12 - El hombre al encuentro de sí mismo

Decía Gurdjieff a sus discípulos - y lo recoge Ouspensky en una vasta exposición de las enseñanzas de su maestro 1 que la humanidad, en tanto que entidad total, es incapaz de evolucionar.

 

1. P. D. OUSPENSKY, Fragmento de una enseñanza desconocida. Librería Hachette. Buenos Aires. 4.A .1 en castellano. 1977. de la versión francesa de IV49.

 

 

Lo que nos parece ser progreso o evolución es una modificación parcial que puede ser contrabalanceada por una modificación correspondiente en la dirección opuesta.

 

Para este insólito maestro caucasiano, extrañamente estructuralista, que constituye uno de los ejemplos más recios e independientes de la enseñanza trascendente del siglo XX, el ser humano, en tanto que especie, está irremisiblemente condenado a ser máquina durante su existencia y a dejarse arrastrar por los acontecimientos que se le imponen - por lo que aquí he llamado la manipulación a todos sus niveles - sin que nunca sea capaz de levantarse sobre sus propios condicionamientos para alcanzar estadios evolutivos de la conciencia que puedan colocarle en condiciones de vivir una Realidad acorde con sus presuntas necesidades evolutivas.


En tanto que máquina, los individuos de la especie humana no pueden evolucionar conjunta y masivamente, porque - dice Gurdjieff - o existe evolución mecánica. La evolución del hombre es la de su conciencia. Y la conciencia no puede evolucionar inconscientemente. La evolución del hombre es la de la voluntad, y la voluntad no puede evolucionar "involuntariamente". La evolución del hombre es la evolución de su poder de "hacer", y el hacer no puede ser el resultado de lo que "sucede".


Sin embargo, Gurdjieff admite y proclama una evolución a niveles individuales.

«Las posibilidades de evolución existen y se pueden desarrollar en individuos aislados, con la ayuda de los conocimientos y de los métodos apropiados... (...)

 

...Un hombre tiene que comprender esto: que su evolución no interesa sino a él. A ningún otro le interesa. Y no debe contar con la ayuda de nadie.

 

Porque nadie está obligado a ayudarle y nadie tiene la intención de hacerlo. Por el contrario - por favor, ruego echar una mirada menos superficial sobre los capítulos precedentes - las fuerzas que se oponen a la evolución de las grandes masas humanas también se oponen a la evolución de cada hombre. Toca a cada uno chasquearlas.

 

Mas si un hombre puede chasquearlas, la humanidad no puede hacerlo.»


Individuo y humanidad
Vayamos por partes. Lentamente. Con la tranquilidad de un tiempo que existe únicamente como dimensión espacial desconocida o inaprehensible.


Sucede a veces que los conceptos referidos a esa constante y perenne necesidad del ser humano por saber y vivir lo que existe más allá de la frontera de su comprensión se tergiversa.

 

Sucede también, en consecuencia, que los maestros - y Gurdjieff lo era y dio muestras patentes de su condición - se sienten a menudo desbordados por la humanidad misma, exactamente igual que el repartidor municipal de caramelos en las fiestas de los pueblos, que tiene en sus manos la milésima parte de los dulces que podrían satisfacer a los niños de la aldea y opta por tirarlos al aire para que los recoja quien sea más listo, o más despierto... o más fuerte, o más bruto y dispuesto a merendarse a los demás.

 

(Recordemos el ejemplo agárthico. tergiversado y asumido a su imagen y semejanza - léase conveniencia manipuladora - por un nazismo visceral consecuentemente convertido en partido dogmático y mesiánico.)


No creo que nadie abrigue duda alguna respecto a que la posibilidad de una evolución existe. Pero entre el hecho de que esa evolución, o superación, o paso a siguientes niveles de percepción de la Realidad - con el consiguiente poder que ello puede implicar - sea cosa de individuos aislados o de la humanidad entera, va todo un mundo de matices, de motivos y hasta de condicionamientos que se atornillan, desde tiempos perdidos de la historia, a circunstancias condicionadoras del comportamiento de los seres humanos hacia sus semejantes.

 

Porque, queramos o no reconocerlo, existe una diferencia de años luz entre el hombre que busca alcanzar la trascendencia en beneficio propio y para el ejercicio del poder sobre los demás, y aquel otro que se adentra por los entresijos de la propia superación para entregar sus resultados al prójimo, como ayuda para un mundo menos condicionado por l^s innumerables manipulaciones que le acosan.


Me parece importante esta distinción porque, como ya hemos tenido oportunidad de ir comprobando a lo largo de las páginas precedentes, la manipulación cósmica actúa indefectiblemente sobre la humanidad, haciendo uso de una ley vital y sirviéndose de su situación de ventaja en el proceso evolutivo de las especies, mediante el ejercicio de un poder omnímodo sobre ella y nutriéndose de su energía, de sus deseos, ¡e incluso de su razón sensorial!, para su propia pervivencia. exactamente lo mismo que nosotros, los seres humanos, ciframos nuestro contexto vital en el poder que nuestra conciencia dimensional - la razón - ejerce sobre los seres inferiores que nos siguen en el ciclo evolutivo.


Las dos caras de la moneda
No se trata ahora de sacar a la luz conceptos morales más o menos periclitados y, sobre lodo, inútiles en un contexto en el que la dualidad racional ha de quedar necesariamente eliminada.

 

Se trata, simplemente, de luchar un poco con las palabras con las que hemos de expresarnos - creadas en un contexto dualista, como todo nuestro sistema mental - y extraer de ellas y a pesar de ellas un sentido de solidaridad con la especie humana (y no sólo con un determinado sector elegido de la misma), a la hora de calibrar el porqué de que un determinado individuo o un grupo de individuos aspire a alcanzar el nivel evolutivo que realmente le corresponde a toda la especie y que únicamente las fuerzas manipuladoras, creadoras de la tecnología por un lado y de creencias ciegas por otro, han logrado y siguen intentando impedir con todas sus fuerzas, desde su estrato de potencia abstracta supradimensional.


Creo que, a la hora de razonar (si tal cosa es realmente posible) sobre el estado dimensional que sigue a la conciencia racionalista en la que estamos inmersos, todos estaríamos de acuerdo en convenir en la inoperancia de un factor del que hemos dado cuenta cumplida y sobrada en estas páginas: el dualismo.

 

Un dualismo que forma parte y es consecuencia directa de nuestra percepción sensorial y que ha venido a constituir todo el germen de nuestros sentimientos morales y estéticos, de nuestras ideas religiosas y políticas, y hasta de nuestros principios científicos, afectivos y trascendentes (puesto que. aun sin propósito previo aparente, hemos conferido a nuestra idea - falsa - de la trascendencia unos signos de reconocimiento dualista que son los que han contribuido esencialmente a la incomprensión última del concepto).


Partiendo, pues, de esa inoperancia dualista, tendríamos que convenir en que ese paso evolutivo, que Gurdjieff a su modo y otros maestros al suyo calificaron de necesariamente individual (y creo que no cabe ponerse en desacuerdo con la idea), tiene que estar condicionado, para ser válido, a un propósito de servir de cabeza de puente al resto de la humanidad y de ningún modo a ser utilizado como barca con la que vadeemos el río de la dimensionalidad para luego hundirla y apedrear desde la otra orilla, con armas mucho más poderosas, al personal que se quedó al otro lado.

 

Si sucede lo segundo, el ser humano individual o el grupo que ha dado el salto no será en modo alguno una entidad evolucionada en el sentido más amplio y justo del término, sino un vampiro o una secta vampirica que utilizará su posición privilegiada para alimentarse, mediante cualquier tipo de manipulación, de la energía de sus congéneres, del mismo modo que el resto de la humanidad se alimenta de la de los seres reconocidamente inferiores.

 

Y no caben ahí protestas orgullosos de un supuesto dualismo definitivamente abolido y superado, ni echar mano de estados de conciencia presuntamente superiores que se encuentran ya «más allá del bien y del mal».

 

El hombre «fuerte» (pienso en el hombre evolucionado, en el que es definitivamente capaz de dar el salto dimensional de su propia evolución) lo es mientras su brazo puede izar a los débiles, no mientras su pie pueda aplastarlos y hundirlos todavía más en el fango de la manipulación.

 

Usando un ejemplo que sólo el budismo ha expresado con claridad, aunque esa claridad haya sido tergiversada repetidamente, no es el auténtico evolucionado el místico que alcanza el nirvana y se libera definitivamente de las reencarnaciones, sino el boddhisativa que. pudiéndolo alcanzar, regresa voluntariamente con los hombres para empujarles y señalizarles el camino que él ya ha recorrido.


Los mil senderos de la mística
Muchas veces, ese ser humano que cada día parece más necesitado de integración en la vía trascendente, se lanza a tumba abierta en los surcos trazados por una determinada creencia, por un maestro, por un libro revelador (supuestamente tal) o por una secta que promete, bajo mínimos, esa solución evolutiva tan infructuosamente buscada.

 

Muchas veces también, determinados «gurús» ávidos de poder sectario - y, al decir gurús, no me refiero exclusivamente a santones de procedencia asiática, sino bilbaína o siciliana, que tanto da - confeccionan sin tino cócteles con las más diversas prácticas, ritos y creencias, sin extraer de ninguna de ellas las esencias fundamentales, y reúnen en ashrams - no de la India, sino de Cáceres o de Euskadi - o centros comunitarios a un grupo más o menos numeroso de ansiosos de la liberación, que pasarán con gusto por cualquier tipo de manipulación personal del pretendido maestro, con tal de alcanzar una migaja de libertad que no será otra cosa que la escapada de un ambiente general neurotizante para lanzarse en picado en una manipulación personal, e incluso a menudo histriónica, no menos condicionadora.


La consecuencia, fomentada por tantos que intentan servirse de las necesidades urgentes del ser humano, es o suele ser una empanada mental que, día a día, va llenando de confusión a los curiosos medio ciegos que buscan a tientas caminos y acuden a la miel de slogans tan evidentemente atractivos como las «guías prácticas» para aprender de corrido cualquier ciencia oculta o los anuncios en los que se promete colocar al educando, tras un cursillo de diez días, en el camino del autoanálisis, de la meditación trascendental (TM para los amigos) o de los más «arcanos» secretos de las sociedades iniciáticas. revelados por sus propios fundadores.


Lo extremadamente grave para el hombre - y digo grave, no bueno ni malo ni amable ni odioso, para huir en lo posible de la trampa del dualismo - es que, al elegir con presunta voluntad uno de esos caminos, los ciegos buscadores suelen integrarse en un sendero que, por eficaz que sea (y no suele serlo), esconde la perspectiva del gran panorama trascendente total y hasta, en casos extremos, muestra de él - por ignorancia o por orgullo de los mentores de turno - apenas un borroso daguerrotipo mal asimilado, peor expresado y pésimamente asumido.


Siquiera sea desde niveles racionalistas - de análisis y síntesis del fenómeno trascendente, si es que tal cosa es posible - habría que intentar el establecimiento inmediato de los factores estructurales que son comunes a todas las escuelas de trascendencia mística que en el mundo son y han sido, para comprobar, aunque sólo fuera en estratos primarios, que todas ellas, sin excepción, parten de un núcleo común de intenciones que abocan en prácticas conducentes a una también común finalidad: el alcance del estadio siguiente de nuestra evolución, un alcance que va mucho más allá del «tirón» que, eventualmente, puedan ejercer desde sus conciencias dimensionales quienes - gurús.

 

OVNIs o entidades supuestamente salvíficas - ya se encuentran en ellos, manipulando al ser humano y al resto de los seres inferiores desde planos del hiperespacio.


Tengamos en cuenta, pues, que en las descripciones que van a seguir, referidas a algunos caminos de la trascendencia evolutiva, no serán tanto los métodos los que se definan, sino la presunta intencionalidad de las metas que podrían alcanzarse valiéndose de la experiencia adquirida. Personalmente, me importa muy poco un alquimista que obtenga al Elíxir y lo retenga para sí, como me repatea un santo que levite para su satisfacción personal.

 

El hombre se debe al hombre y, supongo yo, ¡pobre de quien pretenda cobrarse en beneficio propio esa deuda que tiene contraída!

 


Las vías del poder y del saber
Y la tiene contraída no en tanto que individuo, sino en tanto que forma parte del conjunto de una especie que constituye, con todas sus individualidades, una parte importante del todo universal de acciones y reacciones que rigen el cosmos.

 

El hallazgo de un determinado camino que propicie el conocimiento y la experiencia evolutiva (pues conocimiento y experiencia no pueden desligarse en modo alguno a ciertos niveles de trascendencia) y utilizarlo en beneficio exclusivo de la propia persona o del exiguo grupo de adeptos que pueda reunir en torno suyo, es excluir tácita e intencionadamente al resto de la humanidad de sus posibilidades comunes de superación, comenzar a ejercer sobre ella la misma manipulación de la que cree haberse liberado, pasar del estado de «máquina» en la que «suceden cosas» (empleo nuevamente términos utilizados por Gurdjieff) al de ente «activo» que ejercerá tarde o temprano su acción reteniendo al resto de sus semejantes en el estado de especies al servicio de fuerzas cósmicas opresoras, de las cuales ese ente concreto sólo creerá haberse liberado.


Pasando a formar parte individual aislada (o como secta restringida) del estrato evolutivo siguiente y rechazando la integración del resto de la humanidad en esc estado, el individuo se queda en simple intermediario de la entidad manipuladora inmediata, y lo que supone ser liberación propia con exclusión de los demás es sólo acceso a un puesto de privilegio relativo, que podrá satisfacer y hasta proporcionar beneficios, pero no pasará de constituir un escalón intermedio que le mantendrá equidistante de su propia especie y de todo el conjunto del estadio evolutivo inmediatamente superior.


Esta es. a mi modo de ver. la diferencia que existe entre el maestro o el auténtico boddhisattva y el nigromante o el mago, o el iluminado jefe de secta mesiánica. El primero tiene conciencia de que su propia superación se debe - y está ligada - a la superación de todos cuantos sean capaces de entender su mensaje y expandirlo hasta que. antes o después, alcance a toda la especie humana, para izarla a la siguiente etapa evolutiva.

 

El segundo, a cambio del presunto poder adquirido mediante el conocimiento y la experiencia trascendente, intentará integrarse, aisladamente o con su grupo de adeptos, en el nivel de conciencia inmediato, y desde él. exactamente lo mismo que las entidades que forman parte de ese nivel (por razones de evolución y en conjunto de especie), tratará de manipular al resto del género humano al que pertenece, aunque sólo será, con sus seguidores, servidor presuntamente privilegiado de sus intereses y colaborador de segunda fila en una tarea opresora de la humanidad y restrictora de su derecho conjunto a la propia superación.


En cierto modo, será como perro de ese rebaño que el pastor no puede atender cómodamente por si solo. Vestirá collar de púas y manipulará a las ovejas como el pastor lo haría; las conducirá por donde el pastor desea y su creencia infundada de superioridad se verá siempre cortada por la presencia del amo, al que no tendrá más remedio que someterse, a cambio de su poder - prestado - sobre las ovejas.


Al ser humano en su conjunto le toca reconocer y distinguir al maestro que le iza hacia su meta y al mago o mesías que le somete a la misma manipulación - física, mental o espiritual - de la que. con mayor o menor grado de conciencia, intenta liberarse. Aquí estamos ahora sólo para indicar los caminos por los que el hombre ha intentado y sigue intentando acceder a la trascendencia. La intención es otro cantar.


El juego de las tres pruebas
Hemos visto, a lo largo de estas páginas, cómo la permanencia del ser humano más acá de las fronteras de su dimensionalidad, sin alcanzar ni la comprensión ni la vivencia de una existencia más acorde con sus auténticas posibilidades, se debe a la esencial incomprensión de una Realidad que se manifiesta a través de tres factores, cada uno de los cuales tendría que ser aprehendido por una parte concreta de nuestra personalidad total.

 

Estos tres factores son la percepción sensorial, el sentimiento de la dualidad y la concepción del tiempo.


La percepción sensorial es puramente física, afecta a nuestra personalidad corporal y nos lleva a la falsedad de una captación engañosa de la realidad circundante, mediante unas perspectivas incorrectas y parciales del mundo.


El sentimiento de la dualidad, consecuencia moral del factor físico, atañe a nuestra actitud frente a los elementos que componen la realidad ficticia en la que estamos inmersos y a nuestras reacciones morales ante los acontecimientos y ante los problemas que tenemos que asumir.


La concepción del tiempo es puramente mental y consecuente al dominio que ejercen sobre nosotros los otros dos factores expuestos, sobre todo en los niveles intelectuales de la percepción. Nuestro cerebro, regido por percepciones sensibles y por sentimientos dualistas, queda impotente para liberarse de lo que no deberían ser más que meras circunstancias comprendidas y perfectamente controladas y, paralelamente, se ve dominado por una dimensión que debería conocer y que tendría que vivir incluso en sus coordenadas reales.


De esta manera, la escala de potencias que compone la personalidad total del ser humano se encuentra ante una evidente inversión del proceso rector de nuestra actitud ante el mundo. No es la mente la que manda sobre los sentimientos, ni éstos los que rigen la percepción sensible, tal como correspondería a una entidad debidamente evolucionada, sino que los sentidos son en realidad los que marcan las reacciones sentimentales y éstas, a su vez. las que conforman el proceso mental.

 

De este modo, la presunta entidad rectora total del ser humano - el cuerpo activo o cuarto cuerpo de que habla también Gurdjieff - queda ausente o permanece anulada por una falsa correlación de las fuerzas que influyen sobre la actitud vital - el estar-en-el-mundo, y la Weltanschauung - del ser humano.


El proceso de superación de esta radical inversión de los valores que conforman la totalidad del hombre es el que han emprendido las distintas escuelas esotéricas y ocultistas individuales de todos los tiempos, en un intento por asumir la percepción vivencial - o la auténtica vivencia - que debería ser propia e inherente a nuestro puesto en la escala cósmica.

 

Las diferencias han radicado en los métodos a utilizar, es decir, en el lugar exacto donde se ha intentado insertar la cuña de ruptura con los moldes establecidos, el punto justo desde el cual puede emprenderse todo el proceso de transformación «hacia el entendimiento y la vivencia del siguiente estadio evolutivo.

 


El dominio del cuerpo
Podemos detectarla en la historia religiosa del hombre sobre toda la superficie del planeta.

 

Existe, tanto en Oriente como en Occidente, en la historia remota de los pueblos llamados salvajes, una actitud iniciática que da comienzo con el dominio de los sentidos, de los impulsos inmediatos, de las necesidades, caprichos y apetencias del cuerpo.


Es la actitud del fakir, del derviche, del chamán, del anacoreta de la Tebaida; es el proceso iniciático entre los pueblos que hemos dado en llamar primitivos o salvajes. Ayunos, lecho de púas enhiestas, comportamiento deliberadamente bestial, danzas vertiginosas, cilicios, vergajazos, trances y pruebas físicas que hay que superar a toda costa.

 

San Simeón Estilita pasó muchos años - ¿cuarenta? - izado sobre una columna que no le permitía sentarse ni echarse. Le subían la comida por medio de un cesto, una vez al día o cada dos o tres días, ya ni se sabe con certeza. Los fakires - algunos fakires - adoptan determinada postura y permanecen en ella, inalterablemente, meses y años, sin hacer el menor movimiento, hasta que los músculos se les anquilosan y los huesos se les quedan soldados y ya no les es posible accionar las articulaciones.

 

Los derviches, al son de los tambores, emprenden una danza absolutamente irracional, como la de una peonza loca, hasta que se destroza materialmente el sentido del equilibrio y ya no se ve ni se oye ni se palpa la realidad circundante. Hay frailes - pienso yo que los hay todavía - que rodean su cuerpo con cuerdas o con cadenas, o con garfios que se clavan en la carne a cada movimiento.

 

Y aún hay otros - monjes, yoguis o bonzos - que reducen su alimento a mínimos insospechados y que siguen viviendo, o vegetando, o tal vez trascendiendo, a partir de energías que desarrollan por medios que la medicina no podría prever: el aire, la tierra, el sonido.


En todas estas prácticas, comunes o paralelas a lo largo de los procesos socio-religioso del ser humano, se trata de dominar, vencer y anular a los sentidos. Ni se ve lo que la vista vería, ni se oye lo que el oído escucharía, ni se palpa lo que la piel sentiría, ni se degusta ni se huele lo que las papilas gustativas o auditivas captarían en condiciones normales. Se trastoca todo el proceso sensorial. Se le domina o se le trata de dominar. Se le mata para que resucite en condiciones totalmente diferentes, adaptadas al nuevo modo de sentir la también nueva Realidad.


De este sentimiento nacen las pruebas iniciáticas que se llevan a cabo entre muchas tribus primitivas. Llegado un determinado momento de la vida, el individuo ha de morir a todo cuanto de falso y aparente le tocó vivir anteriormente y ha de emprender una nueva vivencia que. curiosamente, ha de estar acorde con cuanto la tradición de la tribu mantiene como real y cierto e inmutable.

 

Y no olvidemos que la tribu es, para sus miembros, la personificación o la imagen de la humanidad entera o, al menos, del pedazo de humanidad que constituye el mundo del nativo.

 

En estos casos, a su modo, el individuo es llevado por los maestros o los brujos del poblado a trascender su condición de objeto pasivo para integrarse en la acción común que atañe a toda la comunidad.


Relatos iniciáticos
En las cavernas prehistóricas de Cantabria - y muy concretamente en la cueva del monte Castillo que lleva ese nombre y que, con toda probabilidad, fue un antro iniciático de primer orden en la era paleolítica - hay una sala, situada en lo más hondo del monte, a la que se accede, o se accedió en su momento, siguiendo unas huellas de manchas coloreadas de ocre a lo largo de las paredes.

 

La sala, dividida en varias estancias, es todo un museo de arte parietal.

 

Y no tanto por la perfección de sus figuras - no hay un solo bóvido o un mal reno comparable a la maravilla de Altamira - . sino por la acumulación de signos aparentemente abstractos que han llevado por la calle de la amargura a nuestros investigadores dominados por el espíritu racionalista. Allí abundan los supuestos tectiformes (presuntas cabanas), los retiformes, los fusiformes.

 

Allí, los investigadores heterodoxos han querido ver incluso OVNIs y marcianos. No importa ahora. El caso es que, en varias de las paredes, se multiplicaron en su momento las huellas de manos y que esas huellas las dejaron allí hombres que dieron cuenta cabal, a su modo, de su estancia en aquel lugar y - me atrevería a añadir - de la transformación que. de una manera u otra, habían sufrido en él.


Pensemos: un lugar situado - metro más, metro menos - a cientos de pasos de la entrada de la caverna; un lugar al que se accede a ciegas, siguiendo un auténtico laberinto en el que han de integrarse - tenían que integrarse en su momento histórico - quienes pretendían acceder a la iniciación trascendente, sin que los sentidos normales de la vista, del oído o del tacto actuasen en condiciones teóricamente válidas.

 

Un camino que discurría entre sombras y trampas para los sentidos, ¡precisamente para los sentidos, que son los vehículos de la percepción! ¿No era ese motivo suficiente para que el adepto del rito iniciático dejase precisamente al final del proceso la huella de su propia mano, precisamente la huella de aquella parte del cuerpo que maneja o manipula la realidad circundante?


En la ermita de san Bernabé y san Tirso, en la comarca burgalesa de Sotoscuevas, construida aprovechando una entrada de la caverna iniciática prehistórica de Ojo Guareña, la bóveda de piedra muestra unos frescos de corte popular pintados en el siglo XVIII en los que, como en un gran tebeo, se relata el proceso de las torturas físicas sufridas por el supuesto mártir san Tirso.

 

Curiosas torturas, porque - lo mismo que sucede en tantos otros santos del martiriologio - cada una de ellas, sin necesidad de la acumulación de todas las demás, habría servido seguramente para provocarle la muerte, si hubiera sido real.

 

Lo cual hace pensar - milagros aparte - que, detrás de esas representaciones, hay un retrato no objetivo, sino iniciático también, que está dando cuenta de pruebas de extorsión de los sentidos conducentes a provocar en el santo (en el adepto) una vivencia de muerte física, de la que habría de salir con ese dominio del dolor y de las sensaciones que encontramos, sin solución de continuidad, desde los rituales prehistóricos hasta los simbolizados en las ceremonias de acceso a los distintos grados de determinadas sociedades secretas de nuestros mismos días.

 

Y aun en otras comunidades que no son, al menos en apariencia, tan crípticas, como es el caso de las que se llevan a cabo con los novicios en ciertas órdenes religiosas y con los recién ingresados en algunos monasterios Zen.


"Lasciate ogni speranza"
Decía Gurdjieff que, aparte su método de enseñanza - ése que él llamaba «el camino del hombre ladino* y que acumulaba prácticas a todos los niveles de conciencia - hay tres formas de acceso a la comprensión y a la vivencia de la siguiente etapa evolutiva: la del fakir, la del monje y la del yogui. La primera, de dominio y extorsión de los sentidos físicos, es la que hemos tratado hasta ahora.

 

La que llama del monje correspondería a los métodos de dominio de las emociones y, como consecuencia (consecuencia teórica, al menos), a la anulación consciente de los conceptos dualistas que las originan.

 

Digo en teoría, porque supongo yo que habría que establecer una distinción dentro de lo que llamamos monacato, puesto que precisamente el monje cristiano, aunque trata de dominar sus emociones dentro de la orden y de la regla por la que se rige, se basa en unos fines dualistas, tan superiores como queramos reconocerlos, pero que no hacen otra cosa que mantener a los miembros en la idea de un dualismo a ultranza. Lo bueno, lo deseable, lo limpio y lo puro está en el mundo de la orden y de la creencia que la inspira; lo malo, rechazable, sucio y obsceno, en el mundo exterior.

 

Es lo propio de los modos religiosos que tienden al concepto salvifico, porque siempre resulta que. detrás de esa salvación, se esconde la idea (dualista, claro) de una condenación para los demás.


En este sentido - y ciertamente se practica en algunas órdenes monásticas, cristianas e islámicas, aunque de modo secundario y con la idea de salvación siempre como telón de fondo - es la vida monástica oriental la que parece cumplir el requisito de la anulación de los sentimientos en aras de una iniciación más total a niveles trascendentes.

 

El aislamiento y la estricta vida comunitaria llevan al monje a un sentimiento de permanencia, de estatismo, de observación objetiva de los fenómenos, sin prejuzgarlos por medio de estados emocionales propios de una determinada actitud moral, porque lo moral, como sentimiento mundano, ha quedado superado más allá de las tapias de la lamaseria o del monasterio Zen.

 

La vida en común se convierte en un mundo aislado del otro y las prácticas ascéticas conducen a una comprensión inmediata, intuitiva y nunca intelectiva, de una realidad que se encuentra más allá de la clasificación dualista de los fenómenos.


Sin embargo - lo decía Jacques Masui, de quien hablaré extensamente más adelante - es en el poeta, en el artista que crea realidades trascendentes a partir de impulsos emocionales, donde se da en auténtica clave intuitiva esa ruptura del mundo dualista. Cuando el Dante proclama la aventura de entrar en la belleza infernal, coloca un cartel ante sus puertas recomendando - ordenando iniciáticamente - el abandono de toda esperanza.

 

La esperanza es un sentimiento dualista, contrapuesto a la desesperación, pero en el poeta no existe en modo alguno la asunción de lo contrario, sino únicamente la aceptación de ese abandono para entender luego algo que habrá de superarlo con creces.


Las señoritas de Aviñón
Cuando se habla de artistas, nunca podemos abandonar la idea de que la obra de arte es siempre la trasposición sentimental - emocional - de unas determinadas vivencias de la realidad a un medio diferente.

 

Si tomamos como ejemplo al pintor, sea cual sea su época o su estilo peculiar, siempre existirá en él una plasmación personal e intransferible de realidades y dimensiones en una superficie - lienzo, papel, pared, cobre o tabla - que. al reducir el mundo de las dimensiones y expresarlas de modo restrictivo (el volumen trasladado al plano es la forma más inmediata y transparente) eliminan, en principio, la dualidad que esa dimensión implica.

 

Y esa eliminación se lleva a cabo, a su vez, mediante una transformación que. a lo largo de la historia del arte, ha evolucionado de tal forma que puede darnos la pauta de que la expresión estética, si no se conforma con serlo (y el artista verdadero jamás se conforma con ser un esteta), es, efectivamente, un camino para alcanzar la trascendencia evolutiva.


A grandes rasgos y con saltos locos en el tiempo (puesto que el tiempo mismo sólo puede ser considerado como locura o como aberración perceptiva), fijémonos en cómo la pintura ha experimentado ese progreso trascendente. La crátera riega, lo mismo que el mural románico, expresa figuras tri-imensionalcs en sus puros rasgos planos. Incluso en el caso de los vasos helénicos, hay una economía consciente de los colores que, al margen de sus necesidades (pintura cerámica) iguala en negros, ocres y blancos a toda la representación dramática o mítica allí expresada.


Con la eclosión trascendente del gótico, las figuras buscan, en un juego en el que se marcan claramente sombras y volúmenes, su inserción en un ambiente bidimensional, de oros o de masas planas.

 

Es una posición diáfana de esas figuras con respecto a su mundo, en paralelo a la concepción de entes de dimensión superior en el mundo nuestro de cada día. compuesto de volúmenes y de perspectivas. La intemporalidad se manifiesta en planos perfectamente equilibrados, esencialmente simétricos, fundamentalmente volcados al estatismo, que es la negación visceral - emocional y sentimental, jamás reflexionada - del concepto dinámico que tenemos de la dimensión tiempo.


Dando un salto sobre toda la pintura, desde el Renacimiento hasta nuestros días, épocas en las que surgen preocupaciones por la atmósfera, por la percepción puramente sensorial correcta y ortodoxa - con la excepción de espíritus aislados como Arcimboldo o El Greco, como Blake o como el Bosco, como Goya o Leonardo - alcanzaríamos ese fenómeno extraño, rompedor de formas estéticas (creador de nueva estética, por tanto) que, incomprensiblemente, se disolvió en variantes y transformaciones puramente circunstanciales.

 

Me refiero al arte cubista, que trabajó - sin que sus propios representantes hicieran otra cosa que intuirlo - sobre hiperespacios y metaperspectivas dimensionales, planteando los objetos y los personajes desde puntos de visión múltiples que nunca podrían alcanzarse en nuestro mundo sensible más que a partir de conceptos intuidos, nunca meditados, de una supradimensionalidad.

 

De ahí que, desde una perspectiva racionalista, se haya tachado al cubismo de absurdo e ilógico, lo cual es esencialmente cierto a todos los niveles, puesto que la supradimensionalidad cae totalmente a trasmano de los limites de la razón.


Las vías de la acción mental
El camino que Gurdjieff. con sentido un tanto parcial o simplista, llama del yogui, es el que, de una u otra manera, han emprendido los ocultistas heterodoxos de toda la historia de la humanidad.

 

Es un sendero con multitud de derivaciones, de variantes, de recovecos, con ramas y hojas y flores y raíces, exactamente como el gran Árbol de la Ciencia que está presente entre los grandes signos del simbolismo universal, que tiene un solo tronco de Sabiduría del cual parte toda la fronda de los caminos a elegir.

 

Depende ya de la personalidad, de las inclinaciones naturales o del contexto cultural de cada buscador el que se elija una u otra bifurcación, pero, en el fondo, todas ellas abocan a una actitud originaria: la búsqueda del gran tronco del conocimiento, Graal, Libro o Piedra que contiene la clave de ese paso a la comprensión y a la vivencia de la Realidad dimensional sucesiva.


Fijémonos en cómo todas las prácticas ocultistas están abocadas a la acción. En ellas, el hombre tiene que actuar y no dejar que suceda. Sólo la integración del investigador en lo investigado sirve. Y si lo que se investiga es precisamente la Realidad trascendente, va de por sí que el investigador tiene que trascender a su vez para alcanzarla. O, dicho de otro modo, actúa en pro de su comprensión activa de la dimensionalidad.


Fijémonos igualmente en cómo, en todo el mundo del ocultismo - y me refiero y nunca me cansaré de repetirlo (porque las fronteras son tenues y el hombre, generalmente, peca de crédulo), al ocultismo sincero, de búsqueda y no de embaucación o de intento de ascendente o de poder sobre el prójimo, con orgullo nefasto de presunto maestro o mesías - repito que nos fijemos que, en ese mundo, el primer problema que se plantea es la victoria sobre un concepto falso del tiempo, que lleva consigo, como vías de acceso unas veces o como conocimiento secundario otras, el rechazo de la dualidad y el dominio sobre la percepción sensorial.


Un alquimista, al lanzarse a su búsqueda graálica - pues graálicos en cuanto a fuente de conocimiento y germen de sabiduría son la Piedra o el Elixir - cifra su proceso activo en obtener lo que el Universo «tarda» millones de años en conseguir - la purificación absoluta de la materia, la sublimación de lo físico - en el espacio, largo o corto, de su propia vida.

 

Intenta contraer el concepto del tiempo, transformar su propia dimensionalidad y la del fragmento de Universo sobre el que actúa desde su laboratorio.


Por su parte, el constructor iniciado, el que se agrupaba en hermandades masónicas operativas para levantar templos - lugares sagrado? - recogía, o intentaba aprehender al menos, la forma en que medidas y proporciones de la construcción, conscientemente distribuidas, pueden influir en el ser humano para la búsqueda de su superación.

 

Porque ese es el fin del templo o el templo no tiene fin alguno: o es el lugar sagrado estricto, en el que el hombre consciente y despierto puede aduar hacia metas superiores de su proceso evolutivo - ayudado por la energía de la piedra y por la distribución armónica de las masas y de los espacios - o es simple parroquia o pura mezquita funcional, donde se entra a oír una misa ajena o a implorar favores a un Dios más ajeno todavía.


Las rupturas temporales
En la investigación heterodoxa de la trascendencia - religión v ciencia, todo en una sola pieza - hay un determinado tipo de buscadores: astrólogos y profetas, que entran de lleno y a cara descubierta en la ruptura de los conceptos temporales al uso.

 

El astrólogo busca en el cosmos, más allá de meras influencias solares, planetarias o de remotas estrellas, la presencia constante e intemporal de unas fuerzas cósmicas que actúan sobre el ser humano y sobre la naturaleza en clave de eternidad.

 

Quiero decir que. para ellos, el tiempo no es algo que corre y nos traspasa, dominándonos con un reloj digital o una clepsidra, sino una dimensión que deja su huella y que ha venido dejándola desde toda la infinitud, y que tiene escrito, marcado y perfectamente dosificado eso que llamamos el devenir y que no es más que una interpenetración de fuerzas que actúan «sin tiempo», en espacios eternos.


No es la vía de la astrología ninguna supuesta adivinación del «futuro», una mis entre las mancias - las mancias son otro cantar - sino una visión de la totalidad del espacio-tiempo como potencia actuante, manipuladora en abstracto del falso concepto que tenemos de un devenir humano y cósmico a la vez que, en realidad, es un constante presente, un aquí y ahora que dura desde el primer big-bang de las galaxias.


Por su parte, el universo de las profecías afecta a los seres humanos que han cifrado la clave de su conocimiento en las incursiones que realizan - o creen realizar - por los caminos espaciales de la dimensión temporal. Lo mismo que un muro no se puede atravesar hasta que haya un derrumbe o una puerta en él que nos permita el paso, el profeta auténtico, por disciplina mental, «marcha» a lo largo del muro hasta encontrar el derrumbe o una puerta, en vez de esperar, como hacemos los demás, a que el derrumbe se produzca o venga alguien, «un día» en el futuro, a abrirnos la puerta delante de nosotros.

 

Luego, con la mente muchas veces confusa a causa de ese mismo paso no habitual que ha realizado, el profeta «regresa» entre nosotros contándonos que «allá» hay una abertura, pero su misma confusión ante una dimensionalidad insólita le impide medirla convenientemente.

 

Observemos, desde Nostradamus a los más prestigiosos videntes - que a ellos me refiero y no a futurólogos enclaustrados en las redes de la temporalidad y de la predicción a fecha fija - cómo anuncian oscuramente, hasta crípticamente, el que y a menudo el dónde. pero pocas veces el cómo y jamás el cuándo.

 

Esos son factores que sólo identificaremos después de que la profecía se haya cumplido.

 

Pero, por desgracia y con razón - es decir, racionalmente - siempre nos cabrá la duda de si hemos llegado al mismo derrumbe que anunciaba el profeta o si acaso únicamente la casualidad ha hecho que lo identifiquemos con otro que ni siquiera podemos estar seguros - precisamente porque vivimos cada aquí y cada ahora como una sucesión que nos atraviesa y actúa sobre nosotros - de que él vio como decía.


Mancias y otros saltos en el vacío dimensional
Se ha dicho muy a menudo que. en buena parte de los presuntos adivinos que auguran a través de bolas de cristal, naipes, péndulos o cualquier otro artilugio. no es tanto el instrumento como la presencia del sujeto que pregunta lo que desata la visión del mántico.

 

Este caso puede darse en individuos dotados que, muy a menudo también, no han tenido la menor necesidad de estudio o de ascesis voluntaria para obtener los poderes que se les atribuye. Yo llamaría a esos casos contactos involuntarios, tirones recibidos desde la otra Realidad, que hacen de ellos, de un modo o de otro, entes manipulados por fuerzas que no dominan y, por tanto, entren por derecho propio en otras fronteras de las que ya hemos tratado: médiums o intermediarios de esa Otra Realidad.


Otra cosa es el estudio en profundidad de los signos que surgen, por un aparente azar, en los instrumentos empleados. Son signos que, según del tipo que sean, exigirán una interpretación, una búsqueda de la meta-razón (la razón de la sinrazón, podríamos decir) que hace que tampoco allí existan unas casualidades que sólo son producto de nuestra radical ignorancia para descubrir factores que caen al lado de afuera de nuestro mundo lógico.

 

Esas correspondencias que llaman imposibles los racionalistas a ultranza y que denominan magia los crédulos, no son ni lo uno ni lo otro.

 

Naturalmente, no tienen razón porque forman parte de un universo irracional, de otra dimensión; pero tampoco responden a una pretendida magia condicionante de la ingenuidad humana, sino que pueden corresponderse con leyes que nada tendrían que ver con aquellas otras científicas y racionalistas o pretendidamente divinas, por las que normalmente regimos nuestra existencia.


Al margen de las explicaciones alucinadas que a menudo dan los que han dedicado su vida a investigar la práctica de estos fenómenos (unas explicaciones que responden perfectamente a su misma irracionalidad), cabe pensar que los instrumentos mánticos fueron descubiertos por seres que supieron ver en ellos un tipo determinado de lenguaje trascendente que correspondía a la realidad dimensional que ellos habían alcanzado.

 

Ese lenguaje tendría que carecer de toda lógica racional, porque únicamente serviría para expresar realidades que quedan por encima o más allá de lo que el pensamiento racionalista alcanzaría a desvelar. De ahí su aspecto, que induce a la incredulidad precisamente por su falta objetiva de razón, que los hace corrientemente semejantes a un chiste o a un despropósito.

 

Su explicación, y hasta las causas profundas de su eficacia, habría que investigarlas más allá del mundo circundante y habitual de días y de horas y de minutos, porque, si es que responde a algo - y no cabe duda de que a «algo* responde - ese algo ha de expresarse en un lenguaje ajeno a los sentidos y al universo de apariencias creado por ellos, aunque con «letras» (signos) que forman parte primaria de nuestro entorno más o menos cotidiano.

 

Nunca, pues, se puede buscar en ellos la correspondencia literal entre el signo y su significado, porque nada tienen que ver el uno con el otro, al menos a niveles de conciencia lógica.


La lengua del otro mundo
De ese lenguaje irracional, que encierra las realidades que la lógica no puede siquiera concebir, nacen,

los tratados herméticos, los textos alquímicos, los petroglifos grabados en los peñascales gallegos o en las laderas basálticas de la isla del Hierro, las cuartetas de Noslradamus, la catedral de Chartres, los kóan del Zen, los poemas de William Blake, las pinturas del Bosco, El Bardo Thodól, los chistes del Mulá Nasrudin, el Tarot, los cánticos de san Juan de la Cruz, los graffiti de Chtnon y Gisors, el Pórtico de la Gloria, la rueda tibetana de oraciones, las pinturas de la Cueva del Castillo, el Libro de Enoc, Las Mil y Una Noches, El Libro de la Clara Luz del Día y todos los textos y los signos y los símbolos y las huellas de los que, habiendo accedido a la trascendencia o, al menos, a una parte de ella, se expresaron con toda la carga de irracionalidad y de incomprensibilidad que habían adquirido a lo largo de su experiencia al encuentro de la otra Realidad.

Se les ha acusado de oscuros, de deliberadamente confusos, de una radical falta de coherencia: de ocultismo, en fin.

 

Y se les ha rechazado por ello o, al menos, se les ha restado la parte de crédito que les correspondía. Habría, pues, que romper una lanza por esa extensa criptografía esencial que ha constituido, a lo largo de la historia de las ideas, el corpus orgánico de la trascendencia.


No es gratuito el oscurantismo de esos signos. No se trata de retorcimiento deliberado para esconder un conocimiento que no se desea entregar o que se ha entendido sólo parcialmente. Esa razón seria tan rastrera que haría perder automáticamente credibilidad a la presunta trascendencia misma que se revela a través de ellos.


Cada uno de esos signos es una prueba, un indicio a redescubrir, una adivinanza. Recuerdo la historia de la fiesta que se celebraba en un colegio de monjas preconciliares.

 

Salía al escenario una colegiala y comenzaba a recitar:

«Vivo sin vivir en mi. y tan alta vida espero,..», cuando, de entre los espectadores, surgía la voz de alguien que creía haber encontrado la solución y gritaba: «¡Yo la sé! ¡La gallina!»

Aunque puede parecer, así de pronto, una salida de madre, no cabe duda de que el poema místico en cuestión, con toda su carga de lirismo, con toda su belleza estética, se plantea (sin bromas ya) como una adivinanza en clave popular.

 

Y esto no sucede por casualidad, sino porque la misma expresión de la experiencia trascendente nunca puede ser diáfana, en tanto que cuenta con los medios lógicos de que disponemos: la palabra, la imagen o los objetos que forman parte de nuestro contexto racional.


Relatar, expresar, reconstruir lo irracional con palabras o con expresiones del mundo lógico es incoherente en esencia, imposible y tan absurdo como la misma raíz irracional de lo que se ha de expresar.

 

Por eso se recurre tan a menudo al símbolo y a sus múltiples significados, o al signo más o menos abstracto (la cruz, el círculo, la esvástica, el laberinto), que no expresa nada en sí mismo pero admite, precisamente por ello, todas las posibilidades que reclama el contexto trascendente.


La letra que entra con sangre
La segunda razón de la oscuridad que plantea la comunicación ocultista es una que atañe directamente al destinatario del mensaje, que no debe ser nunca simple receptor de la vivencia ajena, porque por esa vía seguiría premasticado y casi digerido el alimento - trascendente, en este caso - que él mismo, si así lo desea realmente, tiene que molestarse en buscar y sufrir mientras lo busca, si es que de veras quiere encontrar la clave fundamental de ese mundo en el que se pone en juego su propia evolución.


Supongamos que un alquimista, llegado al final de su proceso de transformación espiritual y posesor presunto de su resultado, escribiera exactamente la cantidad, la proporción, la temperatura y la naturaleza de los elementos empleados en la Obra. Supongamos que diera medidas, calidades, tiempos y reacciones, que convirtiera sus meses o sus años de progreso interior en fórmula química.

 

¿En qué habría convertido su propia vivencia, la misma vivencia que tiene que desear a quien siga su camino?

 

En la posibilidad de que la Piedra o el Elíxir - que sólo son elementos catalizadores del proceso - se convirtieran en materia de fabricación en serie. Todo el contexto de transformación interior, que sería realmente el que conduciría al ser humano al grado evolutivo buscado, habría desaparecido y, con él, su razón de ser primera y fundamental.

 

La auténtica ayuda al prójimo llevada a cabo por el ocultista consciente - por el boddhisaltva del ocultismo, podríamos decir, o por el auténtico maestro espiritual - está en ayudar a resolver el problema a los que realmente deseen resolverlo, no en darlo resuelto para que el alumno obtenga así un hipotético aprobado o un sobresaliente al que no se hizo acreedor.


Pero hay todo un mundo de manipulaciones entre esta actitud, que es la que proclamaba al principio de este capítulo como necesaria e imprescindible para luchar contra las dependencias y alcanzar el grado evolutivo que le corresponde al ser humano y al que necesariamente (por ley del cosmos) tiene que acceder en un momento u otro de su devenir, y la actitud, ya de por sí manipuladora en potencia, de quienes pretenden elegir a un grupo escogido - racial o sociológicamente seleccionado muchas veces - para alcanzar, a través de él o por medio suyo, un núcleo de poder destinado indefectiblemente al sometimiento - a un sometimiento más - de la humanidad restante, con la consiguiente eliminación de los elementos que se rebelen contra ese yugo supletorio.


La evolución del ser humano no es algo que se pueda ni se deba provocar artificialmente. Es algo que, siendo problema común y total de la especie, sólo puede ir alcanzándose de modo individualizado.

 

Pero una cosa es encender una llama desde el otro lado, para indicar una meta a la que puede - debe - intentar el acceso quien se encuentre con ánimos y con suficiente deseo visceral para ello y otra, muy distinta, rodear a la humanidad con un cerco de fuego que la mantenga temerosamente en su puesto actual, con la única misión de admirar, venerar y, naturalmente, obedecer a quien lo encendió.

 

Esa actitud es la realmente enemiga - dualista enemiga - del ser humano, porque no se adopta jamás por deseo o por necesidad de contribuir a la evolución de la especie de la que se forma parte, sino con intención clara de colocarse en un grado del que se tiene conciencia profunda de no formar parte en tanto que ser humano.

 

No es el intento de izar al hombre, sino la intención tácita de crear, artificialmente por supuesto, al presunto superhombre nietzscheano que le someta definitivamente, sin esperanza de redenciones ni accesos para quien no posea la carta de identidad requerida unilateralmente.

 

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