ¿a quien?… ¿y tan tarde?… 
			 
			Súbitamente recordó que Eva había rogado a Sephardi que fuera a ver 
			a Swammerdam lo antes posible. 
			 
			El viejo coleccionista de mariposas vivía en el Zee Dijk —un barrio 
			de criminales, según decía el artículo del asesinato—. ¡Sí!. No 
			habia podido ir a ningún otro sitio. 
			 
			Pensó en las terribles eventualidades que podían amenazarla en aquel 
			barrio y le dieron escalofríos. Había oído hablar de tabernas en las 
			que se robaba a los extranjeros y, tras asesinarlos, arrojaban sus 
			cuerpos al canal… el pelo se le erizaba al imaginar que hubiera 
			podido ocurrirle algo así a Eva. 
			 
			Instantes después, el automóvil cruzaba velozmente el puente de 
			Openharen, que llevaba a la Iglesia de San Nicolás. Se detuvieron. 
			
			 
			  
			El chofer le explicó que era imposible entrar con el coche en los 
			estrechos callejones del Zee Dijk, el señor debía ir a la taberna 
			del “Príncipe de Orange”, le dijo mientras señalaba hacia un rayo de 
			luz, y preguntar al tabernero por la dirección que buscaba. 
			 
			 
			 
			 
			La puerta de la taberna estaba abierta y Hauberrisser entró 
			precipitadamente.  
			  
			El local, excluyendo al hombre que estaba de pie 
			detrás del mostrador y que lo miraba con disimulo, se hallaba vacío. 
			A lo lejos estallaron fuertes gritos que parecían proceder de alguna 
			pelea. 
			 
			El tabernero, después de recibir una propina, le indicó que el señor 
			Swammerdam vivía en el cuarto piso y, a regañadientes, le mostró una 
			escalera bastante peligrosa. 
			
				—No, la señorita van Druysen no ha vuelto por nuestra casa —contestó 
			el viejo coleccionista moviendo la cabeza después de que 
			Hauberrisser le contara sus preocupaciones. 
			 
			Aún no se había acostado y se hallaba completamente vestido. Una 
			única vela, casi consumida, sobre la mesa vacía, y la expresión 
			dolida de su rostro, daban a entender que había pasado horas en la 
			habitación meditando acerca del terrible final de su amigo 
			Klinkherbogk. 
			 
			Hauberrisser le cogió la mano. 
			
				—Perdóneme, señor Swammerdam, por sorprenderlo así, en plena noche y 
			sin ninguna consideración hacia su dolor. Sí, sé lo que acaba de 
			perder… —se interrumpió al advertir la expresión perpleja del 
			anciano— incluso conozco los detalles, el doctor Sephardi me lo ha 
			contado todo hoy. Si a Vd. le parece bien, luego podemos hablar de 
			ello detenidamente, pero en este momento toda mi preocupación es 
			Eva. Si pensaba realmente venir a verle y la han asaltado por el 
			camino… ¡Por el amor de Dios, no quiero ni pensarlo!. 
			 
			Hauberrisser se incorporó de un salto, y totalmente fuera de sí a 
			causa de la inquietud, se puso a dar vueltas por el cuarto. 
			Swammerdam reflexionó durante un rato y con tono optimista le dijo: 
			
				—Por favor, no quisiera que interpretara mis palabras como una 
			fórmula vacía y consoladora… La señorita van Druysen no ha muerto. 
			 
			Hauberrisser se dio la vuelta vehementemente. 
			
				—¿Cómo lo sabe?. 
			 
			El tono tranquilo y firme del anciano le había quitado un peso de 
			encima. 
			 
			Swammerdam vaciló un momento antes de contestar. 
			
				—Porque entonces la vería —dijo finalmente a media voz. Hauberrisser 
			le cogió del brazo.
  —¡Le suplico que me ayude si puede!. Sé que toda su vida ha estado 
			presidida por la fe, quizás su mirada pueda ver más profundo que la 
			mía. Una persona imparcial puede ver a menudo…
  —No soy tan imparcial como Vd. cree, señor Hauberrisser —lo 
			interrumpió—. Sólo he visto una vez a la señorita, pero no exagero 
			si le digo que la quiero tanto como si fuese mi hija. No me dé las 
			gracias, no hay de qué. Es absolutamente natural que haga todo lo 
			que esté en mis débiles manos para ayudarles a ella y a Vd., aunque 
			para ello tenga que verter mi vieja e inútil sangre. Ahora escúcheme 
			tranquilamente, se lo ruego: probablemente está en lo cierto al 
			suponer que le ha ocurrido algún accidente.  
				  
				No fue a ver a su tía, 
			en tal caso yo lo hubiera sabido a través de mi hermana que acaba de 
			regresar del convento. No puedo asegurarle que la encontremos hoy, 
			pero lo intentaremos por todos los medios. Y si no la hallamos, por 
			favor, no se preocupe, estoy totalmente seguro de que… alguien en 
			comparación con el cual no somos nada, la protege. No quisiera 
			emplear expresiones que le resulten enigmáticas… Tal vez un día 
			llegue el momento de poder decirle por qué estoy tan firmemente 
			convencido de que la señorita Eva habrá seguido un consejo que yo le 
			di…  
				  
				Lo que le ha ocurrido hoy será posiblemente la primera 
			consecuencia de ello. Mi amigo Klinkherbogk eligió en su día un 
			camino similar al que ahora ha tomado la señorita Van Druysen. Yo 
			había presentido su final desde hacía mucho tiempo, pero me aferraba 
			a la esperanza de poder evitárselo con mis ardientes oraciones. La 
			noche pasada me probó algo que yo sabía desde siempre: la oración es 
			un medio para despertar de manera intensa las fuerzas que dormitan 
			dentro de nosotros.  
				  
				Creer que los rezos pueden modificar la voluntad 
			de Dios es una locura. Los hombres que han puesto su suerte en manos 
			del espíritu que mora en ellos mismos se rigen por la ley 
			espiritual. Se han emancipado de la tutela de la tierra, cuyos 
			dueños serán un día. Los sucesos que les ocurren tienen un sentido, 
			sirven siempre para impulsarlos hacia adelante. Todo cuanto les 
			ocurre lo hacen en un momento y de una manera que jamás podría ser 
			más propicio.  
				  
				Créame, señor, ése es el caso de la señorita Eva. Lo 
			difícil es invocar al espíritu que debe guiar nuestro destino. Sólo 
			oye la voz del que está maduro, y la llamada debe ser dictada por el 
			amor al prójimo, en otro caso se despertarían en nosotros fuerzas 
			tenebrosas.
  »Los Judíos Cabalistas lo expresan así: “Hay seres del imperio sin 
			luz del Sí, ellos interceptan las oraciones que no tienen alas”. Con 
			ello no se refieren a demonios que estén fuera de nosotros, sino a 
			los mágicos venenos de nuestro interior, esos venenos que 
			desintegran nuestro Yo cuando se despierta.
  —¿Pero, no podría ser que como su amigo Klinkherbogk, Eva haya ido 
			hacia su perdición? —exclamó Hauberrisser, agitado.
  —¡No!. Déjeme terminar, por favor. Nunca habría tenido el valor de 
			darle un consejo tan peligroso si en aquel momento no hubiera 
			percibido la presencia de aquél a quien acabo de mencionar. Ni Vd. 
			ni yo somos nada frente a él. Durante mi larga vida, y a través de 
			indecibles sufrimientos, he aprendido a distinguir su voz de las 
			insinuaciones de los deseos humanos. 
			 
			El único peligro que corre la señorita Eva es el de escoger un mal 
			momento para la invocación, y ese momento peligroso, gracias a Dios, 
			ya ha pasado.  
			  
			¡Hace apenas unas horas —Swammerdam sonrió con 
			alegría— que ella ha sido escuchada!. Quizás… no quiero ufanarme por 
			ello, porque tales cosas me suceden cuando estoy ausente y absorto, 
			en trance… Quizás haya tenido yo la suerte de haber podido acudir en 
			su ayuda. 
			 
			Fue hacia la puerta y la abrió para su huésped. 
			
				—Ahora vamos a hacer lo que nos dicte la fría razón. En tanto que 
			todo lo material no esté de nuestro lado, no tendremos derecho a 
			esperar ayuda de lo espiritual. Bajemos a la taberna y ofrezca 
			dinero a los marineros para que busquen a la señorita, prometa 
			recompensar a quien la encuentre sana y salva.  
				  
				Podrá Vd. comprobar 
			que son capaces de arriesgar sus vidas si fuera necesario. Estos 
			hombres son mejores de lo que suele creerse, lo que pasa es que se 
			han extraviado en la selva de sus almas y por ello dan la impresión 
			de ser bestias salvajes. En ellos se oculta una porción de heroísmo 
			que buena falta les haría a tantos burgueses decentes. Esta 
			capacidad heroica se manifiesta en ellos como salvajismo porque no 
			saben reconocer la naturaleza de la fuerza que los impele.  
				  
				No temen 
			a la muerte, y los hombres valientes nunca son malos en el fondo. El 
			signo más evidente de que alguien lleva dentro de sí la inmortalidad 
			es su desprecio por la muerte. 
			 
			Swammerdam y Hauberrisser penetraron en la taberna. La sala estaba 
			repleta. En mitad de la misma, tendido en el suelo, yacía el cadáver 
			del marinero chileno cuyo cráneo había sido destrozado por el negro. 
			 
			A preguntas de Swammerdam, el tabernero respondió de manera evasiva, 
			dijo que no había sido más que una de tantas peleas de las que se 
			producían a diario en el puerto. 
			
				—¡El maldito negro de ayer…! —empezó a decir la camarera Antje, pero 
			no pudo continuar porque el tabernero le propinó un violento golpe 
			en las costillas.
  —¡Cállate, guarra! —le gritó—. Era un fogonero negro de un barco 
			brasileño, ¡¿entendido?!. 
			 
			Hauberrisser llamó aparte a uno de los bribones, le dio una moneda y 
			comenzó a interrogarle. 
			 
			Enseguida se vieron rodeados por toda una banda de tipos salvajes 
			que les ofrecían las más diversas descripciones de la forma en que 
			habían ajustado las cuentas al negro. Sólo estaban de acuerdo en un 
			punto: se trataba de un fogonero extranjero. El amenazador semblante 
			del tabernero los mantenía a raya y sus gruñidos les recordaban que 
			bajo ningún concepto debían dar ningún detalle que pudiera delatar 
			al zulú.  
			  
			Sabían que, de habérseles ocurrido apuñalar a tan valioso 
			parroquiano, el tabernero no hubiera movido ni siquiera el dedo 
			meñique, pero también sabían que la sagrada ley portuaria los obliga 
			a aliarse incluso con el enemigo cuando un peligro foráneo los 
			amenazaba. 
			 
			Hauberrisser escuchaba con impaciencia las fanfarronadas cuando de 
			pronto oyó algo que hizo que su sangre se le agolpara en el corazón: 
			Antje mencionó que el negro había asaltado a una dama joven y 
			distinguida. 
			 
			Se apoyó un momento sobre Swammerdam para no derrumbarse. Luego 
			vació su cartera en la mano de la camarera, era incapaz de 
			pronunciar una sola palabra, y la invitó mediante señas a que 
			contara lo ocurrido. 
			 
			Habían oído gritos de mujer, contaron todos juntos, y salieron a la 
			calle. 
			
				—Yo la he tenido en mi regazo, estaba desmayada —exclamó Antje. 
				 —¿Pero dónde está?. ¿Dónde está? —gritó Hauberrisser. 
			 
			Los marineros se callaron, mirándose con perplejidad, como si 
			acabaran de comprender.  
			  
			Nadie sabía dónde estaba Eva. 
			
				—Yo la he tenido en mi regazo —insistió Antje—. Se veía que no tenía 
			ni la menor idea del lugar en el que Eva había desaparecido. 
			 
			Todos salieron corriendo, Hauberrisser y Swammerdam iban en medio 
			del grupo. Exploraron las callejuelas gritando el nombre de Eva e 
			iluminando cada rincón del jardín de la iglesia. 
			
				—Por allí se subió el negro —explicó la camarera señalando hacia el 
			tejado verde— y aquí la dejé sobre el adoquinado, yo también quería 
			perseguirlo, luego llevamos el muerto a la taberna y me olvidé de 
			ella. 
			 
			Despertaron a los inquilinos de las casas vecinas para preguntarles 
			si Eva se había refugiado en alguna de ellas, pero en ninguna parte 
			había rastro alguno de la desaparecida. 
			 
			Roto el cuerpo y el alma, Hauberrisser prometió todo lo que deseara 
			al que fuese capaz de traerle noticias de Eva. Swammerdam intentó en 
			vano tranquilizarlo. La idea de que Eva, desesperada por lo 
			ocurrido, se hubiera suicidado tirándose al canal, le quitaba los 
			últimos restos de sentido común. Los marineros se desplegaron a lo 
			largo de toda la Nieuwe Vaart, hasta el muelle de Prins Hendrik, y 
			volvieron sin el menor resultado. 
			 
			Pronto el barrio entero participó en la búsqueda; los pescadores, 
			apenas vestidos, sondearon los atracaderos con las farolas de sus 
			barcos y prometieron que al amanecer rastrearían todos los canales. 
			 
			A cada instante, Hauberrisser temía enterarse por boca de la 
			camarera, que no cesaba de narrarle de mil maneras distintas los 
			detalles del suceso, de que el negro había violado a Eva. Esa 
			pregunta le quemaba el corazón sin que se atreviese a formularla. 
			Finalmente se decidió, y balbuciendo, dio a entender lo que pensaba. 
			 
			Los golfos, que trataban de consolarlo jurándole que despedazarían 
			al zulú en cuanto lo hallaran, se quedaron callados, evitaron 
			mirarlo a los ojos y algunos escupieron en silencio. Antje sollozó 
			quedamente. 
			 
			A pesar de habitar en aquella inmundicia, todavía era lo bastante 
			mujer como para compadecerse del corazón roto de Hauberrisser. Sólo 
			Swammerdam permanecía tranquilo y sosegado. La inquebrantable 
			confianza que se reflejaba en su rostro, la amable paciencia con la 
			que movía la cabeza, sonriendo suavemente, cada vez que alguien 
			hacía la conjetura de que Eva se hubiese ahogado, terminaron por 
			inspirar una renovada actitud de esperanza en Hauberrisser. 
			 
			  
			Finalmente siguió el consejo del anciano, marchándose a casa en su 
			compañía. 
			
				—Ahora acuéstese y descanse —aconsejó Swammerdam cuando llegaron al 
			piso—. No permita que las preocupaciones alteren su sueño. Se puede 
			trabajar mejor con el alma cuando no es estorbada por las penas del 
			cuerpo, se puede trabajar con ella mejor de lo que se imaginan los 
			hombres. Déjeme que me encargue de todo lo que queda por hacer. 
			Avisaré a la policía para que busque a su prometida. No es que 
			espere mucho de ello, pero es necesario llevar a cabo todo lo que 
			exige la razón sensata. 
			 
			Por el camino, Swammerdam había tratado de desviar hacia otros temas 
			la atención de Hauberrisser, de tal manera que el joven le contó 
			brevemente el hallazgo del diario enrollado y le mencionó sus planes 
			de emprender unos estudios que se habían visto truncados quizás para 
			siempre. 
			 
			El viejo, viendo que la desesperanza volvía a nacer en el semblante 
			de Hauberrisser, cogió su mano y no la soltó durante un rato. 
			
				—Quisiera transmitirle la seguridad que siento con respecto a la 
			señorita Eva. Si tuviera tan sólo una mínima parte de ella, Vd. 
			mismo sabría lo que el destino espera que haga. Pero entretanto, lo 
			único que puedo hacer es darle un consejo. ¿Seguirá Vd. mi consejo?. 
				 —Puede estar seguro —prometió Hauberrisser, nuevamente perturbado 
			por el recuerdo de las palabras de Eva en Hilversum en el sentido de 
			que Swammerdam, gracias a su viva fe, sería capaz de encontrar lo 
			más elevado—. Confíe en ello. Emana tanta fuerza de Vd. que a veces 
			me da la sensación de hallarme protegido contra el huracán por un 
			árbol milenario. 
			 
			Cada palabra suya me reconforta. 
			
				—Quiero contarle un pequeño incidente —comenzó Swammerdam—que me ha 
			servido de referencia en la vida, por muy insignificante que al 
			principio me pareciera. En aquel entonces yo era aún bastante joven 
			y acababa de sufrir una decepción tan grande que la tierra se me 
			antojó durante mucho tiempo un lugar lúgubre e infernal. El destino 
			me trataba como un verdugo implacable. Inmerso en tal estado de 
			ánimo, sucedió que un día fui testigo de la manera en que se 
			adiestraba a un caballo.  
				  
				Lo tenían atado a una larga correa, 
			obligándolo a dar vueltas en círculo sin que se le permitiera ni un 
			segundo de reposo. Cada vez que llegaba a un obstáculo que debía 
			saltar, lo esquivaba y se ponía terco. Los latigazos llovían sobre 
			su lomo durante horas, pero el caballo se negaba a saltar. El hombre 
			que lo atormentaba no era cruel, sufría visiblemente a consecuencia 
			del brutal trabajo que debía cumplir.  
				  
				Tenía una cara amable y 
			bonachona, y cuando le reproché su comportamiento, me contestó:  
				  
				«Preferiría gastarme todo el jornal en comprarle terrones de azúcar 
			si con ello comprendiera lo que quiero de él. Lo he intentado muchas 
			veces, pero siempre sin resultado. Es como si el diablo habitara en 
			este animal y le cegara el cerebro. Y eso que se le exige tan poca 
			cosa». Vi un ansia mortal en los delirantes ojos del caballo cada 
			vez que se acercaba de nuevo al obstáculo, el temor a recibir más 
			latigazos hacía reverberar en ellos el miedo.  
				  
				Me rompí la cabeza 
			intentando hallar otro medio de hacerse comprender por el pobre 
			animal. Mientras le gritaba, primero con el espíritu y después con 
			palabras, que saltase porque de esa manera todo se acabaría 
			rápidamente, tuve que constatar, muy a mi pesar, que el doloroso 
			sufrimiento era el único maestro capaz de hacerle llegar a la meta. 
			Entonces reconocí súbitamente que yo actuaba lo mismo que el 
			caballo: el destino me estaba golpeando y todo lo que yo sabía es 
			que sufría.
  »Odiaba a la fuerza invisible que me torturaba, pero hasta aquel 
			momento no había acabado de comprender que todo aquello sucedía 
			únicamente para que yo realizara algo, quizás salvar un obstáculo 
			espiritual que se hallaba ante mí.
  »Esta pequeña experiencia se convirtió en un hito en mi camino: 
			aprendí a amar a los seres invisibles que me empujaban hacia delante 
			a latigazos, porque sentía que hubiesen preferido darme azúcar si 
			con ello consiguieran elevarme a un escalón superior al que ocupa la 
			efímera humanidad.
  »El ejemplo que cito está algo cojo, naturalmente —continuó 
			Swammerdam con humor—. Cabe la pregunta de si el caballo progresaría 
			realmente por haber aprendido a saltar, o de si hubiera sido mejor 
			dejarlo en su estado salvaje. Pero sobra que le diga esto. Para mí 
			contó sobre todo una cosa: hasta entonces había vivido en la errónea 
			convicción de que todo lo malo que me sucedía era un castigo, 
			atormentándome por descubrir la razón de merecerlo. De repente 
			encontré un sentido para los rigores del destino y aunque a menudo 
			no comprendía qué obstáculo debía saltar, me esforzaba por ser un 
			caballo dócil.
  »Pude experimentar en mí mismo el extraño y oculto sentido básico 
			del versículo bíblico que habla del perdón de los pecados: con la 
			noción del castigo había desaparecido igualmente la del pecado. 
			Sustituí la caricatura de un Dios vengador por una fuerza benéfica, 
			despojada de forma, que sólo deseaba instruirme, de la misma manera 
			que el hombre quería instruir al caballo. A menudo he contado esta 
			historia a otras personas, pero casi nunca caía en suelo fértil. La 
			gente se persuadía de que, siguiendo mi consejo, podrían adivinar lo 
			que el invisible “domador” esperaba de ellos.  
				  
				Y como los golpes del 
			destino no cesaban inmediatamente, volvían a caer en la vieja 
			rutina, volvían a cargarse con la misma cruz que antes, unos 
			quejándose y otros refugiándose en una falsa humildad, “resignados”. 
			Le diré una cosa: el que está tan avanzado como para adivinar a 
			veces lo que quieren de él los seres del más allá, ya ha realizado 
			la mitad del trabajo. El sólo deseo de adivinarlo, por sí mismo, 
			conlleva ya un cambio total en la concepción de la vida. La 
			capacidad de adivinar, es algo más, es el fruto de esa semilla. 
				 »¡Es tan difícil adivinar lo que debemos hacer!. Nuestros primeros 
			pasos son un tanteo irrazonable, las acciones que llevamos a efecto 
			recuerdan a las de los lunáticos, y no parecen estar relacionadas 
			entre sí. Pero poco a poco vemos cómo emerge un rostro del caos, un 
			rostro en cuyas facciones podemos leer la voluntad del destino. Al 
			principio sólo hace muecas. 
			 
			Así ocurre con todo lo grande. 
			 
			  
			Cada nuevo invento, cada idea nueva 
			que se manifiesta en el mundo es al comienzo una especie de mueca. 
			El primer modelo de avión fue, durante mucho tiempo, y hasta que se 
			convirtió en un auténtico aeroplano, una caricatura de un dragón. 
			
				—Quería Vd. decirme lo que cree que debería hacer —pidió 
			Hauberrisser casi con timidez. Adivinaba que el anciano se había 
			extendido tanto por temor a que su consejo, al que estimaba 
			ostensiblemente como muy valioso, no fuese recibido con la debida 
			consideración y pudiera ser desechado.
  —Es cierto, señor. Pero tenía que poner antes los fundamentos para 
			que no se extrañe por lo que voy a encomendarle. Tendrá que hacer 
			algo que en su opinión significará más bien una interrupción del 
			impulso natural que experimenta ahora. Sé, porque es humano y 
			comprensible, que en este momento sólo desea buscar a Eva. No 
			obstante, lo que debe hacer es lo que sigue: tiene Vd. que buscar la 
			fuerza mágica que excluirá que en el futuro le suceda otra desgracia 
			a su novia.  
				  
				De otro modo podría ser que la encuentre únicamente para 
			volver a perderla, así como los humanos se encuentran en la Tierra 
			para ser separados por la muerte. Es necesario que la encuentre, 
			pero no como se encuentra a un objeto perdido, sino de una manera 
			nueva, encontrarla doblemente. Usted mismo me dijo en el camino que 
			su vida estaba cambiando paulatinamente, como un río amenazado de 
			perderse en las arenas.  
				  
				Todo ser humano llega algún día a este 
			punto, aunque no sea en una sola existencia. Conozco eso. Es como 
			una muerte que sólo concierne al ser interior, dispensando al 
			cuerpo. 
			 
			Pero precisamente ese es el instante más valioso que poseemos, un 
			instante que puede conducir a la victoria sobre la muerte.  
			  
			El 
			espíritu de la tierra nota muy bien cuando está corriendo el peligro 
			de ser vencido por el hombre, por eso no tiende sus trampas más 
			pérfidas hasta ese momento. Plantéese a sí mismo la pregunta: ¿qué 
			pasaría si ahora encontrara a Eva?. De tener el valor suficiente 
			para afrontar la verdad, tendría que contestarse que el curso de sus 
			respectivas vidas continuaría fluyendo aún durante algún tiempo, 
			pero finalmente se secaría en las arenas de lo cotidiano. ¿No 
			mencionó que Eva tenía mucho miedo de casarse?.  
			  
			Es precisamente 
			porque el destino quiere preservarla de ello, por eso les ha reunido 
			tan rápidamente como los ha separado. 
			
				»En cualquier otra época su vivencia no sería más que una mueca de 
			la vida, pero en ésta, cuando casi toda la humanidad se halla frente 
			a un enorme vacío, me parece imposible. No puedo conocer el 
			contenido del rollo que le llegó de tan misteriosa forma. Sin 
			embargo, le aconsejo que deje de lado lo externo y busque lo que 
			necesita en las lecciones escritas por aquel desconocido. Se lo 
			aconsejo muy vivamente. Pese a que tropiece en ellas con las muecas 
			de una desconcertante caricatura; aunque las mismas lecciones fuesen 
			engañosas acabaría encontrando en ellas lo que necesita.
  »Quien busca correctamente no puede hallar una mentira. No existe 
			mentira en la que no pueda descubrirse la verdad. Sólo es necesario 
			que el que busca se encuentre en el punto justo. —Swammerdam se 
			despidió de Hauberrisser con un rápido apretón de manos—. Y usted se 
			encuentra hoy en ese punto exactamente. Podrá usted servirse sin 
			peligro de temibles fuerzas que en otro momento lo conducirían 
			irremediablemente hacia la locura, porque ahora es el amor quien las 
			convoca. 
			 
			
			 
			
			
			Regresar al Contenido 
			
			  
			
			  
			
			  
			
			  
			
			  
			
			
			Capítulo X 
			 
			El primer acto de Sephardi, la mañana siguiente a su visita a 
			Hilversum, consistió en ir a ver al psiquiatra Debrouwer para 
			informarse sobre el caso de Lázaro Eidotter. 
			 
			Estaba demasiado convencido de la inocencia del viejo judío como 
			para no sentirse obligado a intervenir en favor de su 
			correligionario, más en cuanto que el doctor Debrouwer pasaba por 
			ser un alienista extremadamente mediocre y de diagnóstico poco 
			seguro. 
			 
			Aunque Sephardi sólo había visto a Eidotter una vez en su vida, 
			sentía gran simpatía por él. 
			 
			El sólo hecho de que formara parte de un círculo de místicos 
			cristianos siendo judío, permitía suponer que era un Chassid 
			cabalístico, y todo lo referente a esta extraña secta judía le 
			interesaba en el mayor grado. 
			
			 
			
			 
			 
			 
			 
			No se había equivocado al suponer que el psiquiatra emitiría un 
			juicio totalmente erróneo.  
			  
			Apenas había expresado su convicción de 
			que Eidotter era inocente y de que sus confesiones se explicaban por 
			un ataque de histeria, cuando fue interrumpido por el doctor 
			Debrouwer, cuyo exterior delataba al pseudocientífico de cabeza 
			hueca: 
			
				—El examen no ha revelado ninguna anomalía. Sólo lo tengo en 
			observación desde ayer, pero está claro que no hay ningún síntoma 
			patológico.
  —¿Considera, entonces, que el viejo es un asesino consciente y que 
			su confesión es verídica? —preguntó el doctor Sephardi con sequedad. 
			 
			Los ojos del médico adoptaron una expresión de inteligencia 
			sobrenatural. Se colocó hábilmente a contraluz, para que el reflejo 
			de sus pequeñas gafas ovaladas realzara aún más, si cabía, su 
			imponente rostro de pensador.  
			  
			Bajando la voz, como si de un secreto 
			se tratara, dijo en tono misterioso: 
			
				—No es que Eidotter sea el asesino, pero sí es cómplice. Se trata de 
			una conspiración.
  —¿Ah, sí?. ¿Y en qué basa usted esa conclusión?. 
			 
			El doctor Debrouwer se inclinó hacia delante y susurró: 
			
				—Su confesión coincide en ciertos puntos con los hechos, por 
			consiguiente, debe conocerlos. Se denunció a sí mismo como asesino 
			para que sus cómplices tuvieran tiempo de escapar.
  —Se conocen, pues, todos los detalles del asesinato. 
				 —Desde luego. Uno de nuestros más célebres criminalistas los 
			descubrió a partir del dictamen pericial. El zapatero Klinkherbogk, 
			en un ataque de… dementia praecox — Sephardi tuvo que contener la 
			sonrisa— apuñaló a su nieta con una lezna, y cuando se disponía a 
			abandonar el cuarto, fue asesinado por el criminal que acababa de 
			entrar a la habitación. Después, el asesino tiró el cadáver por la 
			ventana, al canal. Se ha encontrado una corona de papel dorado que 
			pertenecía a Klinkherbogk flotando sobre el agua.
  —¿Y el relato de Eidotter es exactamente igual?. 
				 —¡Sí, precisamente! —el doctor Debrouwer soltó una carcajada—. 
			Cuando los inquilinos supieron lo del asesinato, algunos de ellos 
			quisieron despertar a Eidotter y lo encontraron desmayado, sin 
			conocimiento. Está claro que fingía. Y por otra parte, de no haber 
			participado en el crimen, no podía saber que la pequeña murió 
			acuchillada por una lezna, no obstante lo mencionó expresamente en 
			su confesión. El hecho de que también se haya declarado culpable del 
			infanticidio tiene fácil explicación: lo hizo para confundir a la 
			policía.
  —¿Y de qué modo pretende haber sorprendido al zapatero?. 
				 —Afirma que se subió por una cadena que cuelga desde el tejado hasta 
			el agua del canal, y luego dice que le rompió el cuello a 
			Klinkherbogk, que lo había recibido alegre y con los brazos 
			abiertos. Puras tonterías, desde luego.
  —Dice usted que es imposible que supiera lo de la lezna. ¿No podría 
			habérselo dicho alguien antes de entregarse a la policía?.
  —Imposible. 
			 
			Sephardi se quedó muy pensativo. 
			 
			  
			Su hipótesis inicial en el sentido 
			de que Eidotter se había declarado culpable para cumplir una misión 
			imaginaria que se correspondiese con su nombre de “Simón, el 
			portador de la cruz”, no se tenía en pie. Si el médico no mentía, 
			¿cómo era posible que Eidotter conociera el detalle de la lezna?. 
			Sephardi intuyó que el caso del viejo tenía que ver con fenómenos de 
			adivinación consciente. 
			 
			Abrió la boca para expresar su sospecha de que el asesino podría ser 
			el zulú, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, 
			sintió, desde el fondo de su ser, un golpe violento que lo hizo 
			callar enseguida. 
			 
			Había sido casi como un contacto físico, pero a pesar de ello no 
			concedió mayor importancia al asunto. Se limitó a preguntar si le 
			estaba permitido hablar con Eidotter. 
			
				—En principio no debería consentirlo —respondió Debrouwer— sobre 
			todo porque usted, según las informaciones del tribunal, estuvo con 
			él poco antes de los acontecimientos, en casa de Swammerdam. Pero si 
			insiste, y en atención a su inatacable reputación de sabio aquí en 
			Amsterdam, excederé con gusto mis atribuciones —tocó el timbre y 
			ordenó a un guardia que acompañara a Sephardi a la celda.
  
				 
			 
			 
			 
			 
			El viejo judío, tal como se le podía ver a través de la ventanilla 
			de la puerta, estaba sentado ante la ventana enrejada, contemplando 
			el cielo soleado. 
			 
			Al oír la puerta se levantó con indiferencia. 
			 
			Sephardi se acercó a él rápidamente y le apretó la mano. 
			
				—He venido a verle, señor Eidotter, primero porque lo considero un 
			deber de correligionario…
  —Correligionario —murmuró Eidotter respetuosamente, haciendo una 
			reverencia.
  —…y segundo, porque estoy convencido de su inocencia. 
				 —Inocencia —repitió el anciano como un eco.
  —Me temo que no confía en mí —continuó Sephardi tras un silencio—. 
			No se preocupe, he venido como amigo.
  —Como amigo —dijo Eidotter como una máquina. 
				 —¿Acaso no me cree?. Me causaría mucha pena. 
			 
			El viejo judío pasó la mano por la frente con lentitud, como si 
			acabara de despertar. 
			 
			Poniéndose la mano en el corazón, y articulando penosamente las 
			palabras —se esforzaba por evitar todo rastro de dialecto— dijo: 
			
				—Yo… yo no tengo… enemigos. ¿Y entonces?… Y por lo que ha dicho de 
			que viene como amigo, ¿de dónde sacaré el derecho de dudar de sus 
			palabras?.
  —Muy bien. Me alegro. Voy a poder hablarle con toda franqueza, señor 
			Eidotter — Sephardi aceptó la silla que le ofrecía el viejo, y se 
			sentó de manera apropiada para poder observar su fisonomía—. Si 
			ahora le planteo algunas preguntas, no es por curiosidad, sino para 
			ayudarle a salir de la fatal situación en que se encuentra.
  —…Ayudarle… —murmuró Eidotter. 
			 
			Sephardi se calló durante un rato. Contempló con atención el rostro 
			del anciano, que aparecía inmóvil e impasible, sin la menor traza de 
			emoción. 
			 
			Advirtió a primera vista las profundas arrugas que surcaban su cara, 
			debía haber sufrido horriblemente. Sin embargo, reparó en un extraño 
			contraste, un brillo ingenuo en sus ojos abiertos, una claridad como 
			nunca había visto en un judío ruso.  
			  
			En la habitación de Swammerdam, 
			pobremente iluminada, no se había dado cuenta de ello. Había tomado 
			al viejo por un sectario, influenciado por una religiosidad 
			exagerada, que oscilaba entre el fanatismo y la autoflagelación. El 
			hombre que ahora estaba frente a él era completamente distinto. Sus 
			labios no eran toscos, ni tenían la expresión astuta y repugnante 
			que solía caracterizar al típico judío ruso. En cada línea revelaban 
			una extraordinaria potencia imaginativa. 
			 
			Sephardi no podía imaginarse que esa mezcla de pueril inocencia y 
			decadencia senil fuera capaz de llevar un despacho de licores en un 
			barrio de criminales. 
			
				—Dígame —empezó con tono amable— ¿cómo se le ha ocurrido 
			autoinculparse del asesinato de Klinkherbogk y de su nieta?. ¿Quería 
			proteger a alguien?. 
			 
			Eidotter negó con la cabeza: 
			
				—¿A quién tendría que proteger, si he sido yo el que los mató?. 
			 
			Sephardi fingió que daba crédito a su afirmación: 
			
				—¿Y por qué los mató?. 
				 —Pues… por los mil florines.
  —¿Y dónde tiene guardado el dinero?. 
				 —Eso ya me lo preguntaron los Gaónims —señaló hacia la puerta con el 
			dedo pulgar —. No lo sé.
  —¿No se arrepiente de lo que ha hecho?. 
				 —¿Arrepentirme? —el viejo reflexionó—. ¿Por qué iba yo a 
			arrepentirme?. Si no es culpa mía. 
			 
			Sephardi se sorprendió. Aquello no era una respuesta de loco. 
			 
			  
			Dijo 
			sencillamente: 
			
				—Desde luego que usted no tiene la culpa. Porque no ha cometido el 
			crimen. Usted estaba durmiendo en la cama, todo se lo ha imaginado. 
			Tampoco se subió por la cadena. A su edad no hubiera podido hacerlo. 
			 
			Eidotter vaciló. 
			
				—¿Quiere decir que yo no soy el asesino?. 
				 —Naturalmente. Está más claro que el agua. 
			 
			El anciano volvió a meditar durante un instante antes de gruñir con 
			indiferencia: 
			
				—Bueno. Parece lógico. 
			 
			En sus facciones no se esbozó ni la menor señal de alegría. Ni 
			siquiera pareció sorprenderse. 
			 
			El asunto le resultaba a Sephardi más enigmático cada vez. De 
			haberse producido un cambio de conciencia en Eidotter, se reflejaría 
			en sus ojos, los cuales, sin embargo, tenían todavía la misma mirada 
			pueril de antes.  
			  
			Tampoco podía tratarse de una simulación 
			intencionada, el anciano había aceptado el hecho de su inocencia 
			como algo que no merecía ser comentado. 
			
				—¿Sabe lo que habría pasado de haber cometido usted el asesinato 
			realmente? — preguntó Sephardi con insistencia—. ¡Lo habrían 
			condenado a muerte!.
  —¡Hm!. Condenado a muerte.
  —Sí, señor. ¿No le asusta la idea?. 
			 
			Evidentemente, la cuestión no producía ningún efecto en el viejo. Su 
			rostro se volvió tan sólo algo más pensativo, como si lo iluminara 
			un recuerdo. Alzó los hombros y dijo: 
			
				—Han ocurrido cosas mucho más terribles en mi vida, señor doctor. 
			 
			Sephardi aguardó a que siguiera hablando, pero Eidotter se había 
			sumido nuevamente en un silencio de muerte. 
			
				—¿Siempre ha sido comerciante de licores?. 
			 
			El viejo sacudió la cabeza, asintiendo. 
			
				—¿Marcha bien su negocio?. 
				 —No lo sé.
  —Pues si es tan indiferente con su negocio, un día lo perderá todo. 
				 —Claro, cuando uno se descuida —fue la ingenua respuesta de Eidotter. 
				 —¿Y quién cuida de él?. ¿Usted?. ¿O tiene mujer e hijos que se 
			ocupen de él?.
  —Mi mujer murió hace mucho tiempo y… y los niños también. 
			 
			Sephardi creyó ver un camino abierto hacia el corazón del anciano. 
			
				—¿No piensa de vez en cuando en los suyos con amor?. No sé si hará 
			mucho tiempo desde que los perdió, pero es imposible que se sienta 
			feliz con su soledad. Verá, yo tampoco tengo a nadie que se ocupe de 
			mí, puedo ponerme en su lugar fácilmente. No se lo pregunto por 
			curiosidad, ni por descifrar el enigma que representa usted para mí 
			—dijo, olvidando sin darse cuenta el motivo de su visita— lo hago 
			por pura humanidad y…
  —…y porque su estado de ánimo lo necesita, y no puede evitarlo 
			—completó Eidotter, transformado por un instante. 
			 
			En el semblante hasta ahora apagado del viejo se reflejó por un 
			momento un sentimiento de compasión y de profunda comprensión. 
			 
			Un segundo después su cara volvió a ser la misma página en blanco 
			del principio de la visita.  
			  
			Sephardi lo oyó murmurar, como ausente 
			de espíritu: 
			
				—Rabbi Jochanan dijo: «Formar un matrimonio acertado entre los seres 
			humanos es un milagro más grande que el realizado por Moisés en el 
			mar Rojo». 
			 
			Comprendió de pronto que, aunque sólo fuera por un instante, el 
			viejo había compartido su dolor por la pérdida de Eva, un dolor del 
			que él mismo no era plenamente consciente en este momento.  
			  
			Recordó 
			una leyenda de los Chassidim según la cual existían algunas personas 
			en esa comunidad, que sin estar locos, presentaban toda la 
			apariencia de estarlo, personas que al ser despojadas de su Yo 
			experimentaban las penas y alegrías de otros con tanta fuerza como 
			si fuesen propias. Lo había tomado por una fábula. ¿Podría resultar 
			que ese viejo de razón perturbada constituyera un vivo testimonio de 
			la leyenda?.  
			  
			Su comportamiento, el hecho de que él mismo creyera 
			haber matado a Klinkherbogk, su forma de actuar hasta el momento, 
			visto así todo se situaba bajo una luz diferente. 
			
				—¿No recuerda si alguna vez se le ocurrió creer que había hecho algo 
			determinado y luego resultó que en realidad era una acción de otra 
			persona? —preguntó Sephardi con sumo interés.
  —Nunca he reparado en ello. 
				 —¿Es usted distinto de otras personas en cuanto a su modo de pensar, 
			de sentir?. Distinto de mí, por ejemplo, o de su amigo Swammerdam. 
			La otra tarde, cuando nos conocimos en su casa, no estuvo usted tan 
			callado, señor Eidotter, sino mucho más vivo. ¿Tanto le ha afectado 
			la muerte de Klinkherbogk? —lleno de compasión, cogió la mano del 
			viejo—. Si está preocupado, o si necesita un descanso, confíese a 
			mí, yo haré todo lo que pueda por ayudarle. Además, no creo que ese 
			negocio en el Zee Dijk sea lo más apropiado para usted. Quizás pueda 
			encontrarle otra ocupación más… digna. ¿Por qué rechazar la amistad 
			que se le ofrece?. 
			 
			Las cálidas palabras de Sephardi le cayeron bien al anciano. Sonreía 
			con la felicidad de un niño alabado, aunque no parecía comprender lo 
			que Sephardi le proponía. 
			
				—¿Fui… fui distinto la otra tarde? —preguntó al fin, balbuceante. 
				 —Desde luego. Habló largamente conmigo y con los demás. Era como… 
			más humano. Incluso llegó a discutir con Swammerdam acerca de la 
			Cabala. Deduje de ello que se había dedicado usted mucho a la 
			cuestión religiosa y a Dios. 
			 
			Sephardi se interrumpió rápidamente, un cambio se estaba produciendo 
			en el viejo. 
			
				—Cabala… Cabala —murmuraba Eidotter—. Sí, claro, estudié la Cabala. 
			Mucho tiempo. Y Babli también y… y Jeruschalmi… 
			 
			Sus pensamientos empezaban a perderse en el pasado lejano; los 
			articulaba como si fueran ajenos, se expresaba como si estuviera 
			enseñándole imágenes a otro, ahora despacio, ahora deprisa, conforme 
			desfilaban por su memoria. 
			
				—Lo que dice la Cabala sobre Dios está equivocado. En la vida es 
			completamente diferente. En aquella época, en Odessa, aún no lo 
			sabía. En el Vaticano, en Roma, tuve que traducir pasajes del Talmud. 
				 —¿Ha estado usted en el Vaticano? —exclamó Sephardi con asombro. 
			 
			El viejo no lo oyó. 
			
				—Luego se me secó la mano. 
			 
			Levantó el brazo derecho; los dedos de la mano aparecían encorvados 
			y nudosos como raíces, a causa de la artritis. 
			
				—En Odessa los griegos ortodoxos me tomaron por un espía, por mis 
			relaciones con los goyyím romanos… y de pronto ardió nuestra casa, 
			pero Elias, su nombre sea alabado, nos salvó del peligro, y mi mujer 
			Berurje, yo y los niños, tan sólo nos quedamos en la calle.
  »Más tarde, tras la fiesta de los Tabernáculos, vino Elias y comió 
			en nuestra mesa. Yo sabía que se trataba de Elias, pero Berurje 
			pensaba que su nombre era Chidher el Verde. 
			 
			Sephardi se sobresaltó. ¡El mismo nombre había sido mencionado la 
			tarde anterior en Hilversum, cuando el barón Pfeill contó las 
			experiencias de Hauberrisser! 
			
				—En la comunidad se reían de mí. Siempre decían: «¿Eidotter?, 
			Eidotter es un Nebbochant, anda por ahí como un demente». No sabían 
			que Elias me instruía en la doble ley que Moisés transmitió a Josué, 
			de la boca al oído —sus rasgos, iluminados por la revelación, se 
			transfiguraron—. Tampoco sabían que El intercambió en mí las dos 
			luces de los Makifim. Después hubo una persecución de judíos en 
			Odessa. Tendí mi cabeza, pero el golpe fue a parar a Berurje, su 
			sangre corrió por el suelo cuando intentaba proteger a los niños. 
			Los niños murieron a golpes, uno tras otro. 
			 
			Sephardi se levantó de un salto, se tapó los oídos, y espantado, 
			clavó la vista en Eidotter, cuyo sonriente rostro no traslucía 
			huella alguna de emoción. 
			
				—Ribke, mi hija mayor, gritaba pidiéndome ayuda cuando se 
			abalanzaron sobre ella, pero me tenían agarrado. Entonces la 
			rociaron con petróleo y… le prendieron fuego. 
			 
			Eidotter se calló. Bajó la cabeza, pensativo, y se puso a arrancarse 
			hilillos de las costuras de su kaftán. Parecía tener plena 
			conciencia.  
			  
			Sin embargo, no debía experimentar ningún dolor, porque 
			al cabo de un rato continuó con voz clara: 
			
				—Más tarde, cuando quise volver a estudiar la Cabala, no pude, 
			porque tenía intercambiadas las luces de los Makifim.
  —¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Sephardi, tembloroso—. ¿Que el 
			terrible dolor había trastornado su mente?.
  —El dolor, no. Y tampoco mi espíritu está trastornado. Es como lo 
			que se dice de los egipcios, que tenían una poción que provoca el 
			olvido. De otra manera, ¿cómo podría haber sobrevivido?. Después de 
			aquello, durante mucho tiempo no supe quién era, y cuando recobré la 
			memoria, me faltaba lo que el hombre necesita para llorar, y también 
			algunas cosas que hacen falta para pensar. Las Makifim estaban 
			invertidas. Desde entonces tengo la cabeza en el corazón y el 
			corazón en la cabeza, por decirlo de alguna manera. Sobre todo en 
			determinados momentos.
  —¿Podría explicármelo? —preguntó Sephardi suavemente—. Pero sólo si 
			le apetece, por favor. No quisiera que crea que se lo pregunto por 
			curiosidad. 
			 
			Eidotter lo cogió de la manga. 
			
				—Mire, doctor. Cuando le doy un pellizco a la tela, usted no siente 
			ningún dolor, ¿no?. Si le duele a la manga, ¿quién puede saberlo?. 
			Pues lo mismo me sucede a mí. Lo sé muy bien, pero no lo siento. 
			Porque mis sentimientos están en mi cerebro. Tampoco me es posible 
			dudar de lo que se me dice, como solía hacerlo en mi juventud, en 
			Odessa. Tengo que creerlo, porque mi cerebro está en mi corazón. Del 
			mismo modo, no puedo reflexionar como antes, o se me ocurre algo o 
			no se me ocurre nada. Si se me ocurre, entonces es que es así en 
			realidad, lo percibo tan nítidamente que no podría distinguir si lo 
			he vivido o no. Por eso ni siquiera trato de reflexionar sobre ello. 
				 —¿Y sus quehaceres cotidianos?. ¿Cómo se las arregla para llevarlos 
			a cabo?. 
			 
			Eidotter señaló la manga nuevamente. 
			
				—Cuando llueve la ropa nos protege de la humedad, y cuando brilla el 
			sol nos protege del calor. Que usted se preocupe o no de ello no 
			importa, la ropa lo hace por sí sola. Mi cuerpo se ocupa del 
			negocio, pero yo no sé nada sobre eso. Rabbí Simón ben Eleasar dijo: 
			«¿Acaso visteis jamás un pájaro ejerciendo una profesión?. Y sin 
			embargo se alimenta sin problemas. ¿No debería alimentarme sin 
			problemas yo también?». Naturalmente, si las Makifim no estuvieran 
			intercambiadas dentro de mi, no podría dejar solo a mi cuerpo, 
			estaría atado a él. 
			 
			Sephardi, reparando en la claridad del discurso, examinó los ojos 
			del anciano y vio que, aparentemente, ya no se diferenciaban en nada 
			de los de cualquier judío ruso. Al hablar, hacía gestos con las 
			manos, y su voz tenía ahora un timbre persuasivo.  
			  
			Sus diferentes 
			estados mentales se sucedían sin transición. 
			
				—Claro que un hombre no puede conseguir esto por sí mismo —continuó 
			Eidotter—. No sirven para nada los estudios, ni las oraciones, ni 
			tampoco el Mikwaóth —el bautismo por inmersión. Nosotros solos no 
			podemos lograrlo, tiene que venir alguien del más allá para 
			intercambiarnos las luces.
  —¿Cree que fue alguien del “más allá” quien lo hizo por usted?. 
				 —Claro que sí, fue Elias, el profeta, ya se lo he dicho. Cuando un 
			día entró en nuestro cuarto, yo ya sabía que era él al escuchar sus 
			pasos. Previamente, al pensar que algún día podía ser nuestro 
			huésped, creía que todos mis miembros temblarían cuando lo viera 
			ante mí. Usted sabe, doctor, que nosotros los Chassidim esperamos su 
			llegada continuamente. Pero fue una cosa muy natural, como si 
			cualquier judío ordinario entrara por la puerta. Ni siquiera mi 
			corazón latió más deprisa.  
				  
				Lo único que noté fue que, aunque me 
			esforzara, yo no podía dudar de que era él. Lo observé atentamente y 
			su cara me pareció cada vez más familiar; de pronto supe que no 
			había pasado ni una noche en mi vida sin que lo hubiera visto en 
			sueños. Como me hubiera gustado averiguar cuándo lo vi por primera 
			vez, escarbé en mis recuerdos y vi pasar toda mi juventud, y mi 
			infancia, y todavía más temprano, me ví en otra vida anterior, como 
			un hombre adulto, y nuevamente como un niño, y así seguía.  
				  
				Yo nunca 
			había pensado que hubie ra vivido antes. El siempre estaba conmigo y 
			siempre tenía la misma edad y el mismo aspecto que el forastero que 
			en ese momento se sentaba en mi mesa. Naturalmente, me fijé en cada 
			uno de sus movimientos, en todo lo que hacía. De no saber que era 
			Elias nada me habría llamado la atención, pero sabiéndolo, cada 
			gesto suyo adquiría un significado profundo. En el curso de la 
			conversación intercambió la posición de los candelabros de la mesa, 
			entonces percibí claramente que había invertido las luces dentro de 
			mí.  
				  
				A partir de aquel instante fui otro hombre muy distinto, meschugge, como me decían en la comunidad. El motivo de que 
			intercambiara las luces en mi interior lo conocí más tarde, cuando 
			masacraron a mi familia. Usted quería saber el por qué de que 
			Berurje creyera que se llamaba Chidher el Verde, ¿verdad, doctor?. 
			Pues bien, ella pretendía que se lo había dicho.
  —¿Y luego ya no volvió a encontrarlo?. Comentó antes que le instruyó 
			en la Merkaba, es decir, en la segunda ley secreta de Moisés. 
				 —¿Encontrarlo? —repitió Eidotter, pasándose la mano por la frente 
			como si tuviera que entender lentamente de qué se estaba hablando—. 
			¿Encontrarlo?. Una vez conmigo, ¿cómo podría haberse marchado?. El 
			está siempre conmigo.
  —¿Y lo ve constantemente?.
  —No lo veo en absoluto. 
				 —Pero si dice que siempre está con usted. ¿Cómo hay que entender 
			eso?.
  —No puede entenderse con la razón, doctor.
  —¿No podría explicármelo con un ejemplo?. ¿Le habla Elias cuando lo 
			instruye, o qué hace?.
  —Cuando usted se siente alegre… ¿está con usted la alegría?. Sí, 
			naturalmente. Pero no puede verla ni oírla. Pues así es. 
			 
			Sephardi se calló. Advirtió que entre él y el anciano se abría un 
			abismo de incomprensión espiritual que era incapaz de franquear. 
			 
			En conjunto, lo que el viejo acababa de decirle concordaba con sus 
			propias teorías sobre la evolución interior de la raza humana. Él 
			siempre había dicho, como el día anterior en Hilversum, que este 
			camino evolutivo se hallaba en la religión y en la fe religiosa, 
			pero ahora que tenía delante un ejemplo vivo en la persona del 
			anciano, se sentía sorprendido y decepcionado a la vez por la 
			realidad.  
			  
			Debía reconocer que Eidotter, por el hecho de no estar 
			sujeto al dolor, era infinitamente más rico que los demás humanos, 
			le envidiaba su facultad, pero no se hubiera cambiado por él. Una 
			duda nació en él, la de si estaría o no en lo cierto con respecto a 
			lo que había dicho en Hilversum sobre la vía de la debilidad y la 
			búsqueda de un redentor. 
			 
			Había pasado toda su vida solo, aislado, rodeado de un lujo inútil, 
			absorbido por estudios de todas clases. Ahora le pareció haber 
			pasado por alto muchas cosas y haberse perdido lo más importante. 
			 
			¿Aspiraba efectivamente y con toda su alma a la llegada de Elias, 
			como este pobre judío ruso?. No; a través de sus lecturas se había 
			dado cuenta de que era necesario desearlo para que la vida interior 
			despertara en él, y su deseo se limitaba a la imaginación.  
			  
			Ahora 
			tenía delante a un ser de carne y hueso que realmente consiguió 
			realizar un deseo así, y entonces él, Sephardi, el gran sabio, se 
			confesaba a sí mismo que no quería estar en su lugar.  
			  
			Profundamente 
			avergonzado, se prometió explicar en la próxima ocasión que viera a Hauberrisser, a Eva y al barón Pfeill, que en realidad no sabía 
			prácticamente nada, que se veía obligado a confirmar la opinión de 
			un comerciante de licores judío de mente perturbada acerca de las 
			experiencias espirituales:  
			
				“Esto no se comprende con la razón”. 
				 —Es como un viaje al reino de la plenitud —continuó Eidotter tras un 
			silencio durante el cual había sonreído felizmente— y no de un 
			retorno, como creía antes. Pero, hasta que no tenga las luces 
			invertidas, todo lo que crea una persona es erróneo, tan erróneo que 
			no puede ser concebido.  
				  
				Uno espera la llegada de Elias, y cuando 
			llega, se da cuenta de que en realidad no es él quien ha venido, 
			sino uno mismo quien ha ido a su encuentro. Uno cree tomar mientras 
			está dando. Creemos estar parados, esperando, y estamos en 
			movimiento, buscando. El hombre camina mientras que Dios permanece 
			quieto. Elias vino a nuestra casa, ¿lo reconoció Berurje?. Ella no 
			fue hacia él y por tanto, él no vino a ella, de modo que pensó que 
			era un judío forastero que se llamaba Chidher el Verde. 
			 
			Sephardi miró con emoción los ojos radiantes del anciano. 
			
				—Ahora he comprendido muy bien lo que quiere decir, aunque no pueda 
			sentirlo. Se lo agradezco. Quisiera poder hacer algo por usted. 
				 »Puedo garantizarle su libertad con toda seguridad, no será difícil 
			convencer al doctor Debrouwer de que su confesión no guarda ninguna 
			relación con el asesinato. Aunque… —añadió, más bien para sí mismo— 
			por el momento, todavía no sé como voy a explicarle el caso.
  —¿Puedo pedirle un favor, doctor?. 
				 —Desde luego, naturalmente.
  —Entonces no le diga nada a ese de ahí fuera. Que siga creyendo que 
			he sido yo. No quiero tener la culpa de que descubran al asesino. 
			Ahora sé quién fue. Entre nosotros: fue un negro.
  —¿Un negro?. ¿Como lo sabe, de repente? —exclamó Sephardi perplejo y 
			algo receloso.
  —Es como sigue —explicó Eidotter con tranquilidad—: Cuando, tras 
			haber estado unido a Elias como en un sueño no soñado, volví 
			parcialmente en mí, en la bodega, había ocurrido algo entre tanto. 
			Yo suelo creer que he presenciado las cosas, que he participado en 
			ellas. Si alguien, por ejemplo, le ha pegado a un niño, creo que lo 
			he hecho yo, y tengo que ir a consolarlo. Si alguien se olvida de 
			darle de comer a su perro, creo que ha sido un olvido mío y voy a 
			darle la comida.  
				  
				Y si luego, por casualidad, me entero de mi error, 
			no tengo más que unirme un instante con Elias y volver enseguida 
			para saber como sucedieron las cosas. Casi nunca lo hago, porque no 
			tiene sentido, y además, cuando me separo de Elias me da la 
			impresión de quedarme ciego. Pero como usted ha estado meditando 
			durante tanto rato, lo he hecho, y he visto que era un negro el que 
			mató a mi amigo Klinkherbogk.
  —¿Cómo, cómo ha podido ver que era un negro?. 
				 —Pues, volvía a ascender mentalmente por la cadena, mirándome por 
			fuera, y he visto que era un negro con un collar rojo en el cuello, 
			descalzo y vestido con un mono azul. Al examinarme interiormente, 
			constaté que yo era un salvaje.
  —Eso sí que habría de contárselo al doctor Debrouwer —exclamó 
			Sephardi al levantarse. 
			 
			Eidotter lo retuvo por la manga. 
			
				—¡Me prometió guardar silencio, doctor!. No debe verterse sangre, 
			por el amor de Elias. Mía es la venganza… y además… —su semblante 
			amable adoptó de pronto una expresión de fanatismo amenazador, 
			profético— además, ¡el asesino es uno de los nuestros!. No un judío, 
			como está usted pensando en este momento —explicó al percatarse de 
			la cara de sorpresa que había puesto Sephardi— pero sí uno de los 
			nuestros. Acabo de reconocerlo, viéndolo internamente.  
				  
				¿Que sea un 
			asesino?. ¿Quien tiene derecho a juzgarlo?. ¿Nosotros?. ¿Usted y 
			yo?. Mía es la venganza. El es un salvaje, y tiene su fe.  
				  
				Dios nos 
			preserve a todos de tener una fe tan espantosa como la suya, pero su 
			fe es auténtica y viva. Estos son los nuestros, los que tienen una 
			fe que no se derrite en el fuego de Dios. Swammerdam, Klinkherbogk, 
			y también el negro. ¿Qué es eso de ser judío, cristiano, pagano?. 
			Sólo nombres para quiénes tienen una religión en lugar de una fe. 
			Así que le prohibo decir lo que sabe sobre el negro. Si tengo que 
			morir por él, ¿podría usted privarme de realizar esta ofrenda?. 
				
  
			 
			 
			 
			 
			Conmovido, Sephardi volvió a su casa. 
			 
			Le daba vueltas a la idea de que en el fondo, curiosamente, el 
			doctor Debrouwer no se había equivocado al sostener que Eidotter 
			participaba en una conspiración, y que aspiraba a ganar tiempo para 
			el verdadero asesino. Todo concordaba, y sin embargo, el doctor 
			Debrouwer no podía estar más alejado de la verdad.  
			  
			Sólo en ese 
			momento comprendió perfectamente las palabras de Eidotter:  
			
				«Todo lo 
			que cree una persona es erróneo en tanto sus luces no hayan sido 
			invertidas, tan erróneo que no puede ser concebido. Creemos tomar 
			cuando damos, creemos estar parados, esperando, y en realidad 
			estamos andando y buscando».   
			
			
			
			
			Regresar al Contenido 
			
			  
			 |