V - NOCIÓN DEL ESTADO DE ALERTA

A la manera de los teólogos, de los sabios, de los magos y de los niños. — Salve a un especialista del meterse en ca­misa de once varas. — El conflicto espiritualista-materialista, o una historia de alergia. — La leyenda del té.

—¿ Y si se tratase de una facultad natural? — El pensa­miento como camino y como vuelo. — Suplemento a los derechos del hombre. — Sueños sobre el hombre aler­ta. — Nosotros, hombres honrados.

He consagrado un grueso volumen a la descripción de una sociedad de intelectuales que buscaba, bajo la dirección del taumaturgo Gurdjieff, «el estado de aler­ta». Sigo pensando que no hay búsqueda más impor­tante. Gurdjieff decía que el espíritu moderno, nacido en un estercolero, volvería al estiércol, y predicaba el desprecio del siglo. Y es que, en efecto, el espíritu mo­derno ha nacido del olvido, de la ignorancia, de la nece­sidad de aquella búsqueda. Pero Gurdjieff, hombre viejo, confundía el espíritu moderno con el cartesianismo crispado del siglo XIX. Para el verdadero espíritu mo­derno, el cartesianismo ha dejado de ser la panacea, y hay que reconsiderar la naturaleza misma de la inteli­gencia. De suerte que, contrariamente a aquella opi­nión, es el modernismo extremo el que puede llevar a los hombres a meditar útilmente sobre la posible exis­tencia de otro estado de conciencia: un estado de con­ciencia despierta. En este sentido, los matemáticos, los físicos de hoy, se dan la mano con los místicos de ayer. El desprecio de Gurdjieff (como el de René Guénon, otro defensor, aunque puramente teórico, del estado de alerta) es extemporáneo. Y yo pienso que, si Gurdjieff hubiese sido un hombre iluminado, no se habría equi­vocado de estación. Para una inteligencia que experi­menta la absoluta necesidad de una transmutación, no estamos en un momento de desprecio del siglo, sino, por el contrario, en un momento de amor.

Hasta hoy, se ha evocado el estado de alerta en tér­minos religiosos, esotéricos o poéticos. La innegable aportación de Gurdjieff ha consistido en mostrar que podía haber una psicología y una fisiología de aquel es­tado. Pero ocultaba a placer su lenguaje y encerraba a sus discípulos tras unos muros de Tebaida. Nosotros intentaremos hablar como hombres de la segunda mi­tad del siglo xx, con los medios de fuera. Naturalmente, a los ojos de los «especialistas» y tratándose de seme­jante tema, haremos el papel de bárbaros. ¡Y es que lo somos un poco! Sentimos que en el mundo de hoy se forja un alma nueva para una edad nueva en la Tierra. Nuestra manera de abordar la existencia probable de un «estado de alerta» no será ni absolutamente religio­sa, ni absolutamente esotérica o poética, ni absoluta­mente científica. Será un poco de todo esto a la vez, con atisbos a todas las disciplinas. El Renacimiento es esto: un caldero en que hierven, mezclados, los métodos de los teólogos, de los sabios, de los magos y de los niños.

Una mañana de agosto de 1957, hubo gran afluen­cia de periodistas al zarpar de Londres un paquebote que se dirigía a la India. Embarcaban en él un caballero y una dama, de unos cincuenta años y de aspecto insig­nificante. Eran el gran biólogo J. B. S. Haldane y su es­posa, que dejaban Inglaterra para siempre.

—Ya estoy harto de este país y de muchas cosas de este país —dijo él, con voz suave—. Sobre todo, del americanismo que nos invade. Voy a buscar ideas nue­vas y a trabajar con libertad en un país nuevo.

Así comenzaba una nueva etapa de la carrera de uno de los hombres más extraordinarios de la época. J. B. S. Haldane había defendido Madrid, con el fusil en la mano, contra el Ejército de Franco. Se había afi­liado al Partido Comunista inglés y roto su carnet des­pués del caso Lysenko. Ahora iba a buscar la verdad en la India.

Durante treinta años, su humor negro produjo in­quietud. A la encuesta de un diario a raíz del aniversario de la decapitación del rey Carlos, que había resuci­tado antiguas controversias, respondió:

«Si Carlos I hubiese sido un geranio, sus dos mita­des habrían sobrevivido.»

Después de pronunciar un violento discurso en el «Club de los Ateos», recibió una carta de un católico inglés asegurándole que «Su Santidad el Papa no estaba de acuerdo». Adoptando enseguida el respetuoso tra­tamiento, había escrito al ministro de la Guerra: «Vues­tra Ferocidad»; al ministro del Aire: «Vuestra Veloci­dad», y al presidente de la Liga Racionalista: «Vuestra Impiedad.»

Aquella mañana de agosto, sus camaradas «de izquierda» tampoco debían de lamentar su partida. Por­que, aun defendiendo la biología marxista, Haldane no dejaba de reclamar el ensanchamiento del campo de in­vestigación de la ciencia, el derecho a la observación de fenómenos no conformes con el espíritu racional. Con tranquila insolencia, replicaba: «Estudio lo que es real­mente chocante en fisicoquímica, pero no desprecio nada fuera de ello.»

Hacía tiempo que insistía en que la ciencia estudiase sistemáticamente la noción de vigilia mística. Ya en 1930, en sus libros La desigualdad del hombre y Los mundos posibles, a despecho de su posición de sabio oficial, declaró que el Universo era, sin duda, más extra­ño de lo que se pensaba, y que los testimonios poéticos o religiosos sobre un estado de conciencia superior al es­tado de vigilia debían ser estudiados científicamente. Un hombre como él debía fatalmente embarcar un día hacia la India, y no sería sorprendente que en sus trabajos futuros se hable de temas como «Electroenceíalografía y misticismo» o «Cuarto estado de concien­cia y metabolismo del gas carbónico». Sería muy posi­ble por parte de un hombre en cuya obra se cuenta ya un «Estudio de las aplicaciones del espacio de dieciocho dimensiones a los problemas esenciales de la ge­nética».

Nuestra psicología oficial admite dos estados de conciencia: sueño y vigilia. Pero, desde los orígenes de la Humanidad hasta nuestros días, abundan los testimo­nios sobre la existencia de estados de conciencia supe­riores al de vigilia. Haldane fue sin duda el primer sabio moderno decidido a examinar objetivamente esta no­ción de superconciencia.

Estaba en la lógica de nuestra época de transición que este hombre pareciese, tanto a sus enemigos espiri­tualistas como a sus amigos materialistas, un aficionado a meterse en camisa de once varas.

Como Haldane, nosotros somos totalmente ajenos al viejo debate entre espiritualistas y materialistas. He aquí la actitud verdaderamente moderna. No vamos a situarnos por encima del debate. No hay encima ni de­bajo: no hay volumen ni sentido.

Los espiritualistas creen en la posibilidad de un es­tado superior de conciencia. Ven en ello un atributo del alma inmortal.

Los materialistas se ponen a patalear en cuanto oyen hablar de ello, y tremolan a Descartes. Ni los unos ni los otros pueden observar nada con libertad de espíritu. Ahora bien, tiene que haber otra manera de considerar el problema. Una manera realista, en el sentido que damos nosotros a la palabra: un realismo integral, es decir, que tenga en cuenta los aspectos fantásticos de la realidad.

Por otra parte, podría ser muy bien que aquel anti­guo debate no tenga de filosófico más que la apariencia. Es posible que no sea más que una disputa entre gentes que, funcionalmente, reaccionan de modo distinto ante un fenómeno natural. Algo parecido a la discusión ho­gareña entre Monsieur, que gusta de las corrientes de

aire, y Madame, que las detesta. El choque entre dos ti­pos humanos: de él no puede salir la luz. Si esto fuera realmente así, ¡cuánto tiempo perdido en controversias abstractas, y cuánta razón tendríamos de alejarnos del de­bate para abordar, con espíritu «salvaje», la cuestión del estado de alerta! Veamos la hipótesis:

El paso del sueño a la vigilia produce cierto número de modificaciones en el organismo. Por ejemplo, cam­bia la tensión arterial y se altera el influjo nervioso. Si existe, como creemos, otro estado, digamos un estado de supervigilia, un estado de conciencia superior, el paso debe también ir acompañado de diversas transfor­maciones.

Ahora bien, todos sabemos que, para ciertos hom­bres, el hecho de salir del sueño es doloroso o al menos violentamente desagradable. La medicina moderna tie­ne en cuenta este fenómeno y distingue dos tipos hu­manos partiendo de su reacción al despertar.

¿Qué es el estado de superconciencia, de conciencia realmente despierta? Los hombres que lo han expe­rimentado nos lo describen, a su regreso, con dificultad. El lenguaje falla en parte para explicarlo. Sabemos que puede alcanzarse voluntariamente. Todos los ejercicios de los místicos tienden a este fin. Sabemos también que es posible —como dice Vivekananda— «que un hombre que no conoce esta ciencia (la ciencia de los ejercicios místicos) puede llegar por casualidad a aquel estado». La literatura poética del mundo entero rebosa de testimo­nios sobre estas bruscas iluminaciones. ¿Y cuántos hom­bres, que no son ni poetas ni místicos, han sentido que, durante una fracción de segundo, rozaban aquel estado? Comparemos este estado singular, excepcional, a otro también excepcional. Los médicos y los psicólo­gos empiezan a estudiar, por necesidades del Ejército, el comportamiento del ser humano en la caída sin peso.

Más allá de cierto grado de aceleración, el peso se en­cuentra abolido. El pasajero del avión experimental lanzado en picado flota durante algunos segundos. Se advierte que, para ciertos pasajeros, esta caída va acom­pañada de una sensación de extrema dicha. Para otros, de extrema angustia, de horror.

Pues bien, es posible que el paso —o el esbozo de un paso— entre el estado de vigilia ordinario y el estado de conciencia superior (iluminativo, mágico) produzca ciertos cambios sutiles en el organismo, desagradables para ciertos hombres y agradables para otros. El estudio de la fisiología relacionada con los estados de conciencia es todavía embrionario. Empieza a hacer algunos pro­gresos con la hibernación. La fisiología del estado supe­rior de conciencia no ha llamado todavía la atención de los sabios, salvo algunas excepciones. Si se acepta nues­tra hipótesis, se comprende la existencia de un tipo hu­mano racionalista, positivista, agresivo por autodefensa en cuanto se trata, en literatura, en filosofía o en ciencias, de salir del campo en que se ejercita la conciencia en su estado ordinario. Y se comprende la existencia del tipo espiritualista, para quien toda alusión a un más allá de la razón produce la sensación de un paraíso perdido. En el fondo de una inmensa querella escolástica, volveríamos a encontrar el humilde «Yo amo o yo no amo». Pero, ¿qué es lo que, en nosotros, ama o no ama? En verdad, no es jamás Yo: «Esto ama, o esto no ama, en mí», y nada más. Alejémonos, pues, lo más posible del falso problema espiritualismo-materialismo, que tal vez no es más que un verdadero problema de alergias. Lo esencial es saber si el hombre posee, en sus regiones inexploradas, instrumentos superiores, enormes amplificadores de su inteligencia, el equipo completo para conquistar y com­prender el Universo, para conquistarse y comprenderse a sí mismo, para asumir la totalidad de su destino.

Bodhidarma, fundador del budismo Zen, un día que estaba meditando, se durmió (es decir, volvió a caer, por inadvertencia, en el estado de conciencia habi­tual en la mayoría de los hombres). Esta falta le pa­reció tan horrible que se cortó los párpados. Éstos, según la leyenda, cayeron al suelo, y enseguida na­ció de ellos la primera planta de té. El té, que pre­serva del sueño, es la flor que simboliza el deseo de los sabios de mantenerse despiertos, y por esto, sé dice, «el gusto del té y el gusto del Zen son pare­cidos».

Esta noción del «estado de alerta» parece ser tan vieja como la Humanidad. Es la clave de los más anti­guos textos religiosos, y acaso el hombre de Cromagnon buscaba ya alcanzar este tercer estado. El cálculo de las fechas por medio del radiocarbono ha permitido comprobar que los indios del sudeste de México, hace más de seis mil años, comían ciertas setas para provo­car la hiperlucidez. Se trata siempre de conseguir que se abra el tercer ojo, de rebasar el estado de conciencia ordinario en que todo son sólo ilusiones, prolongación de los sueños del sueño profundo. «Despierta, hombre dormido, ¡despierta!» Desde el Evangelio hasta los cuentos de hadas, encontraremos siempre la misma amonestación.

Los hombres han buscado este estado de alerta en toda suerte de ritos, por la danza, los cantos, la medita­ción, el ayuno, la tortura física, las diversas drogas, etc. Cuando el hombre moderno haya comprendido la im­portancia de lo que está en juego —cosa que no puede tardar—, se descubrirán indudablemente otros medios. El sabio americano J. B. Olds proyecta un estímulo electrónico del cerebro.1 El astrónomo inglés Fred Hoyle1 propone la observación de imágenes luminosas en una pantalla de televisión. Ya H. G. Wells, en su bello libro En los tiempos del cometa., imaginaba que después de la colisión de un cometa, la atmósfera de la Tierra se encontraba llena de un gas que provocaba la hiperlucidez. Los hombres cruzaban por fin la fron­tera que separa la verdad de la ilusión. Despertaban a las verdaderas realidades. De pronto, todos los pro­blemas prácticos, morales y espirituales, quedaban resueltos.

1. «Los centros del placer del cerebro», en Scientific America, octubre de 1956.

Este despertar de la «superconciencia» parece ha­ber sido buscado hasta hoy únicamente por los mís­ticos. Si ello es posible, ¿a qué hay que atribuirlo? Las religiones nos hablan de gracia divina. Los ocultistas, de iniciación mágica. ¿Y si se tratase de una facultad na­tural?

La ciencia más reciente nos muestra que porcio­nes considerables de la materia cerebral son todavía «tierra desconocida». ¿Sede de poderes que no sabe­mos utilizar? ¿Sala de máquinas cuyo empleo igno­ramos? ¿Instrumentos en espera de las próximas mu­taciones?

Hoy sabemos que el hombre no utiliza habitualmente, incluso para las operaciones intelectuales más complejas, más que una décima parte de su cere­bro. La mayor parte de nuestros poderes quedan, pues, sin utilizar. El mito inmemorial del tesoro oculto no significa otra cosa. Es lo que dice el sabio inglés Gray Walter en una de las obras esenciales de nuestra época: El cerebro viviente. En una segunda obra,1 mezcla de anticipación y de observación, de fi­losofía y de poesía, Walter afirma que, indudable­mente, las posibilidades del cerebro humano no tie­nen límite, y que llegará un día en que nuestro pensamiento explorará el Tiempo, como ahora explo­ramos el espacio. Coincide en este punto de vista con el matemático Eric Temple Bell, que atribuye al hé­roe de su novela El fluir del tiempo, el poder de viajar a través de toda la historia del Cosmos.2

1. En una novela, The Black Cloud. Entre nubes negras del es­pacio, entre las estrellas, existen unas formas superiores de vida. Es­tas superinteligencias se proponen despertar a los hombres de la Tie­rra enviándoles imágenes luminosas que producen conexiones en el cerebro gracias a las cuales se llega al «estado de conciencia desper­tada».

Ciñámonos a los hechos. Se puede atribuir el fenó­meno del estado de supervigilia a un alma inmortal. Desde hace miles de años se ha planteado esta idea, sin que hayamos avanzado gran cosa en la solución del pro­blema. Pero si, para no apartarnos de los hechos, nos li­mitamos a comprobar que la noción de un estado de su­pervigilia es una aspiración constante de la Humanidad, con esto no nos basta. Es una aspiración. Pero es tam­bién algo más.

La resistencia al tormento, los momentos de inspi­ración de los matemáticos, las observaciones hechas a

través del electroencefalograma de los yoguis, así como otras pruebas, nos obligan a reconocer que el hombre puede tener acceso a otro estado distinto del de vigilia lúcida normal. Sobre este estado, cada cual es libre de adoptar la hipótesis que prefiera: gracia de Dios o des­pertar del Yo Inmortal.

1.     Farther Outlook.

2.    Ahora bien, be descubierto, por medios que sólo comprendo imperfectamente, el secreto de remontar el curso de los acontecimientos. Es como el nadar. Una vez se descubre la brazada, ya no se olvida  jamás. Pero el aprendizaje exige una práctica constante, y para lograrla se necesita una cierta crispación involuntaria del espíritu o de los músculos. Estoy seguro de esto: no existe un hombre que sepa exactamente cómo venció por primera vez la dificultad de nadar, y sin duda alguna los propios videntes más expertos no pueden explicar a los demás el secreto de remontar la corriente del tiempo.

Como Fred Hoyle y como muchos otros sabios ingleses, ame­ricanos o rusos, Eric Temple escribe ensayos o novelas fantásticos (bajo el seudónimo de John Taine). Tonto sería el lector que no vie­se en ello más que una distracción propia de los grandes espíritus. Es la única manera de hacer circular ciertas verdades no admitidas por la filosofía oficial. Como en todo período prerrevolucionario, los pensamientos del porvenir se publican bajo un disfraz. Las cubiertas de una obra de ciencia ficción: he aquí el disfraz de 1960.

Libre también de buscar, «a lo salvaje», una explicación científica. Ya nos comprendéis: no somos científicos, pero no despreciamos nada de lo que es de nuestra época para ir a explorar lo que es de todos los tiempos. Nuestra hipótesis es ésta:

Las comunicaciones en el cerebro se establecen or­dinariamente por influjo nervioso. Es una acción lenta: algunos metros por segundo en la superficie de los ner­vios. Es posible que, en ciertas circunstancias, se esta­blezca otra forma de comunicación, mucho más rápida, por una onda electromagnética que viaje a la velocidad de la luz. Entonces se alcanzaría la enorme velocidad de registro y de transmisión de informaciones de las má­quinas electrónicas. Ninguna ley natural se opone a la existencia de tal fenómeno. Tales ondas no podrán de­tectarse en el exterior del cerebro. Es la hipótesis que su­geríamos en el capítulo precedente.

Si existe este estado de alerta, ¿cómo se manifiesta? Las descripciones de los poetas y místicos hindúes, árabes, cristianos, etc., no han sido sistemáticamente agrupadas y estudiadas. Es extraordinario que, en la abundante lista de las antologías de todas clases pu­blicadas en nuestra época tan aficionada a la estadística, no exista una sola «antología del estado de alerta». Aquellas descripciones son concluyentes, pero poco claras. Sin embargo, si queremos evocar en lenguaje moderno cómo se manifiesta aquel estado, helo aquí:

Normalmente, el pensamiento camina, según lo de­mostró Émile Meyerson. La mayor parte de los logros del pensamiento son, en el fondo, fruto de un cami­nar extraordinariamente lento hacia una evidencia. Los más admirables descubrimientos matemáticos se refle­jan en igualdades. Igualdades inesperadas, pero igual­dades a fin de cuentas. El gran Leonard Euler conside­raba cumbre del pensamiento matemático la relación:

ei + 1 = O

Esta relación, que junta lo real a lo imaginario y constituye la base de los logaritmos naturales, es una evidencia. En cuanto se explica a un estudiante de «es­pecial» éste no deja de declarar que, en efecto, «salta a la vista». ¿Por qué hizo falta pensar tanto, durante tantos y tantos años, para llegar a tal evidencia?

En física, el descubrimiento de la naturaleza ondu­latoria de las partículas es la llave que ha abierto la era moderna. Aquí, también, se trata de una evidencia. Einstein había escrito: la energía es igual a mc2, siendo m la masa y c la velocidad de la luz. Esto en 1905. En 1900, Planck había escrito: la energía es igual a hf, sien­do h una constante y f la frecuencia de las vibraciones. Ha habido que esperar a 1923 para que Louis de Broglie, genio excepcional, pensara en igualar las dos ecua­ciones y escribir:

hf=mc2

El pensamiento avanza despacio, incluso en los grandes espíritus. No domina el tema.

Último ejemplo: desde finales del siglo XVIII, se ha venido enseñando que la masa aparecía a la vez en la fórmula de la energía cinética (e= 1/2 mv2) y en la ley de gravedad de Newton (dos masas se atraen con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de las distancias).

¿Por qué hay que esperar a Einstein para advertir que la palabra masa tiene el mismo sentido en las dos fórmulas clásicas? De ello se deduce inmediatamente toda la relatividad. ¿Por qué sólo un espíritu, en toda la historia de la inteligencia, ha sabido verlo? ¿Y por qué no lo vio de golpe, sino después de diez años de encar­nizada búsqueda? Porque nuestro pensamiento camina a lo largo de un sendero tortuoso situado en un solo plano y que se entrecruza muchas veces. Y sin duda las ideas desaparecen y reaparecen periódicamente.

Sin embargo, parece posible que el espíritu pueda elevarse por encima de este sendero, no caminar por él: gozar de una vista total y desplazarse a la manera de los pájaros o de los aviones. Esto es lo que los místicos lla­man «estado de alerta».

Por lo demás, ¿se trata de uno o de varios estados de alerta? Todo invita a pensar que hay varios esta­dos, como hay varias alturas de vuelo. El primer esca­lón se llama genio. Los otros son desconocidos de la muchedumbre y tenidos por leyendas. Troya también era una leyenda antes de que las excavaciones revelasen su existencia verdadera.

Si los hombres tienen dentro de ellos mismos la posibili­dad física de ascender a éste o a estos estados de alerta, la búsqueda de los medios de emplear aquella posibilidad debería ser la finalidad principal de su vida. Si mi cerebro posee las máquinas necesarias, si todo esto no es sólo del dominio religioso o místico, si todo eso no depende ex­clusivamente de una «gracia» o de una «iniciación mági­ca», sino de ciertas técnicas, de ciertas actitudes interio­res y exteriores capaces de poner en funcionamiento aquellas máquinas, entonces comprendo que mi única ambición, mi tarea esencial, debería ser la conquista del estado de alerta, del espíritu de vuelo.

Si los hombres no concentran todos sus esfuerzos en esta búsqueda, no es que sean «ligeros» o «malos».

No es cuestión de moral. Y, en esta materia, los esfuerzos desperdigados no sirven para nada. Acaso los instrumentos superiores de nuestro cerebro son sólo utilizables cuando la vida entera (individual, colectiva) es ella misma un instrumento, considerada y vivida de manera apta para establecer la necesaria conexión.

Si los hombres no tienen por único objeto el paso al estado de alerta, es que las dificultades de la vida en socie­dad, la persecución de los medios materiales de existen­cia, no les deja tiempo para ello. Los hombres no viven solamente de pan, pero, hasta hoy, nuestra civilización no se ha mostrado capaz de proporcionarlo a todos.

A medida que el progreso técnico permita respirar al hombre, la busca del «tercer estado», de la alerta, de la hiperlucidez, remplazará a las otras aspiraciones. La posibilidad de participar en esta búsqueda será por fin reconocida como uno de los derechos del hombre. La próxima revolución será psicológica.

Imaginemos a un hombre de Neandertal trasladado milagrosamente al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Se encontraría, frente al doctor Oppenheimer, en una situación comparable a aquella en que nos encontraríamos nosotros en compañía de un hombre cuyo pensamiento no caminase, sino que se desplazara en tres, cuatro dimensiones.

Físicamente parece que podríamos convertirnos en tal hombre. Hay células bastantes en nuestro cerebro, hay suficientes conexiones posibles. Pero no es difícil imaginar lo que un espíritu semejante podría ver y comprender.

La leyenda de la alquimia asegura que las manipu­laciones de la materia en el crisol pueden provocar lo que los modernos llamarían una radiación o un campo de fuerzas. Esta radiación sería capaz de transmutar todas las células del adepto y de hacer de él un hombre verdaderamente despierto, un hombre que sería «a un tiempo aquí y al otro lado, un ser viviente».

Admitamos, por favor, esta hipótesis, esta psicolo­gía soberbiamente no euclidiana. Supongamos que un día de 1960, un hombre como nosotros, al manipular de cierta manera la materia y la energía, se encuentra entera­mente cambiado, es decir, «despertado». En 1955, el profesor Singleton mostró a sus amigos, en los pasillos de la conferencia atómica de Ginebra, unos claveles que había cultivado en el campo de radiaciones del gran reac­tor nuclear de Brookhaven. Antes habían sido blancos. Ahora eran de un color rojo violáceo y de una especie desconocida. Todas sus células habían sido modificadas, y los claveles persistían en su nuevo estado, ya se repro­dujesen por esquejes o por siembra. Lo mismo podemos pensar de nuestro hombre. Vedlo convertido en nuestro superior. Su pensamiento no camina, sino que vuela. Al asimilar de un modo diferente lo que sabemos nosotros, en nuestras diversas especialidades, o, simplemente, al establecer todas las conexiones posibles entre las con­quistas de la ciencia humana tal como se expresan en los manuales del bachillerato y en los cursos de la Sorbona, puede llegar a conceptos que nos son tan extraños como podían serlo los cromosomas para Voltaire o el neutrino para Leibniz. Un hombre semejante no tendría el menor interés en comunicar con nosotros, ni trataría de darse tono explicándonos los enigmas de la luz o el secreto de los genes. Valéry no publicaba sus pensamientos en La Semaine de Suzette. Nuestro hombre se encontraría por encima y a un lado de la Humanidad. Sólo podría con­versar inútilmente con espíritus semejantes al suyo.

Podemos soñar sobre esto.

Podemos pensar que las diversas tradiciones iniciáticas provienen del contacto con espíritus de otros pla­netas. Podemos imaginar que, para el hombre despierto, el tiempo y el espacio han dejado de tener barreras, y que es posible la comunicación con las inteligencias de los otros mundos habitados, cosa que, por otra par­te, explicaría que no hubiésemos sido nunca visitados. Podemos soñar. Con la condición, como escribe Haldane, de que no olvidemos que los sueños de esta clase son, probablemente, menos fantásticos que la realidad.

Veamos ahora tres historias verdaderas, que nos servi­rán de ilustración. Las ilustraciones no constituyen pruebas, naturalmente. Sin embargo, estas tres historias obligan a pensar que existen estados de conciencia dife­rentes de los reconocidos por la psicología oficial. La propia noción de genio, por su vaguedad, no es bastan­te. No hemos elegido estos ejemplos entre las vidas y las obras de los místicos, cosa que habría sido más fácil, y tal vez más eficaz. Mantenemos nuestra actitud de abordar la cuestión al margen de toda Iglesia, con las manos desnudas, como bárbaros honrados...

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