8. Vivir en Gaia


Algunos de vosotros os habréis preguntado cómo es posible avanzar tanto en un libro que trata de las relaciones entre los seres vivos haciendo tan sólo una breve mención de la ecología.

 

El Concise Oxford Dictionary define ecología como sigue:

"Rama de la biología que se ocupa de las relaciones recíprocas entre los organismos y entre éstos y su entorno; (humana), estudio de la interacción de las personas con su entorno".

Uno de los propósitos de este capítulo es considerar Gaia a la luz de la ecología humana. Hagamos antes una breve recensión de los últimos avances en este campo.

Entre los muchos especialistas en ecología humana distinguidos que ha dado nuestra época, hay dos que representan con máxima nitidez las opciones por las que podría inclinarse la humanidad en sus relaciones con el resto de la biosfera.

 

Rene Dubos ha expresado vigorosamente su visión del hombre como administrador de la vida en la Tierra, en simbiosis con ésta: algo así como el gran jardinero del mundo. Es una visión esperanzada, optimista y liberal. A ella se opone frontalmente la de Garret Hardin, para quien el hombre protagoniza un esperpento trágico que puede concluir no sólo con su propia destrucción, sino también con la de todo el planeta. Señala que nuestra única vía de escape es renunciar a la mayor parte de nuestra tecnología, especialmente a la energía nuclear, pero parece dudar que tengamos facultad de elección.

Estos dos puntos de vista engloban casi toda la discusión actual que los ecologistas humanos mantienen sobre la condición de la humanidad. Existen, ciertamente, los muchos grupúsculos marginales —en casi todos los casos de tendencias anarcoides— que precipitarían gustosos el colapso desmantelando y destruyendo toda la tecnología.

 

No está claro si sus motivaciones son primariamente misantrópicas o ludditas *, pero sean cuales sean, parecen más interesados en las acciones destructivas que en el pensamiento constructivo.

 

* Nombre dado a las bandas organizadas de obreros ingleses que a principios del XIX, se resistieron violentamente a la implantación de la maquinaria textil que los desplazaba (N. del T.).

Quizá ahora empiece a estar claro por qué no hemos discutido previamente a Gaia dentro del contexto de cualquier rama de la ecología. Fuera lo que fuera esta ciencia originalmente, hoy, en la mente pública, se confunde casi del todo con la ecología humana. La hipótesis de Gaia, por otro lado, partió de observaciones realizadas en la atmósfera, de datos sobre características inorgánicas.

 

Allí donde de vida de trata, lo verdaderamente fundamental son los microorganismos, comúnmente colocados en el escalón más bajo. La especie humana es, desde luego, uno de los hitos claves de Gaia, pero somos una aparición tan tardía que no parecía excesivamente apropiado dar comienzo a nuestra exposición discutiendo nuestras relaciones en ella. La ecología contemporánea podrá estar profundamente inserta en los asuntos humanos, pero este libro trata del conjunto de la vida terrestre dentro del marco, más general y antiguo, de la geología.

 

Ha llegado el momento, sin embargo, de enfrentarnos al espinoso problema: ¿Cómo hemos de vivir en el seno de Gaia? ¿Qué diferencias supone su presencia para nuestras relaciones recíprocas y con el mundo?

Sugiero empezar examinando más detalladamente la filosofía de Garrett Hardin.

 

En honor a él ha de subrayarse que su forma de pesimismo no implica necesariamente fatalismos; se trata, utilizando su recién acuñado término, de un "peorismo", que significa la aceptación estoica de la apócrifa ley de Murphy: "Si algo puede fallar, fallará". Implica un programa de futuro basado en la asunción crítica de esta ley y del hecho de vivir en un universo sumamente desconsiderado.

 

La clave para entender la visión hardiniana de la vida y una gran parte del pensamiento ecológico actual podría ser su paráfrasis de las tres leyes de la termodinámica:

"No podemos ganar".
"Estamos seguros de perder".
"No podemos salimos del juego".

Este conjunto de leyes, según Hardin, más que "peorista" es trágico, habida cuenta que la esencia misma de la tragedia es la imposibilidad de escapar, y de las leyes de la termodinámica lo es: ellas rigen todo nuestro universo, y no conocemos otro.

En un contexto así sería demasiado fácil aceptar como inevitable el uso del armamento nuclear y de otros productos tecnológicos letales en el transcurso de batallas —absurdas y, éstas sí, verdaderamente trágicas— entre grupos tribales justificadas rimbombantemente en aras de la justicia, la liberación de los pueblos o la soberanía nacional, grandes conceptos tras de los cuales se esconden las auténticas motivaciones: la codicia, el poder, la envidia.

 

Habida cuenta de que este tipo de actitud es, por desgracia, demasiado humana y está ampliamente extendida, es fácil comprender la violencia del movimiento de protesta contra la propuesta expansión de las centrales nucleares y la desconfianza de los ecologistas cuando se les dice que los fines de las centrales son exclusivamente pacíficos.

Gran parte de este libro se escribió en Irlanda, donde la guerra tribal no ha cesado nunca del todo. Y sin embargo, paradójicamente, las profecías de Hardin tienen mucha mayor entidad en la atmósfera, relajada e informal, de la vida rural irlandesa que en las muy estructuradas y organizadas sociedades urbanas. Ya afirma el dicho que cuanto más lejos de la batalla, mayor es el fervor patriótico.

Volvamos a las leyes de la termodinámica.

 

Verdad es que, a primera vista, parecen la inscripción encontrada por el Dante a las puertas del infierno; en realidad, sin embargo, aunque duras e inexorables (como los impuestos: no puede escaparse a ellas sin sufrir sanción) es posible, con la debida reflexión, suavizarlas. La segunda ley establece inequívocamente que la entropía de un sistema cerrado aumentará. Como todos nosotros somos sistemas cerrados, ello significa que todos nosotros estamos condenados a morir.

 

Se ignora, sin embargo, muy a menudo —o se olvida deliberadamente—, que la incesante desaparición de los seres vivos, especie humana incluida, es el complemento esencial de la incesante renovación de la vida. La sentencia de muerte contenida en la segunda ley se aplica únicamente a seres vivos, a sistemas cerrados, y podría reformarse diciendo que la mortalidad es el precio de la identidad.

 

La familia vive más tiempo que sus miembros, la tribu más aún y el homo sapiens como especie ha existido durante varios millones de años. Gaia, la suma de la biota y de las partes del entorno situadas bajo su influencia, tiene probablemente una edad de unos tres eones y medio, lo que es una forma muy notable —aunque legítima— de sortear la segunda ley.

 

Al final, la temperatura del Sol aumentará al punto de imposibilitar cualquier vestigio de vida en la Tierra, pero antes de que ello ocurra habrán pasado varios eones más. En comparación con la vida de nuestra especie —para no decir nada de un ser humano individual—, este lapso de tiempo no es ningún trágico paréntesis, sino un período lo suficientemente prolongado como para ofrecer casi infinitas oportunidades a la vida terrestre.

 

Quienquiera que estableciera las reglas de este universo no tuvo tiempo para los que gritan ¡trampa! Los premios son sólo para los fuertes y los resueltos, para quienes poseen el talento de aprovechar cualquier oportunidad que se les presente.

Carece de sentido culpar al universo y a sus leyes de los defectos de la condición humana. Si es ofensivo para el sentido moral haber nacido en una especie de casino cósmico de reglas inflexibles y sin oportunidad de escapar, piénsese por el contrario lo maravilloso de haber sobrevivido como especie y tener además la posibilidad de planear la estrategia futura.

 

Considera las posibilidades en contra, hace tres eones y medio: habrían sembrado dudas hasta en la mente del doctor Pangloss, ese superoptimista tan firmemente convencido de que habíamos nacido en el mejor de todos los mundos posibles. Es cierto, la segunda ley dice que no puedes ganar, que estás destinado a morir, pero la letra pequeña dice también que, mientras tu turno transcurre, puede suceder prácticamente cualquier cosa.

 

Aunque el pensamiento de Hardin pueda conmover profundamente —como es mi caso— y uno quizá se sienta atraído por sus palabras y por la arrobadora belleza de la imaginería frecuentemente utilizada, no hemos de olvidar que su ámbito es el de la ecología humana, no el de toda la biosfera.

En ciencia, especialmente en biología, es habitual la exploración microscópica y microscópica simultánea. La biología molecular, por ejemplo, derivada de aplicar el análisis químico a problemas biológicos, gracias a lo cual se produjo el descubrimiento del ADN y de su función como vehículo de información genética en todas las formas de vida, se ha desarrollado independientemente de la fisiología, que se ocupa del animal en conjunto, de cómo funciona en cuanto sistema viviente integrado.

 

De parecida manera, la diferencia entre el concepto gaiano y el concepto ecológico de nuestro planeta deriva en parte de la historia de cada uno. El punto de partida de la hipótesis Gaia fue la contemplación de la Tierra desde el espacio, perspectiva que significó una visión del conjunto de la Tierra, no de sus detalles. La ecología está enraizada en la historia natural, en el estudio detallado de habitáis y ecosistemas, ignorando el cuadro de conjunto. En una, el bosque no deja ver los árboles y en la otra los árboles no dejan ver el bosque.

 

Asumiendo la existencia de Gaia podemos hacer otras suposiciones que arrojan nueva luz sobre nuestro lugar en el mundo, por ejemplo: en un mundo donde Gaia existe, nuestra especie y su tecnología son parte, simple e inevitablemente, del escenario natural. Nuestras relaciones con la tecnología liberan, sin embargo, cantidades de energía siempre crecientes y nos ofrecen una capacidad también siempre mayor de analizar y procesar información. La cibernética nos enseña que quizá logremos salvar los escollos de esta época turbulenta si nuestra pericia en el manejo de información se desarrolla más deprisa que nuestra capacidad de producir energía.

 

Si, dicho de otra forma, somos siempre capaces de controlar el genio extraído de la lámpara. El aumento de la energía llegada a un sistema puede mejorar el bucle de ganancia ayudando por tanto a mantener la estabilidad, pero si la respuesta es demasiado lenta, el incremento energético podría ser el origen de una serie de desastres cibernéticos. Imagínate un mundo provisto del arsenal nuclear del nuestro pero carente de todo medio de telecomunicación. Un factor esencial de nuestras relaciones —recíprocas y con el resto del mundo— es nuestra capacidad de responder adecuadamente en el momento oportuno.

Dando pues por supuesta su existencia, consideremos tres características principales de Gaia que podrían modificar substancialmente nuestra relación con el resto de la biosfera:

  1. La propiedad más importante de Gaia es su tendencia a optimizar las condiciones de la totalidad de la vida terrestre. Suponiendo que no hayamos interferido seriamente en ella, tal capacidad optimizadora habría de tener idéntica importancia a la que tuvo antes de la aparición del hombre en escena.

     

  2. En Gaia hay órganos vitales, emplazados en su parte central y órganos prescindibles o redundantes, situados principalmente en la periferia. Lo que hagamos a nuestro planeta dependerá grandemente del lugar donde se lo hagamos.

     

  3. Las respuestas que en Gaia desencadenan los cambios a peor se producen según las reglas de la cibernética, donde la constante temporal y el bucle de ganancia son factores importantes. La constante temporal de la regulación de oxígeno, por ejemplo, se mide en milenios y resulta evidente que cuando procesos tan lentos cobran tintes indeseables, las indicaciones de que ello es así son sumamente débiles. Cuando los síntomas de que algo falla aparecen y se pone remedio, la inercia hará empeorar aún más las cosas antes de que se produzca la mejoría, igualmente lenta.

En cuanto a la primera de estas características, hemos supuesto que el mundo gaiano se desarrolla mediante selección natural darwiniana, siendo su meta el mantenimiento de unas condiciones óptimas para la vida en todas las circunstancias, incluyendo las variaciones en la producción calorífica del Sol y en las del propio interior del planeta. Hemos supuesto además que, desde su aparición, la especie humana ha formado, como las demás especies, parte de Gaia, y que como ellas ha tomado parte inconscientemente en el proceso de homeostasis planetaria.

Durante los últimos siglos, sin embargo, nuestra especie, junto con sus cosechas y su ganado, ha crecido al punto de convertirse en parte substancial de la biomasa total, mientras la proporción de energía, información y materias primas utilizada ha crecido a ritmo incluso más rápido debido al efecto magnificador a la tecnología.

 

Parece por tanto importante preguntar, en el contexto de Gaia, cuál ha sido el efecto de todos estos acontecimientos y si el hombre tecnológico es aún parte de Gaia o es ajeno a ella en una o en varias formas.

Agradezco a mi colega Lynn Margulis haber esclarecido estas difíciles cuestiones señalando:

"Toda especie modifica su entorno en mayor o menor medida para optimizar su tasa de producción. Gaia no es excepción a esta norma, al ser el resultado de la suma de todas estas modificaciones individuales y porque en lo tocante a producción de gases, nutrientes y remoción de excretas, todas las especies están conectadas entre sí".

En otras palabras, que nos guste o no y con independencia de lo que podamos hacer al sistema total, continuaremos incluidos (aunque ignorándolo) en el proceso regulador de Gaia. Como no somos todavía una especie completamente social, nuestra participación se producirá tanto a nivel comunitario como personal.

Si esperar que las acciones de los individuos o las comunidades puedan poner coto al despojo de la Tierra o tener influencia sobre problemas tan serios como el crecimiento demográfico parece descabellado, piénsese en lo sucedido durante los últimos veinte años, en los que hemos empezado a ser conscientes de la existencia de problemas ecológicos a escala global. En tan corto período la mayoría de los países han aprobado nuevas leyes y normativas que limitan la libertad de los empresarios y de la industria, en interés de la ecología y del entorno.

 

La realimentación negativa ha tenido la importancia suficiente como para afectar seriamente al crecimiento económico. Muy pocos —de haber alguno— de los adivinos y lumbreras que dejaron oír sus voces durante los primeros sesenta predijeron que pocos años más tarde el movimiento ecológico sería uno de los factores limitativos de la expansión económica y sin embargo lo es, bien directamente, exigiendo a la industria que invierta parte de sus beneficios en la instalación de sistemas para depurar los desechos producidos (por ejemplo), o bien indirectamente, al destinar recursos de investigación y desarrollo (originalmente dedicados a la introducción de nuevos productos) a los esfuerzos que la resolución de problemas ambientales exige.

 

Las causas ecológicas no son siempre tan válidas como, por ejemplo, la protesta contra el abuso de pesticidas, práctica nefasta que convierte un instrumento útil y eficaz para controlar las plagas en una agresión indiscriminada a la biosfera. Ciertos ecologistas denunciaron errores de diseño en el oleoducto de Alaska, destinado al transporte de petróleo a los Estados Unidos.

 

Sus objeciones eran sensatas, pero la campaña, farisaica y desmedida, organizada por otros, retrasó tan eficazmente su construcción que la escasez de energía de 1974 fue en gran parte provocada por ella y no, como habitualmente se afirma, resultado del incremento de precio decretado por otras naciones productoras de crudos.

 

El costo de este retraso se ha estimado en unos 30.000 millones de dólares. La explotación de la ecología humana con fines políticos puede terminar por convertirse en nihilismo, en lugar de ser un impulso reconciliador entre la humanidad y la naturaleza.

Con respecto a la segunda característica, hemos de preguntarnos qué regiones de la Tierra son vitales para el bienestar de Gaia y sin cuales podría pasarse, asunto sobre el que ya disponemos de información útil. Sabemos que las regiones del globo no comprendidas entre los 45° norte y los 45" sur están sujetas a glaciaciones, durante las cuales grandes extensiones de nieve o de hielo esterilizan totalmente el suelo haciéndolo confundirse en algunos sitios con el mismo lecho de roca.

 

Aunque la mayoría de nuestros centros industriales se hallan en las regiones septentrionales templadas sometidas a glaciaciones, ninguno de los efectos de la actividad industrial en estas regiones puede compararse con la devastación natural causada por el hielo. Parece, por lo tanto, que Gaia puede tolerar la pérdida de estas partes de su territorio, el 30 por ciento aproximadamente de la superficie terrestre (sus pérdidas actuales son inferiores, dado que entre glaciación y glaciación quedan las zonas de hielo y permafrost).

 

En el pasado, sin embargo, las fértiles regiones tropicales no habían sufrido la acción humana, pudiendo compensar, por tanto, las pérdidas sufridas durante las glaciaciones. ¿Podemos estar seguros de que la Tierra resistirá otra Edad de Hielo habiendo sido despojada de las selvas de sus regiones centrales, lo que bien puede haber sucedido dentro de algunos decenios más?

 

Es demasiado fácil pensar que los problemas ambientales (de contaminación, por ejemplo) se dan exclusivamente en las naciones industriales. Muy oportuna fue la contribución de una autoridad como Bert Bolín, que estableció en qué medida y con qué rapidez se está llevando a cabo la destrucción de las selvas tropicales, y determinó algunas de las posibles consecuencias de su pérdida. Incluso si la especie humana sobreviviera, podemos estar bien seguros de que la destrucción de los intrincados ecosistemas de las selvas tropicales supondría una gran pérdida de oportunidades para todas las criaturas de la Tierra.

No cabe duda de que la selección natural se encargará de decidir oportunamente lo que es más apto para sobre vivir: una población humana máxima viviendo en el límite mismo de la subsistencia y enmarcada en un semidesierto planetario —última etapa del estado-beneficencia— o un sistema social menos costoso y de menor número de personas.

 

Podría argüirse que un mundo cuya población se cuente por decenas de miles de millones no es sólo posible sino tolerable, mediante el continuo desarrollo de la tecnología: pues bien, el grado de regimentación, autodisciplina o sacrificio de la libertad personal que por necesidad habría que imponer a cada uno de los miembros de un mundo tan atestado lo harían inaceptable según muchos de nuestros criterios actuales.

 

Hemos de tener presente, sin embargo, que tanto las condiciones chinas como las británicas son indicativas de que las altas densidades de población no hacen necesariamente imposible o desagradable la vida. El conocimiento y la comprensión plenos de los límites territoriales de Gaia desempeñarían un papel esencial en nuestro éxito como especie; sería imprescindible mantener escrupulosamente la integridad de las regiones clave en la regulación de la salud planetaria.

Con suerte, quizá descubramos que los órganos vitales del cuerpo de Gaia no están en las superficies terrestres sino en los estuarios, los pantanos y en los fangos de las plataformas continentales. Es aquí donde el ritmo de enterramiento de carbono se ajusta automáticamente al oxígeno disponible y donde son devueltos a la atmósfera elementos esenciales. Hasta saber bastante más sobre la Tierra y sobre el papel de estas regiones, haríamos mucho mejor en considerarlas terrenos no explotables.

Son posibles, obviamente, otras áreas claves inesperadas. No sabemos, por ejemplo, cuál es la cuantía del metano que los microorganismos anaerobios envían a la atmósfera. Como se indicó en el capítulo 5, la producción de metano puede ser relevante en el control del oxígeno, pero algunas de estas comunidades anaerobias no viven en los lechos marinos sino en nuestro intestino y en el de otros animales.

 

Hutchinson, en su estudio sobre la bioquímica de la atmósfera, pionero de la especialidad, sugería esta fuente como origen de casi todo el metano atmosférico. No es imposible que en el metano y demás gases intestinales radique el factor decisivo. El vuelo de los cuescos, podría uno pensar, pero es un buen ejemplo para ilustrar cuan escasos son todavía nuestros conocimientos.

Nos recuerda igualmente que, independientemente de nuestras preferencias, las funciones realizadas en el sistema vivo de Gaia son en ocasiones bien humildes.

El examen detallado de los ciclos reguladores de la concentración atmosférica de oxígeno ilustrada en el capítulo 5 pone de manifiesto una red de intrincadas conexiones, tan compleja que desafía el análisis completo. Esto nos trae al tercer problema de Gaia, a saber: es un organismo cibernético. Las muchas posibilidades por las que puede discurrir la regulación suelen ir asociadas a diferentes constantes de tiempo y a distintas capacidades funcionales o, como diría el ingeniero, bucles de ganancia variables.

 

Cuanto mayor sea la parte de la biomasa terrestre ocupada por la humanidad, las cosechas y los rebaños del hombre, más nos afecta la transferencia de energía, solar y de otra clase, en el sistema. Con la realización de esta transferencia energética crece nuestra responsabilidad en el mantenimiento de la homeostasis planetaria, seamos conscientes del hecho o no.

 

Cada vez que alteramos significativamente alguna parte de un proceso regulador o introducimos en él una nueva fuente de energía o información, acrecentamos la probabilidad de que una de estas modificaciones debilite la estabilidad de todo el sistema al reducir el número de respuestas posibles.

En cualquier sistema funcionante cuya meta sea la homeostasis, las desviaciones del óptimo general causadas por cambios en los flujos energéticos en los tiempos de respuesta tienden a corregirse buscando un nuevo óptimo que incorpore los cambios; resulta imposible que un sistema tan experimentado como Gaia sea fácilmente perturbable. Tendremos, no obstante, que andarnos con mucho cuidado para evitar desastres cibernéticos tales como la realimentación positiva en cascada o la oscilación sostenida.

 

Si, por ejemplo, los métodos de control climatológico descritos fueran gravemente alterados, la consecuencia podría ser el sofocón de una fiebre planetaria o los estremecimientos de una glaciación; la tercera posibilidad, la oscilación sostenida, incorpora a los dos desagradables estados acabados de mencionar: pasaríamos sucesivamente de uno a otro.


Esto podría suceder si, llegados a una intolerable densidad de población, la actividad humana hubiera deteriorado de forma incapacitante los poderes de Gaia. El hombre se encontraría entonces ocupando el poco envidiable cargo (a desempeñar además hasta el fin de sus días) de ingeniero de reparaciones planetario. Gaia habría retrocedido a los fangos dejando para nosotros la tarea, complejísima e inacabable, de mantener en buen funcionamiento todos los ciclos del planeta.

 

Seríamos finalmente los pasajeros de ese extraño artilugio, la "nave espacial Tierra"; lo que, domesticado y atendido, quedara de la biosfera sería verdaderamente nuestro "equipo de supervivencia". Nadie sabe todavía cual es el número óptimo en la especie humana: el equipo analítico requerido para contestar a esta pregunta debe aún desarrollarse.

 

Suponiendo el actual consumo de energía per capita, podría decirse que, por debajo de los 10.000 millones, seguiríamos estando en el mundo de Gaia, pero más allá de esa cifra, especialmente si el consumo de energía aumenta, nos aguarda o la esclavitud permanente en el casco-cárcel de la nave espacial Tierra o la megamuerte, de modo que quienes sobrevivan puedan intentar la resurrección de Gaia.

Lo que de especial tiene el hombre no es el tamaño de su cerebro, equivalente al de un delfín, ni su incompleto desarrollo como animal social, ni siquiera la facultad del habla o la capacidad de utilizar herramientas. El hombre es especial porque de la combinación de todas estas cosas ha surgido una entidad enteramente nueva.

 

Cuando estuvo organizado socialmente y logró proporcionarse una tecnología (aunque fuera tan rudimentaria como la que poseía un grupo tribal de la Edad de Piedra) el hombre empezó a utilizar un talento totalmente nuevo: el de obtener, conservar y elaborar información, empleada después para manipular el entorno de modo deliberado y previsor.

Cuando los primates, siguiendo las etapas evolutivas de las hormigas, constituyeron por vez primera una colonia inteligente, su potencial para modificar la faz misma de la Tierra fue algo tan revolucionario como la aparición, eones antes, de los primeros organismos fotosintetizadores que producían oxígeno. Desde sus mismos comienzos, esta nueva organización tuvo la capacidad de modificar el entorno a escala planetaria.

 

Hay pruebas fehacientes, por ejemplo, de que cuando la joven humanidad, cruzando el estrecho de Bering, llegó a Norteamérica, su presencia significó el exterminio de diferentes especies animales, grandes mamíferos sobre todo, a escala continental y en muy pocos años. Las artes cinegéticas de la época, crueles y perezosas, no eran excesivamente refinadas: la tribu obtenía sus piezas incendiando una línea de bosque y aguardando la aparición de los animales en un lugar conveniente.

 

Empujados por el fuego, iban a clavarse en los utensilios punzantes de los cazadores.

 

Se trataba simplemente de recurrir a una nueva tecnología usándola de modo ecológicamente desastroso (y sin embargo, como Eugene Odum nos recuerda, el empleo de este método produjo el desarrollo de los ecosistemas de las grandes planicies herbosas).

Si hacemos un rápido examen de la historia de la humanidad en tanto que especie colectiva, dirigiendo nuestra atención particularmente a sus relaciones con el entorno planetario, aparecen ante nuestros ojos una serie de repeticiones. Hay períodos de rápido desarrollo tecnológico que concluyen en lo que parece ser una catástrofe medioambiental.

 

Les siguen largos intervalos de estabilidad y coexistencia transcurridos en ecosistemas nuevos, modificados. El método de caza mediante incendio que acabamos de describir produjo la destrucción de los ecosistemas selváticos, pero fue también causa de un período de coexistencia y de la aparición de ecosistemas del tipo de la sabana. Hay un ejemplo más cercano —señala Dubos— en las Actas de Cercamiento inglesas, leyes denegatorias del libre acceso a las tierras comunales; a ellas, consideradas en la época de su promulgación como un desastre ambiental, debe el paisaje británico su aspecto característico y su gran riqueza en un habitat determinado, el seto vivo.

 

Se lamenta hoy mucho la desaparición de los setos a causa de la conversión de la agricultura en el "agronegocio", pero como pregunta adecuadamente Dubos, ¿no volverá a llorarse la pérdida del nuevo ecosistema cuando de paso a su vez, a algún futuro avance tecnológico? Esta progresión podría ser definida como la "ley del abuelo", que establece la superior bondad de las cosas de los viejos tiempos.

Es inevitable que los acontecimientos de la evolución causen malestar en el orden establecido, y ello sucede en todos los órdenes de lo vivo. En el más bajo, el de los virus, uno causante tan sólo de molestias puede convertirse en letal por obra de una mutación, como sucedió con una cepa de virus gripal en 1918, cuando una pandemia de "gripe española" causó un número de muertes superior al de la totalidad de las bajas acaecidas en la Primera Guerra Mundial. Otro ejemplo fue la nueva organización de la hormiga roja, tan eficaz que gracias a ella pudo invadir y colonizar el continente norteamericano.

 

Cualquiera que haya tenido la desgracia de causar algún tipo de molestias a las ocupantes de un nido sabe el dolorosísimo tratamiento reservado para los invasores.

Nuestro continuo desarrollo en tanto que animales sociales inteligentes ligados a la tecnología por unos lazos de dependencia cada vez más estrechos ha perturbado inevitablemente el resto de la biosfera y seguirá haciéndolo así. El hombre podrá tener una tasa de mutación muy baja, pero el ritmo al que cambia esa asociación colectiva denominada humanidad se acelera continuamente.

 

Richard Dawkins ha señalado que, en este contexto, todos los avances tecnológicos grandes o pequeños pueden considerarse análogos a mutaciones.

El notable éxito de nuestra especie deriva de su facultad de reunir, comparar y determinar, las respuestas a las preguntas medioambientales, acumulando de este modo lo que en ocasiones se denomina conocimiento tribal o convencional. Originalmente transmitido boca a boca de una generación a la siguiente, se ha convertido hoy en una asombrosa cantidad de información almacenada.

 

Un pequeño grupo tribal no separado todavía de su habitat natural vive una interacción intensa con el entorno y cuando se producen enfrentamientos entre la sabiduría convencional y la optimización gaíana, la discrepancia se percibe rápidamente y se corrige al punto. Quizá por esta razón las vidas de grupos como los esquimales o los bosquimanos están, aparentemente, tan bien adaptadas, son las óptimas para los entornos de extremo rigor en los que se enmarcan. Es ya un tópico que cuando han entrado en contacto con los conocimientos de nuestras sociedades urbanas e industriales, más amplios y difusos, han salido generalmente perjudicados.

 

Muchos de nosotros hemos contemplado esas patéticas imágenes de esquimales "civilizados": sentados en cabañas prefabricadas, fuman cigarrillo tras cigarrillo, doliéndose del destino de sus hijos que, lejos de casa, aprenden a leer y escribir, en lugar de cómo vivir en el Ártico.

Al intensificarse el carácter urbano de las sociedades, el flujo de información que va de la biosfera al conglomerado de saberes denominado conocimiento urbano disminuyó, comparado con el que siguió impregnando el acervo cultural de las comunidades agrícolas o cazadoras. Al mismo tiempo, las complejas interacciones humanas propias de la ciudad producían nuevos problemas que no podían ser desatendidos; fueron resueltos y almacenadas las soluciones. No tardó mucho el saber urbano en consagrarse casi por completo a los problemas de las relaciones humanas, contrastando con los grupos tribales que aún reservan el lugar debido para las relaciones con el resto del mundo, animado e inanimado.

Siempre me ha parecido asombrosa la forma en que Descartes asimilaba los animales a las máquinas —dado que unos y otras carecían de alma—, mientras para el hombre, provisto de alma inmortal, quedaba la conciencia y el pensamiento racional. Siendo Descartes, como era, extremadamente inteligente, resulta increíble que fuera tan poco observador como para alegar que sólo el hombre sentía conscientemente el dolor y que la crueldad con un caballo o un gato no tenía importancia alguna, ya que su vivenciación del dolor no superaba la que pudiera tener cualquier objeto inanimado, una mesa por ejemplo.

 

Creyera o no en ella, esta detestable noción gozó de gran predicamento entre sus contemporáneos y sigue estando vigente desde la época del filósofo. Ilustra ejemplarmente hasta qué punto la sabiduría convencional de una sociedad urbana cerrada deviene alienada del mundo natural. Confiemos en que esta enajenación esté llegando a su fin y que los medios de comunicación (especialmente las magníficas series televisivas sobre historia natural y temas afines) ayuden a desterrarla del todo.

 

Nos hallamos actualmente en el centro de una explosión de las comunicaciones; en breve, cada pantalla de TV será una ventana abierta al mundo, aunque ya ha expandido e incrementado enormemente la cuantía, el ritmo y la variedad del flujo de información. Quizá estemos saliendo finalmente de unas aguas estancadas que brotan de la vida medieval.

Nos hemos explayado hasta aquí sobre lo que podría ir mal en el futuro, pero hay una forma más optimista de ver las cosas. La mayoría de los periódicos dan cabida en sus páginas a la publicidad de seguros de vida cuyas promesas de substanciosas cantidades entregadas en la ancianidad a cambio de una módica cuota mensual resultan atrayentes para muchos lectores de edad inferior a los cuarenta años. La actividad, aún pujante, de las compañías de seguros, es buena prueba de la fe que la mayoría de la gente tiene en el futuro.

 

Hermán Kahn, ese gran profeta de lo por venir, ve una América de 600 millones de habitantes en el próximo siglo, cuya densidad de población será, mayoritariamente, del orden de unas 2.000 personas por milla cuadrada, equivalente a la densidad actual de Westchester County. Cree —y lo justifica convincentemente— que esa población, además de vivir en un mundo mucho más desarrollado que éste tendrá a su disposición un suministro inagotable de todo cuanto es esencial para la vida.

 

Casi todos esos profesionales que reúnen información sobre los recursos mundiales y la estudian con la ayuda de poderosas herramientas, se muestran de acuerdo en que las tendencias expansivas de la demografía y la tecnología continuarán durante, por lo menos, treinta años más.

La mayoría de los gobiernos y muchas importantes multinacionales, o bien se aseguran los servicios de alguno de estos profetas o instalan sus propios gabinetes de predicción que, compuestos por expertos brillantes y equipados con el hardware más sofisticado, centralizan información de todo el mundo y la filtran utilizando los datos resultantes para construir hipótesis —o modelos, empleando el término hoy más usado— refinadas una y otra vez hasta que el futuro puede contemplarse con una claridad parece ser que comparable a la ofrecida por las pantallas de los primeros televisores.

 

Paralelamente a estos avances de la "futurología", aumenta a diario el número de científicos que realizan sus proyectos de investigación tomando como referencias modelos semejantes, llevan a cabo las medidas experimentales e introducen los resultados en un computador donde son comparados con las predicciones de una hipótesis. Si discrepan, se intentan localizar posibles errores o se descarta el modelo y se prueba con otro, intentando encontrar una concordancia más estrecha.

 

Cuando el científico que reúne los datos experimentales es también el constructor del modelo o encomienda esta tarea a un colega cercano, todo sale a las mil maravillas. La rapidez con la que el computador puede realizar la labor de cálculo de otro modo agotadora, potencia enormemente la combinación; pronto puede seleccionarse la hipótesis más adecuada para promover una teoría.

 

Desgraciadamente la mayoría de los científicos viven en las ciudades y tienen poco o ningún contacto con el mundo natural. Construyen sus modelos de la Tierra en universidades o en instituciones que disponen de todo el talento y el equipo necesario, pero tiende a faltar ese vital ingrediente, la información recogida de primera mano. En estas circunstancias es una tentación natural suponer que la información contenida en los libros y publicaciones científicas es adecuada, y que si no concuerda con el modelo será en los hechos donde esté el error. A partir de ahí es sencillísimo dar el paso fatal: seleccionar únicamente datos que se ajusten al modelo.

 

Pronto habremos construido una imagen no del mundo real, que podría ser Gaia, sino de esa obsesiva alucinación, Calatea, la hermosa estatua de Pigmalión.

Hablo de algo personalmente vivido cuando digo que somos muy pocos los científicos que elegimos el viaje o la expedición para llevar a cabo in situ la toma de datos sobre la atmósfera, el océano y sus interacciones con la biosfera, comparados con los que realizan sus trabajos de investigación sin moverse de universidades o instituciones radicadas en ciudades.

 

Es raro el contacto personal entre exploradores y quienes construyen el modelo; para transmitir la información se utiliza la fraseología, limitada y tersa, de los artículos científicos, donde no hay lugar para observaciones sutiles, calificadoras, que acompañen a los datos. No resulta en absoluto sorprendente que, con demasiada frecuencia, los modelos sean galateicos.

Si pretendemos vivir en armonía con el resto de Gaia, es preciso corregir cuanto antes este desequilibrio; necesitamos un flujo continuo de información precisa concerniente a cuantos más aspectos de nuestro mundo, mejor. La confección de modelos con datos atrasados e imprecisos es tan absurda como predecir el tiempo de mañana utilizando un computador gigante y los datos metereológicos de treinta días atrás.

Adrián Tuck, que trabaja con la British Metereological Office, acostumbra a señalarme cuan saludable es recordar que la más experimentada y profesional de todas las ciencias predictivas es la metereología. La predicción metereológica actual tiene a su servicio la red de recogida de datos más extensa y fiable, dispone de los computadores más poderosos del mundo y algunos de los miembros de nuestra sociedad dotados de mayor talento y capacidad trabajan para ella y, sin embargo, ¿qué grado de certeza tienen las previsiones a un mes vista, para no decir nada de las formuladas a plazos más largos?

Del mismo modo que quienes se someten a privación sensorial sufren alucinaciones, podría ser que quienes confeccionan los modelos, habitantes de ciudad, fueran propensos a construir pesadillas más que realidades. Nadie que haya experimentado la absorbente actividad que es la construcción de modelos de computador negará la tentación de utilizar los datos convenientes para continuar jugando a lo que bien podría ser el solitario definitivo.

Tal como están las cosas, nuestra ignorancia sobre las posibles consecuencias de nuestras acciones es tan grande que las predicciones útiles del futuro quedan prácticamente descartadas. La polarización política de nuestro mundo y la fragmentación de la sociedad en pequeñas entidades tribales miopes dificulta cada día más la exploración y la recogida científica de datos, lo que no contribuye precisamente a mejorar la situación.

 

Ninguno de los grandes viajes de exploración del siglo pasado, como las expediciones del Beagle o del Challenger, podrían llevarse hoy a término sin impedimentos o retrasos. Con razón o sin ella, las naciones en vías de desarrollo tienden a considerar los navíos de investigación como agentes de la explotación neocolonialista en busca de las riquezas minerales contenidas en sus plataformas continentales.

 

En 1976, los argentinos dieron un paso más en esta dirección al abrir fuego sobre el Shackleton que, en viaje de investigación, navegaba en las proximidades de las islas Falkland. De modo similar, resulta hoy difícil para un científico independiente entrar con equipo de observación atmosférica en muchos países tropicales. La investigación científica parece haber sido nacionalizada: o la lleva a cabo un ciudadano del país o no lo hace nadie.

 

Haya o no una justificación histórica o real para tales temores a ser explotados, lo cierto es su amplia generalización en la mitad tropical del mundo; en consecuencia, la investigación científica a escala global se hace progresivamente más difícil.

Aunque dudemos de la adecuación de los modelos que del mundo por venir están confeccionando los moradores de los "tanques de cerebros", hay algo que parece cierto sobre el futuro próximo: no podemos renunciar voluntariamente a la tecnología. Estamos tan inextricablemente ligados a la tecnosfera que intentar abandonarla sería algo tan falto de realismo como si el pasajero de un transatlántico saltara por la borda en medio del océano para, en gloriosa independencia, hacer a nado el resto de la travesía.

 

Muchos han sido los grupos que han tratado de escapar a la sociedad moderna y volver a la naturaleza. Casi todos han fracasado, y cuando se examinan los escasos éxitos parciales, siempre parece haber una fuerte dosis de apoyo por parte del resto de nosotros, caso análogo a ciertas situaciones comentadas en el capítulo 6, los entornos extremos —hablábamos de arroyos de agua hirviente o lagos salobres— que eran felizmente colonizados por microorganismos o, en ocasiones, por formas de vida más complejas.

 

Decíamos que si estos colonizadores sobrevivían era únicamente porque el resto de nosotros en Gaia les suministraba continuamente oxígeno, substancias nutritivas y demás elementos necesarios. De igual modo que la tolerancia hacia la excentricidad personal es rasgo distintivo de las civilizaciones prósperas, las excentricidades biológicas se dan tan sólo en un planeta floreciente.

 

(Esta es, a propósito, una razón más por la cual la búsqueda de las escasas formas de vida que habrían podido adaptarse a las rigurosas condiciones de Marte será probablemente en vano).

 

Una solución más prometedora a los problemas que nosotros mismos nos hemos creado es la ofrecida por el movimiento en pro de una tecnología apropiada o alternativa. Hay en él un honesto reconocimiento de nuestra dependencia de la tecnología, intentando simultáneamente seleccionar sólo aquéllas de sus manifestaciones cuyas exigencias en recursos naturales son razonables y modestas.

Nuestros intentos de dar solución a las escasez de recursos naturales parecen subestimar permanentemente las posibilidades de la prensa y de los sistemas de telecomunicación, no sólo por lo que respecta a su capacidad de influir en los acontecimientos presionando sobre las instituciones y grupos oportunos (tal como señalaba la muy usada expresión "el poder de la prensa"), sino también mediante su capacidad de mantener informado de lo que ocurre a casi todo el mundo la mayor parte del tiempo.

 

Ya hemos señalado que la rápida diseminación de la información sobre el medio ambiente ayuda a reducir la constante temporal de nuestra respuesta a los cambios adversos.

No hace demasiado tiempo parecía que la humanidad fuera el cáncer del planeta. Habíamos cortado, aparentemente, los bucles de realimentación de la peste y las hambrunas que regulaban nuestro número. Crecíamos sin restricciones a expensas del resto de la biosfera, mientras al mismo tiempo nuestra contaminación industrial y los agentes antibióticos químicos como el DDT envenenaba a las pocas criaturas que no habíamos arrancado de sus habitáis.

 

Cierto es que el peligro está por conjurar en algunos lugares, pero la población ha dejado de crecer indiscriminadamente en todos lados, la industria es mucho más consciente de sus repercusiones sobre el medio ambiente y sobre todo hay una toma de conciencia pública que se extiende por doquiera. Podemos aducir que el esparcir información concerniente a nuestros problemas está provocando el desarrollo de un nuevo proceso, si no de solución, si al menos de control. Hemos de felicitarnos por no necesitar ya de los brutales reguladores demográficos que son las epidemias y las hambrunas.

 

En muchos países, el control de la natalidad es una práctica espontánea cuyo origen es el deseo de una mayor calidad de vida, raramente posible cuando los hijos son muy numerosos. No debemos olvidar nunca, sin embargo, que esta fase puede ser provisional y que como C. G. Darwin nos advierte, la selección natural se oponga al control demográfico voluntario y lleve al homo philoprogenitus a la victoria: si así fuera, nuestro crecimiento numérico tendría lugar a un ritmo incluso más veloz que el primero.

La revolución de la tecnología de la información está llamada a provocar en el mundo del futuro cambios que actualmente nadie es capaz de concretar. En un significativo trabajo publicado por el Scientific American en 1970, Tribus y Mclrvine desarrollaban el tema "conocimiento es poder" de un modo verdaderamente exhaustivo.

 

Señalaban, entre otras muchas cosas, que una forma de interpretar la liberalidad del Sol era considerarla como el regalo continuo de 10" unidades de información por segundo, en lugar de expresarlo con los 5 x 107 megavatios/hora habituales. Hemos visto en páginas anteriores que nos hallamos cerca de los límites de lo que pueda hacerse con esta energía, pero si somos capaces de domesticar ese flujo de información los límites serán casi inexistentes. Con la ayuda del hardware desarrollado, nos embarcamos con placer creciente en las primeras explotaciones de ese rico mundo de información, el espacio idea.

 

¿Conduciría esto a otra perturbación medioambiental? ¿Significa la creciente entropía del lenguaje, su deterioro, que ha empezado ya la contaminación del espacio idea?

Hay un tiempo para cada cosa, hay un tiempo para cada intención bajo el cielo:

Un tiempo de nacer y un tiempo de morir, un tiempo de sembrar y un tiempo de cosechar lo sembrado.

Regreso para ver que, bajo el sol, no gana la carrera el veloz,

ni la batalla el fuerte, ni hay pan para el discreto, ni riquezas para los hombres de sabiduría,

ni favor para los diestros, sino que el tiempo y el azar se cuidaban de todos.

La belleza es verdad, la verdad belleza, eso es todo:

De la Tierra sabéis y nada os falta.

No existen recetas, no hay códigos para vivir en el seno de Gaia. Sólo las consecuencias de nuestros actos, cada cual de los suyos.

 

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