SEGUNDA PARTE

 

ALGUNOS AÑOS EN EL MÁS ALLÁ ABSOLUTO

Todas las canicas en el mismo saco. — La desesperación del historiador. — Dos amantes de lo insólito. — En el fondo del lago del Diablo. — Un antifascismo que le­vanta, viento. — Bergier y yo ante la inmensidad de lo extraño. — También Troya era una, leyenda. — La his­toria atrasada. — De lo visible vulgar a lo invisible fantástico. — Apólogo del escarabajo de oro. —Se pue­de oír la resaca del futuro. — Hay algo más que la fría mecánica.

Durante la ocupación, vivía en París, en el barrio escolar, un viejo muy original que se vestía como un burgués del siglo xvn, leía sólo a Saint Simon, comía alumbrándose con antorchas y tocaba la espineta. No salía más que para ir al colmado y a la panadería, cu­briendo con un capuchón su peluca empolvada y vis­tiendo una hopalanda que dejaba ver sus medias negras y sus zapatos con hebillas. El tumulto de la Liberación, el tiroteo y la agitación popular le molestaron. Sin comprender nada de lo que pasaba, pero agitado por el miedo y la indignación, salió una mañana al balcón, con su pluma de oca en una mano y flotando su peche­ra al viento, y gritó, con la fuerte y extraña voz del so­litario:

—¡Viva Coblenza!

La gente no comprendió, viendo sólo lo singular de su actitud; los vecinos, excitados, tuvieron la impresión instintiva de que un hombre que vivía en otro mundo tenía pacto con el mal; el grito parecía alemán, subie­ron, derribaron la puerta, le apalearon, y el hombre murió.

Aquella misma mañana un joven capitán de la Re­sistencia, que acababa de conquistar la Prefectura, mandaba cubrir de paja la gran alfombra del despacho y disponer en haces los fusiles, a fin de sentirse vivir en un cuadro de su primer libro de Historia.

A la misma hora, se descubría en los Inválidos la mesa, los trece sillones, los estandartes, las ropas y las cruces de la última asamblea de los Caballeros de la Or­den Teutónica, bruscamente interrumpida.

Y el primer carro del Ejército Leclerc franqueábala puerta de Orleáns, signo aplastante de la derrota alema­na. Lo conducía Henri Rathenau, cuyo tío Walter ha­bía sido la primera víctima del nazismo.

De este modo, una civilización, en un momento histórico, y a la manera de un hombre embargado por la más viva emoción, revive mil instantes de su pasado, según un orden y en una sucesión aparentemente in­comprensibles.

Giraudoux explicaba que, habiéndose dormido un momento en la trinchera, mientras esperaba la hora de ir a relevar a un camarada muerto durante un reconoci­miento, le despertaron unos pinchacitos en el rostro: el viento había desnudado al muerto, había abierto su car­tera y proyectaba sus tarjetas de visita, cuyos cantos golpeaban la mejilla del poeta. En aquella mañana de li­beración de París, las tarjetas de visita de los emigrados de Coblenza, de los estudiantes revolucionarios de 1830, de los grandes pensadores judíos alemanes y de los Hermanos Caballeros de las Cruzadas, volaban con muchas otras, sin duda, en el viento que arrastraba los sones de la Marsellesa.

Si sacudimos la cesta, todas las canicas salen a la su­perficie en desorden, o mejor, según un orden y unos razonamientos cuya determinación sería de una com­plicación infinita, pero en los que podríamos descubrir infinidad de esos encuentros chocantes e iluminadores que Jung llama coincidencias significativas. La admira­ble frase de Jacques Riviére es aplicable a las civilizacio­nes y a los momentos históricos: «Al hombre le ocurre, no lo que se merece, sino lo que se le asemeja.» Un cua­derno escolar de Napoleón termina con estas palabras: «Santa Elena, pequeña isla.»

Es una lástima que el historiador juzgue indigno de su ciencia el consignar y examinar estas coincidencias que entreabren bruscamente una puerta sobre otra cara del Universo en que el tiempo no es ya lineal. Su ciencia lleva retraso en la relación con la ciencia en general, que, tanto en el estudio del hombre como en el de la materia, nos muestra unas distancias cada vez más re­ducidas entre el pasado, el presente y el porvenir. Unas vallas cada vez más delgadas nos separan, en el jardín del destino, de un ayer totalmente conservado y de un mañana enteramente formado. Nuestra vida, como dice Alain, «se abre a grandes espacios».

Existe una florecilla extremadamente delicada y be­lla que se llama saxífraga umbría. Se le llama también «la desesperación del pintor». Pero ya no desespera a ningún artista, desde que la fotografía y otros muchos descubrimientos han librado a la pintura de la preocu­pación por el parecido externo. El pintor menos joven de espíritu, no se sienta ya ante un ramo como solía ha­cer antaño. Sus ojos ven algo distinto del ramo, o me­jor, su modelo le sirve de pretexto para expresar, por medio de la superficie coloreada, una realidad oculta a la mirada del profano. Trata de arrancar un secreto a la creación. Antaño, se hubiera contentado con reprodu­cir las apariencias tranquilizadoras y, en cierto modo, participar en el engaño general sobre los signos exterio­res de la realidad. «¡Ah! ¡Esto ha sido escupido!» Pero el que escupe está enfermo. En el transcurso de este medio siglo, no parece que el historiador haya evolu­cionado como el pintor, y nuestra historia es tan falsa como lo eran un seno de mujer, un gatito o un ramo de flores bajo el pincel petrificado de un pintor confor­mista de 1890.

«Si nuestra generación —dice un joven historia­dor— quiere examinar con lucidez el pasado, tendrá ante todo que arrancar las máscaras tras de las cuales los artífices de nuestra Historia permanecen ocultos... El esfuerzo desinteresado realizado por una falange de historiadores en favor de la simple verdad es relativa­mente reciente.»

El pintor de 1890 tenía sus «desesperaciones». ¿Y qué decir del historiador de los tiempos presentes? La mayoría de los hechos contemporáneos se asemejan a la saxífraga umbría: son la desesperación del histo­riador.

Un autodidacta delirante, rodeado de algunos mega­lómanos, rechaza a Descartes, barre la cultura humanista, aplasta la razón, invoca a Lucifer y conquista Euro­pa, fallando por poco en la conquista del mundo. El marxismo arraiga en el único país que Marx juzgaba árido. Londres está a punto de perecer bajo una lluvia de cohetes destinados a alcanzar la Luna. Las reflexiones sobre el espacio y el tiempo desembocan en la fa­bricación de una bomba que aniquila doscientos mil hombres en tres segundos y amenaza con aniquilar la propia Historia. ¡Saxífragas umbrías!

El historiador empieza a inquietarse y a dudar de que su arte sea practicable. Consagra su talento a la­mentarse de no poder ejercitarlo. Es lo que suele verse en las artes y las ciencias en los momentos de sofoca­ción: un escritor trata en diez volúmenes de la imposi­bilidad del lenguaje, un médico estudia cinco cursos para explicar que las enfermedades se curan solas. La Historia pasa por uno de estos momentos.

M. Raymond Aron, rechazando con gesto cansado a Tucídides y a Marx, declara que ni las pasiones huma­nas, ni la economía de las cosas bastan para explicar la aventura de las sociedades. «La totalidad de las causas determinantes de la totalidad de los efectos —dice, afli­gido— rebasan la comprensión humana.»

M. Baudin del Instituto, confiesa: «La Historia es una página en blanco, que los hombres pueden llenar como les plazca.»

Y M. René Grousset lanza al cielo vacío este cánti­co, casi tan desesperado como bello:

«Lo que llamamos Historia, o sea la sucesión de imperios, de batallas, de revoluciones políticas, de fe­chas sangrientas en su mayoría, ¿es realmente la Histo­ria? Os confieso que yo no lo creo, y que, al hojear los manuales escolares, suelo borrar con el pensamiento más de una cuarta parte...

»La Historia verdadera no es la del vaivén de las fronteras. Es la de la civilización. Y la civilización es, de una parte, el progreso de la técnica, y, de otra, el pro­greso de la espiritualidad. Podemos preguntarnos si la Historia política, en buena parte, no es más que una historia parásita.

»La Historia verdadera es, desde el punto de vista material, la de la técnica, disfrazada por la Historia po­lítica que la oprime, que usurpa su lugar y hasta su nombre.

»Pero la Historia verdadera es, todavía más, la del progreso del hombre en su espiritualidad. La función de la Humanidad consiste en ayudar al hombre espiri­tual a desprenderse, a realizarse; en ayudar al hombre, como dicen los hindúes en frase admirable, a convertir­se en lo que es. Ciertamente, la Historia aparente, la Historia visible, la Historia superficial, no es más que un osario. Si no hubiese más que esto, sólo tendríamos que cerrar el libro y esperar la extinción en el nirvana.. Pero yo creo que el budismo ha mentido y que la His­toria no es esto.»

El físico, el químico, el biólogo, el psicólogo, du­rante los últimos cincuenta años, han recibido grandes choques, yendo a dar, también ellos, con las saxífragas umbrías. Pero hoy no manifiestan ya la misma inquie­tud. Trabajan, adelantan. Estas ciencias tienen, por el contrario, una extraordinaria vitalidad. Comparad las construcciones arácneas de Spengler y de Toynbee con el movimiento torrencial de la física nuclear. En cam­bio, la Historia está atascada.

Las razones son sin duda múltiples, pero ésta nos atrae particularmente:

Mientras el físico o el psicoanalista abandonaron resueltamente la idea de que la realidad era necesaria­mente satisfactoria para la razón y optaron por la reali­dad de lo fantástico, el historiador permaneció encerra­do en el cartesianismo. No es siempre ajena a ello una cierta pusilanimidad eminentemente política.

Se dice que los pueblos felices no tienen Historia. Pero los pueblos que no tienen historiadores, francoti­radores y poetas son más infelices: están asfixiados, traicionados.

Al volver la espalda a lo fantástico, el historiador se encuentra a veces impulsado a fantásticos errores. Si es marxista, prevé el hundimiento de la economía ameri­cana en el momento en que los Estados Unidos alcan­zan su más alto grado de estabilidad y de fuerza. Si es capitalista, señala la expansión del comunismo en el Oeste en el momento en que Hungría se subleva. En cambio, en otras ciencias, la predicción del porvenir a base de los datos del presente, obtiene cada vez mejores resultados.

Partiendo de una millonésima de gramo de pluto­nio, el físico nuclear traza el proyecto de una fábrica gigante que funcionará según lo previsto. Partiendo de algunos sueños, Freud arroja sobre el alma humana una luz como jamás se viera antes. Y es que Freud y Einstein realizaron, en el primer momento, un esfuer­zo colosal de imaginación. Pensaron en una realidad totalmente distinta de los datos racionales admitidos. Partieron de esta proyección imaginativa, establecie­ron conjuntos de hechos que la experiencia ha venido a confirmar.

«En el campo de la ciencia aprendemos cuan gran­de es la extrañeza del mundo», dice Oppenheimer. Estamos persuadidos de que esta admisión de la extrañeza enriquecerá la Historia.

No pretendemos en absoluto llevar al método his­tórico las transformaciones que para él deseamos. Pero creemos que el pequeño ensayo que vais a leer puede prestar algún servicio a los historiadores futuros. Sea por impulsión, sea por repulsión. Hemos querido, al elegir como tema de estudio un aspecto de la Alemania hitleriana, señalar vagamente una dirección útil para otros temas. Hemos pintado flechas en los árboles a nuestro alcance. No pretendemos haber hecho transi­table todo el bosque.

Hemos procurado reunir hechos que un historia­dor «normal» rechazaría con cólera u horror. Nos he­mos convertido por un tiempo, según la linda frase de Maurice Renard, en «amantes de lo insólito y escribas de milagros». Esta clase de trabajo no es siempre cómo­da para el espíritu. A veces, nos hemos tranquilizado pensando que la teratología, o estudio de los mons­truos, donde se inspiró el profesor Wolff a despecho del recelo de los sabios «razonables», puso en claro más de un aspecto de la biología. Y otro ejemplo nos ha servido de apoyo: el de Charles Hoy Fort, el malicioso americano del que ya os hemos hablado.

Dentro de este espíritu fortiano hemos realizado nuestras investigaciones de ciertos acontecimientos de la Historia reciente. Y así, por ejemplo, hemos creído digno de atención el hecho de que el fundador del na­cionalsocialismo creyese realmente en el advenimiento del superhombre.

El 23 de febrero de 1957, un hombre rana buscaba el cuerpo de un estudiante ahogado en el lago del Diablo, en Bohemia. Volvió a la superficie, pálido de espan­to, incapaz de pronunciar una palabra. Cuando hubo recobrado el habla, explicó que acababa de ver, bajo las aguas frías y densas del lago, una formación fantasma­górica de soldados alemanes de uniforme, una caravana de carros enganchados, con sus caballos en pie.

«¡Oh, noche!, ¿qué son esos guerreros lívidos...?» En cierto modo, nosotros también nos hemos sumergido en el lago del Diablo. De los anales de Nuremberg, de millares de libros y de revistas, y de testi­monios personales, hemos sacado una colección de extrañezas. Hemos organizado nuestro material en función de una hipótesis de trabajo que acaso no pueda elevarse a la dignidad de teoría, pero que un gran escri­tor inglés desconocido, Arthur Machen, ha expresado vigorosamente:

«A nuestro alrededor existen sacramentos del mal, como existen sacramentos del bien, y yo creo que nues­tra vida y nuestros actos se desarrollan en un mundo insospechado, llenos de cavernas, de sombras y de mo­radores crepusculares.»

El alma humana ama el día. Pero también ama la noche, con igual ardor, y este amor puede conducir a los hombres, como a las sociedades, a acciones crimina­les y catastróficas que aparentemente desafían a la ra­zón, pero que resultan explicables si uno se coloca en cierto punto de vista. Enseguida precisaremos esto, ce­diendo de nuevo la palabra a Arthur Machen.

En esta parte de nuestra obra, hemos querido suminis­trar la materia prima de una historia invisible. No sere­mos los primeros. Ya John Buchan había señalado sin­gulares corrientes subterráneas en los acontecimientos históricos. Una entoinóloga alemana, Margare! Boveri, tratando a los hombres con la frialdad objetiva que de­dica a la observación de los insectos, ha escrito una His­toria de la Traición en el siglo XX, cuyo primer volumen lleva por título Historia Visible, y el segundo, Historia Invisible.

Pero, ¿de qué historia invisible se trata? El término está lleno de trampas. Lo visible es tan rico y, a fin de cuentas, está tan poco explorado, que siempre se puede encontrar en él hechos justificativos de cualquier teo­ría, y se conocen innumerables explicaciones de la his­toria por la acción oculta de los judíos (de los francma­sones, de los jesuítas o de la Banca internacional). Estas explicaciones nos parecen primitivas. Por lo demás, nos hemos guardado muy bien de confundir lo que llama­mos realismo fantástico con el ocultismo y las fuerzas secretas de la realidad con la novela de folletín. (Sin em­bargo, hemos observado muchas veces que la realidad carecía de dignidad, pues no se libra de lo novelesco, y que no se podían eliminar ciertos hechos con el pretex­to de que parecían salir, precisamente, de Una novela de folletín.)

Hemos acogido, pues, los hechos más chocantes, con la reserva de autentificarlos. A veces, hemos prefe­rido exponernos a parecer sensacionalistas o aficiona­dos a lo sorprendente, antes que prescindir de tal o cual aspecto aparentemente delirante. El resultado no se pa­rece en nada a los retratos de la Alemania nazi general­mente admitidos. No es culpa nuestra. Una serie de acontecimientos fantásticos constituían el objeto de nuestro estudio. No es corriente, pero sí lógico, pensar que detrás de estos acontecimientos pueden ocultarse realidades extraordinarias. ¿Por qué habría de tenerla Historia el privilegio, sobre todas las otras ciencias mo­dernas, de poder explicar todos los fenómenos de ma­nera satisfactoria para la razón?

Nuestro retrato, ciertamente, no está conforme con las ideas recibidas, y, además, es fragmentario. No he­mos querido sacrificar nada a la coherencia. Lo cual es, por lo demás, una tendencia muy reciente de la Histo­ria, al igual que la tendencia a la verdad:

«Aquí y allá aparecerán lagunas: el lector debe pen­sar que el historiador de hoy ha abandonado el antiguo concepto según el cual se alcanzaba la verdad cuando se habían colocado, sin huecos ni sobrantes, todas las pie­zas del rompecabezas que se construía. Para él, el ideal de la obra histórica ha dejado de ser el bello mosaico completo y liso: más bien lo concibe como un campa­mento de excavaciones, con su caos aparente en que se yuxtaponen las búsquedas inciertas, las colecciones de pequeños objetos evocadores y, aquí o allá, las bellas resurrecciones de conjunto y las obras de arte.»

El físico sabe que las pulsaciones de energía anor­males, excepcionales, han revelado la fisión del uranio y abierto, por ello, un campo infinito al estudio de la radiactividad. Nosotros hemos buscado las pulsaciones de lo extraordinario.

Un libro de Lord Russell, de Liverpool, Breve historia de los crímenes de guerra nazis, publicado once años después de la victoria aliada, sorprendió a los lectores franceses por su tono de extremada sobriedad. En este libro, los hechos horribles hablaban por sí solos, y los lectores advirtieron que seguían sin comprender nada de tanta guerra. Expresando este sentimiento, un emi­nente especialista escribió en Le Monde:

«La cuestión que se plantea es saber cómo todo esto fue posible en pleno siglo xx, y en regiones que pa­san por ser las más civilizadas del Universo.»

Es singular que tal cuestión, esencial, primordial, se plantee a los historiadores doce años después de la apertura de todos los archivos posibles. Pero, ¿de veras se plantea? No es seguro. Al menos, todo ocurre como
si procurasen olvidarla, en el momento de ser evocada, obedeciendo así al movimiento de opinión establecido,
y al cual molesta semejante cuestión. Y así sucede que el historiador da testimonio de su tiempo, al negarse a
hacer historia. Apenas ha escrito: «La cuestión que se plantea es saber...», cuando se apresura a levantar una
ráfaga de viento para alejarla.                                          .

«He aquí —añade enseguida— lo que hace el hom­bre cuando es abandonado al impulso de sus instintos desencadenados y a la vez sistemáticamente pervertidos.»

¡Extraña explicación histórica, esta evocación del misterio nazi según los grandes moldes de la moral co­mente! Sin embargo, es la única que se nos ha dado, como si hubiese una vasta conspiración de las inteli­gencias para hacer de las páginas más fantásticas de la los resortes de la acción de los hombres, de sus creen­cias o de sus realizaciones. Así, hemos estudiado cier­tos trabajos de la sección oculta de los servicios de in­formación alemanes. Esta sección confeccionó, por ejemplo, un largo informe sobre las propiedades mági­cas de los campanarios de Oxford, que, en su opinión, impedían que las bombas cayeran sobre dicha ciudad. Es indiscutible que hay en ello una aberración, pero también lo es que esta aberración hizo estragos entre hombres inteligentes y responsables, y que este hecho arrojó luz sobre algunos puntos de la historia visible y de la invisible.

En nuestra opinión, los acontecimientos tienen a me­nudo razones de ser que la razón desconoce, y las lí­neas de fuerza, de la Historia pueden ser tan invisibles y al propio tiempo tan reales como las líneas de fuerza de un campanario magnético.

Podemos ir más lejos. Nos hemos aventurado por un terreno en el que esperamos que los historiadores del porvenir se adentrarán con medios superiores a los nuestros. Hemos intentado aplicar a la Historia el prin­cipio de los «enlaces no casuales» que el físico Wolfgang Pauli y el psicólogo Jung propusieron reciente­mente. A este principio me refería hace un momento al hablar de coincidencias. Según Pauli y Jung, aconteci­mientos independientes entre sí pueden tener relacio­nes sin causa y, no obstante, significativas a escala hu­mana. Son las «coincidencias significativas», «signos» en los que los dos sabios ven un fenómeno de «sincro­nización» que revela lazos insólitos entre el hombre, el tiempo y el espacio, y que Claudel llamaba magnífica­mente «la fiesta de las casualidades».

Una enferma está tendida en el diván del psicoana­lista Jung. Padece desórdenes nerviosos muy graves,

pero el análisis no progresa. La paciente, encerrada en su espíritu realista hasta el extremo, aferrada a una es­pecie de ultralógica resulta impenetrable a los argu­mentos del médico.

Una vez más, Jung ordena, aconseja, suplica:

—Abandónese, no trate de comprender, y cuénte­me sencillamente sus sueños.

—He soñado con un escarabajo —responde por fin la dama, en un susurro.

En el mismo momento, suenan unos golpecitos en el cristal. Jung abre la ventana, y entra en la estancia un hermoso escarabajo dorado, haciendo zumbar sus éli­tros. Impresionada, la paciente cede al fin, y puede co­menzar el verdadero análisis, que proseguirá hasta la curación.

Jung cita a menudo este acontecimiento verídico que parece un cuento árabe. Nosotros creemos que en la historia de un hombre, como en la Historia a secas, existen muchos escarabajos de oro.

La completa doctrina de la «sincronización», construi­da en parte sobre la observación de tales coincidencias, podía acaso cambiar totalmente el concepto de la His­toria. Nuestra ambición no va tan lejos ni se remonta tanto. Lo que queremos es llamar la atención sobre los aspectos fantásticos de la realidad. En esta parte de nuestra obra, nos hemos entregado a la búsqueda y a la interpretación de ciertas coincidencias que nos parecen significativas. A otros pueden no parecerles así.

Aplicando a 1a Historia nuestra concepción «realis­ta-fantástica», hemos realizado un trabajo de selección. Hemos elegido a veces hechos de poca importancia, pero chocantes, porque hasta cierto punto, buscamos la luz de la aberración. Una irregularidad de unos segun­dos en el movimiento del planeta Mercurio basta para derribar el edificio de Newton y justificar a Einstein. De la misma manera creemos que algunos de los he­chos que hemos descubierto pueden hacer necesaria la revisión de la estructura de la Historia cartesiana.

¿Puede emplearse este método para prever el por­venir? También soñamos en ello. Chesterton, en El hombre que fue jueves, describe una brigada de Policía política especializada en poesía. Se evita un atentado porque un policía comprende el sentido del soneto. Detrás de las gansadas de Chesterton se ocultan gran­des verdades. Las corrientes de ideas que pasan inad­vertidas al observador oficial, los escritos y las obras que no llaman la atención de los sociólogos, los hechos sociales demasiado minúsculos y absurdos a sus ojos, anuncian acaso con mayor seguridad los aconteci­mientos venideros que los grandes hechos visibles y los movimientos de ideas manifiestos, de los cuales se preocupa.

El clima de espanto del nazismo, que nadie puede prever, había sido anunciado en los terribles relatos, La mandragora y En el horror, del escritor alemán Hans Heinz Ewers, que debía convertirse en poeta oficial del régimen y escribir el Horst Wessel Lied. No es imposi­ble que ciertas novelas, poemas, cuadros y estatuas, no advertidas siquiera por la crítica especializada, nos pre­senten, en forma increíblemente minuciosa, las figuras exactas del mundo de mañana.

Dante, en La Divina Comedia, describe con preci­sión la Cruz del Sur, constelación invisible en el hemis­ferio norte y que ningún viajero de su tiempo pudo ha­ber descubierto. Swift, en el Viaje a Laputa, da las distancias y el período de rotación de los dos satélites de Marte, desconocidos en su época. Cuando el astró­nomo americano Asaph Hall los descubre, en 1877, y advierte que sus mediciones concuerdan con las indica­ciones de Swift, presa de una especie de pánico los denomina Pobos y Deimos: miedo y terror.1 En 1896, un escritor inglés, M. P. Shiel, publica una novela en la que aparece una banda de monstruosos criminales que asolan Europa, matan a las familias que consideran perju­diciales al progreso de la Humanidad, y queman los ca­dáveres. Titula su novela: Las SS.

Goethe decía: «Los acontecimientos venideros proyectan su sombra por anticipado», y es probable que, al margen de lo que despierta la atención general, en obras y actividades humanas extrañas a lo que llama­mos «el movimiento de la Historia», se encuentre la verdadera expresión y el anuncio de estas resacas del futuro.

Existe un algo fantástico evidente que el historia­dor recubre pudorosamente con explicaciones frías y mecánicas. Alemania, en el momento en que nace el na­zismo, es la patria de las ciencias exactas. El método alemán, la lógica alemana, el rigor y la probidad cientí­fica alemanes, son umversalmente reconocidos. El Herr Professor invita a veces a la caricatura, pero siem­pre se le rodea de consideración. Ahora bien, en este medio, de un cartesianismo de plomo, nace una doctri­na incoherente y en parte delirante, que se propaga a toda velocidad, irresistiblemente, a partir de un mi­núsculo hogar. En el país de Einstein y de Plank, se hace profesión de «física aria». En el país de Humboldt y de Haeckel, se empieza a hablar de razas. No creemos que se puedan explicar tales fenómenos por la inflación económica. El telón de fondo no es adecuado para se­mejante ballet. Nos ha parecido mucho más eficaz bus­car por el lado de ciertos cultos extraños y de ciertas cosmogonías chocantes, olvidadas por la inflación eco­nómica. El telón de fondo no es muy singular. Las cos­mogonías y los cultos de que vamos a hablar gozaron en Alemania de protección y de apoyo oficiales. De­sempeñaron un papel espiritual, científico, social y po­lítico de relativa importancia. Sobre este telón de fondo se comprende mejor el baile.

1. Le aterroriza también el hecho de que estos satélites aparez­can bruscamente. Otros telescopios más poderosos que el suyo no los habían revelado la víspera. Parece, simplemente, que él fue el pri­mero en examinar Marte aquella noche. Después del lanzamiento del «Sputnik», los astrónomos contemporáneos han empezado a es­cribir que tal vez se trataba de satélites artificiales lanzados el día de la observación de Hall.

(Robert S. Richardson, del Observatorio de Monte Palomar. Comunicación a propósito de la posición de Marte, 1954.)

Nos hemos limitado a un instante de la historia ale­mana. Igualmente habríamos podido mostrar, por ejemplo, para descubrir lo fantástico en la Historia contemporánea, la invasión de Europa por las ideas asiáticas en el momento en que las ideas europeas pro­vocan el despertar de los pueblos de Asia. He aquí un fenómeno tan desconcertante como el espacio no euclidiano o como las paradojas del núcleo atómico. El his­toriador convencional, el sociólogo «comprometido», no ven, o se niegan a ver, estos movimientos profun­dos, que no están de acuerdo con lo que ellos llaman el «movimiento de la Historia». Por el contrario, prosi­guen imperturbables el análisis y la predicción de una aventura de los hombres que no se asemeja a los pro­pios hombres, ni a los signos misteriosos pero visibles que éstos intercambian con el tiempo, el espacio y el destino.

«El amor —dice Jacques Chardonne— es mucho más que el amor.»

En el transcurso de nuestras investi­gaciones, hemos adquirido la certeza de que la Historia es mucho más que la Historia. Esta certeza es alentado­ra. A despecho de la creciente pesadez de los hechos so­ciales, y de las amenazas cada vez mayores que se cier­nen sobre la persona humana, vemos cómo el espíritu y el alma de la Humanidad siguen encendiendo sus hogüeras, que en modo alguno nos parecen más peque­ñas. Aunque los pasadizos de la Historia se estrechen mucho, aparentemente, tenemos la seguridad de que el hombre no pierde en ellos el hilo que lo ata a la inmen­sidad. Estas imágenes son hugolianas, pero expresan perfectamente nuestro punto de vista. Hemos adquiri­do esta certeza sumergiéndonos en lo real: es en lo más profundo de las cosas donde lo real es fantástico y, en cierto sentido, misericordioso.

Aunque las tristes máquinas sigan funcionando no te espantes en demasía, amigo mío...

Cuando los pedantes nos invitaron a observar

de qué fría mecánica los acontecimientos

debían dimanar, nuestras almas dijeron en la sombra:

Tal vez sí, pero hay otras cosas...1

II

En la Tribune des Nations se niega al Diablo y la lo­cura. — Sin embargo, hay una lucha entre los dioses. — Los alemanes y la Atlántida. — Un socialismo mági­co. — Una religión y un orden secretos. — Expedición a las regiones ocultas. — El primer guía será un poeta escribe:

En un artículo de la Tribune des Nations, un histo­riador francés expresa lisa y llanamente el conjunto de insuficiencias intelectuales que suelen mencionar­se siempre que se habla del hitlerismo. Analizando la obra: Hitler desenmascarado, publicada por el doctor Otto Dietrich, que fue durante doce años jefe del servicio de Prensa del Führer, M. Pierre Cazenave

1. Prólogo a El Napoleón de Notting Hill, de Chesterton,

«Sin embargo, el doctor Dietrich se contenta de­masiado fácilmente con una frase que, en un siglo posi­tivista, no sirve para explicar a Hitler. "Hitler —dice— era un hombre demoníaco, que se dejaba arrastrar por ideas nacionalistas delirantes." ¿Qué quiere de­cir demoníaco? En la Edad Media, habría dicho de Hit­ler que estaba poseso. Pero, ¿y hoy? O la palabra demoníaco no significa nada, o significa poseído del demonio. Pero, ¿qué es el demonio? ¿Cree acaso el doctor Dietrich en la existencia del Diablo? Hay que entenderse. A mí la palabra demoníaco no me satisface.

»Y la palabra delirante tampoco. Quien dice deli­rio dice enfermedad mental. Delirio maníaco. Delirio melancólico. Delirio de persecución. Nadie duda de que Hitler era un psicópata e incluso un paranoico, pero los psicópatas e incluso los paranoicos andan por la calle. Pero existe una diferencia entre esto y la locu­ra más o menos sistematizada y cuya observación y diagnóstico hubiesen llevado consigo el internamiento del afectado. En otras palabras: ¿Era Hitler responsa­ble? A mi entender, sí. Y por esto descarto la palabra delirio, como descarto el adjetivo demoníaco, ya que a nuestros ojos la demonología sólo tiene un valor histórico.»

A nosotros no nos satisface la explicación del doc­tor Dietrich. El destino de Hitler y la aventura de un gran pueblo moderno bajo su dirección no podrían describirse enteramente partiendo de la locura y de la posesión demoníaca. Pero tampoco nos satisface la crítica del historiador de la Tribune des Nations. Hitler, afirma, no era clínicamente loco. Y el Demonio no existe. No hay que descartar, pues, la noción de responsabilidad. Esto es verdad. Pero nuestro historiador parece atribuir virtudes mágicas a esta noción de res­ponsabilidad. Apenas la ha evocado, la historia fantás­tica del hitlerismo le parece clara y reducida a las pro­porciones del siglo positivista en el cual pretende que vivimos. Esta actitud escapa tanto a la razón como la de Otto Dietrich. Y es que el término «responsabilidad» es, en nuestro lenguaje, una transposición de lo que era la «posesión demoníaca» para los tribunales de la Edad Media, según demuestran los grandes procesos políti­cos modernos.

Si Hitler no era un loco ni un poseso, lo cual es po­sible, la historia del nazismo seguiría, empero, siendo inexplicable a la luz de un «siglo positivista». La psico­logía profunda nos revela que hay acciones aparente­mente racionales del hombre que están gobernadas en realidad por fuerzas que él mismo ignora o que están ligadas a un simbolismo absolutamente ajeno a la lógi­ca corriente. Sabemos, por otra parte, no que el Demo­nio no exista, sino que es algo distinto de la visión que de él tenían en la Edad Media. En la historia del hitle­rismo, o mejor, en ciertos aspectos de esta historia, todo ocurre como si las ideas-fuerza escapasen a la crí­tica histórica habitual, y como si necesitásemos, para comprenderlo, abandonar nuestra visión positiva de las cosas y esforzarnos en penetrar en un Universo donde han cesado de conjugarse la razón cartesiana y la realidad.

Nos hemos impuesto la tarea de escribir estos as­pectos del hitlerismo, porque, como dijo muy bien M. Marcel Ray en 1939, la guerra que Hitler impuso al mundo fue «una guerra maniquea, o, como dice la Es­critura, una lucha de dioses». No se trata, entiéndase bien, de una lucha entre fascismo y democracia, entre la concepción liberal y la concepción totalitaria de las so­ciedades. Esto es el exoterismo de la batalla. Y hay un esoterismo.

1.- Esta lucha de dioses, que se desarrolló de­trás de los acontecimientos visibles, no ha terminado en el mundo, sino que los progresos formidables del saber humano en los últimos años se disponen a darle otras formas. Cuando las puertas del conocimiento empie­zan a abrirse al infinito, importa capturar el sentido de esta lucha. Si queremos futuro, debemos tener una vi­sión exacta y profunda del momento en que lo fantásti­co ha empezado a invadir la realidad. Vamos a estudiar este momento.

«El nacionalsocialismo —concluía— es el baile de San Vito del siglo XX

Pero, ¿de dónde procedía esta extraña enferme­dad? En parte alguna hallaba respuesta satisfacto­ria.

«Sus raíces más profundas arraigan en regiones ocultas.»

Estas regiones nos parecen dignas de ser explora­das. Y no será un historiador, sino un poeta, quien nos servirá de guía.

«En el fondo —decía Rauschning— todo alemán tiene un pie en la Atlántida, donde busca una patria mejor y un mejor patrimonio. Esta doble naturaleza de los ale­manes, esta facultad de desdoblamiento que les permi­te, al mismo tiempo, vivir en el mundo real y proyec­tarse a un mundo imaginario, se manifiesta de manera especial en Hitler y nos da la clave de su socialismo má­gico.»

Y Rauschning, tratando de explicarse la subida al poder de este «sumo sacerdote dé la religión secreta», intentaba persuadirse de que, muchas veces en la His­toria, «naciones enteras cayeron en una inexplicable agitación. Entonces emprendían marchas de flagelado­res. Un baile de San Vito las sacudía».

1. C. S. Lewis, profesor de teología en Oxford, había anunciado, en 1937, en una de sus novelas simbólicas. El silencio de la Tie­rra, el comienzo de una guerra por la posesión del alma humana, y cuya forma exterior será una terrible guerra material. Después vol­vió sobre la misma idea en otras dos obras: Perelandra y Esa horren­da fortaleza.

El último libro de Lewis se titula Hasta que tengamos rostros. En este gran relato poético y profetice se encuentra la frase admirable:

«Los dioses no nos hablarán cara a cara hasta que nosotros mismos tengamos un rostro.» 

III

Donde se habla de P. J. Toulet, escritor menor. — Pero se trata de Artbur Machen. — Un gran genio descono­cido. — Un Robinson Crusoe del alma. — Historia de los ángeles de Mons. — Vida, aventuras y desdichas de Machen. — Cómo descubrimos una sociedad secreta inglesa. — Un Premio Nobel con antifaz negro. — La Golden Dawn, su filiación, sus miembros, sus jefes. — Por qué vamos a citar un texto de Machen. — Las casualidades se afanan.

«Cuando se encuentran (generalmente en el bar) dos hombres que han leído a Paul Jean Toulet, se imaginan que ésta es una señal de aristocracia», escribía el propio Toulet.

Pero ocurre que grandes cosas reposan sobre sus cabezas de alfiler. Gracias a este escritor me­nor y simpático, ignorado a despecho de algunos admi­radores fervientes, ha llegado hasta nosotros el nombre de Arthur Machen, apenas conocido por doscientas personas en Francia.

A fuerza de escudriñar, nos hemos dado cuenta de que la obra de Machen, que comprende más de treinta volúmenes,1 es de un interés espiritual sin duda supe­rior a la obra de H. G. Wells.2

Prosiguiendo nuestras investigaciones sobre Ma­chen, descubrimos una sociedad secreta inglesa com­puesta de espíritus de calidad. Esta sociedad, a la cual debe Machen una experiencia interior determinante y lo mejor de su inspiración, es desconocida incluso de los especialistas. En fin, ciertos textos de Machen, y so­bre todo el que os daremos a leer, arrojan una luz sobre una noción poco corriente del Mal, absolutamente in­dispensable para la comprensión de los aspectos de la historia contemporánea que estudiamos en esta parte de nuestro libro.

Así, pues, si nos lo permitís, antes de entrar en el meollo de nuestro tema, os hablaremos de este hombre tan curioso. La cosa empezará con la pequeña historia literaria de un pequeño escritor parisiense, Toulet, y terminará con la apertura de una gran puerta subterrá­nea, detrás de la cual humean todavía los restos de los mártires y las ruinas de la tragedia nazi que conmovió al mundo entero. Los caminos del realismo fantástico, según podéis ver una vez más, no se parecen a los cami­nos ordinarios del conocimiento.

1.       En noviembre de 1897, un amigo, «bastante inclinado a las ciencias ocultas», dio a leer a Paul Jean Toulet la The Anatomy of Tobacco (1884), The Great God Pan (1895), The me of Souls (1906), The Hill of Dreams (1907), The Great Return (1915), The Bowmen (1915), The Terror (1917), The Secret Glory (1922), Strange Roads (1923), The London Adventure (1924), The Caming Wonder (1926), The Green Round (1933), Holy Terrors (1946). Postuma: Tales of Horror and the Supernatural (1948).

2.       El propio Machen se había dado cuenta de ello: «Ese Wells de quien me habla es ciertamente un hombre muy hábil. Incluso hubo un momento en que creí que era algo más.» (Carta a P..J. Toulet, 1899.) novela de un escritor de treinta y cuatro años, completa­mente desconocido: The Great God Pan. Este libro, que evoca el mundo pagano de los orígenes, no defini­tivamente extinguido, sino que perdura discretamente y nos arroja de vez en cuando su dios del Mal y sus dia­blos provistos de horcas, impresionó a Toulet y le deci­dió a entrar en la literatura. Se puso a traducir The Great God Pan, y, pidiendo prestado a Machen su de­corado de pesadilla, las malezas entre las que se oculta el Gran Pan, escribió su primera novela: Monsieur du Paur, hombre público.

Monsieur du Paur fue publicado a finales de 1898, por la editorial Simonis Empis, y no tuvo el menor éxi­to. Desde luego, no es una obra importante, y nada sa­bríamos de ella si M. Henri Martineau, gran stendhaliano y amigo de Toulet, no hubiese resuelto, veinte años más tarde, reeditar esta novela a sus costas, en las edi­ciones del Diván. Historiador minucioso y amigo ab­negado, M. Henri Martineau quería demostrar que Monsieur du Paur era un libro inspirado por la lectura de Machen, pero, a pesar de ello, original. De este modo llamó la atención de unas pocas gentes de letras sobre Arthur Machen y su The Great God Pan, exhu­mando la escasa correspondencia entre Toulet y Ma­chen.1 En esto quedaron Machen y su inmenso genio: en la camaradería literaria de los comienzos de Toulet.

En febrero de 1899, Paul Jean Toulet, que intenta­ba desde hacía un año publicar su traducción de The Great God Pan, recibió la siguiente carta del autor, es­crita en francés:

1. Henri Martineau, «Arthur Machen et Toulet», correspon­dencia inédita. Le Mercare de France, n.° 4, enero de 1938. Henri Martineau, P.J. Toulet et Arthur Machen, Monsieur du Paur et le GranDieu Pan, Le Diván, París.

Querido colega:

Ya veo que no hay nada que hacer con The Great God Pan en París. Si así es, estoy realmente desolado, desde luego, por el libro en sí, pero, so­bre todo, porque había puesto mis esperanzas en los lectores franceses; pensé que si probaban The Great God Pan vestido a la francesa y lo encon­traban bueno, ¡tal vez habría encontrado mi pú­blico! Aquí, nada puedo hacer. Escribo y sigo es­cribiendo, pero es absolutamente igual que si lo hiciera en un escritorio monástico de la Edad Me­dia; es decir, que mis obras permanecen para siempre en el infierno de las cosas inéditas. Tengo en mi cajón un pequeño volumen de cuentos muy cortos, que titulo Ornaments in Jade. «Su librito es muy lindo —me dice el editor—, pero me es im­posible publicarlo.» También hay una novela, The Carden of Avallenius, de unas 65.000 pala­bras. «Es un arte sine peccato —dice el buen edi­tor—, pero chocaría a nuestro público inglés.» Y en este momento, estoy trabajando en un libro que también se quedará, estoy seguro de ello, en la isla del Diablo. En fin, querido colega, sin duda le parecerán trágicas (o mejor, tragicómicas) estas aventuras de un escritor inglés; pero, como le digo antes, tenía puestas esperanzas en su traducción de mi primer libro.

Le Grand Dieu Pan apareció por fin en la revista La Plume, en 1901, y después fue editado gracias a esta revista.1 Pasó inadvertido.

Sólo Maeterlinck se sintió impresionado: «Agra­dezco profundamente la revelación de esta obra bella y singular. Es, según creo, la primera vez que se ha inten­tado realizar la mezcla de lo fantástico tradicional o diabólico con lo fantástico nuevo o científico, de cuya mezcla ha nacido la obra más turbadora que conozco, pues afecta al mismo tiempo a nuestros recuerdos y a nuestras esperanzas.»

1. Reeditado en 1933 por Émile Paul, con un prólogo de Hcriri Martineau, es el único libro de Machen publicado en Francia.

Arthur Machen nació en 1863 en el País de Gales, en Caerlsonon Usk, minúsculo pueblo que fue sede de la Corte del rey Arturo, y desde el cual los Caballe­ros de la Tabla Redonda partieron en busca del Grial. Cuando sabemos que Himmler, en plena guerra, orga­nizó una expedición para buscar el vaso sagrado (ense­guida hablaremos de ello), y cuando, para iluminar la historia nazi secreta, tropezamos con un texto de Ma­chen y descubrimos enseguida que este escritor nació en aquel pueblo, cuna de los temas wagnerianos, debe­mos decirnos una vez más que, para todo el que sepa ver, las coincidencias visten hábitos luminosos.

Machen se instaló en Londres siendo muy joven, y allí vivió asustado, igual que Lovecraft en Nueva York. Estuvo unos meses de dependiente en una librería, después hizo de preceptor, y se dio cuenta de que era incapaz de ganarse la vida en sociedad. Se puso a escri­bir en medio de un extremado agobio material y de un infinito cansancio. Durante un largo período, vivió de las traducciones: las Memorias de Casanova, en doce volúmenes, por treinta chelines a la semana durante dos años. Heredó una pequeña suma a la muerte de su padre, que era pastor protestante, y, teniendo asegura­da la comida y el fuego por un tiempo, prosiguió su obra con el sentimiento creciente de que «un inmenso golfo espiritual le separaba de los otros hombres», y de que tenía que aceptar cada vez más esta vida de «Robinson Crusoe del alma». En 1895 se publicaron sus primeros relatos fantásticos. Son The Great God Pan y

The Immost Ligth. Afirma en ellas que el Gran Pan no ha muerto, y que las fuerzas del mal, en el sentido mágico de la palabra, esperan constantemente a algu­nos de nosotros para llevarlos al otro lado del mundo. En este mismo tono, publicó al año siguiente La Pondré Blanche, que es su obra más sólida después de The Secret Glory, su obra maestra, escrita a los se­senta años.

A los treinta y seis, después de doce años de amor, perdió a su esposa: «No hemos estado doce horas sepa­rados en estos doce años; puede, pues, imaginarse lo que he sufrido y sufro aún todos los días. Si deseo ver impresos mis manuscritos es para podérselos dedicar todos en estos términos: Auctoris Anima ad Dominam.» Vive ignorado, en la miseria, y con el corazón destrozado. Después de tres años, a los treinta y nueve, renuncia a la literatura y se hace actor ambulante.

«Dice usted que no tiene mucho valor —escribe a Toulet—. Yo no tengo ninguno. Tan poco, que ya no escribo ni una línea, y creo que jamás volveré a hacerlo. Me he convertido en cómico de la legua; he subido al tablado, y en este momento actúo en Coriolano.»

Vaga por Inglaterra, con la Compañía shakespeariana de Sir Frank Benson, y después ingresa en la del Teatro Saint James. Poco antes de la guerra del 14, tie­ne que abandonar el teatro y hacer un poco de perio­dismo, para poder subsistir. No escribe ningún libro. En la barabúnda de Fleet Street, entre sus atareados compañeros de trabajo, su extraño rostro meditabun­do, sus maneras pausadas y afables de erudito, hacen sonreír a los demás. Para Machen, según puede verse en toda su obra, «el hombre está hecho de misterio y para los misterios y las visiones». Lo sobrenatural constituye la realidad. El mundo exterior contiene pocas enseñan­zas, a menos que se mire como un depósito de símbolos y de significados ocultos. Sólo las obras de imaginación, producto de un espíritu que busca las verdades eternas, tienen posibilidad de ser obras reales y real­mente útiles. Como dice el crítico Philip van Doren Stern,

«es posible que haya más verdades esenciales en los relatos fantásticos de Arthur Machen, que en todos los gráficos y en todas las estadísticas del mundo».

Una aventura muy singular conduce de nuevo a Machen a la vida literaria. Gracias a ello, su nombre gozó de celebridad durante unas semanas, y la impre­sión que esto le produjo le decidió a terminar su vida como escritor.

El periodismo le pesaba, y había perdido la afición a escribir para sí. Acababa de estallar la guerra. Hacía falta literatura heroica. Éste no era su género. The Evening News le pidió un artículo. Lo escribió a vuela plu­ma, pero siempre a su manera. Fue «The Bowmen» (Los arqueros). El periódico lo publicó el 29 de setiem­bre de 1914, el día siguiente a la retirada de Mons. Ma­chen había imaginado un episodio de esta batalla: san Jorge, con su resplandeciente armadura y al frente de unos ángeles que eran los antiguos arqueros de Azincourt, socorría al Ejército británico.

Pues bien, docenas de soldados escribieron al pe­riódico: el señor Machen no había inventado nada. Ellos habían visto con sus propios ojos, ante Mons, a los ángeles de san Jorge incorporándose a sus filas. Po­dían atestiguarlo por su honor. Gran número de estas cartas fueron publicadas. Inglaterra, ávida de milagros en el momento de peligro, se conmovió. Machen fue ignorado cuando intentó revelar secretas realidades. Ahora, con una fantasía de pacotilla, conmovía a todo el país. ¿O sería que las fuerzas ocultas se levantaban y tomaban tal o cual forma a la llamada de su imagina­ción, tan a menudo ligada a las verdades esenciales, y que tal vez había realizado una profunda labor sin él saberlo? Machen repitió más de doce veces en los periódicos que su relato era pura invención. Nadie le creyó. En vísperas de su muerte, más de treinta años después, el gran anciano repetía sin cesar, en sus con­versaciones, esta extravagante historia de los ángeles de Mons.

A despecho de su celebridad, el libro que escribió en 1915 no tuvo el menor éxito. Era The Great Return, meditación sobre el Grial. Después, en 1922, vino The Secret Glory, que es una crítica del mundo moderno a la luz de la experiencia religiosa. A los sesenta años, co­menzó una autobiografía original en tres volúmenes. Tenía algunos admiradores fervientes en Inglaterra y en América,1 pero se moría de hambre. En 1943 (tenía ochenta años), Bernard Shaw, Max Beerbohm y T. E. Elliot formaron un comité para reunir fondos con los cuales evitar que terminara en un asilo de indigentes. Pudo acabar sus días en paz, en una casita de Buckinghamshire, y murió en 1947. Siempre le había entusias­mado una frase de Murger. En La Vie de Bohéme, Marcel, el pintor, no tiene siquiera una cama.

«"¿Dónde descansáis, pues?" —le pregunta su casero—. "Señor —responde Marcel—, descanso en la Providencia."»

En los alrededores de 1880 se fundan en Francia, en Inglaterra y en Alemania, sociedades secretas, órdenes herméticas, en las que se agrupan personalidades vigo­rosas. Todavía no se ha descubierto la historia de esta crisis mística posromántica. Y debería hacerse. En ella se encontraría el origen de ideas, que a su vez han de­terminado corrientes políticas.

1. En Inglaterra, Paul Jordán Smith le encomia en un capítulo de su libro: On Strange Altan (Londres, 1923). Henri Martineau se­ñala que, en 1925, se forma en América una sociedad alrededor de su nombre y que se le dedican artículos bastante numerosos. Ya en 1918 Vincent Starett le había dedicado un libro: Arthur Machen, a  novelist of actasy and sin (Chicago). Después de su muerte, apareció una obra de W. F. Gekle: Arthur Machen, weaver of fantasy (Nueva York).

En las cartas de Arthur Machen a P.J. Toulet, en­contramos estos dos pasajes singulares. En 1899:

«Cuando escribí Pan y La Pondré Blanche, no creía que tan extraños acontecimientos hubiesen ocurrido jamás en la vida real, y ni siquiera que hubiese sido po­sible que ocurriesen. Pero después, y muy reciente­mente, se han producido en mi propia existencia expe­riencias que han transformado por completo mi punto de vista a este respecto... Ahora estaré siempre conven­cido de que no hay nada imposible en el mundo. Su­pongo que no hace falta añadir que ninguna de mis ex­periencias tiene relación con imposturas tales como el espiritismo o la teosofía. Pero creo que vivimos en un mundo de gran misterio, de cosas insospechadas y ab­solutamente asombrosas.»

En 1900:

«Le diré algo que le divertirá: envié El Gran Dios Pan a un adepto, un ocultista avanzado, que encontré, sub rosa, y el cual escribe: El libro demuestra en gran manera que, por el pensamiento y la meditación, más que por la lectura, ha alcanzado usted un cierto grado de iniciación independientemente de las órdenes y de las organizaciones.»

«¿Quién es este adepto? ¿Y cuáles eran aquellas ex­periencias'?»

En otra carta, después de un viaje de Toulet a Lon­dres, Machen le escribe:

«Mr. Waite, a quien gustó usted mucho, me encar­ga que le transmita sus saludos.»

El nombre de este amigo de Machen, que tan pocas amistades tenía, nos llamó en seguida la atención. Wai­te fue uno de los mejores historiadores de la alquimia y un especialista de la orden de los Rosacruz.

Habíamos llegado a este punto de nuestras investi­gaciones, que nos ilustran sobre las curiosidades inte­lectuales de Machen, cuando un amigo nuestro nos proporcionó una serie de datos nuevos sobre la exis­tencia, en Inglaterra y a finales del siglo XIX y principios del xx, de una sociedad secreta y de iniciación, inspira­da en la Rosacruz.1

Esta sociedad se llamaba Golden Dawn y la com­ponían algunos de los espíritus más brillantes de Ingla­terra. Arthur Machen fue uno de sus adeptos.

La Golden Dawn, fundada en 1887, procedía de la Sociedad de la Rosacruz inglesa, creada veinte años an­tes por Robert Wentworth Little y cuyos miembros eran reclutados entre los maestros masones. Esta últi­ma sociedad estaba constituida por ciento noventa y cuatro miembros, uno de los cuales era Bulwer Lytton, autor de Los últimos días de Pompeya.

La Golden Dawn, todavía más reducida, tenía por objeto la práctica de la magia ceremonial y la obtención de poderes y conocimientos secretos. Sus jefes eran Woodman, Mathers y Wynn Westcott (el «iniciado» de que hablaba Machen a Toulet en su carta de 1900). Estaba en relación con sociedades alemanas similares, de las cuales encontraremos más adelante algunos miembros en el famoso movimiento antropósofo de Rudolph Steiner, y después en otros movimientos in­fluyentes del período prenazi. Después tuvo por jefe a Aleister Crowley, hombre absolutamente extraordina­rio y uno de los más grandes ingenios del neopaganismo, cuyas huellas encontraremos en Alemania. Des­pués de la muerte de Woodman y de la retirada de Westcott, S. L. Mathers fue el gran maestro de la Golden Dawn, que dirigió algún tiempo desde París, don­de acababa de casarse con la hija de Henri Bergson.

1. Después publicó estas revelaciones en los números 2 y 3 de la revista La Tour Saint Jacques, en 1956, bajo el nombre de Fierre Victor, «La orden hermética de la Golden Dawn.»

Mathers fue sustituido en la jefatura de la Golden Dawn por el poeta Yeats, que debía recibir más tarde el Premio Nobel.

Yeats tomó el nombre de Frére Démon est Deas Inversus. Presidía las sesiones vistiendo kilt escocés y lle­vando un antifaz negro y un puñal de oro al cinto.

Arthur Machen había tomado el nombre de Film Aquarti. Una mujer estuvo afiliada a la Golden Dawn: Florence Farr, directora teatral y amiga íntima de Bernard Shaw. También pertenecieron a ella los escritores Blackwood, Stoker, autor de Drácula, y Sax Rohmer, así como Peck, astrónomo real de Escocia, el célebre ingeniero Alian Bennett y Sir Gerald Kelly, presidente de la Royal Academy. Al parecer, estos espíritus de ca­lidad recibieron una huella imborrable de la Golden Dawn. Según ellos mismos confiesan, su visión del mundo sufrió una transformación, y las prácticas a las cuales se entregaban no dejaron de parecerles eficaces para su sublimación.

Ciertos textos de Arthur Machen resucitan un sa­ber olvidado por la mayoría de los hombres y que, no obstante, es indispensable para una exacta compren­sión del mundo. Incluso para el lector menos avisado, aletea entre las páginas de este escritor una verdad in­quietante.

Cuando decidimos daros a leer algunas páginas de Machen, nada sabíamos aún de la Golden Dawn. Guar­dando las debidas distancias, y modestia aparte, nos ha ocurrido aquí lo que suele pasarles a los grandes mala­baristas, que se distinguen de otros que les igualan en destreza, en que, en el transcurso de sus mejores ejerci­cios, los objetos se ponen a vivir una vida propia, se le escapan y realizan proezas imprevistas. Nos hemos visto rebasados por lo mágico. Habíamos pedido a un tex­to de Machen, que nos había chocado, una iluminación general de ciertos aspectos del nazismo que nos pare­cen más significativos que todo lo referido por la histo­ria oficial. Se advertirá que una lógica implacable sos­tiene nuestro sistema aparentemente absurdo. En cierta manera, no es sorprendente que aquella iluminación general nos venga del miembro de una sociedad secreta fuertemente impregnada de neopaganismo.

Ved el texto. Es la introducción de una novela titu­lada The White People. Esta novela, escrita después de The Great God Pan, figura en una colección publicada después de la muerte de Machen: Tales of Horror and the Supernatural (Richards1 Press, Londres).

Regresar