VIII - ALGUNOS DOCUMENTOS SOBRE EL ESTADO DE ALERTA

Una antología por hacer. — Palabras de Gurdjieff. — Mi paso por la escuela del despertar. — Un relato de Raymond Abellio. — Consideraciones de René Alleau sobre el estado de conciencia superior. — Un admirable texto de Gustav Meyrinck, genio desconocido.

Si existe un estado de alerta, falta un piso al edificio de la psicología moderna. Vamos a presentarles cuatro documentos que, no obstante, pertenecen a nuestra época. No los hemos elegido, porque nos ha faltado tiempo para hacer una verdadera selección. Todavía no se ha establecido una antología de los testimonios y es­tudios modernos sobre el estado de alerta. Sería muy útil, porque restablecería las comunicaciones con la tradición. Mostraría la permanencia de lo esencial en nuestro siglo. Iluminaría ciertos caminos del porvenir. Los literatos encontrarían en ella una clave, los investi­gadores de ciencias humanas recibirían un estímulo, los sabios verían en ella el hilo que discurre a través de to­das las grandes aventuras del espíritu y se sentirían me­nos aislados. Naturalmente, al reunir estos documentos que se hallaban al alcance de nuestra mano, no pre­tendíamos tanto. Queremos aportar solamente unas breves indicaciones sobre una psicología posible del es­tado de alerta en sus formas elementales.

Encontramos, pues, en este capítulo:

1.° Extractos de párrafos del jefe de escuela Georges Ivanovich Gurdjieff, recogidos por el filósofo Ouspensky;

2.° Mi propio testimonio sobre mis tentativas para ponerme en el camino del estado de alerta bajo la direc­ción de los instructores de la escuela de Gurdjieff;

3.° El relato que hace el novelista y filósofo Raymond Abellio de una experiencia personal;

4.° El texto más admirable, a nuestro entender, de toda la literatura moderna sobre este estado. Está saca­do de una novela desconocida del poeta y filósofo ale­mán Gustav Meyrinck, cuya obra no ha sido traducida al francés, salvo Visage Vert y Le Golem. La misma se remonta a las cumbres de la intuición mística.

I. — PALABRAS DE GURDJIEFF

«Para comprender la diferencia entre los estados de conciencia, es preciso que volvamos al primero, que es el sueño. Es éste un estado de conciencia totalmente subjetivo. El hombre queda sumido en sus sueños, y poco importa que conserve o no su recuerdo. Aun en el caso de que algunas impresiones reales lleguen hasta el durmiente, tales como sonidos, voces, calor, frío y sensaciones de su propio cuerpo, sólo provocan en él imágenes fantásticas. Después el hombre se despierta. A primera vista, es un estado de conciencia completamen­te distinto. Puede moverse, hablar con otras personas, hacer proyectos, ver los peligros, evitarlos, y así sucesi­vamente. Parece razonable pensar que se encuentra en una situación mejor que cuando estaba dormido.

Pero, si calamos un poco más hondo, si arrojamos una mira­da a su mundo interior, a sus pensamientos, a las causas de sus acciones, comprenderemos que se halla casi en el mismo estado de cuando dormía. Incluso peor, porque, durante el sueño, permanece pasivo, lo que equivale a decir que no puede hacer nada. Por el contrario, en el estado de vigilia puede actuar continuamente, y el re­sultado de sus acciones repercutirá sobre él y sobre los que le rodean. Sin embargo, no se acuerda de sí mismo. Es una máquina, todo le viene de fuera. No puede dete­ner la corriente de sus ideas, no puede dominar su imagi­nación, sus emociones, su atención. Vive en el mundo subjetivo del "yo amo", "yo no amo", "esto me gusta", "esto me disgusta", "deseo" "no deseo", es decir, en un mundo hecho de lo que cree amar o no amar, desear o no desear. No ve el mundo real. Se lo oculta el muro de su imaginación. Vive en el sueño. Duerme. Y lo que llama su "conciencia lúcida" no es más que sueño... y un sueño mucho más peligroso que el de la noche, en su lecho.

»Consideremos algunos acontecimientos de la vida de la Humanidad. Por ejemplo, la guerra. En este mo­mento hay guerra. ¿Qué quiere decir esto? Significa que muchos millones de durmientes se esfuerzan en destruir a muchos millones de durmientes. Cosa que no harían, naturalmente, si despertaran. Todo lo que ocurre actualmente es debido a aquel sueño.

«Estos dos estados de conciencia, sueño y vigilia, son igualmente subjetivos. Sólo empezando a acordarse de sí mismo puede el hombre realmente despertar. En­tonces, toda la vida toma a su alrededor un sentido dife­rente. La ve como una vida de gente dormida, una vida de sueño. Todo lo que dice la gente, todo lo que hace, lo dice y lo hace en sueños. Nada de ello puede tener, pues, el menor valor. Sólo el despertar y lo que conduce al des­pertar tiene un valor real.»

«¿Cuántas veces me habéis preguntado si sería po­sible evitar las guerras? Ciertamente, sería posible. Bas­taría con que la gente despertase. Esto parece ser muy poca cosa. Por el contrario, nada hay más difícil, puesto que el sueño es provocado y mantenido por toda la vida ambiente, por todas las condiciones del ambiente. »¿Cómo despertar? ¿Cómo librarnos de aquel sue­ño? Estas preguntas son las más importantes, las más vi­tales que puede formularse un hombre. Pero, antes de hacérselas, deberá convencerse del hecho mismo de su sueño. Y no le será posible convencerse más que tratan­do de despertarse. Cuando haya comprendido que no se acuerda de sí mismo y que el recuerdo de sí mismo signi­fica un despertar hasta cierto punto, y cuando haya visto por experiencia lo difícil que es acordarse de sí mismo, comprenderá que el deseo de despertar no basta para lo­grarlo.

Hablando con mayor rigor, diremos que un hombre no puede despertarse por sí mismo. Pero, si veinte hombres convienen en que el primero de ellos que lo haga despertará a los demás, tienen ya una posibi­lidad de conseguirlo. Sin embargo, incluso esto es insu­ficiente, porque los veinte hombres pueden dormirse al mismo tiempo y soñar que se despiertan. Por consi­guiente, no basta. Se necesita más. Los veinte hombres deben estar vigilados por otro hombre que no esté dor­mido o que no se duerma tan fácilmente como los de­más, o que se duerma conscientemente cuando sea posi­ble, cuando no pueda resultar de ello ningún mal para él ni para los otros. Deben encontrar a este hombre y con­tratarle para que les despierte e impida que vuelvan a caer en el sueño. Sin esto, es imposible despertar.

»Es posible pensar durante un millar de años, es posible escribir bibliotecas enteras, inventar millones de teorías, y todo esto en pleno sueño, sin ninguna po­sibilidad de despertar. Por el contrario, estas teorías y estos libros escritos o fabricados por los durmientes, tendrán por único efecto arrastrar al sueño a otros hombres, y así sucesivamente.

»No hay nada nuevo en la idea de sueño. Casi des­de la creación del mundo, se ha dicho a los hombres que estaban dormidos y que debían despertar. Cuántas veces por ejemplo, leemos en el Evangelio: "Desper­taos", "velad", "no os durmáis". Incluso los discípulos de Cristo dormían en el huerto de Getsemaní, mientras su Maestro oraba por última vez. Con esto queda dicho todo. Pero, ¿lo comprenden los hombres? Lo toman por una figura retórica, por una metáfora. No ven en absoluto que hay que tomarlo al pie de la letra. Y aun en esto es fácil comprender la razón. Tendrían que des­pertar un poco, o al menos intentarlo. Hablo en serio cuando digo que a menudo me han preguntado por qué los Evangelios no hablan jamás del sueño... Y éste se cita en todas sus páginas. Lo cual demuestra sencilla­mente que la gente lee el Evangelio durmiendo.»

«En términos generales, ¿qué hace falta para des­pertar a un hombre dormido? Se precisa una buena im­presión. Pero, cuando el sueño es profundo, una sola impresión no es bastante. Se requiere un largo período de impresiones incesantes. Por consiguiente, se necesita alguien que las produzca. Ya he dicho que el hombre deseoso de despertar debe contratar a un ayudante que se encargue de sacudirle durante largo tiempo. Pero, ¿a quién puede contratar, si todo el mundo duerme? To­ma a alguien para que le despierte, y éste a su vez se queda dormido. ¿Cuál puede ser su utilidad? En cuan­to al hombre capaz de mantenerse realmente despierto, probablemente se negará a perder su tiempo despertan­do a los otros: puede tener otros trabajos mucho más importantes para él.

«También existe la posibilidad de despertarse por medios mecánicos. Se puede emplear un despertador.

Lo malo es que uno se acostumbra pronto a los desper­tadores, de varios sonidos. El hombre debe rodearse materialmente de despertadores que le impidan dormir. Y todavía en esto existen dificultades. El despertador debe ser montado; para ello es indispensable acordarse de él; para acordarse de él, es preciso despertar. Pero he aquí lo peor: el hombre se acostumbra a todos los des­pertadores, y, al cabo de algún tiempo, aún duerme con ellos. Por consiguiente, hay que cambiar continuamente los despertadores, inventar otros nuevos. Con el tiem­po, esto puede ayudar al hombre a despertar. Ahora bien, existen muy pocas probabilidades de que realice todo este trabajo de inventar, de montar y de cambiar to­dos los despertadores por sí mismo, sin ayuda exterior. Es mucho más probable que, comenzado su trabajo, no tarde en dormirse, y que, en su sueño, sueñe que inventa despertadores, que los monta y que los cambia... y, como ya he dicho, con ello dormirá aún mejor.

»Luego, para despertar, se requiere todo un con­junto de esfuerzos. Es indispensable que haya alguien que despierte al durmiente; es indispensable que haya alguien que vigile al encargado de despertarle; tiene que haber despertadores, y hay que inventar constante­mente otros nuevos.

»Pero, para llevar a buen término esta empresa y obtener resultados de ella, varias personas deben traba­jar juntas.

»Un hombre solo, nada puede hacer.

»Antes que nada, tiene necesidad de ayuda. Un hombre solo no puede tener un ayudante. Los que son capaces de ayudar valoran su tiempo a muy alto precio. Naturalmente, prefieren ayudar a veinte o treinta per­sonas deseosas de despertar, que a una sola. Además, como ya he dicho, el hombre puede muy bien equivo­carse sobre su despertador, tomar por vigilia lo que no es más que un nuevo sueño. Si varias personas deciden luchar juntas contra el sueño, se despertarán mutua­mente. A menudo ocurrirá que veinte de ellas dormi­rán, pero la veintiuno se despertará y despertará a las otras. Lo mismo puede decirse de los despertadores. Un hombre inventará un despertador, otro hombre in­ventará otro, después de lo cual podrán hacer un inter­cambio. Todos juntos pueden prestarse una gran ayu­da, y, sin esta ayuda mutua, ninguno de ellos puede lograr nada.

»Así, pues, el hombre que quiere despertar debe buscar otras personas que quieran lo mismo, con el fin de trabajar junto a ellas. Pero esto cuesta menos de de­cir que de hacer, porque la puesta en marcha de tal la­bor y su organización requieren un conocimiento que el hombre corriente no posee. Tiene que organizarse el trabajo, y tiene que haber un jefe. Sin estas condiciones, el trabajo no puede dar los resultados apetecidos, y to­dos los esfuerzos serán en vano. La gente podrá tortu­rarse; pero estas torturas no la despertarán. Nada pare­ce más difícil de comprender por. ciertas personas. Pueden ser capaces de grandes esfuerzos por sí mismas y por propia iniciativa, pero nada es capaz de persua­dirlas de que sus primeros sacrificios deben consistir en obedecer a otra persona.

»No quieren reconocer que todos sus sacrificios, en este caso, no sirven para nada.

»E1 trabajo debe ser organizado. Y sólo puede serlo por un hombre que conozca sus problemas y sus fines, que conozca sus métodos, por haber pasado él mismo, en su tiempo, por tal trabajo organizado.»

Estos párrafos de Gurdjieff han sido trans­critos en la obra de P. D. Ouspensky, Fragments d'un Enseignement Inconnu, Éd. Stock, París, 1950.

II. — MIS PRINCIPIOS EN LA ESCUELA DE GURDJIEFF

«Tome un reloj —nos decía— y contemple la saeta larga, procurando conservar la percepción de sí mismo y de concentrarse en la idea: "Yo soy Louis Pauwels y es­toy aquí en este momento." Procure no pensar más que esto; siga sencillamente el movimiento de la saeta larga conservando la conciencia de sí mismo, de su nombre, de su existencia y del lugar en que se encuentra.»

Al principio, esto parece sencillo e incluso un poco ridículo. Naturalmente, puedo conservar presente en mi espíritu la idea de que me llamo Louis Pauwels y de que estoy aquí, en este momento, mirando cómo se desplaza muy lentamente la saeta grande de mi reloj. Pero no tardo en darme cuenta de que esta idea no permanece mucho tiempo inmóvil en mí, que toma mis formas y que se desliza en todos los sentidos, como los objetos que pinta Salvador Dalí, transformados en ba­rro movedizo. Pero, aun así, debo reconocer que no me piden que mantenga viva y fija una idea, sino una per­cepción. No me piden únicamente que piense que soy, sino que lo sepa, que tenga de este hecho un cono­cimiento absoluto. Ahora bien, siento que esto es posi­ble y que podría producirse en mí, aportándome algo nuevo e importante. Descubro que mil pensamientos o sombras de pensamientos, mil sensaciones, imágenes y asociaciones de ideas totalmente ajenas al objeto de mi esfuerzo me asaltan sin cesar y me apartan de este es­fuerzo. A veces, es la saeta la que capta toda mi aten­ción, y, mirándola, me pierdo de vista. Otras veces, es mi cuerpo, una crispación de la pierna, un pequeño movimiento en el vientre, lo que me aparta de la saeta del reloj al propio tiempo que de mí mismo.

Otras, creo haber detenido mi pequeño cine interior, elimina­do el mundo exterior, sólo para acabar dándome cuen­ta de que acabo de sumirme en una especie de sueño en que la saeta ha desaparecido, en que yo mismo he des­aparecido, y durante el cual siguen trenzándose unas en otras las imágenes, las sensaciones, las ideas, como de­trás de un velo, como en un sueño que se despliega por su propia cuenta mientras yo duermo. Y otras, en fin, en una fracción de segundo, me encuentro contemplando la saeta, y soy yo totalmente, plenamente. Pero, en la mis­ma fracción de segundo me felicito de haberlo logrado; mi espíritu, si puedo decirlo así, aplaude, e inmediata­mente mi inteligencia, al captar el éxito para alegrarse de él, lo compromete irremediablemente. En fin, que, des­pechado y más aún agotado, abandono el experimento precipitadamente, porque me parece que acabo de ver­me privado de aire hasta el extremo de mi resistencia. ¡Cuan largo me ha parecido! Sin embargo, no han trans­currido mucho más de dos minutos, y, en dos minutos, no he tenido una verdadera percepción de mí mismo más que en tres o cuatro imperceptibles relámpagos.

Debía, pues, admitir que casi nunca llegamos a te­ner conciencia de nosotros mismos, y que casi nunca tenemos conciencia de la dificultad de ser conscientes.

El estado de conciencia —nos decían— es, ante todo, el estado del hombre que sabe por fin que casi nunca es consciente y que, de esta manera, aprende poco a poco a conocer los obstáculos que, dentro de sí mismo, se oponen a su esfuerzo. A la luz de este peque­ñísimo ejercicio, sabéis ahora que un hombre puede, por ejemplo, leer un libro, aprobarlo, aburrirse, protes­tar o entusiasmarse sin tener un solo segundo la con­ciencia de que es, y sin que, por tanto, nada de lo que lee se dirija verdaderamente a él mismo. Su lectura es un sueño que se suma a sus propios sueños, un discu­rrir en la perpetua corriente de la inconsciencia: Pues nuestra conciencia verdadera puede estar —y está casi siempre— completamente ausente de cuanto hacemos, pensamos, queremos o imaginamos.

Entonces comprendo que hay muy poca diferencia entre el estado en que nos hallamos durante el sueño y el de vigilia ordinaria, cuando hablamos, obramos, etcé­tera. Nuestros sueños se han hecho invisibles, como las estrellas cuando se levanta el día, pero están presentes, y seguimos viviendo bajo su influencia. Hemos adquirido sólo, al despertar, una actitud crítica frente a nuestras propias sensaciones, pensamientos mejor coordinados, acciones más disciplinadas, más vivacidad de impresión, de sentimientos, de deseos: pero seguimos estando en la no conciencia. No se trata del verdadero despertar, sino del «soñar despierto», y en este estado de «sueño des­pierto» se desarrolla casi toda nuestra vida. Nos enseña­ban que era posible despertar del todo, adquirir el esta­do de conciencia de sí mismo.

En este estado, según había podido entrever en el curso del ejercicio del reloj, podía tener un conocimiento objetivo del funciona­miento de mi pensamiento, del desarrollo de las imáge­nes, de las ideas, de las sensaciones, de los sentimientos y de los deseos. En este estado, podía intentar hacer un esfuerzo real para examinar, detener de vez en cuan­do, y modificar aquel desarrollo. Y este esfuerzo mismo —me decía— creaba en mí una cierta subsistencia. Este esfuerzo no me llevaba a esto o a aquello. Bastaba con que fuese para que se creara y se acumulara en mí la sus­tancia misma de mi ser. Me habían dicho que, al poseer un ser fijo, podría alcanzar la «conciencia objetiva», y que entonces me sería posible tener, no sólo de mí mismo, sino de los otros hombres, de las cosas y del mundo entero, un conocimiento totalmente objetivo, un conocimiento absoluto.

Monsieur Gurdjieff, Éd. du Seuil, París, 1954.

III. — RELATOS DE RAYMOND ABELLIO

«Cuando, en la actitud natural que es propia de la totalidad de los que existen, "veo" una casa, mi percep­ción es espontánea; es la casa lo que percibo y no mi pro­pia percepción. Por el contrario, en la actitud "trascen­dental", percibo mi percepción misma. Pero esta percepción de la percepción alterna radicalmente el esta­do primitivo. El estado vivido, ingenuo en un principio, pierde su espontaneidad precisamente por el hecho de que la nueva reflexión toma por objeto lo que era primer estado y no objeto, y de que, entre los elementos de mi nueva percepción, figuran no solamente los de la casa como tal, sino también los de la percepción misma como flujo vivido. Y lo que importa esencialmente en esta "al­teración" es que la visión concomitante que tengo, en este estado birreflexivo o mejor, reflexionado-reflexivo de la casa que fue mi motivo original, lejos de perderse, alejarse o confundirse por esta interposición de "mi" percepción segunda ante "su" percepción primaria, se encuentra paradójicamente intensificada, más clara, más presente, más cargada de realidad objetiva que antes.

Nos encontramos aquí ante un hecho injustificable por el puro análisis especulativo: el de la transfiguración de la cosa como hecho de conciencia, el de su transforma­ción, como diremos más tarde, en «supercosa», el de su paso del estado de ciencia al estado de conciencia. Este hecho se desconoce generalmente, aunque sea el más chocante de toda experimentación fenomenológica real. Todas las dificultades con que tropieza la fenomenolo­gía vulgar y, desde luego, todas las teorías clásicas del "conocimiento", residen en el hecho de que consideran la pareja conciencia-conocimiento (o más exactamente, conciencia-ciencia) como capaz de abarcar por sí sola la totalidad de lo vivido, siendo así que habría que consi­derar en realidad la trilogía conocimiento-concienciaciencia, que es la única que permite un arraigo realmente ontológico de la fenomenología. Ciertamente, nada puede poner de manifiesto esta transformación, salvo la experiencia directa y personal del mismo fenomenólogo.

Nadie puede pretender haber comprendido la feno­menología realmente trascendental si no ha practicado con éxito este experimento y no se ha visto él mismo "iluminado" por aquél. El dialéctico más sutil, el lógico más agudo, si no han vivido aquella experiencia y no han visto, por tanto, otras cosas debajo de las cosas, sólo po­drán hilvanar discursos sobre la fenomenología, pero no asumir una actividad realmente fenomenológica. Tome­mos un ejemplo más preciso. Desde lo más remoto de mi recuerdo, siempre he sabido distinguir los colores: el azul, el rojo, el amarillo. Los veían mis ojos, tenía de ellos la experiencia latente. Ciertamente, "mis ojos" no se preguntaban sobre ellos, y, por lo demás, ¿cómo ha­brían podido formular preguntas? Su función es ver, no verse viendo; pero mi cerebro mismo estaba como adormecido, no era en absoluto el ojo del ojo, sino una simple prolongación de este órgano. Así, decía solamen­te, y casi sin pensarlo: éste es un bello rojo, o un verde un poco apagado, o un blanco brillante.

Un día, hace algu­nos años, paseando por los viñedos que se extienden en cornisa sobre el lago Leman y que constituyen uno de los más bellos escenarios del mundo, tan bello y tan vas­to como el "Yo", que, a fuerza de dilatarse, se siente di­suelto en él y bruscamente se recupera y se exalta, se produjo un acontecimiento súbito y para mí extraordi­nario. Yo había visto cien veces el ocre de la vertiente abrupta, el azul del lago, el violeta de los montes de Saboya y, al fondo, los glaciares resplandecientes del Gran Combin. Supe por primera vez que jamás los ha­bía mirado. Sin embargo, vivía allí desde hacía tres me­ses. Desde el primer instante, ciertamente, este paisaje no había logrado disolverme, sino que lo que le respondía en mí no era más que una exaltación confusa. Cierto, e1 "Yo" del filósofo es más fuerte que todos los paisajes. El sentimiento punzante de la belleza no es más que la recuperación por el "Yo", que se fortifica con ello, de la distancia infinita que le separa de aquélla. Pero aquel día supe, bruscamente, que yo mismo creaba aquel paisaje, que nada era sin mí:

"Soy yo quien te veo, y que me veo verte, y que, al verme, te hago."

Este verdadero grito in­terior es el que lanza el demiurgo a raíz de "su" creación del mundo. No es sólo suspensión en un mundo "anti­guo", sino proyección de uno "nuevo". Y en aquel ins­tante, en efecto, el mundo fue de nuevo creado. Jamás había visto semejantes colores. Eran cien veces más in­tensos, más matizados, más "vivos". Supe que acababa de adquirir el sentido de los colores, que había renacido a los colores, que jamás, hasta entonces, había visto real­mente un cuadro p penetrado en el Universo de la pintu­ra.

Pero supe también que, por esta llamada a sí de mi propia conciencia, por esta percepción de mi percep­ción, tenía la llave del mundo de la transfiguración, que no es un trasmundo misterioso, sino el mundo verdade­ro, aquel en que la Naturaleza nos tiene "exiliados". Nada de común, por cierto, con la atención. La transfi­guración es plena, la atención no lo es. La transfigura­ción se conoce en su suficiencia cierta, la atención tiende a una suficiencia eventual. No puede decirse, entiéndase bien, que la atención sea vacía. Por el contrario, es no-vacía. Pero la no-vacuidad no es la plenitud. Cuando volví al pueblo aquel día, las gentes con quienes me cruzaba estaban en su mayoría "atentas" a su trabajo: sin embargo, todos me parecían sonámbulos.»

Raymond Abellio, Cahiers du Cercle d'Etudes Métaphysiques. (Publicación interior, 1954.)

IV. — EL ADMIRABLE TEXTO DE GUSTAV MEYRINCK

La llave que nos hará dueños de la naturaleza inte­rior está oxidada desde el Diluvio.

Se llama: velar.

Velar lo es todo.

El hombre está firmemente convencido de que vela; pero, en realidad, está preso en una red de sueño y de sueños que ha tejido él mismo. Cuanto más se aprie­ta la red, mejor impera el sueño. Los que están sujetos por sus mallas son los durmientes que caminan por la vida como rebaños de ganado llevados al matadero, in­diferentes y sin pensar.

Los soñadores sólo ven, a través de las mallas, un mundo enrejado, no perciben más que aberturas enga­ñosas obran en consecuencia y no saben que estos cua­dros son simplemente los restos insensatos de un todo enorme. Estos soñadores no son, como tal vez tú crees, los fantasiosos y los poetas: son los trabajadores, los sin reposo del mundo, los que están roídos por la locu­ra de obrar. Se parecen a los torpes escarabajos laborio­sos que suben a lo largo de un tubo liso para hundirse en él en cuanto han llegado arriba. Dicen que velan, pero lo que creen que es vida no es en realidad más que un sueño, determinado anticipadamente hasta en sus menores detalles y sustraído a la influencia de su vo­luntad.

Ha habido y hay todavía algunos hombres que sa­bían que soñaban, pioneros que avanzaron hasta las murallas detrás de las cuales se ocultaba el yo eterna­mente despierto: videntes como Descartes, Schopenhauer y Kant. Pero no poseían las armas necesarias para el asalto de la fortaleza, y su llamada a combate no des­pertó a los durmientes.

Velar lo es todo.

El primer paso hacia este fin es tan sencillo que un niño puede darlo. Sólo el que tiene el espíritu falseado ha olvidado cómo se anda y permanece paralizado so­bre sus dos pies, porque no quiere prescindir de las muletas que ha heredado de sus predecesores. Velar lo es todo.

¡Vela en todo lo que hagas! No te creas ya despier­to. No, tú duermes y sueñas.

Reúne todas tus fuerzas y haz que por un instante resplandezca en todo tu cuerpo este sentimiento: ¡aho­ra, estoy en vela!

Si esto te da resultado, reconocerás enseguida que el estado en que te encontrabas te parece ahora un em­botamiento y un sueño.

Éste es el primer paso vacilante del largo, larguísimo viaje que conduce de la servidumbre al todopoder. Avanza de esta manera, de despertar en despertar. No existe idea atormentadora que no puedas recha­zar de esta manera. Se queda atrás y ya no puede alcan­zarte. Te extiendes por encima de ella como la copa de un árbol se eleva sobre las ramas secas.

El dolor se aleja de ti como las hojas muertas cuan­do esta vela se apodera igualmente de tu cuerpo.

Los baños helados de los brahmanes, las noches de vigilia de los discípulos de Buda y de los ascetas cristia­nos, los suplicios de los faquires hindúes, no son más que ritos esculpidos que indican que allí se elevaba el templo de aquellos que se esforzaban en velar.

Lee las Escrituras santas de todos los pueblos de la Tierra. Por todas ellas se desliza, como un hilo rojo, la ciencia oculta de la vela. Es la escala de Jacob, que com­bate toda la «noche» con el ángel del Señor, hasta que llega el «día» y obtiene la victoria.

Tienes que subir uno tras otro los peldaños del des­pertar, si quieres vencer a la muerte. El escalón inferior se llama, ya, genio. ¿Cómo debemos llamar a los grados superiores?

Permanecen ignorados por la muchedumbre y son te­nidos por leyendas.

La historia de Troya fue tenida por leyenda, hasta que al fin un hombre tuvo el valor de excavar por sí mismo.

En este camino del despertar, el primer enemigo que encontrarás será tu propio cuerpo. Lucharás conti­go hasta el primer canto del gallo. Pero si percibes el día del despertar eterno que te aleja de los sonámbulos que creen ser hombres y que ignoran que son dioses dormi­dos, entonces el sueño de tu cuerpo desaparecerá tam­bién y dominarás el Universo.

Entonces podrás hacer milagros, si así lo quieres, y no te verás obligado a esperar, como un humilde escla­vo, que un cruel dios falso tenga la amabilidad de lle­narte de presentes o de cortarte la cabeza.

Naturalmente, la felicidad del perro fiel, servir a un dueño, no existirá ya para ti; pero, sé franco contigo mis­mo: ¿querrías incluso ahora, cambiarte con tu perro?

No te dejes asustar por el miedo de no alcanzar el fin de esta vida. El que ha encontrado este camino vuel­ve siempre al mundo con una madurez interior que le hace posible la continuación de su trabajo. Nace como «genio».

El sendero que te muestro está sembrado de acon­tecimientos extraños: ¡muertos que has conocido se le­vantarán y te hablarán! ¡No son más que imágenes! Se te aparecerán siluetas luminosas que te bendecirán. No son más que imágenes, formas exaltadas por tu cuerpo, el cual, bajo la influencia de la voluntad transformada, morirá de muerte magnífica y se convertirá en espíritu, como el hielo, alcanzado por el fuego, se disuelve en vapor.

Cuando te hayas desprendido del cadáver que hay en ti, sólo entonces podrás decir: ahora el sueño se ha alejado de mí para siempre.

Entonces se habrá cumplido el milagro en que los hombres no pueden creer —porque, engañados por sus sentidos, no comprenden que materia y fuerza son la misma cosa— y el milagro de que, aun si te entierran, no habrá cadáver en tu ataúd.

Sólo entonces podrás diferenciar lo que es realidad de lo que es apariencia. Sólo encontrarás a aquel que haya emprendido el camino antes que tú.

Todos los demás son sombras.

Hasta allí no sabes si eres la criatura más feliz o la más desgraciada. Pero no temes nada. Ni uno de los que han tomado el sendero de la vigilia, aunque se haya extraviado, ha sido nunca abandonado por sus guías.

Quiero darte una señal por la que podrás reconocer si una aparición es realidad o sólo imagen: si se acerca a ti, si tu conciencia se turba, si las cosas del mundo exte­rior son vagas o desaparecen, desconfía. ¡Mantente en guardia! La aparición no es más que una parte de ti mis­mo. Si no la comprendes, es sólo un espectro, sin con­sistencia, un ladrón que consume una parte de tu vida.

Los ladrones que roban la fuerza del alma son peo­res que los ladrones del mundo. Te atraen como fuegos fatuos al pantano de una esperanza engañosa, para de­jarte solo en las tinieblas y desaparecer para siempre.

No te dejes cegar por ningún milagro que parez­ca realizado en tu favor, por ningún nombre sagrado que se den, por ninguna profecía que formulen, aunque ésta se cumpla; son tus enemigos mortales, arrojados del infierno de tu propio cuerpo, y con los cuales lu­chas por el dominio.

Sabe que las fuerzas maravillosas que poseen son las tuyas propias desviadas por ellos para mantenerte en la esclavitud. No pueden vivir fuera de tu vida, pero, si los vences, se hundirán y se convertirán en instru­mentos mudos y dóciles que podrás emplear según tus necesidades.

Son innumerables las víctimas que han hecho entre los hombres. Lee la historia de los visionarios y de los sectarios y aprenderás que el sendero que sigues está sembrado de cráneos.

Inconscientemente, la Humanidad ha levantado contra ellos una muralla: el materialismo. Esta muralla es una defensa infalible; es una imagen del cuerpo, pe­ro es también un muro de prisión que te impide la vista, Hoy andan dispersos, y el fénix de la vida interior re­sucita de las cenizas en que ha estado largo tiempo acos­tado como muerto, pero los buitres de otro mundo em­piezan a batir las alas. Por esto te pones en guardia. La balanza en que deposites tu conciencia te mostrará cuán­do puedes tener confianza en las apariciones. Cuanto más despierta esté, tanto más pesará en tu favor.

Si un guía, un hermano de otro mundo espiritual, se te quiere aparecer, debe poder hacerlo sin despojar tu conciencia. Puedes acercar tu mano a su costado, como Tomás, el incrédulo.

Sería fácil evitar las apariciones y sus peligros. No tendrías que hacer más que comportarte como un hombre corriente. Pero, ¿qué ganarías con ello? Segui­rías siendo un prisionero en la cárcel de tu cuerpo hasta que el verdugo «Muerte» te llevase al patíbulo.

El deseo de los mortales de ver los seres sobrenatu­rales es un grito que despierta incluso a los fantasmas del infierno, porque este deseo no es puro...; porque es avi­dez más que deseo, porque quiere «asir» de un modo cualquiera en vez de gritar para aprender a «dar».

Todos los que consideran la Tierra como una cár­cel, todas las gentes piadosas que imploran la libera­ción, evocan sin darse cuenta el mundo de los espec­tros. Hazlo tú también. Pero conscientemente.

Para los que lo hacen inconscientemente, ¿existe una mano invisible que pueda sacarlos del pantano que los absorbe? Yo no lo creo así.

Cuando, en el camino del despertar, cruces el reino de los espectros, comprenderás poco a poco que son sencillamente ideas que puedes ver de pronto con tus ojos, porque el lenguaje de las formas es diferente del del cerebro.

Entonces llega el momento en que se cumple la transformación: los hombres que te rodean se converti­rán en espectros. Los que has amado se convertirán de golpe en larvas. Incluso tu propio cuerpo.

No se puede imaginar soledad más terrible que la del peregrino en el desierto, y quien no sabe encontrar el manantial de agua viva en él, se muere de sed.

Todo lo que te digo se encuentra en los libros de los hombres piadosos de todos los pueblos: el advenimien­to de un nuevo pueblo, la vigilia, la victoria sobre el cuerpo y la soledad. Y, sin embargo, un abismo infran­queable nos separa de esas gentes piadosas: creen que se acerca el día en que los buenos entrarán en el paraíso y los malos serán arrojados en el infierno. Nosotros sabe­mos que llegará un tiempo en que muchos se desperta­rán y serán separados de los durmientes, que no pueden comprender lo que significa la palabra vela. Sabemos que no existe el bueno ni el malo, sino sólo el justo y el falso. Creen que velar significa mantener los sentidos lú­cidos y los ojos abiertos durante la noche, de modo que el hombre pueda hacer sus oraciones. Nosotros sabe­mos que la vigilia es el despertar del Yo inmortal y que el insomnio del cuerpo es una consecuencia natural. Creen que el cuerpo debería ser abandonado y despreciado porque es pecador. Nosotros sabemos que no hay peca­do; el cuerpo es el principio de nuestra obra, y hemos bajado a la Tierra para convertirlo en espíritu. Creen que deberíamos vivir en la soledad con nuestro cuerpo para purificar el espíritu. Nosotros sabemos que nues­tro espíritu debe ante todo ir a la soledad para transfigu­rar el cuerpo.

Tú debes elegir el camino a tomar: el nuestro o el suyo. Debes obrar según tu propia voluntad.

No tengo derecho a aconsejarte. Es más saludable coger por propia decisión el fruto amargo de un árbol que ver colgado un fruto dulce aconsejado por otro.

Pero no hagas como muchos que saben que está es­crito: examinarlo todo y conservar sólo lo mejor. Hay que andar, no examinar nada y retener lo primero que viene.

Gustav Meyrinck: De la novela Le Visage Veri, traducida al francés por el doctor Etthofen y Mlle. Perrenoud. Éd. Émile Paul Fréres, París, 1932.

Regresar