6 - EL REINO DE LA VARITA MÁGICA DE ORO

La historia de la civilización en los Andes está envuelta en el misterio, un misterio aún más profundo por la ausencia de registros escritos o de estelas con relatos jeroglíficos; pero los mitos y las leyendas cubren el hueco con historias de dioses y de gigantes, y de los reyes que descendieron de ellos.

Los pueblos costeros recordaban las leyendas de unos dioses que guiaron a sus antepasados a las tierras prometidas y de unos gigantes que les robaron las cosechas y violaron a sus mujeres. Los pueblos del altiplano, de los cuales los incas eran los dominantes en la época de la Conquista, reconocían la guía divina en todo tipo de actividades y oficios, en el crecimiento de las cosechas, en la construcción de las ciudades. Contaban los Relatos del Comienzo -los relatos de la creación, de los días turbulentos, de un arrasador Diluvio. Y atribuían el inicio de su realeza y la fundación de su capital a los poderes de una varita mágica de oro.

Los cronistas españoles, así como los nativos que habían aprendido español, dejaron constancia de que el padre de los dos reyes incas de la época de la Conquista, Huayna Capac, era el duodécimo Inca (título que significaba señor, soberano) de una dinastía que había tenido sus orígenes en Cuzco, la capital, hacia el 1020 d.C. Tan solo un par de siglos antes de la Conquista, los incas habían entrado sorpresivamente desde sus fortalezas del altiplano en las zonas costeras, donde otros reinos habían existido desde tiempos antiguos.

 

Al extender sus dominios por el norte hasta el actual Ecuador y por el sur hasta el Chile de hoy con la ayuda de la famosa Calzada del Sol, los incas superpusieron esencialmente su gobierno y su administración a culturas y sociedades organizadas que habían prosperado en aquellas tierras durante milenios. La última en caer bajo el dominio inca fue un verdadero imperio, el del pueblo chimú; su capital, Chanchán, era una metrópolis cuyos recintos sagrados, sus pirámides escalonadas y sus complejos residenciales se extendían por una superficie de más de 20 kilómetros cuadrados.

Situada cerca de la actual ciudad de Trujillo, donde el río Moche desemboca en el Océano Pacífico, la antigua capital recordó a los exploradores a Egipto y Mesopotamia. El explorador del siglo XIX E. G. Squier (Perú Illustrated: Incidents of Travel and Explorations in the Land ofthe Incas), se asombró con tan inmensas ruinas, a pesar de su lamentable estado.

 

Vio,

«largas hileras de imponentes muros, gigantescas pirámides o huacas, restos de palacios, moradas, acueductos, embalses, graneros... y tumbas, extendiéndose a lo largo de kilómetros, en todas direcciones».

Ciertamente, en las fotografías aéreas, se ve una inmensa ciudad que se extiende a lo largo de kilómetros en la llanura costera, y traen a la mente las vistas aéreas del Los Ángeles del siglo XX.

Perú y sus vecinos

 

Las regiones costeras que se encuentran entre las estribaciones occidentales de los Andes y el Océano Pacífico son zonas de muy escasa pluviosidad, y aquella región pudo habitarse y dar origen a una civilización gracias a los cursos de agua que, desde las montañas, discurren hasta el océano en forma de ríos, grandes y pequeños, que cruzan la llanura costera cada 80,100 ó 150 kilómetros.

 

Estos ríos crean zonas fértiles y feraces que separan una extensión desértica de otra. Las poblaciones, por tanto, surgieron en las riberas y en las desembocaduras de estos ríos; y las evidencias arqueológicas demuestran que los chimús aumentaban su suministro de agua con acueductos que venían desde las montañas. También conectaron las sucesivas áreas fértiles y habitadas por medio de un camino de 4,5 metros de anchura de promedio -el precursor de la famosa Calzada del Sol de los incas.

Al filo de la zona construida, allá donde el fértil valle termina y comienza el árido desierto, surgen unas grandes pirámides del suelo desértico, unas frente a otras, a ambos lados del río Moche. Se hicieron con ladrillos de barro cocido al sol, recordando a exploradores como V. W. von Hagen (Highway of the Sun y otros libros) los altos zigurats de Mesopotamia, que también se construyeron con ladrillos de barro y, al igual que los de las riberas del Moche, con una ligera forma convexa.

Los cuatro siglos de expansión chimú, más o menos entre el 1000 y el 1400 d.C, fueron también tiempos de desarrollo de la orfebrería, hasta un punto nunca alcanzado por los incas. Los conquistadores españoles describieron con términos superlativos las riquezas de oro de lo que habían sido, de hecho, centros chimú (aunque bajo el gobierno inca); el recinto de oro de una ciudad llamada Tumbes, en donde se habían hecho imitaciones de oro tanto de plantas como de animales, parece que fue el modelo que siguieron los incas al diseñar el recinto de oro del santuario principal en Cuzco.

 

En las inmediaciones de otra ciudad, Tucume, se encontró la mayor parte de los objetos de oro que se encontraron en Perú en los siglos que siguieron a la Conquista (objetos que estaban enterrados en las tumbas, junto con los muertos). De hecho, la cantidad de oro que poseían los chimús asombró a los propios incas cuando invadieron sus dominios costeros. Aquellas legendarias riquezas, y los descubrimientos reales posteriores, aún desconciertan a los expertos; pues las fuentes de oro de Perú no se encuentran en las regiones costeras, sino en las tierras altas.

La cultura-estado chimú fue, a su vez, la sucesora de otras culturas o sociedades organizadas anteriores. Pero, como en el caso de los chimús, nadie sabe cómo se llamaban a sí mismos aquellos pueblos; los nombres que se les aplican en la actualidad son, realmente, los nombres de los lugares arqueológicos en los que estas sociedades y sus culturas tuvieron su centro.

 

En la región costera norte y central, los mochicas se remontan en las nieblas de la historia hasta los alrededores del 400 a.C. Se les conoce por su artística cerámica y sus elegantes tejidos; pero cómo y cuándo adquirieron estas habilidades sigue siendo un misterio. La decoración de sus cerámicas está repleta de imágenes de dioses alados y de amenazadores gigantes, y sugiere una religión con un panteón de dioses encabezado por el Dios Luna, cuyo símbolo era el Creciente, y su nombre SÍ O Si-An.

Los restos dejados por los mochicas demuestran claramente que, siglos antes que los chimús, aquéllos habían dominado el arte de la fundición del oro, de la construcción con ladrillos de barro y del diseño de complejos religiosos repletos de zigurats. En un lugar llamado Pacatnamu, un equipo arqueológico alemán (H. Ubbelohde-Doering, Auf den Doenigsstrassen der Inka) excavó en la década de 1930 una ciudad sagrada enterrada con no menos de 31 pirámides. Llegaron a la conclusión de que muchas de las pirámides más pequeñas eran alrededor de mil años más viejas que las otras, mucho más grandes, que tenían lados de 61 metros de largo y más de 12 metros de altura.

La frontera meridional del imperio chimú la formaba el río Rímac, de cuyo nombre los españoles derivaron Lima como nombre de su capital. Más allá de esta frontera, las zonas costeras estaban habitadas en tiempos preincaicos por el pueblo chincha, mientras las tierras altas estaban ocupadas por los pueblos de lengua aymara. Ahora se sabe que los incas habían obtenido sus nociones de un panteón de dioses de los primeros, y los relatos de la Creación y el Comienzo de los últimos.

La región del Rímac era un punto focal en la antigüedad, al igual que hoy. Fue allí, justo al sur de Lima, donde estuvo el mayor de los templos dedicados a una deidad peruana. Todavía se pueden ver sus ruinas, de la época en que fue reconstruido y ampliado por los incas. Estaba dedicado a Pacha-Camac, que significa «Creador del Mundo», un dios que encabezaba un panteón en donde estaban las divinas parejas Vis y Mama-Pacha («Señor Tierra» y «Dama Tierra») y M y Mama-Cocha («Señor Agua» y «Dama Agua»), el Dios Luna Si, el Dios Sol Illa-Ra, y el Dios Héroe Kon o Con, conocido también como Ira-Ya -nombres que evocan una hueste de epítetos divinos de Oriente Próximo.

El templo de Pachacamac era una «Meca» para los antiguos pueblos de las costas meridionales. Allí iban peregrinos de todas partes, y el hecho de peregrinar se tenía en tan alta estima que, incluso cuando las tribus estaban en guerra, a los peregrinos enemigos se les concedía un salvoconducto. Los peregrinos llegaban portando ofrendas de oro, pues ése era el metal que se tenía por perteneciente a los dioses.

 

Sólo los sacerdotes elegidos podían entrar en el Santo de los Santos, en donde, en determinadas fiestas, la imagen del dios pronunciaba oráculos que, más tarde, los sacerdotes explicaban al pueblo. Pero el recinto del templo en su totalidad era tan reverenciado que los peregrinos tenían que quitarse las sandalias para entrar allí -lo mismo que se le ordenó a Moisés que hiciera en el Sinaí, y lo mismo que los musulmanes hacen aún hoy al entrar en la mezquita.

El oro que se había acumulado en el templo era demasiado fabuloso para escapar a la atención de los conquistadores españoles. Francisco Pizarro envió a su hermano Hernán para que lo saqueara, pero éste sólo encontró algo de oro, plata y piedras preciosas, no el grueso de las riquezas, que los sacerdotes habían ocultado. No hubo amenaza ni tortura que pudiera hacer que los sacerdotes revelaran el lugar en donde lo habían escondido (que aún hoy se rumorea que está en algún lugar entre Lima y Lurín).

 

Entonces, Hernando hizo pedazos la estatua de oro del dios para aprovechar su metal, y sacó los clavos de plata que sostenían las láminas de oro y plata que cubrían las paredes del templo. ¡Sólo los clavos pesaban 907 kilos!

Las leyendas locales atribuyen la fundación de este templo a los «gigantes». Lo que sí se sabe es que los incas, adoptando el culto a Pachacamac de las tribus a las que habían invadido, agrandaron y embellecieron el templo. En la ladera de una montaña, con el Océano Pacífico casi a sus pies, el templo se elevaba por encima de cuatro plataformas que daban soporte a una terraza a 152 metros por encima del nivel del suelo; las cuatro plataformas se crearon levantando unos muros de contención con inmensos bloques de roca. La terraza superior ocupaba varias hectáreas. Las estructuras más elevadas del complejo del templo permitían una visión panorámica del vasto océano. No sólo los vivos venían aquí a rezar y a dar culto.

 

A los muertos también se les llevaba al valle del Rímac y a las llanuras costeras del sur, para que pasaran su otra vida a la sombra de los dioses; quizás incluso ante la posibilidad de una eventual resurrección, pues se creía que el Rímac podía resucitar a los muertos. En los lugares que hoy se conocen como Lurín, Pisco, Nazca, Paracas, Ancón e lea, los arqueólogos han encontrado en las «ciudades de los muertos» innumerables tumbas y criptas en donde se enterraron los cuerpos momificados de nobles y sacerdotes.

 

Las momias, en posición sentada y con los brazos y las piernas encogidos, estaban atadas y metidas en bolsas parecidas a sacos; pero dentro de la bolsa, el fallecido estaba totalmente vestido con su atuendo más lujoso. El clima seco y la bolsa han protegido magníficamente los tejidos de prendas, chales, turbantes y ponchos, así como sus increíbles colores. Los tejidos, de tal factura que hicieron recordar a los arqueólogos los más finos tapices gobelinos, estaban bordados con símbolos religiosos y cosmológicos.


La figura central, tanto en los tejidos como en las cerámicas, era siempre la de un dios que sostenía una varita mágica en una mano y un rayo en la otra, y llevaba una corona con cuernos o rayos (Fig. 65); los indígenas le llamaban Rímac, al igual que el río.

Figura 65
 

¿Serían Rímac y Pachacamac una y la misma deidad, o dos diferentes? Los expertos discrepan, pues las evidencias no son concluyentes. Sí coinciden en que las estribaciones montañosas cercanas estaban consagradas exclusivamente a Rímac, que significa «El Atronador», siendo por tanto semejante, tanto en significado como fonéticamente, al apodo de Raman por el cual se conocía a Adad entre los pueblos semitas -un epíteto que proviene del verbo que significa «tronar».

Según el cronista Garcilaso, fue en estas montañas donde se veneraba «un ídolo, con forma de hombre», en un santuario dedicado a Rímac. Quizás se refiriera a cualquiera de los distintos lugares de las montañas que bordean el valle del Rímac. Allí, hasta el día de hoy se pueden ver las ruinas de lo que los arqueólogos creen que fueron pirámides escalonadas (según el concepto de un artista, Fig. 66), muy semejantes a los zigurats de siete niveles de la antigua Mesopotamia.

Figura 66
 

¿Sería Rímac ese dios al que a veces llamaban «Kon» o «Ira-Ya», el Viracocha de la tradición popular inca? Aunque nadie puede darlo por seguro, lo que sí está más allá de toda duda es que a Viracocha se le representó exactamente como a la deidad pintada en la cerámica costera, con un arma de varias puntas en una mano y una varita mágica en la otra.

Es con esta varita -una varita de oro- con la que todas las leyendas andinas inician los Comienzos; en las costas del Lago Titicaca, en un lugar llamado Tiahuanacu.

Cuando llegaron los españoles, las tierras de los Andes eran las tierras del imperio inca, gobernadas desde la capital del altiplano, Cuzco. Y Cuzco, según cuentan los relatos incas, fue fundada por los Hijos del Sol, que habían sido creados e instruidos en el Lago Titicaca por el Dios Creador, Viracocha.

Viracocha, según las leyendas andinas, era un gran dios del Cielo que había llegado a la Tierra en tiempos remotos y eligió los Andes como campo para su creación. Como dijo un cronista español, el padre Cristóbal de Molina,

«ellos dicen que el Creador estaba en Tiahuanacu y que allí estaba su morada principal. De ahí, los magníficos edificios, dignos de admiración, de aquel lugar».

Uno de los primeros padres en registrar los relatos nativos acerca de su historia y prehistoria fue Blas Valera; desgraciadamente, sólo se conocen algunos fragmentos de sus escritos a partir de menciones de otros, pues el manuscrito original se quemó en el saqueo de Cádiz por parte de los ingleses en 1587.

 

Él registró la versión inca de que su primer monarca, Manco Capac, salió del lago Titicaca por medio de un camino subterráneo. Era hijo del Sol, y el Sol le dio una varita de oro para que encontrara Cuzco. Cuando su madre se puso de parto, el mundo estaba sumido en la oscuridad. Y, cuando nació, se hizo la luz y sonaron las trompetas, y el dios Pachacamac declaró: «El hermoso día de Manco Capac ha llegado.»

Pero Blas Valera registró también otras versiones que sugieren que los incas se apropiaron de la persona y el relato de Manco Capac para su dinastía, y que sus verdaderos antepasados eran inmigrantes de algún otro lugar que habían llegado a Perú por mar. Según esto, el monarca al que los incas llamaban «Manco Capac» era hijo de un rey llamado Atau, que había llegado a las costas de Perú con doscientos hombres y mujeres, desembarcando en Rímac. De allí fueron a lca, y después marcharon hasta el lago Titicaca, lugar desde el cual los Hijos del Sol habían gobernado la Tierra.

Manco Capac envió a sus seguidores en dos direcciones para encontrar a aquellos legendarios Hijos del Sol. Él mismo deambuló durante muchos días hasta que llegó a un lugar en donde había una cueva sagrada. Era una cueva artificial, y estaba adornada con oro y plata. Manco Capac dejó la cueva sagrada y fue hasta una ventana llamada Capac Toco, que significa «Ventana Real». Cuando salió, iba vestido con unas prendas doradas que había obtenido en la cueva; y, al ponerse estas prendas reales, se le invistió con la realeza de Perú.

Por éstas y otras crónicas, se sabe que los pueblos andinos memo-rizaban distintas versiones de sus relatos. Recordaban un Comienzo creador en el Lago Titicaca, y el inicio de la realeza en un sitio donde había una cueva sagrada y una ventana real; y, tal como sostenían los incas, estos acontecimientos eran coincidentes y formaban la base de su dinastía. Sin embargo, otras versiones separaban los acontecimientos y los períodos.

Una de las versiones relativas al Comienzo dice que el gran dios Creador de Todo, Viracocha, hizo que cuatro hermanos y cuatro hermanas recorrieran las tierras y llevaran la civilización a sus primitivos pueblos; y una de estas parejas hermano-hermana/marido-mujer estableció la realeza en Cuzco. Otra versión dice que el Gran Dios, en su base del Lago Titicaca, creó a esta primera pareja real como hijos suyos y les dio un objeto de oro.

 

Les dijo que fueran al norte y construyeran una ciudad donde el objeto de oro se hundiera en la tierra; el lugar donde sucedió el milagro fue Cuzco. Y ésta es la razón por la que los reyes incas -al afirmar que eran los descendientes de una dinastía de parejas reales de hermano y hermana- podían proclamarse descendientes directos del dios Sol.

Los recuerdos del Diluvio son los protagonistas de casi todas las versiones del Comienzo. Según el padre Molina (Relación de las fábulas y ritos de los yngas), ya,

«en tiempos de Manco Capac, que fue el primer ynca y de quien comenzaron a llamarse Hijos del Sol... éstos tenían un relato completo del Diluvio. Dicen que todas las personas y todos los seres creados perecieron en él, habiéndose elevado las aguas por encima de las montañas más altas del mundo.

 

Ningún ser vivo sobrevivió, excepto un hombre y una mujer que se quedaron en una caja; y cuando las aguas descendieron, el viento los llevó a Huanaco, que estará como a setenta leguas de Cuzco, poco más o menos.

El Creador de Todas las Cosas les ordenó que se quedaran allí como Mitimas, y allí, en Tiahuanacu, el Creador hizo crecer a la gente y a las naciones que hay en la región».

El Creador comenzó a repoblar la Tierra modelando con arcilla la imagen de una persona de cada nación; «después les dio vida y alma a cada uno, tanto a los hombres como a las mujeres, y los dirigió hasta los lugares designados en la Tierra». Y los que no obedecieron los mandatos relativos al culto y a la conducta, fueron transformados en piedras.

El Creador también tenía con él en la isla del Titicaca al Sol y a la Luna, que estaban bajo sus órdenes. Cuando se llevó a cabo todo lo necesario para reaprovisionar la Tierra, la Luna y el Sol se elevaron en el cielo.

Los dos divinos ayudantes del Creador de Todo se nos presentan en otra versión como sus dos hijos. «Después de crear a las tribus y a las naciones, y de asignarles vestidos y lenguas», dice el padre Molina,

«el Creador ordenó a sus dos hijos que fueran en distintas direcciones y dieran comienzo a la civilización».

El hijo mayor, Ymaymana Viracocha (que significa «en cuyo poder todas las cosas se sitúan»), fue a darles la civilización a los pueblos de las montañas; al hijo menor, Topaco Viracocha («hacedor de cosas»), se le ordenó que fuera por las llanuras costeras. Cuando los dos hermanos terminaron su trabajo, se encontraron a la orilla del mar, «desde donde ascendieron al cielo».

Garcilaso de la Vega, que nació en Cuzco de padre español y madre inca poco después de la Conquista, transcribió dos leyendas. Según una de ellas, el Gran Dios bajó de los cielos a la Tierra para instruir a la humanidad, dándole leyes y preceptos. «Puso a sus dos hijos en el lago Titicaca», dándoles una «porción de oro», e indicándoles que se instalaran allí donde se hundiera en el suelo, lo que tuvo lugar en Cuzco.

 

La otra leyenda cuenta que,

«cuando las aguas del Diluvio descendieron, un hombre apareció en el país de Tiahuanacu, que está al sur de Cuzco. Era un hombre tan poderoso que dividió el mundo en cuatro partes, y se las dio a los cuatro hombres que le honraron con el título de rey».

Uno de ellos, cuyo epíteto era Manco Capac («rey y señor» en el idioma quechua de los incas), dio inicio a la realeza en Cuzco.

Las distintas versiones hablan de dos fases en la creación que llevara a cabo Viracocha. Juan de Betanzos (Suma y narración de los incas) registró un relato quechua en donde el dios Creador,

«a la primera ocasión, hizo los cielos y la tierra»; también creó a la gente -la humanidad. Pero «esta gente cometió algún error que hizo que Viracocha se enfureciera... y convirtió en piedra a aquel primer pueblo y su jefe como castigo».

Más tarde, después de un período de oscuridad, hizo hombres y mujeres nuevos en Tiahuanacu, a partir de las piedras. Les dio tareas y habilidades, y les dijo dónde ir. Quedándose con sólo dos ayudantes, envió a uno hacia el sur y al otro hacia el norte, mientras que él mismo se iba en dirección a Cuzco. Allí designó a un jefe y, estableciendo así la realeza en Cuzco, Viracocha prosiguió su viaje,

«hasta la costa del Ecuador, en donde se le unieron sus dos compañeros. Allí, todos juntos, se echaron a andar sobre las aguas del mar y desaparecieron».

Algunos de los relatos de los pueblos del altiplano se centran en cómo se fundó Cuzco, y cómo se convirtió en la capital por mandato divino. Según una versión, lo que se le dio a Manco Capac (con el fin de que encontrara el sitio de la ciudad) fue un báculo o una varilla de oro puro; se le llamó Tupac-yauri, que significa «cetro esplendoroso». Manco Capac salió en busca del lugar señalado en compañía de sus hermanos y sus hermanas. Al llegar a determinada piedra, sus acompañantes se vieron aquejados de cierta debilidad.

 

Y cuando Manco Capac golpeó la piedra con el báculo mágico, éste habló y le dijo que había sido elegido soberano de un reino. El descendiente de un jefe indígena que se había convertido al cristianismo tras el desembarco de los españoles decía en sus memorias que a los indígenas aún se les mostraba aquella roca sagrada.

«El Ynca Manco Capac se casó con una de sus propias hermanas, llamada Mama Ocllo... y se pusieron a promulgar buenas leyes para el gobierno de su pueblo.»

Este relato, que a veces recibe el nombre de la leyenda de los cuatro hermanos Ayar, cuenta, como lo hacen el resto de versiones de la fundación de Cuzco, que el objeto mágico con el cual se designó al monarca y a la capital estaba hecho de oro macizo. Es una pista que consideramos vital y clave para desenmarañar los enigmas de todas las civilizaciones de América.

Cuando los españoles entraron en Cuzco, la capital de los incas, se encontraron con una metrópolis de más de 100.000 casas habitadas, que rodeaban un centro religioso-real de magníficos templos, palacios, jardines, plazas y mercados. Situada entre dos ríos (el Tullumayo y el Rodadero), a más de 3.500 metros de altitud, Cuzco se encuentra a los pies del promontorio de Sacsahuamán. La ciudad estaba dividida en doce distritos -un número que desconcertaba a los españoles- dispuestos en un óvalo.

 

El primer distrito y el más antiguo, la Terraza de la Arrodillada, estaba situado en la pendiente del promontorio, en el noroeste. Allí habían construido sus palacios los primeros incas (y se supone que también el legendario Manco Capac). Todos los distritos llevaban nombres pintorescos (el Locutorio, la Terraza de las Flores, la Puerta Sagrada), con lo que en realidad se describían sus principales rasgos.

Uno de los más destacados expertos de este siglo sobre el tema de Cuzco, Stansbury Hagar (Cuzco, the Celestial City), remarcó la creencia de que Cuzco se fundó y diseñó según un plan trazado por Manco Capac en el prehistórico lugar sagrado donde había comenzado la emigración de los Fundadores, en Tiahuanacu, junto al lago Titicaca. En su nombre, «ombligo de la Tierra», y en su división en cuatro partes, simulando los cuatro rincones de la Tierra, tanto él como otros investigadores vieron una expresión de los conceptos terrestres.

 

Sin embargo, en otros detalles del plano de la ciudad vio aspectos de conocimientos celestes (de ahí el título de su libro). A los ríos que flanqueaban el centro de la ciudad se les hizo discurrir por canales artificiales que imitaban la Vía Láctea; y los doce distritos imitaban la división de los cielos en doce casas zodiacales. Significativamente para nuestros estudios de los acontecimientos en la Tierra y su datación, Hagar llegó a la conclusión de que el primer distrito y el más antiguo representaba a Aries.

Squier y otros exploradores del siglo XIX describieron un Cuzco hispánico, pero construido sobre los restos de la antigua Ciudad Inca. Así pues, para una descripción de Cuzco tal como la encontraron los conquistadores españoles, habría que leer los escritos de cronistas anteriores.

 

Pedro Cieza de León (Chronicles of Perú, en la traducción inglesa) describió la capital de los incas, sus edificios, plazas y puentes en los más entusiastas términos, «una ciudad noblemente adornada», de cuyo centro cuatro caminos reales llevaban hasta las regiones más remotas del imperio, y atribuía sus riquezas no sólo a la costumbre de conservar intactos los palacios de los reyes fallecidos, sino también a la ley que obligaba a llevar oro y plata a la ciudad como homenaje y como ofrendas, aunque prohibía tomarlos bajo pena de muerte.

«Cuzco -escribió en su alabanza-, era grande y majestuosa, y la debió fundar un pueblo de gran inteligencia. Tenía hermosas calles, salvo que eran muy estrechas, y las casas estaban construidas con macizas piedras, bellamente encajadas. Estas piedras eran muy grandes y bien talladas. Las otras partes de las casas eran de madera y paja; no quedan restos de tejas, ladrillos o cal entre ellos.»

Garcilaso de la Vega (que llevaba el nombre de su padre español, pero también el título real de «Inca», pues su madre era de la dinastía real inca), después de describir los doce distritos, decía que, a excepción del palacio del primer Inca en el primer distrito, en las pendientes de Sacsahuamán, los palacios del resto de incas se agrupaban alrededor del centro de la ciudad, cerca del gran templo.

 

En su época aún existían los palacios del segundo, el sexto, el noveno, el décimo, undécimo y duodécimo Incas. Algunos de ellos daban a la plaza principal de la capital, llamada Huacay-Pata. Allí, el Inca gobernante, sentado sobre un gran estrado, su familia, la corte y los sacerdotes presenciaban y dirigían las festividades y las ceremonias religiosas, cuatro de las cuales estaban relacionadas con los solsticios de verano e invierno y los equinoccios de primavera y otoño.

Tal como afirman los antiguos cronistas, la estructura más famosa y soberbia del Cuzco prehispánico era la Coricancha («recinto dorado»), el templo más importante de la ciudad y del imperio. Los españoles le llamaron el Templo del Sol, por creer que el Sol era la deidad suprema de los incas. Los que vieron el templo antes de que fuera destrozado, y demolido, antes de que los españoles construyeran sobre él, dicen que estaba compuesto de varias partes.

 

El templo principal estaba dedicado a Viracocha; las capillas adyacentes o auxiliares estaban dedicadas a la Luna (Quilla), Venus (Chasca), a una misteriosa estrella llamada Coyllor, y a Illa-pa, el dios del Trueno y el Rayo. También había un santuario dedicado al Arcoiris. Fue allí, en la Coricancha, de donde saquearon los españoles tan grandes riquezas de oro.

Junto a la Coricancha estaba el recinto llamado Aclla-Huasi -«la casa de las mujeres elegidas». Consistente en una serie de viviendas rodeadas de jardines y huertos, así como talleres de hilado, tejido y costura de los atuendos reales y sacerdotales, era un lugar apartado en donde unas vírgenes se consagraban al Gran Dios vivo; una de sus tareas era preservar el Fuego Eterno atribuido al dios.

Los conquistadores españoles, después de saquear la ciudad, se dispusieron a quedarse para ellos la ciudad misma, repartiéndose a suertes sus distintos edificios. La mayoría fueron desmantelados para utilizar sus piedras; aquí y allí, un pórtico o parte de un muro se aprovecharon en los nuevos edificios españoles. Los principales santuarios fueron convertidos en iglesias y monasterios. Los dominicos, los primeros en entrar en escena, se hicieron con el Templo del Sol: demolieron su estructura externa, pero aprovecharon su antigua disposición y algunas partes de muros en su iglesia-monasterio.

 

Una de las secciones más interesantes que se mantuvieron y que, por tanto, sigue intacta, es un muro externo semicircular de lo que debió ser el recinto del Gran Altar del templo inca (Fig. 67). Fue allí donde los españoles encontraron un gran disco de oro que representaba, según supusieron, al Sol; cayó en el lote del conquistador Leguizano, que se lo apostó a la noche siguiente. El que ganó el venerado objeto lo fundió y lo convirtió en lingotes.

Después de los dominicos, llegaron los franciscanos, los agustinos, los mercedarios, los jesuitas; todos ellos construyeron sus santuarios, incluso la gran catedral de Cuzco, en donde se habían levantado los santuarios incas. Después de los frailes llegaron las monjas; no es de sorprender que su convento se estableciera en el convento inca de la Casa de las Mujeres Elegidas.

 

Gobernadores y dignatarios españoles siguieron el ejemplo, construyendo sus edificios y hogares sobre y con partes de las casas de piedra incas.

Figura 67
 

Algunos creen que Cuzco, que significa «ombligo, ónfalo», se llamaba así porque era la capital, un lugar elegido como puesto de mando. Otra teoría que muchos sostienen es que el nombre significa «lugar de las piedras erigidas». Si es así, el nombre le encaja a la principal atracción de Cuzco: sus sorprendentes piedras megalíticas.

Mientras que la mayoría de las viviendas del Cuzco inca se construyeron con piedras desnudas del campo sujetas con argamasa, o bien con piedras burdamente talladas para simular ladrillos o sillares, algunos de los edificios más antiguos se construyeron con piedras perfectamente talladas, labradas y moldeadas («sillares»), como las encontradas en lo que queda del muro semicircular de la Coricancha.

 

La belleza y la maestría que se observa en este muro, y en algunos otros contemporáneos suyos, asombraron y entusiasmaron a multitud de viajeros. Sir Clemens Markham escribió:

«Al contemplar esta obra inigualable de la construcción, uno se llena de admiración por la increíble belleza de su creación... y, por encima de todo, por la incansable perseverancia y habilidad que hacía falta para dar forma a cada piedra con tan infalible precisión.»

Squier, menos arquitecto y más anticuario, estaba más impresionado con las otras piedras de Cuzco, las de gran tamaño y las de formas más extrañas, con ángulos que encajan entre sí con sorprendente precisión, y sin argamasa. Siendo de traquita marrón Andahuay'lillas, se supone que se debieron seleccionar específicamente por su grano, el cual «al ser tosco, genera una mayor adherencia entre los bloques que el que podría ofrecer cualquier otro tipo de piedra».

 

Squier confirmó las apreciaciones de los cronistas españoles de que las piedras poligonales (de muchos lados) se habían encajado con tal precisión «que era imposible introducir entre ellas ni la más fina hoja de una navaja, ni la más delgada aguja» (Fig. 68a). Una de estas piedras, la favorita de los turistas, tiene doce lados y doce ángulos (Fig. 68b).

Figura 68
 

Todos estos pesados bloques de la más dura piedra los llevaron a Cuzco y los tallaron unos canteros desconocidos con aparente facilidad, como si estuvieran moldeando masilla. La cara de cada piedra se trabajó hasta conseguir una superficie lisa y ligeramente cóncava; cómo, nadie lo sabe, pues no existen ranuras, ni rugosidades, ni marcas de maza visibles.

 

También es un misterio el modo en que se levantaron estas pesadas piedras y se colocaron unas sobre otras, orientadas para encajar con los extraños ángulos de debajo y de los lados. Y, para acabar de magnificar el misterio, todas estas piedras están estrechamente unidas, sin argamasa, y no sólo han soportado la destructividad humana, sino también los frecuentes terremotos de la región.

Hasta el momento, todos coinciden en afirmar que, mientras los hermosos sillares pertenecen a una fase inca «clásica», los muros ciclópeos pertenecen a una época anterior. A falta de respuestas más claras, los expertos hablan de una época megalítica.

Es un enigma que aún busca solución. También es un misterio que se hace más acuciante cuando se asciende al promontorio de Sacsahuamán. Allí, lo que se supone que fue una fortaleza inca conlleva un enigma aún mayor para el visitante.

El nombre del promontorio significa Lugar del Halcón. Tiene forma triangular, con la base hacia el noroeste, y su cumbre se eleva casi a 250 metros por encima de la ciudad. Sus costados están formados por gargantas que lo separan de la cadena montañosa a la que pertenece y a la que se une por la base.

El promontorio se puede dividir en tres partes. Su ancha base está dominada por unos enormes afloramientos rocosos que alguien talló y modeló como escalones gigantes o plataformas, en donde se perforaron túneles, hornacinas y surcos. La parte media del promontorio está ocupada por una zona allanada de grandes dimensiones.

 

Y en el borde más estrecho, que se eleva por encima del resto del promontorio, existen evidencias de estructuras circulares y rectangulares, bajo las cuales discurren pasadizos, túneles y otras aberturas, en un desconcertante laberinto cortado en la roca natural.

Separando o protegiendo del resto del promontorio esta zona «desarrollada», hay tres imponentes murallas que discurren paralelas entre sí y zigzagueando (Fig. 69).

Figura 69
 

Las tres líneas de murallas zigzagueantes se construyeron con piedras gigantescas, y se levantaron una detrás de otra, cada una un poco más alta que la que tiene delante, hasta lograr una altura combinada de algo más de 18 metros.

 

El relleno de tierra que hay por detrás de cada muralla formaba como terrazas que, se supone, debían servir de parapetos a los defensores del promontorio. De las tres murallas, la más baja (la primera) es la que está construida con las rocas más colosales, cuyo peso oscila entre las 10 y las 20 toneladas. Una de ellas tiene 8,23 metros de altura, y pesa más de 300 toneladas (Fig. 70).

 

Muchas piedras tienen alrededor de 4,5 metros de altura, y tienen entre 3 y 4,20 metros de anchura y de profundidad. Al igual que en la ciudad, las caras de estas rocas se desbastaron artificialmente hasta hacerlas perfectamente lisas, y tienen los bordes biselados, lo que significa que no eran rocas del campo que se habían encontrado por ahí y se habían utilizado, sino obra de canteros expertos.

Figura 70
 

Los enormes bloques de piedra descansan unos sobre otros, a veces separados por una delgada losa de piedra a causa de algún motivo estructural desconocido. Por todas partes hay piedras de forma poligonal, de extraños lados y ángulos que encajan sin argamasa en las extrañas formas de los bloques de piedra adyacentes. El estilo y el período son, evidentemente, los mismos que los de la construcción ciclópea de la época megalítica de Cuzco, pero aquí son bloques sustancialmente más enormes.

Por todas partes, en las zonas allanadas que hay entre las murallas, existen restos de estructuras que se construyeron con piedras normalmente modeladas al «estilo inca». Tal como muestran las fotografías aéreas y los trabajos de desescombro sobre el terreno, existieron diversas estructuras en la cima del promontorio. Todas cayeron o fueron destruidas en las guerras que hubo entre los incas y los españoles después de la Conquista.

 

Sólo han quedado ilesas las colosales murallas, testigos mudos que nos hablan de una época enigmática y de unos constructores misteriosos; pues, como demuestran todos los estudios, los gigantescos bloques de piedra se extrajeron a muchos kilómetros de distancia, y tuvieron que ser transportados hasta el lugar a través de montañas, valles, gargantas y ríos. ¿Cómo y quién lo hizo, y por qué?

Tanto los cronistas de la época de la Conquista de América como los viajeros de los últimos siglos y los investigadores contemporáneos llegan a la misma conclusión: no fueron los incas, sino unos enigmáticos predecesores con algunos poderes sobrenaturales... Pero nadie tiene una teoría acerca del por qué.

Garcilaso de la Vega dijo de estas fortificaciones que uno no podía por menos que creer que habían sido «erigidas mágicamente, por demonios y no por hombres, dado el número y el tamaño de las piedras colocadas en las tres murallas... que es imposible de creer que fueran extraídas de canteras, puesto que los indios no tienen ni hierro ni acero con el cual extraerlas y darles forma. Y el cómo se trajeron es una cosa igualmente asombrosa, dado que los indios no tienen carros ni bueyes ni sogas con las que arrastrarlas a fuerza de brazos.

 

Ni hay tampoco allí caminos nivelados sobre los cuales transportarlas; al contrario, lo que hay son montañas empinadas y abruptos declives que superar.

«Muchas de las piedras -decía Garcilaso-, se trajeron desde 10 a 15 leguas, y concretamente la piedra, o más bien la roca a la que llaman Saycusa o la Piedra Cansada, porque nunca llegó hasta la estructura, y que, según se sabe, se trajo desde una distancia de quince leguas, desde más allá del río Yucay... Las piedras que se consiguieron más cerca las trajeron desde Muyna, a cinco leguas de Cuzco.

 

Es un desafío para la imaginación el concebir cómo tantas y tan grandes piedras se pudieron encajar con tanta precisión que apenas admite la inserción de la punta de un cuchillo entre ellas. Muchas de las piedras están tan bien encajadas que difícilmente se puede descubrir la junta. Y lo más asombroso es que no tienen cuadrados ni niveles para poner sobre las piedras y asegurarse de si encajarán.... Ni disponen de grúas ni de poleas, ni de maquinaría alguna.»

Después, Garcilaso pasaba a citar a unos cuantos sacerdotes católicos que sugerían que «no se puede concebir de qué forma se tallaron, se llevaron y se pusieron en su lugar las piedras... a menos que fuera por arte diabólica».

Squier, que decía de las piedras que componen las tres murallas que representaban «sin duda la muestra más grandiosa del estilo ciclópeo existente en América», se quedó cautivado y desconcertado con otros muchos detalles de estos colosos de piedra y de otras fachadas de piedra de la región. Uno de estos detalles era el de los tres pórticos que cruzan las filas de las murallas, uno de los cuales fue llamado la Puerta de Viracocha.

 

Esta puerta era una maravilla de la sofisticación en la ingeniería: más o menos en el centro de la muralla frontal, los bloques de piedra estaban situados de tal forma que creaban una zona rectangular que llevaba a una abertura de alrededor de 1,20 metros en la muralla. Después, unos escalones llevaban a una terraza entre la primera y la segunda muralla, desde donde se abría un intrincado pasadizo contra un muro transverso en ángulo recto, llevando a una segunda terraza. Allí, dos entradas, haciendo ángulo entre sí, pasaban a través de la tercera muralla.

Todos los cronistas decían que esta puerta central, así como las otras dos de los extremos de las murallas, se podían bloquear haciendo descender unos grandes bloques de piedra que encajaban exactamente en las aberturas. Estos blocantes pétreos y los mecanismos para elevarlos y bajarlos (para abrir o bloquear las puertas) se quitaron en algún momento del pasado, pero los canales y los surcos por los que se deslizaban se pueden percibir aún.

 

Sobre la meseta cercana, en donde las rocas se tallaron con precisas formas geométricas que no tienen sentido para el visitante actual (Fig. 71a), nos encontramos con otro caso (Fig. 71b) en donde la roca tallada parece haber sido conformada para soportar algún artilugio mecánico. H. Ubbe-lohde-Doering (Kunst im Reiche der Inca) decía de estas enigmáticas rocas esculpidas que eran «como un modelo en el cual cada esquina tiene su importancia».

Por detrás de la línea de las murallas se aglomeraban las estructuras en el promontorio, algunas de ellas construidas indudablemente en tiempos de los incas. Es probable que fueran construidas con los restos de estructuras más antiguas, pero lo que es seguro es que no tenían nada que ver con un laberinto de túneles subterráneos.

 

Los pasadizos subterráneos, que siguen un patrón laberíntico, comienzan y terminan abruptamente. Uno de ellos lleva a una caverna que se encuentra a 12 metros de profundidad; otros terminan en paredes de roca, tallada y desbastada para dar el aspecto de escalones que no parecen llevar a ninguna parte.

Figura 71
 

Frente a las murallas ciclópeas, al otro lado de una amplia zona abierta, existen unos afloramientos rocosos que llevan nombres descriptivos: el Rodadero, por cuya parte trasera se deslizan los niños como en un tobogán; la Piedra Lisa, de la que Squier dijo que estaba «surcada como si la roca hubiera sido comprimida en estado plástico» -como arcilla de modelar- «y después endurecida con forma, con una superficie lisa y lustrosa»; y cerca de ellos, la Chingana, un risco cuyas fisuras naturales se ampliaron artificialmente hasta conformar pasadizos, corredores bajos, pequeñas cámaras, hornacinas y otros espacios huecos.

 

De hecho, por todas partes detrás de estos riscos se pueden encontrar rocas desbastadas y modeladas en caras horizontales, verticales e inclinadas, aberturas, surcos, y hornacinas, todos tallados con ángulos precisos y formas geométricas.

El visitante de hoy en día no puede describir la escena mejor de lo que lo hizo Squier en el siglo pasado:

«Las rocas que hay por toda la meseta que hay detrás de la fortaleza, en su mayor parte de caliza, están cortadas y talladas con miles de formas. Aquí hay una hornacina, o una serie de hornacinas; luego, un ancho asiento, como un sofá, o una serie de pequeños asientos; después, un tramo de escalones; allá un grupo de cubetas cuadradas, redondas u octogonales; largas hileras de ranuras; algún que otro agujero taladrado... fisuras de la roca artificialmente ensanchadas hasta convertirlas en cámaras -y todo esto con el corte preciso y el acabado del más habilidoso artesano».

Es un hecho histórico que los incas utilizaron el promontorio como último baluarte contra los españoles. También es evidente, por los restos de albañilería, que levantaron estructuras en su cima. Pero está claro que no fueron los constructores originales de aquel lugar, dado que existe constancia histórica de su incapacidad para transportar siquiera una de aquellas piedras megalíticas.

Ese intento fallido lo relata Garcilaso al hablar de la Piedra Cansada. Según él, uno de los maestros canteros incas, que deseaba ganar notoriedad, decidió arrastrarla desde donde los constructores originales la habían dejado y utilizarla en su estructura defensiva.

«Más de 20.000 indios levantaron la piedra, tirando de ella con grandes cables. Su avance era muy lento, pues el camino por el que iban era de firme desigual, y tenía muchas pendientes empinadas que subir y bajar... En una de aquellas pendientes, a consecuencia de la falta de cuidado por parte de los tiradores, que no estiraron de modo uniforme, el peso de la roca superó la fuerza de aquéllos que la controlaban, y cayó rodando pendiente abajo, matando a tres o cuatro mil indios.»

Así pues, según este relato, la única vez que los incas intentaron arrastrar y poner en su lugar una piedra ciclópea, fracasaron. Obviamente, por tanto, no fueron ellos los que llevaron, tallaron, modelaron y pusieron en su lugar, sin argamasa, aquellos otros centenares de piedras ciclópeas.

No es de sorprender que Erich von Daniken, que popularizó la teoría de los antiguos astronautas, escribiera después de su visita a este lugar en 1980 (Reise Nach Kiribati, o Pathways to the Gods, en la traducción inglesa) que ni la «madre naturaleza» ni los incas -sino únicamente unos antiguos astronautas- podrían ser los responsables de estas monumentales estructuras y riscos de extrañas formas.

 

Un viajero anterior a él, W. Bryford Jones (Four Faces of Perú, 1967), decía sorprendido acerca de los enormes bloques de piedra: «Creo que sólo pudieron moverlos una raza de gigantes de otro mundo.» Y varios años antes de esto, Hans Helfritz (Die alten Kulturen der Neuen Welt) decía de las increíbles murallas de Sacsahuamán: «Da la impresión de que están ahí desde el comienzo del mundo.»

Mucho antes que ellos, Hiram Bingham (Across South America) tomaba nota de una de las especulaciones nativas respecto a la forma en la cual se habrían podido crear estas increíbles esculturas y murallas de roca.

«Una de las historias favoritas -escribió-, es la que dice que los incas conocían una planta cuyos jugos hacían tan blanda la superficie de la piedra que lograban tan maravilloso encaje frotando las piedras entre sí, por unos momentos, con este mágico jugo vegetal.»

Pero, ¿quién pudo haber levantado y sostenido tan colosales piedras para frotarlas entre sí?

Como es obvio, Bingham no aceptó las explicaciones de los nativos, y el enigma continuó corroyéndole.

«He visitado Sacsahuamán repetidas veces -escribió en Inca Land-. Y cada vez, me abruma y me asombra. Para un indio supersticioso que viera estas murallas por vez primera, le debieron parecer construidas por los dioses.»

¿Por qué hizo Bingham esta afirmación, si no fue para expresar una «superstición» encubierta en su propio pecho?

Y así cerramos el círculo de las leyendas andinas; sólo ellas hablan de los constructores megalíticos, afirmando que habían existido dioses y gigantes en estas tierras, y un Antiguo Imperio, y una realeza que comenzó con una varita de oro divina.

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