PRIMERA PARTE
LA EXPERIENCIA VIVIDA (1)
 

1 Aparecido en 1948 con el título de “El paso de la línea”.
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PRÓLOGO
Llueve. Una lluvia fina de abril, fría, glacial. Regular, pertinaz, inexorable. Así desde hace dos días: empieza la tercera noche.

El convoy, una larga cadena de vagones viejos que chirrían sobre los raíles, se hunde lentamente en el gran agujero negro. La máquina, una locomotora de otra época, suda y resopla y se fatiga, tose y escupe, patina y petardea. Cien veces ha vacilado, cien veces ha parecido rehusar el esfuerzo que se espera de ella.

Llueve, llueve sin cesar. En el vagón descubierto, ochenta cuerpos tumbados, acurrucados, se enredan y hacinan, los unos en los otros, los unos sobre los otros. ¿Vivos? ¿Muertos? Nadie sabría decirlo. Por la mañana, todavía se han despertado, helados en sus pobres andrajos húmedos, enflaquecidos, transparentes, pálidos, con sus grandes ojos desorbitados llenos de fiebre y de debilidad. En un esfuerzo sobrehumano, se han agitado. Han distinguido el día, han sentido la lluvia - los largos trazos acerados de la lluvia - atravesar los harapos, las carnes delgadas y endurecidas, y después clavarse en los huesos, en filas cerradas, despiadadas. Ellos se han encogido en un imperceptible escalofrío. Quizás iban a dejarse arrastrar por los mil gestos instintivos del sueño cuando se han visto, se han mirado los unos a los otros. A través de la niebla, de la fiebre y la cortina de agua que cae del cielo, han distinguido unos hombres en uniforme, armados hasta los dientes, plantados en los cuatro rincones del vagón, impasibles pero vigilantes. Entonces han recordado: han comprendido su destino y, en un sobresalto, tristes y anonadados, han venido

[26] a parar a este sueño a medias, a esta situación intermedia entre la vida y la muerte.

Llueve, sigue lloviendo. Un aire pesado, cargado de hedores, sube del montón de cuerpos, se disipa en el frío húmedo y en la noche.

Al partir, eran cien.

Reunidos precipitadamente, con los perros a su alcance, tirados desordenadamente y por grupos en el convoy, bajo los golpes y las órdenes a gritos, se han estremecido ante todo cuanto se han encontrado, dispuestos para partir, en la exigua plataforma, sin víveres para el viaje. Al instante, han comprendido que empezaba una gran prueba.

-- Achtung, Achtung! - se les ha prevenido sin transición -. De pie durante el día, por la noche sentados... Nicht verschwinden! Toda infracción a este reglamento, sofort erschossen!, (2) ¿entendido?

El vagón descubierto, el frío, la lluvia, pase aún, ya se ha visto otras veces. Pero, nada para comer..., ¡nada para comer !

Para colmo de desgracia, desde hacía unas semanas no entraba un gramo de pan en el campo y había sido preciso contentarse con los recursos de los almacenes: sopa clara de nabos, un litre (a veces medio litro) y dos patatas pequeñas, por la noche, después de la larga y dura jornada de trabajo. Nada para comer: todo se ha borrado ante esta amenaza, apenas han prestado atención al rumor según el cual los norteamericanos están a doce kilómetros.

-- Nada para comer, de pie durante el día, por la noche sentados...

Antes de terminer la primera noche, tres o cuatro de entre ellos, que han manifestado demasiado precipitadamente el deseo de satisfacer una necesidad apremiante, han sido agarrados por el cuello, pegados brutalmente contra la alta pared del vagón y ejecutados a bocajarro:

¡Crac!, contra la madera, ¡crac!

Se ha decidido hacerlo en los pantalones, primero prudentemente, reprimiéndose para ensuciar menos, después se ha dejado ir progresivamente.

Otros tres o cuatro, caídos por agotamiento a lo largo del día

[27] siguiente, han sido fríamente rematados con una bala en la cabeza.

¡Crac!, contra el suelo, ¡crac!

Los cuerpos han sido arrojados fuera sucesivamente, tras recoger los números de registro; en el umbral de la tercera noche, las filas están considerablemente clareadas, se ha pasado del miedo al terror y del terror al abandono completo.Se ha renunciado a salir de este infierno, se ha renunciado incluso a vivir: ahora se deja uno morir en la sanies.

Llueve, llueve, llueve.

Sin embargo, se ha levantado un ligero viento que coge al convoy por el costado e hincha la tela de tienda de campaña mal afianzada en unos postes improvisados, bajo la cual, en cada rincón del vagón, se resguardan los centinelas en sus largas horas de vigilia: él ha barrido las miasmas, y los de la S.S., nerviosos al partir, atareados aunque decididos y llenos de esperanza todavía, están de repente preocupados. Desde hace algún tiempo, se oyen menos disparos, menos chasquidos de revólver. Hasta los perros - ¡ los perros, oh, estos perros! - muerden y ladran menos en las numerosas paradas. En cuarenta y ocho horas, de delante hacia atrás, de apartadero en apartadero, de cambio de dirección en cambio de dirección, el convoy se encuentra a menos de veinte kilómetros de su punto de partida. Avanzada la noche, ha puesto la proa hacia el suroeste, después de haberlo intentado en vano hacia el norte, el sur y el este: si esta vía está cortada como las otras, significa que se está cercado, que se será aprehendido. Han fruncido el ceño, los de la S.S., después se han transmitido la noticia de vagón en vagón, desde el de cabeza al de cola, tras lo cual se han replegado en sí mismos.

--¡Estamos cercados, vamos a ser cogidos!

Esto les ha trastornado; van a ser detenidos, todos estos cuerpos inconscientes que yacen van a encontrar de nuevo la vida, levantarse para acusar, el delito será flagrante.

Todavía en el transcurso de la mañana, se les había oído interpelarse frecuentemente con gritos guturales, decir chistes y lanzar grandes risotadas a las muchachas que, a lo largo del recorrido, tristes y desilusionadas, sólo les concedían ya escasos y melancólicos estímulos. Ahora, se callan: sólo un chasquido del encendedor o la punta roja de un cigarrillo, vienen de vez en cuando a rozar este silencio mortal, o a turbar la densa y húmeda oscuridad de la noche.

[28]

Llueve, sigue lloviendo, llueve sin cesar, llueve sin fin: el cielo es inagotable.

He aquí que, además, el viento se ha hecho más fuerte. Silba agudamente por los intersticios de las tablas y el agua cae en tromba. Las telas de tienda de la S.S. se hinchan desmesuradamente, sus postes se doblan . Repentinamente, detrás, cede una atadura, después otra: la tela empieza a ondear como una bandera, a restallar desde el exterior contra la pared. El S.S. echa un terno. Después, refunfuñando y jurando intenta reparar el daño. En vano: cuando lo logra por un lado, el viento se lleva el otro.

-- Gott verdammt!

Después de dos tentativas infructuosas, renuncia. Bruscamente se vuelve hacia el desdichado que está más próximo. Un golpe con la rodilla, una patada en los riñones, después:

-- Du - grita -, Du!... Du, blöder Hund!

¿Bloder Hund ? El hombre ha oído, comprendido de dónde venía la llamada, reunido automáticamente todas las fuerzas que quedaban en él, y se ha incorporado completamente asustado. Cuando ha visto lo que se esperaba de él, esto le ha tranquilizado un poco. Se ha levantado en alto --¡dejado levantar!-- sobre la telera, equilibrado sobre las rodillas y las manos. Después, con muchas precauciones para no caer de coronilla sobre el balasto --¡para no caer sobre el balasto!-- ha vuelto a traer la tela, ayudado al otro a sujetar de nuevo las esquinas sobre los postes.

-- Vertig?

-- Ja, Herr S.S.

Entonces , sucede una casa extraordinaria: el hombre se vuelve a encontrar. De repente, en un relámpago. De no haber sido por la oscuridad y la lluvia, se habría visto una extraña llama encender súbitamente sus ojos. Al mismo tiempo, ha comprendido que está de rodillas, sobre el borde de la pared, con las dos piernas vueltas hacia el exterior, que el tren no marcha muy rápidamente, que llueve, que la noche es oscura, que los norteamericanos están quizás a doce kilómetros, que la libertad...

¡La libertad, oh, la libertad!

Con esta evocación, una inexplicable locura se apodera de él, que hace un momenot, tenía miedo a caer de espaldas - ¡ oh, ironía! - una gran luz entra en su cerebro, inunda, invade todo su cuerpo.

[29]

-- Ja - repite. Después grita -: Ja! Ja! Ja...aah!

Antes de que el otro haya tenido tiempo, incluso de ser sorprendido, el hombre, el esqueleto, el medio muerto, tensa sus músculos en un supremo esfuerzo, apoya sus pobres brazos en el borde de la tabla y, con un golpe seco, se arroja hacia atrás. Oye el traquido de una salva que resuena en su cabeza y tiene todavía la fuerza, la asombrosa lucidez, de pensar que cae en un ángulo muerto. Se siente cogido y, en cuerpo y alma, rueda en la nada de la inconsciencia.

-- ¡ Cha!... ¡ Cha!... ¡ Clac! ¡ Chacacha!... ¡ Clac! ¡ Cha!... ¡ Clac!... ¡ Taratatata!... ¡ Cha!... ¡ Cha!... ¡ Cha!... La máquina suda, silba, vacila, patina, sigue petardeando. Las armas han comenzado de nuevo a vomitar la muerte. Poco a poco, el gran silencio indiferente de la naturaleza adormecida se vuelve a cerrar sobre el drama que se prolonga, turbado solamente por el débil ruido regular de la lluvia en el viento que se desliza.

Llueve, llueve, llueve.


* * *

No llueve más.

Algunas horas han transcurrido: dos, tres, cuatro quizás. El cielo se ha cansado finalmente. En el negro espesor, esponjoso, algo se ha movido, allá, hacia abajo de la línea férrea.

Han intentado abrirse primeramente dos ojos, pero los párpados entumecidos se han cerrado en un brusco reflejo, como si la cabeza estuviese bajo el agua.

Una garganta reseca se ha contraído para recoger saliva y trae un sabor de tierra sobre la lengua. Un brazo ha iniciado un gesto que ha sido paralizado a mitad de camino por un dolor agudo en el codo, sordo en el hombro. Después, nada más: el hombre se ha sentido vacío, con la sensación de un extraño bienestar y de buena fe, ha creído dormirse de nuevo.

Al instante, le recorre un escalofrío y le envuelve. La piel, sobre su pecho, está despegada de la húmeda ropa. ¡Brr!... Ha querido encogerse en un ovillo, poner su pierna debajo: ¡ ay!... Entonces ha tratado de despertarse, sus párpados se han movido nerviosamente, ha forzado sus ojos para que queden abiertos: los ha fijado en el negro opaco, absoluo, pesado. Un deseo de toser sube de sus pulmones, rompe en él. Guarda la impresión

[30] de que su cuerpo yace en trozos dispersos y doloridos, en la hierba chorreante y sobre el suelo enfangado.

Trata de pensar . Al primer esfuerzo, recibe como un choque en la cabeza.

-- Los perros.

Esta vez se ha despertado. Revive todo. Una cascada de acontecimientos le asaltan, se suceden y se montan los unos sobre los otros: el embarco, el convoy, el infierno del vagón, el frío, el hambre, la tela de la tienda, el viento, el salto en la noche. El convoy: ¿volverá otra vez sobre sus paesos? Los perros: ¡ oh!, ¡ todo antes que esa muerte!

Quiere huir: imposible, los pedazos de su cuerpo están como clavados. Quiere reunirse: cruje por todas partes, oye rechinar sus huesos los unos sobre los otros. Sin embargo es preciso salir de ahí. A toda costa.

Su razonamiento toma otra dirección: una vía férrea, es un objetivo militar para los asaltantes, un accidente del terreno para utilizar los atacados. Los alemanes van a utilizar ésta, replegarse, se van a agarrar a ella, le van a encontrar.

-- ¡ Huir, oh! ¡ Huir! Alejarse unos centenares de metros al menos y esperar allí, en mayor seguridad, la llegada de los norteamericanos: ¡primeramente ponerse en pie!

Primeramente ponerse en pie. Ha pensado alto, su voz tiene resonancias cavernosas, el murmullo de sus labios hace salir de su boca unas granulaciones terrosas. Escupe con frecuencia:

-- ¡Gg!..., ¡gg!...

Con infinitas precauciones, mueve sus brazos sucesivamente: a la izquierda, nada, pero a la derecha, sigue este dolor en el codo y en el hombro.

-- Vaya, diríase que se atenúa...

Repite el movimiento: es verdad, el dolor se calma en el juego de los músculos y de las articulaciones; no se ha fracturado nada. Su pecho respira mejor.

Ahora en las piernas: contrae suavemente los músculos, esto le hace un daño horrible, gritaría... Por fin, ya está hecho, nada fracturado tampoco por este lado, al menos no lo parece. Se vuelve más tranquilo. Más metódico también.

Logra sentarse. Las contusiones de su cuerpo se hacen más dolorosas, la cataplasma de sus ropas más helada. Tiembla de frío. En la boca del estómago, siente unos retortijones: tiene

[31] hambre, es buen signo. Se extraña de no haber tenido hambre más pronto. Se lleva la mano a la cabeza: su boina de presidiario está todavía encima, este le hace reír. Piensa en sus chanclos: los ha perdido en la aventura, tanto peor. Se palpa: está cubierto de barro, y como enrollado en una masa de alambre de la que se compromete ya a desembarazarse. Se vuelve, se pone a gatas, un esfuerzo todavía y estará de pie.

De pie: está de pie, va a huir, los alemanes podrán replegarse, venir, pegarse a la vía férrea... No tan pronto, la cabeza le da vueltas, tiene ganas de vomitar, siente que vacila, que va a caer y que únicamente sus dos pies hundidos en la arena le mantienen en equilibrio, que no puede contar con ponerlos uno delante del otro. Se endereza, y se sostiene tanto rato como puede, pero siente que va a zozobrar, a hacerse todavía daño en la caída. Entonces lentamente, muy lentamente, se pone en cuclillas: ya que no puede caminar, se arrastrará, pero no quedará aquí, no, no quedará aquí. Y recuerda el convoy, los perros, los alemanes que van a replegarse. Los norteamericanos.

-- Que están a doce kilómetros de aquí. No, decir esto sería demasiado tonto.

Saca sus pies del barro: ¡ploc, ploc!

Sobre las rodillas y sobre las manos, arrastrándose como un grueso gusano torturado, acaba de descender por una cuesta, atraviesa algo así como una zanja llena de agua pegajosa, un prado, llega a una parcela recientemente labrada: se arrastra la tierra por trozos, se pega en las rodillas, en las piernas, en los codos. Se para, toma aliento...

Sin embargo la noche es menos negra, el cielo más despejado. Las formas de los matorrales y de los árboles aislados de alrededor ya se perfilan en una tenue niebla.

Va a levantarse el día: otro peligro.

A unos centenares de metros, en la cima de una subida del terreno, distingue una masa oscura: los árboles sin duda.

Se fija como primera finalidad alcanzarlos antes del amanecer. Se pone en movimiento. El esfuerzo ha calentado su cuerpo, suavizado sus músculos y sus articulaciones, localizado el dolor a lo largo del cuerpo, del lado derecho. Llega a ponerse de pie, a permanecer, a poner sus pies descalzos e insensibles uno tras otro, a caminar. A marchar lentamente pues tiene que arrastrar su pierna derecha y le duele mucho el hombro, pero camina, avanza:

[32] encorvado, molido, debilitado, decaído, se dirige hacia el bosque. El quiere, se endereza, se esfuerza y se afianza. Antes del amanecer estará allí, se esconderá, se cubrirá de tierra, llegarán los norteamericanos, estará salvado.


* * *

El resto ha pasado en un sueño, en un sueño con dos tiempos, largo, extenuante.

Al llegar al bosque, ha renunciado a internarse en la espesura, de la que teme la traición y juzgado más prudente el sentarse aquí, un poco retirado sin embargo, entre los escasos matorrales, desde donde puede ver venir de todas las direcciones, como en un oculto observatorio.

El día se ha levantado, la pendiente que descendía a sus pies ha salido poco a poco de la sombra. El tablero de damas de campos y prados indistintos se ha precisado, la vía férrea se ha estirado allá abajo, extendida como una larga cinta. En la hondonada de dos colinas en la lejanía, un campanario apunta su flecha entre las pequeñas humaradas que ascienden en línea recta de invisibles chimeneas.

Rápidamente, se destaca muy alta en el cielo la nube todavía gris pero irradiada de una gran mancha blanca denunciando el sol que intenta atravesarla. El paisaje se ha poblado, por aquí, por allá, de algunos carruajes que van y vienen, tranquilos. Un hombre, también un paisano pero del que se distingue el significativo brazalete, se ha puesto, descuidadamente por lo demás, a contar cien pasos a lo largo de la vía férrea...

Ha evocado un rincón de naturaleza parecida, en una misma época, bajo un mismo cielo, con el mismo tablero de damas de campos y prados, los mismos bosques, los mismos árboles aislados, el mismo campanario, la misma vía férrea, en alguna parte de los confines de la Alsacia y del Franco Condado.

Ha pensado que si su madre hubiera visto el de aquí a esta misma hora, no habría dejado de advertir que el cielo se «lavaba» o que el tiempo «se secaba». Ha observado largo rato dos caballos que arrastran, a quinientos metros, una especie de rastrillo, en un prado, para «extender» las toperas: este anciano que los conducía, mi palabra, era el abuelo Tourdot, ¡ y esta pequeña que tiraba de una cuerda sujeta detrás del rastrillo, era su pequeña

[33] nieta cuyo padre, el Tony, estaba prisionero en Alemania! Por asociación de ideas, ha visto el rostro solícito de su mujer inclinarse sobre un pequeño mocosuelo de dos años... Después ha vuelto a él de nuevo, en un sobresalto de inquietud.

-- ¡ No, no, era una ilusión! Los norteamericanos no pueden estar a doce kilómetros, todo está demasiado tranquilo. A través de estos campos, de estos prados, de estos bosques, nada respira una atmósfera de guerra, con mayor razón de derrota. En Francia en 1940...

Se ha quedado aterrado: ¿qué será de él?

No hay medio de dirigirse a estas gentes, a pesar de todo ¡con semejante traje!

Ha tenido hambre, mucha hambre, y ha recogido una ramita que ha puesto en la boca: era todavía una receta de su madre cuando él voceaba la sed en sus faldas, en las tardes de gran calor, durante la cosecha. Esto le ha cambiado las ideas.

Las horas han pasado, el sol ha logrado atravesar la nube, dividir el cielo. Una campana ha sonado: mediodía, el campo se ha vaciado. La tarde transcurre igual: los carruajes han vuelto en mayor número bajo un sol más cálido que ha secado también completamente sus vestidos. Un hombre ha pasado cerca de él con una guadaña al hombro, y casi le ha rozado: él no se ha movido pero ha deducido de ello que no podrá permanecer mucho tiempo en esta situación, sin provocar la alarma. Ha reflexionado: al día siguiente es domingo, no le ha costado trabajo establecerlo tomando como referencia el embarque en el campo, que había tenido lugar un miércoles por la noche. Mañana por la mañana pues, estará tranquilo, pero habrá que temer mucho, por la tarde de la predisposición que tienen los alemanes, grandes y pequeños a pasearse por los bosques.

Ha venido la tarde, después la noche. El guardavía con su brazalete no ha cesado de ir y venir. Ninguna alarma, ni el mener ruido de motor en el cielo, durante todo este día.

-- No, no...

La luna, una gran luna de color de brasa, ha difundido su extraña claridad sobre el paisaje. Unos golpes sordos han resonado en la lejanía.

-- Están todavía a cuarenta o cincuenta kilómetros por lo menos. Si se sueltan los perros sobre mí, me habrán encontrado

[34] antes de que estén ellos aquí. Sería preciso partir, ir a su encuentro, pero ¿ante todo, en qué dirección?

Iba a desesperar de todo cuando una sensación de peligro le ha vuelto a dar ánimos. Los aviones han dado vueltas horas y horas por encima de él, y han dejado caer algunas bombas en los alrededores. Tranquilamente, sin ser inquietados, cazados o cogidos en lo más mínimo por el fuego de la defensa antiaérea. Después se han marchado, luego han vuelto otros: un continuo ir y venir hasta el amanecer.

¡ Un estar alerta, un verdadero estar en alerta, una buena puesta en alerta!

-- Esta vez, sin embargo...

El día, una niebla que se disipa rápidamente bajo un sol penetrante, de pronto un cielo sereno: un cielo de domingo, un verdadero cielo de verdadero domingo, de verdadera primavera.

Podrían ser las diez de la mañana cuando ha comenzado por fin la gran conmoción.


* * *

--¡Tac!... Tac... ¡Tacatacatacatac!... Tac... Ha calculado la distancia: de cuatro a cinco kilómetros como máximo. Esto viene en la dirección del campo, un poco más allá.

-- ¡ Tac! ¡ Tac!..., ¡ tactactac!... ¡ Tac!

La ametralladora ha insistido, otra ha contestado:

-- ¡ Toc! ¡ Toc!... ¡ Toc, toc! ¡ Toc, toc!

Después un gran estruendo:

-- ¡ Bum! ¡ bum! ¡bum!... ¡ Bum! El cañón: los proyectiles no han caído muy lejos, pero todavía más allá del pueblo.

-- ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡bum!, bum... Una vez. ¡ Bum!... ¡ bum!... Otra vez. ¡ Bum! ¡ Bum! ¡ Bum!... ¡ Bum! ¡ Bum!... ¡ Bum!

Los disparos vienen directamente hacia él, el tiro es regular, vigoroso, sonoro. Va a ser preciso reflexionar.

Una formidable explosión rasga el aire tras él, casi sobre él.

-- ¡ Buuum!

Después otra:

-- ¡ Buuum!

Tiene los tímpanos destrozados.

-- ¡ Buuum!... ¡ Buuum!

Esto no se para. Y allá abajo, el eco.

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-- ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!...

El sol es magnífico, el cielo está radiante, el campo desierto, el hombre del brazalete ha desaparecido. Nadie: está solo.

-- ¡Buuum!... Bum, bum., bum., Bum... ¡Buuum!

Él está en el eje de tiro que corta la vía férrea casi perpendicularmente y hacia la cual se repliegan los alemanes: intentarán defenderla, pero no lograrán conservarla mucho tiempo, se retirarán hacia el bosque donde pararán un momento.Hacia el bosque, es decir, hacia él. Le encontrarán.

¡No, allí no se puede quedar!

Se levanta. Desciende por la cuesta dirigiéndose hacia su izquierda para salir del eje. Su pierna ya no arrastra casi, la tierra está seca, el suelo está duro, él está en posesión de todas sus facultades. El último acto de la tragedia va a representarse, no hará ningún falso movimiento, está seguro de sí, desciende.

-- No demasiado cerca de la vía, tampoco demasiado cerca del bosque - decide.

Continúa el duelo:

-- ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!...

-- ¡ Buuum!... ¡ Buuum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!

Alargan aún más el tiro: ya cae sobre la vía.

Ve saltar gavillas de tierra en el humo, a lo largo de una línea que corta la vía transversalmente. Siente el olor de las granadas.

-- ¡Diablos, es preciso tumbarse!

Hubiera deseado ir más lejos, pero... Un matorral aislado está cerca.

-- Mal refugio.

Y prefiere el surco profundo que separa dos parcelas a quince pasos delante de él; se agazapa dentro.

-- Ss... ¡ Bum!... Ss... ¡ Bum!

¡Era el momento oportuno! Silban por encima, caen alrededor. Los estampidos que habían cesado tras él comienzan de nuevo, los disparos son más sordos, más lejanos.

-- ¡ Retroceden!

Mientras que los norteamericanos alargan el tiro, los alemanes lo acortan a medida que van retrocediendo. Él se encuentra de pronto como en el centro de un espantoso terremoto, en una nube de humo, de hierro y de tierra. Está casi cubierto de tierra y se pregunta qué milagro hace que no sea pulverizado.

Entre dos estampidos, echa una mirada por encima del surco:

[36] unas formas grises atraviesan la vía, una tras otra, en saltos rápidos... Se esconden en el terraplén: un disparo... ¡Un cuerpo a tierra, un disparo! ¡Un cuerpo a tierra, un disparo!... ¡Aúpa!.... quince pasos hacia atrás... ¡ Aúpa!... ¡ Aúpa!..., se diría que se pasan la palabra y saltan a la vez.

Retroceden sobre él, tratan de abandonar el descampado, de llegar a la espesura. ¡Aúpa!... Quince pasos hacia atrás, un disparo...

-- ¡ Con tal que no venga uno de ellos a ocultarse a mi lado, o encima de mí!

Un disparo restalla a menos de quince pasos a su izquierda, otro a menos de cinco a su derecha. El no ve a los adversarios para responderles:

-- ¿Sobre quién disparan, Dios mío?

El tiro de los cañones se alarga poco a poco, alcanza el bosque, lo atraviesa de un salto. Los disparos se cruzan por encima de él, desde que allá abajo otras formas grises han escalado la via férrea y avanzan hacia el bosque: ¡Aúpa!..., quince pasos hacia adelante, clac... ¡ Aúpa!, quince pasos hacia adelante, clac... ¡ Aúpa!

-- ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!

Un fuego nutrido. El de los atacados pierde fuerza, la réplica que parte del bosque se hace cada vez más débil, acaba por extinguirse completamente.

De repente, un inmenso clamor:

-- ¡ Hurra!... ¡ Hurra!... ¡ Hurra!

Los cañones mantienen el fuego, sus disparos son cada vez más sordos, se alejan cada vez más, pero los fusiles y las ametralladoras han enmudecido.

-- ¡Hurra!... ¡Hurra!... ¡Hurra!

Una multitud de hombres, con metralletas en la mano, se ha levantado. Hace un momento, los que huían eran algunas decenas, una centena como máximo: éstos son por lo menos un millar. Como obedeciendo a una misma e imperiosa atracción, se dirigen, se concentran todos en el mismo lugar .

-- ¡ ¡ ¡ Hurra...a...a...a!!!

Vienen de una y otra parte, andan, corren... El fin del drama les ha hecho exaltarse a todos. Ninguno le ha visto: está contento, nunca se sabe lo que puede suceder en estos momentos de excitación y de enervamiento. É1 pone cuidado en no señalar demasiado pronto su presencia, espera a que pase la multitud.

[37]

Finalmente, se atreve a moverse.

Se sienta. A ochocientos metros, unos hombres nerviosos, unos quince escasamente --los otros deben haberse internado en la espesura--van y vienen de un lado para otro, en estado de alerta con las metralletas preparadas. Ante ellos, de espaldas al bosque están alineados otros hombres, con las manos a la nuca, rígidos. Otros por último, con los brazos en alto y un fusil en la mano, se presentan uno a uno, arrojan sus armas al suelo, estrechamente vigilados, se quitan el equipo y van a colocarse en fila en la formación.

-- ¡ Dense prisa!

A uno de ellos, demasiado lento, se le recuerda su condición mediante una fuerte patada. A otro con un culatazo. Un tercero que ha querido parlamentar, tergiversar, quizá protestar: ¡Cra-a-ac! una metralleta se ha descargado a quemarropa en su pecho. Aún algunos puñetazos, patadas y culatazos y el convoy está preparado.

-- ¡ En marcha hacia el campanario!

El grupo pasa a su altura, a unos cien metros. Los prisioneros en cinco filas, sin ningún equipo, con las chaquetillas desabrochadas, los zapatos desatados, las manos tras la espalda, avanzan molestos, silenciosos y dóciles. A cada lado, un cordón armado de siete a ocho hombres les colma de sarcasmos y de advertencias. El juzga oportuno darse a conocer, se endereza de un salto.

-- ¡ Eh!... ¡ Eh!

Y levanta el brazo en un ademán de llamada.

No ha tenido que esperar mucho: el grupo se ha detenido, cuatro hombres se han destacado de él a paso de carrera, y antes de que haya tenido tiempo de darse cuenta de lo que le sucede están apoyados sobre su pecho y en su espalda los cañones de cuatro metralletas.

«¡De este modo, al menos, estoy seguro de que no dispararán!», piensa.

Las preguntas salen a borbotones, amenazadoras, en un lenguaje que él no comprende.

--French man --dice. Es todo lo que sabe de inglés, y ni siquiera está seguro de su autenticidad.

Se le mira con grandes ojos sorprendidos y desconfiados. Evidentemente no ha sido entendido. Entonces :

-- Français!

Tampoco lo es más. Prueba su último recurso:

[38]

-- Französische Häftling!... Franzus!

Esta vez lo es, una de las cuatro metralletas desciende.

-- Was?

El explica brevemente, en frases entrecortadas, y se da cuenta de que está en presencia de un alemán, de dos españoles y de un yugoeslavo, cuya lengua común es una mezcolanza con italiano.

Han comprendido, todas las metralletas descienden, se le tiende una cantimplora. Él bebe: un líquido acre, frío, que le produce ganas de arrojar. Pone mal gesto.

-- Koffé - dice el alemán -, gut Koffé! --Sacan todos unas galletas secas (duras, duras, oh, ¡tan duras!), chocolate, cajas, cigarrillos... Algunos cigarrillos.

-- Primero un cigarrillo...

Pero no hay que perder tiempo.

-- Schnell - ha dicho el alemán -, Wir müssen... --Se han dado cuenta de su estado. Entre dos (han querido ponerse dos), le han levantado sobre sus hombros, y le han llevado como un trofeo viviente, riendo, hacia el grupo que esperaba.

-- Sin-Sin? - ha preguntado uno de los jóvenes de la escolta.,

-- Yes - ha respondido él, pero los otros no han replicado, no había más que un inglés (o norteamericano) en el equipo... Tropas de choque, ha pensado él, brigada internacional, y ha evocado la guerra de España.

Mientras cae la noche, la pequeña tropa ha reanudado la marcha hacia el campanario. Él, se mantiene difícilmente en equilibrio sobre dos hombros que pertenecen a dos hombres diferentes y roe lentamente, salivando bien, unas galletas y chocolate. Los sarcasmos y las advertencias, también los juramentos, han comenzado de nuevo a llover sobre los prisioneros, que siempre dóciles, molestos por sus zapatos desatados, avanzan con la cabeza inclinada y las dos manos sobre la nuca.

-- Porco Dio!... Gott verdammt!

De vez en cuando, el alemán toma la palabra:

-- Du!... Blöder Hund!... Du...- Y señala a un prisionero.

Después, sacando un revólver de la funda, se vuelve hacia el que le acaban de entregar:

-- Muss ich erschiessen? (3) - le pregunta.

El prisionero revuelve los ojos espantados y suplicantes, aguardando la respuesta: es una sonrisa neutra, resignada.

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-- Du hast Glück!... Mensch! Blöder Hund... - y escupe despreciativamente -: ¡ Gg!... Lumpen (4).

Los papeles se han invertido.

De sarcasmo en sarcasmo, de pulla en pulla, de amenaza en amenaza, el cortejo, vencedores triunfantes y vencidos chasqueados, hace su entrada en el pueblo todavía antes de la noche. Se ha pasado ante una estación muy pequeña, parecida a otra que él conoce bien de pasar a caballo en el Franco Condado y la Alsacia. En el frontispicio ha leído «Münchhof» en letras góticas. Se ha atravesado un paso a nivel. Le han depositado en tierra, se han separado con él del grupo, después, lentamente, ayudando los unos al otro, se han puesto en marcha entre el ruido ensordecedor de imponentes máquinas de guerra. Estas atraviesan el pueblo desierto aunque intacto a toda prisa y con las armas preparadas dirigiéndose hacia las nuevas posiciones.


* * *

Los débiles, los deprimidos, los que han permanecido mucho tiempo retirados de la vida del mundo son a menudo, como los nerviosos y los enfermos, de una sensibilidad extrema, y esta sensibilidad se manifiesta siempre a contrapelo. El empezó a chocar desde las primeras tomas de contacto con la libertad. En primer lugar en casa del comandante, luego cuando encontró el convoy, y, por último, en esta villa en la que pasó dos noches.

Un hombre raro, este comandante: el inglés, el alemán, el italiano, el francés, todas las lenguas parecían serle familiares. Y después, este tono, esta actitud:

-- Primeramente, escoger un albergue, amigo mío, comer, reponerse, reposar, una buena cama. Después, ya veremos... Llame a la primera puerta que juzgue conveniente... No, no, con mis hombres no, ellos no tienen tiempo, deje en paz a mis hombres ahora. Llame: si le abren pida de comer, caliente, pues tiene necesidad de tomar algo caliente. Nosotros le daremos un pequeño suplemento, frío naturalmente... Si no le responden, entre a pesar de todo y, haya alguien o no, obre como en su casa, todas estos gentes son nuestros criados, les ha llegado el turno... ¡ No tienen más que comportarse bien! No, no, no tenga miedo, a la menor falta de consideración... Entendido, ¿no es así? Venga a verme de nuevo


[40] mañana. Hasta entonces ... ¿No está herido?... ¿No está enfermo?... Sí, con toda seguridad, débil, débil solamente. Hasta mañana pues. Y procure encontrar un par de zapatos por ahí... y otro smoking!

Al día siguiente volvió. El comandante, sentado en un sillón, estaba de coqueteo con dos personas muy lindas que reían a carcajadas y parecían muy dispuestas a «comportarse bien» en el sentido militar de la expresión cuando se aplica a los civiles del sexo contrario.

«La hembra siempre se somete riendo a la ley del vencedor - pensó -. En Francia, en 1940... Todas, hijas de Colas Breugnon.». (5)

Pero el otro, inmediatamente:

-- ¡Ah, es usted! Le diré pues, desde ayer por la noche he recibido a no pocos como usted: desde el amanecer, mis hombres no dej an. de transportarlos al «Arbeitsdienst»...(6) ¿Qué voy a hacer, Dios mío? ¡Un tren, suponen un tren! ¡Y no tango medios para transportarlos hacia la retaguardia!... Van a morir todos, mi palabra, van a morir todos! Vaya, ¿qué tal era la pensión en la que estuvo?... ¡Ah! ¡Los cochinos! No te preocupes, amigo, estas dos muchachas...

-- Bueno - prosigue -. ¿Puede usted andar?... Entonces no vaya al «Arbeitsdienst»... Hacia el oeste, amigo mío, hacia el oeste. Evadido, llegado por sus propios medios a tierra amiga..., convención de La Haya, deportado, prioridad... A la primera ambulancia que encuentre, hágale señal... En ocho días estará en París... Todos los derechos, se lo digo... Le daremos víveres para el camino. ¿Es esto en realidad todo lo que ha encontrado usted desde ayer por la noche? ¡Va a asustar a las chicas en el camino! ¿Es que no había nada donde ha dormido? ¡Pero hombre, la guerra la hemos ganado nosotros!... ¡ Qué broma más divertida! ¡ Ah! Estos franceses nunca aprenderán nada... ¡ Franz!...

Un ordenanza, algunas palabras en mezcolanza de inglés y alemán:

-- Also, bye, bye!... Siga al guía, él le dará algunas provisiones para el viaje. Suerte, pero... ¡procure hacerlo mejor la próxima vez !

Abundantemente provisto con latas de conservas, azúcar, chocolate, galletas, cigarrillos, etc..., etc..., que no sabía dónde meter,

[41] se encontró nuevamente fuera: quería ver el convoy, se dirigió hacia la estación.

La gente, paisanos y soldados, iba y venía atareada sobre los andenes, charlaba, se apresuraba. Se apartaron para que pasase: la ropa que llevaba le hacía digno de una especie de consideración. Unos equipos sacaban de los vagones cuerpos semidesnudos, andrajosos, descarnados, sucios, barbudos, enfangados, los paisanos ayudaban y miraban compasivamente horrorizados... Se alineaban los cadáveres a lo largo de la vía, después de haber tomado los números cuando los había sobre los pobres harapos. El buscó por si había alguna figura conocida entre los muertos... Dos hombres, dos paisanos alemanes, llegaron portando un gran cuerpo delgado.

-- Kaputt, decía uno; nein, replicaba el otro, atmet noch... (7)

Reconoció a Barray: ¡Barray!

Barray era un ingeniero de Saint-Etienne: en el campo, habían dormido tres semanas en el mismo jergón, se hicieron amigos; «si salimos de ésta, nos escribiremos», se habían prometido.

Se enteró por un superviviente de que el desdichado había sucumbido bajo los golpes de los presos alemanes por haber entonado La Marseillaise, en el delirio del hambre, del frío y de la fiebre. Los de la S,S. habían asistido al drama con una gran sonrisa, encontrando que era mucho más entretenido que el monótono y ritual disparo de revólver.

--¡ Barray!... Ninguna esperanza - dijo.

Y se alejó pensando que había verdaderamente una fatalidad en las casas y que ciertas predicciones se comprobaban en la vida: por lo menos quince días antes, Barray juraba por todo lo sagrado que estaría libre el lunes de Cuasimodo... Tomó sin embargo la resolución de escribir a su viuda y a los dos hijos de los que habían hablado tan frecuentemente por la noche antes de dormirse.

El superviviente - ¡ él decía el superviviente! - le contó la historia del convoy... Había sido inmovilizado dos kilómetros después de haber pasado la estación, en las primeras horas del sábado. Los de la S.S., precipitadamente, obligaron a descender a todos los hombres sanos, les agruparon en una gran columna que no terminaba nunca y les hicieron caer a tierra en media de los aullidos de los perros y los disparos asesinos. Allí abandonaron a

[42]los muertos, a los moribundos y a todos los que, gracias a la confusión general, tuvieron la suerte de pasar por tales: había demasiados, visiblemente, y no tuvieron tiempo de matarlos uno a uno, no tuvieron el tiempo o el gusto. (8)

Continuó su inspección. En un gran vagón abierto y del que nadie se ocupaba, emergían de un montón de muertos unos troncos vivos, tiritando a pesar del fuerte sol; se apretujaban entre ellos contra un frío que eran los únicos en sentir.

-- ¿Qué esperáis?

-- Bien..., esperamos la muerte, ¿no lo ves? --¿ Eh?

-- ¡Bah!... Estamos todavía vivos catorce, todos los demás han muerto, esperamos el turno...

No comprendió el que ellos estuviesen tan poco aferrados a la vida.

«Aquéllos la han abandonado - pensó -, no vale la pena ocuparse de ellos ... Ya están al otro lado y se encuentran bien allí.» Recibirían la vida como un castigo del que tendrían prisa por verlo levantado.

Y pasó indiferente. Cuántos de estos seres había conocido en el campo, que arrastraban tras ellos una especie de fatalidad y a los que no se podía encontrar nunca de nuevo sin pensar que ya estaban muertos, que su cadáver se sobrevivía en cierto modo a sí mismo... Nunca les faltaba una ocasión para abordarle a uno, meterle a la fuerza en la cabeza que la guerra terminaría en dos meses, que los norteamericanos estaban aquí, los rusos allá, Alemania en revolución, etc. Eran irritantes, le consumían a uno la paciencia. Un buen día, ya no se les veía más: habían transcurrido los dos meses, no habían visto venir nada, como se decía habían «soltado la barandilla», se habían dejado morir en la fecha prevista. Estos abandonaban la lucha en la mata, terminaban los dos meses en el ¡día de la libertad! El sabía por experiencia que no había nada que hacer.

Dos pasos más allá, tuvo un remordimiento.

-- No os quedéis así, levantaos, los norteamericanos están aquí, vacían el vagón de al lado, vienen a por vosotros. Van a daros de comer , hay un hospital en el pueblo.

[43]

No le creyeron, pero él se quedó con la conciencia tranquila. Diez, doce, quince vagones, muertos, moribundos.

-- ¡ Morir aquí!... ¡ Venir a morir aquí!

En la cola del tren, los víveres: sacos de guisantes, de harina, latas de conserva, paquetes de todos los sucedáneos imaginables, alcohol, cerveza, licores, ropa, zapatos, accesorios, etc... Tomó una mochila de soldado y un par de zapatos italianos con lengüeta de tela y suelas lisas, que le iban maravillosamente a su pie, después partió, apresurándose a abandonar toda esta miseria.

Quiso sin embargo ver todavía el campo del «Arbeitsdienst» a dos pasos, donde le había dicho el comandante que se transportaba a los vivos: un gran terreno rodeado de barracones de madera, algunos esqueletos que iban y venían, apretando las manos sobre sus intestinos retorcidos, unos cadáveres acá y allá... Eran quinientos o seiscientos. Algunos enfermeros benévolos se ocupaban de ellos, corrían de uno a otro, esforzándose en vano en hacerles comprender que debían permanecer prudentemente extendidos sobre los jergones en el interior de los barracones. Escasos eran los que habían guardado en sus ojos la voluntad y en el corazón el ansia de vivir. Los que todavía se hubieran podido salvar empezaban a morir de diarrea disentérica por haberse arrojado demasiado vorazmente, desdeñando los consejos, sobre los víveres que se les distribuía con profusión: comían, sentían una gran necesidad de aire, querían salir e iban a morir en el patio... No, no, éste no era un lugar para él. Por lo pronto se estaba demasiado cerca de las líneas, aún se oían fuertemente los cañonazos. Se marcharía. A pie hasta el fin, si era preciso: evocó el regreso de Ulises.

Se encaminó hacia la villa en la que había dormido la víspera y en donde le esperaba una nueva desazón. En el intervalo encontró a un soldado norteamericano, que, en la puerta de un granero, divertido, quiso afeitarle.

A decir verdad, no era una villa sine una pequeña casa de ingeniero o de jubilado, como tantas que había en Francia, con un jardín y una verja alrededor. La víspera, él la había encontrado desierta, con todas las puertas abiertas. En la cocina ni siquiera se había levantado la mesa: queso blanco en un plato, confitura --¡ la mermelada de los alemanes!--en otro. En el comedor, las puertas del armario estaban entreabiertas, la ropa blanca y diversos objetos estaban apilados sobre el diván, sobre la mesa, sobre las sillas, todo revuelto, un baúl cuya tapa estaba abierta a la

[44] espera. El dormitorio se encontraba en perfecto orden. En él había respirado la reciente angustia de gante acomodada que había tenido esperanza hasta el fin y esperó hasta el último minuto para marcharse.

«No están lejos - pensó -, van a volver de un momento a otro.»

Había dormido en la cama grande del dormitorio, en ella había matado el tiempo por la mañana fumando un cigarrillo; se había desperezado en el calor de las sábanas, bajo un amplio haz de rayos de sol que rebotaban sobre los muebles barnizados. Al abandonar esta vivienda para volver a casa del comandante, hacia las diez de la mañana, pensó en lo que le sucedió en 1940, cuando replegándose de la Alsacia quiso pasar por última vez por su casa. Se volvió a ver con un lápiz para escribir un letrero que hubiese fijado en la puerta si no le hubiese retenido en el último una especie de arrogancia que siempre había creído inoportuna: «Usen de todo, no roben nada, no rompan nada. No se venguen en las casas de lo que tengan que reprochar a los individuos... No hagan pagar a los individuos lo que crean que es un error de la colectividad». Y sólo había tomado en el armario la ropa blanca indispensable: una camisa, unos calzoncillos, un pañuelo, bajo el aparador de la cocina el par de sandalias imitación de cuero que tanto habían hecho reír al comandante... También había vencido una tentación muy fuerte cuando al pasar ante el garaje en el jardín, en el último momento antes de salir, había levantado el cierre ante un magnífico Opel.

Ahora todo había desaparecido, el magnífico Opel estaba lejos, los muebles despanzurrados, la lencería había volado, la vajilla estaba rota.

«Y yo que tuve tantos escrúpulos - pensó -. ¡La guerra, ah, la guerra!» En la mesilla de noche, un despertador que vio la noche anterior, había quedado intacto por milagro. Marcaba las 18,30.

Se tumbó vestido sobre la cama y se durmió.


* * *

A la mañana siguiente, temprano, cuando el sol ya estaba alto, se puso en camino... El estampido de los cañones seguía retumbando; detrás de él, las potentes máquinas de guerra seguían subiendo para reforzar el frente... A la salida del pueblo, ante una

[45] casa aislada, unos paisanos cocían algo en un caldero puesto sobre dos piedras: estaban allí una media docena, mal vestidos, mal lavados, sin afeitar, sucios, y vio que uno de ellos alimentaba el fuego con libros que cogía de un montón. Se acercó con curiosidad: eran obreros forzados belgas y holandeses, los libres eran los de la «Hitler-Jugend-Bücherei».

Echó una mirada sobre los títulos: Kritik über Feuerbach, Die Räuber, de Schiller; Kant und die Moral, Goethe, Hölderlin, Fichte, Nietzsche, etc., allí estaban todos como en una cita trágica y esperaban a que fuese decidida su suerte entre señores de linaje menos noble, como los Goebbels y los Streicher. El papel era bueno, la encuadernación sencilla, la presentación de buena contextura. Siempre había tenido una debilidad por los libros, cualesquiera que fuesen. Tomó uno de ellos : Tú y el arte, por un jefe del nacionalsocialismo. Lo abrió maquinalmente y vi una reproducción en colores de «La liberté guidant le peuple», de Delacroix. Pasó las hojas más atento: unas flores de Monet, un detalle de Renoir, «La Gioconda», «Madame Récamier», «El rnartirio de San Sebastián»... El contraste con el infierno del que salía le dolió, pidió autorización para llevarse este libroe, fruto sin embargo de esta civilización que había sido tan cruel con él y que asombrará y escandalizará al mundo hasta el fin de los siglos. La autorización le fue concedida con una sonrisa y un mal chiste. Ciertamente, era difícil de comprenderlo.

Tomó de nuevo la dirección oeste, con el presentimiento de que no encontraría nunca una ambulancia de buena voluntad, de que tendría que ir a pie hasta el fin... Bruscamente se sintió en el umbral de una nueva aventura y, aunque en otra época y bajo otro cielo, hubiera querido que se pareciese a la de Ulises que había evocado el día anterior.

Ante él, veía carreteras, campesinos en los campos, zarzales en cierne, árboles brotando, granjas, gentes que le preguntaban su historia y a las cuales se la contaba de buena gana, carreteras y más carreteras y, allá abajo, en el fondo de este horizonte de espejismo, una casita bajo las tuyas, en las afueras de una pequeña ciudad. En el jardín, un chiquillo que seguía teniendo dos años y que jugaba con la arena, levantaba grandes ojos asombrados al verte llegar con su traje de presidiario... Le dirigió la palabra:

-- ¿Cómo te llamas, pequeño? ¿Dónde está tu mamá?...

Y lloró.

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