8 - LOS CAMINOS DEL CIELO

Los cielos manifiestan la gloria del Señor
y la bóveda del cielo revela la obra de sus manos.
Un día anuncia a otro,
una noche imparte conocimientos a otra
sin palabras, sin hablar,
sin que sus voces se escuchen.
Por toda la Tierra ha ido su línea,
hasta en los confines del mundo está su mensaje;
en ellos Él ha hecho que el Sol ponga su tienda.

Así describió el salmista bíblico las maravillas de los cielos y el milagro de los días y las noches que se siguen, mientras la Tierra rota sobre su eje (la bíblica «línea» que va a través de la Tierra) y órbita al Sol, que se asienta en el centro de todo (como un potentado en su tienda).

«El día es tuyo y la noche también; tú has establecido la luminaria y el Sol... Verano e invierno por ti fueron creados.»

Durante milenios, desde que el hombre alcanzó la civilización, sacerdotes-astrónomos observaron los cielos en busca de guía para el hombre en la Tierra -desde los zigurats de Sumer y Babilonia, los templos de Egipto, el círculo de piedras de Stonehenge o el Caracol de Chichén Itzá.

 

Se observaron, se calcularon y se registraron los complejos movimientos celestes de estrellas y planetas; y, para poder hacer esto, zigurats, templos y observatorios se alinearon con exactas orientaciones celestes y se dotaron de aberturas y de otros detalles de construcción que permitieran entrar la luz del Sol o de otra estrella en los momentos de los equinoccios o de los solsticios.

¿Para qué llegó el hombre hasta estos extremos? ¿Para ver qué, Para determinar qué?


Entre los expertos, es habitual atribuir los esfuerzos astronómicos del hombre antiguo a la necesidad de un calendario para una sociedad agrícola que precisaba saber cuándo sembrar y cuándo cosechar. Esta explicación se ha dado por supuesta durante mucho tiempo. Sin embargo, un agricultor que labre la tierra año tras año puede estimar el cambio de las estaciones y la llegada de las lluvias mucho mejor que cualquier astrónomo, y aún podría contarle un par de cosas más.

 

Lo cierto es que, dondequiera que se han encontrado sociedades primitivas (que subsisten de la agricultura) en los lugares más remotos del mundo, sus miembros han vivido y se han alimentado durante generaciones sin necesidad de astrónomos ni de un calendario preciso. Y también es un hecho fundado que el calendario fue diseñado en la antigüedad dentro de una sociedad urbana, y no agrícola.

Un simple reloj de sol, un gnomon, puede proporcionar suficiente información diaria y estacional como para no poder sobrevivir sin él. Sin embargo, el hombre antiguo estudiaba los cielos y alineaba sus templos con las estrellas y los planetas, y no relacionaba su calendario y sus festividades con el suelo sobre el que se erguía, sino sobre los caminos del cielo ¿Por qué? Porque el calendario no se diseñó con fines agrícolas, sino con fines religiosos. No para beneficio de la humanidad, sino para venerar a los dioses. Y los dioses, según la primera de todas las religiones y según el pueblo que nos dio el calendario, vinieron de los cielos.

Habría que leer y releer los versos del salmista para darse cuenta de que la observación de las maravillas de los fenómenos celestes no tiene nada que ver con labrar la tierra o pastorear el ganado; tiene que ver con la veneración al Señor de Todo. Y no hay mejor forma de comprenderlo que volviendo a Sumer, pues fue allí, hace unos 6.000 años, donde la astronomía, el calendario y la religión enlazaron a la Tierra con los Cielos.

 

Aquéllos eran los conocimientos que, según los súmenos, les habían dado los anunnaki («aquéllos que del Cielo a la Tierra vinieron»), los que habían venido a la Tierra desde su planeta, Nibiru. Según ellos, Nibiru era el duodécimo miembro del Sistema Solar, y ésa es la razón por la que la franja celeste se dividió en doce casas y el año en doce meses. La Tierra era el séptimo planeta (contando desde el exterior hacia el interior), y de ahí que, dado que el doce era el número sagrado celeste, el siete fuera el número sagrado terrestre.

Los sumerios dejaron constancia en numerosas tablillas de arcilla de que los anunnaki habían llegado a la Tierra mucho antes del Diluvio. En El 12° planeta determinamos que debió de suceder unos 432.000 años antes del Diluvio -período equivalente a 120 órbitas de Nibiru, órbitas que, aunque para los anunnaki no representan más que un año de los suyos, equivalen a 3.600 años terrestres. Éstos iban y venían entre Nibiru y la Tierra cada vez que su planeta se acercaba al Sol (y a la Tierra), mientras pasaba entre Júpiter y Marte; y no cabe duda de que, fuera lo que fuera lo que los sumerios se pusieron a observar en los cielos, no pretendían saber cuándo tenían que sembrar, sino ver y celebrar el regreso del Señor celeste.

Creemos que éste es el motivo por el cual el hombre se hizo astrónomo; que ésta es la razón por la cual, a medida que el tiempo pasaba y Nibiru dejaba de verse, el hombre buscó signos y augurios en los fenómenos que se podían contemplar, y la astronomía dio origen a la astrología. Y si las orientaciones astronómicas y los alineamientos y divisiones celestes que tuvieron su origen en Sumer se pudieran encontrar también en los Andes, se demostraría que entre estas dos culturas tuvo que haber una conexión irrefutable.

En algún momento de principios del cuarto milenio a.C, según los textos sumerios, el soberano de Nibiru, Anu, y su esposa, Antu, visitaron la Tierra. En su honor, se construyó un flamante recinto sagrado con una torre-templo, en un lugar que, posteriormente, se conocería como Uruk (la bíblica Erek). Se ha conservado un texto sobre tablillas de arcilla en donde se cuenta la noche que pasaron allí. Al anochecer, se dio inicio a una comida ceremonial con un lavatorio de manos ritual sobre una señal celeste -la aparición de Júpiter, Venus, Mercurio, Saturno, Marte y la Luna. Después, se sirvió la primera parte de la comida, seguida por un pausa.

 

Mientras un grupo de sacerdotes se ponía a cantar el himno Kakkab Anu Etellu Shamame («El planeta de Anu se eleva en los cielos»), un sacerdote-astrónomo, «en el piso más alto de la torre del templo» esperaba la aparición del planeta de Anu, Nibiru. Cuando se avistó el planeta, los sacerdotes rompieron a cantar «A aquél que crece en brillo, el planeta celestial del Señor Anu», y el salmo «Ha aparecido la imagen del Creador».

 

Se encendió una hoguera para señalar el momento y para transmitir la noticia a las poblaciones vecinas y, antes de que acabara la noche, todo el país resplandecía con el fuego de las hogueras; finalmente, por la mañana, se recitaron oraciones de agradecimiento.

El esmero y los grandes conocimientos astronómicos que se requerían para la construcción de templos en Sumer se hacen evidentes a partir de las inscripciones del rey sumerio Gudea (hacia el 2200 a.C). El primero que se le presentó fue «un hombre que brillaba como el cielo», que estaba de pie, junto a un «pájaro divino». Este ser, «que por la corona sobre su cabeza era, obviamente, un dios», afirma Gudea, resultó ser el dios Ningirsu. Le acompañaba una diosa que «sostenía la tablilla de su estrella favorable de los cielos».

 

En la otra mano, tenía «un estilo sagrado», con el cual le indicaba al rey «el planeta favorable». Un tercer dios de aspecto humano tenía en las manos una tablilla de piedra preciosa, sobre la cual estaba dibujando el plano del templo. En una de las estatuas de Gudea se le puede ver sentado con esta tablilla sobre las rodillas. El dibujo divino se puede ver con toda claridad; ofrece la planta del templo, y una escala para erigir los siete pisos, cada vez más pequeños a medida que se asciende. Y no era, lo indica el texto, un Templo Solar, sino un Templo Estrella + Planeta.

Los sofisticados conocimientos astronómicos de los que hicieron gala los sumerios no se limitaban a la construcción de templos. Tal como explicamos en nuestros libros anteriores, y tal como se reconoce actualmente en general, fue en Sumer donde se establecieron todos los conceptos y principios de la moderna astronomía esférica. La lista puede comenzar con la división del círculo en 360°, la concepción de cénit, el horizonte y otras nociones y términos astronómicos, y puede acabar con la agrupación de estrellas en constelaciones, el diseño, nominación y representación gráfica del Zodiaco y sus doce casas, y el reconocimiento del fenómeno de la Precesión -el retraso en el movimiento de la Tierra alrededor del Sol en alrededor de un grado cada 72 años.

Mientras que el planeta de los dioses, Nibiru, aparecía y desaparecía en el curso de sus 3.600 años terrestres de órbita, la humanidad en la Tierra tan solo podía contar el paso del tiempo en términos de su propia órbita alrededor del Sol. Tras el fenómeno del día y la noche, el más fácil de reconocer era el de las estaciones. Como atestiguan los círculos de piedras, tan sencillos como abundantes, era fácil establecer hitos que marcaran los cuatro puntos de la relación Tierra/Sol: la elevación aparente del Sol en los cielos y su lento aumento de duración con el paso del invierno a la primavera; un punto cuando el día y la noche parecen iguales; después, el gradual distanciamiento del Sol a medida que los días se hacen más cortos y la temperatura comienza a bajar.

 

Mientras el frío y la oscuridad aumentan y parece que el Sol se vaya a desvanecer por completo, vacila, se detiene y comienza su regreso; y todo el ciclo se repite -ha comenzado un nuevo año. Así se establecieron los cuatro acontecimientos del ciclo Tierra/Sol: los solsticios de verano e invierno («las detenciones solares»), cuando el Sol alcanza sus posiciones más lejanas al norte y al sur, y los equinoccios de primavera y otoño, cuando el día y la noche son iguales.

Para relacionar este movimiento aparente del Sol con respecto a la Tierra, cuando en realidad es la Tierra la que órbita alrededor del Sol -hecho que los sumerios conocían y representaban-, era necesario proporcionar un punto de referencia celeste al observador en la Tierra. Esto se lograba dividiendo los cielos, el gran círculo formado por la Tierra alrededor del Sol, en doce partes -las doce casas del Zodiaco, cada una con su propio grupo discernible de estrellas (las constelaciones).

 

Se eligió un punto -el equinoccio de primavera-, y la casa del Zodiaco en la que el Sol se veía en ese momento se declaró como primer día del primer mes del nuevo año. Y esto, todas las investigaciones sobre los registros antiguos lo demuestran, ocurrió en la casa zodiacal o Era de Tauro.

Pero entonces llegó la precesión para arruinar el arreglo. Porque el eje de la Tierra está inclinado en relación con el plano orbital alrededor del Sol (23'5o en la actualidad), y esto hace que cabecee como una peonza. El eje apunta a un lugar celeste cambiante, formando un gran círculo imaginario en los cielos que precisa de 25.920 años para recorrerlo. Eso significa que el «punto fijo» elegido cambia un grado cada 72 años, y cambia completamente de una casa zodiacal a otra cada 2.160 años.

 

Alrededor de dos milenios después de que se estableciera el calendario en Sumer, se hizo necesario reformarlo y seleccionar como punto fijo la Casa de Aries. Los astrólogos aún levantan sus horóscopos basándose en el primer punto de Aries, aunque los astrónomos saben que llevamos casi dos mil años en la Era de Piscis, y estamos a punto de entrar en la Era de Acuario.

La división del gran círculo celeste en doce partes, en honor a los doce miembros del Sistema Solar y al panteón de doce dioses olímpicos, llevó también al año solar a una estrecha correlación con la periodicidad de la Luna. Pero, dado que el mes lunar se queda corto para recorrer el año solar doce veces, se diseñaron unos complejos métodos de intercalación mediante los cuales añadir días cada cierto tiempo para alinear los doce meses lunares con el año solar.

En tiempos babilónicos, en el segundo milenio a.C, había que alinear los templos en función de tres cosas: el nuevo Zodiaco (Aries), los cuatro punto solares (el más importante de los cuales, en Babilonia, era el equinoccio de primavera) y el período lunar. El templo más importante de Babilonia, que honraba a su dios nacional, Marduk, y cuyas ruinas se han encontrado en un relativo buen estado de conservación, ejemplifica todos estos principios astronómicos.

 

También se han encontrado textos que describen en términos arquitectónicos sus doce puertas y sus siete niveles, permitiendo a los expertos reconstruir su funcionalidad como un sofisticado observatorio solar, lunar, planetario y estelar (Fig. 81).

Sólo en los últimos años se ha llegado a reconocer que la astronomía, combinada con la arqueología, puede ayudar a fechar monumentos, a explicar acontecimientos históricos y a definir los orígenes celestes de las creencias religiosas. Y llevó casi un siglo que esta idea alcanzara el nivel de una disciplina llamada arqueoastronomía, pues fue en 1894 cuando Sir Norman Lockyer (The Dawn of Astronomy) demostró de forma convincente que, en todos los tiempos y casi en todas partes, los templos -desde los más antiguos santuarios hasta las mayores catedrales- se habían orientado astronómicamente.

 

Vale la pena mencionar que la idea se le ocurrió debido a «algo remarcable: en Babilonia, desde el principio de los tiempos, el signo de Dios era una estrella»; del mismo modo, en Egipto, «en los textos jeroglíficos, tres estrellas representaban el plural 'dioses'» También observó que, en el panteón hindú, los dioses más venerados del templo eran Indra («el día traído por el Sol») y Ushas («amanecer»), dioses relacionados con la salida del Sol.

Figura 81
 

Centrándose en Egipto, en donde todavía hay en pie antiguos templos y se puede estudiar en detalle su arquitectura y su orientación, Lockyer reconoció que los templos de la antigüedad eran o bien templos solares, o bien templos estelares. Los primeros eran los templos cuyo eje y ritual o funciones calendáricas se alineaban bien con los solsticios, o bien con los equinoccios; los últimos eran templos que no estaban conectados con ninguno de los cuatro puntos solares, sino que estaban diseñados para observar y venerar la aparición de determinada estrella, en determinado día, en determinado punto del horizonte. A Lockyer le resultó asombroso que, cuanto más antiguos eran los templos, más sofisticada era su astronomía.

 

Así, en los inicios de su civilización, los egipcios eran capaces de combinar un aspecto estelar (la estrella más brillante entonces, Sirio) con un acontecimiento solar (el solsticio de verano) y con el desbordamiento anual del Nilo. Lockyer calculó que esta triple coincidencia sólo podía suceder una vez cada 1.460 años, y que el Punto Cero egipcio, momento en el que comenzó su cuenta calendárica, fue hacia el 3200 a.C.

Pero la principal contribución de Lockyer a lo que (¡después de casi un siglo!) se ha convertido en la arqueoastronomía fue la constatación de que la orientación de los templos antiguos podía ser una pista para determinar el momento exacto de su construcción. Su ejemplo más importante fue el complejo de templos de Tebas, en el Alto Egipto (Karnak).

 

Allí, la orientación, más antigua y sofisticada, de las ciudades sagradas más antiguas (a los equinoccios) dio paso a la más sencilla orientación a los solsticios. En Karnak, el Gran Templo de Amón-Ra constaba de dos construcciones rectangulares construidas espalda contra espalda sobre un eje este-oeste, con una pequeña desviación hacia el sur (Fig. 82).

Figura 82
 

La orientación era tal que, en el momento del solsticio, un rayo de luz solar cruzaba un corredor en toda su longitud (alrededor de 152 metros de largo), pasando de una parte del templo a la otra por entre dos obeliscos. Y, durante un par de minutos, el rayo de sol alcanzaba el Santo de los Santos, en el extremo del corredor, con un destello de luz, señalando así el momento de comienzo del año nuevo, con el primer día del primer mes.

Pero aquel preciso momento no era constante; seguía cambiando, dando como consecuencia que los posteriores templos se construyeran con pequeñas modificaciones en la orientación. Cuando la orientación se basó en los equinoccios, lo que variaba era el cambiante fondo estelar contra el cual se veía el Sol -el cambio de «eras» zodiacales se debe a la precesión.

 

Pero parecía haber otro cambio más profundo que afectaba a los solsticios: ¡el ángulo entre los extremos de la zona por la que se movía el Sol seguía disminuyendo! Con el tiempo, los movimientos del Sol parecían estar sujetos a otro fenómeno más en su relación con la Tierra.

 

Y los astrónomos descubrieron que la oblicuidad de la Tierra, la desviación de su eje contra su sendero orbital alrededor del Sol, no siempre había sido la de entonces (algo por debajo de los 23,5°). El cabeceo de la Tierra cambia esta desviación en alrededor de 1o cada 7.000 años más o menos, decreciendo hasta quizás 21° antes de volver a aumentar hasta más de 24°. Rolf Müller, que aplicó este hecho a la arqueología andina (Der Himmel über dem Menschen der Steinzeit y otros estudios), calculó que, si los restos arqueológicos estaban orientados con una desviación de 24°, significaba que se habían construido hace, al menos, 4.000 años.

La aplicación de este sofisticado e independiente método de datación es tan importante como la innovación de la datación por radiocarbono -quizás incluso más, puesto que las pruebas de radio-carbono sólo se pueden aplicar a materiales orgánicos (como la madera o el carbón) que se puedan encontrar en los edificios o cerca de ellos, lo cual no excluye que la construcción pueda ser de una época más antigua; pero la arqueoastronomía puede datar al edificio en sí mismo, e incluso las épocas en las que se construyeron sus diferentes partes.

El profesor Müller, cuyo trabajo examinaremos con más detenimiento, llegó a la conclusión de que las perfectas construcciones de sillares de Machu Picchu y Cuzco (tan remotas como las megalíticas poligonales) tenían más de 4.000 años, confirmando así la cronología de Montesinos. Como veremos, la aplicación de la arqueoastronomía a las ruinas andinas ha dado al traste con muchas ideas referentes a la antigüedad de la civilización en las Américas.

Los astrónomos modernos tardaron en llegar a Machu Picchu, pero al final lo hicieron. Fue en la década de 1930 cuando Rolf Müller, profesor de astronomía de la Universidad de Potsdam, publicó sus primeros estudios sobre los aspectos astronómicos de las ruinas de Tiahuanacu, Cuzco y Machu Picchu. Sus conclusiones, en las que establecía la gran antigüedad de estas ruinas, y en especial de los monumentos de Tiahuanacu, a punto estuvieron de arruinar su carrera.

En Machu Picchu, Müller centró su atención en el Intihuatana, en la cumbre de la colina que se eleva al noroeste de la ciudad, y en la estructura que hay encima de la roca sagrada, pues en ambos lugares vio los detalles precisos que le pudieran permitir averiguar sus fines y usos (Die Intiwatana [Sonnenwarten] im Alten Perú y otros escritos).

Müller se dio cuenta de que el Intihuatana estaba en la cima del punto más alto de la ciudad. Desde allí, se podía ver el horizonte en todas direcciones; pero las paredes de sillares megalíticos impedían la visión en determinadas direcciones, las que estaban en la mente de los constructores.

 

Tanto el Intihuatana como su base se tallaron a partir de una única roca natural, elevando el pilar o el cabo del artefacto hasta la altura deseada. Y tanto el pilar como la base se tallaron y orientaron de un modo preciso (véase Fig. 76). Müller concluyó que las distintas superficies inclinadas y los lados angulados se diseñaron para determinar la puesta del Sol en el solsticio de verano y el amanecer en el solsticio de invierno y en los equinoccios de primavera y otoño.

Antes de sus investigaciones en Machu Picchu, Müller había investigado a fondo los aspectos arqueoastronómicos de Tiahuanacu y de Cuzco. Un antiguo grabado en madera español (Fig. 83a) le sugirió que el gran Templo del Sol de Cuzco se construyó así para permitir que los rayos del Sol brillaran directamente en el Santo de los Santos en el amanecer del día del solsticio de invierno.

 

Aplicando las teorías de Lockyer al Coricancha, Müller fue capaz de calcular y demostrar que los muros precolombinos, junto con aquel circular Santo de los Santos, podían haber servido a los mismos fines que los templos en Egipto (Fig. 83b).

Figura 83
 

El primer aspecto de la estructura de encima de la roca sagrada de Machu Picchu que resulta obvio es su forma semicircular y los perfectos sillares con los que está construida. Su parecido con el semicircular Santo de los Santos de Cuzco es obvio (ya hemos expresado nuestra opinión de que el de Machu Picchu fue anterior al de Cuzco); y también lo fue para Müller, que sugirió inmediatamente una función similar -la de determinar el solsticio de invierno.

 

Después de comprobar que los arquitectos habían orientado las paredes rectas de esta estructura en función de la ubicación geográfica y la elevación por encima del nivel del mar de Machu Picchu, Müller determinó que las dos ventanas trapezoidales de la porción circular (Fig. 84) habrían permitido a un observador contemplar a través de ellas el amanecer de los solsticios de verano e invierno ¡de hace 4.000 años!

Figura 84
 

En la década de 1980, dos astrónomos del Observatorio Steward de la Universidad de Arizona, D. S. Dearborn y R. E. White (Archeo-astronomy at Machu Picchu) examinaron el mismo emplazamiento con instrumentos más modernos. Dearborn y White confirmaron las orientaciones astronómicas del Intihuatana y de las dos ventanas del Torreón (en donde el visionado se debe hacer desde la sobresaliente roca sagrada, a lo largo de sus ranuras y bordes).

 

Sin embargo, no se unieron a Müller en la discusión sobre la edad de la construcción. Y ni ellos ni Müller intentaron trazar, milenios atrás, las líneas de observación a través de la más antigua de las construcciones megalíticas, la legendaria de las Tres Ventanas. Creemos que, allí, los resultados habrían sido aún más sorprendentes.


Sin embargo, Müller sí estudió la orientación de las murallas megalíticas de Cuzco. Sus conclusiones, de las que se han ignorado las implicaciones de largo alcance, fueron que «estaban situadas para la época que va del 4000 a.C. al 2000 a.C.» (Sonne, Mond und Sterne über dem Reich der Inka).

 

Esto sitúa la datación de las construcciones megalíticas (al menos, en Cuzco, Sacsahuamán y Machu Picchu) en el período de 2.000 años que precede al 2000 a.C. del Torreón y el Intihuatana de Machu Picchu. En otras palabras, Müller concluyó que las estructuras del período preincaico abarcaban dos eras zodiacales:

  • las megalíticas, pertenecientes a la Era de Tauro, y

  • las del Imperio Antiguo y la pausa de Tampu-Tocco, pertenecientes a la Era de Aries.

En el Oriente Próximo de la antigüedad, el cambio provocado por la precesión requería de periódicas reformas en el calendario original sumerio. El cambio más importante, que estuvo acompañado por importantes revueltas religiosas, tuvo lugar hacia el 2000 a.C, con la transición del Zodiaco del Toro al del Carnero. Para sorpresa de algunos (no para nosotros), estos cambios y reformas se evidencian también en los Andes.

La idea de que los antiguos pueblos andinos tenían un calendario debería de ser una conclusión evidente por los escritos de Montesinos y otros cronistas que se refirieron a las reiteradas reformas del calendario que llevaron a cabo varios monarcas. Sin embargo, hicieron falta varios estudios, a comienzos de la década de 1930, para confirmar que los pueblos andinos no sólo tenían un calendario, sino que también tomaban nota de él (a pesar de que se suponía que no tenían escritura).

 

Un pionero en este campo, Fritz Buck (Inscripciones calendarías del Perú preincaico y otros escritos) obtuvo suficientes evidencias arqueológicas como para apoyar tales conclusiones, como la de un laberinto, que era un instrumento para el recuento del tiempo, y un jarrón, encontrado en las ruinas del templo de Pachacamac, en donde se marcaban cuatro períodos de doce con la ayuda de líneas y puntos semejantes a los de los mayas y los olmecas.

Según el padre Molina, los incas,

«comenzaban a contar el año a mediados de mayo, pocos días más o menos, en el primero de la luna. Iban al Coricancha por la mañana, a mediodía y por la noche, llevando la oveja que tenía que ser sacrificada ese día».

Durante los sacrificios, los sacerdotes entonaban himnos, diciendo,

«Oh Creador, Oh Sol, Oh Trueno, sé joven para siempre y no envejezcas; que todo esté en paz; que la gente se multiplique, que sus alimentos y todas sus cosas continúen siendo abundantes».

Debido a que el calendario gregoriano se introdujo en Cuzco después de la época de Molina, el día de Año Nuevo del que hablaba se correspondería con el 25 de mayo más o menos. Los astrónomos de las universidades de Texas e Illinois han descubierto en los últimos años unas torres de observación de las que ya hablaba Garcilaso; y descubrieron que las líneas de visión eran las adecuadas para el 25 de mayo. Según los cronistas, los incas consideraban que su año comenzaba con el solsticio de invierno (equivalente al solsticio de verano en el hemisferio norte). Pero este acontecimiento no tiene lugar en Mayo, sino el 21 de Junio... ¡todo un mes de diferencia!

La única explicación posible para esto puede provenir del reconocimiento de que el calendario y el sistema de observación en el cual se basaba les fue legado a los incas en una época más antigua: el retardo de un mes viene como consecuencia de un cambio precesional que dura 2.160 años por casa zodiacal.

Como ya hemos dicho, el Intihuatana de Machu Picchu no sólo servía para determinar los solsticios, sino también los equinoccios (cuando el día y la noche son iguales, cuando el Sol está sobre el ecuador, en marzo y en septiembre). Tanto los cronistas como los investigadores modernos (como L. E. Valcárcel, The Andean Calendar) dicen que los incas hacían lo imposible por determinar los días precisos de los equinoccios, y que los veneraban. Esta costumbre debía de provenir de épocas más antiguas, pues leemos que los monarcas del Imperio Antiguo estaban preocupados por la necesidad de determinar los equinoccios.

Montesinos nos dice que el cuadragésimo monarca del Imperio Antiguo fundó una academia para el estudio de la astronomía y la astrología, y determinó los equinoccios. El hecho de que se le diera el título de Pachacutec indica que el calendario estaba, en aquella época, poco sincronizado con los fenómenos celestes, por lo que su reforma se hizo imperativa. Es ésta una información de lo más interesante; y, sin embargo, se ha pasado por alto. Según Montesinos, en el quinto año del reinado de este monarca se llegó a los 2.500 años desde el Punto Cero -y a los 2.000 años desde el comienzo del Imperio Antiguo.

¿Qué estaba sucediendo hacia el 400 a.C, que motivó una reforma en el calendario?

 

Este lapso de tiempo, 2.000 años, es paralelo al lapso de tiempo de los cambios zodiacales debidos a la precesión. En el Oriente Próximo de la antigüedad, cuando se inició el calendario en Nippur, hacia el 4000 a.C, el equinoccio de primavera tuvo lugar en la Casa de la Era de Tauro. Se retrasó a la de Aries hacia el 2000 a.C. y a la de Piscis para cuando nació Cristo.

La reforma andina de los alrededores del 400 a.C. confirma que el Imperio Antiguo y su calendario debieron de comenzar hacia el 2500 a.C. También sugiere que aquellos monarcas estaban familiarizados con el Zodiaco; pero el Zodiaco no era más que una división artificial y arbitraria de doce partes en la franja celeste alrededor del Sol; una invención sumeria que había sido adoptada por todos los pueblos del Viejo Mundo que les sucedieron (hasta el día de hoy). ¿Acaso era posible esto? La respuesta es sí.

Uno de los pioneros en este campo, S. Hagar, en una conferencia pronunciada ante el decimocuarto Congreso de Americanistas en 1904, titulada The Peruvian Asterisms and their Relation to the Ritual, demostró que los incas no sólo estaban familiarizados con las casas zodiacales (y sus meses paralelos), sino que también les daban distintos nombres. Los nombres, para sorpresa de los expertos pero no para nosotros, tienen un extraño parecido con aquellos con los que estamos familiarizados y que tuvieron su origen en Sumer.

  • Así, enero, el mes de Acuario, se le consagró a Mama Cocha y Capac Cocha, Madre Agua y Señor Agua.

  • A marzo, el mes de Aries cuando la primera luna significaba en la antigüedad la víspera del Año Nuevo, se le llamaba Katu Quilla, Luna Mercado.

  • Abril, Tauro, se llamaba Tupa Taruca, Ciervo Pastador (no había toros en Sud-américa).

  • Virgo era Sara Mama (Madre Maíz) y su símbolo era una mujer; etc.

En realidad, la propia Cuzco era un testimonio en piedra tanto de esa familiaridad con el Zodiaco de doce casas como de la antigüedad de esos conocimientos. Ya hemos mencionado la división de Cuzco en doce distritos y su relación con las casas del Zodiaco. Y resulta significativo que el primer distrito, en las laderas de Sacsahuamán, estuviera relacionado con Aries, pues, como ya hemos demostrado, para buscar la relación de Aries con el equinoccio de primavera nos tendríamos que remontar más de 4.000 años.

Habría que preguntarse si los conocimientos requeridos para toda esta información astronómica y estas reformas de calendario se pudieron retener y transmitir a lo largo de tantos milenios sin algún tipo de sistema para conservar los datos, sin plasmarlo por escrito de algún modo. Como ya vimos, en los códices mayas había datos astronómicos que se habían copiado de fuentes más antiguas.

 

Los arqueólogos han llegado a la conclusión de que las barras rectangulares que llevaban los reyes mayas (tal como se les representa en las estelas) eran en realidad «barras celestes» en donde estaban representados los jeroglíficos de determinadas constelaciones del Zodiaco (como la serie de jeroglíficos que enmarcan la imagen de Pacal en la losa de su sarcófago, en Palenque).

 

¿No se habrían copiado estas artísticas representaciones del período clásico de calendarios más antiguos y, quizá, menos refinados artísticamente?

 

Esto es lo que sugiere una piedra redonda encontrada en Tikal (Fig. 85a) sobre la cual se ve la imagen del Dios Sol (con barba y con la lengua fuera) rodeado de jeroglíficos celestes.

Estos «primitivos» Zodiaco-calendarios en piedras circulares debieron de preceder a los perfeccionados calendarios de piedra de los aztecas, de los cuales se han encontrado varios; o como el de oro, el más sagrado de todos, que Moctezuma le regaló a Cortés cuando éste creyó que lo único que hacía era devolver lo que era suyo al Dios de la Serpiente Emplumada.

Figura 85
 

¿Existieron registros de éstos -en oro- en el antiguo Perú? A pesar del trato que los españoles le dieron a todo lo que tuviera que ver con «ídolos», y especialmente si el objeto estaba hecho de oro (que rápidamente se fundía, como sucedió con la Imagen del Sol del Coricancha), al menos ha quedado una de estas reliquias.

Es un disco de oro, de alrededor de 14 centímetros de diámetro (Fig. 85b), que fue descubierto en Cuzco y se encuentra ahora en el Museo de los Indígenas Americanos de Nueva York, y que fue descrito hace más de un siglo por Sir Clemens Markham (Cuzco and Lima; The Incas of Perú). Éste llegó a la conclusión de que el disco representaba al Sol, en el centro, y tenía veinte símbolos diferentes a su alrededor, que tomó por símbolos de los meses, como en el calendario maya, también de veinte meses.

 

W. Bollaert, en una conferencia que impartió ante la Sociedad Real de Anticuarios en 1860 y en posteriores escritos, consideró que aquel disco era «un calendario lunar o un Zodiaco». M. H. Saville (A Golden Breastplate from Cuzco, en la publicación de 1921 del Museo) señaló que seis de los signos circundantes se repetían dos veces, y dos de ellos se repetían cuatro veces (los marcó de la A a la H), de ahí que dudara de la validez de la teoría de los veinte meses de Markham.

El simple detalle de que dos por seis sean doce nos lleva a concordar con Bollaert y a sugerir que el objeto sea una tablilla zodiacal más que un calendario mensual. Todos los expertos coinciden en que este objeto es de tiempos preincaicos. Sin embargo, nadie ha hecho notar lo mucho que se parece al calendario de piedra descubierto en Tikal -quizá porque sería poner otro clavo al ataúd en donde habría que dejar descansar la idea de que no hubo contacto, no hubo «difusión» entre América Central y América del Sur. Fue a principios de 1533 cuando un pequeño grupo de soldados de la partida de desembarco de Pizarro entró en Cuzco, la capital inca. El principal cuerpo del ejército de Pizarro estaba todavía en Cajamarca, en donde tenían prisionero al pretendiente, Atahualpa; y la misión del grupo enviado a Cuzco era recoger la contribución de la capital al rescate de oro que los españoles exigían a cambio de la libertad de Atahualpa.

En Cuzco, un general de Atahualpa, Quizquiz, les permitió entrar y examinar varios edificios importantes, incluido el Templo del Sol; los incas le llamaban el Coricancha, el Recinto Dorado, pues sus paredes estaban cubiertas con placas de oro, y entre sus muros había maravillosos objetos de oro, plata y piedras preciosas. Los pocos españoles que entraron en Cuzco sacaron setecientas placas de oro y, después de servirse otros tesoros, volvieron a Cajamarca.

El grueso de las fuerzas españolas entró en Cuzco a finales de año; y ya hemos relatado el destino de la ciudad, de sus edificios y sus santuarios, incluidos la profanación del Santo de los Santos y el saqueo y la fundición del Emblema Dorado del Sol que colgaba sobre el Altar Mayor.

Pero aquella destrucción física no pudo erradicar lo que los incas conservaban en sus recuerdos. Los incas recordaban que el Coricancha lo había construido el primer monarca; comenzó siendo una cabaña con techo de paja. Los monarcas que vinieron después lo agrandaron y lo mejoraron, hasta tomar las dimensiones y la forma que tenía cuando llegaron los españoles. Los incas decían que, en el Santo de los Santos, las paredes estaban cubiertas, desde el suelo hasta el techo, con placas de oro.

«Sobre lo que llamaban el Altar Mayor -escribió Garcilaso-, estaba la imagen del Sol sobre una placa de oro dos veces más gruesa que las que cubrían las paredes. La imagen lo mostraba con un rostro redondo, y rayos y llamas de fuego, todo en una pieza.»

Aquél fue, ciertamente, el objeto de oro que los españoles vieron y se llevaron. Pero no era la imagen original que había dominado el muro, dando la cara al rayo de Sol del amanecer del día indicado.

La descripción más detallada de la pieza central y de las imágenes que la acompañaban la proporcionó Don Juan de Santa Cruz Pacha-cuti-Yumqui Salcamayhua, hijo de una princesa real inca y un noble español (que es la razón por la cual a veces se le llama Santa Cruz y a veces Salcamayhua). El relato se incluyó en su Relación, en la cual comenzó glorificando a la familia real inca ante los ojos de los españoles. Salcamayhua decía que fue el primer rey de la dinastía inca el que «ordenó a los herreros que hicieran una placa de oro que significara que había un creador del Cielo y la Tierra». Salcamayhua ilustró su texto con un dibujo: era la poco usual y extraña forma de un óvalo.

Esta primera imagen fue reemplazada por una placa redonda cuando un monarca posterior declaró el Sol supremo. Otro Inca posterior volvió a poner la imagen oval; «era un gran enemigo de los ídolos; y ordenó a su pueblo que no rindiera tributo al Sol y a la Luna», sino al cuerpo celeste representado por la forma oval; fue él quien «hizo que se pusieran imágenes alrededor de la placa». Refiriéndose a la forma oval como «el Creador», Salcamayhua dejó claro que no se trataba del Sol, pues las imágenes del Sol y la Luna flanqueaban el óvalo. Para ilustrar lo que quería decir, Salcamayhua dibujó un largo óvalo flanqueado por dos círculos más pequeños.

La pieza central quedó así, con el óvalo como imagen superior, hasta la época del Inca Huáscar, uno de los dos hermanastros involucrados en la lucha por el trono cuando llegaron los españoles. Éste quitó la imagen oval y la sustituyó «por una placa redonda, como el Sol con rayos».

«El Inca Huáscar había puesto una imagen del Sol en el lugar en donde el Creador había estado.»

De este modo, la alternancia de principios religiosos volvió a un panteón en el cual el Sol, y no Viracocha, era el supremo. Para dar a entender que él era el verdadero sucesor al trono, Huáscar añadió a su nombre el epíteto Inti («Sol»), dando a entender que era él, y no su hermanastro, el verdadero descendiente de los Hijos del Sol.

Tras explicar que el hastial, con el óvalo como imagen principal, representaba «lo que los paganos creían» respecto a los cielos y la Tierra, Salcamayhua hizo un esbozo grande en donde mostraba el aspecto del muro antes de que Huáscar sustituyera el óvalo por la imagen del Sol.

 

Este esbozo se conservó porque Francisco de Ávila, que le preguntó a Salcamayhua y a otros sobre el significado de las representaciones, lo guardó entre sus papeles. También garabateó sobre el esbozo y alrededor de éste anotaciones en donde explicaba las imágenes, utilizando los términos quechuas y aymarás que les daban los nativos y sus propios términos en castellano.

 

Si se quitan todas estas anotaciones (Fig. 86), se consigue una imagen clara de lo que se representaba encima del altar (el largo objeto cuadriculado de abajo): símbolos terrestres (gente, un animal, un río, montañas, un lago, etc.) en la parte inferior; imágenes celestes (el Sol, la Luna, las estrellas, el enigmático óvalo, etc.) en la parte superior.

Figura 86
 

Los expertos coinciden y discrepan en cuanto a la interpretación de los símbolos individuales, pero no en cuanto al significado general del muro sagrado. Markham veía en la parte superior «un mapa estelar que es una verdadera clave para la astronomía y la cosmogonía simbólica del antiguo Perú», y estaba seguro de que la punta triangular del hastial era un jeroglífico del «Cielo».

 

S. K. Lothrop (Inca Treasure) decía que las imágenes de arriba del Altar Mayor «formaban un relato cosmogónico de la creación del cielo y la tierra, el Sol y la Luna, el primer hombre y la primera mujer». Todos están de acuerdo en que, tal como dijo Salcamayhua, representaba «lo que los paganos creían» -la suma total de sus creencias religiosas y relatos legendarios; una saga del Cielo y la Tierra y de los lazos que los unen.

En la asamblea celeste de imágenes se ve claramente al Sol y a la Luna flanqueando a la placa de oro ovalada, y grupos de cuerpos celestes por encima y por debajo del óvalo. Que los dos objetos que están a los lados del óvalo sean el Sol y la Luna queda claro por los rostros convencionales que se les dibujaron, además de por las anotaciones en lengua nativa, Inti (Sol) y Quilla (Luna).

Si el Sol estaba representado así, ¿qué representaba la imagen central, el gran óvalo? Las crónicas dicen que este símbolo se alternaba con el del Sol para recibir culto y veneración en tiempos de los incas. Y su identidad queda explicada en una anotación que dice:

«Illa Ticci Uuiracocha, Pachac Acachi. Quiere decir imagen del Hacedor del cielo y de la tierra».

Pero, ¿por qué se representaba a Viracocha como un óvalo? Uno de los principales investigadores del tema, R. Lehmann-Nitsche (Coricancha - El Templo del Sol en el Cuzco y las imágenes de su altar mayor), propuso la tesis de que el óvalo representaba el «Huevo Cósmico», una idea teogónica que se repite en las leyendas griegas, en las religiones hindúes, «incluso en el Génesis».

 

Es «la teogonia más antigua, cuyos detalles no han sido comprendidos por los autores blancos». Se le representó en los santuarios de la deidad indoeuropea Mitra como un huevo circundado por las constelaciones del Zodiaco.

«Quizás, algún día, los estudiosos de las culturas indígenas verán las similitudes en los detalles y el culto de Viracocha, Brahma con los siete ojos y el israelita Yahveh...».

En la antigüedad clásica y en el culto órfico existían imágenes sagradas del Huevo Místico; ¿por qué no podría haber sucedido lo mismo en el gran santuario de Cuzco?

Lehmann-Nitsche creía que el Huevo Cósmico era la única explicación de aquel extraño óvalo, pues, aparte de su similitud con el contorno de un huevo, la forma elíptica (que es difícil de dibujar o trazar con precisión) no se encuentra de forma natural en la Tierra. Pero, tanto él como los demás, parecían ignorar el hecho de que la forma elíptica tiene superimpuesto (abajo) el símbolo de una estrella.

 

Si, tal como parece, la elipse u óvalo tiene que ver con otro cuerpo celeste (además de los cinco de arriba y los cuatro de abajo), nos estaría hablando de un «óvalo» que se encuentra en la naturaleza -no en la Tierra, sino en los cielos: la curva natural de la órbita de un planeta alrededor del Sol. De ahí que sugiramos que se trata del curso orbital de un planeta en nuestro Sistema Solar.

Así pues, debemos concluir que, lo que se representaba en el muro sagrado, no eran unas distantes y misteriosas constelaciones, sino nuestro propio Sistema Solar, con el Sol, la Luna y diez planetas, que sumarían un total de doce. Los planetas del Sistema Solar los vemos divididos en dos grupos.

 

A nuestro parecer, arriba estarían los cinco planetas exteriores -Plutón, Neptuno, Urano, Saturno y Júpiter (contando de fuera adentro).

 

Abajo, estarían los cuatro planetas interiores -Marte, Tierra, Venus y Mercurio. Y ambos grupos estarían divididos por la enorme órbita elíptica del duodécimo miembro del Sistema Solar. Para los incas, representaba al celestial Viracocha. ¿Debería sorprendernos encontrarnos con que ésta es exactamente la visión sumeria de nuestro Sistema Solar?

A medida que las imágenes descienden de los cielos a la Tierra, se nos muestra un cielo estrellado en la parte derecha del muro y nubes en la izquierda. Los expertos coinciden con las anotaciones originales, «verano» (un brillante cielo estrellado) y «nubes invernales». Al considerar las estaciones como parte del acto creador, la representación inca vuelve a seguir el modelo de Oriente Próximo. En Sumer, la inclinación de la Tierra (la causa de las estaciones) se atribuía a Nibiru; y en Babilonia, a Marduk. La idea se repite cuando el salmista dice del Señor bíblico: «Tú has hecho el verano y el invierno.»

Por debajo de «verano», se ve una estrella; un animal fiero se ve por debajo de «invierno». En general, se acepta que estas imágenes representan a las constelaciones relacionadas con estas estaciones (en el hemisferio sur), representando la del invierno a Leo (el León).

Pero esto resulta sorprendente en más de un aspecto. En primer lugar, porque no hay leones en América del Sur. En segundo lugar, porque, cuando el calendario se inició en Sumer en el cuarto milenio a.C, el solsticio de verano tenía lugar cuando el Sol se veía sobre la constelación zodiacal de Leo (UR.GULA en sumerio). Pero, en el hemisferio sur, esta época del año tendría que haber sido invierno. ¡Por lo que la representación inca no sólo estaría copiando la idea de las doce constelaciones zodiacales, sino también el orden estacional de Mesopotamia!

Llegamos ahora a los símbolos que -como en el Enuma Elish y en el Libro del Génesis- transfieren los relatos de la creación desde los cielos a la Tierra: el primer hombre y la primera mujer, Edén, un gran río, una serpiente, montañas, un lago sagrado. El «panorama del mundo» de los incas, según Lehmann-Nitsche. Sería más correcto decir: la Biblia Pictórica de los Andes.

La analogía es real, no sólo figurativa. Los elementos de esta parte de la composición pictórica bien podrían servir para ilustrar los relatos bíblico-mesopotámicos de Adán y Eva en el Jardín del Edén, hasta con la serpiente (a la derecha del muro) y el Árbol de la Vida (a la izquierda). El sumerio E.DIN (del cual proviene Edén) era el valle del gran río Eufrates, que nacía en las altas montañas del norte. Este marco geográfico se representa claramente en la parte derecha del muro, en donde un globo, que representa a la Tierra, lleva la anotación «Pacha Mama» -Madre Tierra. Incluso el Arco Iris, que en Oriente Próximo aparece en los relatos del Diluvio, se nos muestra aquí.


(Mientras todo el mundo acepta que el globo o círculo marcado con Pacha Mama representa a la Tierra, nadie se ha parado a pensar cómo sabían los incas que la Tierra era redonda. Los sumerios, sin embargo, eran conscientes del hecho y representaban a la Tierra y al resto de planetas correctamente.)

El grupo de siete puntos por debajo de la Tierra ha dado multitud de problemas a los expertos. Adhiriéndose a la idea errónea de que los antiguos creían que las Pléyades tenían siete estrellas, algunos han sugerido que este símbolo representa a esa porción de la constelación de Tauro. Pero, si fuera así, el símbolo pertenecería a la parte superior o celeste del panel, no a la inferior. Lehmann-Nitsche y otros interpretaron este símbolo séptuple como «los siete ojos del dios supremo». Pero ya hemos demostrado que los siete puntos, el número siete, era la designación de la mismísima Tierra en la enumeración sumeria de los planetas. Así pues, el símbolo «siete» estaría exactamente donde debe estar, como leyenda del globo de la Tierra.

La última imagen del muro sagrado es la de un gran lago conectado a través de un curso de agua con una masa de agua más pequeña. La anotación dice: «Mama Cocha», Madre Agua. Todos están de acuerdo en que representa al lago sagrado de los Andes, el lago Titicaca. Al representarlo, los incas llevaban la historia de la Creación desde los cielos hasta la Tierra, y desde el Jardín de Edén hasta los Andes.

Lehmann-Nitsche resumió el significado y el mensaje del conjunto de imágenes del muro que se elevaba tras el Altar Mayor diciendo:

«Lleva al hombre desde el suelo hasta las estrellas.»

Y resulta doblemente sorprendente que lleve también a los incas desde América hasta el otro extremo de la Tierra.

 

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