X - DESVARÍO SOBRE LOS MUTANTES

El niño astrónomo. — Un acceso de fiebre de la inteli­gencia. — Teoría de las mutaciones. — El mito de los Grandes Superiores. — Los Mutantes entre nosotros. — Del Horla a Leonard Euler. — ¿ Una sociedad invisible de Mutantes? — Nacimiento del ser colectivo. — El amor a lo que vive.

En el transcurso del invierno de 1956, el doctor J. Ford Thompson, psiquiatra del servicio de educación de Wolverhampton, recibió en su gabinete a un mucha­chito de siete años que preocupaba a sus padres y a su preceptor.

«Evidentemente, no tenía a su disposición las obras de los especialistas —escribe el doctor Thompson—. Y, si las hubiese tenido, ¿habría podido siquiera leer­las? Sin embargo, conocía las respuestas justas a pro­blemas de astronomía de extremada complejidad.»

Impresionado por el examen de este caso, el doc­tor resolvió investigar sobre el nivel de inteligencia de los escolares y comenzó el examen de cinco mil niños en toda Inglaterra, con la ayuda del «Consejo Británico de Investigaciones Médicas», de los médicos de Harwell y de numerosos profesores de universidades. Después de dieciocho meses de trabajos, le pareció eviden­te que se producía «un brusco acceso de fiebre de la in­teligencia».

«De los últimos noventa niños de siete a nueve años que interrogamos, veintiséis tenían un cociente intelectual de ciento cuarenta, lo que equivale al genio, o poco menos. Creo —prosigue el doctor Thomp­son— que el estroncio noventa, producto radiactivo que penetra en el cuerpo, puede ser responsable de ello. Este producto no existía antes de la primera ex­plosión atómica.»

Dos sabios americanos, C. Brooke Worth y Robert K. Enders, en una importante obra titulada The Nature of Living Things, creen poder demostrar que la agrupa­ción de los genes sufre actualmente una perturbación y que, por el efecto de influencias todavía misteriosas, está apareciendo una nueva raza de hombres, dotada de poderes intelectuales superiores. Se trata, naturalmen­te, de una tesis que hay que acoger con reservas. Sin embargo, Lewis Terman, después de haber estudiado durante treinta años a los niños prodigio, llega a las si­guientes conclusiones:

«La mayoría de los niños prodigio perdían su cuali­dad al pasar a la edad adulta. Ahora parece que se con­vierten en adultos superiores, con una inteligencia sin parangón posible con los humanos de tipo corriente. Tienen una actividad treinta veces mayor que un hom­bre normal bien dotado. Su "índice de logros" está multiplicado por veinticinco. Su salud es perfecta, así como su equilibrio sentimental y sexual. En fin, se li­bran de las enfermedades psicosomáticas y, particular­mente, del cáncer.»

¿Es esto cierto? Lo seguro es que asistimos a una aceleración progresiva, en el mundo en­tero, de las facultades mentales, en correspondencia, por lo demás, con las facultades físicas. El fenómeno es tan claro, que otro sabio americano, el doctor Sydney

Pressey, de la Universidad de Ohio, acaba de formular un plan para la instrucción de los niños precoces, ca­paz, según él, de proporcionar trescientas mil altas in­teligencias por año.

¿Se trata de una mutación en la especie humana? ¿Asis­timos a la aparición de seres que se nos parecen exteriormente y que son, sin embargo, distintos? Éste es el formidable problema que vamos a estudiar. Lo cierto es que asistimos al nacimiento de un mito: el del mutante. El nacimiento de este mito, en nuestra civiliza­ción técnica y científica, no puede carecer de signifi­cación y de valor dinámico.

Antes de abordar este tema, conviene observar que el acceso febril de la inteligencia, comprobado entre los niños, trae consigo la idea sencilla, práctica, razonable, de un mejoramiento progresivo de la especie humana por la técnica. La técnica deportiva moderna ha demos­trado que el hombre posee recursos físicos que aún es­tán lejos de agotarse. Los experimentos en curso sobre el comportamiento del cuerpo humano dentro de los cohetes interplanetarios han revelado una resistencia insospechada. Los supervivientes de los campos de concentración pudieron medir la extrema posibilidad de defensa de la vida y descubrir recursos considerables en la acción recíproca de lo psíquico y lo físico. En fin, en lo que atañe a la inteligencia, el próximo descubrimien­to de técnicas mentales y productos químicos capa­ces de activar la memoria, de reducir a poco más que nada el esfuerzo de aquélla, nos abre perspectivas ex­traordinarias. Los principios de la ciencia no son en modo alguno inaccesibles a un espíritu normal.

Si se descarga al cerebro del estudiante del enorme esfuer­zo de memoria que debe realizar será totalmente posible enseñar la estructura del núcleo y de la tabla periódica de los elementos a los alumnos de segunda enseñanza y hacer comprender la relatividad y los quanta a un ba­chiller. Por otra parte, cuando los principios de la cien­cia se propaguen de una manera masiva por todos los países, cuando se centuplique el número de los investi­gadores, la multiplicación de las ideas nuevas, su mutua fecundación, sus relaciones multiplicadas, producirán el mismo efecto que un aumento en el número de ge­nios. Mejor aún, pues el genio es a menudo inestable y antisocial. Es probable, por lo demás, que una ciencia nueva, la teoría general de la información, permita en fecha próxima precisar cuantitativamente la idea que exponemos aquí de un modo cualitativo. Repartiendo equitativamente entre los hombres los conocimientos que ya posee la Humanidad, y fomentados los inter­cambios de manera que produzcan combinaciones nuevas, se aumentará el potencial intelectual de la so­ciedad humana con la misma rapidez y seguridad que si multiplicamos el número de genios.

Esta visión debe ser mantenida paralelamente a la visión más fantástica del mutante.

Nuestro amigo Charles Noël Martin, en una extraor­dinaria comunicación, reveló los efectos acumulati­vos de las explosiones atómicas. Las radiaciones pro­ducidas en el curso de los experimentos desarrollan sus efectos en proporción geométrica. La especie humana se arriesgaría, pues, a ser víctima de mutaciones desfa­vorables. Además, desde hace cincuenta años el radio se utiliza en todo el mundo sin un serio control. Los ra­yos X y ciertos productos químicos radiactivos se ex­plotan en múltiples industrias. ¿En qué proporción y cómo afecta esta radiación al hombre moderno? Nada sabemos del sistema de las mutaciones. ¿No podrían producirse así mutaciones desfavorables? Al hacer uso de la palabra en una conferencia atómica de Ginebra, Sir Ernest Rock Carling, patólogo al servicio del Home Office, declaró:

«Así podemos esperar que, en una pro­porción limitada de casos, estas mutaciones produzcan un efecto favorable y creen un niño genial. Aun a riesgo de provocar la extrañeza de la honorable concurrencia, afirmo que la mutación que nos dará un Aristóteles, un Leonardo da Vinci, un Newton, un Pasteur o un Einstein, compensará sobradamente los efectos menos afor­tunados en los otros noventa y nueve casos.»

Ante todo, una palabra sobre la teoría de las muta­ciones.

A finales de siglo, A. Weismann y Hugo de Vriés renovaron la idea que se tenía de la evolución. El áto­mo, cuya realidad empezaba a descubrirse en el campo de la física, se había puesto de moda. Aquéllos descu­brieron «el átomo de herencia» y lo localizaron en los cromosomas. La nueva ciencia de genética así creada actualizó los trabajos realizados en la segunda mitad del siglo XIX por el monje checo Gregor Mendel. Hoy parece indiscutible que la herencia es transformada por los genes. Éstos están fuertemente protegidos contra el medio exterior. Sin embargo, parece que las radiaciones atómicas, los rayos cósmicos y ciertos venenos violen­tos, como la colquicina, pueden alcanzarlo o hacer do­blar el número de cromosomas. Se ha observado que la frecuencia de las mutaciones es proporcional a la inten­sidad de la radiactividad. Ahora bien, la radiactividad es hoy treinta y cinco veces superior a lo que era a prin­cipios de siglo. Luria y Debruck, en 1943, y Demerec, en 1945, nos proporcionaron ejemplos precisos de se­lección entre las bacterias por mutación genética por efecto de los antibióticos. En estos trabajos, vemos cómo se opera la mutación-selección tal como la había imaginado Darwin. Los adversarios de la tesis de Lamarck, Mitchurin y Lissenko, sobre la herencia de los caracteres adquiridos, parecen, pues, tener razón. Pero, ¿se puede generalizar pasando de las bacterias a las plantas, a los animales y al hombre? No nos parece du­doso. ¿Existe un control de mutaciones genéticas en la especie humana? Sí. He aquí un caso cierto:

Este caso está sacado de los archivos del hospital es­pecial inglés de enfermedades infantiles, de Londres. El doctor Louis Wolf, director de este hospital, calcula que nacen en Inglaterra treinta mutantes fenilcetónicos por año. Estos mutantes poseen genes que no producen en la sangre determinados fermentos que actúan en la sangre normal. Un mutante fenilcetónico es incapaz de disociar la fenilalanina. Esta incapacidad hace al niño vulnerable a la epilepsia y al eccema, provoca en él una coloración gris cenicienta del cabello y hace al adulto propenso a las enfermedades mentales. Cierta raza fenilcetónica, al margen de la raza humana normal, vive, pues, entre no­sotros... Aquí se trata de una mutación desfavorable: pero, ¿por qué negar la posibilidad de mutaciones fa­vorables? Los mutantes podrían tener en su sangre pro­ductos susceptibles de mejorar su equilibrio físico y de aumentar su coeficiente de inteligencia muy por encima del nuestro. Podrían llevar en sus venas sedantes natura­les que los pusieran al abrigo de los choques psíquicos de la vida social y de los complejos de angustia. Formarían, pues, una raza diferente de la humana y superior a ella. Psiquiatras y médicos observan lo que funciona mal. ¿Cómo observar lo que funciona más que bien?

En el orden de mutaciones hay que distinguir varios as­pectos. La mutación celular que alcanza a los genes, que no tiene descendencia, nos es conocida en su forma desfavorable: el cáncer, la leucemia, son mutaciones cehilares. ¿Hasta qué punto se podrían producir muta­ciones celulares favorables, generalizadas en todo el or­ganismo? Los místicos nos hablan de la aparición de una «carne nueva», de una «transfiguración».

La mutación genética desfavorable (caso de los fenilcetónicos) empieza también a sernos conocida. ¿En qué medida podría producirse una mutación favo­rable?

También aquí cabe distinguir dos aspectos del fe­nómeno, o, mejor, dos interpretaciones:

1.º Esta mutación, esta aparición de otra raza podría deberse a la casualidad. La radiactividad, entre otras causas, podría originar la modificación de los genes de ciertos individuos. La proteína del gen, ligeramente afectada, dejaría de producir, por ejemplo, ciertos áci­dos que son causa de la angustia. Entonces veríamos aparecer otra raza: la raza del hombre tranquilo, del hombre que no teme a nada, que no experimenta nada negativo; que va a la guerra tranquilamente, que mata sin inquietud, que goza sin complejos, una especie de autó­mata sin ninguna clase de temor interior. No es impo­sible que asistamos a la aparición de esta raza.

2.° La mutación genética no se debería a la casuali­dad. Sería dirigida. Iría en el sentido de una asunción espiritual de la Humanidad. Sería el paso de un nivel superior. Los efectos de la radiactividad responderían a una voluntad dirigida hacia lo alto. Las modifica­ciones que evocábamos hace un instante no serían nada comparadas con lo que espera a la especie humana, sólo un ligero atisbo de los cambios venideros. La pro­teína del gen se vería afectada en su estructura total, y veríamos nacer una raza cuyo pensamiento estaría pro­fundamente transformado, una raza capaz de dominar el tiempo y el espacio y de situar toda operación inte­lectual más allá del infinito. Hay, entre la primera y la segunda idea, la misma diferencia que entre el acero templado y el acero sutilmente transformado en banda magnética.

Esta última idea, creadora de un mito moderno del que se ha apoderado la ciencia ficción, se halla curiosa­mente inscrita en todas las hojas de la espiritualidad contemporánea. Del lado de los luciferinos, hemos vis­to a Hitler creyendo en la existencia de los Grandes Su­periores, y le hemos oído gritar:

«Voy a revelaros el secreto: la mutación de la raza humana ha empezado ya: existen seres sobrehumanos.»

Del lado del hinduismo renovado, el maestro del Ashram de Pondichery, uno de los más grandes pensa­dores de la nueva India, Sri Aurobindo Ghose, fundó su filosofía y sus comentarios de los textos sagrados so­bre la certeza de una evolución ascendente de la Huma­nidad, realizándose por mutaciones.

Entre otras cosas, escribió:

«La venida a esta tierra de una raza humana nueva —por prodigioso o milagro­so que pueda parecer el fenómeno— puede convertirse en una cosa de práctica actualidad.»

En fin, en el seno de un catolicismo abierto a la reflexión científica, Teilhard de Chardin afirmó que creía...

«en una derivación ca­paz de llevarnos hacia alguna forma Ultrahumana».

Peregrino del camino de lo extraño, más sensible que nadie al paso de corrientes de ideas inquietantes, testigo más que creador, pero testigo hiperlúcido de las aventuras extremas de la inteligencia moderna, el escri­tor André Bretón, padre del Surrealismo, no vaciló en escribir, en 1942:

«El hombre no es tal vez el centro, el punto de mira del Universo. Se puede llegar a creer que existen por encima de él, en la escala animal, seres cuyo comporta­miento le es tan ajeno como puede ser el suyo al insecto o a la ballena. Nada se opone necesariamente a que otros seres escapen de modo perfecto a su sistema sen­sorial de referencias, gracias a un disfraz de la Naturaleza que se quiera, pero cuya posibilidad se desprende de la teoría de la forma y del estudio de los animales miméticos. No hay duda de que s.e ofrece a esta idea un gran campo de especulación, aunque aquélla tiende a colocar al hombre en las modestas condiciones de in­terpretación de su propio Universo propias del niño que se complace en imaginar una hormiga subterránea cuando acaba de aplastar con el pie un hormiguero. Considerando las perturbaciones del tipo ciclón en que el hombre no puede ser más que víctima o testigo, o del tipo guerra, respecto al cual se ofrecen nociones noto­riamente insuficientes, no sería imposible, en el curso de una vasta obra que debería presidir siempre la in­ducción más atrevida llegar a hacer verosímiles la es­tructura y la complexión de tales seres hipotéticos, que se manifiestan oscuramente en nosotros por el miedo y el sentimiento del azar.

»Creo que tengo que hacer notar que no me aparto sensiblemente del testimonio de Novalis: Vivimos en realidad en un animal del que somos parásitos. La cons­titución de este animal determina la nuestra, y vicever­sa, y que no hago más que mostrarme de acuerdo con la idea de William James: Quién sabe si no tenemos única­mente, en la Naturaleza, un pequeño lugar junto a seres por nosotros insospechados y distintos de los gatos y los perros que viven a nuestro lado en nuestras casas. Tam­poco todos los sabios contradicen esta opinión: Acaso a nuestro alrededor circulan seres creados en el mismo plano que nosotros, pero diferentes; hombres,por ejem­plo, cuyas albúminas son rectas. Así habla Emile Declaux, antiguo director del Instituto Pasteur.

»¿Un mito nuevo? ¿Hay que convencer a esos seres de que no son más que un espejismo, o hay que darles ocasión de manifestarse?»

¿Existen entre nosotros seres exteriormente parecidos a nosotros, pero cuyo comportamiento nos sería tan extraño «como el del insecto o de la ballena»? El senti­do común responde que lo sabríamos, que si unos indi­viduos superiores viviesen entre nosotros, tendríamos que verlos.

En nuestra opinión, John W. Campbell destru­yó este argumento del sentido común en un editorial de la revista Astounding Science Fiction, publicado en 1941:

«Nadie va a visitar a su médico para decirle que se encuentra magníficamente. Nadie va a ver al psiquiatra para decirle que la vida es un juego fácil y delicioso. Nadie llama a la puerta de un psicoanalista para decla­rarle que no padece ningún complejo. Las mutaciones desfavorables pueden observarse. Pero, ¿y las favo­rables?»

Sin embargo, objeta el sentido común, los mutantes superiores se harían notar por su prodigiosa actividad intelectual.

De ningún modo, responde Campbell. Un hombre genial perteneciente a nuestra especie, un Einstein, por ejemplo, publica los frutos de sus trabajos. Se hace no­tar. Y esto le vale muchas preocupaciones, hostilidad, incomprensión, amenazas y el destierro. Einstein, al fi­nal de su vida, declara: «Si lo hubiese sabido, me habría hecho fontanero.» Por encima de Einstein, el mutante es lo bastante inteligente para ocultarse. Guarda para sí sus descubrimientos. Vive una vida lo más discreta po­sible, tratando simplemente de mantener contacto con otras inteligencias de su especie. Algunas horas de tra­bajo a la semana le bastan para subvenir a sus necesida­des, y dedica el resto de su tiempo a actividades de las que no tenemos la menor idea.

La hipótesis es seductora. No es en modo alguno comprobable, en el estado actual de la ciencia. Ningún examen anatómico puede aportar información sobre la inteligencia. Anatole France tenía un cerebro anormal­mente ligero. No hay, en fin, ninguna razón para hacer la autopsia a un mutante, salvo en caso de accidente. ¿Y cómo descubrir entonces una mutación que afectase a las células del cerebro? Por consiguiente, no es una lo­cura absoluta admitir como posible la existencia de Su­periores entre nosotros. Si las mutaciones se rigen sólo por la casualidad, ha habido probablemente algunas fa­vorables. Si se rigen por una fuerza natural organizada, si corresponden a una voluntad de ascensión del ser vivo, como lo creía, por ejemplo, Sri Aurobindo Ghose, debe de haber todavía muchas más. Nuestros suce­sores estarían ya aquí.

Todo induce a creer que se nos parecen, o mejor, que nada nos permite distinguirlos. Ciertos autores de ciencia ficción atribuyen naturalmente a los imitantes ciertas particularidades anatómicas. Van Vogt, en su cé­lebre obra Á la Poursuite des Slans, imagina que sus cabellos tienen una estructura singular: una especie de antenas que sirven para las comunicaciones telepáticas, y sobre ello construye una bella y terrible historia de la caza de los Superiores, inspirada en la persecución de los judíos. Pero es el caso que los novelistas añaden co­sas a la naturaleza para simplificar los problemas.

Si existe la telepatía, sin duda no se transmite por medio de ondas ni tiene en modo alguno necesidad de antenas. Si creemos en una evolución dirigida, habrá que admitir que el mutante dispone de medios de dis­fraz casi perfectos, para su propia protección. Es fre­cuente, en el reino animal, ver al ladrón engañado por las presas «disfrazadas» de hojas muertas, de ramitas y aun de excrementos, con una perfección asombrosa. La «malicia» de las especies suculentas llega incluso, en al­gunos casos, a imitar el color de las especies no comes­tibles. Como dice muy bien André Bretón, que presiente entre nosotros a los «Grandes Transparentes», es posible que estos seres escapasen a nuestra observación «gracias a un disfraz de la naturaleza que quiera imagi­narse, pero cuya posibilidad nos sugiere la misma teo­ría de la forma y el estudio de los animales miméticos».

«¡El hombre nuevo vive en medio de nosotros! ¡Está aquí! ¿Basta con ello? Voy a decirle un secreto: yo he visto al hombre nuevo. ¡Es intrépido y cruel! ¡He sen­tido miedo delante de él!» aulla Hitler, tembloroso.

Otro espíritu atenazado por el terror, asaltado por la locura: Maupassant, lívido y sudoroso, escribe preci­pitadamente uno de los textos más inquietantes de la li­teratura francesa: Le Horla.

«Ahora sé, adivino. El reino del hombre ha termina­do. Ha venido Aquel que provoca los primeros terrores de los pueblos ingenuos. Aquel a quien exorcizaban los sacerdotes inquietos, el que evocan los brujos en las no­ches sombrías, sin verle aparecer aún, y a quien los pre­sentimientos de los maestros efímeros del mundo pres­taron todas las formas monstruosas o graciosas de los gnomos, de los espíritus, de los genios, de las hadas, de los duendes. Después de los groseros conceptos de los miedos primitivos, los hombres más perspicaces lo han presentido claramente. Mesmer lo había adivinado, y los médicos, desde hace ya diez años, han descubierto la na­turaleza de su poder antes de que él mismo lo ejerciera. Han jugado con esta arma del nuevo Señor, el dominio de poderes misteriosos sobre el alma humana, convertida en esclava. Lo han llamado magnetismo, hipnosis, su­gestión... ¡qué sé yo! ¡Les he visto divertirse como niños imprudentes con este horrible poder! ¡Desdichados de nosotros! ¡Desdichado del hombre! Ha llegado él..., él... ¿Cómo se llama...? El... Me parece que está gritando su nombre, y no lo entiendo... El..., sí, lo grita..., escucho..., no puedo..., repite..., el... Horla..., lo he oído..., el Horla... Es él..., el Horla... ¡ha llegado!»

En su interpretación balbuciente de esta visión lle­na de maravilla y de horror, Maupassant, hombre de su época, atribuye al mutante poderes hipnóticos. La lite­ratura moderna de ciencia ficción, más próxima a los trabajos de Rhine, de Soal, de Mac Connel, que a los de Charcot, presta a los mutantes poderes «parapsicológicos»: la telepatía, la telequinesia. Otros autores van to­davía más lejos y nos muestran al Superior flotando en el aire o filtrándose por las paredes: aquí ya no hay más que fantasía, ecos placenteros de los arquetipos de los cuentos de hadas. De igual modo que la isla de los mu­tantes, o la galaxia de los mutantes, corresponde al anti­guo sueño de las Islas Afortunadas, los poderes paranormales corresponden al arquetipo de los dioses griegos. Pero si nos colocamos en el plano de lo real nos damos cuenta de que todos estos poderes serían completamente inútiles a los seres vivos en una civiliza­ción moderna. ¿Para qué la telepatía cuando dispone­mos de la radio? ¿Para qué la telequinesia cuando exis­te el avión? Si existe el mutante, cosa que nos sentimos inclinados a creer, éste dispone de un poder muy supe­rior a todo lo que la imaginación puede soñar. Un po­der que el hombre ordinario apenas explota: dispone de la inteligencia.

Nuestras acciones son irracionales, y la inteligencia sólo contribuye en una pequeña parte a nuestras deci­siones. Cabe imaginar el Ultrahumano, nuevo peldaño de la vida del planeta, como un ser racional y no sola­mente razonador, un ser dotado de una inteligencia ob­jetiva permanente que no toma ninguna decisión más que después de observar lúcidamente, completamente, la masa de información que posee. Un ser cuyo sistema nervioso sería una fortaleza capaz de resistir cualquier asalto de los impulsos negativos. Un ser de cerebro frío y rápido, dotado de una memoria total, infalible. Si el mutante existe es probablemente un ser que físicamen­te se parece al hombre, pero que difiere de él radical­mente por el simple hecho de que domina su inteligen­cia y la emplea sin un momento de descanso. Esta visión parece sencilla. Sin embargo, es más fantástica que todo lo que nos sugiere la literatura de ciencia fic­ción.

Los biólogos empiezan a entrever las modifi­caciones químicas que serían necesarias para la creación de esta especie nueva. Los experimentos sobre los se­dantes, sobre el ácido lisérgico y sus derivados, han de­mostrado que bastaría con una débilísima dosis de cier­tos compuestos orgánicos todavía desconocidos para protegernos contra la permeabilidad excesiva de nues­tro sistema nervioso y permitirnos ejercitar en toda ocasión una inteligencia objetiva. Asimismo existen mutantes fenilcetónicos cuya química está peor adapta­da a la vida que la nuestra, en este mundo en transfor­mación. Los mutantes cuyas glándulas segregasen es­pontáneamente sedantes y sustancias fomentadoras de la actividad cerebral, serán los nuncios de la especie lla­mada a remplazar al hombre. Su lugar de residencia no sería una isla misteriosa ni un planeta prohibido. La vida ha sido capaz de crear seres adaptados a los abis­mos submarinos o a la atmósfera enrarecida de las más altas cumbres. También es capaz de crear el ser ultrahumano, para el cual la morada ideal es Metrópolis,

«la tierra humeante de fábricas, la tierra trepidante de negocios, la tierra vibrante con cien radiaciones nuevas...».

La vida no está jamás perfectamente adaptada, pero tiende a la adaptación perfecta. ¿Por qué aflojaría esta tensión después de haber sido creado el hombre? ¿Por qué no ha de preparar algo mejor que el hombre, va­liéndose del hombre mismo? Y este hombre según el hombre, tal vez ha nacido ya.

«La vida —dice el doctor Loren Eiseley— es un gran río soñador que se filtra por todas las aberturas, cambiando y adaptándose a medida que avanza.»1

Su aparente estabilidad es una ilusión en­gendrada por la misma brevedad de nuestros días. No vemos a la saeta de las horas cómo da la vuelta a la esfe­ra: de la misma manera, no vemos cómo una forma de vida entra en otra.

1. New York Herald Tribune, 23 de noviembre de 1959.

Este libro tiene por objeto exponer hechos e inspirar hipótesis, no promover cultos. No pretendemos cono­cer a los mutantes. Sin embargo, si admitimos la idea de que el mutante perfecto está perfectamente disfrazado, tendremos que admitir también la idea de que la Natu­raleza fracasa a veces en su esfuerzo de creación ascensional y pone en circulación mutantes imperfectos, que son visibles.

En este mutante imperfecto, unas cualidades men­tales excepcionales se mezclan con defectos físicos. Tal es el caso, por ejemplo, de numerosos calculadores prodigio. El mejor especialista en la materia, el profe­sor Robert Tocquet, declara:

«Muchos calculadores fueron en un principio considerados como muchachos atrasados. El calculador prodigio belga Osear Verhaeghe se expresaba, a los diecisiete años, como un niño de dos. Además, ya hemos dicho que Zerah Colburn pre­sentaba un signo de degeneración: un dedo suplemen­tario en cada miembro. Otro calculador prodigio, Prolongeau, nació sin brazos ni piernas. Mondeux era histérico... Osear Verhaeghe, nacido el 16 de abril en Busval, Bélgica, en el seno de una familia de modestos funcionarios, pertenece al grupo de calculadores cuya inteligencia está muy por encima de la media. La eleva­ción a potencias diversas de números iguales es una de sus especialidades. Así, por ejemplo, eleva al cuadrado el número 888.888.888.888.888 en cuarenta segundos, y a la quinta potencia el número 9.999.999 en sesenta se­gundos, con un resultado de treinta y cinco guaris­mos...»

¿Degenerados o mutantes fracasados?

He aquí, tal vez, un caso de mutante completo: el de Leonard Euler, que estaba en relaciones con Roger Boscovich,1 cuya historia hemos relatado en el capítulo anterior.

1. A principios de 1959, se publicó en la URSS el «Diario» del padre de la astronáutica, Ziolkovsky. Éste escribía que había toma­do la mayoría de sus ideas de los trabajos de Boscovich.

Leonard Euler (1707-1783) es generalmente tenido por uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos. Pero esta calificación es demasiado estrecha para dar cuenta de las cualidades sobrehumanas de su espíritu. Hojeaba las obras más complejas en unos ins­tantes y podía recitar completamente todos los libros que habían pasado por sus manos desde que aprendiera a leer. Conocía a fondo la física, la química, la zoolo­gía, la botánica, la geología, la medicina, la historia y las literaturas griega y latina. Nadie, en su tiempo, logró igualarle en ninguna de estas disciplinas. Poseía la fa­cultad de aislarse totalmente, a voluntad, del mundo exterior, y de proseguir un razonamiento pasara lo que pasara. Perdió la vista en 1766, pero esto no le afectó en nada. Uno de sus alumnos refirió que, a raíz de una dis­cusión sobre un cálculo que comprendía diecisiete de­cimales, se produjo un desacuerdo en el momento de establecer el decimoquinto. Entonces rehízo el cálculo, con los ojos cerrados, en una fracción de segundo. Veía relaciones y enlaces que escapaban al resto de la Huma­nidad culta e inteligente.

Así fue cómo encontró ideas matemáticas nuevas y revolucionarias en los poemas de Virgilio. Era un hombre sencillo y modesto, y todos sus contemporáneos se muestran de acuerdo en que su principal preocupación era pasar inadvertido. Euler y Boscovich vivieron en una época en que se honraba a los sabios, en que no corrían el riesgo de verse envene­nados por las ideas políticas u obligados por el Gobier­no a fabricar armas. Si hubiese vivido en nuestro siglo, tal vez se habrían organizado para «disimularse» ente­ramente. Tal vez hoy existen otros Euler o Boscovich. Tal vez hay mutantes inteligentes y racionales, pro­vistos de una memoria absoluta y de una inteligencia constantemente despierta, que se codean con nosotros, disfrazados de maestros de pueblo o de agentes de se­guros.

Estos mutantes, ¿forman una sociedad invisible? Ningún ser humano vive solo. Sólo puede desarrollarse en el seno de una sociedad. La sociedad humana que conocemos ha demostrado más que sobradamente su hostilidad a la ciencia objetiva y a la imaginación li­bre: Giordano Bruno, quemado; Einstein, desterrado; Oppenheimer, vigilado. Si existen mutantes que res­pondan a nuestra descripción, todo induce a pensar que trabajan y se comunican entre ellos en el seno de una sociedad superpuesta a la nuestra y que sin duda se ha­lla extendida por el mundo entero. Que se comuniquen empleando medios psíquicos superiores, como telepa­tía, nos parece una hipótesis infantil. Más próxima a lo real, y, por tanto, más fantástica, nos parece la hipótesis según la cual se servirían de comunicaciones normales humanas para transmitirse mensajes e informaciones para su uso exclusivo. La teoría general de la informa­ción y la semántica demuestran bastante bien que es posible redactar textos de doble, triple o cuádruple sen­tido. Existen textos chinos con siete significaciones, metidas unas dentro de otras. Un héroe de la novela de Van Vogt, .A la Poursuite des Slans, descubre la existencia de otros mutantes leyendo el periódico y descifran­do artículos de apariencia vulgar.

Una red tal de comu­nicaciones en el seno de nuestra literatura, de nuestra Prensa, etc., resulta inconcebible. El New York Herald Tribune publicó, el 15 de marzo de 1958, un estudio de su corresponsal en Londres, sobre una serie de mensa­jes enigmáticos aparecidos en los pequeños anuncios del Times. Estos mensajes habían llamado la atención de los especialistas de la criptografía y de varios cuer­pos de Policía, porque tenían, evidentemente, un doble sentido. Pero este sentido había escapado a todos los esfuerzos hechos para descifrarlo. Existen sin duda me­dios de comunicación todavía menos manifiestos. Tal novela de cuarta categoría, tal obra técnica, tal libro de filosofía famoso, trasladan secretamente estudios com­plejos, mensajes dirigidos a inteligencias superiores, tan diferentes de la nuestra, como lo es ésta de la de un gorila.

Louis de Broglie escribe:1

1. Véase Nouvelles Littéraires, 2 de marzo de 1950, artículo ti­tulado «¿Qué es la vida?».

«No debemos jamás olvidar lo muy limitados que siguen siendo nuestros conoci­mientos y de cuántas evoluciones imprevistas son sus­ceptibles. Si la civilización humana subsiste, la física podrá ser dentro de unos siglos tan diferente de la nuestra como lo es ésta de la física de Aristóteles. Tal vez los conceptos ampliados a que lleguemos entonces nos permitirán englobar en una misma síntesis, donde todo encontrará su lugar, el conjunto de los fenómenos físicos y biológicos. Si el pensamiento humano, eventualmente hecho más poderoso por alguna mutación biológica, se elevase un día hasta allá, percibiría enton­ces en su verdadera luz, que sin duda no sospechamos siquiera ahora, la unidad de los fenómenos que distin­guimos con la ayuda de los adjetivos «fisicoquímico», «biológico» e incluso «psíquico».

¿Y si esta mutación se hubiese ya producido? Uno de los más grandes biólogos franceses, Morand, inven­tor de los «tranquilizantes», admite que los mutantes han aparecido a lo largo de toda la historia de la Humanidad:1

1. P. Morand y H. Laborit, Les Destins de la vie de l'homme, Masson, ed., París, 1959.

«Los mutantes se llamaron, entre otros, Mahoma, Confucio...»

Pueden existir muchos más. No es en modo alguno inconcebible que, en la época evolutiva en que nos hallamos, los mutantes consideren inútil ofrecerse como ejemplo o predicar alguna forma nueva de religión. En la actualidad, hay algo mejor que hacer que dirigirse al individuo. No es indispensable que consideren necesario y benéfico el paso de nuestra Hu­manidad a la colectivización. No es, en fin, inverosímil que consideren deseables nuestros dolores del parto, e incluso cualquier gran catástrofe capaz de apresurar el conocimiento de la tragedia espiritual que constituye el fenómeno humano en su totalidad. Para obrar, para que se precise el rumbo que acaso nos lleva a todos a al­guna forma ultrahumana que ellos conocen, tal vez les es necesario permanecer ocultos, mantener en secreto la coexistencia, mientras se está forjando, a despecho de las apariencias y tal vez gracias a su presencia, el alma nueva de un mundo nuevo, al que nosotros llamamos con toda la fuerza de nuestro amor.

Henos aquí en las fronteras de lo imaginario. Tenemos que detenernos. Sólo queremos indicar el mayor nú­mero posible de hipótesis no irrazonables. Sin duda ha­brá que rechazar muchas de ellas. Pero si algunas han abierto a la investigación puertas hasta ahora disimula­das, no habremos trabajado en vano; no nos habremos expuesto inútilmente al riesgo del ridículo.

«El secreto de la vida puede ser encontrado. Si se me presenta la ocasión, no la dejaría escapar por miedo a las burlas.»1

1. Loren Eiseley

Toda reflexión sobre los mutantes desemboca en un sueño sobre la evolución, sobre los destinos de la vida y del hombre. ¿Qué es el tiempo, a la escala cósmi­ca en que hay que situar la historia de la Tierra? ¿No ha comenzado el porvenir, si puedo expresarme así, en la eternidad? Tal vez, en la aparición de los mutantes, ocurre todo como si la sociedad humana fuese alcanza­da a veces por una resaca del futuro, visitada por testi­gos del conocimiento venidero. ¿No serán los mutan­tes la memoria del futuro de la cual está tal vez dotado el gran cerebro de la Humanidad?

Otra cosa: la idea de mutación favorable está evidente­mente ligada a la idea del progreso. La hipótesis de una mutación puede ser llevada al plano científico más po­sitivo. Es absolutamente cierto que las regiones más re­cientemente conquistadas por la evolución, y las menos especializadas, es decir, las zonas silenciosas de la mate­ria cerebral, maduran las últimas. Algunos neurólogos piensan, con razón, que existen allí otras posibilidades que el porvenir de la especie nos revelará. El individuo, dotado de posibilidades diferentes. Una individualiza­ción superior. Y, sin embargo, el porvenir de las socie­dades nos parece bien orientado hacia un creciente co­lectivismo. ¿Es esto contradictorio? No lo creemos así. A nuestro entender, la existencia no es contradicción, sino algo que se complemente y sobrepase.

El biólogo Morand escribe, en una carta a su amigo Laborit:

«El hombre que llegue a ser perfectamente ló­gico, que abandone toda pasión y toda ilusión, se habrá convertido en una célula del continuum vital que cons­tituye una sociedad llegada al más alto grado de su evo­lución: evidentemente, aún no hemos llegado a tanto, pero no creo que pueda haber evolución sin esto. En­tonces, y sólo entonces, contará esta "conciencia uni­versal" del ser colectivo, hacia la cual tendemos.»

Ante esta visión, altamente probable, conocemos bien la indignación de los partidarios del antiguo huma­nismo que ha petrificado nuestra civilización. Imaginan, en efecto, un hombre sin finalidad, entrando en su fase de decadencia. «Llegado a ser perfectamente lógico, aban­donando toda pasión y toda ilusión...» ¿Cómo podría estar en decadencia el hombre provisto de una radiante inteligencia? Cierto, el Yo psicológico, lo que llama­mos personalidad, estaría en vías de desaparecer. Pero nosotros no creemos que esta «personalidad» sea la riqueza última del hombre. En esto, somos —así lo cree­mos— religiosos. Hacer desembocar todas las observa­ciones activas en una visión de la trascendencia, es señal de nuestro tiempo. No, la personalidad no es la riqueza última del hombre. No es más que uno de los instrumentos que le han sido dados para pasar al estado de alerta. Cumplida la obra, desaparece el instrumento. Si tuviése­mos espejos capaces de mostrarnos esta «personalidad» a la cual damos tanta importancia, no soportaríamos su visión, tal sería el hormiguero de larvas y gusanos que ve­ríamos en ella. Sólo el hombre en estado de alerta podría mirarse en él sin peligro de morir de espanto, pues enton­ces el espejo no reflejaría nada, sería puro. Éste es el ver­dadero rostro, el que nos devuelve el espejo de la verdad. En este sentido, todavía no tenemos rostro. Y los dioses no nos hablarán cara a cara hasta que lo tengamos.

Rechazando el Yo psicológico, movible y limitado, decía ya Rimbaud: «Yo es otro.» Es el Yo inmóvil, transparente y puro aquel cuyo entendimiento es infi­nito: todas las tradiciones aconsejan al hombre que lo abandone todo para alcanzarlo. Es muy posible que nos hallemos en un tiempo en que el futuro próximo hable la misma lengua del remoto pasado.

Fuera de estas consideraciones sobre las otras posi­bilidades del espíritu, el pensamiento, incluso el más ge­neroso, sólo distingue contradicciones entre conciencia individual y conciencia universal, entre vida personal y vida colectiva. Pero un pensamiento que ve contradic­ciones en lo vivo es un pensamiento enfermo. La con­ciencia individual realmente despierta entra en la uni­versal. La vida personal, concebida y utilizada por entero como instrumento del despertar, se funde sin ningún daño en la vida colectiva.

No hemos dicho, en fin, que la constitución de este ser colectivo sea el término último de la evolución. El espíritu de la Tierra, el alma de lo que vive, no ha cesa­do de brotar. Los pesimistas, ante los grandes trastor­nos visibles que produce esta secreta emergencia, dicen que al menos hay que intentar «salvar al hombre». Pero este hombre no tiene que ser salvado, sino cambiado. El hombre de la psicología clásica y de las filosofías co­rrientes, ha sido ya rebasado, condenado a la inadapta­ción. Con mutación o sin ella, hay que entrever otro hombre para ajustar el fenómeno humano al destino en marcha. Desde ahora, ya no es cuestión de pesimismo, ni de optimismo: Es cuestión de amor.

Desde el tiempo en que pensaba poder poseer la verdad en mi alma y en mi cuerpo, cuando imaginaba que pronto tendría la solución de todo, en la escuela del filósofo Gurdjieff, hay una palabra que jamás he oído pronunciar: es la palabra amor. Hoy no dispongo de ninguna certeza absoluta. No me atrevería a proponer como viable la más tímida de las hipótesis formuladas en este libro. Cinco años de reflexión y de trabajo con Jacques Bergier, me han proporcionado sólo una cosa: la voluntad de mantener mi espíritu abierto a la sorpre­sa y a la confianza ante todas las formas de la vida y ante todos los rasgos de inteligencia del ser viviente. Estos dos estados: sorpresa y confianza, son insepara­bles. La voluntad de llegar y de mantenerse en ellos su­fre a la larga una transformación. Deja de ser voluntad, es decir, yugo, para convertirse en amor, es decir, gozo y libertad. En una palabra, mi única adquisición ha sido que ahora llevo en mí, inarrancable ya, el amor a lo que vive en este mundo y en el infinito de los mundos.

Para honrar y expresar este amor poderoso, comple­jo, no nos hemos limitado, Jacques Bergier y yo, al mé­todo científico, tal como habría exigido la prudencia. Pero, ¿qué es el amor prudente? Nuestros métodos fue­ron los de los sabios, pero también los de los teólogos, los de los poetas, los de los brujos, los de los magos y los de los niños. En resumidas cuentas, nos hemos portado como bárbaros, prefiriendo la invasión a la evasión. Y es que algo nos decía que, en efecto, formábamos parte de tropas extrañas, de hordas fantasmagóricas, guiadas por trompetas ultrasonoras, de cohortes transparentes y de­sordenadas que empiezan a desparramarse sobre nuestra civilización. Estamos al lado de los invasores, al lado de la vida que viene, al lado del cambio de edad y del cambio de pensamiento. ¿Error? ¿Locura? La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aun desdichado, para com­prender mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adhe­rencia. Cuanto más comprendo, más amo; porque todo lo comprendido es bueno.

FIN

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Notas

[1] «Teilhard de Chardin tel que je l'ai connu», por G. Magloire, revista Synthése, noviembre 1957.

[2] Uno de los particulares de la Teoría unitaria de JeanCharon.  

[3] Ene Temple Bell, Leflot du temps, Gallimard, editor. París.

[4] R. P. Dubarle, Débat radiophonique, 12 de abril de 1957.

[5] Arthur Clarke, Los hijos de Icaro, Gallimard.

[6] 1. Serge Hutin, Histoire de Rose-Croix, Gérad, Nizet, editor. París.

[7] Mi amigo Rajah Rao.

[8] Véase la tercera parte de esta obra: El hombre, este infinito.

[9] Una tradición menos segura haría de los Rosacruz los here­deros de civilizaciones enterradas.

[10] Roben Jungk, Más brillante que mil soles, Editorial Argos.

[11] Publicados ambos, en esta editorial, en las Obras completas de Huxley.

[12] Walter Dornberger, L'Arme secrete de Peenemünde, Ar thaud, París.

[13] Millikan, El electrón.

[14] Technique Mondiale, París, abril, 1957.

[15] Edwin Armstrong, «The Inventor as Hero», artículo del Harper's Magazine.

[16] Frazer, Le Ramean d'Or.

[17] Autor de El misterio de las catedrales y de Las moradas filo­sofales, publicadas por Plaza & Janes.

[18] En su cárcel de Reading, Oscar Wilde descubre que la dis­tracción del espíritu es el crimen fundamental, que la atención extre­ma revela el acuerdo perfecto entre todos los acontecimientos de una vida, pero sin duda también, en un plano más vasto, el acuerdo perfecto entre todos los elementos y todos los movimientos de la Creación, la armonía de todas las cosas. Y exclama: «Todo lo que es comprendido está bien.» Es ésta la frase más bella que conozco.

[19] Cf. Le Miroir de la Magie, por Kurt Seligmann. Éditions Fasquelle, París. Traducción española, Historia de las magias, Enci­clopedia Horizonte n.° 15. Plaza & Janes. Barcelona, 1971.

[20] Aspects de l'Alchimie Traditionelle. Éditions de Minuit, París.

[21] Tomamos este relato de la obra de Kurt Seligmann, ya citada.

[22] En diversos países se están realizando trabajos para la utili­zación de partículas (producidas por poderosos aceleradores) para catalizar la fusión del hidrógeno.

[23] La Tourbe des Philosophes, en «Bibliothéque des Philosophes», 1741.

[24] La estereotrónica es una ciencia novísima que estudia la transformación de la energía en los sólidos. Una de sus aplicaciones es el transistor.

[25] Estas dos obras han sido reeditadas por el Omnium Littéraire, 72, Champs Élysées, París. La primera edición es de 1925. Estaba agotada desde hacía tiempo y los curiosos compraban los raros ejemplares en circulación, pagando por ellos decenas de miles de francos. La edición en español, como ya se ha citado, lo ha sido por Plaza & Janes, S. A.

[26] Este método consiste en suspender la mezcla que hay que fundir en el vacío, fuera de todo contacto con una pared material, por medio de un campo magnético.

[27] Entonces se funde mediante una corriente de alta frecuencia. El semanario americano Life, en enero de 1958, publicó unas estu­pendas fotos de un horno de esta clase en acción. Jacques Bergier declaró haber pre

[28] El profesor Ralph Milne Farley, senador de los Estados Uni­dos y profesor de física moderna de la Escuela militar de West Point, ha llamado la atención sobre el hecho de que ciertos biólogos opinan que el envejecimiento es debido a la acumulación de agua pesada en el organismo. El elixir de larga vida de los alquimistas sería una sustancia que eliminase selectivamente el agua pesada. Tales sustancias existen en el vapor de agua. ¿Por qué no pueden existir en el agua lí­quida tratada de cierta manera? Pero, un descubrimiento de esta im­portancia, ¿podría ser divulgado sin peligro? Mr. Farley imagina una sociedad secreta de inmortales, o casi inmortales, que existiría desde hace siglos y se conservaría por sustitución. Una sociedad tal, que no se mezclara en política ni interviniera en modo alguno en los asuntos de los hombres, tendría todas las probabilidades de pasar inadvertida...

[29] René Alleau, Prólogo a la obra de M. Le Bretón Les Cíes de la Philosophie Spagyrique. Éditions Caracteres, París.

[30] Éditions des Deux Rives, París. Colección «Lumiére interdite», dirigida por Louis Pauwels.

Después de El libro de los Condenados, Fort publicó, en 1923, Tierras nuevas. Aparecidos después de su muerte: Lo!, en 1931, y Talentos salvajes, en 1932. Estas obras gozan de cierta celebridad en América, Inglaterra y Australia.

He tomado numerosos datos del estudio de Robert Benayoun.

[31] Mr. Tiffany declaraba, especialmente:

«Las cualidades de Charles Hoy Fort sedujeron a un grupo de es­critores americanos que resolvieron proseguir, en su honor, el ataqué que había lanzado contra los omnipotentes sacerdotes del nuevo dios: La Ciencia, y contra todas las formas dogmáticas. Con esta fi­nalidad se fundó la sociedad "Charles Fort", el 26 de enero de 1931.

«Entre sus fundadores se cuentan Théodore Dreiser, Booth Tarkington, Ben Hecht, Harry León Wilson, John Cowper Powys, Alexander Woollcott, Burlón Rascoe, Aaron Sussman, y el secreta­rio infrascrito, Tiffany Thayer.

«Charles Fort murió en 1932, en vísperas de la publicación de su cuarta obra, Talentos salvajes. Sus innumerables notas que había recogido en las bibliotecas del mundo entero y por conducto de una correspondencia internacional, fueron legados a la sociedad "Char­les Fort"; constituyen hoy el núcleo de los archivos de esta sociedad

[32] Se trata de las monedas acuñadas por el rey Eutidemus II, 235 años a.C. (Sdentific American, enero de 1960.)

[33] Prólogo a La isla mágica, de William Seabrook. (Firmin-Di-dot, editor, París, 1932.)

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