13 - De viajes a la otra Realidad

Es difícil - casi imposible - tropezar con casos de auténtica experiencia mística liberada.

 

Quiero decir con místicos integrales que hayan sido capaces de vivir su iluminación sin estar previamente integrados a una determinada forma dogmática o que se hayan integrado a posteriori a alguna doctrina religiosa que considerasen acorde con lo que estaban viviendo o con las tradiciones que llevan impresas en su código genético o en su parcela del inconsciente colectivo.

 

Por eso resulta prácticamente inútil analizar racionalmente los relatos de tales experiencias y sólo cabe, en el mejor de los casos - siempre sujeto a la lucubración y al peligro de la teoría hipotética - el intento de establecer una estructura común del fenómeno místico, a partir de las experiencias relatadas desde las más diversas doctrinas en las que los místicos han ido a buscar la razón trascendente de su iluminación.


La ¿otra? realidad
En síntesis, cabria explicar el comportamiento místico  - de un modo ralo y pedestre, si queremos - como una experiencia que permite, a quien la vive, acceder al conocimiento directo e inmediato de esa forma de realidad que no se sujeta a las apariencias vividas a través de los sentidos corporales.

 

Una realidad que. por otra parte, habría que distinguir atentamente de la pura alucinación psíquica y no confundirla nunca con la turbación mental producida por una comprensión defectuosa y manipulada de determinadas verdades impuestas por las formas religiosas dogmáticas como objetos de fe ciega y nunca sujeta a la crítica ni al razonamiento.

 

El problema consiste, sobre todo, en saber discernir los limites que separan ese conocimiento de la obstrucción mental que, muy a menudo, adopta la apariencia de una revelación pero que, en el fondo, no es más que proyección angustiosa de incertidumbres y temores mal asimilados y penosamente creídos.


El conocimiento místico viene a ser como un despegue de las trabas dimensionales impuestas por la percepción sensorial que. en cierto modo, transforma en sensaciones de gusto, de tacto, de olfato o de vista - comprensibles para nosotros por un hábito de la especie - las vibraciones de la naturaleza y codifica una realidad cósmica que nuestro componente físico - el cuerpo - es incapaz de hacer concebir a la mente racional tal cual es.


Como es lógico, esas escapadas esporádicas y particulares hacia la Realidad intangible suelen ser ávidamente reclamadas por las religiones dogmáticas deístas que así adjudican el origen de tal experiencia al Ser Superior de turno, atribuyéndolas a un favor de la Divinidad que. de este modo, •permite» a determinados seres humanos el acceso a los terrenos de su esencia.

 

En este sentido, la tradición religiosa universal se encuentra tachonada de mitos sacralizados que llaman a los creyentes hacia la presencia probada de «otro mundo» al que, por especial favor divino, tuvieron (o tienen) acceso los elegidos ortodoxos, sabios, santos, beatos y maestros.

 

Las experiencias de estos místicos son transformadas - por ellos mismos o por el cuerpo de doctrina que escogieron o que les escogió - por medio del correspondiente código trascendente particular, y pasan a convertirse en materia de fe que engrosará las pruebas pretendidamente racionales e incontrovertibles en favor de la autenticidad de la forma religiosa correspondiente.

 


El acceso y el 'tirón'
Estructurando los casos de experiencia mística para los que contamos con una cierta (nunca completa ni objetiva) documentación, se hace patente que la toma de contacto con la Otra Realidad, cualquiera que sea el contexto religioso, se produce por dos caminos.


El primero de ellos está propiciado por una facultad individual del propio místico, el cual, bien por medio de ejercicios ascéticos (yoga o penitencias de la Tebaida) o - más raramente - gracias a una determinada constitución física o psicológica natural, logra a partir de un instante dado de su vida escapar esporádicamente del mundo de apariencias sensoriales y enfrentarse directamente con el siguiente eslabón evolutivo de la naturaleza.

 

Vive la trascendencia por sus propios méritos, innatos o adquiridos, y transforma su vivencia explicándola de acuerdo con los parámetros religiosos que informan sus creencias. Es el caso de san Juan de la Cruz y de santa Teresa, el de Budha.


El segundo, según se despende de los casos catalogables desde tiempos remotos hasta nuestros días, parece consistir en la presencia, ante el sujeto místico, de una(s) entidad(es) que, generalmente sin el propósito ni la voluntad previos de dicho sujeto, arrastra(n) o tira(n) de él hacia la contemplación momentánea y esporádica, única o periódica, de esa otra realidad de la que, al parecer, procedan).

 

Lógicamente, estos sujetos - pasivos, en contraste con los activos del caso anterior - personifican a esta(s) entidad(es) con arreglo a sus creencias o a la tradición religiosa en la que están integrados. E incluso, en casos de duda, piden explicaciones que les son proporcionadas indefectiblemente dentro de esas coordenadas religiosas inmediatas.

 

En este apartado podemos situar los raptos bíblicos de Elias o Ezequiel, determinadas intervenciones divinales del hinduismo y del jainismo, los casos de apariciones virginales - Fátima, Garabandal, La Salette - y, fundamentalmente en nuestros días, los contactos mesiánicos con pretendidas entidades extraterrestres, provocadoras de nuevos sectarismos y de (aparentemente) nuevas concepciones religiosas para una humanidad que parece estar perdiendo las tradicionales.


Dejaremos ya definitivamente de insistir en los casos de este segundo apartado, en el que el sujeto místico es provocado desde el exterior, para centrar el hecho en la experiencia de quienes parecen haber accedido al conocimiento trascendente a partir de su propia naturaleza y, en cierto modo, por propia voluntad o por específica predisposición personal.


Un caso insólito de misticismo sin adscripciones
Y lo haremos utilizando el testimonio precioso - yo diría que, además, único, o casi - de un ser humano que logró relatar sus vivencias sin atarse, ni antes ni después de ellas, a unos dogmas preestablecidos que habrían podido dar explicación acomodaticia a unas experiencias que él trató de expresar libremente, tal como le llegaron en instantes insólitos, esporádicos y cruciales de su vida.


Su nombre, hoy aún, dirá probablemente muy poco a un lector español: Jacques Masui.

 

Fue un hombre que, creo que deliberadamente, se mantuvo en la sombra a lo largo de toda su vida. Sin embargo, no es la suya una de esas sombras mafiosas que actúan desde la clandestinidad para obtener un beneficio a costa de quienes pudieran haberse dejado manipular por su influencia, como es caso tan corriente - y más en nuestros días inmediatos - sino la sombra benéfica de un ser fundamentalmente positivo que pasó su vida dirigiendo revistas y publicaciones - como Cahier du Sud, Hermes, Documents Spirituels - que estuvieron dando a conocer en toda Europa, a través de esa Francia que aún no ha logrado liberarse de su chauvinismo visceral, la obra, la vida, la experiencia, las creencias, el ser intimo, los dogmas, las heterodoxias, los grandes maestros, las rebeliones y la esencia - sí, sobre todo la esencia - de la espiritualidad universal.


Masui, un hombre sin obra propia, murió rayando los setenta años al filo del tercer cuarto de nuestro siglo - anteayer, como quien dice - dejando detrás de él una casi increíble obra de divulgación de todo cuanto para el ser humano puede significar de importante - más: de fundamental, de imprescindible - en el contexto espiritual planetario.

 

Lo que no llegó a escribir estaba dicho ya por otros: Sri Aurobindo, el Zen, el budismo maháyána, el sufismo, los mitos hiperbóreos; estaba en las raíces espirituales del mosaísmo. en la proyección universal de la esencia religiosa del hombre, que él conocía y vivía y deseaba que formase parle del acervo trascendente de todos sus semejantes.


Antes de su muerte - muy poco antes, según creo - dejó en manos de sus amigos sus papeles personales. Unos papeles que estaban escritos en cuadernos, en cuartillas, en el reverso de sobres usados, en cualquier superficie apta para garrapatear unas notas inmediatas en las que expresar sus vivencias urgentes, aquéllas que (con palabra suya) tenían que «desintoxicarse», para ser válidas, de todo contexto intelectual que les pudiera arrebatar su condición de experiencia viva.

 

Contar aquello que gozó y sufrió a lo largo de su vida era (y vuelvo a repetir palabras suyas) «coincidir, no describir ni catalogar».


Encerrado en un mundo cerrado
Volcado a todas las creencias y sin comprometerse con ninguna de ellas.

 

Masui nos importa ahora menos como personaje concreto que como ser que vivió íntimamente la trascendencia logro expresarla sin tintes sectarios que habrían enmascarado - como enmascaran en tantos otros - la pureza integral de lo vivido. Por eso, al margen de su personalidad inmediata, son sus experiencias las que pueden servirnos para analizar, siquiera sea superficialmente - porque la penetración sólo se logra penetrando, aunque el decirlo suponga otra verdad de Perogrullo - en el fenómeno místico químicamente puro.


La primera realidad desde la que conviene partir hacia la vivencia mística es la conciencia de estar inmersos en un mundo integrado en una realidad inconcebible (desde el punto de vista sensorial). Masui lo expresó mucho tiempo después de haber tenido sus experiencias decisivas.

 

En una nota del 12 de febrero de 1956 apunta:

"Este mundo cerrado en el que me encuentro encerrado, este universo desde el que lanzo una mirada hacia el otro que me cerca y del que participo, lo quiera o no... este mundo cerrado que se me antoja único y que realmente lo es. Lo miro, lo observo, pero se me escapa continuamente. Raramente me ha sido permitido lanzar sobre él una mirada pura. Verme vivir, verme pensar, observarme a mi mismo".

Sólo si se logra escapar experimentalmente (la teoría nunca sirve) del mundo cerrado de las apariencias sensoriales se puede tener conciencia directa de esa otra realidad de la que sólo conocemos alguna manifestación parcial e incompleta, en tanto que nuestro mundo forma parle - pero sólo una parte - de ella. En este sentido. es como si conociéramos un cubo sólo por sus superficies, sin conciencia de volumen.

 

O, echando mano de la admirable fábula de "Los ciegos y el elefante", que forma curiosamente parte de toda la tradición religiosa universal, como los invidentes que describen al paquidermo como una totalidad falsa, según la parte de su cuerpo que examinan a través del tacto. El que toca la trompa lo describe como una serpiente, el que acaricia las orejas, como un abanico, y el que le palpa sus patas dice de él que es como una columna.

 

Por eso - de ahí el simbolismo radical de la fábula - . sólo si se abre la mirada interior y se deja de ser ciego, como de hecho lo somos, se alcanza la «visión» de la auténtica realidad.


Grandeza y miserias de la palabra
Lo malo, en un intento de aproximación al fenómeno trascendente de la experiencia mística, es su radical inefabilidad, que impide relatar la naturaleza de la Realidad contemplada.

 

Simplemente el hecho de que tengamos que recurrir a palabras que indican percepciones sensoriales - yo mismo acabo de decir «contemplada» y, un poco más arriba, tuve que emplear la palabra «visión» - supone ya un engaño semántico en la descripción (eventual) de estos fenómenos que comienzan a manifestarse precisamente fuera, al margen y con exclusión tácita de la intervención de los sentidos, pero siendo al mismo tiempo su origen y su causa:

"De hecho, no había ninguna imagen, ningún objeto, más bien la sensación de un mecanismo del que yo participaba por dentro, viendo o sintiendo operaciones con una enorme celeridad, cuyo resultado consistía por las buenas en ser consciente - por los sentidos - de la presencia de las cosas, del mundo, de mí mismo".

(nota del 14-7-65).

En Masui se produce, lo mismo que en otros místicos, una interacción de las sensaciones y en esta misma experiencia relata, inmediatamente después de lo que acabo de reproducir, cómo los sonidos de convierten en olores o en sensaciones aparentemente visuales.

 

O sucede como si se convirtieran en tales, porque, en realidad, en ese estado no hay equivalencias que puedan describirse:

«...porque me perdía en un torbellino del que adivinaba, sin escucharlo, que debía producir un ruido infernal»

(3-4-6I),1

1 - Esta experiencia laica de Masui es, a fin de cuentas, la misma que tienen nuestros grandes místicos, Santa Teresa (Vida. VII) expresa la visión que no es vista: "Vile con los ojos del alma más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo"; y San Juan de la Cruz, el sonido silencioso: "la música callada, y la soledad sonora..." (Cántico Espiritual, I. IS). Hay que interpretar estas vivencias como una captación, a nivel trascendente, de las vibraciones cósmicas que. por un lado, tienen lugar a niveles situados fuera de los limites de captación de los sentidos y. por otro, son de naturaleza uniforme, aunque, según su longitud de onda, serán recogidas, ya en el plano sensorial, por uno u otro de los sentidos.

 

 

El místico, pues, entra en contacto con la Realidad trascendente y tiene conciencia de que nada de aquello tiene que ver con ningún tipo de experiencia cotidiana. Sin embargo. necesita expresarlo luego - al volver de su estado - porque admitirlo tal cual es. sin adaptación al medio en el que se desenvuelve nuestra mente, significaría la anulación del ser que siente la posibilidad de conocer.

 

Y ahí precisamente interviene de nuevo, aunque con un valor infinitamente mis positivo, la palabra, la significación semántica.

«Aunque la Realidad sea inefable, el Verbo (el lenguaje) puede ponernos en contacto con las fuerzas cósmicas y con ciertos aspectos de lo Real, del mismo modo, aunque por otros caminos, que los dioses a través de los mitos y de los símbolos»

(24-4-55)

Es entonces, precisamente, cuando la palabra, en tanto que explica lo inevitable, adquiere valor sagrado cuando adquiere categoría de símbolo, porque,

«Sin imagen, corremos el peligro de caer en la locura. El símbolo nos «sostiene», mientras podamos fijarlo. Hay un peligro terrible en determinadas formas de conocimiento, a menos que nuestro ser entero haya sido preparado para recibirlo. ¿No es eso lo que afirman todas las tradiciones?»

(15-11-53)


El engaño temporal
El símbolo semántico es. para el místico, el único modo de penetrar en la razón del absurdo, en ese inmenso kóan que le descubre, en medio de su experiencia, la falsa captación que, en tanto que seres corrientes, tenemos del concepto dimensional del tiempo. En la Realidad vivida esporádicamente por el místico, el tiempo no pasa: es.

 

Se ha convertido o es experimentado realmente como una magnitud que ha perdido todo el convencionalismo del discurrir para adquirir la categoría del estar. Por eso precisamente. la apariencia sensorial, que en mayor o menor grado desafía a la temporalidad - la luz - se convierte para el que vive la experiencia mística en fundamento de su visión y en sujeto primero de lo que luego trata de expresar - simbólicamente, claro - por medio de la palabra.


Ese es el motivo por el cual surge la luz como elemento determinante de la visión mística, pero ya no es una luz que «se desplaza» a trescientos mil kilómetros por segundo, sino que - como sucede en la mística oriental y se repite hasta la saciedad - se habla de una luz «estática», e incluso del lugar donde está la luz, que, paradójicamente, puede surgir en la visión como enclave oscuro y tenebroso, precisamente por su rechazo radical a la comprensión racional.

 

Es la vivencia llamada por Ouspensky la sensación espacial del tiempo, su situación, su localización en un contexto superracional.


Pero esta idea, que en teoría puede parecer hasta lógica - partiendo de unas coordenadas matemáticas de pura relatividad einsteiniana - se convierte en vivencia a niveles místicos, que suprimen, por pura necesidad de aprehensión, la transformación intelectual de lo que se ha experimentado.

 

En Masui, como místico integral y liberado, la idea y la vivencia se interpenetran:

«Tengo ¡a sensación de moverme en un espacio que nada tiene que ver con las tres dimensiones clásicas: me siento capaz de abrazar continentes enteros yt a veces, creo que me escapo del universo y vago en medio de «algo» que no tiene dimensiones».

(26-12-47)

Y en este caso - veamos la fecha: 1947 es un año temprano en la vivencia mística de Masut - el «paso» místico aún ha sido expresado con una lógica teñida de la misma intelectualidad que nosotros tenemos que utilizar para entenderla desde fuera.

 

Pero ese mismo intelecto se llega a convertir, eventualmente, en un estorbo que hay que eliminar a toda costa si queremos - me explico: si quiere el místico - expresar realmente su vivencia.


¡Abajo el intelecto!

«¿Cuál es mi función desde hace algún tiempo? Desmontar, una a una, todas las construcciones intelectuales falsas que se han acumulado en mi memoria desde el momento en que fui presa del poder del pensamiento (...) desmontar, arrancar, lanzar lejos de mí los jirones del conocimiento discursivo, ¡hasta el lenguaje mismo! Hundirme en un mar de silencio, en lo informal, saltar por encima de todas las barreras y aprender que el sí y el no son como 2 más 2 (...) Es una larga y difícil intoxicación. ¿Estaré en el camino?»

(31-8-1958)

Esta negación de las posibilidades de la función intelectual a la hora de juzgar la vivencia mística, convertida en desconfianza en Teresa de Jesús 2 coincide - y nuestra santa lo ignoraba, aunque no así, seguramente.

 

2. «... el entendimiento no iiiscurre, a mi parecer, mas no se pierde; mas, como digo, no obra, sino está como espantado de lo mucho que entiende; porque quiere Dios entienda que de aquello que Su Majestad le representa, ninguna cosa entiende». (Vida, X).

 

 

Jacques Masui - con un concepto que la filosofía oriental tiene muy claro, cuando se insiste, tanto en la forma Maháyána como en la forma Zen del budismo, en que los sentidos corporales del ser humano no son cinco, como en nuestro mundo occidental, sino seis: el sexto sentido es precisamente la mente, tan productora de imágenes engañosas y convencionales como el resto de las percepciones sensoriales.


La visión mística, la percepción trascendente es, según todos los testimonios, un abandono consciente del mundo expresado por los sentidos y, consecuentemente, una superación de lo corporal y de todo cuanto lo corporal (mente incluida) supone de visión falseada de la realidad cósmica. Pero ese abandono iluminado de lo corporal es, al mismo tiempo, rechazo consciente de lo racional, de todo cuanto signifique lógica, esa lógica fabricada por la mente y que recibe su información del resto de los sentidos.


De esta intuición al rechazo místico de unos conceptos racionales que no aclaran la vivencia, sino que la embrollan, no hay más que un paso.

 

Por eso, la comprensión última de la experiencia iluminativa tiene que ir precedida del reconocimiento tácito de que, en ella, no valen las coordenadas mentales al uso, sino el (aparente) despropósito, la (siempre aparente) sinrazón, la aceptación de un mundo en el que los valores formales han perdido todo su sentido, abandonando los surcos de lo racional para lanzarse a tumba abierta por los espacios inconmensurables de lo absurdo y de lo ilógico.

 

El terror al vacío
Pero al entrar por primera vez en ese universo de la realidad trascendente - cuando entra - el ser humano pierde la tierra que ha venido pisando hasta entonces bajo sus pies.

 

No le sirven ya los conceptos por los que se regía, no tiene posibilidad de definir, de «dominar», de establecer relaciones de causa a efecto, como hace en el contexto del mundo sensorial.

 

De ahí le viene la reacción de espanto, de miedo, de un miedo que - contra los conceptos que hemos adoptado en nuestras coordenadas sensoriales - no viene producido por el peligro, sino por lo desconocido, por lo que nos revela una realidad que se encuentra en flagrante oposición a todo cuanto hemos considerado siempre como real y positivo.


Jacques Masui lo ve - lo siente - así:

«Tengo el convencimiento de que la verdad tiene dos caras: una angélica, de indecible belleza, que es puro regocijo: felicidad, fusión, armonía, amor pleno, etc. Es la cara «radiante», ¡a que yo conocí hasta ahora. Pero hay una segunda oscura, que es trágica, abominable... y que, sin embargo, hace que toquemos, a través de ella, los más secretos mecanismos de las cosas (...)

 

Esa otra visión es satánica. Nos permite tocar con ¡os dedos algo que es igualmente real, pero que carece totalmente de gozo. Al contrario: significa un espanto terrible. Tenemos conciencia de acercamiento a un momento de ruptura (¿pero ruptura de qué?). Imposibilidad de sentir, de ver más allá...»

(15-11-53).

Y poco más adelante, el mismo día:

«Lo más terrible de ¡a visión-sensación sentida fue la total despersonificación y la ausencia de todo apoyo: abandono total de todo lugar «localizado»; todo flota en un no-tiempo, en un no-espacio, nada más que una fuerza, una energía fría, hostil, para ¡a que la vida personal no tiene absolutamente ningún sentido, ante la cual todo se podría resolver en una especie de corriente eléctrica como la que atraviesa los siniestros aparatos de ¡as salas de radiología».

En ese estado, el místico trata de utilizar sus sentidos y resulta que «la mirada involuntaria o curiosa que nos ha llevado a mirar el corazón de las cosas, ha roto, al mismo tiempo, su armonía», su forma sensorial, el aspecto con el que estábamos acostumbrados a contemplarlas, la «proporción», la «perspectiva», el «volumen», todo cuanto nos da de ellas la sensación dualista con que estamos habituados a contemplarlas primero y a juzgarlas en consecuencia.
 

 

Un mundo no listo para sentencia
A mi modo de ver, es precisamente la ruptura del dualismo la que causa el primer terror de la experiencia mística. Trataré de aclararlo.

 

El ser humano, en su mundo de apariencias y en las coordenadas de su percepción sensorial (vista la mente como un sentido más), califica cuanto le rodea. Y esa calificación se mueve siempre entre dos magnitudes opuestas: el bien y el mal, el blanco y el negro, el amor y el odio, lo grande y lo pequeño. lo masculino y lo femenino.

 

No nos damos cuenta de que esa percepción de valores y de proporciones es únicamente un error dimensional. Podemos intuirlo cuando, a través del simbolismo religioso universal, se nos repite hasta la saciedad la verdad ideal del yin-yang. del andrógino, del bausséant templario, pero hay un mundo de distancia entre la apreciación intelectiva (y hasta, a veces, acomodaticia y burguesa: in medio virtus) y el enfrentamiento directo con una realidad en la que los opuestos, los polos positivo y negativo de la energía, se han unido, formando un cortocircuito - es una palabra que vale tan poco como cualquier otra - para engendrar o para descubrir algo que está fuera de toda posibilidad de juicio, porque ni es alto ni bajo, ni bueno ni malo, ni grande ni chico, ni blanco ni negro... ni luminoso ni oscuro, ¡sino todo lo contrario!

 

¿Y no es acaso esta vivencia la que reflejó san Juan de la Cruz en las «Coplas del alma que pena por ver a Dios»? 3

 

3. Vivo sin vivir en mi I y de tal manera espero, I que muero porque no muero, f En mi yo no vivo ya, I y sin Dios vivir no puedo; I pues sin él y sin mi quedo. I este vivir, ¿qué será? I Mil muertes se me hará, I pues mi misma vida espero, I muriendo porque no muero* I Esta vida que yo vivo I es privación de vivir: I y así, es continuo morir I hasta que viva contigo...

 


El error visceral que persiste en las formas religiosas establecidas - un error voluntario, por otra parte, directamente lanzado sobre el ser humano para retenerle y, a su modo, esclavizarle - está en sentenciar tales experiencias, en colgarles el sambenito de buenas o malas, de ser originarias de Dios o del Diablo según se planteen plegándose a la ortodoxia oficial (aunque sólo sea en términos de semántica) o volviendo la espalda al dogma impuesto.

 

Con ello, contra toda apariencia de divinización, lo único que se hace es minimizar el fenómeno trascendente, convertirlo en catecismo de versículo o sura que hay que repetir y aceptar para - así, simple y llanamente -  mantener al ser humano en los límites estrechos de su conocimiento sensorial, con el TEMOR ante cualquier cosa que pudiera revelarle su posibilidad de acceso a su propia trascendencia, a su identidad real, suprasensorial.

 

En pocas palabras - digo yo si serán pocas - al estado al que lógica y naturalmente tiende la evolución general de la especie humana, la condición inmediata que, antes o después (en la vida o en la muerte), tendrá que adoptar para ir más allá de los condicionamientos que le mantienen en los confines reticulares de la aprehensión parcial y condicionada de la realidad cósmica.


Tal vez por esta razón, la condición que parece indispensable - o que. al menos, es corriente en la experiencia mística - es la salida del propio encierro corporal.


Eso que llaman viaje astral
En la experiencia de Masui surge de modo diáfano esta vivencia:

«Me sentí enteramente ausente de mí mismo, sin pertenecerme... yo estaba flotando en el cosmos, no estaba ligado a nada y, sin embargo, sentía de modo admirable que el universo formaba un todo del que yo era a la vez solidario e independiente. Sobre todo, me sentí increíblemente libre, no experimentaba ninguna de las habituales seducciones del pensamiento o del cuerpo (tnayá). ¡Era maravilloso!

 

A pesar de ello, mientras me sentía sujeto de esta experiencia, sabía que aquello no era completo, que debería haberse producido algo más. Bruscamente, todo cambió de aspecto. Mientras me encontraba en aquel estado carente de toda imagen, de pronto me vi perfectamente a mí mismo (pero como si me hubiera escapado de mi propio cuerpo), subiendo por la calle Grandval en Ajaccio y dirigiéndome hacia la plaza»

(14-8-44).

Se trata, como podemos entrever, del «viaje astral» del que han hablado - a menudo bajo la forma de sueño - muchos psíquicos que no han llegado a captar totalmente la naturaleza profunda de esta vivencia y la han atribuido a un impulso del alma que, en un estado de muerte efímera y provisional, logra abandonar temporalmente la envoltura del cuerpo para adentrarse en el reino simbólica y erróneamente calificado como el Absoluto.

 

Sólo que habría que pensar en la «relatividad» de ese atributo rotundo de «absoluto», al que el mismo Masui - como la mayor parte de los místicos ortodoxos - da tal nombre.

 

El abandono del cuerpo, tal como se supone que debe suceder de modo definitivo en la muerte, significa dejar atrás, temporalmente (en la experiencia mística), toda una serie de trabas físicas que impiden al componente anímico de nuestra personalidad el acceso a la contemplación de la realidad inmediatamente superior (que no tiene por qué ser la realidad absoluta, sino apenas un paso adelante, un eslabón más en el camino de la evolución del ser).

 

Esas trabas físicas actúan en el hombre lo mismo que los barrotes de una ¡aula carcelaria: impiden la vivencia exterior y. cuando se han atravesado, es perfectamente posible volver la «mirada» atrás y contemplar la «celda» que se abandonó, con toda su carga sensorial, con toda su tara - sí, dije tara - mental que ha transformado la realidad con arreglo a los engañosos parámetros de la lógica.

 

Así puede hablar Masui de,

«los estados que siguen a una concentración profunda, aquellos en los que abandono realmente mi cuerpo, en los que lo mental ya no funciona, porque lo mental está totalmente vacío de ideas».

(10-2-48)

Vacío de ideas, vacío de cuerpo, vacío de esa ciencia intelectual con la que intentamos explicarlo todo, incluso lo inefable, cuando realmente sólo el místico puede describirlo directamente y cuando lo hace, tiene que renegar de todo lo aprendido para quedarse únicamente en la vivencia pura, sin cuerpo y sin mente, de Juan de la Cruz en las «Coplas hechas sobre un éxtasis...»:

Éntreme donde no supe y quédeme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Estaba tan embebido,
tan absorto y ajenado,
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado,
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo,
toda sciencia trascendiendo.
La saga del artista visionario

Esa trascendencia de que habla san Juan de la Cruz, esa muerte provisoria («vivo sin vivir en mí,..») que es, el fin y al cabo, la vivencia mística, explica en gran parte el motivo profundo por el que tanto el Libro de los Muertos egipcio como el Bardo Thódól de los budistas tántricos del Tibet son considerados como auténticos tratados iniciáticos en los que se da cuenta - oculta - del camino que ha de seguir el neófito hacia la experiencia que les abrirá las puertas de la otra realidad por medio de un despertar auténtico de la intuición.


Esa intuición es la que permite que determinadas personalidades sean más aptas que otras para alcanzar la vivencia mística.

 

Masui, que se debatió toda su vida entre el juego intelectual y la experiencia inmediata (una lucha que está presente, como la del místico cristiano, a lo largo de años enteros de notas apresuradas y urgentes) siempre llega a la misma conclusión: es el poeta - o el artista en general - quien más cerca estará siempre de la comprensión de (o de la integración en) la trascendencia.

 

Porque es el artista quien, según los casos, emplea la materia o la palabra para asimilar a sí mismo el resto del cosmos, para hacerse uno con él, identificándose con la realidad en su estado puro, realizando en él, dentro de él y en torno a él, esa realidad y expresándola después, no por medio de un pensamiento elaborado - con lo cual no dejaría de ser igualmente producto de los sentidos - sino mediante unos símbolos que, sean palabras, colores, formas o sonidos, unifican el sentido total de lo que, en estado normal, nos llega engañosamente a través de las sensaciones primarias.

«Sobre todo - apunta el día 2 de febrero de 1960 - no más separación entre nosotros y las cosas. Las sentimos formar parte, como nosotros mismos, de idéntico juego: un solo juego. Nada más tiene importancia o, lo que es lo mismo, todo tiene la misma importancia, todo es igual, ¡os valores han desaparecido.

 

En este estado de extrema disponibilidad o de apertura total (...) se esclarece (...) la felicidad de estar en el mundo.»

Una identidad que sólo puede alcanzarse plenamente por el camino de la intuición, sea artística o - llamémosla así, si queremos - religiosa, y que sólo podremos alcanzar si prescindimos de la tara del sexto sentido mental, porque,

«..mientras permanezcamos "separados" de lo que queremos alcanzar, por poco que sea, no podremos saborear la vida "espiritual* en su integridad.

Eso es ya mucho para algunos, sobre lodo para IQS poetas, para los artistas. Sin embargo, si aspiramos a una total "realización de nuestro ser' (no hay palabras más apropiadas) que es la meta consciente o velada de toda la empresa humana, la justificación de su existencia (en esta tierra), todos nuestros esfuerzos deben tender a reducir la distancia entre nuestro "yo puedo" (...) y ¡as aportaciones fácticas que enmascaran la luz»

(12-6-59).


De chakras y corrientes endocrinas
Curioso y significativo que el poeta o el artista iniciado (aún a su pesar) surja siempre, o casi, como un ser fisiológicamente disminuido en mayor o menor grado. Mírense la historia literaria o los ensayos biográficos y ahorraremos aportar ejemplos.

 

Curioso también y más significativo aún: el místico surge en todo el ámbito planetario como,

  1. un tarado físico y hasta eventualmente psíquico que. analizado con arreglo a las coordenadas que consideramos como normales (?), sufre una alteración constitucional, genética, patológica o psicológica que se inscribe en los límites de lo anormal

  2. una personalidad extrañamente sana que es capaz de resistir una serie ininterrumpida de choques fisiológicos o psíquicos que le arrancan de la normalidad y le integran, sin detrimento de su salud, por terrenos insólitos e incluso trascendentes

  3. una consecuencia de la administración consciente de determinados productos que, al tiempo que cohíben el normal desarrollo de las funciones sensoriales, fisiológicas y psíquicas, propician el salto - momentáneo, periódico o constante - hacia estados paranormales en los que las funciones lógicas del organismo se alteran para dejar paso libre a instantes e incluso a hechos que nada tienen que ver con la experiencia usual y cotidiana

De la alteración - provocada o patológica - del proceso «normal» de las funciones corporales surge (al parecer) una propensión que facilita el paso hacia la otra realidad, la trascendente, compensatoria en cierto grado de las fallas perceptivas ocasionadas por la situación patológica,

(a) por el entrenamiento durísimo al que es sometido el cuerpo

(b) o por el elemento externo

(c) que viene a perturbar el discurso corriente y moliente de esa vida vegetativa, sensitiva e intelectiva que llamamos normal y cotidiana

O sucede, al menos, que la disciplina o el debilitamiento fisiológico ponen al cuerpo - el soma - en una situación que permite la entrada en él del elemento externo (¿lo llamamos trascendente?) que ayuda a dar el salto hacia la otra realidad.

 

El error, o la duda, estriba precisamente en discernir dónde termina la pura alucinación patológica o psicótica y comienza realmente el paso hacia niveles superiores de conciencia.

«Me di cuenta (...) de que no se trataba de un fenómeno mental, sino que el cuerpo y la reacción de sus humores juegan un papel (...) tal vez determinante pero, en todo caso, no enteramente provocado por ellos».

(3-4-61)

Es, en cierto modo, el papel que los orientales atribuyen a los chakras, que son centros acumuladores (en el cuerpo) de una energía y de unas facultades que llegan desde el exterior, probablemente desde esa misma Realidad en la que penetra eventualmente el místico, pero de ningún modo son capaces de crearla, aunque, debidamente estimulados, puedan redistribuirla y lanzar al ser hacia la trascendencia.


El cálculo improbable de probabilidades
El problema, en el momento de arriesgar una explicación racional del fenómeno místico, reside precisamente en el desconocimiento de todos los factores que deben reunirse en un ser humano - o en el ambiente que le rodea - para que. en un determinado instante, pueda producirse la llamada iluminación.

 

Pero podemos estar seguros, al menos, de que estos factores no obedecen a nuestras coordenadas lógicas y que, en todo caso, si existe en ellos una razón inasible (una metalógica, podríamos decir), hay que pensar que se halla dispersa, como un puzzle imposible, por todo ese universo aparentemente conocido y que sólo reuniendo todas las piezas, buscándolas en los sectores más absurdos del cosmos y de nuestro propio interior, se puede llegar a ese instante de contacto trascendente que provoca la vivencia de la realidad inmediatamente superior, la revelación mística que el ser religioso atribuye sencillamente a la divinidad que se encuentra a la cabeza del cuerpo de doctrina escogido.

 

Sólo ciertas formas espirituales de Oriente - Zen, Maháyána o tantrismo budista - reconocen al ser humano como sujeto activo de esa búsqueda, y fomentan, mediante prácticas físicas y espirituales, el paso hacia la iluminación. Posiblemente sea ésta la diferencia fundamental entre las formas de misticismo que se dan en Oriente y en Occidente, donde el hecho místico se produce de un modo (al menos aparentemente) pasivo, como favor especialísimo concedido por la divinidad a sus elegidos.


Tal vez por esta causa se-dé también con mucha mayor profusión en Occidente que en Oriente el fenómeno, igualmente místico, del «contacto», de unas apariciones divinales que no son, en el fondo, más que piedras de toque o manifestación supuestamente espontánea del factor trascendente que se hace patente provocando la «iluminación» (entrecomillada por pasiva) de unos sujetos que, en la mayor parte de los casos, no hicieron nada, ni pusieron nada de su parte para dar el salto místico a la otra realidad.

 

Lo malo, lo peligroso en tales casos - peligroso por lo que el fenómeno tiene de condicionante - es que el resultado, a niveles generales, lejos de propiciar la iluminación consciente, tanto en quien vive la experiencia (o la sufre) como en quienes la interpretan, sólo sirve la mayor parte de las veces para edificar sobre ella un tinglado milagrero «ad maiorem Dei gloriam».


Los límites de! milagro
Y no porque el prodigio trascendente no sea posible, ¡que lo es, naturalmente!, sin duda, en esos niveles de la realidad donde se superan - y se anulan - las pretendidas limitaciones racionales.

 

Es sólo una cuestión de entendimiento, de dejar los hechos en su lugar y en sus proposiciones justas, sin distorsiones ni interpretaciones que sólo conducen, irremisiblemente, a la aceptación miedosa y acomodaticia de unas supuestas revelaciones de las que los dirigentes religiosos - no maestros, sino dueños (pretendidos) del saber trascendente - necesitan de modo vital constituirse secularmente en únicos detentadores.

 

Por eso resulta admirable y reconfortante - como una prueba presentida y deseada - la naturalidad con la que un místico como Jacques Masui, independiente de dogmas y de ritos, describe el mundo de «infinitas posibilidades que ofrece el cosmos», entre las cuales,

«sabemos, sin duda, que hemos tomado contacto durante un instante con lo que la gente llama el absoluto. ¡Dios o el Vacío! No me atrevo a decir: sentirse divino, pero es algo así. He comprendido entonces que, en un mayor grado de intensidad, y de realización más continua sobre todo, pueden realizarse "milagros", porque parece que incluso podemos ordenar las cosas».

(2-2-60).

Se trata, en suma, del constante prodigio paranormal, sempiternamente sacralizado por los dogmas y sempiternamente justificado por el pretendido racionalismo académico de las escuelas de parapsicología:

levitaciones, estigmas, bilocaciones, telequinesias, curaciones y resurrecciones, recomposición de órganos destruidos, premoniciones remotas, licuaciones periódicas de sangres secas, transverberaciones, mensajes, luces y visiones que tachonan nuestros santorales como producto de favores venidos de una pretendida divinidad que,

...desde la cima de la pirámide cósmica, quieren los teólogos que rija inexorable y arbitrariamente los destinos de los seres humanos, sin plantear jamás la posibilidad indudable de que ese ser humano nuestro de cada día tenga la oportunidad de trascender y, sin necesidad de convertirse en dios ni en santo, de alcanzar niveles de conciencia que justifican y - ante todo - humanizan, al hacerlo cósmico, el sentimiento de la propia superación.

 

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