6 - De maestros, mesías y profetas

 

Por ejemplo: un cubo con seis paredes
A veces tengo que imaginarme al hombre como un ser encerrado herméticamente entre las seis paredes de un cuarto cúbico sin salida, sin ventanas, sin cristales transparentes que le permitan ver - o sentir, o vivir - el exterior- Es una situación, llamémosla simbólica si queremos, ante la cual se pueden adoptar diversas actitudes.


La primera, ignorar el encierro, aceptar ese espacio vital con el que se cuenta, y construirse la existencia con arreglo a un condicionamiento previo.
La segunda, tomar conciencia de la falta de libertad, de la imposibilidad radical de escapar de esa celda de los sentidos, con la consiguiente angustia existencial que tal reconocimiento lleva consigo.


Una tercera consistiría en lanzarse de cabeza contra uno cualquiera de los muros y astillarse definitivamente el cráneo en un intento, tan inútil como desesperado» de acceder a una libertad para la que la dureza de nuestros huesos no estaría preparada.


Aún una cuarta - y siento que nos acercamos a un estado ideal e hipotético del ser humano - exigiría un eventual entrenamiento, instintivo y personal, de nuestra entidad física, que nos permitiría acceder a un grado de simbólica dureza ósea suficiente para romper, sin excesivo peligro, uno de los muros y salir al exterior y respirar definitivamente un aire de libertad por el contacto directo con ese mundo real - trascendente y mediato - que hemos intuido en un instante u otro de nuestra vida, pero que nunca nos ha permitido levantar ni un simple ángulo de la cubierta que lo esconde para acceder a su esencia.


Esta última actitud cabe tomarla, a su vez, de muy distintas formas. Una de ellas, por el esfuerzo personal puro, por el acto voluntario y casi sobrehumano de toda la personalidad - física y psíquica, intelectual y visceral - que logra hacer estallar violentamente la barrera sensorial, engañosa y mediatizante, para provocar el surgimiento del espíritu a los horizontes transdimensionales de la suprarrealidad.

 

Otra, mediante el uso ritual de determinadas sustancias que. de uno u otro modo, provocan o colaboran en la ruptura de los esquemas - léanse muros - que nos aprisionan en esa realidad, tan aceptada como aparente, de las sensaciones físicas.

 

(Y doy a este término sensación su valor primario de estímulo de los sentidos, de captación mediatizada por intermedio de unos órganos físicos que, exactamente lo mismo que la computadora electrónica, nos da apenas el resultado, válido o no a niveles trascendentes, de un proceso de interpretación involuntaria de la realidad.

 

Quiero decir que los sentidos - nuestros cinco sentidos occidentales o nuestros seis sentidos, si añadimos el mental, de las filosofías de Oriente - no nos dan una visión, sino una interpretación de la realidad, con lo cual siguen manteniéndonos simbólicamente prisioneros de ese cubo de seis lados desde el cual nunca lograremos vislumbrar los horizontes, para nosotros inalcanzables en principio, del auténtico cosmos, del universo suprasensible.)


La apertura de una puerta
Querría hacer notar la circunstancia de que, aunque he antepuesto en esta actitud el esfuerzo íntimo y propio, muy pocas veces el ser humano logra alcanzar por su solo impulso la ruptura de las barreras sensoriales o, empleando el ejemplo que usé anteriormente, muy pocas veces logra escapar de su encierro rompiendo personalmente los muros que le separan de la realidad suprasensible.

 

Lo normal - e insisto: normal siempre dentro de un contexto insólito e irracional - es que aquél que intenta escapar de su encierro recurra a otra persona que ya se haya liberado de él y que. desde el exterior - desde un plano de trascendencia ya alcanzada - le ayude o le indique el modo de alcanzar su propia liberación: su estado de conciencia superior.


En cierto modo, ese recurso es - sigamos empleando el símil del encierro cúbico - algo así como un grito lanzado desde dentro, una llamada de socorro al conocimiento que todos, en un momento u otro de nuestra vida, hemos sentido la necesidad visceral de lanzar, aunque luego - quién sabe si por no hallar respuesta o por habernos conformado con la primera voz que nos contestaba - la mayor parte de nosotros hayamos acallado nuestros propios gritos y. en el mejor de los casos, nos hayamos habituado a inventarnos o a aceptar un simulacro de trascendencia - de sacralidad o de religión - perfectamente adecuado al mundo engañoso que podemos percibir desde nuestro encierro sensorial.

 

Y, sobre él. sobre nuestra misma alucinación esquizoide, hemos dejado descansar tranquilamente nuestra rebeldía cósmica de un solo instante.


Excepcionalmente, sin embargo, hay quien extrema su insistencia, hay quien no se conforma con el status fijado y mantenido por los sistemas religiosos o sociales establecidos como norma para la masa conformista de sus fieles.

 

Esos inconformistas no pueden, en principio, aguantar el fraude de la feligresía y. aun sin conocer la eventual posibilidad de que haya algo cierto y real más allá de los muros de su prisión sensorial, intuyen esa realidad que ni siquiera saben aún si se halla en su universo - en su celda cúbica - o fuera de él. pero que, en cualquier caso, es o tiene que ser algo distinto a lo que el hábito y hasta las leyes aceptadas le han obligado a acatar como lo único cierto e inamovible.


Estos buscadores son los que tienen en su mente la certeza intuida de que existe una realidad al otro lado de la pura percepción sensorial, una realidad de la cual dicha percepción es apenas un reflejo engañoso.

 

Su certidumbre les lleva a la necesidad de atravesar el muro y esa necesidad les conduce a la búsqueda, que comienza - creo que siempre - a ciegas y es como el golpear de las paredes de la celda, como un tanteo que trata de hacerse sentir y que, al mismo tiempo, intenta adivinar el modo, el momento y hasta el lugar exacto por el que el muro puede ser accesible, frágil.


La respuesta que llega del otro lado
Puede suceder entonces que ese buscador encuentre a alguien que, de una u otra forma - porque la fórmula de acceso a la trascendencia no es única, sino que depende de contextos culturales y hasta de modos propios de enfrentar la vida y la realidad objetiva - tenga en sus manos el instrumento preciso para romper las barreras del engaño sensorial.

 

Alguien que haya logrado ya salir de su encierro y que esté, por lo tanto, en condiciones espirituales de colaborar con quienes desean encontrar ese mismo camino.


El buscador se entrega a él precisamente cuando han fallado sus propios intentos individuales de conseguir su fin. Quiere saber, a través suyo, qué hay al otro lado del conocimiento y cómo se llega a él.

 

(Pero pongamos atención, pues se trata de dos deseos totalmente distintos. Querer saber qué hay al otro lado es una necesidad intelectual que implica, al menos en principio, la tácita renuncia a trasponer la barrera. Por el contrario, muy a menudo el hecho de alcanzar el otro lado implica la ruptura física y psíquica de los obstáculos - de los muros - que nos cierran el acceso, pero puede muy bien suponer al mismo tiempo que ese alcance de la realidad trascendente no implique necesariamente entenderla.

 

Simplemente, se puede asumir la realidad y sentirse luego incapaz de razonarla, sobre todo si pensamos que esa realidad es esencialmente irracional. Así se da el caso que podemos comprobar en muchos místicos, los cuales, cuando tratan de contar lo que han vivido en sus raptos, lo hacen desde coordenadas estrictas e imposibles de semántica racional o se limitan a nacer descripciones en las que predomina fundamentalmente el absurdo y la irracionalidad.)


En esta misma doble vertiente de acceso - directo o indirecto - a la realidad suprasensorial se sitúan los seres que actúan como catalizadores de la ruptura - teórica o práctica - para los buscadores de la trascendencia.

 

Dependen, tanto su labor como su finalidad, de que sirvan de ayuda al ^conocimiento de esa trascendencia o de que colaboren activamente en la ruptura efectiva de los obstáculos que nos separan de ella. Depende igualmente su actuación de que su presencia sea meramente testimonial o de que haya en ellos una auténtica intencionalidad hacia los buscadores - o hacia la totalidad de los seres humanos - para que alcancen de alguna manera la conciencia o la vivencia de esa realidad.

 

Cada una de las formas religiosas o filosóficas de la tierra tiene nombres determinados que designan y aclaran la categoría de estos seres y su lugar estricto en la 'unción trascendente'. Ciñéndonos de momento a nuestro lenguaje habitual, creo que podemos designarlos, en una división que podría también encontrar toda una serie de categorías intermedias, como santos, profetas, mesías y maestros.

 

Naturalmente, se trata de una división también convencional, pero puede servir, al menos, para la comprobación de que el acceso a la realidad superior implica categorías que no pueden en absoluto despegarse de su contexto humano - psíquicamente sensible - de donde parten siempre aquellos que la alcanzan, y a donde vuelven por necesidad, porque forman originariamente parte de él.


El mundo de los santos
El santo tiene, para el buscador de trascendencia, un valor meramente testimonial, en el mejor de los casos ejemplar.

 

Siempre dentro del símil del cubo-celda, el santo vendría a estar representado por los pasos que se escucharían al otro lado de los muros. Pasos que nos pueden hacer sospechar - o hasta adivinar fundadamente - la presencia de una entidad que sí parece haber logrado trasponer de alguna manera las barreras del conocimiento sensorial.

 

(Pero quiero hacer hincapié en el hecho de que, al hablar de santos, no me estoy refiriendo exclusivamente a los que se integran en el santoral ortodoxo de las iglesias cristianas. Incluso, pensando en el hecho de que muchos de ellos lo sean efectivamente, hay que tener en cuenta que ese santoral incluye toda otra serie de categorías que van desde la designación unilateral de santidad por una determinada conveniencia política momentánea del aparato eclesiástico - el caso de ciertos monarcas santificados o el caso reciente de una distribución proporcional de santidades, con arreglo a los países que, en cada momento político, resulta conveniente halagar - hasta el reconocimiento e incluso la personalización casi obligada y convenientemente alterada de entidades e incluso de símbolos sagrados de funciones precristianas que, en su momento, sirvieron para atraer al campo del dogma establecido a concretas comunidades que poseían previamente sistemas religiosos lo bastante coherentes para resultar difíciles de decantar hacia las nuevas creencias)


El santo, pues, es un testigo.

 

Recordemos, a este respecto, que la palabra mártir, que suele designar generalmente a los primeros santos - cronológicamente hablando - del santoral cristiano, significa en su acepción griega originaria «testigo», del mismo modo que el sustantivo martyríon significa testimonio.

 

Y hay que pensar que, si los primeros cristianos llamaron testigos a sus correligionarios víctimas de la persecución, era precisamente porque, con su muerte ejemplar, alcanzaban una de las formas posibles de acceso a la trascendencia de la que habla su dogma; esa muerte, de forma ideal y según la fe. presumiblemente les permitiría conocer directamente la realidad divina prometida por la nueva creencia.


Sin embargo, el santo es un ser que, en el mejor de los casos, sirve apenas de ejemplo y nunca de ayuda, al menos prescindiendo del hecho de que el ejemplo en sí no sea un modo de llevar a cabo dicha ayuda. Trasplantando su significado a la filosofía budista, diríamos que es el ser que, habiendo alcanzado la posibilidad de acceder al nirvana, se queda en él, pero sin elegir el estado de bodhisattva.

 

O pensando en términos de dogmatismo islámico, podríamos identificarlo con el morabita - hombre santo - cuya tumba sirve como testimonio de su existencia y supone un aviso para los fieles que, al visitarla y orar ante ella, reconocen su calidad de ser que alcanzó categoría superior.


El planeta de los profetas
Metámonos en nuestro cubo-celda de nuevo.

 

Quiero decir mejor, volvamos a sentir nuestra radical prisión física y nuestra incapacidad de trascenderla. Pero ahora no son ya pasos lo que oímos en el exterior, sino una voz que se dirige a nosotros y que nos da cuenta de la real existencia de ese universo exterior cuya certeza no podemos en modo alguno racionalizar.


|,a voz del profeta es un anuncio. Para reconocerla como tal. prescindamos primero de acepciones parciales. No pensemos sólo en el término como relativo al ser que augura desgracias o venturas futuras, como sucede en la mente general del mundo religioso judío, cristiano o islámico. El anuncio profético va mucho más allá de esa visión de acontecimientos.

 

Es una ruptura tácita de los conceptos temporales, realizada por un ser que puede hacerlo, porque ha trascendido precisamente la dimensión que nos impide a nosotros tener conciencia de esa realidad. En el fondo, por más que nos empeñemos en adjudicar definiciones y en inventar términos que nos «expliquen racionalmente» la irracionalidad trascendente, todo el problema - simple y a la vez insoluble desde el punto de vista práctico e inmediato - estriba en nuestra dependencia de una dimensión que no sólo no dominamos, sino que nos domina y nos anula.


El profeta anuncia que ese dominio sobre la dimensión temporal es tan posible como lo es el que ejercemos sobre las tres dimensiones que llamamos espaciales del mundo físico en el que estamos inmersos: nuestra celda. Y pongamos atención, pues no es tan importante, muchas veces, la constatación irreversible de que el profeta que nos habla lo haga efectivamente desde el exterior - desde planos desconocidos de la realidad trascendente - como el estímulo que, a niveles unas veces conscientes y otras inconscientes, produce en aquellos que le escuchan.

 

El profeta puede ser perfectamente fraudulento, podemos incluso llegar a ser conscientes y a tener pruebas irreversibles del fraude y renegar de quien lo ha realizado. Esa comprobación, por negativa que pueda ser. afectará a la persona que sea descubierta en fraude, pero habrá despertado, al mismo tiempo y de todos modos, la conciencia de esa realidad, haciéndola presuntamente cierta a pesar de la falsedad evidenciada.


En el fondo, el hecho es que no existe nada que suponga creación de una realidad total y absolutamente imaginada. Si he dicho en otra parte que ningún loco podría creerse Napoleón si no hubiera existido Bonaparte en carne y hueso, es porque el ser humano resulta incapaz de imaginar una situación, un mundo o un hecho que, de una u otra forma, no tenga una razón cualquiera para formar parte de un concreto estadio de la realidad.

 

El dominio del tiempo y su consiguiente anuncio no podría caber sin antecedentes que señalasen, al menos, la eventualidad de que tal hecho fuera cierto y posible.

 

A partir de ahí cabe todo, desde la turbación mental que hace creer al individuo en su condición de profeta (y aun ahí habría que hacer un estudio en auténtica profundidad de las sinrazones que le han conducido a ese convencimiento), hasta el engaño tácito concebido con fines de manipulación directa Je los seres humanos, lo que más adelante tendremos ocasión de ampliar.


La galaxia de los mesías
Es una desgracia, ya inevitable, que después de tantos milenios nos sea imposible distinguir los pasajes relativamente originales de los evangelios (o de los libros sagrados) de aquellos otros intercalados a lo largo de los siglos y de las sucesivas versiones sufridas.

 

Y ello a pesar de que profundos estudiosos de las teologías y exégetas de las escrituras sagradas han ido descubriendo no pocos fragmentos en los que se patentiza el constante afán manipulador de quienes intentaron a toda costa racionalizar el evidente irracionalismo sagrado de los libros, para contento de creyentes ciegos y, sobre lodo, con el fin de justificar unas normas que, en tanto que jurídicas o morales, pueden servir de piedra de toque irrebatible - ¡lo dicen los Libros! - para dar sentido a todo un proceso de dominio secular e inevitable sobre la masa de los fieles.


En cualquier caso, aun si tomamos los libros sagrados con una imposible frialdad - cosa que. a mi modo de ver, es absurda. porque lo presuntamente sagrado afecta al hombre en su totalidad y la frialdad sólo es posible cuando podemos escamotear una parte importante de nosotros mismos al fin perseguido - se nos evidencia que, tanto en las escrituras tradicionales como en los escritos pretendidamente sagrados o sacra liza dos - que han comenzado a proliferar con la aparición de las nuevas religiones tecnológicas y tecnocráticas, los personajes mesiánicos surgen como seres que. conocedores de los caminos de acceso a la realidad trascendente, colaboran activamente con los seres humanos, confirmándoles de su esperanza de liberación e indicándoles el modo de alcanzar esa trascendencia en la que, en cierta manera, se encuentran ellos mismos, para reunirlos a todos en una especie rebatió de elegidos.


Los mesías, pues, parlen de la posible o evidente certeza de poseer las claves - los instrumentos - que resultan más a propósito para romper los muros de la cárcel dimensional en que se halla el resto de la humanidad, sacan de ella a quienes son más aptos, y con ellos fabrican la secta o la religión - religión en su sentido estricto - destinada, precisamente por haber alcanzado un estadio superior, a ser guía del resto de los hombres, a los cuales, quieran o no. pretenderán sacar a su vez de su prisión o - más corrientemente - les dominarán desde su posición privilegiada.


Así. en el mesianismo se establecerá irreversiblemente una pirámide que, en esencia, tendrá tres capas: la primera, cúspide y cima del movimiento trascendente, formada por la masa exigua de los adeptos más fieles - los primeros, los puros, los discípulos - que serán los proféticos difusores de la realidad descubierta gracias al instrumento liberalizador del mesías y, en calidad de tales, dirigentes indiscutidos de la tercera capa, constituida por el resto de los hombres.

 

De este modo, la indudable grandeza primera de todo movimiento mesiánico - o de todo auténtico mesías - se ve disminuida en tanto que el ser humano, ocupe la posición que ocupe y alcance el estadio que pueda en el escalafón sacralizado. vivirá su trascendencia en un estado de dependencia que restringirá notablemente la libertad esencial que el mismo conocimiento superior exige.

 

Y cada ser integrado en la pirámide, cualquiera que sea la altura que ocupe, tendrá siempre por encima de él una autoridad restrictiva de libertades, al tiempo que él mismo será esa autoridad esclavizante para quienes tenga por debajo.


El cosmos de los maestros
Tengo la sospecha de que también el término maestro, como tantos otros, ha sido deteriorado por las interpretaciones manipuladoras de nuestro mundo.

 

La proliferación, sufrida por la casi totalidad de la humanidad occidental, de llamados maestros - o profesores o catedráticos - dedicados incansablemente a meter en las mentes jóvenes unos conocimientos que, por inasimilables en muchos casos, suelen enquistarse y atrofian las capacidades que tiene el ser humano de actuar por cuenta propia, ha hecho que el maestrazgo se haya convertido en una forma más de manipulación, posiblemente la primera en la vida del hombre, y consecuentemente la más grave, puesto que supone el lento y a la vez violento encajamiento del ser, desde sus primeras etapas vitales, en las estructuras inamovibles de un mundo concebido expresamente para mantener dominado al hombre, cuadriculado en sus esquemas artificiosos y esencialmente reducido en sus recursos de ente en evolución por una monstruosa estructura socio-político-religiosa que le marca los estrictos límites por los que podrá actuar y le -educará» en el temor visceral a cualquier escape de las reglas previamente determinadas y convenientemente insufladas en la mente desde
los años escolares.


El maestro, sin embargo, es otra cosa en su sentido originario, el que pretendo traer aquí: el mismo que fue en su acepción gremial durante la Edad Media y sigue siéndolo en la práctica del budismo Zen.

 

El maestro no enseña cosas, puesto que su enseñanza se limita (y no es poco) a despertar las potencias trascendentes de quien se pone en sus manos como discípulo. No exige que se le escuche, sino que provoca la iluminación en el interior del discípulo. No da normas para que se la alcance por el conocimiento, sino que colabora en la creación de modos personales e intransferibles para encontrarla cada cual.


Si hemos de volver - y lo haremos, ya que empezamos con ella - a la cárcel cúbica en la que el hombre está encerrado por la acción de sus sentidos, el maestro es el ser que. desde fuera, nos proporciona los medios para que seamos nosotros mismos quienes nos liberemos. Y lo hace de tal modo que su figura y hasta su persona no sean posteriormente - después del acceso del discípulo a la trascendencia - objeto de dependencia.

 

Ese discípulo será, gracias a su acción, un ser lo suficientemente liberado de trabas como para no estar siquiera sujeto a la autoridad del maestro, ni un instante más de lo que sea imprescindible para su acceso a la vivencia o al conocimiento de la realidad que buscaba y necesitaba encontrar.


En cierto modo, la actitud del maestro debería ser concebida como igual y de sentido contrario a la del psicoanalista freudiano.

 

Este, ante un ser humano afectado (¿o habría que pensar acaso que «agraciado»?) por un desequilibrio anímico de insatisfacción ante el mundo circundante, le va obligando a reconocer por si mismo las causas profundas de su trauma; mientras tiene lugar el análisis, el paciente pasa por un estado de profunda dependencia - transferencia es el nombre que recibe en ese caso - hacia su mentor, un estado que, en cierta manera, le provoca la necesidad de hacer patente, a niveles de consciente, todo su problema, para reintegrarse al estado que llamamos normal y al contexto social, familiar y profesional en el que desarrolla su vida.

 

Una vez alcanzado el objetivo - y muchos psicoanalistas insisten en que es el paciente quien lo consigue, bajo la mera dirección del médico - la transferencia debe desaparecer y el ser humano en cuestión queda integrado a su entorno.

 

Cambiemos la integración por la liberación personal, aun en su sentido más amplio, y probablemente habremos penetrado en la significación más auténtica del maestro a niveles de trascendencia, en tanto que piedra de toque que hace reaccionar al espíritu hacia el conocimiento, pero sin influir directamente sobre él mediante esa actividad que normalmente llamamos enseñanza, de saberes impuestos, de normas preconcebidas o de caminos previamente señalados.


Modelos para el maestro
Hace poco tiempo, una llamada telefónica a propósito de qué sé yo qué me puso en contacto con una persona que se declaraba a sí misma ferviente krishnamurtiana y me habló del grupo formado en Madrid por sus seguidores, insistiendo mucho en la necesidad - recuerdo muy bien sus palabras,

«de que nos conociéramos y trabajásemos juntos los que pensamos de igual manera».

Tengo que declarar anticipadamente que experimento un profundo respeto ante la necesidad que mucha gente tiene de sentirse unida, precisamente porque sólo esa unión parece darles respuestas personales afirmativas y sostenerse con sus principios frente a un mundo que, en su inmensa mayoría, ignora, desprecia y hasta llega a atacar cualquier práctica o culto que pueda representar algún tipo de superación individual o colectiva sobre el encierro general o sobre la manipulación que trata, a todos los niveles, de mantener al ser humano en la dependencia más absoluta de sus necesidades inmediatas, naturales o creadas artificialmente.

 

Pero ese respeto que siento no significa en modo alguno que crea que cualquier tipo de sectarismo (y quito a la palabra, esta vez al menos, todo el sentido peyorativo con que solemos cargarla) pueda ayudar realmente a la superación efectiva del ser humano, al encuentro consciente con la realidad trascendente.


que ha de ser, por necesidad, íntimo, individual y privado-Viene esto precisamente a cuento de mi radical incomprensión ante un grupo que, a través de mi interlocutor, se declara ferviente seguidor de un maestro - Krishnamurti - que se ha negado sistemáticamente a aceptar los continuos intentos de convertir su enseñanza en doctrina mesiánica y a su persona en mesías, desde aquellas ya lejanas fechas de 1923 en que la Sociedad Teosófica, a través de sus dirigentes Annie Besant y C. Leadbeater, le proclamaran como tal y crearan para él la Orden de la Estrella de Oriente, que el mismo Krishnamurti se encargó de disolver seis años después, convencido de los peligros que entraña cualquier tipo de dependencia hacia uña persona o hacia una creencia determinada, sea cual sea y aunque esté - como muchas lo están, en efecto - empapada de maravillosos sentimientos y de trascendentales intenciones.


Krishnamurti es uno de los escasos modelos de maestro con nombre propio que aún sería posible encontrar en nuestro mundo.

 

No quiero decir que sea el único, pero tampoco querría limitarme a citas de maestros indios o tibetanos o japoneses, que sólo darían una visión parcial del maestrazgo.

 

Y la darían precisamente porque la moda de nuestro momento cultural ha conducido preferentemente a una decantación hacia Oriente por parte de los buscadores de la realidad, pero tal decantación se ha producido por puro rechazo ante las demasiado abundantes manipulaciones sufridas entre nosotros, muchas veces hábilmente dirigidas desde la sombra por los grandes grupos de presión.


¿Pero por qué Oriente?
Naturalmente, la que acabo de señalar es. posiblemente, una razón inmediata y hasta multitudinaria - aunque pensemos siempre a niveles relativamente minoritarios - pero no cabe duda de que las cosas no resultan tan sencillas de explicar.

 

Y malo sería que lo resultasen. E incluso cabe pensar que, muy a menudo, esas mismas cosas tienen un trasfondo en el que se hallan, a la vez. sus razones profundas, más todo el cúmulo de ventajas c inconvenientes que acarrean.


Hay que plantearse que, en muchos aspectos, la filosofía oriental lleva ventaja sobre la occidental en lo que atañe a una faceta clave de la comprensión y hasta de la vivencia de la realidad trascendente: su sentido dimensional del tiempo.

 

Olvidémonos de la boyante industria relojera japonesa, por que nada tiene que ver - al menos en su esencia - con una posible prueba de conceptos equivocados en el tema que aquí tratamos- Incluso» rizando el rizo, se podría pensar - y juro que no lo digo en tono de broma - que Japón, con su inundación de tecnología a niveles mundiales, ejerce ya el dominio de Occidente - o de buena parte de él - atacándole con sus propias armas, con sus propios juguetes, y preservando las suyas - la espiritualidad shinto o búdica, el koan o las artes marciales - para su exclusiva evolución.

 

Fijémonos, siguiendo el ejemplo de Japón; en el hecho de que, siendo hoy probablemente el país tecnológicamente más avanzado del mundo - y si no lo es va a serlo en la próxima década - conserva incólumes sus estructuras espirituales, su filosofía y su Weltanschauung desde centenares, desde millares de años. Que aun siendo el país con mayor renta per cápita del mundo, sigue teocráticamente regido por un emperador celeste - sí, celeste, aunque vista una anacrónica moda occidental en sus escasísimas apariciones públicas - gobernado por una clase samurai que apenas ha trocado la armadura demoníaca por la chaqueta bien cortada, y habitado por un pueblo que, aunque aprende en masa el manejo de las técnicas de la informática, sigue haciendo de la ceremonia del té un acto de sumo conocimiento, una auténtica religión en su más estricto sentido, puesto que constituye la base de la intercomunicación humana, más allá de los microprocesadores que mueven sus fábricas.


Muchos podrán decir que Japón está fuera de juego respecto a nuestra época, al menos en ciertos aspectos como los que he mencionado. Sin embargo, pienso de modo distinto.

 

¿Acaso no estafemos asistiendo a una auténtica y radical ruptura de las reglas cronologías que nosotros, los occidentales, nos hemos impuesto y tratamos de imponer a los demás?


Porque la lección del Japón está muy lejos de ser, como pretenden algunos optimistas partidarios del salvaje inocente y feliz, una nueva simbiosis de folklore y tecnología artificiosamente conservada en el mundo moderno.

 

Japón, exactamente lo mismo que puede suceder con China dentro de muy breve tiempo, ejerce su arcana sabiduría para enfrentarse a la exigencia que pretende imponerle la competitividad de dominio universal ejercida por el mundo occidental, el cual, en cambio, ha abandonado por supuestamente obsoletas y anacrónicas las formas de espiritualidad que conformaron sus siglos de auténtico progreso (progreso trascendente, se entiende, porque el técnico que ahora pretendemos vivir no deja de ser, en muchos aspectos, una regresión en la integridad inalienable cuerpo-alma-espíritu del ser humano).


¿Y los demás, qué?
De acuerdo: ese fenómeno casi abracadabrante que se está produciendo en Japón y que va a extenderse cualquier día a China, se podrá argüir, se invalida en tanto que movimiento de origen espiritual desde el momento en que no sucede lo mismo con el resto de Oriente: en la India, en Sri Lanka, en Nepal, en Bután, en Indonesia...

 

Sin embargo, ¿se nos ha ocurrido pensar que todos esos países, como los del Cercano Oriente y la mayor parte del continente africano han sido, hasta hace apenas veinte años o aún menos, meras colonias explotadas, manipuladas, anuladas en sus más originales esencias por la todopoderosa Europa, la de la Ilustración y la Era Industrial?


Querría que nadie tuviese la ocurrencia de pensar que estoy haciendo política o que me he pasado a la política desde los planos de trascendencia en los que estaba inmerso anteriormente. Nada más lejos de mi intención, porque lo único que pretendo es mostrar lo más claramente posible que también la política y el tercermundismo - ¡y hasta la crisis del petróleo y de las materias primas! - forman parte del ser humano, de sus afanes» de su fin, de su deseo de libertad para elegir su vida y su espiritualidad, para comportarse conforme a sus esquemas más profundamente adquiridos.

 

Si Japón ha logrado desarrollar ese inmenso potencial de lo que podríamos llamar adecuación intemporal, para estar en condiciones de enfrentar su propia esencia como pueblo a los otros pueblos, los occidentales, los últimos conquistadores, ha sido precisamente gracias a haber conservado su libertad.

 

Mientras, nosotros hemos asumido el engaño del paso del tiempo (dejando como pretérito muerto lo que habríamos tenido que conservar en un presente perfectamente válido) y nos hemos quedado, en consecuencia, sin el inmenso apoyo de una estructura espiritual - y atención, que digo espiritual, nunca eclesiástica ni dogmática, puesto que estas estructuras artificiosas son las que en gran medida nos han llevado a esta situación - que habría apoyado, sin lugar a dudas, una auténtica evolución que, de este otro modo, se ha quedado en simple y paupérrimo progreso tecnológico.


Razones - inmediatas - de un deterioro
Partiendo de este hecho, ya aparentemente irreversible, de la pérdida o de la degradación occidental de esos valores espirituales que llamamos, engañosa y despectivamente, «pasado» (cuando tendríamos que actualizarlos llamándolos, más propiamente, tradición), resulta lógico admitir que sólo podamos apoyar nuestra ya demasiado decantada espiritualidad en la esperanza y hasta en la eventual presencia de mesías y profetas, para responder a nuestras aún no del todo perdidas ansias de trascendencia, pero también para que nos arrastren, como a un rebaño, por caminos previamente roturados y convenientemente asfaltados.

 

Es un fenómeno paralelo y correspondiente a la fabricación - en serie - de nuestros utensilios.

 

Del mismo modo que prácticamente, ya no podemos concebir la construcción paciente y personal de aquellos instrumentos que nos son realmente útiles, sino que vamos a adquirirlos indiscriminadamente en los grandes almacenes y los compramos en serie (y hasta exigimos que sean de aquella marca que más se vende o del tipo que todo el mundo ha adquirido antes, aun sin contar con que. efectivamente, sea ese determinado instrumento concreto el que nos está haciendo falta a nosotros y a nadie más), así también compramos el libro «que más se vende», escuchamos por la radio «la voz que más se oye» y corremos temerosos detrás de «la luz que más se ve».


En torno nuestro surgen - lo vemos día a día - mesías y profetas, portadores de una aparentemente nueva (¡nueva, nunca vieja o pasada!) espiritualidad. Y corremos igualmente tras ellos en masa, todos los de la estricta minoría - demasiados - y hasta pagamos matrículas exorbitantes para seguir cursos regidos por seguidores de profetas y gurús en los que, según el dinero invertido, nos enseñarán a levitar a tres centímetros o a tres metros de altura. ¡Glorioso!
 

Y buscamos en masa la trascendencia que necesitamos cada uno de nosotros, porque nos han masificado y nos han convencido de que una monstruosidad tan incalificable como es la propia necesidad de hacer TODOS lo mismo, reunimos, apoyarnos, sostenemos hombro con hombro para defendernos, en apariencia al menos, de un terrible peligro que nos acecha a todos en tanto que comunidad, cuando lo cierto es que la auténtica convivencia es la comunicación de persona a persona, la mutua cesión, la compasión ante los valores individuales y ante los logros personales de cada cual, cuando los hay.

 

Hace poco tiempo, leía una encíclica - la última, en el momento de estar escribiendo estas páginas - del sumo pontífice de la Iglesia católica romana, Juan Pablo II. Me sorprendió el hecho de que, en ella, se hablase constantemente de misericordia y ni una sola vez de compasión. Y no es que se confundieran engañosamente, involuntariamente, los términos, a causa de una equivocación semántica.

 

Es que se ha perdido - ¿definitivamente? - el sentimiento de compartir y, en consecuencia, se ha olvidado también que compadecer es, precisamente, el sentido que hace que los hombres se unan en la búsqueda - y, claro, en el logro - de la propia evolución espiritual.


En ese sentido, los mesías tienen que experimentar necesariamente misericordia por el ser humano y, para liberarle - claro que por medio de una liberación condicionada - los reúnen a todos en una masificación que tiene mucho más de rebaño, de vuelta al aprisco y al encierro, que de sana, auténtica y consciente liberación.


Con una linterna en busca de...
La situación en la que se encuentra el hombre moderno en Occidente viene a ser idéntica a la de nuestro prisionero teórico de la caja cúbica, al cual se le hubiera abierto, no una puerta para salir a la realidad de una trascendencia que le es vital para tener conciencia clara de su propia evolución, sino una ventana a través de la cual se le diera sólo la oportunidad de ver los infinitos cubos-prisiones que configuran su entorno y, con esa visión, se le consolase en la doble dirección de sentir que los demás están en la misma situación que él y de creer que esa ventana le permite, además, vislumbrar una realidad de la que no aprecia - porque no puede saberlo - los límites y en la que cree, por boca de la caterva de mesías y de profetas robotizados que le gritan futuros concretos al oído, encontrarse ya a la vista de ese instante preciso del tiempo desde el cual podrá emprender la marcha hacia un simulacro de superación.


Pero nuestra visión - interna - ha quedado alterada por las mismas limitaciones que nos impone la exigua ventana a la que nos permiten asomar.

 

Y entonces, para que nos interpreten esa apariencia de realidad que se nos ha ofrecido, recurrimos a la opinión ajena, a la cátedra dogmática - y no sólo es dogmática la cátedra académica, sino la que se pretende a menudo heterodoxa - a una información, en fin, que está en sí misma tan manipulada como nuestra inteligencia, como nuestro espíritu o como nuestra propia vida cotidiana.


Escapar de esta situación no es fácil, precisamente porque, al deteriorarla y falsificarla, hemos anulado la figura del maestro (o, tal vez, nos la han anulado por peligrosa, precisamente por constituir una vía idónea para la libertad).

 

Así, no tenemos, nosotros los occidentales, o aquéllos que han sido impregnados por nuestra cultura tecnocrática. otra salida que intentar" la rotura violenta de la cárcel por nuestros propios medios.

 

Y aun en este intento desesperado, sentimos cómo intentan taparnos el hueco que hemos comenzado a practicar desde el otro lado - o desde la celda inmediata, o desde la gran celda-madre de toda la prisión colectiva - cómo nos van fabricando un muro cada vez más espeso, más impracticable, más imposible de romper aun si queremos alcanzar un lugar exterior que ya ni siquiera podemos tener conciencia clara de que sea ciertamente una auténtica libertad y no una imagen también prefabricada, impresa en nuestros circuitos cerebrales por nuestro propio contexto.

 

Estamos siendo engañados, mediante un simulacro de trascendencia que sólo servirá para mantenemos quietos, mansos y conformados con la artificiosa y antinatural situación que hemos aceptado a mayor gloria del espejismo cultural - e incluso espiritual - que tenemos ante nosotros y que nos domina de modo irreversible.
 

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