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			Introducción 
				
				“Vive donde ningún ser vivo puede vivir: en el muro de la última 
			farola”. 
			  
			
			Esta frase perteneciente a la novela “El Golem” posee un 
			significado de leitmotiv. 
			 
			  
			Al fin y al cabo, el mismo Meyrink se 
			situaba en un espacio espiritual que a la mayoría de las personas 
			les parece inaccesible. Se caen igual que Athanasius Pernath en 
			cuanto se deslizan por delante de aquella “habitación sin ventana”, 
			porque la cuerda existencial a la que se aferran se rompe. 
			 
			No consiguen conciliar las distintas categorías del Ser, no 
			consiguen convertirse en “un ser vivo aquí abajo y en el más allá”. 
			Con esto tocamos el segundo motivo de Meyrink, sobre el cual se basa 
			la obra de su vida… 
			 
			Debido a la inevitable y esporádica revisión de sus haberes, la 
			historia de las ideas suele sacar a la luz algunos personajes cuyos 
			perfiles se habían difuminado en las sombras del olvido. Este es el 
			caso de Meyrink. No solo su vida fue un constante altibajo, también 
			su impacto literario discurrió entre la cresta y el valle de las 
			olas. 
			 
			  
			Cuando publicó sus primeras sátiras en el “Simplicissimus” de 
			Munich, el mundo empezó a reparar en él. Su voz llegó a escucharse 
			en Europa, desde Francia hasta los países nórdicos. Pero tuvo que 
			esperar hasta la publicación del Golem, en 1915, para conocer el 
			auténtico éxito. Se convirtió en el autor de moda. Se le comparó a 
			E.T.A. Hoffmann, a Edgar Allan Poe. 
			 
			  
			En todos los países se intentó 
			imitar el ambiente de sus obras. Literatos expertos seguían su 
			huella sin avergonzarse, pero solo conseguían evidenciar que no 
			basta con mezclar unos cuantos argumentos inquietantes y un puñado 
			de fantasmas con alguna misteriosa magia para lograr un auténtico Meyrink. Todo lo contrario: los malogrados discípulos del maestro 
			demostraron ser únicamente aprendices. 
			 
			En aquella época, la critica literaria se ocupaba a menudo de 
			Meyrink. Intentaban encontrar el cajón adecuado para él, 
			clasificándolo ora entre los expresionistas, ora entre los autores 
			ideológicos, los sensacionalistas o los escritores de novelas por 
			entregas. 
			 
			  
			Nuestro autor se inquietaba por ello. Continuaba su 
			camino, escribiendo tras “El Golem”, “El rostro verde” (1916), “Los 
			murciélagos” (1916), “La noche de Walpurgis” (1917), “El dominico 
			blanco” (1921), y finalmente, “El ángel de la ventana de Occidente” 
			(1927). 
			 
			  
			Y entre novela y novela componía también relatos y bocetos 
			(a algunos de ellos les atribuímos hoy la etiqueta de “short stories” 
			ocultistas) y las poco acertadas “Historias de alquimistas” (1925). 
			Su nombre se encontraba en todos los manuales de literatura, ya 
			fuera prudentemente elogiado o ferozmente criticado. Muchos lo 
			odiaron por haberse visto ridiculizados en sus sátiras, las que “El 
			cuerno encantado del alemán provinciano” (1913) hizo resonar en el 
			mundo entero. 
			 
			  
			Pero lentamente se fue calmando el torbellino 
			literario. 
			 
			  
			Cada vez se hablaba menos de Meyrink, la gente se 
			olvidaba de él. Cuando murió, en 1932, ya había desaparecido del 
			mercado. Sus adeptos se retiraron a las catacumbas. 
			 
			 
			 
			 
			Ahora bien, una vez desvanecido el primer impacto, nuevos efectos 
			comenzaron a manifestarse, y en esta ocasión, en lugar de con 
			estridencia y sensacionalismo, operaron silenciosa y profundamente. 
			 
			  
			No fueron los críticos literarios, los cuales persiguen 
			incesantemente todo lo nuevo, quienes lo rehabilitaron, sino los 
			psicólogos: el suizo Carl
			G. Jung descubrió en Meyrink una personalidad que se inspiraba en un 
			hondo manantial visionario, al igual que Dante, Nietzsche, Wagner, 
			Spitteler, William Blake, E.T.A. Hoffmann o Ridder Haggard, Benoit, 
			Kubin, Barlach.  
			  
			Jung fue capaz de comprender las particulares leyes 
			que regían aquella creatividad artística:  
			
				“Su valor y su impacto”, 
			escribió, “tiene su origen en el carácter monstruoso de la 
			experiencia que surge, extraña y fría, o majestuosa e importante, de 
			las profundidades atemporales; por un lado aparece demoníaca o 
			grotesca, matizada por mil colores, aniquiladora de los valores 
			humanos y de las formas estéticas, terrorífica maraña del eterno 
			caos; por el otro lado se presenta como una revelación cuyas cimas y 
			profundidades son casi insondables para la intuición humana”.  
			 
			Con 
			ello señala Jung su comprensión de esos terrenos límite, cuya 
			inequívoca determinación es prácticamente imposible, incluso para un 
			psicólogo.  
			  
			La creación visionaria de Meyrink “desgarra” el telón en 
			el que se han pintado las imágenes del cosmos,  
			
				“desde abajo hasta 
			arriba, permitiendo a la mirada penetrar en las incomprensibles 
			profundidades de lo que queda por crear. ¿Se trata de adentrarse en 
			otros mundos, o en las ofuscaciones de una mente?. ¿Es una visión 
			perteneciente a los orígenes premundanos del alma humana, o al 
			futuro de las generaciones venideras?”.  
			 
			El psicólogo no lo sabe y 
			deja la respuesta en el aire, no puede contestar, ni afirmar, ni 
			negar.  
			  
			Algo sí que sabemos hoy, los libros de Meyrink constituyen 
			una incesante confesión, son testimonios de la lucha que sostuvo 
			contra los demonios que siempre amenazaron su existencia espiritual. 
			Este conflicto se desarrolló sobre tres niveles, primero en lo 
			biográfico, donde chocó con un odio que casi lo hunde físicamente. 
			Después en lo literario, terreno en el que la mofa y el escarnio, la 
			ironía y la sátira se manejaban como si fuesen espadas, y se 
			alcanzaba a los adversarios en pleno corazón.  
			  
			Pero es en el tercer 
			nivel, el más alto, donde se levanta la “cabeza de la medusa”, donde 
			el trauma de lo animico se potencia hasta lo metafísico. El odio se 
			confunde con los temores de esta alma atormentada, incrementados 
			quizás por sentimientos de culpabilidad conscientes o inconscientes. 
			Durante toda su vida Meyrink luchó contra esa “cabeza de la medusa”, 
			a la cual se descubre de forma amenazadora en el libro titulado “El 
			dominico blanco”.  
			  
			Puede que fuera para él un símbolo arquetípico que 
			temía ver salir desde el inconsciente colectivo hasta la luz del 
			día. Pero cuando el símbolo se elevaba, estallaba una lucha 
			espiritual a vida o muerte.  
			  
			El lector intuirá la fragilidad de la 
			base sobre la que se mueve el luchador visionario. Por ello, el 
			miedo que experimenta puede considerarse como una reacción 
			saludable. 
			 
			 
			 
			 
			 
			Para poder entenderlo del todo es necesario conocer la biografía de 
			Meyrink.  
			  
			Sufrió mucho debido a su condición de bastardo. Su padre 
			era el barón von Varnbüler, ministro del estado de Württemberg. 
			Según la partida de nacimiento y bautismo, el lugar donde Gustav 
			Meyrink vino al mundo, el 19 de Enero de 1868, fue el hotel “Blauer 
			Bock” de Viena, en la Mariahilferstrasse. Como su madre figura Maria 
			Meyer, nacida en Breslau, protestante, hija de Friedrich August 
			Meyer y de su esposa María, nacida Abseger. Esta última fue también 
			su madrina.  
			  
			La sombra de aquella María Meyer, a la que 
			frecuentemente confundieron con la actriz judía Clara Meyer, las dos 
			trabajaban en el Hoftheater de Munich, llenó de oscuridad toda la 
			existencia de Meyrink. Pero hubo otros terrores que aterraron el 
			alma del visionario, se sintió amenazado por fuerzas arquetípicas 
			que estaban más allá de sus padres.  
			  
			La búsqueda en el pasado no 
			aporta una solución que pudiera transformarse en salvación. No 
			obstante, muchos de los personajes que pueblan las visiones de Meyrink parecen emanar de este terreno. 
			 
			  
			Si tomamos como ejemplo “El 
			dominico blanco”, hallamos una estructura compuesta por todos los 
			antepasados familiares, desde el “bisabuelo” hasta “Christopher”.
			 
			
				“Te convertirás en la copa del árbol destinado a contemplar la luz 
			de la vida. Yo soy la raíz que impulsa las fuerzas sombrías hacia la 
			claridad. Cuando el árbol haya alcanzado su máximo crecimiento, tú 
			serás yo y yo seré tú”. 
			 
			La imposibilidad de disolver estas disonancias fue sin duda la causa 
			de su crónica disposición agresiva, la cual lo capacitaba para 
			pronunciar mordaces sátiras.  
			  
			Los problemas que constantemente le 
			creaba el hecho de ser hijo ilegítimo de un noble ministro de Estado 
			y de una actriz de origen burgués le provocaron una gran tensión 
			psíquica. Una persona menos creativa se hubiera refugiado en una 
			neurosis. En el caso de Meyrink las crisis se transformaban en 
			productividad. 
			 
			Interminablemente, Meyrink se sentía oprimido por una especie de 
			pesadilla. Por esta razón no cejó de buscar una “solución” cuya 
			forma externa, cuyo “ropaje” no tenía la menor importancia. En “El 
			dominico blanco” se denomina “disolución” (del cuerpo y de la 
			espada) y tiene un atavío taoísta. También adopta formas budistas, 
			cabalísticas, u otras cualesquiera, según el camino elegido.  
			  
			Meyrink 
			siguió muchas vías diferentes, y no pudo evitar que algunas fueran 
			erróneas, aunque siempre rehuyó las respuestas fáciles y las ideas 
			esquemáticas. Por ello, durante toda su vida fue un perpetuo 
			buscador. 
			 
			 
			 
			 
			 
			La novela “El rostro verde” alcanza una especial profundidad. Cuando 
			Meyrink escribía este libro, el destino le gastaba variadas bromas. 
			 
			  
			Por ejemplo, nada más elegir como título “El hombre verde de Amsterdam” empezó a verlo en todas las carteleras de cine, 
			anunciando una película. Este tipo de casualidades no cesaba de 
			producirse. Pero cuando hubo terminado el manuscrito a pesar de 
			todos los obstáculos, era evidente que había logrado una obra que, 
			como el “Golem”, poseía la máxima armonía de conjunto, tanto en su 
			forma externa como en su contenido.  
			  
			En ella, Meyrink relata de modo 
			algo velado un perído decisivo de su desarrollo interior. El 
			leitmotiv es la superación del cuerpo a través del espíritu. El 
			místico Swammerdam exhibe una actitud teúrgica:  
			
				“Si realmente quiere 
			que su destino vaya al galope, debe invocar el núcleo mismo de su 
			ser, ese núcleo sin el cual sería un cadáver, e incluso ni siquiera 
			eso, y ordenarle que le lleve a la gran meta por el camino más 
			corto. Esto es una advertencia al mismo tiempo que un consejo, ya 
			que es lo único que el hombre debería hacer, así como el mayor 
			sacrificio que pueda ofrecer.  
				  
				Esta meta es la única digna de 
			esfuerzo, aunque ahora no lo vea. Usted se verá empujado sin piedad, 
			sin pausa, a través de las enfermedades, los sufrimientos, la muerte 
			y el sueño, a través de los honores, las riquezas y la alegría, 
			siempre hacia adelante, a través de todo, como un caballo que 
			arrastra un carro a velocidad vertiginosa, con toda su fuerza, sobre 
			los campos y las piedras.  
				  
				Eso es lo que yo llamo clamar a Dios. 
			¡Tiene que ser como hacer un voto en presencia de un oído atento!”.
				 
			 
			De malograrse la llamada, de “no dar en el blanco con la flecha”, la 
			confusión mental enmaraña a los buscadores, y las oscuras fuerzas de Usebepu entran en posesión de sus víctimas. 
			 
			  
			Con los diversos 
			personajes del grupo de místicos holandeses, Meyrink ilustra varios 
			caminos posibles, caminos adecuados y caminos erróneos. Detrás de 
			todo se halla Chidher el Verde, el “árbol” cabalístico de la 
			chisidim, revelando su misterio:  
			
				“El amor efímero es un amor 
			fantasmal. Cuando veo brotar en la Tierra un amor que se eleva por 
			encima de lo fantasmal, extiendo sobre él mis manos como unas ramas 
			protectoras, para preservarlo de la muerte, porque no solo soy el 
			fantasma del rostro verde, también soy Chidher, el árbol eternamente 
			reverdecido”.  
			 
			Hauberrisser y Eva alcanzan la meta del “matrimonio 
			sagrado”, igual que lo hacen en el “Golem” Athanasius Pernath y 
			Miriam. 
			 
			Es en el “Rostro Verde” donde, de manera muy poco velada, Meyrink 
			expone el camino de evolución gradual que va desde el estado 
			tridimensional de la mera existencia hasta ese estado psíquico 
			límite, multidimensional, del “estar despierto”. 
			 
			 
			 
			 
			 
			 
			La vida de Meyrink estuvo estrechamente vinculada a la mágica ciudad 
			del umbral, a Praga.  
			  
			Allí ejerció durante muchos años la profesión 
			de banquero; allí sufrió grandes injusticias que quebraron la base 
			de su existencia burguesa; también allí encontró, en Filomena Bernt, 
			la compañera de su vida. Siempre era bienvenido en las tertulias 
			literarias. En la Estrella Azul se formó un grupo que buscaba nuevas 
			vías de conocimiento, con Meyrink y el místico Karl Weinfurter, de 
			Praga, al frente.  
			  
			También en Munich y en Viena se acogía de buen 
			talante al brillante conversador que era Meyrink. En su camino se 
			cruzaron Peter Altenberg, Roda Roda, Egon Friedell, Ludwig Ganghofer, 
			Paul Busson y muchos otros. Debe mucho a Fritz Eckstein, 
			enciclopedista y trotamundos, químico y fabricante, científico y 
			filólogo, el cual fue un genio del diálogo, pero apenas si publicó 
			algo.  
			  
			Conoció Meyrink a toda clase de personas, iluminados y 
			charlatanes, místicos aparentes y verdaderos, santos y fariseos, 
			todos ellos símbolos de sabiduría o de advertencia. 
			 
			Aunque al final Meyrink abandonó Praga, nunca pudo sustraerse al 
			encanto singular de la ciudad situada a orillas de un oscuro río. 
			Con su particular sensibilidad notaba las interferencias de las olas 
			culturales procedentes del Este y del Oeste, del Norte y del Sur. 
			Meyrink daba paseos nocturnos, atravesaba aquella urbe, aquel punto 
			de intersección, con sus cientos de torres y torrecillas, siempre a 
			la búsqueda de la “solución”, del “aquí abajo y el más allá”. 
			 
			¿Acaso fue más que una simple coincidencia que la villa de Meyrink, 
			situada junto al lago Starnberg, donde murió el 5 de Diciembre de 
			1932, llevara el nombre de aquella otra casa pegada a la muralla del 
			Hradschin, y buscada tan fervorosamente, que desde tiempos 
			inmemoriales se llamó “La casa de la última farola”? 
			
			 
			
			
			
			
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			Capítulo I 
			 
			El forastero de vestimenta distinguida, que se había detenido en la 
			acera de la calla Jodenbree, leyó una curiosa inscripción en letras 
			blancas, excéntricamente adornadas, en el negro rótulo de una tienda 
			que estaba al otro lado de la calle: 
			
			  
			
			Salón de artículos misteriosos de  
			
			Chidher el Verde 
			  
			
			Por curiosidad, o por dejar de servir de blanco al torpe gentío que 
			se apiñaba a su alrededor y se burlaba de su levita, su reluciente 
			sombrero de copa y sus guantes —todo tan extraño en ese barrio de 
			Amsterdam—, atravesó la calzada repleta de carros de verdura.  
			
			  
			
			Lo 
			siguieron un par de golfos con las manos hondamente enterradas en 
			sus anchos y deformados pantalones de lona azul, la espalda 
			encorvada, vagos y callados, arrastrando sus zuecos de madera. La 
			tienda de Chidher daba a un estrecho voladizo acristalado que 
			rodeaba el edificio como un cinturón y se adentraba a derecha e 
			izquierda en dos callejuelas transversales.  
			
			  
			
			El edificio, a juzgar 
			por los cristales deslucidos y sin vida, parecía un almacén de 
			mercancías cuya parte posterior daría seguramente a un Gracht (uno 
			de los numerosos canales marítimos de Amsterdam destinados al 
			tráfico comercial). 
			 
			La construcción, en forma de dado, recordaba una sombría torre 
			rectangular que hubiera ido hundiéndose paulatinamente en la blanda 
			tierra turbosa, hasta el borde de su pétrea golilla —el voladizo 
			acristalado—. En el centro del escaparate, sobre un zócalo revestido 
			de tela roja, reposaba una calavera de papel maché amarillo oscuro. 
			 
			
			  
			
			Su aspecto era muy poco natural, debido a la excesiva longitud de la 
			mandíbula superior, a la tinta negra de las cuencas de los ojos y a 
			las sombras de las sienes; entre los dientes sostenía un As de 
			picas. Encima había una inscripción que decía: “Het Delpsche Orakel, 
			of de stem uit het Geesteryk” (El oráculo de Delfos, la voz del 
			reino de los fantasmas). 
			 
			Del techo pendían grandes anillos de lata engarzados como eslabones 
			de cadena, de los que colgaban guirnaldas de chillonas postales, 
			postales en las que podían verse rostros de suegras salpicados de 
			verrugas y con candados en los labios, o esposas malvadas amenazando 
			con la escoba. Había otras estampas de colores más transparentes, 
			exuberantes señoritas en camisa, sujetándose púdicamente la pechera, 
			y más abajo la leyenda: “Tegen het Licht te bekijken. Voor Gourmands” 
			(Para mirar a contraluz, para gourmets). 
			 
			Reparó en unas esposas para delincuentes denominadas “el famoso ocho 
			de Hamburgo”. Había libros egipcios de sueños expuestos en filas, 
			chinches artificiales y falsas cucarachas (para echárselas al vecino 
			de taberna en la jarra de cerveza), unas alas de goma para la nariz, 
			frascos como retortas llenos de un zumo rojizo que se anunciaban 
			como un “exquisito termómetro de amor”, cubiletes con monedas de 
			lata.  
			
			  
			
			“El terror del cupé” era una dentadura que podía fijarse 
			debajo del bigote (un medio infalible para que los señores viajantes 
			establecieran contactos duraderos en sus largos periplos por 
			ferrocarril). Y por encima de todo este lujo se estiraba desde el 
			fondo negro mate una mano femenina de cera, con un puño de encajes 
			de papel en la muñeca, impartiendo la bendición. 
			 
			Fue menos por el deseo de comprar que por escapar del olor a pescado 
			que emanaba de sus dos jóvenes acompañantes por lo que el forastero 
			penetró en la tienda. 
			 
			En un sillón arrinconado, un caballero de tez morena, barba violeta 
			y la coronilla brillante de grasa —el prototipo de una cara 
			balcánica—, estudiaba el periódico, el pie izquierdo calzado con 
			zapato de charol adornado de arabescos y echado sobre el muslo. 
			Escrutó al recién llegado con una mirada rápida y tajante. Alguien 
			bajó con estrépito una especie de ventanilla de tren, de un tabique 
			alto como un hombre, que separaba la estancia para los clientes del 
			interior del local.  
			
			  
			
			Tras la abertura apareció el busto de una 
			señorita escotada, de seductores ojos azul celeste y rubia melena. 
			
				
				—Comprar, lo que sea, cualquier cosa. 
			 
			
			Por el acento de su holandés entrecortado, la señorita advirtió al 
			instante que tenia delante a un compatriota, un austríaco, y, en 
			lengua alemana, empezó su explicación acerca de un juego de 
			prestidigitación a realizar con tres corchos de botella que había 
			cogido rápidamente.  
			
			  
			
			Ponía en juego todo el encanto de una feminidad 
			bien entrenada en todos sus matices, empezando por clavar los senos 
			a su interlocutor masculino, y continuando con la emanación 
			discreta, casi telepática, del perfume de su piel, cuya eficacia 
			sabía aumentar aireando las axilas de vez en cuando. 
			
				
				—Aquí ve tres tapones, ¿verdad, señor?. Pongo el primero en mi mano 
			derecha, ahora el segundo, y cierro la mano. Bien. El tercero, lo 
			meto —sonrió, sonrojándose— en mi bolsillo. Y entonces, ¿cuantos 
			tengo en la mano?.
  —Dos.
  —No, tres. 
			 
			
			Era verdad. 
			
				
				—Este juego de manos se llama El Corcho Volante y sólo cuesta dos 
			florines, señor.
  —Bueno, enséñeme el truco, por favor. 
				 —¿Puede pagarme primero, señor?. Es la costumbre de esta casa. 
			 
			
			El forastero le dio los dos florines y pudo ver la repetición del 
			experimento, que se basaba en la pura habilidad manual.  
			
			  
			
			Percibió 
			nuevamente los efluvios de la piel femenina, y se guardó en el 
			bolsillo los tapones de corcho, lleno de admiración por la 
			perspicacia comercial de la empresa de Chidher el Verde y 
			completamente convencido de que nunca sería capaz de imitar el 
			mágico juego. 
			
				
				—Aquí tiene tres anillos de hierro para cortinas, señor —recomenzaba 
			la señorita—, pongo el primero… —su discurso se vio interrumpido por 
			un fuerte jaleo de voces y estridentes silbidos que venía de la 
			calle. En el mismo instante se abrió bruscamente la puerta, 
			cerrándose inmediatamente con vehemencia. 
			 
			
			Asustado, el forastero se dio la vuelta y divisó una persona cuyo 
			extraño atavío le causó una enorme sorpresa.  
			
			  
			
			Era un cafre zulú 
			gigantesco, de barba negra rizada y gruesos labios, vestido 
			únicamente con una gabardina de cuadros; tenía un anillo rojo 
			alrededor del cuello, y su pelo, que rezumaba de sebo de carnero, 
			estaba peinado hacia arriba con tanto arte que parecía llevar una 
			fuente de ébano en la cabeza. En la mano sujetaba una lanza. 
			 
			La cara balcánica saltó enseguida del sillón, le hizo una profunda 
			reverencia al salvaje, le quitó servicialmente la lanza para 
			depositarla en un paragüero, y descorriendo una cortina con gesto 
			obsequioso lo incitó a entrar en un gabinete contiguo, diciendo 
			cortésmente:  
			
				
				«Por favor, Mijnheer; ¿cómo está Usted, Mijnheer?». 
				 —Si quiere hacer el favor de seguirme —la señorita volvió a 
			dirigirse al forastero— y de sentarse un poco, hasta que se haya 
			tranquilizado el gentío… 
			 
			
			Entonces corrió hacia la puerta de cristal que se había abierto de 
			nuevo, y con una avalancha de insultos, «lárgate, maldito», empujó 
			hacia atrás a un tipo grosero, que despatarrado en el umbral, 
			escupía hacia adentro. Luego echó el cerrojo.  
			
			  
			
			El interior del local, 
			donde entretanto había penetrado el forastero, consistía en un 
			cuarto dividido por armarios y cortinas turcas, con varios sillones 
			y taburetes en los rincones. En el centro había una mesa redonda, en 
			la que dos viejos y corpulentos señores —al parecer comerciantes 
			hamburgueses u holandeses—, clavaban la vista en unas pequeñas cajas 
			ópticas que zumbaban como aparatos cinematográficos, a la luz de una 
			lámpara de estilo oriental.  
			
			  
			
			A través de un pasillo oscuro, formado 
			por estanterías de mercancías, se podía ver un pequeño despacho 
			cuyas ventanas de vidrio opalino daban al callejón lateral; en él se 
			encontraba un viejo judío con aspecto de profeta, de larga barba 
			blanca y bucles en las sienes, vestido con un caftán y un gorrito 
			redondo de seda en la cabeza. La sombra ocultaba su rostro.  
			
			  
			
			Estaba 
			de pie, inmóvil, ante un pupitre, haciendo anotaciones en un libro. 
			
				
				—Dígame, señorita, ¿quién es ese negro tan raro que acaba de entrar? 
			—preguntó el forastero cuando se le acercó la dependienta para 
			proseguir su demostración con los anillos de cortina.
  —¿Ese?, ¡oh!, es un tal Mr. Usibepu. Es una atracción, forma parte 
			de la tropa zulú que actúa en el circo Carré. Un señor muy especial 
			—añadió con brillo en los ojos—, en su patria es medicinae doctor… 
				 —Ah!, sí, entiendo, curandero.
  —Eso, curandero. Por eso aprende trucos mejores con nosotros, para 
			poder impresionar a sus compatriotas cuando vuelva a encaramarse al 
			trono en cuanto se presente la ocasión. Ahora mismo está dando 
			clases con el catedrático de Neumatismo, el señor Zitter Arpad de 
			Presburgo. 
			 
			
			Entreabrió ligeramente la cortina y dejó que el forastero echara un 
			vistazo a un gabinete tapizado de naipes de whist.  
			
			  
			
			La cara balcánica 
			se tragaba un huevo de gallina, con la garganta atravesada por dos 
			puñales cruzados cuyas puntas salían por detrás, y un hacha manchada 
			de sangre profundamente hundida en un tajo abierto en su cráneo. 
			Poco después sacó el huevo de la oreja del cafre zulú, que mudo de 
			estupor, se hallaba delante de él con sólo una piel de leopardo por 
			vestido. Al forastero le hubiera gustado ver más, pero el señor 
			catedrático dirigió una mirada reprobatoria a la señorita y ésta 
			soltó rápidamente la cortina.  
			
			  
			
			Además, el teléfono la reclamó con un 
			timbrazo estridente. 
			
				
				—La vida se torna extremadamente variada cuando uno se toma la 
			molestia de mirarla de cerca, dando la espalda a las cosas tenidas 
			por importantes, que sólo traen sufrimientos y disgustos —dijo el 
			forastero, al tiempo que tomaba una cajita destapada de un estante 
			repleto de toda clase de juguetes baratos. La olió distraídamente. 
			 
			
			Estaba llena de diminutos objetos tallados, como vacas y arbolillos 
			cuyo follaje estaba hecho de lana vegetal barnizada de verde.  
			
			  
			
			El 
			peculiar perfume a resina y pintura lo cautivó completamente por 
			unos instantes. Navidad!, infancia!, momentos de espera con la 
			respiración contenida ante el ojo de la cerradura; una silla coja, 
			revestida de reps 1 rojo y con una mancha de aceite en la tela. Un lu-lú —cómo se llamaba, ah, sí!, Durudeldutt!— gruñendo debajo del 
			sofá y arrancándole la pierna de un mordisco al centinela 
			articulado.  
			
			  
			
			1 Tela de seda o de lana, fuerte y bien tejida, que se usa en obras 
			de tapicería. 
			
			  
			
			Luego salió arrastrándose muy contrariado y con el ojo 
			izquierdo cerrado: uno de los muelles del mecanismo se había soltado 
			dándole en la cara. Crujían las hojas de abeto y las rojas velas que 
			ardían en el árbol de Navidad tenían largas barbas de cera. No hay 
			nada como el olor a pintura de unos juguetes de Nüremberg para 
			resucitar tan rápidamente el pasado.  
			
			  
			
			El forastero se sacudió el 
			hechizo.  
			
				
				«El recuerdo no trae nada bueno, todo empieza muy bonito y 
			de repente la vida muestra su severo rostro de maestro de escuela, 
			su facha sanguinaria y diabólica… No, no quiero pensar en eso!». 
				 
			 
			
			Se 
			volvió hacia el estante giratorio de al lado.  
			
				
				«Vaya, todos los tomos 
			tienen cantos dorados». 
			 
			
			Cabeceando, descifró los extraños títulos grabados en los lomos, 
			títulos que no cuadraban en absoluto con el ambiente:  
			
				
				“G. Leindinger, 
			Historia del Orfeón académico de Bonn”.  
				
				“Fr. Aken, Esbozo de la 
			teoría del tiempo y el modo en la lengua griega”.  
				
				“K.W. Neunauge, La 
			terapéutica de las hemorroides en la antigüedad clásica”. 
				 
				  
				
				«Bueno, al 
			menos no hay nada de política, gracias a Dios» —se dijo.  
			 
			
			Tomó uno de 
			un tal Aalke Pott, “Del aceite de hígado de bacalao y su creciente 
			popularidad, tercer tomo” y empezó a hojearlo. 
			 
			La impresión miserable y el pésimo papel contrastaban asombrosamente 
			con la lujosa encuademación. 
			
				
				—¿Me habré equivocado?. ¿Será tal vez otra cosa que un himno al 
			aceite rancio? —el forastero abrió el libro por la primera página y 
			lo que leyó le divirtió bastante: 
			 
			
			Biblioteca de Sodoma y Gomorra. Una colección para solterones. 
			 
			
			(Edición conmemorativa).  
			
			Confesiones de una alumna viciosa.  
			
			(Continuación de la famosa obra: El caracol púrpura). 
			
				
				—Uno creería de veras haber dado con los “Fundamentos del siglo XX”; 
			por fuera se las dan de intelectuales ásperos y gruñones, y por 
			dentro piden a gritos dinero o mujeres —murmuró alegremente y soltó 
			una carcajada. 
			 
			
			Preso de un súbito nerviosismo, uno de los dos corpulentos 
			comerciantes se apartó de golpe de su caja óptica (el otro, el 
			holandés, incómodo, pero sin alterarse, farfulló algo sobre 
			“magníficas vistas de grandes ciudades”).  
			
			  
			
			Tenía la intención de 
			alejarse rápidamente, hacía esfuerzos desesperados por devolver a su 
			cara, que el deleite óptico había transformado en algo parecido a 
			una cabeza de cerdo dilatada, su habitual expresión
			de comerciante respetable, siempre centrado en una rígida y 
			rectilínea concepción de la vida. 
			 
			En ese momento, el satánico tentador de todos los malintencionados, 
			en forma de azar malicioso, le gastó una broma extremadamente 
			indecorosa, sin duda para abrirle los ojos del alma al honesto 
			caballero y hacerle reparar en la frivolidad del lugar donde se 
			encontraba. 
			 
			Al enfundarse el comerciante su abrigo con un movimiento demasiado 
			apresurado, la manga puso en marcha el péndulo de un gran reloj de 
			pared. Enseguida se abrió una puertecilla pintada con íntimas 
			escenas familiares; pero en lugar del esperado cuco apareció la 
			cabeza de cera y el tronco escasamente vestido de una mujer cuya 
			mirada era de una desfachatez exagerada. Al son ceremonioso de las 
			campanadas del mediodía, cantó con voz viscosa: 
			 
			Los carpinteros sierran Muy atrevidos, Desbastan con fervor, Fina y 
			pulida Quedará la tabla. 
			 
			De repente no se oyó más que la última palabra, “tabla, tabla, 
			tabla”, repetida siempre al mismo ritmo como un graznido. O el 
			diablo había tenido compasión o un cabello se había introducido en 
			el mecanismo del gramófono. 
			 
			Como ya no estaba dispuesto a seguir siendo víctima de unos duendes 
			bromistas, el jefe de los mares se largó a la desbandada, croando un 
			indignado «¡qué escandaloso!».  
			
			  
			
			A pesar de conocer bien la pureza 
			moral de los pueblos nórdicos, el forastero no logró explicarse del 
			todo la enorme confusión del viejo caballero, hasta que brotó en él 
			la sospecha de haberlo conocido en alguna parte. Probablemente le 
			habría sido presentado en sociedad. Una imagen fugitiva vinculada a 
			tal recuerdo vino a confirmar su hipótesis — una señora mayor de 
			rasgos finos y tristes y una hermosa joven— pero no consiguió 
			acordarse del sitio ni del apellido. 
			 
			Tampoco le ayudó a aclarar la memoria el rostro del holandés, que 
			acababa de levantarse y que, después de examinarlo de la cabeza a 
			los pies con la mirada despectiva de sus ojos azul marino, se alejó 
			lenta y pesadamente. El holandés era para él un perfecto desconocido 
			de aspecto brutal y pretencioso. La dependienta continuaba hablando 
			por teléfono.  
			
			  
			
			A juzgar por sus respuestas, se trataba de importantes 
			encargos para una despedida de soltero. 
			
				
				«En realidad podría irme yo también —pensó el forastero—, ¿a qué 
			estoy esperando?».  
			 
			
			Lo invadió una sensación de cansancio; bostezó y 
			se dejó caer en un sillón. 
			 
			Una reflexión se libraba en su mente:  
			
				
				«Es un milagro que a uno no le 
			estalle la cabeza
			o que no pierda el juicio por cualquier circunstancia, con todas 
			esas locuras que el destino levanta alrededor!. ¿Por qué sentirá uno 
			nauseas en el estómago cuando los ojos observan cosas 
			desagradables?.  
				  
				
				Por el amor de Dios, ¿qué tendrá que ver con esto la 
			digestión?. No, el desagrado no puede ser la causa —seguía 
			cavilando—. Las repentinas ganas de vomitar también atacan cuando 
			uno permanece demasiado tiempo en las galerías de arte.  
				  
				
				Tiene que 
			haber algo, como un mal de museo, del que los médicos no saben nada 
			aún. ¿O será por ese aroma a muerto que se desprende de todas las 
			cosas hechas por el hombre, sean feas o hermosas?. Que yo sepa nunca 
			me he mareado a la vista de un paisaje, por muy monótono que fuera, 
			así que ese puede ser el motivo. Un sabor a lata de conservas está 
			ligado a todo lo que se llama “objeto”. Da escorbuto». 
			 
			
			No pudo menos que sonreír al recordar una expresión barroca de su 
			amigo el barón Pfeill, con quien había quedado para esa misma tarde 
			en el café “El Turco de oro”, y que odiaba con toda su alma 
			cualquier forma de pintura que tuviera relación con la perspectiva: 
			 
			
				
				«El pecado original no fue comerse la manzana, eso es pura 
			superstición. La caída se produjo cuando empezaron a colgar cuadros 
			de las casas. Apenas acaba el albañil de dejarte las cuatro paredes 
			bien lisas, viene el diablo disfrazado de “artista” y te pinta 
			encima unos “agujeros con perspectiva”. De ahí hasta el llanto y el 
			crujir de dientes sólo hay un paso; algún día se contempla uno a sí 
			mismo comiendo desde la pared, en frac o condecorado, al lado de 
			Isidoro el Hermoso o algún otro idiota coronado, de cráneo piriforme 
			y hocico de Botocudos». 
				  
				
				«Sí, sí —continuó el forastero el curso de sus pensamientos—, uno 
			debería estar preparado para reírse siempre y por cualquier cosa; 
			por algo será que las estatuas de Buda sonríen y las caras de los 
			santos cristianos están cubiertas de lágrimas. Si los hombres 
			sonrieran más a menudo quizá hubiese menos guerras.  
				  
				
				Llevo ya tres 
			semanas paseando por Amsterdam; me empeño en no retener los nombres 
			de las calles, no pregunto qué edificio es éste o aquél, adonde va 
			este o aquel barco ni de dónde viene, no leo los periódicos para no 
			enterarme de que la “última noticia” es algo que lleva milenios 
			sucediendo. Vivo en una casa donde todo me es extraño, y seré casi 
			el único particular al que conozco.  
				  
				
				Hace ya tiempo que he desistido 
			de averiguar para qué sirven los objetos que se presentan ante mis 
			ojos —¡no sirven en absoluto, sólo hacen servir!—. ¿Y por qué hago 
			todo esto?. Porque estoy harto de seguir trenzando la rancia coleta 
			de la cultura, primero la paz para preparar la guerra, luego la 
			guerra para reconquistar la paz, etc.; porque quiero ver ante mí, al 
			igual que Gaspar Hauser, una tierra nueva, totalmente desconocida; 
			quiero aprender a maravillarme de una forma distinta, parecida a la 
			de un crío que en una noche se transformase en un hombre maduro; 
			porque quiero convertirme en un “punto final” en vez de ser 
			eternamente una “coma”.  
				  
				
				Renuncio a la “herencia espiritual” de mis 
			antepasados en beneficio del Estado. Prefiero aprender a ver las 
			viejas formas con ojos nuevos en lugar de mirar, como hasta ahora, 
			las formas nuevas con viejos ojos, tal vez adquieran así la juventud 
			eterna. El primer paso que he dado ha sido bueno, pero todavía me 
			falta saber sonreír por todo, en vez de sorprenderme solamente». 
				 
			 
			
			Nada provoca mayor somnolencia que las conversaciones en voz baja 
			cuyo sentido escapa al oído.  
			
			  
			
			La charla apresurada y apenas 
			perceptible que mantenían tras la cortina el zulú y la cara 
			balcánica, había adormecido al forastero, el efecto hipnotizador de 
			su incesante monotonía lo sumió por un momento en un sueño profundo. 
			 
			Cuando al cabo de unos instantes se enderezó, tuvo la impresión de 
			haber hallado en su interior una extraordinaria cantidad de 
			explicaciones, pero su consciente únicamente había retenido la 
			quintaesencia, en forma de frase seca —enlace fantástico de 
			impresiones recién vividas y continuos pensamientos—:  
			
				
				«Es más 
			difícil ser capaz de sonreír constantemente que encontrar entre las 
			innumerables tumbas de la tierra la calavera que uno llevó sobre los 
			hombros en una vida anterior.
  Para saber mirar el mundo con ojos nuevos y sonriendo, el hombre 
			tendrá que perder los viejos a fuerza de llanto. Por muy difícil que 
			sea, hay que buscar la calavera» —pensó el forastero, obstinado en 
			proseguir el hilo de sus pensamientos y convencido de estar 
			totalmente despierto, aunque en realidad había vuelto a dormirse 
			profundamente.  
				  
				
				«Forzaré a las cosas a hablarme con claridad y a 
			revelarme su auténtico significado, y que lo hagan con un alfabeto 
			nuevo, no como antes, cuando, dándose gran importancia, me 
			susurraban al oido viejos chismes del tipo:  
				
					
					“Mira, soy un 
			medicamento y te curaré cuando te hayas hartado de comer, o, soy un 
			estimulante para que puedas atiborrarte y volver a ingerir después 
			otro medicamento”.  
				 
				
				Ya he comprendido que el quid de la cuestión está 
			en el dicho de la serpiente que se muerde la cola, como dice mi 
			amigo Pfeill, y si la vida no sabe ofrecerme mejores lecciones me 
			iré al desierto y comeré saltamontes y me vestiré de miel 
			silvestre».
  —¿Usted quiere ir al desierto para aprender alta magia, nebbich, y 
			es tan tonto como para pagar al contado en monedas de plata un 
			ridículo truco con tapones de corcho, e incapaz casi de distinguir 
			una tienda de artículos de broma del mundo, y ni siquiera sospecha 
			que los libros de la vida tienen contenidos diferentes de esos 
			títulos de los lomos?.  
				  
				
				Es Usted quien debería llamarse Verde, no yo 
			—una voz profunda y temblorosa contestó de repente a las 
			reminiscencias del forastero, y cuando éste levantó la vista 
			asombrado, advirtió que el viejo judío, el propietario de la tienda, 
			había entrado en la estancia y lo miraba fijamente. 
			 
			
			El forastero se estremeció, nunca había tenido ante sí un rostro 
			semejante. 
			 
			Era una cara lisa, con un vendaje negro en la frente, y no obstante 
			poblada de hondos surcos, como un mar puede tener olas intensas sin 
			estar jamás arrugado. Sus ojos parecían abismos sombríos y sin 
			embargo eran ojos humanos, no cavernas. La piel de color cetrino 
			tenía un aspecto metálico, como la de las razas prehistóricas que, 
			según los cuentos, la tenían muy similar al oro verde-negruzco. 
			
				
				—Desde que la Luna, esa eterna viandante, gira por el cielo 
			—continuó el judío—, vivo en esta tierra. He visto hombres que eran 
			como simios y que llevaban hachas de piedra en la mano; de la madera 
			venían y a la madera iban… —vaciló durante un segundo
			— de la cuna al ataúd. Hoy siguen siendo como simios y aún llevan 
			hachas en la mano. Son seres que dirigen su vista hacia abajo, y 
			pretenden averiguar la infinidad oculta en las pequeñas cosas. 
				 
				  
				
				Han 
			descubierto que en el aparato digestivo de los gusanos habitan 
			millones de seres minúsculos, y en aquellos, otros miles de 
			millones, pero todavía no saben que en este sentido no hay límites. 
			Yo miro fijamente hacia abajo y hacia arriba. Ya no sé llorar, pero 
			aún no he aprendido a sonreír. Mis pies se mojaron en el diluvio, 
			pero nunca he conocido a nadie que tuviese razones para sonreír, 
			puede que haya pasado delante de él sin prestarle atención. 
				 
				  
				
				Ahora 
			que un mar de sangre baña mis pies, ¿habrá alguno que se atreva a 
			sonreír?. No lo creo. Probablemente tendré que esperar hasta que el 
			mismo fuego se propague en oleadas. 
			 
			
			El forastero tiró de su sombrero de copa hasta taparse los ojos, 
			para no seguir viendo este rostro terrible que se incrustaba cada 
			vez más hondamente en sus sentidos, cortándole la respiración.  
			
			  
			
			Por 
			ello no se dio cuenta de que el judío había vuelto a su pupitre, y 
			de que en su lugar estaba ahora la dependienta, que se acercó de 
			puntillas, cogió del armario una calavera de papel maché parecida a 
			la del escaparate y la depositó silenciosamente en un taburete. 
			 
			
			  
			
			Cuando el forastero hizo caer su sombrero con un movimiento brusco 
			de la cabeza, ella lo recogió velozmente, antes de que su 
			propietario pudiera alcanzarlo, y comenzó inmediatamente su 
			discurso:  
			
				
				«Señor, aquí ve Usted lo que llamamos el Oráculo de Delfos. 
			Gracias a él tenemos la posibilidad de vislumbrar en todo momento el 
			futuro, e incluso de recibir respuestas para las preguntas que 
			llevamos adormecidas —aquí, por alguna inexplicable razón, se miró 
			de reojo el escote— en nuestro corazón. Por favor, pregúntese algo 
			en silencio».
  —Sí, sí, está bien —gruñó el forastero, confuso aún por los extraños 
			sucesos.
  —Mire, ya se está moviendo el cráneo. 
			 
			
			Lentamente, la cabeza de muerto abrió la dentadura, masticó un par 
			de veces y escupió un rollito de papel que la señorita atrapó con 
			agilidad, para desenrollarlo. Después la calavera castañeteó 
			aliviada. 
			 
			¿Se realizará el ansia vehemente De tu alma?. Intervén tú mismo con 
			resolución Y pon la voluntad en el lugar Del deseo. 
			 
			Estaba escrito con letras de tinta roja —¿o era sangre?— sobre la 
			tira de papel. 
			
				
				«Qué lástima no haberme fijado en mi pregunta —pensó el forastero, y 
			preguntó: ¿Cuánto?».
  —Veinte florines, señor.
  —Bien. Por favor —el forastero dudó si llevarse el cráneo en ese 
			mismo momento, no, imposible, en la calle me tomarían por Hamlet— 
			mándemelo a mi casa. Lo pago ahora.  
			 
			
			Involuntariamente echó una 
			mirada al despacho, el viejo judío se tenía ante su pupitre en una 
			inmovilidad sospechosa, parecía no haber dejado ni un instante de 
			hacer anotaciones en su libro.  
			  
			
			Luego el forastero apuntó su nombre y 
			dirección en un bloc que la dependienta le había tendido,
			Fortunato Hauberrisser. Ingeniero. Hooigracht, 47. 
			 
			Después abandonó el Salón de artículos misteriosos, todavía algo 
			aturdido. 
  
			
			
			
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			Capítulo II 
			 
			Desde hacía meses, Holanda estaba inundada de extranjeros de todas 
			las nacionalidades que habían abandonado su vieja patria. 
			 
			  
			Apenas 
			había acabado la guerra, y el escenario ya estaba poblado de luchas 
			políticas internas cuyo número aumentaba constantemente. Muchos 
			extranjeros se refugiaron en las ciudades holandesas, algunos 
			pensaban quedarse definitivamente, otros solo se detuvieron para 
			orientarse, para decidir en qué parte de la tierra se establecerían 
			en lo sucesivo. 
			 
			La fútil profecía de que al término de la guerra europea se 
			produciría una oleada de emigrantes procedentes de las capas 
			sociales más pobres y de las regiones más desvastadas, se vio 
			totalmente desmentida por la realidad. 
			 
			  
			Los barcos disponibles para 
			navegar hacia el Brasil y otras regiones famosas por su abundancia, 
			eran ciertamente insuficientes para transportar la gran multitud de 
			pasajeros de entrepuente, gentes que vivían del trabajo de sus 
			manos, y aún así su número era relativamente reducido en comparación 
			con el de los emigrantes de otras clases sociales: había un buen 
			número de gente acomodada que estaba harta de soportar la presión 
			del fisco patrio, que apretaba más y más las clavijas y estrujaba 
			sus rentas (éstos eran los no idealistas), y además muchísimos 
			intelectuales que con sus medios no veían ninguna posibilidad de 
			proseguir la lucha por la simple supervivencia, puesto que ésta se 
			había vuelto excesivamente costosa. 
			 
			  
			Ya en el curso de los atroces 
			años que precedieron a la guerra, las rentas de un deshollinador o 
			de un carnicero superaban con mucho el sueldo de un catedrático. La 
			humanidad de Europa había llegado al punto culminante donde la vieja 
			maldición “ganarás el pan con el sudor de tu frente” debía 
			entenderse al pie de la letra más bien que de manera simbólica; los 
			que sudaban el cerebro se veían sumidos en la miseria y perecían por 
			ausencia de metabolismo. 
			 
			El músculo era soberano, mientras que las secreciones de la mente 
			humana se cotizaban cada día menos, y aunque el dios Dinero 
			permanecía en su trono, su posición se había desestabilizado 
			bastante: la cantidad de sucios pedazos de papel que se amontonaban 
			a su alrededor contrariaban su sentido estético. 
			 
			  
			Y la tierra estaba 
			desierta y vacía, y la oscuridad reinaba en la superficie del 
			abismo; el espíritu de los viajantes ya no podía flotar sobre el 
			agua como antaño. 
			 
			Así ocurrió que la gran mayoría de los intelectuales europeos se 
			hallaban de viaje, y desde las ciudades portuarias de los países 
			menos afectados por la guerra, miraban hacia Occidente, tal como 
			Pulgarcito subido a lo alto de los árboles tratando de descubrir a 
			lo lejos la lumbre de un hogar. 
			 
			Hasta la última habitación de los viejos hoteles, tanto de Amsterdam 
			como de Rotterdam, estaba ocupada, y cada día surgían otros nuevos. 
			En las calles más elegantes zumbaban toda clase de lenguas, y cada 
			hora partían trenes especiales a La Haya atestados de políticos de 
			ambos sexos y de todas las razas, deseosos de imponer sus opiniones 
			en el Congreso permanente de la paz, donde se discutía sin fin 
			acerca de la mejor manera de atrancar la puerta de un establo del 
			que la vaca se había fugado ya para siempre. 
			 
			  
			En los restaurantes 
			distinguidos y en los salones de té, la gente, apretada, leía los 
			periódicos de ultramar —los diarios europeos todavía se entregaban a 
			las convulsiones de un prescrito entusiasmo cuando trataban de la 
			situación actual—, pero incluso en los diarios de ultramar no había 
			nada que no pudiera resumirse en la antigua fórmula filosófica: 
			 
				
				“Sé 
			que no sé nada, pero ni siquiera esto lo sé seguro”.
  
			  
			 
			
				
				 —¿Será posible que el barón Pfeill no haya llegado todavía?. Llevo 
			ya una hora entera esperando —preguntaba una señora en el café “El 
			Turco de oro”, un local sombrío y lleno de humo, situado en un 
			rincón de la Cruysgade, lejos del tráfico. Era una dama ya mayor, de 
			rasgos afilados, labios apretados e inconstantes ojos descoloridos, 
			el prototipo de mujer ajada con el pelo eternamente mojado que con 
			cuarenta y cinco años empieza a parecerse a su atrabilioso perro, y 
			que con cincuenta termina por gañir ella misma a la ajetreada 
			humanidad. Rabiosa, le gritó al camarero:
  —¡Inaudito!. Tsss. Si se cree que para una dama es un placer estar 
			sentada en esta tabernucha con todos estos tipos que la miran a una 
			con la boca abierta…
  —¿El señor barón Pfeill?. ¿Por qué no me describe su aspecto?. Yo no 
			lo conozco, Myfrouv —contestó fríamente el camarero.
  —Naturalmente imberbe. Cuarenta, cuarenta y cinco, cuarenta y ocho, 
			yo que sé. No he visto su partida de nacimiento. Alto. Delgado. 
			Nariz puntiaguda. Sombrero de paja. Bronceado.
  —Pero si hace mucho rato que está sentado ahí fuera, Myfrouv. 
			 
			El camarero apuntó con gesto indiferente hacia la puerta, abierta a 
			una pequeña terraza instalada en la acera, entre la calle y el café, 
			protegida del exterior por rejas de hiedra trepadora y adelfas 
			ennegrecidas de hollín. 
			
				—Gambas, gambas! —tronó la voz baja de un vendedor de crustáceos al 
			otro lado de la ventana.
  —Plátanos, plátanos! —chilló una voz femenina al mismo tiempo. 
				 —Tsss. ¿No ve que este es rubio, con bigote corto y sombrero de 
			copa?. Tsss. —la dama se puso más y más furiosa.
  —Me refiero al señor sentado al lado, Myfrouv. Usted no lo puede ver 
			desde aquí. 
			 
			La dama se precipitó como un buitre sobre los dos caballeros y colmó 
			de una lluvia de reproches al barón Pfeill, que se había levantado 
			algo cortado para presentar a su amigo Fortunato Hauberrisser.  
			  
			Ella 
			le dijo que lo había llamado sin éxito al menos doce veces, y que 
			finalmente había pasado por su casa sin encontrarlo, y todo esto 
			porque, Tsss, nunca solía estar en casa. 
			
				—En una época en la que todo el mundo está muy ocupado en consolidar 
			la paz, en darle los consejos necesarios al presidente Taft, en 
			persuadir a los renegados de que vuelvan a su trabajo, acabar con la 
			prostitución internacional, reprimir el trato de blancas, fortalecer 
			el sentido moral de los débiles y poner en marcha una recolección de 
			cápsulas de estaño para ayudar a los mutilados de todos los pueblos 
			—terminó indignada, mientras abría bruscamente un bolsito de mano 
			para volver a estrangularlo tirando del cordón de seda—. Yo creía 
			que en un momento como éste habría que estar en casa en vez de tomar 
			copas —dirigió una mirada venenosa hacia las dos delgadas copas de 
			irisados licores mezclados que reposaban sobre la mesa de mármol. 
				 —Tienes que saber que la esposa del cónsul, Germaine Rukstinat, se 
			interesa por la… bienhechoría —explicó el barón Pfeill a su amigo, 
			disfrazando el doble sentido de sus palabras con una fingida torpeza 
			en el manejo de la lengua alemana—. Ella es el espíritu que siempre 
			afirma y sólo quiere lo bueno… como dice Goethe.
  «Como para no darse cuenta…» —pensó Hauberrisser echando un 
			cauteloso vistazo a la furia, que para su sorpresa, se limitó a 
			sonreir aplacada—.  
			 
			Desafortunadamente, Pfeill tiene razón, la gente 
			no solo desconoce a Goethe, sino que además lo venera. Cuanto más 
			falsas son las citas más profundamente creen haber penetrado en su 
			espíritu.  
			  
			Pfeill se dirigió de nuevo a la señora: 
			
				—Yo pienso, Myfrouv, que en su círculo sobreestiman mi filantropía. 
			Mis provisiones de cápsulas de estaño, que tanta falta hacen a los 
			inválidos, son sensiblemente inferiores de lo que podría parecer. Y 
			aunque me he hecho miembro de un club de caridad —le aseguro que fue 
			involuntariamente—, por lo que se me ha atribuido fama de buen 
			samaritano, carezco muy a mi pesar del férreo vigor necesario para 
			cortar la fuente de ingresos de la prostitución internacional, 
			referente a la cual prefiero servirme de la divisa “Honni soit qui 
			mal y pense”. En cuanto a la abolición del trato de blancas, mis 
			relaciones con los directivos de estas organizaciones brillan por su 
			ausencia, ya que nunca tuve la oportunidad de conocer “íntimamente” 
			a los altos funcionarios de la policía antivicio del extranjero. 
				 —Pero al menos tendrá cosas inservibles para los huérfanos de 
			guerra, ¿no, barón?.
  —¿Tan alta es la demanda de cosas inservibles para los huérfanos de 
			guerra?. 
			 
			La dama no oyó o fingió que no oía la irónica pregunta. 
			
				—¿Pero seguramente se inscribirá en la gran “redoute” que se 
			celebrará en Septiembre?, ¿verdad, barón?. El posible beneficio neto 
			que se deducirá la próxima primavera, se destinará a ayudar a todos 
			los mutilados de guerra. Será una fiesta sensacional, todas las 
			damas enmascaradas, y los caballeros que hayan adquirido más de 
			cinco invitaciones, serán condecorados con la Cruz de Misericordia 
			de la duquesa de Lusignan.
  —Sí, una fiesta de este tipo tiene muchos atractivos —asintió 
			pensativo el barón—, sobre todo porque en estos bailes caritativos 
			donde todos se disfrazan, el amor al prójimo, en un sentido muy 
			amplio de la palabra, va tan lejos que a menudo la mano izquierda no 
			sabe lo que hace la derecha. También es comprensible que los ricos 
			hallen un placer permanente en el hecho de que el pobre tenga que 
			esperar el gran arreglo de cuentas. Pero, por otra parte, no soy lo 
			bastante exhibicionista como para lucir en mi ojal el comprobante de 
			haber cedido cinco veces en público a mis sentimientos de compasión. 
			No obstante, si la señora insiste…
  —¿Puedo entonces reservarle cinco entradas?. 
				 —Si me lo permite, solamente cuatro, Myfrouv.
 
  
			 
			 
			
				
				 —Señor, Señoría, señor barón —Pfeill oyó una voz apagada mientras 
			una diminuta mano sucia le tiraba de la manga tímidamente. El barón 
			se dio la vuelta y vio una chiquilla pobremente vestida de mejillas 
			hundidas y pálidos labios, la cual habiéndose acercado sigilosamente 
			por entre las macetas de adelfas, le tendió una carta. 
			Inmediatamente Pfeill se registró los bolsillos en busca de algunas 
			monedas.
  —El abuelo, ahí fuera, quiere que le diga…
  —¿Pero, quien eres tú, pequeña?, —preguntó Pfeill a media voz. 
				 —El abuelo, el zapatero Klinkherbogk, manda decir, yo soy su hija 
			—contestó la niña confundiendo la respuesta con el mandado— y el 
			señor barón se ha equivocado, en vez de diez florines por el último 
			par de zapatos había mil… 
			 
			Pfeill se puso rojo como la sangre, y golpeando enérgicamente la 
			mesa con su pitillera plateada para acallar las palabras de la 
			pequeña, dijo con voz brusca y fuerte:  
			
				«Toma, aquí tienes veinte 
			céntimos por el viaje».  
			 
			En un tono más suave, añadió que todo estaba 
			en orden, que volviera a casa sin perder el sobre. Por un segundo, 
			asomó entre unos tallos de hiedra la cara lívida de un anciano, 
			prueba de que la niña no había venido sola, sino acompañada por su 
			abuelo, para asegurarse de que no perdiera el sobre por el camino. 
			Debía haber entendido las últimas frases y dejó escapar un débil 
			balbuceo, incapaz de hablar a causa de la emoción. 
			 
			Sin haber prestado ninguna atención a los sucesos, la caritativa 
			dama había anotado en una lista las cuatro localidades de Pfeill, y 
			se despidió con algunas frías palabras de cortesía. Los dos amigos 
			estuvieron un rato callados, mutuamente se esquivaban la mirada y de 
			vez en cuando tamborileaban con los dedos en los brazos de las 
			sillas. 
			 
			Hauberrisser conocía demasiado bien a su amigo para no saber 
			exactamente que si le preguntaba ahora por lo que había ocurrido con 
			el zapatero Klinkherbogk, le contaría irritado cualquier historia 
			fantástica por no ser sospechoso de haber ayudado a un pobre infeliz 
			en una situación de extrema necesidad.  
			  
			Deseoso de iniciar una 
			conversación con otro rumbo, Hauberrisser intentó encontrar un tema 
			que no guardase relación ninguna con obras de caridad ni zapateros, 
			y sin que tal giro pareciera muy artificial. Aunque parecía una 
			tarea ridiculamente fácil, a cada minuto que pasaba le resultaba más 
			difícil.  
			
				«Es un maldito problema eso de “idear” —meditó—, uno se 
			cree que el cerebro genera los pensamientos, pero en realidad son 
			ellos mismos los que lo manejan a su aire, y son más independientes 
			que ningún ser vivo».  
			 
			Cobró animo. 
			
				—Oye Pfeill, dime —de repente se había acordado del rostro 
			fantástico visto en el salón de artículos misteriosos—, tú que has 
			leído tanto en tu vida, la leyenda del Judío Errante ¿no es 
			originaria de Holanda?. 
			 
			Pfeill le dirigió una mirada recelosa: 
			
				—¿Lo dices porque era zapatero?. 
				 —¿Zapatero?, ¿cómo qué zapatero?.
  —Pues se dice que el Judío Errante era en un principio Ahasverus, 
			zapatero de Jerusalén, que injurió y echó a Jesús cuando éste quiso 
			descansar en su camino al Gólgota, al Calvario; y que desde entonces 
			está condenado a errar, sin poder morirse hasta que no vuelva Cristo 
			a la tierra. 
			 
			Al percatarse Pfeill de la expresión perpleja de Hauberrisser, 
			siguió rápidamente con su relato, para desembarazarse cuanto antes 
			del tema del zapatero. 
			
				—En el siglo XIII, un obispo inglés afirmó haber conocido en Armenia 
			a un judío llamado Kartaphilos, el cual le había confiado que en 
			determinadas fases lunares su cuerpo se rejuvenecía, convirtiéndole 
			durante algún tiempo en Juan el Evangelista, del que dijo Cristo que 
			no conocería la muerte.
  »En Holanda, el Judío Errante se llama Isaac Laquedem; creyeron 
			reconocerlo en un hombre que tenía este nombre porque se había 
			detenido mucho rato ante una cabeza de Cristo, exclamando:  
				
					«Es él, 
			es él, así era». 
				 
				»En los museos de Basilea y Berna se exponen incluso dos zapatos, un 
			derecho y un izquierdo, curiosos objetos hechos de trozos de cuero, 
			que miden un metro de largo y pesan medio quintal. Fueron 
			encontrados en distintos puertos montañosos de la frontera 
			ítalo-suiza y por el misterio que encerraban se les atribuyó una 
			incierta relación con el Judío Errante.  
				  
				Por lo demás —Pfeill 
			encendió un cigarro—, es curioso que se te haya ocurrido la extraña 
			idea de preguntar por el Judío Errante precisamente ahora; acabo de 
			recordar hace unos minutos, y de una manera extraordinariamente 
			viva, un cuadro que vi muchos años atrás en una galería privada de 
			Leyden. Se le atribuye a un maestro desconocido y representa a 
			Ahasverus: un rostro de color bronce oliváceo increíblemente 
			aterrador, con un vendaje negro en la frente, los ojos sin blanco ni 
			pupilas, como si fueran… qué diría yo… como gargantas. Me persiguió 
			mucho tiempo, hasta en los sueños. 
			 
			Hauberrisser se estremeció, pero Pfeill no se dio cuenta y continuó: 
			
				—El vendaje negro en la frente, según lo que leí más tarde, es 
			tenido en Oriente por la marca característica del Judío Errante. Se 
			dice que debajo oculta una cruz flameante cuya luz consume su 
			cerebro cada vez que éste recobra cierto grado de perfección. Los 
			sabios pretenden que se trata de alusiones a procesos cósmicos 
			relacionados con la Luna y que por este motivo el Judío Errante se 
			llamaría “Chidher”, lo cual significa el “Verde”, pero esto se me 
			antoja pura imaginación. La manía de interpretar como signo del 
			cielo todo lo que no se comprende de la Antigüedad ha vuelto a estar 
			de moda; había cesado durante algún tiempo, después de que un 
			francés bromista afirmara en un tratado satírico que Napoleón no 
			había vivido nunca, sino que era un mito astral cuyo nombre 
			verdadero era Apolo, dios del sol, y que sus doce generales se 
			relacionaban con los doce signos del zodíaco.
  »Creo que los misterios de la Antigüedad encerraban un saber mucho 
			más peligroso que el mero conocimiento de los eclipses solares y las 
			fases de la Luna, misterios que realmente necesitaban ser ocultados. 
				 »Hoy ya no hace falta ocultar estas cosas porque de todas formas la 
			masa imbécil no se las creería y se burlaría de ellas; son cosas que 
			obedecen a las mismas leyes armónicas que el Universo, y que por 
			tanto son análogas. Bueno, sea como sea, los sabios por el momento 
			reparten golpes sin saber donde se encuentra el blanco. 
			 
			Hauberrisser estaba profundamente sumido en sus pensamientos. 
			
				—¿Qué piensas tú de los judíos en general? —preguntó después de un 
			largo silencio.
  —Humm. ¿Lo que opino de ellos?. Pues, en gran parte me parecen unos 
			cuervos sin plumaje, increíblemente ladinos, negros, con el pico 
			torcido, sin que por ello sepan volar. Pero a veces se encuentran 
			águilas entre ellos, eso está fuera de duda; Spinoza por ejemplo. 
				 —¿Así que tú no eres antisemita?.
  —Ni en sueños se me ocurriría. Por la sencilla razón de que estimo 
			demasiado poco a los cristianos. A los judíos se les reprocha su 
			falta de ideales. Los cristianos, en todo caso, sólo tienen ideales 
			falsos. Los judíos exageran en todo: en cumplir las leyes y en 
			violarlas, en la piedad y en la impiedad, en el trabajo y en la 
			pereza; lo único que no exageran es el montañismo y las regatas que 
			llaman “Gojjim nadies”, y tampoco dan mucha importancia a lo 
			patético. Los cristianos exaltan lo patético, y por consiguiente, 
			minimizan casi todo lo demás. Yo, en cuestiones de fe, encuentro que 
			los judíos se guian demasiado por lo espiritual, por las escrituras, 
			y los cristianos ponen demasiado énfasis en los adornos.
  —¿Crees que los judíos tienen una misión?. 
				 —Desde luego, la misión de superarse a sí mismos. Todo en este mundo 
			tiene la misión de superarse. Quien se deja vencer por otros ha 
			malogrado su misión, o lo que es lo mismo, quien malogra su misión 
			es vencido por otros. Cuando uno consigue vencerse a si mismo, los 
			demás no se dan cuenta, pero cuando alguien consigue vencer a los 
			demás el cielo se tiñe de… rojo. Los profanos llaman progreso a este 
			fenómeno “luminoso”. Es sabido que los tontos, ante una explosión, 
			ven en el fogoso artificio lo esencial… Pero perdóname, tengo que 
			dejarte ahora —concluyó Pfeill consultando su reloj—, primero debo 
			irme a casa corriendo y segundo, mi sabiduría se te haría penosa a 
			la larga. Así que “servus”, como dicen los austríacos cuando piensan 
			lo contrario, y si tienes ganas, ven a verme muy pronto en Hilversum. 
			 
			Depositó sobre la mesa una moneda para el camarero, sonrió a su 
			amigo, y diciéndole adiós con una seña, salió del café. Hauberrisser 
			intentaba ordenar sus pensamientos.  
			
				«¿Sigo soñando? —se preguntó muy 
			extrañado— ¿qué ha ocurrido ahora?. Me gustaría saber si en cada 
			vida humana existe este hilo de casualidades extraordinarias
			o soy yo el único al que le pasan tales cosas. Podría ser que los 
			acontecimientos sólo se engarcen como anillos de una cadena cuando 
			uno no impide su correlación, a fuerza de hacer proyectos y 
			perseguir su realización obstinadamente, descuartizando así el 
			destino en trozos aislados que de otra manera se hubiesen tejido en 
			un continuo lago fantástico».  
			 
			Trató de explicarse la simultánea 
			aparición de la misma imagen en su cerebro y en el de su amigo por 
			el fenómeno de la transmisión de pensamientos; pero esta vez la 
			teoría no parecía concordar con la realidad, como otras veces cuando solia tomar estas cosas a la ligera, intentando olvidarlas cuanto 
			antes. 
			 
			El recuerdo que Pfeill conservaba del rostro oliváceo con el vendaje 
			negro en la frente tenía una base tangible: el retrato que decía 
			haber visto en una galería privada de Leyden; ¿pero de donde había 
			surgido la fantástica visión de ese rostro oliváceo que él acababa 
			de tener en la tienda de Chidher el Verde?.  
			
				«La repetición del 
			curioso nombre “Chidher” en apenas una hora, primero en el letrero y 
			más tarde como denominación legendaria de la figura del Judío 
			Errante, no deja de ser extraña, —se dijo Hauberrisser— pero no 
			serán pocos los hombres que hayan hecho observaciones de esta clase. 
				 
				  
				¿Por qué será que de repente un mismo nombre nunca oído lo bombardea 
			a uno sin cesar?, ¿y por qué será que justamente cuando uno tropieza 
			con gente que se parece a un amigo al que no vemos desde hace 
			tiempo, éste aparezca de pronto doblando una esquina?. Y no se trata 
			de un parecido imaginario, no, es un parecido fotográfico, una 
			semejanza tal, que uno, lo quiera
			o no, no puede evitar pensar en la persona en cuestión.  
				  
				¿De donde 
			vendrá todo eso?.
  »Y las personas que se parecen físicamente, ¿no tendrían también un 
			destino similar?. ¡Cuántas veces lo habré constatado!. El destino 
			parece ser un fenómeno inevitablemente relacionado con la 
			constitución del cuerpo y la forma del rostro, ligado a una ley de 
			correspondencias que rige hasta los menores detalles. Una bola sólo 
			puede ir rodando; un dado sólo puede rebotar de forma irregular, 
			¿por qué entonces los seres vivos iban a escapar de estas rigurosas 
			leyes sólo porque su existencia sea mil veces más complicada?. 
				 »Entiendo muy bien que la vieja Astrología no caiga en desuso y que 
			tenga hoy quizás más adeptos que nunca, y que una de cada diez 
			personas se haga levantar su horóscopo; no obstante, pienso que los 
			hombres se equivocan al creer que son las estrellas visibles del 
			firmamento las que determinan el curso del destino.  
				  
				Debe tratarse de 
			otros “planetas” que circulan en la sangre y tienen otros períodos 
			de revolución que los cuerpos celestes como Júpiter, Saturno, etc. 
			Si los factores decisivos fuesen el mismo lugar de nacimiento, la 
			misma hora y el mismo minuto, ¿cómo explicar entonces que unas 
			monstruosidades como las hermanas siamesas Braschek, que nacieron en 
			el mismo segundo, hayan tenido destinos tan distintos?.  
				  
				Es sabido 
			que una de ellas fue madre mientras que la otra quedó virgen». 
			 
			Hacía rato que en una de las mesas más alejadas, había aparecido, 
			tras un enorme periódico húngaro, un caballero en traje de franela 
			blanca y corbata roja, con un sombrero ligeramente ladeado en la 
			cabeza, los dedos sobrecargados de llamativos anillos y un monóculo 
			pegado a un ojo oscuro y apasionado.  
			  
			Cambiando varias veces de 
			sitio, como si le molestara una omnipresente corriente de aire, se habia acercado poco a poco a Hauberriser, sin que éste último, 
			sumido en sus cavilaciones, se percatara. El extranjero no consiguió 
			llamar la atención de Hauberrisser hasta que, con voz subida, pidió 
			al camarero información sobre los lugares de diversión y otras 
			curiosidades de Amsterdam.  
			  
			Una rápida mirada le bastó a Hauberrisser 
			para darse cuenta de que aquel caballero tan obviamente empeñado en 
			parecer completamente desorientado, como si acabara de bajar del 
			tren, no era otro que el señor “catedrático” Zitter Arpad, del salón 
			de artículos misteriosos. 
			 
			Le faltaba el bigote, y la brillantina corría ahora por otros 
			derroteros, pero la inequívoca facha picara del “prestidigitador de 
			Presburgo” no perdía por ello su originalidad ni en lo más mínimo. 
			 
			Hauberrisser estaba demasiado bien educado como para dejar entrever, 
			ni siquiera con un pestañeo, que se acordaba del personaje; además 
			le divertía confrontar la fina maña del hombre culto con el vasto 
			artificio del inculto, que siempre se convence del éxito de su 
			disfraz sólo por el hecho de que el engañado no reaccione 
			inmediatamente adoptando un lenguaje mímico digno de ser estrenado 
			en una comedia. 
			 
			No dudó de que el “catedrático” lo había seguido furtivamente al 
			café porque tramaba alguna pillería balcánica; no obstante, para 
			estar seguro de que sólo él y no otra persona era el blanco de la 
			mascarada, hizo el gesto de querer pagar e irse. Enseguida una viva 
			consternación se dibujó en el semblante del señor Zitter. 
			 
			  
			Hauberrisser se sonrió satisfecho, la empresa de Chidher el Verde, 
			admitiendo que el señor catedrático fuera efectivamente socio de la 
			misma, parecía disponer de múltiples medios para no perder de vista 
			a su clientela: damas perfumadas y de melena corta, corchos 
			volantes, viejos judíos fantasmas, calaveras proféticas y espías sin 
			talento vestidos de blanco.  
			  
			¡Un respeto!. 
			
				—¿No habrá por aquí cerca algún banco donde poder cambiar unos 
			cuantos billetes ingleses de mil libras en moneda holandesa? 
			—preguntó el catedrático con aire negligente subiendo la voz 
			nuevamente. Al recibir la respuesta negativa, su rostro adquirió una 
			expresión muy enojada—. Aparentemente es problemático conseguir 
			moneda suelta en Amsterdam —añadió volviéndose a medias hacia 
			Hauberrisser en un intento de entablar conversación—. Ya tuve 
			dificultad por ello en el hotel. 
			 
			Hauberrisser no contestó. 
			
				—Pues sí, bastantes dificultades, de verdad. —Hauberrisser seguía 
			sin ablandarse.
  —Afortunadamente, el gerente del hotel conocía mi casa solariega… 
			Conde Ciechonski, si me permite que me presente. Conde Wlodzimierz 
			Ciechonski. 
			 
			Hauberrisser hizo una reverencia apenas perceptible, murmurando su 
			apellido de la manera más incomprensible que pudo, pero el conde 
			debía tener el oído sumamente fino, puesto que saltó de su silla 
			vivamente emocionado, se acercó rápidamente a la mesa y sentándose 
			inmediatamente en el asiento que Pfeill había dejado libre, exclamó 
			con júbilo: 
			
				—¡Hauberrisser!, ¿el famoso ingeniero de torpedos Hauberrisser?. Yo 
			soy el conde Ciechonski, conde Wlodzimierz Ciechonski… Usted 
			permite, ¿verdad?. 
			 
			Hauberrisser meneó la cabeza sonriendo: 
			
				—Se equivoca usted, nunca he sido ingeniero de torpedos «que idiota 
			—pensó para sí—. Es una lástima que se las dé de conde polaco. Me 
			habría gustado más como el catedrático Zitter Arpad de Presburgo, 
			así por lo menos podría haberle sacado algunas informaciones sobre 
			su socio Chidher el Verde».
  —¿No?, ¡qué pena!, pero no importa. El apellido Hauberrisser por sí 
			sólo despierta en mí unos recuerdos tan queridos —la voz del conde 
			temblaba de emoción—. Este apellido y el nombre Eugéne Louis Jean 
			Joseph están estrechamente vinculados con nuestra familia. «Ahora 
			quiere que le pregunte quien es este Louis Eugéne Joseph. ¡Pues no!» 
			—pensó Hauberrisser mientras aspiraba el humo de su cigarro.
  —Es que Eugéne Louis Jean Joseph era mi padrino. Inmediatamente 
			después se fue a África a morir. «Probablemente de remordimiento» 
			—gruñó para sí Hauberrisser.
  —¿Así que murió?. ¡Qué desgracia!. 
				 —Pues sí, qué lástima, qué lástima pero qué lástima… ¡Eugéne Louis 
			Jean Joseph!, podía haber sido emperador de Francia.
  —¿Podía haber sido qué? —Hauberrisser creyó haber oido mal—. 
			¿Emperador de Francia?.
  —¡Desde luego; —todo orgulloso mostró su triunfo—. El príncipe 
			Eugéne Louis Jean Joseph Napoleón IV. Cayó el 1 de Junio de 1879 en 
			un combate contra los zulúes. Incluso poseo un mechón de su cabello. 
			 
			Extrajo de su bolsillo un reloj dorado del tamaño de un bistec y de 
			un mal gusto francamente diabólico, levantó la tapa y enseñó el 
			mechón de pelo negro y basto. 
			
				—El reloj me viene de él también. Un regalo de bautismo. Una 
			maravilla de la técnica —explicó—. Si se aprieta aquí, da las horas, 
			los minutos y los segundos, y al mismo tiempo, aparece en la parte 
			trasera una pareja de amantes móviles. Con este botón se pone en 
			marcha la aguja del cronómetro, con este otro se para. Presionándolo 
			más se ve la fase actual de la Luna, empujando todavía más sale la 
			fecha. Moviendo esta palanca hacia la izquierda salta una gota de 
			perfume de almizcle, hacia la derecha se oye la Marsellesa. Es un 
			verdadero regalo real. Sólo existen dos ejemplares en el mundo. 
				 —Un consuelo en todo caso —admitió Hauberrisser ambigua y 
			cortésmente. Le divertía mucho la mezcla que resultaba de su extremo 
			descaro y su total ignorancia de los modales distinguidos. 
			 
			El conde Ciechonski, alentado por la expresión amable del ingeniero, 
			tomó más y más confianza.  
			  
			Habló de sus inmensas propiedades en la 
			Polonia rusa, desafortunadamente devastadas por la guerra. Por 
			suerte no las necesitaba para vivir, puesto que, gracias a sus 
			íntimas relaciones con los círculos bursátiles americanos en 
			Londres, ganaba unos cuantos miles de libras.  
			  
			Más tarde sacó el tema 
			de las carreras hípicas, los jokeys corruptos, posibles novias 
			multimillonarias que conocía por docenas, tierras que se podían 
			comprar en el Brasil y el Ural a un precio ridículo, pozos 
			petrolíferos aún desconocidos en el Mar Negro, inversiones fabulosas 
			que le producirían un millón al día, tesoros enterrados cuyos 
			propietarios habían muerto o huido, métodos infalibles para ganar a 
			la ruleta…  
			  
			Habló de gigantescas sumas que el Japón ansiaba pagar a 
			personalidades dignas de confianza a cambio de la aportación de 
			datos confidenciales, de lupanares subterráneos en las grandes 
			ciudades cuyo acceso estaba reservado a los iniciados. Habló incluso 
			con lujo de detalles del país del oro, el Ophir del rey Salomón, 
			que, como sabía por los papeles de su sobrino Eugéne Louis Jean 
			Joseph, se hallaba en el territorio de los zulúes. Era más diverso 
			que su reloj de bolsillo.  
			  
			Ponía mil anzuelos cada vez más torpes 
			para engancharlo a su proa; como un ladrón miope que prueba sus 
			ganzúas una tras otra en la cerradura de la casa sin dar con el ojo, 
			así tentaba el alma de Hauberrisser, pero sin encontrar la ventana 
			por la que podía haber entrado. Al fin se rindió exhausto, y 
			pusilánime, pidió a Hauberrisser el favor de que lo introdujera en 
			algún elegante club de juego.  
			  
			Pero sus esperanzas se vieron 
			truncadas otra vez, ya que el ingeniero se disculpó alegando que él 
			mismo era forastero en Amsterdam. Malhumorado, el conde sorbió su 
			sherry-cobler. 
			 
			Hauberrisser lo contempló pensativo.  
			
				«¿No sería mejor decirle 
			directamente que no es más que un prestidigitador? —reflexionó—. Me 
			gustaría que me contara su vida. Debe haber sido bastante 
			variopinta. Este hombre habrá vadeado por todo tipo de lodos. Pero, 
			claro, lo negaría y terminaría por ponerse insolente. —Lo invadió un 
			sentimiento de irritación—. Existir entre los hombres y las cosas de 
			este mundo se ha vuelto insoportable. En todas partes hay montones 
			de cáscaras vacías, y cuando por casualidad uno da con algo parecido 
			a una nuez, resulta que, al cascarla, no es más que un guijarro 
			inerte».
  —¡Judíos!. ¡Chasides! —gruñó despectivamente el estafador señalando 
			con el dedo a una tropa de desarrapados que atravesaban la calle 
			deprisa y en silencio. Los hombres en cabeza, embutidos en caftanes 
			negros y con las barbas revueltas, las mujeres detrás con sus hijos 
			en bandolera, fijaban los ojos en el horizonte con una expresión 
			demente.
  —Emigrantes. Ni un céntimo en el bolsillo. Creen que el mar les 
			abrirá paso cuando lleguen, ¡vaya tontería!. El otro día, en 
			Zandvoort, todo un grupo se habría ahogado si no los hubieran sacado 
			a tiempo.
  —¿Lo dice en serio o está bromeando?.
  —No, no, hablo totalmente en serio. ¿No lo ha leído en los 
			periódicos?. Donde quiera que mire estalla el 
				
				fanatismo religioso. 
			Por el momento, los afectados son más bien los pobres, pero… —la 
			fisonomía irritada de Zitter se serenó al pensar que pronto podría 
			llegar el tiempo en que haría su agosto—… pero no tardarán mucho en 
			contagiarse también los ricos. Yo conozco eso. 
			 
			Contento de haber hallado otro tema de conversación, Hauberrisser lo 
			había escuchado atentamente, se volvió de nuevo locuaz. 
			
				—No sólo en Rusia donde los Rasputines, los Juan Sergiew y otros 
			santos han brotado siempre de la tierra, en el mundo entero se está 
			extendiendo la locura de creer que el Mesías está de vuelta. La 
			agitación reina hasta entre los zulúes, en África; allí por ejemplo 
			hay un negro que hace milagros al que llaman el “Elias Negro”. Lo sé 
			de fuentes tan segura como Eugéne Louis… —se corrigió rápidamente—… 
			un amigo que estuvo allí recientemente cazando leopardos.  
				  
				A 
			propósito, yo mismo conocí en Moscú a un célebre cacique zulú —su 
			rostro reflejó una súbita inquietud—. De no haberlo visto con mis 
			propios ojos no lo hubiera creído nunca: el tipo, un completo 
			imbécil para cualquier truco, sabe hacer brujerías, de verdad, de 
			una manera tan real como que usted me está viendo aquí sentado. Sí, 
			sí, ejerce la magia.  
				  
				No se 
				ría, querido Hauberrisser, lo he visto yo 
			mismo y a mí no me engaña nadie con trucos —por un instante se 
			olvidó por completo de su papel de conde polaco—, yo me los conozco 
			todos de memoria. El diablo sabrá cómo lo hace. Dice que tiene un 
			fetiche que le permite resistir el fuego cuando lo invoca. El hecho 
			es que después de calentar al rojo vivo grandes piedras, ¡lo he 
			verificado yo mismo, señor!, anda despacio sobre ellas sin quemarse 
			los pies. 
			 
			La agitación le hizo morderse las uñas y murmurar para sus adentros: 
			 
			
				«Espérate muchacho, ya descubriré tu secreto». 
				 
			 
			Asustado por la idea 
			de haberse traicionado a causa de su negligencia, recuperó 
			velozmente su máscara de conde polaco y vació su copa. 
			
				—¡A su salud, querido Hauberrisser!, ¡a su salud!. Quizás pueda 
			verlo usted mismo. He oído decir que está en Holanda, actuando en un 
			circo. Bueno, ¿qué le parece si tomáramos un aperitivo en el 
			restaurante Amstelroom de aquí al lado?. 
			 
			Hauberrisser se levantó de prisa. Zitter Arpad no le interesaba en 
			absoluto como conde. 
			
				—Lo siento muchísimo, pero hoy no estoy libre. Otra vez será, 
			quizás. Adiós. Encantado. 
			 
			Perplejo por la súbita despedida, el estafador se quedó mirándolo 
			con la boca abierta. 
  
			
			
			
			
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			Capítulo III 
			 
			Hauberrisser caminaba por las calles preso de una furiosa agitación 
			cuya causa ignoraba por completo. 
			 
			  
			Al pasar ante el circo donde 
			actuaba la tropa zulú de Usibepu, no podía ser otra que la 
			mencionada por Zitter Arpad, reflexionó un momento sobre si debía 
			asistir al espectáculo, pero desistió enseguida, ¿qué le importaba a 
			él que un negro supiese emplear la magia?. No era la curiosidad de 
			ver algo extraordinario lo que le impulsaba a errar y le provocaba 
			semejante inquietud. 
			 
			  
			Algo imponderable, amorfo, que flotaba en el 
			aire, excitaba su sistema nervioso. Era el mismo hálito opresivo y 
			misterioso que a veces, ya antes de emprender el viaje a Holanda, lo 
			sofocaba con tanta vehemencia que no podía eludir la idea del 
			suicidio. 
			 
			Se preguntó de dónde provenía esta vez. 
			 
			  
			¿Acaso de los emigrantes 
			judíos que había visto, en virtud de una especie de contagio?. 
			 
				
				«Debe 
			ser la misma influencia inexplicable que hace recorrer el mundo a 
			estos fanáticos religiosos y que a mí me ha expulsado de mi patria 
			—intuyó. Únicamente son distintos nuestros motivos». 
			  
			
			Ya mucho antes 
			de la guerra había experimentado esta sensación opresiva, pero antes 
			aún le era posible dominarla, trabajando o distrayéndose. 
			 
			  
			Solía 
			interpretarla como la típica fiebre de los viajes, como un desvarío 
			nervioso o como síntoma de un modo de vida equivocado. Más tarde, 
			cuando la bandera de sangre comenzó a flotar sobre Europa, la 
			interpretó como presagio de los acontecimientos. ¿Pero por qué 
			seguía agravándose este malestar ahora que la guerra había 
			terminado, día tras día, casi hasta la desesperación?. 
			 
			  
			Y no sólo en 
			él, casi todas las personas con las que había hablado de ello decían 
			sentir algo similar. Todos ellos se consolaban igual que él, 
			pensando que al final de la contienda la paz volvería al corazón de 
			cada uno. Pero lo que ocurrió fue exactamente lo contrario. 
			 
			La banal sabiduría de ciertas cabezas vacías que para cualquier cosa 
			suelen tener a mano la explicación más fácil, ¿podía resolver acaso 
			el misterio atribuyendo el paroxismo febril de la humanidad a la 
			alteración del bienestar?. La causa era más profunda. Fantasmas 
			gigantescos, surgidos de la mesa de operaciones de unos cuantos 
			generales impasibles y ambiciosos, se habían cobrado millones de 
			víctimas. Pero ahora se levantaba un fantasma aún más horrible. 
			 
			  
			Su 
			cabeza de medusa, ya enteramente fuera del abismo, se burlaba con 
			cruel ironía de la humanidad, que se había imaginado que con una 
			vuelta de la rueda de suplicio bastaría para asegurar la libertad de 
			las generaciones venideras. En el curso de las últimas semanas Hauberrisser había conseguido olvidarse de su hastío existencial. Se 
			le había ocurrido la extraña idea de que podría vivir como un 
			ermitaño, como un extranjero, indiferente, en una ciudad que de la 
			noche al día se había transformado en una especie de feria 
			internacional. Hasta cierto punto había logrado sus objetivos. 
			 
			  
			Pero 
			el antiguo cansancio volvía a apoderarse de él, a la menor ocasión 
			se instalaba de nuevo en su interior, multiplicado por el 
			espectáculo de la multitud que se tambaleaba a su alrededor 
			arrastrando su vacío. De repente, como si hubiera estado ciego hasta 
			ese momento, se sintió espantado por la expresión que advertía en 
			los rostros de la gente. 
			 
			Estas ya no eran las caras de otro tiempo, aquellas caras que 
			acudían a los espectáculos ávidas de diversión o para olvidar las 
			penas cotidianas; ahora exhibían las primeras marcas de un incurable 
			desarraigo, la simple lucha por la supervivencia traza otro tipo de 
			surcos en la piel. 
			 
			No pudo evitar pensar en ciertos grabados que mostraban las orgías y 
			danzas medievales que la gente celebraba para olvidarse de la peste, 
			o en esas bandadas de pájaros que silenciosamente y con sordo terror 
			giran en el cielo cuando sienten la amenaza de un terremoto… 
			 
			Una fila interminable de coches se extendía hacia el circo y las 
			personas se precipitaban hacia el interior con febril 
			apresuramiento, como si fuera cuestión de vida o muerte. Había damas 
			de finos rasgos cubiertas de diamantes, baronesas francesas 
			convertidas en “cocones”, inglesas esbeltas y distinguidas que hasta 
			hacía poco formaban parte de la mejor sociedad y que ahora se 
			colgaban del brazo de cualquier bandido de ojos de rata y hocico de 
			hiena, enriquecido de la noche a la mañana por un golpe bursátil. 
			 
			  
			Se 
			veían princesas rusas que temblaban hasta en sus más íntimas fibras 
			debido a las noches en blanco y la vida agitada. No quedaba ninguna 
			huella de la anterior impasibilidad aristocrática de estas gentes, 
			todo había sido barrido por las olas de un diluvio espiritual. 
			 
			  
			Una 
			imagen del pasado se interpuso en la mirada de Hauberrisser: un 
			circo ambulante, un oso tras las rejas de una jaula, con la pata 
			izquierda atada, sin hacer otra cosa que balancearse incesantemente 
			de una pata a otra, encarnando la desesperación más absoluta, día 
			tras día, mes tras mes, e incluso años más tarde cuando volvió a 
			verlo en otra feria. 
				
				«¿Por qué no lo compraste para liberarlo? —gritó algo dentro de 
			Hauberrisser, un pensamiento que había reprimido al menos cien 
			veces, y que no dejaba de asaltarlo como un abrasador reproche, 
			siempre tan vívido e intransigente como el primer día. Era un hecho 
			aparentemente insignificante y minúsculo en comparación con las 
			enormes negligencias que se acumulan en la vida de un hombre, y sin 
			embargo se trataba del único pensamiento que el tiempo no era capaz 
			de borrar—. 
				   
				La sombra de los millares de animales torturados y 
			asesinados pesa sobre nosotros como una maldición, y su sangre clama 
			venganza, —pensó Hauberrisser confusamente—. ¡Ay de nosotros si el 
			alma de un sólo caballo se encuentra entre los acusadores del Juicio 
			Final!… ¿Por qué no lo compré y lo liberé en aquel momento?».  
			
			¡Cuántas veces se había colmado de amargos reproches por aquello, 
			callándolo siempre con el argumento de que la liberación del oso no 
			habría tenido más importancia que el movimiento de un grano de arena 
			en el desierto! 
			 
			  
			Pero, ¿había llevado a cabo jamás algo que tuviera 
			más importancia?, se preguntaba pasando revista a su vida. 
			 
			  
			Había 
			estudiado, privándose del sol, para construir máquinas que estaban 
			ya más que oxidadas, perdiendo así la oportunidad de ayudar a otros 
			a disfrutar de ese mismo sol. Sólo había contribuido por su parte a 
			aumentar el sinsentido universal. Se abrió camino penosamente entre 
			la densa multitud y cuando llegó a una plaza desierta, paró un taxi 
			y ordenó al taxista que lo condujera hasta las afueras de la ciudad. 
			De golpe se había apoderado de él una necesidad imperiosa de 
			resucitar los días de sol perdidos. 
			 
			Las ruedas traqueteaban por el adoquinado con una lentitud 
			desesperanzadora. El sol estaba a punto de ponerse. Impaciente por 
			llegar de una vez al campo, su irritación se incrementaba más y más. 
			Cuando divisó por fin el verde graso de la tierra, los millares de 
			cabezas de ganado protegidos con mantas del frescor de la tarde, las 
			campesinas holandesas con sus cofias blancas y sus cubos de ordeñar, 
			tuvo la impresión de que la imagen se proyectaba sobre una inmensa 
			pompa de jabón. 
			 
			Mirando los canalillos donde se reflejaban los rayos rojos del sol 
			poniente, creyó hallarse delante de un país de ensueño que nunca 
			jamás debería pisar. 
			 
			El olor a agua y prados sólo consiguió transformar su inquietud en 
			melancolía y abandono. Luego, al oscurecer y ascender sobre la 
			tierra una niebla plateada, le pareció que su cabeza era una cárcel 
			dentro de la cual él mismo estaba sentado, observando a través de 
			sus ojos como por unas ventanas cada vez más empañadas, un mundo de 
			libertad que se despedía para siempre. 
			 
			Al reaparecer las primeras hileras de casas, la ciudad estaba 
			sumergida en una profunda penumbra. 
			 
			El tañido de los innumerables campanarios vibraba en la neblina. 
			 
			Despidió el taxi y echó a andar en dirección a su piso, atravesando 
			callejuelas retorcidas y bordeando canales donde flotaban toscos e 
			inmóviles barcos negros, hundidos en una marea de manzanas podridas 
			y basura. 
			 
			Ante las puertas de las casas había grupos de hombres sentados con 
			pantalones azules y blusas rojas; las mujeres charlaban remendando 
			las redes de pescar y bandadas de niños jugaban en la calle. 
			 
			Pasó rápidamente ante los portales abiertos que emanaban un tufo a 
			pescado, sudor y miseria cotidiana. 
			 
			Le oprimía el pecho la inmensa desolación del puerto, con sus calles 
			de adoquines refregados, y sus mugrientos canales, sus habitantes 
			callados, sus estrechas fachadas y sus angostas tiendas de arenques 
			y quesos, débilmente alumbradas por lámparas de petróleo. 
			 
			Por un instante sintió nostalgia de las ciudades más serenas y 
			soleadas donde había vivido. De repente le apetecía vivir nuevamente 
			en ellas, todo lo pasado suele parecer más hermoso y agradable que 
			el presente. Pero los más recientes recuerdos que conservaba de 
			ellas, sobre todo su decadencia moral y física, un declive imposible 
			de detener, sofocaron enseguida su incipiente nostalgia. 
			 
			  
			Para 
			acortar el camino cruzó un puente de metal que desembocaba en los 
			barrios elegantes; atravesó una calle animada, muy iluminada y con 
			suntuosos escaparates para, tras pocos pasos, encontrarse de nuevo 
			en un sombrío callejón en donde, como si de una enfermedad crónica 
			se tratara, había resucitado la vieja “Ness” de Amsterdam, una calle 
			de prostitutas y chulos, tristemente célebre, que había sido 
			destruida unos años antes. 
			 
			  
			Todas aquellas personas que Londres, 
			París, las ciudades rusas y belgas, habían vomitado, todos aquellos 
			que abandonaron su patria huyendo a la desbandada, se reunían en 
			estos “distinguidos” establecimientos. 
			 
			Al paso de Hauberrisser, silenciosos conserjes uniformados con 
			levitas azules, tricornios y bastones cuya empuñadura era una bola 
			de metal, abrían y cerraban mecánicamente las puertas tapizadas. Del 
			interior de los locales brotaba un estridente y deslumbrante rayo de 
			luz, y durante un instante, como emergido de una garganta 
			subterránea, desgarraba el aire un grito salvaje, de música negra, 
			resonar de címbalos o de violines de gitanos. 
			 
			  
			Más arriba, en las 
			plantas altas, reinaba otra clase de vida, una vida callada, 
			susurrante, felina, acechando tras de las cortinas rojas. 
			 
			  
			Se oía 
			como un tamborilear de dedos sobre los cristales; llamadas apagadas, 
			en todas las lenguas del mundo. Distinguió un busto de mujer 
			ataviada con un camisón blanco, la cabeza invisible a causa de la 
			oscuridad, y más y más negras ventanas abiertas, fúnebres y 
			taciturnas, como si la muerte habitara en aquellas habitaciones. 
			 
			La casa de la esquina, al final de la callejuela, a juzgar por los 
			carteles pegados en la pared tenía un carácter relativamente 
			inocente, entre café-concierto y restaurante. Hauberrisser entró. 
			 
			La sala se hallaba repleta de gentes que comían y bebían sentados en 
			mesas redondas cubiertas por manteles de color amarillo. Al fondo, 
			sobre un tablado, había una docena de cupletistas y cómicos que, 
			sentados en semicírculo, esperaban su turno. 
			 
			  
			Un anciano de vientre 
			abombado, ojos saltones, barba blanca y delgadísimas piernas 
			enfundadas en un “tricot” verde rana, estaba sentado al lado de una 
			cantante francesa, con la que hablaba en voz baja de asuntos 
			aparentemente muy importantes. Mientras tanto, el público escuchaba 
			sin comprender un discurso pronunciado en alemán por un actor 
			disfrazado de judío polaco. 
			 
			  
			Lucía un caftán y unas botas altas y 
			llevaba una jeringuilla en la mano; acababa cada estrofa bailando de 
			manera grotesca y cantando con voz nasal: 
				
				“Tengo consulta de tres a cuatro y vivo en el segundo. Especialista 
			muy famoso es el doctor Feiglstock…”  
			
			Hauberrisser buscó un asiento libre con la mirada. 
			 
			  
			En todas partes, 
			la gente se apretaba, holandeses de clase media burguesa en su 
			mayoría. Únicamente en una mesa céntrica quedaban libres, cosa 
			extraña, un par de sillas. Tres opulentas mujeres y una vieja de 
			mirada severa y nariz aguileña, hacían punto alrededor de una 
			cafetera cubierta con un capirote de lana multicolor, como en un 
			islote de paz familiar. 
			 
			Una señal amable de las cuatro damas le invitó a tomar asiento. En 
			el primer momento había creído que se trataba de una madre con sus 
			hijas enviudadas, pero enseguida se dio cuenta de que no podía haber 
			ningún parentesco entre ellas: las tres más jóvenes eran las típicas 
			holandesas rubias y gordas, de una edad aproximada de cuarenta y 
			cinco años, mientras que la matrona de cabellos blancos debía ser 
			originaria del sur. 
			 
			El camarero sonrió maliciosamente al traerle el bistec. A su 
			alrededor la gente hacia muecas burlonas, mirándolo de reojo, 
			intercambiando observaciones a media voz. ¿Qué podía significar todo 
			esto?. 
			 
			  
			Hauberrisser no llegaba a entenderlo. A escondidas escudriñó 
			a las cuatro mujeres. No, imposible, eran la encarnación misma del 
			espíritu burgués. Su avanzada edad le pareció garantía de decencia. 
			Acababa de subir al estrado un actor de barba roja, tocado con un 
			sombrero de copa adornado con la bandera norteamericana y vestido 
			con pantalones rayados en blanco y azul y un chaleco de cuadros 
			amarillos y verdes del cual colgaba un despertador. Llevaba una oca 
			estrangulada en el bolsillo. 
			 
			Terminó su actuación partiéndole el cráneo de un hachazo a su colega 
			disfrazado de rana, acompañado por el sonido estridente de la 
			canción “Yankee Doodle”. 
			 
			  
			Inmediatamente, un matrimonio de traperos 
			de Rotterdam se puso a cantar al compás del piano la vieja y 
			melancólica balada de la “desaparecida calle Zandstraat”: 
				
				“Zeg Rooie, wat zal jij verschrikken Ais jij's thuis gevaren ben; Da 
			zal je zien en ondervinden Dat jij de Polder nie meer ken. De heele 
			keet wordt afgebroken, De heeren krijgen nou d'r zin. De meides 
			motten uit d'r zaakies De Burgemeester trekt erin”.  
			
			El público, emocionado como si de una coral protestante se tratara, 
			se unió al canto, y los ojos de las tres gordas holandesas brillaban 
			humedecidos por las lágrimas: 
				
				“Ze gaan de Zandstraat netjes maken 't Wordtn kermenadebuurt De 
			huisies en de stille knippies Die zijn al an de Raad verhuurt. Bij 
			Nielsen ken je nie meer dansen Bij Charley zijn geen meisies meer. 
			En moeke Bet daar al'n hoedje Die wordt nú zuster in den Heer”.  
			
			Vivos y chillones como los arabescos de un caleidoscopio, los 
			números del programa se sucedían sin cesar, sin ningún tipo de 
			conexión entre ellos: muchachitas inglesas espantosamente inocentes, 
			apaches con bufandas de lana roja, una bailarina de vientre siria, 
			un imitador de campanas… 
			 
			Esta mezcla de absurdos ejercía un efecto tranquilizador sobre los 
			nervios. El tiempo pasaba sin que Hauberrisser se diera cuenta. 
			 
			  
			Para 
			la apoteosis final los artistas enarbolaban las banderas de todas 
			las naciones del mundo, probablemente como símbolo de la paz 
			restituida, mientras que un negro cantaba y bailaba: 
				
				Oh Susy Anna Oh dont cry for me I'm going to Llosiana My true love 
			for to see…  
			
			Al final del espectáculo, Hauberrisser no salía de su asombro al 
			percatarse de que el numeroso público había dejado la sala 
			prácticamente vacía. 
			 
			Sus cuatro compañeras de mesa también habían desaparecido 
			silenciosamente, dejándole sobre su copa de vino un tierno recuerdo, 
			una tarjeta de color rosa con dos palomas dándose el pico que decía: 
			  
			Madame Gitel Schlamp. Abierto toda la noche. 
			
			 
			Waterloo Plein, nº 21. 
			
			 
			15 señoritas 
			 
			En su hotel particular.   
			¡Así que… efectivamente…! 
				
				—¿Desea el señor prorrogar su entrada? —preguntó el camarero en voz 
			baja, mientras sustituía rápidamente el mantel amarillo por un 
			blanco lienzo adamascado; luego depositó en el centro de la mesa un 
			ramo de tulipanes y puso cubiertos de plata.  
			
			Un gigantesco ventilador empezó a zumbar aspirando el aire plebeyo. 
			 
			Unos lacayos en librea perfumaron el ambiente con vaporizadores, 
			deslizaron hasta el tablado un tapete rojo como una lengua e 
			instalaron sillones de cuero gris en toda la sala. Empezaban a 
			entrar damas ataviadas con elegantísimos trajes de noche y 
			caballeros con frac, posiblemente miembros de la misma alta sociedad 
			internacional que Hauberrisser había visto apiñándose en el circo. 
			
			 
			  
			En pocos minutos la sala volvió a estar repleta, sin que quedara ni 
			un solo asiento libre. 
			 
			Ligero tintineo de cadenas de monóculos, risas sofocadas, frufrú de 
			sedosos vestidos, perfumados guantes femeninos, ríos de perlas 
			centelleantes, estallidos de corchos de champagne, ladridos furiosos 
			de un lulú, hombros de mujer discretamente perfumados, penetrante 
			olor de cigarrillos caucásicos… La imagen que presentaba la sala 
			poco rato antes había cambiado por completo. 
			 
			  
			La mesa de Hauberrisser 
			fue nuevamente ocupada por cuatro damas: una señora mayor con un 
			binóculo dorado y tres más jóvenes, a cual de ellas más hermosa. 
			Eran rusas, de manos finas y nerviosas, pelo rubio y ojos oscuros; 
			fingían no notar las miradas de los caballeros, aunque no 
			pestañeaban ni las esquivaban. Un joven inglés cuya vestimenta 
			desvelaba a distancia un magnífico sastre, se acercó a la mesa e 
			intercambió unas palabras con ellas. Su rostro era fino y 
			distinguido, y reflejaba un extremo cansancio. La manga izquierda, 
			vacía hasta el hombro, pendía flácidamente alargando aún más su alta 
			y delicada estatura. 
			 
			  
			Hauberrisser se vio rodeado por gentes a las 
			que el pequeño burgués de cualquier nación odia instintivamente, de 
			la misma manera que los chuchos aborrecen a los perros de raza, 
			criaturas que son y serán siempre un enigma para la masa, siendo 
			para ella objeto de desprecio y envidia al mismo tiempo, seres 
			capaces de vadear la sangre sin pestañear, pero que se desmayan al 
			oír el chirrido de un tenedor en un plato, personas que echan mano 
			de la pistola por una mirada despectiva y que sonríen tranquilamente 
			al ser sorprendidos haciendo trampas en el juego, que consideran 
			normales ciertos vicios que harían santiguarse al burgués y que 
			preferirían pasar sed durante tres días antes de beber en un vaso 
			previamente utilizado por otro, que creen en Dios como en algo 
			evidente, pero que se alejan de él por considerarlo poco 
			interesante. 
			 
			  
			Son criaturas que ya no tienen alma y que por ello 
			suscitan el rechazo de la chusma, que nunca la ha tenido, unos 
			aristócratas que prefieren morir antes de humillarse y que poseen un 
			olfato infalible para detectar al proletario en una persona, 
			clasificándola en peor grado que a las bestias y no obstante 
			arrojándose a sus pies si por casualidad estuviera sentada sobre un 
			trono, gentes poderosas que se sienten más desamparados que un niño 
			en cuanto el destino frunce las cejas… 
			 
			  
			Unos instrumentos del diablo 
			y a la vez sus juguetes. 
			 
			Una orquesta invisible había dejado de tocar la marcha nupcial de 
			Lohengrin. 
			 
			Sonó una campana. 
			 
			En la sala se hizo el silencio. 
			 
			Sobre el escenario se podía leer una inscripción formada por 
			diminutas bombillas: 
				
				¡La Force de l'Imagination!  
			
			De detrás del telón surgió un caballero con aspecto de peluquero 
			francés, vestido de frac y guantes blancos, medio calvo y con una 
			barba puntiaguda, las mejillas caídas, ojeras pronunciadas y una 
			pequeña rosa roja en el ojal. Saludó y sin decir nada más se sentó 
			en una silla situada en el centro del tablado. 
			 
			Hauberrisser, suponiendo que escucharía uno de esos discursos de 
			doble sentido tan habituales en los cabaret, apartó la vista con 
			enojo en el instante en que el actor empezaba —¿por distracción o 
			para acompañar alguna broma de mal gusto?— a desabrochar su 
			vestimenta. 
			 
			Al cabo de un minuto seguía reinando un silencio absoluto tanto en 
			la sala como en el escenario. 
			 
			Luego comenzaron a tocar dos violines de la orquesta y se oyó, como 
			viniendo de muy lejos, el sonido nostálgico de un altavoz que 
			entonaba la melodía de, 
				
				“Guárdete Dios, hubiera sido tan bonito que 
			Dios te guarde, no ha podido ser”. 
			  
			
			Sorprendido, Hauberrisser cogió 
			sus prismáticos y los enfocó hacia el escenario. Lo que vio le 
			espantó tanto que casi se le cayeron de las manos. 
			 
			  
			¿Qué ocurriría 
			allí?. ¿Se había vuelto loco de repente?. Un sudor frío le cubrió la 
			frente… No cabía duda, ¡tenía que estar loco!. Era imposible que el 
			espectáculo que contemplaba pudiera realmente desarrollarse en el 
			escenario, ante centenares de espectadores, damas y caballeros que 
			poco tiempo atrás pertenecían a la mejor sociedad. 
			 
			Tal vez en una taberna del puerto, en el barrio del Nieuve Dijk, o 
			en un aula de la Facultad de Medicina a título de curiosidad médica… 
			Pero ¿aquí?… 
			 
			¿Acaso estaba soñando?. ¿A lo mejor se había producido un milagro 
			que atrasara de golpe la aguja del tiempo, situándola en la época de 
			Luis XV?. 
			 
			El actor se cubría el rostro con ambas manos, apretándoselo como 
			alguien que intenta imaginarse una cosa lo más vivamente posible, 
			poniendo en juego toda la fuerza de su fantasía… Al cabo de unos 
			minutos se levantó, saludó con una inclinación rápida y desapareció. 
			 
			Hauberrisser echó un vistazo a las damas de su mesa y a los 
			espectadores de su entorno. Nadie se había inmutado en lo más 
			mínimo. 
			 
			Una princesa rusa fue la única que se permitió la desenvoltura de 
			aplaudir. 
			 
			Como si nada hubiera ocurrido, todos volvieron a charlar de la 
			manera más natural del mundo. 
			 
			De pronto, Hauberrisser tuvo la impresión de estar rodeado de 
			fantasmas; pasó los dedos sobre el mantel y aspiró el perfume de 
			almizcle que emanaba de las flores, pero la sensación de irrealidad 
			no hizo más que incrementarse. 
			 
			De nuevo se oyó el sonido estridente de la campana y las luces de la 
			sala se apagaron. 
			 
			Hauberrisser aprovechó la ocasión para irse. Una vez en la calle 
			casi se avergonzó de su agitación. En el fondo, ¿qué había sucedido 
			que fuese tan horrible?, se preguntó. Nada que no se hubiera 
			repetido infinitamente en el curso de los siglos de historia de la 
			humanidad, y de manera mucho peor. Una máscara había caído, una 
			máscara que siempre ha ocultado la hipocresía consciente o 
			inconsciente, la falta de temperamento disfrazada de virtud, 
			monstruosidades generadas por los cerebros de monjes ascetas. 
			
			 
			  
			Durante unos cuantos siglos una imagen morbosa, tan colosal como un 
			templo, había tomado la apariencia de la cultura. Ahora se estaba 
			desmoronando, dejando en evidencia la putrefacción. Un absceso que 
			revienta, por muy nauseabundo que sea su aspecto, ¿acaso no es menos 
			horroroso que su continuo crecimiento?. 
			 
			  
			Sólo los niños y los locos, 
			que no saben que los colorines del otoño son los colores de la 
			descomposición, se lamentan cuando en lugar de la esperada primavera 
			llega el mortal noviembre. 
			 
			Por mucho que Hauberrisser se esforzaba tratando de recobrar su 
			equilibrio y de sustituir el juicio prematuro de la emoción por el 
			frío razonamiento, el terror no cedía ante los argumentos de la 
			razón. 
			 
			Poco a poco, como si una voz tenue le hablara al oído, sílaba a 
			sílaba, con frases entrecortadas, terminó por percibir nítida y 
			claramente que su terror no era más que ese miedo confuso y 
			paralizador de algo que no podía definir, un miedo que conocía desde 
			hacía mucho tiempo, como un repentino percatarse de que la humanidad 
			se precipitaba hacia su perdición. 
			 
			Lo que a uno le cortaba la respiración era el hecho de que una 
			exhibición que ayer se habría considerado el colmo de lo imposible, 
			le pareciera hoy al público un espectáculo completamente natural. Se 
			internó en una de las callejuelas laterales que rodeaban el 
			caféconcierto, yendo a desembocar en una galería acristalada que le 
			resultó familiar. 
			 
			Al doblar la esquina se halló ante la tienda de Chidher el Verde. El 
			local que acababa de abandonar no era otra cosa que la parte 
			posterior del curioso edificio de la calle Jodenbree, con su torre 
			circundada por un tejado plano que ya le había llamado la atención 
			anteriormente. 
			 
			Levantó la vista hacia las dos ventanas de cristal deslucidos, se le 
			aguzó la impresión de irrealidad: en la oscuridad, el edificio 
			presentaba una extraordinaria semejanza con un gigantesco cráneo 
			humano que apoyara los dientes de la mandíbula superior sobre el 
			adoquinado. 
			 
			Camino de su casa se le ocurrió comparar el fantástico desorden del 
			interior de aquel cráneo de piedra con la multitud de pensamientos 
			que se embrollan en el cerebro de las personas. Los enigmas que 
			seguramente se ocultaban tras aquella frente pétrea se condensaron 
			en su pecho como un opresivo presentimiento de inquietantes sucesos 
			que acechaban entre los pliegues del destino. ¿Seguro que la visión 
			del rostro verde en el Salón de artículos misteriosos había sido un 
			sueño y nada más que un sueño?, reflexionó. 
			 
			La figura del viejo judío, inmóvil ante su pupitre, de pronto le 
			pareció más cercana a un espejismo que a la realidad. Los pies del 
			hombre, ¿habían tocado el suelo efectivamente?. Cuanto más intentaba 
			representarse mentalmente la imagen, más dudaba
			de su veracidad. 
			 
			De golpe recordó con nitidez haber visto los cajones del pupitre a 
			través del caftán. 
			 
			Una súbita desconfianza de sus sentidos y de la materialidad en 
			apariencia tan bien establecida del mundo exterior brotó de su alma, 
			alumbrándolo como un relámpago. 
			 
			  
			Se acordó de algo que había 
			aprendido de niño, algo como una llave que abriera el misterio de lo 
			inexplicable: que la luz de ciertas estrellas de la Vía Láctea, 
			situadas a unas distancias inconcebibles, necesitan setenta mil años 
			para llegar a la Tierra; si aquellos mundos se pudieran observar con 
			un potentísimo telescopio, se verían unos sucesos acontecidos 
			setenta mil años atrás y ya sumergidos en el reino del pasado, como 
			si estuviesen ocurriendo en el mismo instante. 
			 
			  
			Esto significaba que 
			la infinidad del espacio conservaría eternamente en la luz la imagen 
			de cada acontecimiento. 
			 
			  
			La idea lo amedrentaba. 
			 
				
				«Debe existir 
			entonces una posibilidad de resucitar lo pasado, aunque sobrepase el 
			poder humano» —concluyó para sí mismo. 
			  
			
			En ese momento, como si 
			hubiese una relación entre esta ley del retorno fantástico y la 
			visión del viejo judío ante su pupitre, le pareció que éste se 
			materializaba junto a él y se sintió presa del pánico; era como sí 
			caminara a su lado, invisible, y sin embargo, mucho más presente que 
			aquella estrella brillante y lejana de la Vía Láctea que todos 
			pueden ver noche tras noche y que no obstante, quizá lleve ya 
			setenta mil años apagada. 
			
			 
			
			 
			 
			 
			 
			Se detuvo frente a su vivienda, una casa pequeña, antigua y 
			estrecha, con solo dos ventanas, precedida de un jardincillo. Abrió 
			la maciza puerta de haya. 
			 
			La sensación de estar acompañado era tan nítida que 
			involuntariamente miró hacia atrás antes de entrar. Subió la 
			escalera, que era justo lo bastante ancha para una persona — como en 
			casi todas las casas holandesas— y tan empinada como una escalera de 
			bomberos, y penetró en su dormitorio. Era un cuarto largo y 
			estrecho, con el techo de artesonado; en el centro había una mesa y 
			cuatro sillas.  
			  
			Todo lo demás, los armarios, las cómodas, el lavabo e 
			incluso la cama, estaba empotrado en las paredes revestidas de seda 
			amarilla. Tomó un baño y se acostó. 
			 
			Al apagar la luz, reparó en un cartón de forma cúbica que se hallaba 
			sobre la mesa. 
			
				«¡Ah!, el Oráculo de Delphos que he comprado en el Salón de 
			artículos misteriosos» —recordó somnoliento. Al cabo de un rato un 
			sobresalto lo sacó de su sueño; creyó haber oído un ruido extraño, 
			como si una mano golpeara el suelo con unas varitas. 
			 
			¡Debía haber alguien en la habitación!. 
			 
			¡Pero si había echado el cerrojo de la puerta!. Se acordaba 
			perfectamente. 
			 
			Palpó la pared con cuidado en busca del interruptor cuando algo como 
			una tablilla de madera le golpeó ligeramente en el brazo. En el 
			mismo instante oyó un ruido en el muro y un objeto de poco peso le 
			cayó sobre la cara. 
			 
			Un segundo más tarde lo deslumbró la luz de la bombilla; sonaron de 
			nuevo los golpes de las varitas. 
			 
			Provenían del interior de la caja verde que estaba sobre la mesa. 
			 
			
				«Se habrá puesto en marcha el mecanismo de esa estúpida calavera de 
			papel, eso será todo» —gruñó Hauberrisser con enojo.  
			 
			Asió el objeto 
			que le había caído encima. Todo lo que pudo discernir con sus ojos 
			medio adormilados fue que se trataba de un rollo de folios repletos 
			de letras finas y borrosas. 
			 
			Lo arrojó al suelo, volvió a apagar la luz y cerró los ojos.  
			
				«Tiene 
			que haberse caído de alguna parte, o puede que haya tocado la puertecilla de algún armario secreto» —se dijo. 
				 
			 
			Se agolparon en su 
			cerebro una serie de imágenes cada vez más fantásticas.  
			  
			Acabó 
			soñando con un cafre zulú, que tocado con un capirote de lana y 
			exhibiendo verdes membranas natatorias en los pies, tenía una 
			tarjeta del conde Ciechonski, mientras que el calavérico edificio de 
			la calle Jodenbree hacía guiños y muecas. 
			 
			Lo último que captó del mundo real, antes de sumergirse en los 
			abismos de un sueño profundo, fue el silbido tembloroso de una 
			sirena de barco. 
   
			
			
			
			
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			Capítulo IV 
			 
			El barón Pfeill se dirigía hacia la estación central con la 
			intención de tomar el tren de la tarde que lo llevaría a su casa de 
			campo de Hilversum. 
			 
			Había llegado ya al puerto, atravesando el barullo de los puestos y 
			tiendas del mercado, cuando el ruido ensordecedor de cientos de 
			campanas le indicó que eran la seis. No tendría tiempo de coger el 
			tren. 
			 
			Rápidamente decidió volver hacia el centro. Casi le aliviaba haber 
			perdido el tren, puesto que así le quedaban un par de horas para 
			arreglar un asunto que lo traía de cabeza desde que se despidió de 
			Hauberrisser. 
			 
			Se detuvo ante un maravilloso edificio de estilo barroco, con 
			ladrillos rojos y tejas blancas, situado en la sombría alameda de la 
			Heerengracht. Durante un instante se quedó mirando la inmensa 
			ventana corredera que cubría casi toda la fachada del primer piso. 
			Tiró de la maciza aldaba de bronce. 
			 
			Transcurrió una eternidad; finalmente, un viejo lacayo en librea, 
			medias blancas y calzones a media pierna de seda morada, acudió a 
			abrirle. 
				
				—¿Está el doctor Sephardi en casa?. Se acuerda de mí. ¿verdad, Jan?. 
			Súbale esta tarjeta al señor y pregúntele si…
  —El señor ya lo está esperando, Mynheer. Pase, por favor.  
			
			El anciano criado subió en primer lugar por una estrecha escalera 
			revestida de tapices hindúes, las paredes estaban adornadas con 
			bordados chinos. La escalera era tan empinada que tuvo que apoyarse 
			en el pasamanos de cobre para no perder el equilibrio. 
			 
			  
			Un 
			embriagador olor a sándalo perfumaba toda la casa. 
				
				—¿Me está esperando?. ¿Cómo? —preguntó el barón, sorprendido.  
			
			Llevaba años sin ver al doctor Sephardi y la idea de ir a visitarlo 
			se le había ocurrido media hora antes. 
			 
			  
			Quería comparar sus 
			respectivos recuerdos de aquel cuadro del rostro verde para obtener 
			claridad acerca de algunos detalles que de manera extraña 
			presentaban discordancias entre lo que él recordaba y lo que había 
			contado a Hauberrisser en el café. 
				
				—El señor le ha enviado esta mañana un telegrama a La Haya para 
			solicitar su visita, Mynheer.
  —¿A la Haya?. Hace ya mucho tiempo que vivo en Hilversum. Es pura 
			casualidad que haya venido hoy a verle.
  —Enseguida informaré al señor de que está usted aquí. Mynheer.  
			
			El barón tomó asiento y esperó. 
			 
			Todo, hasta el más mínimo detalle, se encontraba en el mismo lugar 
			que en otros tiempos: tapetes de seda en los respaldos de las sillas 
			talladas en madera maciza; dos sillones holandeses al lado de la 
			espléndida chimenea con sus columnas y azulejos de cerámica verde 
			incrustada de oro; tapices multicolores de Isfahan cubrían el 
			alicatado blanco y negro del suelo; princesas japonesas de porcelana 
			rosa pálido por los rincones; una mesa con un tablero de mármol 
			negro; retratos pintados por Rembrandt y otros maestros de los 
			antepasados de Sephardi, unos elegantes judíos portugueses que en el 
			siglo XVII encargaron la construcción de la casa al célebre Hendrik 
			de Keyser y que en ella vivieron y murieron. 
			 
			Pfeill comparó los rostros de aquellos hombres de épocas pasadas con 
			los rasgos del doctor Ismael Sephardi. 
			 
			  
			Tenían la misma cara 
			alargada, los mismos ojos grandes y oscuros en forma de almendra, 
			los mismos labios delgados y la misma nariz ligeramente arqueada, el 
			prototipo del judío español orgulloso y de expresión casi 
			despectiva. 
			 
			Ninguna huella de evolución se advertía en estos rasgos, habían 
			permanecido idénticos a través de los siglos. Un minuto más tarde 
			entró el doctor Sephardi acompañado por una bellísima señorita rubia 
			que debía tener unos veintiséis años. 
				
				—¿De veras me ha mandado un telegrama, querido doctor? —preguntó 
			Pfeill—. Jan me ha dicho…
  —El barón Pfeill posee un sistema nervioso de extrema sensibilidad 
			—explicó Sephardi sonriendo a la joven dama—. Basta con nombrar un 
			deseo para que lo cumpla. Ha venido sin haber recibido mi telegrama. 
			La señorita van Druysen es la hija de un amigo de mi padre —añadió 
			dirigiéndose a Pfeill—. Ha venido desde Amberes para pedirme consejo 
			en un asunto del que sólo usted tiene conocimiento. Se trata de un 
			cuadro, o mejor dicho, podría estar en relación con ese cuadro que 
			me dijo que había visto un día en Leyden. Era un retrato del 
			Ahasverus.  
			
			Pfeill lo miró lleno de asombro. 
				
				—¿Es ésta la razón por la que me ha telegrafiado?. 
				 —Sí. Ayer fuimos a Leyden para contemplar el cuadro, pero nos 
			dijeron que nunca ha existido tal cuadro en aquella colección. El 
			director, Holwerda, al que conozco bien, me afirmó con rotundidad 
			que su museo no contenía cuadro alguno, sino antigüedades egipcias… 
				 —Permítame explicar al señor porqué me interesa tanto este asunto 
			—dijo la joven entrando resueltamente en la conversación—. No quiero 
			aburrirle con la historia de mi familia, barón. Intentaré ser lo más 
			breve posible. Un hombre, o mejor, una aparición, jugó un papel muy 
			importante en la vida de mi padre, a quien amé infinitamente. A 
			veces, absorbía todos sus pensamientos durante meses. Entonces yo 
			era demasiado joven y quizás demasiado superficial para comprender 
			la vida interior de mi padre (mi madre había muerto ya mucho antes), 
			pero ahora todo el pasado ha resucitado en mí y me atormenta una 
			constante inquietud que me empuja a descifrar cosas que debía haber 
			aprendido hace mucho tiempo. 
				   
				Me tomará por una exaltada si le digo 
			que preferiría morir hoy que mañana. Ni el vividor más desilusionado 
			estará tan cerca del suicidio como yo… Lo del cuadro, o la 
			aparición, ¿qué podría significar?. No sé prácticamente nada de 
			ello. Sólo sé que siendo niña, cuando interrogaba a mi padre sobre 
			la religión o sobre Dios, me solía decir que pronto llegaría el 
			momento en que la humanidad habría agotado todos sus recursos y que 
			entonces toda la obra humana sería barrida por un huracán 
			espiritual. 
				   
				Los únicos que sobrevivirían a la catástrofe son 
			aquellos capaces de contemplar en sí mismos el rostro verde del 
			precursor, del hombre primordial que no conoce la muerte. Estas eran 
			sus palabras exactas.  
			
			Cada vez que mi curiosidad se excitaba y le preguntaba cómo era ese 
			precursor, si era un hombre vivo o un espectro, o Dios mismo, y cómo 
			lo reconocería si me topara con él, me contestaba: 
			 
				
				«No te preocupes, 
			hija, no es ningún espectro, y aunque se te presentara como tal, no 
			temas nada: es el único hombre sobre la Tierra que no es un 
			espectro. Lleva en la frente un vendaje negro bajo el cual oculta el 
			símbolo de la vida eterna, porque el que lleve el símbolo al 
			descubierto y no profundamente escondido, es como si llevara la 
			marca de Caín. Puedes tropezar con él en cualquier lugar, muy 
			probablemente cuando menos lo esperes…»  
			
			Tras un corto silencio, continuó: 
				
				—Cuando al cabo de muchos años estalló esta horrible guerra, que 
			tanto ha desacreditado al cristianismo…
  —Perdón —la interrumpió Pfeill—, a la cristiandad. Son cosas muy 
			distintas.
  —Sí, desde luego, la cristiandad. Entonces pensé que mi padre 
			predijo el futuro, que había hecho alusión a esta inmensa matanza… 
				 —Estoy seguro de que no aludía a la guerra —intervino Sephardi—. 
			Acontecimientos de esta naturaleza, por muy horribles que sean, sólo 
			afectan a quienes realmente los viven en su propia carne. Esta 
			guerra ha dividido a los hombres en dos grupos que ya no podrán 
			comprenderse: unos han visto el terror del infierno y mientras vivan 
			conservarán su visión dentro del corazón, a otros sólo les ha 
			llegado la tinta negra de los periódicos. Yo soy de los últimos; 
			confieso francamente y sin avergonzarme que los sufrimientos de 
			tantos millares de personas no me han dejado ninguna huella. ¿Por 
			qué iba a mentir?. Si otros afirman lo contrario y dicen la verdad, 
			estoy dispuesto a inclinarme humildemente ante ellos. Pero no creo 
			que haya muchos… Perdóneme, señorita, la he interrumpido. «Es un 
			alma muy íntegra» —pensó Pfeill, observando con satisfacción el 
			sabio y orgulloso rostro de Sephardi.
  —En aquel tiempo —continuó la joven— pensaba que mi padre se refería 
			a la guerra; pero poco a poco he ido percatándome de lo que mi padre 
			quería decir al declarar que la humanidad se vería desprovista de 
			sus últimos recursos. Cuando le hablé al doctor Sephardi del hombre 
			primordial, así lo llamaba mi padre, preguntándole si no se trataría 
			de una simple ilusión mental, recordó haberle oído hablar de cierto 
			cuadro…
  —Que desafortunadamente no existe —Pfeill terminó la frase—. Es 
			cierto que le hablé al doctor Sephardi de este retrato. También es 
			verdad que estaba convencido de haberlo visto en Leyden hace años. 
			Pero ahora estoy seguro de que no lo he visto nunca, ni en Leyden ni 
			en ninguna otra parte.
  »Esta tarde he hablado con un amigo acerca del retrato y nuevamente 
			lo he visto en mi recuerdo enmarcado y colgado de la pared. Pero más 
			tarde, cuando me dirigía hacia la estación, repentinamente comprendí 
			que el marco no era más que una invención de mi fantasía para 
			materializar lo que únicamente existía en mi cabeza. Entonces decidí 
			venir aquí para preguntar al doctor Sephardi si en realidad le había 
			comentado algo de este cuadro o si incluso este comentario lo había 
			soñado.
  »Esta imagen, ¿cómo puede haber penetrado en mi mente?. Para mí es 
			un misterio. El retrato me ha perseguido a menudo, hasta en sueños. 
			¿Acaso soñé que se hallaba expuesto en Leyden y luego mezclé el 
			sueño con la realidad?.
  »La cosa se complica aún más por el hecho de que mientras hablaba 
			usted de su padre, señorita, el rostro se me ha aparecido con una 
			nitidez escalofriante, vivo y con los labios temblorosos, como si 
			fuesen a decir algo, de ningún modo muerto e inerte como en una 
			pintura.  
			
			De golpe se calló. Parecía como si estuviera escuchando en su 
			interior el murmullo de la aparición. 
			 
			Algo turbados, el doctor Sephardi y la joven guardaron silencio. De 
			la calle llegaba el sonido de uno de aquellos grandes órganos que 
			por la tarde solían recorrer la ciudad lentamente, arrastrados por 
			un par de poneys. 
				
				—Lo único que puedo suponer —comenzó Sephardi al cabo de un rato— es 
			que en este caso se trata de una especie de estado hipnótico. Un día 
			usted vivió algo en su sueño, es decir, inconscientemente, y más 
			tarde, la experiencia se confundió con los acontecimientos 
			cotidianos bajo la apariencia de un retrato, convirtiéndose así en 
			aparente realidad. No tema que esto sea patológico o anormal —añadió 
			al advertir en Pfeill un gesto de rechazo— estas cosas son mucho más 
			frecuentes de lo que se cree. 
				   
				Si se descubriera su verdadero origen, 
			estoy convencido de que se nos caería la venda de los ojos y 
			participaríamos en esa vida paralela que en nuestro estado actual 
			experimentamos sin saberlo durante nuestro sueño. Lo que escriben 
			los extáticos místicos cristianos sobre el “segundo nacimiento” sin 
			el cual sería imposible “ver el reino de Dios”, no me parece que sea 
			sino el despertar de un Yo muerto hasta ese momento a un reino que 
			existe con independencia de los sentidos, en una palabra, al 
			“Paraíso”.  
			
			Tomó un libro de una estantería y les enseñó un grabado. 
				
				—El sentido del cuento de la Bella Durmiente se refiere seguramente 
			a esto, y tampoco sabría interpretar de otra manera esta antigua 
			representación alquimista titulada “El segundo nacimiento”: un 
			hombre desnudo que se levanta de su ataúd, junto a una calavera con 
			una vela encendida sobre la coronilla. ¡Ah!, antes de que se me 
			olvide, a propósito de los cristianos extáticos: la señorita van 
			Druysen y yo asistiremos esta noche a una reunión de este tipo en el 
			Zee Dijk. Es cosa curiosa, pero también ahí aparece el rostro verde. 
				 —¿En el Zee Dijk? —preguntó Pfeill riendo—. ¡Pero si es el barrio de 
			los maleantes!. Les habrán tomado el pelo.
  —Dicen que ya no está tan mal frecuentado como antes, sólo queda una 
			taberna de marineros, de muy mala fama, eso sí, el “Príncipe de 
			Orange”. Los demás habitantes del barrio son unos pobres artesanos 
			inofensivos.
  —También vive allí un anciano algo original, con su hermana; se 
			llama Swammerdam, está loco por su colección de mariposas y a ratos 
			se cree que es el rey Salomón. Nos ha invitado —dijo alegremente la 
			joven—. Mi tía, una señorita de Bourignon, lo ve a diario. Bueno, 
			¿qué me dice de mi distinguido parentesco?. Para prevenir cualquier 
			equívoco, diré que es una respetable canóniga del convento de las 
			Beguinas y profesa una devoción desbordante.
  —¡¿Qué?!. ¿El viejo Swammerdam vive aún? —exclamó el barón entre 
			risas—. Habrá pasado ya de los noventa, ¿no?. ¿Sigue teniendo 
			aquellas suelas de goma que medían dos dedos de espesor?.
  —¿Lo conoce?. ¿Qué tipo de persona es, en el fondo?. ¿Es en verdad 
			un profeta como afirma mi tía?. Por favor, cuénteme algo sobre él. 
				 —Con gran placer, si eso le gusta, señorita. Pero tengo que darme 
			mucha prisa y despedirme prácticamente ya si no quiero volver a 
			perder mi tren. En todo caso, le digo adiós de antemano. No espere 
			nada fantástico, lo que le puedo contar es simplemente divertido. 
				 —Tanto mejor.
  —Pues bien. Conozco a Swammerdam desde que tengo catorce años. Más 
			tarde lo perdí de vista, naturalmente. Yo, en aquellos tiempos, era 
			un golfo tremendo y me apasionaba todo lo que no fuese estudiar. 
			Entre otras cosas coleccionaba insectos y tenía terrarios con 
			reptiles de todas clases. Nada más descubrir en alguna tienda 
			especializada una rana o un sapo asiático tan grande como un bolso, 
			los adquiría para encerrarlos en grandes vitrinas con calefacción. 
			Por las noches el croar era tan ensordecedor que temblaban las 
			ventanas de todo el vecindario.
  »¡Y anda que no tragaban sabandijas los bichos!. Tenía que 
			acarrearlas por sacos.
  »Si hoy hay tan pocas moscas en Holanda, se debe únicamente a mi 
			afán de entonces por hallar alimentos para mis bestias. Las 
			cucarachas, por ejemplo, las exterminé yo. Y eso que casi nunca veía 
			a mis ranas; durante el día se escondían bajo las piedras y por las 
			noches mis padres insistían en que me acostara y durmiera.
  »Al final mi madre me aconsejó que pusiera en libertad a las bestias 
			y guardara sólo las piedras: vendría a ser lo mismo y sería más 
			cómodo; pero yo, evidentemente, rechacé con vehemencia esta 
			proposición absurda.
  »Mi afán por coleccionar insectos se convirtió pronto en la 
			comidilla de la gente y me acarreó la benevolencia de la sociedad 
			entomológica que en aquel tiempo estaba formada por un barbero de 
			piernas combadas, un comerciante de pieles, tres maquinistas 
			jubilados y un disector del museo de ciencias naturales. Este último 
			no se atrevía a participar en las excursiones de sus compinches 
			porque su mujer se lo tenía prohibido. Todos los miembros del grupo 
			eran ancianos frágiles que coleccionaban mariposas o escarabajos y 
			que veneraban una bandera de seda con letras bordadas que decía: 
			“Osiris, Sociedad de investigaciones biológicas”. Me aceptaron como 
			miembro a pesar de mi juventud. Conservo todavía un diploma que 
			termina diciendo: “Le brindamos nuestro mejor saludo biológico”. 
				 »Pronto me di cuenta de la razón por la cual habían deseado tanto mi 
			entrada en el club.
  »De estos ancianos biologistas, algunos estaban medio ciegos y por 
			lo tanto eran incapaces de dar con los escondrijos de los 
			lepidópteros nocturnos, otros apenas si podían caminar a través de 
			las dunas a causa de sus varices. Algunos, en el momento preciso de 
			agitar las redecillas para capturar un pavón 2, sufrían ataques 
			agudos de tos, de manera que la presa solía escapárseles. 
				   
				2  Mariposa con manchas 
				redondeadas, a modo de ojos, en las alas, que recuerdan a los 
				dibujos del plumaje del pavo real.   
				Yo no 
			ostentaba ninguna de estas minusvalías y descubrir un gusano sobre 
			una hoja a unos cuantos kilómetros de distancia era como un juego 
			para mí. Por ello, no fue nada sorprendente que aquellos viejos 
			listillos pensaran en servirse de mí y de un compañero de estudios 
			como perros de caza.
  »Sólo uno de ellos, Jan Swammerdam, que por aquel entonces andaría 
			por los sesenta y cinco años, me aventajaba en este arte. Con sólo 
			revolver una piedra encontraba siempre una larva de escarabajo u 
			otra cosa interesante.
  »Pasaba por haber alcanzado el don de la clarividencia en este 
			dominio, gracias a su impecable modo de vida.
  »Ya saben ustedes, en Holanda se estima mucho la virtud. Nunca lo vi 
			vestir otra cosa que su levita negra; entre los homoplatos se le 
			perfilaba la marca redonda de la redecilla que llevaba debajo del 
			chaleco y cuyo mango verde asomaba por las faldillas. ¿Por qué no 
			llevaba nunca un cuello de camisa, sino un ribete doblado que había 
			recortado de un viejo mapa de tela?. Me enteré un día que fui a 
			visitarlo en su buhardilla: «No puedo abrirlo», me explicó señalando 
			el armario que contenía su ropa. «La Hipocampa Milhauseri, una oruga 
			muy rara, se ha transformado en crisálida justo al lado de la 
			bisagra y tardará tres años en salir».
  »Hacíamos nuestras excursiones en tren. Sólo Swammerdam iba andando, 
			porque era demasiado pobre para pagarse los viajes. Para no gastar 
			las suelas de sus zapatos solía untarlas con una misteriosa solución 
			de caucho, la cual se endurecía con el tiempo y llegaba a tener un 
			espesor de varios centímetros. Se ganaba la vida vendiendo algunos 
			bastardos de mariposas poco habituales que de vez en cuando 
			conseguía criar. No obstante, los ingresos eran insuficientes, y su 
			esposa, que siempre aceptaba sus caprichos con una sonrisa, se murió 
			de inanición. A partir de aquel momento, la despreocupación de 
			Swammerdam por los problemas financieros fue absoluta y empezó a 
			vivir únicamente por su ideal: quería encontrar cierto escarabajo 
			verde que según los científicos está especializado en vivir a una 
			profundidad de treinta y siete centímetros, pero sólo en lugares 
			cubiertos de estiércol de oveja.
  »Mi compañero y yo dudábamos de que el escarabajo habitara en 
			semejantes lugares. Éramos lo bastante malvados como para distribuir 
			de vez en cuando un poco de estiércol, que para este fin solíamos 
			llevar en los bolsillos, en sitios particularmente duros de las 
			calles. Nos regocijábamos sobremanera cuando Swammerdam, al percibir 
			los excrementos, se ponía a excavar como un topo enloquecido. Una 
			mañana, sin embargo, se produjo un verdadero milagro que nos 
			conmovió hondamente.
  »Otra vez estábamos de excursión. A la cabeza caminaban los ancianos 
			berreando el cántico de la asociación:
  »“Euperpia púdica (Este es el nombre latino de una bella mariposa) 
			no hay aquí, qué lástima. Pero si las hubiera, las guardaría 
			enseguida en mi bolsillo”.
  »Swammerdam iba en cola, alto, delgado, negro, la pala sobre el 
			hombro. Una
  expresión realmente bíblica transfiguraba su vieja cara entrañable. 
			Cuando le preguntamos por la causa nos respondió con aire 
			misterioso, revelándonos tan sólo que aquella noche había tenido un 
			sueño muy prometedor.
  »Poco después dejamos caer disimuladamente un poco de estiércol. 
			Swammerdam lo descubrió, se detuvo, se quitó el sombrero, respiró 
			profundamente, y temblando de fe y esperanza, miró largamente al 
			sol, hasta que sus pupilas alcanzaron el tamaño de cabezas de 
			alfileres. Entonces se agachó y comenzó a cavar con tanta fuerza que 
			las piedras volaban a su alrededor. Mi compañero y yo estábamos a su 
			lado; Satán retozaba en nuestros corazones.
  »De improvisto Swammerdam palideció, dejó caer la pala, y las manos 
			crispadas sobre la boca, clavó la vista en el hoyo que había 
			abierto.
  »Sus dedos temblorosos sacaron a la luz un escarabajo de reflejos 
			verdes.
  »Estaba tan emocionado que no pudo pronunciar palabra durante largo 
			rato. Dos espesas lágrimas se deslizaron sobre sus mejillas. 
			Finalmente nos contó en voz baja: —Esta noche se me ha aparecido en 
			sueños el espíritu de mi mujer, con el rostro tan radiante como una 
			santa. Me ha consolado prometiéndome que hoy hallaría el escarabajo. 
			—Mi amigo y yo, como dos criminales, nos marchamos a hurtadillas, y 
			durante todo el día la vergüenza nos impidió mirarnos a los ojos. 
				 »Mi compañero me comentó más tarde que durante mucho tiempo le había 
			horrorizado su propia mano, esa mano que en el momento de gastarle 
			una broma cruel al pobre viejo quizás había sido el instrumento de 
			una santa.»  
			
			
			 
			 
			 
			 
			Al caer la noche el doctor Sephardi acompañó a la señorita van 
			Druysen al Zee Dijk, una callejuela oscura que se hallaba en el 
			barrio de peor fama de Amsterdam, cerca de la sombría iglesia de San 
			Nicolás, en el punto de confluencia de dos canales.  
			  
			La luz rojiza de 
			una feria veraniega en plena actividad, cuyos puestos y tiendas 
			estaban instalados en una calle vecina, subía al cielo y espesaba el 
			aire al mezclarse con la blanca neblina de la ciudad y con el brillo 
			de la luna llena, formando un fantástico vaho opalino donde flotaban 
			las sombras de los campanarios como largos triángulos puntiagudos de 
			velo negro.  
			  
			El ruido de los motores que movían los columpios se 
			parecía a los latidos de un enorme corazón. 
			 
			La música jadeante de los órganos, los redobles de los tambores y 
			las estridentes voces de los vendedores ambulantes llenaban las 
			lóbregas calles con sus vibraciones.  
			  
			Todo evocaba un espectáculo que 
			apareciese iluminado por antorchas, donde oleadas de personas se 
			apretaran ante los bastos puestos de chucherías que ofrecían toda 
			clase de dulces y panes de especias; carreras veloces de 
			multicolores caballitos, columpios balanceándose rápidamente, 
			cabezas de moro con una pipa de yeso como blanco, loros chillones 
			sobre aros plateados, monos que hacían muecas, todo ello sobre un 
			fondo de estrechas fachadas, parecidas a una tropa de gigantes 
			negruzcos con ojos cuadrados y enrejados. 
			 
			 
			 
			 
			 
			La morada de Jan Swammerdam se hallaba en el cuarto piso, lejos del 
			alboroto de la feria, en un edificio inclinado hacia adelante en 
			cuyo sótano se ubicaba la mal afamada taberna “Príncipe de Orange”. 
			 
			  
			Un olor a yerbas y plantas disecadas emanaba de una pequeña 
			droguería situada junto a la entrada de la casa. Un letrero indicaba 
			además que durante el día un cierto Lázaro Eidotter abastecía de 
			aguardiente el barrio del Zee Dijk. El doctor Sephardi y la señorita 
			van Druysen subieron la empinada escalera y fueron recibidos por una 
			vieja dama de pelo cano y rizado y grandes ojos infantiles.  
			  
			Era la 
			tía de la joven van Druysen.  
			  
			Les saludó muy cordialmente, diciendo: 
			
				—¡Bienvenida Eva, y bienvenido tú, rey Gaspar, en el nuevo 
			Jerusalén!. 
			 
			Seis personas que formaban un recogido círculo en torno de la mesa 
			se levantaron algo embarazadas para ser presentados por la señorita 
			de Bourignon. 
			
				—Aquí Jan Swammerdam y su hermana. 
			 
			La hermana de Swammerdam era una ancianita arrugada, tocada a la 
			manera holandesa, con cofia y “krulltjes”. No cesaba de hacer 
			reverencias. 
			
				—El señor Lázaro Eidotter, que no forma parte de nuestro circulo 
			espiritual pero que desempeña el papel de Simón, el portador de la 
			cruz…
  —Y también vivo en esta casa, con permiso —añadió lleno de orgullo 
			Eidotter, un viejo judío de origen ruso que se vestía con un talar. 
				 —Ahora la señorita Mary Faatz, del Ejército de Salvación, que en 
			nuestro grupo lleva el nombre de Magdalena… y nuestro querido 
			hermano Ezequiel —señaló con la mano hacia un joven de cara 
			esponjosa, como hecha de pasta amasada, y marcada por hoyos de 
			viruela; los ojos inflamados, sin pestañas—. Es empleado de la 
			droguería de abajo. Su nombre espiritual es Ezequiel porque juzgará 
			a las generaciones cuando se haya cumplido el tiempo. 
			 
			El doctor Sephardi dirigió una mirada interrogante a la señorita van 
			Druysen. 
			 
			La señorita de Bourignon, que se había dado cuenta del desconcierto 
			de Sephardi, explicó: 
			
				—Llevamos todos un nombre espiritual; Jan Swammerdam, por ejemplo, 
			es el rey Salomón, su hermana se llama Sulamita y yo soy Gabriela, 
			que es el femenino del arcángel Gabriel, pero por lo general me 
			llaman la “guardiana del umbral” porque tengo la misión de recoger 
			las almas perdidas en el mundo y reconducirlas al paraíso. Dentro de 
			poco entenderá mejor todo esto, señor doctor, porque usted es uno de 
			los nuestros aunque no lo sepa. ¡Es el rey Gaspar!. ¿Nunca ha 
			sentido los dolores de la Crucifixión?. 
			 
			La confusión de Sephardi continuaba aumentando. 
			
				—Me temo que la hermana Gabriela sea algo impetuosa —interrumpió Jan 
			Swammerdam sonriendo—. Hace ya muchos años que resucitó en esta casa 
			un verdadero profeta del Señor, encarnándose en la persona de un 
			sencillo zapatero llamado Anselm Klinkherbogk. Lo conocerán hoy 
			mismo. Vive en el piso de arriba. De ninguna manera somos 
			espiritistas, como ustedes pudieran creer. Casi diría: todo lo 
			contrario, porque no tenemos nada que ver con el reino de los 
			muertos. Nuestra meta es la vida eterna.  
				  
				Ahora bien, en cada nombre 
			hay una fuerza oculta, y si repetimos incesantemente este nombre en 
			nuestro corazón, sin abrir la boca, hasta que termine por llenar 
			nuestro ser entero día y noche, entonces atraemos hacia nuestra 
			sangre su fuerza espiritual, que circulará por nuestras venas y a la 
			larga transformará nuestros cuerpos. Esta paulatina transformación 
			de nuestro cuerpo (porque solamente él necesita ser transformado, el 
			espíritu es perfecto desde el principio) se manifiesta en un abanico 
			de sensaciones que anticipan un estado que denominamos “el segundo 
			nacimiento espiritual”.
  »Consiste, por ejemplo, en un dolor taladrante, roedor, que viene y 
			se va sin que sepamos por qué; al principio sólo martiriza la carne 
			pero luego penetra hasta los huesos atravesándonos totalmente, hasta 
			que se manifiestan los síntomas del “primer bautismo”, el “bautismo 
			del agua”, que indica que hemos alcanzado el primer grado de la 
			Crucifixión: son los estigmas de las manos, unas heridas que se 
			abren de manera inexplicable y de las cuales sale agua. 
			 
			Swammerdam y los demás, a excepción de Lázaro Eidotter, mostraron 
			sus manos, en las que se veían profundas cicatrices redondas que 
			parecían causadas por clavos. 
			
				—¡Pero si eso es pura histeria! —exclamó consternada la señorita van 
			Druysen.
  —Llámelo histeria si quiere, señorita. Esta histeria que padecemos 
			nosotros no tiene nada de enfermizo. Hay una gran diferencia entre 
			histeria e histeria. Sólo aquélla que se traduce en éxtasis y 
			trastornos mentales tiene un carácter patológico y degrada a quienes 
			la sufren; pero esta otra forma restablece el orden mental y nos 
			eleva, iluminándonos, conduciéndonos a esa visión directa que es 
			superior a la comprensión a través del pensamiento. En las 
			Escrituras esta meta se llama la “palabra interna”. De la misma 
			manera que piensa el hombre de nuestro tiempo, murmurando palabras 
			en su cerebro sin darse cuenta, así el hombre regenerado hablará 
			otra lengua misteriosa, con nuevas palabras que no se prestan ni a 
			conjeturas ni a equívocos. El lenguaje deja de ser un pobre medio de 
			comunicación para convertirse en una revelación de la verdad bajo 
			cuya luz desaparece todo error, porque en lugar de yuxtaponerse, los 
			anillos mágicos del pensamiento se engarzan como en una cadena. 
				 —¿Usted ha llegado a este nivel, señor Swammerdam?.
  —De haberlo alcanzado no estaría aquí, señorita. 
				 —Ha dicho que el hombre normal piensa generando palabras en la 
			mente. ¿Qué sucede con los sordomudos de nacimiento, que no conocen 
			ninguna lengua? —preguntó Sephardi con interés.
  —Pasarán por una parte en imágenes y por otra en la lengua original. 
				 —¡Déjeme decir algo también, Swammerdam! —interrumpió Lázaro 
			Eidotter, deseoso de participar en la discusión—. Usted conoce la 
			Cabala, pero yo también la he estudiado. “En el principio fue el 
			Verbo” es una mala traducción. Bereschit significa “ser inteligente” 
			y no “en el principio”. ¿Por qué entonces “en el principio”?. 
				 —¡El ser inteligente! —murmuró Swammerdam que durante un rato 
			permaneció sumergido en profundas cavilaciones—. No sé. No obstante 
			el sentido sigue siendo el mismo. 
			 
			Los demás habían escuchado en silencio, intercambiando miradas 
			significativas. 
			 
			Eva van Druysen intuyó que la expresión “ser inteligente” había 
			evocado en ellos el “rostro verde oliváceo”. Miró interrogadora a 
			Sephardi y éste le contestó con una seña casi imperceptible. 
			
				—¿De qué modo recibió su amigo el don de la profecía y cómo se 
			manifiesta? — preguntó Sephardi rompiendo el silencio, ya que nadie 
			parecía dispuesto a hablar. 
			 
			Jan Swammerdam pareció emerger de un sueño. 
			
				—¿Klinkherbogk?. Pues… —intentó concentrarse— Klinkherbogk ha 
			dedicado toda su vida a buscar a Dios con tanta intensidad que ello 
			absorbía todos sus pensamientos. Durante muchos años esta sed 
			persistente le quitaba el sueño. Una noche que como de costumbre se 
			hallaba ante su bola de cristal, (esas bolas que colocan los 
			zapateros delante de una vela encendida, para ver mejor, ya saben), 
			cuando una forma nació en el punto luminoso del centro de la bola y 
			se acercó a él.  
				  
				Entonces se repitió lo que está escrito en el 
			Apocalipsis, el ángel le dio un libro diciendo: “Toma y devóralo; te 
			pesará en las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel”. La 
			aparición tenía el rostro tapado, pero la frente estaba al 
			descubierto y en ella ardía una resplandeciente cruz verde. 
			 
			Eva van Druysen recordó las palabras de su padre acerca de los 
			fantasmas que lucían abiertamente la marca de la vida eterna, y por 
			un instante se sintió helada de terror. 
			
				—Desde entonces Klinkherbogk posee la “palabra interna” —continuó 
			Swammerdam—. Ella le decía, y a mí también a través de su boca, 
			puesto que en aquella época yo era su único discípulo, cómo debíamos 
			vivir para comer del árbol de la vida que se halla en el paraíso. La 
			promesa que nos fue hecha era: un poco de tiempo aún y todas las 
			aflicciones de la existencia terrestre se apartarán de nosotros, y 
			todo lo que la vida nos quite nos será devuelto con creces igual que 
			a Jacob. 
			 
			El doctor Sephardi estaba a punto de objetar que era peligroso e 
			ilusorio prestar fe a tales profecías nacidas del subconsciente, 
			pero recordó a tiempo del relato del barón Pfeill sobre el 
			escarabajo verde. Comprendió que de todas maneras era demasiado 
			tarde para cualquier tipo de advertencia. 
			 
			El anciano debió adivinar en parte la orientación de sus 
			pensamientos, puesto que siguió diciendo: 
			
				—Han pasado ya cincuenta años desde que nos fue hecha la promesa, 
			pero hay que armarse de paciencia, y ocurra lo que ocurra, 
			perseverar en el ejercicio que consiste en murmurar incesantemente 
			nuestro nombre espiritual dentro de nuestro corazón, hasta que el 
			segundo nacimiento se haya consumado. 
			 
			Había pronunciado las palabras con calma y aparentemente confiado, 
			pero un ligero temblor en su voz, como si presintiera una cruel 
			desesperación, traicionaba su esfuerzo por dominarse y no quebrantar 
			la fe de los demás. 
			
				—¡Cincuenta años lleva usted practicando ese ejercicio!. ¡Qué 
			horror! —exclamó involuntariamente el doctor Sephardi.
  —¡Ah!, pero si es divinamente bonito ver cómo todo se cumple 
			—susurró efusivamente la señorita de Bourignon— y cómo afluyen aquí 
			los altos espíritus del universo para reunirse en torno a Abram (es 
			el nombre espiritual de Anselm Klinkherbogk, ¿saben?, porque es el 
			patriarca), y aquí, en este miserable barrio de Amsterdam, colocan 
			la primera piedra del nuevo Jerusalén. Ha venido Mary Faatz (era 
			antes una prostituta y ahora es la piadosa hermana Magdalena) 
			—explicó en voz baja a su sobrina, cubriéndose la boca con la mano— 
			y… Lázaro ha sido resucitado de entre los muertos… ¡Ah!, es verdad, 
			Eva, no te comenté nada de ello en la carta que te envié hace poco 
			para invitarte a asistir a nuestras reuniones. ¡Imagínate!. ¡Lázaro 
			ha sido resucitado por Abram!. 
			 
			Jan Swammerdam se levantó, se acercó a la ventana y guardó silencio 
			mientras contemplaba la oscuridad. 
			
				—¡Sí, sí, auténticamente resucitado de entre los muertos!. Yacía 
			como muerto en su tienda cuando Abram entró y lo resucitó. 
			 
			Todas las miradas se centraron sobre Eidotter que se apartó confuso, 
			y gesticulando y encogiéndose de hombros, explicó en voz baja al 
			doctor Sephardi que había algo de cierto en el asunto. 
			
				—Sin conocimiento, así sí que estaba. Muerto, tal vez. ¿Por qué no 
			iba a estar muerto, con lo viejo que soy?.
  —Por eso te conjuro, Eva —dijo la señorita de Bourignon, 
			dirigiéndose a su sobrina enfáticamente— únete a nosotros, porque el 
			reino de los cielos se aproxima y los últimos serán los primeros. 
			 
			El empleado de la droguería, que hasta el momento había estado 
			sentado junto a la hermana Magdalena, se levantó bruscamente, golpeó 
			la mesa con el puño cerrado, y con los ojos inflamados muy abiertos, 
			gritó balbuceante: 
			
				—Sí, sí, sí… L-l-los primeros s-s-serán l-los ul-últimos, y es más 
			fácil que un a-ca-ca…
  —El espíritu está entrando en él. El Logos habla por su boca 
			—exclamó la guardiana del umbral—. ¡Eva, conserva en tu corazón cada 
			una de sus palabras!.
  —…Ca-camello pa-pase por el o-jo de una ag-ag… 
			 
			Jan Swammerdam se acercó rápidamente al poseído, en cuya cara se 
			pintaba una expresión de maldad bestial, y lo calmó con unos roces 
			magnéticos aplicados sobre la frente y sobre la boca. 
			
				—Es sólo el “contraste”, así lo llamamos nosotros —dijo la anciana 
			hermana Sulamita con ánimo de tranquilizar a la señorita van Druysen 
			que en su espanto se había precipitado hacia la puerta—. El hermano 
			Ezequiel padece a veces ataques en los que su naturaleza inferior se 
			impone. Pero se le pasará pronto. 
			 
			El empleado se había dejado caer, y a cuatro patas en el suelo, 
			gruñía y ladraba como un perro, mientras que la chica del Ejército 
			de Salvación, arrodillada a su lado, le acariciaba el pelo 
			suavemente. 
			
				—No piense mal de él. Todos somos pecadores y el hermano Ezequiel 
			pasa su vida, día tras día, aquí abajo, encerrado en este siniestro 
			almacén. Así sucede que cuando por casualidad ve a gente rica 
			—perdone que le hable con tanta franqueza, señorita— la amargura se 
			ceba en él y lo trastorna. Créame señorita, la pobreza es una carga 
			muy pesada. ¿De dónde sacará un joven corazón como el suyo la 
			necesaria fe en Dios para soportarla?. 
			 
			Por primera vez en su vida, Eva van Druysen vislumbró los abismos de 
			la existencia, y lo que antes había leído en los libros se irguió 
			ahora ante ella en toda su terrible realidad.  
			  
			Pero sólo había sido 
			un efímero relámpago, apenas suficiente para iluminar las abismales 
			tinieblas. 
			
				«Cuanto más horrible debe ser lo que dormita en las profundidades 
			donde tan raramente penetran los ojos de una persona favorecida por 
			el destino» —se dijo a sí misma. 
			 
			Un alma acababa de mostrársele en su odiosa desnudez, como liberada 
			por una especie de explosión espiritual de los despojos impuestos 
			por las conveniencias, un alma rebajada al rango de una bestia en el 
			mismo instante de pronunciarse las palabras de aquél que por amor 
			dejó su vida en la cruz. 
			 
			Eva se sintió profundamente espantada al percatarse de su inmensa 
			complicidad, establecida por el simple hecho de pertenecer a una 
			clase social privilegiada y por haberse desinteresado con tanta 
			naturalidad de los sufrimientos ajenos; un pecado de omisión 
			minúsculo como un grano de arena en cuanto a la causa y devastador 
			como un aluvión en cuanto a sus efectos.  
			  
			Su terror era comparable al 
			de una persona que en su distracción creyese jugar con una cuerda y 
			de repente notara que tiene en la mano una serpiente venenosa. 
			 
			Cuando la hermana Sulamita comentó la pobreza del empleado, su 
			primera reacción fue echar mano del monedero, era el típico reflejo 
			emotivo que intenta sobreponerse a la razón. Luego le pareció 
			inoportuna la ocasión de ayudar y la firme decisión de reparar mejor 
			y con más eficacia lo omitido ocupó el lugar de la acción. De nuevo 
			había salido victorioso el viejo truco, ganar tiempo hasta que hayan 
			pasado los arranques de compasión. Mientras tanto Ezequiel se había 
			recuperado de su ataque y lloraba en silencio. 
			 
			Sephardi, que como todos los distinguidos judíos portugueses en 
			Holanda seguía aferrado a la ancestral costumbre de no ir nunca a 
			una casa ajena sin llevar un pequeño regalo, aprovechó la ocasión 
			para liberar al enfermo de la atención general.  
			  
			Desembaló un 
			fumigatorio plateado y lo entregó a Swammerdam. 
			
				—¡Oro, incienso y mirra!… ¡Los tres Reyes Magos de Oriente! —murmuró 
			la “guardiana del umbral” con la voz sofocada por la emoción y 
			dirigiendo la vista piadosamente hacia el techo—. Cuando ayer 
			supimos que iba usted a venir acompañado de Eva, Doctor, Abram le 
			dio el nombre espiritual de Gaspar, y ahora ha venido trayendo el 
			incienso. El rey Melchor, que en la vida real se llama Barón Pfeill 
			(lo sé por la pequeña Katje) ha aparecido hoy también en espíritu 
			—llena de misterio, se volvió hacia los demás, que la escuchaban con 
			sorpresa— y ha enviado dinero. ¡Ah, en este momento veo con los ojos 
			del espíritu!. También Baltasar, el rey negro, está cerca de 
			nosotros. 
			 
			Hizo un guiño a Mary Faatz, la cual le contestó con una mirada 
			cómplice. 
			 
			La hermana Gabriela continuó:  
			
			
				
				—Sí, la hora del fin de los tiempos 
				se acerca con pasos agigantados… Unos golpes en la puerta la 
				interrumpieron; Katje, la nieta del zapatero Klinkherbogk entró 
				en la habitación e hizo el siguiente anuncio: 
				 
				—¡Rápido, subid todos!. El abuelo está teniendo su segundo 
				nacimiento. 
			 
			
			
			
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			Capítulo V 
			 
			Eva van Druysen retuvo un momento al viejo coleccionista de 
			mariposas antes de seguir a los demás, que subían ya a la buhardilla 
			de Klinkherbogk. 
				
				—Disculpe, señor Swammerdam, sólo quería hacerle una breve pregunta, 
			aunque en realidad tendría muchas cosas que preguntarle. Lo que 
			acaba de decir acerca de la histeria y sobre la fuerza oculta de los 
			nombres me ha emocionado hondamente, pero por otra parte…
  —¿Me permite que le dé un consejo, señorita? —Swammerdam se paró y 
			la miró a los ojos con gravedad—. Comprendo muy bien que lo que 
			acaba de escuchar haya podido desconcertarla. No obstante puede 
			sacarle gran provecho si lo toma como una primera lección y si no 
			busca instrucciones espirituales en otros sino en sí misma. Sólo las 
			enseñanzas que proceden de nuestro propio espíritu llegan a buena 
			hora, porque nos encuentran maduros para recibirlas. En cuanto a las 
			revelaciones hechas a otros, debe mostrarse ciega y sorda. El 
			sendero que conduce a la vida eterna es delgado como el filo de un 
			cuchillo; ni podrá ayudar a otros cuando los vea titubear, ni 
			tampoco esperar ayuda de ellos. El que mira a los demás pierde el 
			equilibrio y cae en picado. Aquí no hay, como en el mundo, un avance 
			colectivo; sin embargo es imprescindible tener un guía, pero éste 
			debe surgir del reino del espíritu. Únicamente en los asuntos 
			terrestres podrá servirle de guía otro ser humano.
  »Todo lo que no surge del espíritu es polvo inerte, no hay que rezar 
			a ningún otro Dios que no sea aquel que se manifiesta en nuestra 
			alma.
  —¿Y si en mí no se revela ningún Dios? —preguntó Eva con 
			desesperanza.
  —Entonces tiene que llamarlo en silencio, poniendo todo el fervor 
			del que sea capaz.
  —¿Usted cree que entonces vendría?. ¡Sería demasiado fácil!. 
				 —¡Vendrá!. Pero, no se asuste, primero vendrá para juzgar sus actos 
			pasados, como el Dios terrible del Antiguo Testamento, que dijo: 
			“Ojo por ojo y diente por diente”. Se manifestará a través de 
			cambios bruscos en su vida externa. Primero debe perderlo todo, 
			incluso… —Swammerdam bajó mucho la voz, como temiendo que ella 
			pudiera entenderlo
  — incluso perder a Dios, si quiere volver a hallarlo siempre de 
			nuevo. Y hasta que no haya depurado la imagen que tiene de El, y no 
			esté despojada de toda idea de forma, y de toda noción de 
			exterioridad e interioridad, de creador y criatura, de espíritu y 
			materia, no podrá…
  —¿…Verlo?.
  —No, eso nunca. Pero se verá a sí misma a través de Sus ojos. 
			Entonces se habrá liberado del polvo, porque su vida no será suya 
			sino la de El, y su conciencia dejará de depender del cuerpo, el 
			cual caminará hacia la tumba como una sombra desencarnada.
  —¿Pero de qué sirven entonces esos golpes de la vida externa de los 
			que habla?. ¿Son pruebas o son un castigo?. —No hay pruebas ni 
			castigos. La vida externa, los reveses del destino, todo no es 
				 más que un proceso de curación, más o menos doloroso según sea el 
			estado del enfermo.
  —¿Y cree usted que mi destino cambiará si, como me ha dicho, clamo a 
			Dios?.
  —Al instante. Solo que no va a “cambiar” de una manera literal, será 
			como un caballo que echa a galopar después de haber ido al paso. 
				 —¿Entonces, su propio destino ha pasado como un huracán?. Perdone 
			que le pregunte, pero según lo que he oído hablar de usted…
  —…Ha pasado de una forma muy monótona, querrá decir —continuó 
			Swammerdam sonriendo—. ¿Se acuerda de lo que acabo de decirle?. No 
			mire nunca a los demás. Mientras que uno vive una determinada 
			experiencia como si fuese un mundo, a otro puede parecerle una 
			cascara de nuez.
  »Si realmente quiere que su destino vaya al galope, debe invocar el 
			núcleo mismo de su ser, ese núcleo sin el cual sería un cadáver, e 
			incluso ni siquiera eso, y ordenarle que le lleve a la gran meta por 
			el camino más corto. Esto es una advertencia al mismo tiempo que un 
			consejo, ya que es lo único que el hombre debería hacer, así como el 
			mayor sacrificio que pueda ofrecer. Esta meta es la única digna de 
			esfuerzo, aunque ahora no lo vea. Usted se verá empujada sin piedad, 
			sin pausa, a través de las enfermedades, los sufrimientos, la muerte 
			y el sueño, a través de los honores, de las riquezas y la alegría, 
			siempre hacia adelante, a través de todo, como un caballo que tira 
			de un carro a velocidad vertiginosa, con toda su fuerza, sobre los 
			campos y las piedras. Eso es lo que yo llamo clamar a Dios. ¡Tiene 
			que ser como hacer un voto en presencia de un oído atento!.
  —Pero, ¿y si una vez que el destino haya venido me debilito y quiero 
			volver atrás?.
  —En la vía espiritual no puede volver atrás, no, ni siquiera volver, 
			pararse, mirar hacia atrás y transformarse en estatua de sal, el que 
			no haya hecho ninguna promesa. Un voto es como una orden en la vía 
			espiritual: Dios es en este caso el… servidor del hombre para 
			cumplirlo. ¡No se espante, señorita, no es ninguna blasfemia!. ¡Todo 
			lo contrario!. Por eso… sé que lo que voy a decir es una tontería, 
			porque me conmueve la compasión, y todo lo que se hace por compasión 
			es una tontería… por eso le advierto: ¡no prometa demasiado!. Si no, 
			podría compartir la suerte del mal ladrón al que le rompieron los 
			huesos en la cruz.
  La emoción había hecho palidecer el rostro de Swammerdam. Eva le 
			cogió la mano.
  —Se lo agradezco, maestro, ahora sé qué debo hacer. 
				 El anciano la atrajo hacia él y la besó en la frente, conmovido. 
				 —¡Que el señor del destino le sea un médico misericordioso, hija 
			mía!.
  
			  
			 
			 
			 
			Subieron la escalera. 
			 
			Eva se detuvo un instante ante la puerta, como bajo el efecto de una 
			ocurrencia repentina. 
			
				—Otra cosa, maestro. Todos estos millones de personas que han 
			sangrado y sufrido no habrán hecho ningún voto; entonces, ¿para qué 
			tanta interminable miseria?.
  —¿Acaso sabe usted que no hicieron ninguno?. Podría haber sido en 
			una vida anterior, o en un estado de sueño profundo, cuando el alma 
			del hombre está despierta y tiene más conciencia de lo que necesita. 
			 
			Como si una cortina se entreabriera bruscamente, Eva hundió su 
			mirada por un instante en la luz cegadora de un nuevo conocimiento. 
			Las últimas palabras le habían revelado más sobre la determinación 
			de los seres que todos 
			
			los sistemas religiosos de este mundo juntos.
			 
			  
			Si uno piensa que nadie sigue otro camino que el elegido por él 
			mismo, entonces ya no hay razón para quejarse de la pretendida 
			injusticia de la suerte. 
			
				—Si no le encuentra sentido a lo que ocurre en nuestro círculo, 
			señorita, no se preocupe por ello. A menudo, un camino que lleva 
			hacia abajo es el atajo más rápido para subir. La fiebre de la 
			reconvalecencia espiritual a veces toma el aspecto de una corrupción 
			diabólica. Yo no soy el “rey Salomón” y Lázaro Eidotter no es “Simón 
			el portador de la cruz”, como se lo imagina con demasiada facilidad 
			la señorita de Bourignon. No obstante, esta confusión del Antiguo y 
			Nuevo Testamento no es en sí tan absurda.  
				  
				Nosotros consideramos la 
			Biblia no sólo como un relato de acontecimientos pasados, sino como 
			un camino que partiendo de Adán conduce a Cristo, un camino que hay 
			que recorrer por la vía mágica de la evolución interior, de “nombre” 
			a “nombre”, es decir, de “realización” en “realización” —dijo Swammerdam mientras ayudaba a Eva a ascender los últimos peldaños— 
			desde la pérdida del Paraíso hasta la Resurrección. Puede que para 
			algunos sea un camino lleno de horrores y… —de nuevo murmuró con voz 
			apagada lo que había dicho acerca del mal ladrón cuyos huesos habían 
			sido rotos en la cruz. 
			 
			Mademoiselle de Bourignon se hallaba ante la puerta de la 
			buhardilla, esperaba junto a los demás la llegada de Eva y 
			Swammerdam.  
			  
			Tan sólo Lázaro Eidotter se había despedido, yéndose a 
			su piso. Inundó a su sobrina de un torrente de palabras con objeto 
			de prepararla antes de entrar. 
			
				—Fíjate, Eva, ha ocurrido algo indeciblemente grande. Y precisamente 
			hoy, el día de la fiesta del solsticio… ¡Ah!, todo está tan 
			profundamente lleno de sentido… eh, qué te iba a decir… ah, sí, se 
			ha producido el gran acontecimiento que tanto hemos esperado. Acaba 
			de nacer el hombre espiritual, acaba de encarnarse en una criatura, 
			en el seno del padre Abram.  
				  
				Lo ha oído gritar dentro de sí cuando 
			estaba clavando un talón a un zapato, lo cual, como se sabe, 
			constituye el “segundo nacimiento”, visto que el “primero” son los 
			dolores de estómago, así lo dicen las Escrituras si uno las 
			interpreta debidamente. Definitivamente los tres Reyes Magos podrán 
			completarse, Mary Faatz acaba de decirme que conoce, aunque 
			superficialmente, a un negro salvaje que vive en Amsterdam.  
				  
				»Hace 
			una hora lo vio por la ventana de la taberna de abajo, y yo he 
			reconocido enseguida que se trata de una intervención de las 
			potencias celestes, ya que no puede tratarse de otro que del rey 
			Baltasar de Etiopía. ¡Ah, es realmente una gracia indescriptible que 
			la misión de descubrir al tercero de los Reyes Magos me haya sido 
			reservada a mí!. Soy tan feliz que apenas puedo aguardar el momento 
			de decirle a Mary que lo haga subir». 
			 
			Abrió la puerta y los hizo entrar uno tras otro. 
			 
			 
			 
			 
			 
			El zapatero Klinkherbogk estaba sentado al final de una larga mesa 
			llena de suelas y herramientas, rígido e inmóvil.  
			  
			Una parte de su 
			demacrado rostro aparecía iluminada por la deslumbrante claridad de 
			la luna que penetraba a través de la ventana y que hacía brillar los 
			pelos canosos de su rala barba de marino holandés como si fueran 
			hilos de plata; la otra porción de su cara estaba inmersa en una 
			profunda oscuridad. 
			 
			Sobre su calvo cráneo llevaba una corona dentada, recortada en papel 
			dorado. 
			 
			Un fuerte olor a cuero reinaba en la habitación. La bola de cristal 
			resplandecía como el ciclópeo ojo de un monstruo saturado de odio, 
			cuyo cuerpo disimulara la oscuridad, y proyectaba un reflejo sobre 
			el montón de monedas de diez florines que se encontraban ante el 
			profeta. 
			 
			Eva, Sephardi y los miembros del círculo espiritual se quedaron 
			junto a la pared, de pie, sin moverse, y esperaron. Nadie se atrevía 
			a mover un solo músculo, estaban todos como hechizados. 
			 
			El empleado clavaba sus pupilas en el brillo de las monedas. Los 
			minutos se arrastraban lentamente, en un silencio absoluto, como si 
			vacilaran, como si quisieran prolongarse en horas. Una polilla salió 
			zumbando de las tinieblas, dio unas vueltas alrededor de la vela y 
			se quemó, crujiendo al consumirse en la llama. El viejo profeta 
			tenía la vista fija en la bola de cristal, tan quieto como si 
			estuviese tallado en roca, la boca abierta, los dedos crispados 
			sobre las monedas de oro, parecía escuchar unas palabras que le 
			llegaran de muy lejos. 
			 
			Un ruido sordo y confuso salió de golpe de la taberna, se expandió a 
			través de la calle y se extinguió poco después como si alguien 
			hubiese abierto y cerrado la puerta de la casa. De nuevo se hizo un 
			silencio absoluto. 
			 
			Eva quería mirar hacia Swammerdam, pero el temor de leer en su 
			rostro su propio presentimiento de una calamidad cercana, un temor 
			que casi le quitaba la respiración, la retuvo. En el tiempo de un 
			latido de corazón, creyó recordar haber oído pronunciar en voz baja, 
			casi imperceptible, las palabras: «Señor, aparta de mí este cáliz». 
			Esta evocación se difuminó rápidamente entre los lejanos alborotos 
			de feria que un soplo de aire había acercado a la ventana. 
			 
			Levantó la vista y vio que la tensión de las facciones de 
			Klinkherbogk disminuía, tornándose en una expresión de desconcierto. 
			
				—El tumulto de la ciudad es grande, y su pecado enorme. Por ello 
			descenderé y veré si han actuado enteramente según el ruido que ha 
			llegado hasta mí, y si no es así, lo sabré —murmuró Klinkherbogk. 
				 —Estas son las palabras del Eterno en el Libro del Génesis —dijo la 
			hermana Sulamita con los labios temblorosos y santiguándose —antes 
			de hacer llover del cielo el azufre y el fuego… Que el Señor no se 
			enoje por lo que voy a decir: tal vez se encuentren diez justos en 
			la ciudad. 
			 
			Estas palabras calaron hondo en Klinkherbogk, evocando en él la 
			visión de un próximo fin del mundo.  
			  
			Empezó a hablar dirigiéndose 
			hacia la pared con voz monótona, como si leyera algo, el ánimo 
			ausente. 
			
				—Veo una tormenta acercándose a la tierra, rugiendo con estrépito; a 
			su paso todo lo que está de pie quedará derruido, veo una nube de 
			flechas que vuelan. Las tumbas se abren y las calaveras de los 
			muertos barren los aires como un chubasco de granizos. Su soplo hace 
			que el agua salga de ríos y diques, proyectándola de su boca como 
			llovizna; arroja al suelo las alamedas, los árboles altos, como 
			cabelleras flotantes. Y esto por amor a los justos que han recibido 
			el bautismo de la vida —su voz volvió a turbarse.  
				  
				Pero aquél al que 
			esperáis no vendrá como Rey hasta que no se hayan cumplido los 
			tiempos. Antes debe nacer en vosotros el precursor, que tomará la 
			forma de un hombre nuevo para preparar el reino. No obstante, habrá 
			muchos entre vosotros que tendrán ojos y oídos nuevos, para que no 
			se vuelva a decir de los hombres: “Tienen oídos y no oyen, tienen 
			ojos y no ven”. Pero… —la sombra de una profunda tristeza afligió su 
			rostro— ¡pero tampoco veo entre ellos a Abram!. 
			 
			Porque a cada cual se le dará según su medida y él habrá apartado de 
			sí la coraza de la pobreza antes de que haya llegado la hora del 
			nacimiento del espíritu, y habrá ofrecido a su alma un becerro de 
			oro y brindado una fiesta a los sentidos.  
			  
			Un poco más de tiempo y ya 
			no estará con vosotros. El rey de Etiopía le traerá la mirra de la 
			otra vida y arrojará su cuerpo como pasto a los peces de las aguas 
			turbias, porque el oro de Melchor llegó antes de que el niño 
			estuviera en el pesebre y pudiera así alejar la maldición que pesa 
			sobre todo oro. Ha nacido entonces para la desgracia, antes de que 
			la noche termine.  
			  
			El incienso de Gaspar ha llegado demasiado tarde. 
			Pero tú, Gabriel, escucha: no extiendas la mano hacia la espiga que 
			no esté madura para la cosecha, a fin de que la hoz no hiera al 
			segador y deje el trigo sin cortar. 
			 
			La señorita de Bourignon, que durante el discurso había suspirado 
			efusivamente sin hacer el menor esfuerzo por comprender el sentido 
			oculto, reprimió un grito de alegría cuando oyó pronunciar su nombre 
			espiritual, “Gabriel”, susurró algunas palabras a Mary Faatz, la 
			cual abandonó la habitación precipitadamente. Swammerdam, 
			percatándose de ello, intentó impedir su salida sin conseguirlo: la 
			chica corría ya escaleras abajo.  
			  
			Dejó caer la mano con cansancio y 
			sacudió la cabeza resignadamente. La guardiana del umbral lo 
			contemplaba extrañada.  
			  
			El zapatero, que tras recobrar el 
			conocimiento llamó angustiado a su nieta, volvió a sumergirse en su 
			éxtasis. 
			 
			 
			 
			 
			 
			Durante todo este tiempo, un disoluto grupo formado por cinco 
			personas ocupaba una mesa en la taberna marinera “Príncipe de 
			Orange”.  
			  
			Habían comenzado jugando a las cartas; y más tarde, al 
			avanzar la noche, cuando el establecimiento se encontraba atestado 
			de toda clase de chusma, hasta el punto de que apenas si era posible 
			mover los brazos, estos señores se retiraron a una habitación 
			contigua que servía como habitáculo diurno para la camarera, Antje, 
			una moza informe y maquillada, vestida con una falda de seda roja 
			que no alcanzaba a cubrirle las rodillas.  
			  
			Tenía el cuello gordo, una 
			trenza muy rubia, pechos caídos y las aletas nasales corroídas. “La 
			guarra del puerto”, así la llamaban los parroquianos. 
			 
			Allí estaba el tabernero, ex-timonel de un buque brasileño, un tipo 
			rechoncho y con nuca de toro, en mangas de camisa, las manazas 
			cubiertas de tatuajes, y pequeños anillos de oro en los lóbulos de 
			las orejas, una de las cuales le había sido medio arrancada.  
			  
			También 
			se hallaban en el local el zulú Usibepu ataviado con un mono azul; 
			un agente de variedades jorobado y poseedor de horribles y largos 
			dedos que recordaban las patas de una araña; el catedrático Zitter 
			Arpad que, cosa extraña, había recuperado su bigote y adaptado su 
			vestimenta al actual ambiente, y finalmente, un joven bronceado y 
			vestido con un blanco smoking colonial al que llamaban el “hindú”, 
			uno de esos hijos de plantadores que llegan a veces desde Batavia u 
			otras colonias neerlandesas a Europa para conocer la patria 
			holandesa y que en pocas noches dilapidan su dinero de la manera más 
			insensata en una taberna de ladrones.  
			  
			El joven señorito llevaba ya 
			una semana “viviendo” en el “Príncipe de Orange” y no había visto ni 
			una sola vez la luz del día, aparte de una raya de crepúsculo en la 
			madrugada a través de las verdes cortinas de la ventana, poco antes 
			de que sus ojos se cerraran bajo el efecto de la borrachera y se 
			dejara caer sobre el diván, sin desvestirse ni lavarse, para dormir 
			hasta la noche. Entonces volvía a los dados, las cartas, la cerveza, 
			el vino y los aguardientes peleones, invitando a la gentuza del 
			puerto, marineros chilenos y mujerzuelas de Bélgica, hasta ver 
			rechazado por el banco el último talón; al final le tocaba el turno 
			a la cadena del reloj, los anillos y los gemelos de oro. 
			 
			El tabernero se había sentido obligado a invitar a esta fiesta final 
			a su amigo Zitter Arpad, y el catedrático acudió puntualmente 
			trayendo consigo como contribución al festín al cafre zulú, que por 
			su calidad de artista de primera clase siempre llevaba dinero 
			suelto. 
			 
			Hacía ya horas que estos señores jugaban al “macao”, sin que ninguno 
			de ellos consiguiera poner de su parte a la diosa Fortuna. 
			 
			Cada vez que el catedrático trataba de hacer trampas, el agente de 
			variedades mostraba sus dientes en una sonrisa irónica, de modo que 
			el señor Arpad se veía obligado a postergar un poco el ejercicio de 
			su habilidad manual, ya que no le convenía en absoluto tener que 
			compartir a su negro protegido con el jorobado.  
			  
			Por lo demás, en lo 
			referente al “hindú” sucedía exactamente igual, así que muy a pesar 
			suyo, ambos rivales se veían forzados a jugar limpio por primera vez 
			en su vida —una actividad que, a juzgar por la melancólica expresión 
			de sus rostros, debía recordarles sus años infantiles, cuando las 
			apuestas consistían todavía en almendras y nueces. 
			 
			El tabernero, por su parte, jugaba limpio por propia voluntad. A su 
			modo de ver, como caballero que era se lo debía a sus invitados, lo 
			cual no significaba que en caso de pérdidas éstos no le compensaran 
			después, esto era obvio y no requería acuerdos explícitos. El 
			“hindú” era excesivamente inocente para concebir siquiera la idea de 
			mangonear las cartas, y el zulú todavía no estaba lo suficientemente 
			iniciado en los misterios de la magia blanca para permitirse algún 
			truco mágico, la ayuda de un quinto as, por ejemplo. 
			 
			Fue hacia la medianoche, cuando las encantadas melodías del banjo en 
			la sala comenzaron a solicitar con creciente insistencia la 
			presencia del joven mecenas, porque la masa, sedienta de 
			aguardiente, ya no pudo contener su impaciencia, cuando se 
			delinearon las fuerzas en contienda de tal modo que, en un 
			santiamén, el “hindú” y el zulú se vieron desplumados por la 
			sociedad de común interés constituida por el señor Zitter y el 
			agente de teatro.  
			  
			El señor catedrático, cuya característica más 
			sobresaliente era la generosidad, no dejó de insistir hasta que la 
			señorita Antje consintiera en cenar con él y su amigo Usibepu en la 
			sala de juego, ahora desierta. Conocía muy bien las preferencias del 
			zulú por los platos selectos y una mezcla de alcohol, 
			desnaturalizado con esencias de ácido nítrico, llamado “Mogador”. 
			 
			La conversación que animaba la cena se desarrollaba casi 
			exclusivamente en un galimatías de inglés macarrónico, jerga del 
			Cabo y dialecto basuto, lenguas que ambos señores dominaban a las 
			mil maravillas. Sólo la camarera se veía obligada a recurrir más que 
			a nada a las miradas ardientes, sacar la lengua y otros gestos de 
			significado internacional, para contribuir al entretenimiento del 
			invitado. 
			 
			Hombre de mundo de una pieza, el profesor supo no sólo asegurar la 
			fluidez de la conversación con la mayor habilidad, sino que tampoco 
			perdió de vista ni un momento su meta principal de arrancarle al 
			zulú el secreto de cómo poder andar descalzo y sin quemarse sobre 
			las piedras incandescentes, e imaginaba mil artificios para alcanzar 
			su cometido. 
			 
			Ni el observador más atento hubiera podido advertir en su rostro que 
			estaba igualmente obsesionado por otra idea que guardaba estrecha 
			relación con una confidencia de Antje: el zapatero Klinkherbogk, que 
			vivía arriba en la buhardilla, había mandado cambiar esa misma tarde 
			en la taberna un billete de mil florines en monedas de oro. 
			 
			Bajo la influencia del ardiente Mogador, la cena suculenta y las 
			artimañas de sirena de la muchacha, el cafre zulú no tardó en 
			hallarse preso de un estado de excitación creciente, de modo que 
			resultó preciso alejar de la habitación todos los objetos frágiles y 
			afilados, y sobre todo impedirle cualquier contacto con los 
			pendencieros marinos de la sala, que buscaban, llenos de envidia por 
			causa de Antje, una buena ocasión para embestirlo con sus navajas. 
			 
			Una pérfida insinuación del catedrático de que el truco de las 
			piedras incandescentes no era sino un tosco engaño, consiguió sacar 
			de quicio al zulú de tal manera, que amenazó con romperlo todo si no 
			se le traía enseguida un brasero con ascuas encendidas. Zitter, que 
			ansiaba la llegada de ese momento, hizo entrar el cubo, preparado 
			hacía rato, y mandó tirar las brasas ardientes sobre el suelo de 
			cemento. 
			 
			Usibepu se agachó y aspiró el vapor asfixiante con las narices 
			dilatadas. Sus ojos adquirieron paulatinamente una expresión vítrea. 
			Parecía ver algo y sus labios se movían como si hablara a un 
			fantasma. 
			 
			De repente dio un salto y profirió un grito desgarrador, tan 
			estridente y terrible que el jaleo de la muchedumbre en la taberna 
			cesó inmediatamente, y sus caras lívidas se apiñaron silenciosamente 
			en torno a la puerta para ver qué pasaba en el interior.  
			  
			En un 
			segundo se había arrancado toda la ropa, y completamente desnudo, se 
			puso a bailar alrededor de las brasas, todo músculos, parecido a una 
			pantera negra con espuma en la boca y ladeando la cabeza 
			continuamente hacia delante y detrás a una velocidad vertiginosa. 
			 
			El espectáculo era tan impresionante y espantoso que hasta los 
			marineros chilenos tenían la respiración cortada por el terror. La 
			danza terminó de golpe como por efecto de una inaudible voz. El zulú 
			pareció haber recobrado el conocimiento. Su rostro había adquirido 
			un color ceniciento. Grave y lentamente posó sus pies desnudos sobre 
			las brasas ardientes y se mantuvo erguido e inmovilizado durante 
			varios minutos. 
			 
			Ni el más leve olor a quemado que indicara sufrimiento en su piel. 
			Cuando bajó del montón de brasas, el catedrático comprobó que las 
			plantas de sus pies estaban completamente intactas y ni siquiera 
			calientes. 
			 
			Una joven con el uniforme azul del Ejército de Salvación que 
			entretanto había entrado silenciosamente en la habitación y había 
			asistido al final del espectáculo hizo una señal amistosa al zulú, a 
			quien parecía conocer. 
			
				—Vaya, Mary, ¿de dónde sales tú? —exclamó la Guarra del Puerto con 
			sorpresa y abrazándola cariñosamente.
  —Esta tarde he visto por la ventana que el señor Usibepu estaba 
			aquí. Lo conozco del Café Flora, donde intenté una vez interpretarle 
			la Biblia —explicó Mary Faatz—. Una distinguida anciana del convento 
			de las Beguinas me manda hacerle subir. Hay allí arriba otros dos 
			señores distinguidos.
  —¿Dónde, arriba?.
  —Pues en casa del zapatero Klinkherbogk. 
			 
			Al oír ese nombre Zitter Arpad se echó hacia atrás, pero fingió 
			inmediatamente no tener el menor interés, y en su jerga africana, 
			empezó a sondear al zulú, a quien el triunfo hacía más accesible a 
			las preguntas que de costumbre. 
			
				—Felicito a mi amigo y bienhechor, el maestro Usibepu del país del 
			Ngome. Estoy orgulloso de ver que es un gran mago y un iniciado en 
			los misterios de Obeah T'changa.
  —Obeah T'changa! —exclamó el negro—. ¡Obeah T'changa esto! 
			—castañeteó los dedos desdeñosamente—. Yo, Usibepu, gran medicina. 
			Yo Vidû T'changa. Yo verde serpiente venenosa Vidû. 
			 
			Con la rapidez del relámpago el catedrático enlazó algunas ideas. 
			 
			  
			Creyó haber dado con una pista. Había oído decir a unos artistas 
			hindúes que la mordedura de ciertas serpientes provocaba en algunos 
			individuos capaces de acostumbrarse al veneno unos estados anormales 
			extraordinarios, como clarividencia, sonambulismo, invulnerabilidad 
			y otros parecidos.  
			  
			Lo que era posible en Asia, ¿por qué no iba a 
			darse también en los salvajes de África?. 
			
				—A mí también me mordió la gran serpiente mágica —presumió, 
			señalando una cicatriz cualquiera de su mano. El zulú escupió con 
			menosprecio:
  —Vidû no serpiente de verdad. Verdadera serpiente sucio gusano. 
			Serpiente Vidû es un Souquiant. Su nombre es Zombi. 
			 
			Zitter Arpad perdió la sangre fría. 
			 
			  
			¿Qué significaban esas 
			palabras?. Nunca las había oído: ¿Souquiant?. La palabra parecía ser 
			de origen francés. ¿Y qué quería decir “Zombi”?. Cometió la 
			imprudencia de confesar su ignorancia, entregando así su prestigio 
			de una vez por todas al desprecio del negro. 
			 
			Usibepu se irguió arrogantemente y explicó: 
			
				—Un hombre que puede cambiar de piel es un Souquiant. Vive 
			eternamente. Un espíritu. Invisible. Sabe hechizar todo. El padre de 
			los hombres negros era Zombi. Los zulúes sus hijos favoritos. 
			Salieron de su costado izquierdo. 
			 
			Golpeó fuertemente su enorme tórax, haciéndolo resonar. 
			
				—Cada rey zulú conoce nombre secreto de Zombi. Cuando lo llama, 
			Zombi aparece como gran serpiente venenosa Vidû con verde rostro de 
			hombre y sagrado signo fetiche en la frente. Cuando zulú por primera 
			vez ve a Zombi y Zombi tiene rostro velado, entonces zulú debe 
			morir. Pero cuando Zombi aparece con signo en la frente oculto y 
			rostro verde descubierto, entonces zulú vive y es Vidû T'changa, 
			gran medicina y señor del fuego. Yo, Usibepu, soy Vidû T'changa. 
			 
			Zitter Arpad se mordió los labios con enojo. Se daba cuenta de que 
			esta fórmula no le servía para nada. 
			 
			Para compensar, se empeñó en ofrecer sus servicios de intérprete a 
			Mary Faatz quien, con gestos y palabras, intentaba persuadir al 
			negro, que se había vuelto a vestir, de que la siguiera. 
			
				—Estos señores no podrán entenderse con él sin mi ayuda —insistió 
			sin llegar a convencerla. 
			 
			Usibepu terminó por comprender lo que Mary Faatz esperaba de él y 
			subió con ella al piso de Klinkherbogk. 
			 
			 
			 
			 
			 
			 
			El zapatero permanecía sentado ante la mesa, con la corona de papel 
			en la cabeza.  
			  
			La pequeña Katje había corrido hacia su abuelo, el 
			cual levantó los brazos como para abrazarla, pero el estado 
			sonambulesco se apoderaba nuevamente de él, enseguida bajó los 
			brazos y volvió a fijar la vista en la bola de cristal. 
			 
			La niña regresó de puntillas a su sitio, entre Eva y Sephardi. El 
			silencio de la habitación se había hecho aún más espeso y torturador 
			que antes. Eva tuvo la impresión de que ni los ruidos podrían ya 
			romperlo. No hacía más que condensarse a continuación de cada 
			susurro de ropa o crujido de las vigas del suelo. Estaba como 
			coagulado en una presencia permanente, inaccesible a las vibraciones 
			sonoras, una alfombra de terciopelo negro donde flotaran reflejos de 
			colores sin atravesarla. 
			 
			Unos pasos inseguros, que avanzaban como tentando el camino, 
			ascendían por la escalera, acercándose a la buhardilla. A Eva se le 
			antojó que un ángel exterminador surgía lentamente de la tierra. 
			 
			Se estremeció de espanto cuando la puerta crujió suavemente detrás 
			de ella y apareció el negro como una sombra gigantesca en la 
			penumbra. 
			 
			Los demás sintieron el mismo miedo violento, pero nadie se atrevió a 
			cambiar de sitio, como si la muerte hubiera cruzado el umbral y 
			buscara a alguien mirándolos uno tras otro. La expresión de Usibepu 
			no reflejó ni la menor sorpresa al encontrarse con esta extraña 
			reunión y el silencio que reinaba en la habitación. 
			 
			Se había parado, inmóvil, y devoraba a Eva con los ojos ardientes, 
			sin girar la cabeza, hasta que Mary llegó en ayuda de la joven, 
			situándose silenciosamente delante de ella. El blanco de sus ojos y 
			sus dientes resplandecientes pendían en la oscuridad como 
			fantásticas manchas luminosas. Eva combatía su horror esforzándose 
			en mirar por la ventana, delante de la cual colgaba una cadena 
			metálica, gruesa como un brazo, de una grúa montada en un caballete 
			del tejado. Inmóvil se prolongaba hasta las profundidades del canal, 
			reflejando el brillo de la luna.  
			  
			Un ligero murmullo, apenas 
			perceptible, flotaba en el aire cada vez que, empujada por la brisa 
			nocturna, el agua de los dos canales confluyentes al pie de la casa 
			chocaba contra los muros. Un grito desde la mesa los sobresaltó a 
			todos.  
			  
			Klinkherbogk se había medio incorporado y señalaba con su 
			dedo rígido un punto luminoso en la bola. 
			
				—Ahí está de nuevo— se le oyó decir con voz agonizante— el hombre 
			terrible de la máscara verde ante el rostro, que me dio el nombre de 
			Abram y el libro para que me lo tragara. 
			 
			Como 
			deslumbrado por un resplandor, cerró los ojos y cayó 
			pesadamente hacia atrás. 
			 
			Todos permanecían inmóviles, con la respiración cortada. Sólo el 
			zulú se inclinó hacia adelante, y fijando la mirada en un punto en 
			la oscuridad sobre la cabeza de Klinhkerbogk, dijo a media voz: 
			
				—El Souquiant está detrás de él. 
			 
			Nadie entendió lo que quería decir. Siguió un silencio de muerte, 
			que parecía interminable, durante el cual nadie se atravía a 
			pronunciar palabra alguna. 
			 
			Eva notaba que le temblaban las rodillas bajo el efecto de una 
			agitación inexplicable. 
			 
			Tenía la impresión de que un ser invisible impregnaba el cuarto de 
			su presencia, paulatinamente, con una lentitud siniestra. Cogió la 
			mano de la pequeña Katje, que se encontraba a su lado. De repente 
			algo se levantó en la oscuridad aleteando con un ruido espantoso y 
			una voz llamó bruscamente: 
			
				—¡Abram!. ¡Abram!. 
			 
			Eva tenía el corazón a punto de salirse y vio que los demás también 
			estaban convulsos. 
			
				—Aquí estoy —dijo el zapatero sin moverse, como en sueños. 
			 
			Eva iba a dar un grito, pero un terror mortal le oprimió la 
			garganta. 
			 
			Un pavoroso silencio volvió a paralizar durante un momento todos los 
			corazones. Luego un pájaro negro de alas salpicadas de blanco voló 
			como enloquecido por la habitación, chocó de cabeza contra el 
			cristal de la ventana y cayó al suelo batiendo las alas. 
			
				—Es Jacob, nuestra urraca —murmuró Katje al oído de Eva—. Se ha 
			despertado. 
			 
			Eva lo oyó como a través de una pared. Aquellas palabras, en vez de 
			tranquilizarla, no consiguieron más que aumentar la sensación 
			estrangulante de la presencia de un ser demoníaco. De nuevo llegó a 
			sus oídos una voz, tan inesperadamente como antes la llamada del 
			pájaro.  
			  
			Salió de los labios del zapatero y parecía un grito ahogado: 
			
				—¡Isaac!. ¡Isaac!. 
			 
			Sus rasgos se habían transformado repentinamente, tomando una 
			expresión de locura delirante. 
			
				—Aquí estoy —contestó la pequeña Katje, igual que su abuelo al 
			reclamo del pájaro, como dormida. 
			 
			Eva notaba que la mano de la niña estaba helada. La urraca graznaba 
			estrepitosamente bajo el alféizar. Parecía la risa de un duende 
			diabólico. 
			 
			Sílaba tras sílaba, sonido tras sonido, el silencio había absorbido 
			las palabras y la risa maliciosa, como la ávida boca de un fantasma. 
			 
			Surgieron y se callaron como la resonancia de un acontecimiento de 
			la prehistoria bíblica resucitado fantásticamente en la habitación 
			de un mísero artesano. 
			 
			Una campanada de la iglesia de san Nicolás resonó en el cuarto y 
			rompió por un instante el encanto de sus vibraciones. 
			
				—Quisiera irme, me afecta demasiado —dijo Eva en voz baja a Sephardi, 
			dirigiéndose hacia la puerta. 
			 
			Le sorprendía el hecho de no haber oído dar las horas en el reloj 
			del campanario durante todo ese tiempo, ya que debían haber pasado 
			varias horas desde el toque de la medianoche. 
			
				—¿Se puede dejar así, tan solo, al anciano? —preguntó a Swammerdam, 
			quien calladamente estaba invitando a los demás a darse prisa, y 
			miró hacia Klinkherbogk—. Aún parece estar en trance, ¿no?. Y la 
			niña duerme también.
  —Pronto se despertará, cuando nos hayamos ido —contestó en tono 
			tranquilizador el coleccionista de mariposas. Pero en sus palabras 
			se percibía un ligero matiz de temor contenido—. Luego vendré a 
			verlo. 
			 
			Casi hubo que recurrir a la fuerza para empujar al negro fuera de la 
			habitación.  
			  
			Con ojos febriles miraba fijamente las monedas de oro 
			que se hallaban en la mesa. Eva se dio cuenta de que Swammerdam no 
			lo perdía de vista ni un momento y que, mientras los demás bajaban 
			la escalera, volvió sobre sus pasos para cerrar con llave la 
			buhardilla del zapatero, guardándola en su bolsillo.  
			  
			Mary Faatz se 
			había adelantado a los demás para traer a los invitados sus abrigos 
			y sombreros y conseguirles un coche. 
			
				—Ojalá vuelva el rey moro. Lo hemos dejado irse sin despedirse 
			siquiera. ¡Oh, Dios!. ¿Por qué la fiesta del segundo nacimiento ha 
			sido tan triste? —se lamentó la señorita de Bourignon mientras 
			esperaba ante el portal la llegada del taxi que debía llevarla al 
			convento, conducir a Eva a su hotel y dejar luego a Sephardi en su 
			casa. Swammerdam, que los había acompañado, estaba a su lado sin 
			pronunciar palabra y con la cara descompuesta. 
			 
			El jaleo de la feria en la calle Warmoesstraat se había extinguido. 
			 
			  
			Sólo un banjo seguía tocando aires salvajes, tras las ventanas 
			cubiertas por sus cortinas, en la taberna del Zee Dijk. El muro de 
			la casa que daba a la iglesia de San Nicolás estaba sumido en una 
			oscuridad profunda. El otro lado, donde la buhardilla del zapatero, 
			en lo alto del canal, contemplaba el lejano puerto envuelto en 
			nieblas, brillaba, blanco y húmedo, bajo la viva luz de la luna. 
			 
			Eva se acercó a la baranda que separaba la callejuela del canal y 
			miró al agua negra e inquietante. 
			 
			A pocos metros de ella, la cadena metálica que pendía del tejado 
			pasando por delante de la ventana del zapatero, tocaba con su 
			extremo inferior un resalto del muro, apenas tan ancho como un pie. 
			 
			Un hombre, de pie en una canoa, se disponía a agarrar la cadena. Al 
			percatarse de la silueta clara de Eva, se agachó rápidamente, 
			volviendo la cabeza. 
			 
			Eva oyó aproximarse el coche por la esquina y volvió, de prisa y 
			sobrecogida, hacia Sephardi. Durante un instante, sin saber por qué 
			ni cómo, había recordado los blancos ojos del negro… 
			 
			 
			 
			 
			 
			El zapatero Klinkherbogk soñaba que atravesaba el desierto subido en 
			un burro, con
			la pequeña Katje a su lado, y que delante de él iba, como guía, el 
			hombre del rostro velado que le había dado el nombre de Abram. 
			 
			Cabalgaba así día y noche, cuando de pronto vio en el cielo un 
			espejismo y un país, fértil y maravilloso como no lo había visto 
			nunca, descendió hasta él. Y el hombre le dijo que era el país de 
			Monja. 
			 
			Y Klinkherbogk subió a una colina, construyó una hoguera y colocó a 
			Katje sobre ella. 
			 
			Entonces alargó la mano y cogió el cuchillo para sacrificar a la 
			niña. Su corazón estaba frío y ajeno a la compasión, porque sabía 
			por las Escrituras que sería un carnero lo que ofrecería en 
			holocausto en lugar de Katje.  
			  
			Y cuando había inmolado a la niña, el 
			hombre se quitó el velo del rostro, el signo incandescente se borró 
			de su frente y dijo: 
			
				—Te enseño mi rostro, Abram, para que goces a partir de ahora de la 
			vida eterna. Pero quito de mi frente el signo de la Vida para que su 
			vista no siga consumiendo más tu pobre cerebro. Porque mi frente es 
			tu frente y mi rostro es tu rostro. Sabe que el verdadero “Segundo 
			Nacimiento” es esto: que tú seas uno conmigo y reconozcas que yo, tu 
			guía hasta el árbol de la vida, has sido tú mismo.
  »Muchos han visto mi rostro, pero no saben que esto significa el 
			segundo nacimiento, y por ello puede ser que no encuentren la vida 
			eterna.
  »Antes de que franquees la puerta estrecha volverás a encontrar la 
			muerte, y previamente el bautismo de fuego que te sumirá en un dolor 
			y una desesperación abrasadores. Tú mismo lo quisiste así.
  »Pero entonces tu alma entrará en el reino que te he preparado, como 
			un pájaro que sale de su jaula para volar hacia la aurora eterna». 
			 
			Se acordó de una época en que, siendo aún joven, hizo un voto en el 
			deseo de allanar el camino a los que le siguieran en el tiempo: no 
			quería dar ningún paso más en el camino espiritual a menos que el 
			Señor del destino le impusiera la carga de un mundo entero. El 
			hombre desapareció. 
			 
			Klinkherbogk se encontraba en una profunda oscuridad y oía un 
			retumbar parecido al trueno que se atenuaba poco a poco hasta quedar 
			reducido al ruido lejano de las ruedas de un coche sobre un 
			adoquinado desnivelado. 
			 
			Paulatinamente recobró el conocimiento, el sueño se difuminaba en su 
			memoria y vio que se hallaba en su buhardilla y… llevaba en la mano 
			una lezna ensangrentada. 
			 
			La mecha de la vela consumida luchaba por no extinguirse y la llama 
			oscilante iluminaba el pálido rostro de la pequeña Katje, que yacía 
			apuñalada sobre el tersillo gastado. 
			 
			El vértigo de una descomunal desesperación se apoderó de 
			Klinkherbogk. 
			 
			Quería atravesarse el pecho con la lezna… Su mano no le obedecía. 
			Quería aullar como una bestia… Un calambre había paralizado su 
			mandíbula y no podía abrir la boca. Quería estrellarse el cráneo 
			contra la pared… Sus pies se tambalearon como si tuviera las 
			articulaciones rotas. 
			 
			El Dios al que había rezado toda su vida despertó en su corazón con 
			los torcidos rasgos de una cara diabólica. Titubeando, fue hacia la 
			puerta para pedir socorro, sacudiéndola hasta desplomarse… La puerta 
			estaba cerrada con llave. Entonces se arrastró hasta la ventana, la 
			abrió bruscamente e iba a llamar a Swammerdam cuando percibió, 
			suspendido entre cielo y tierra, un rostro negro que lo miraba 
			fijamente.  
			  
			El negro, que se había subido por la cadena, entró de un 
			salto. Por un instante Klinkherbogk vio una estrecha raya roja bajo 
			las nubes del levante, le volvió el recuerdo relampagueante de su 
			sueño y estiró los brazos con añoranza hacia Usibepu como si fuera 
			el Salvador. 
			 
			El negro dio un salto atrás, espantado por la sonrisa que 
			transfiguraba los rasgos de Klinkherbogk, luego se lanzó sobre él y 
			cogiéndolo por el cuello se lo rompió. 
			 
			Al cabo de un minuto, tras atiborrarse los bolsillos de oro, tiró 
			por la ventana el cadáver del zapatero. 
			 
			El cuerpo chocó contra las aguas turbias y nauseabundas del canal 
			mientras que la urraca salía volando hacia la aurora, gritando con 
			júbilo: 
			
				—¡Abram!. ¡Abram! 
			 
			
			
			
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