EPILOGO

No voy a cesar en mi lucha mental, ni mi espada dormirá en mi mano hasta que haya construido Jerusalén en la tierra verde y agradable de Inglaterra.
William Blake, Milton

En cartas y conversaciones la gente pregunta a menudo,

« ¿Cómo podemos vivir en armonía con Gaia?».

Estoy tentado de contestar,

«¿Por qué me lo preguntas? Todo lo que he hecho es contemplar la Tierra de manera diferente; esto no me cualifica para prescribir un modo de vida para ti».

Verdaderamente, después de veinte años de escribir y pensar acerca de Gaia, parece que no hay receta de cómo vivir con Gaia sólo consecuencias. Sabiendo que la pregunta de cómo vivir con Gaia, es seria y que semejante respuesta sería descortés al mismo tiempo que inútil, intentaré mostrar lo que vivir con Gaia significa para mí.

 

Quizás entonces el interrogador descubrirá algo que compartamos.

Mi vida, en tanto que científico ermitaño, sería adecuada para muy pocos. Mucha gente es gregaria y disfruta con una conversación animada en compañía humana en los bares, iglesias y partidos.

 

Vivir sólo con la naturaleza, incluso como unidad familiar, no está hecho para ellos. Por tanto, déjenme dar una vuelta alrededor del sitio en que vivimos, en el norte de Devon, y a medida que caminamos juntos intentaré explicar por qué prefiero la vida que llevo. Quizás entonces el lector encontrará su propio modo de vivir con Gaia.

Poco después de que Helen y yo viniésemos a vivir a Coombe Mill adoptamos un pavo y una pava reales. Cuando las aves de corral se pavoneaban seriamente y desplegaban sus colas de colores asombrosos producían una ilusión de grandeza que conectaba con los recuerdos de las casas solariegas. De hecho Coombe Mill es una pequeña casa de campo con paredes gruesas hechas de barro y paja y un techo de pizarra, un «adobe» inglés.

 

Para empezar teníamos 14 acres de tierra, ahora los hemos aumentado a 30 acres. Hay sitio para que vivan estos pájaros tan ruidosos entre nosotros ya que el vecino más próximo, se encuentra a un kilómetro de distancia. Por muy ruidosos que sean, a nosotros nos gusta su sonido de trompeta triunfante en tiempo de celo, cuando parecen anunciar la primavera.

 

Durante el resto del año su extenso vocabulario cambia desde un gentil sonido de cloqueo y ronroneo a gritos como los del rebuzno del asno. Luego está el ladrido agudo de su alarma, cuando, más frecuentemente de lo deseado, perros salvajes vagan en nuestro terreno. Helen, la jardinera cuidadosa y responsable de nuestro medio ambiente, les llama macetas móviles y ambos hemos disfrutado de su colorida compañía durante años. Sólo tienen una desventaja: su costumbre, por amistad o a la espera de alguna comida, de reunirse en el pavimento que se encuentra fuera de la puerta. Allí dejan sus excrementos malolientes. Acostumbraba a maldecirlos cuando los pisaba o tenía que limpiarlos.

 

Sin embargo, me di cuenta de que yo estaba equivocado y de que ellos tenían razón. Estos pájaros ecológicamente intencionados hacían lo posible para convertir el cemento muerto del camino en nuevo suelo vivo.

 

¿Qué otro mejor modo de digerir el cemento que mediante la aplicación diaria de nutrientes y bacterias provenientes de la eyección de sus deposiciones?

¿Por qué necesitamos 30 acres para vivir?

 

No somos granjeros, creo que la compra de una casa con un terreno tan grande fue una reacción a los cambios que ocurrieron en nuestro último pueblo, Bowerchalke, situado a 200 kilómetros al este. Durante los veinte años que vivimos allí vimos cómo un pueblo vivo era desposeído de sus agricultores y cómo se destruía su digno modo de vida rural. Fue una violación y pillaje amables, no nos barrieron ordas salvajes provenientes de las praderas.

 

La destrucción se produjo por una acumulación de millares de cambios ocurridos durante los años, hasta que el modelo entre lo que tenía que ser el campo y la realidad ya no coincidían. Para un visitante ocasional el pueblo hubiera parecido tan bonito como siempre, pero cada año que pasaba las granjas se metamorfoseaban en fábricas de negocios agrarios. Los campos que en verano eran la gloria de Wiltshire, coloreados con amapolas entre el grano, se convirtieron en un mar uniforme de cebada libre de malas hierbas.

 

Prados que antaño fueron jardines de flores salvajes fueron labrados y sembrados con un único tipo de hierba altamente productiva. Cuando nos mudamos estábamos decididos a encontrar un sitio donde no fuese probable que el medio ambiente cambiase otra vez de manera tan drástica. La mejor manera de conseguirlo parecía ser encontrar una casa con suficiente terreno alrededor para dejarnos controlar lo que ocurriría en él.

La primera vez que vi Bowerchalke fue en 1936, en un paseo en bicicleta a través del sur de Inglaterra durante unas vacaciones de verano del colegio. Entre todos los sitios entre Kent y Cornwall que visité ninguno me dejó una memoria más duradera de perfección, y decidí que allí estaría un día mi hogar. Planeé mi viaje con la idea fija de un general que va a la guerra. Como tal examiné mapas del ejército, en escala una pulgada por milla.

 

Estos mapas eran tan detallados que tenían marcado casi cada casa y árbol, y las líneas de contorno finamente dibujadas describían la extensión del terreno. Pasé la mayoría de las tardes de invierno imaginando los sitios que visitaría. En aquellos días había pocos coches y todavía menos gente que intentase viajar por los pequeños caminos que intentaba usar. Con la ayuda de los mapas del ejército señalé el camino a través de la red de carreteras tortuosas que se unían en vértices en los pueblos y aldeas. Cada condado tenía su estilo propio de arquitectura y su propio acento.

 

Mi viaje fue de unos 700 kilómetros y duró dos semanas. El estilo de vida de la Inglaterra de entonces hizo que este viaje se pareciese mucho más a una expedición que lo que ahora representa un viaje a Australia. No es que nos encontráramos minimizados, era el ritmo del viaje más lento y más humano el que agrandaba el mundo.

Como científico novel estaba interesado en cosas como las plantas silvestres, especialmente las venenosas como el beleño, el acónito y la mortal belladona. Una vez experimenté mascando una fracción de una hoja de una de ellas y aprendí qué fuerte era el malestar del envenenamiento por atropina. También estaba fascinado por los fósiles, y la zona costera de Dorset y Devon, donde se encuentran como piedras en la playa, era parte de mi itinerario. Fui guiado a Bowerchalke por los nombres extraños de los pueblos de Wilts-hire y de Dorset.

 

Tenía que ver a qué se parecían Plush, Folly y Piddletrenthide. Tuve que descubrir lo que era Sydling St. Nicholas y oír el sonoro son de Whitchurch Canonicorum. Para llegar a estos pueblos mi mapa mostraba que tenía que seguir el valle del Ebble, que guía hasta Bowerchalke en una pendiente suave que continúa hasta los prados elevados de Dorset.

 

El único lugar donde las líneas de nivel se apretaban y marcaban una colina empinada, se encontraba en el valle situado justo más allá de Bowerchalke: un camino ideal para viajar en bicicleta.

Todavía puedo recordar cuando pasé por el camino hacia Broadchalke, con los lechos de berros a mi izquierda, y di la vuelta a un ángulo para ver ante mí el pueblo pequeño y pintoresco de Bowerchalke, el escenario de un anfiteatro compuesto por colinas de verdes pendientes recubiertas de matas. Llegué allí alrededor de las cuatro en una tarde soleada de un domingo de julio.

 

Estaba sediento pero, inusualmente, no había indicadores fuera de las casas ofreciendo té. En aquellos días los paseantes y los ciclistas eran suficientemente abundantes como para resultar rentable que los habitantes dedicasen un rato a vender refrescos. Sin embargo esta región era tan remota, y los viajeros tan pocos, que estos esfuerzos hubieran generado un beneficio pequeño.

 

Pregunté a un hombre que caminaba por allí si había alguien que pudiese solucionar mi necesidad,

«Sí», dijo, «la señora Gulliver, que está en la casa blanca de allí a veces hace té»; y lo hizo.

Fue el recuerdo de la plácida tranquilidad de Bowerchalke, cuando el campo y la gente se fundían en un natural decoro, libre de cualquier pátina de ciudad, lo que hizo que permaneciese en mi mente y lo que me llevó allí otra vez veinte años después para edificar el hogar de mi familia.

El acto reciente de destrucción del campo inglés es un vandalismo casi sin parangón en la historia moderna. Hace una centuria Blake se dio cuenta de la amenaza de estos negros molinos satánicos, pero nunca supo que un día se extenderían hasta que toda Inglaterra fuera una fábrica de harina. La humanidad y la naturaleza han evolucionado conjuntamente para formar un sistema que mantiene una rica diversidad de especies, algo que inspiró a los poetas e incluso a Darwin, quien escribió sobre el misterio de esa amalgama enmarañada.

 

Era tan familiar, tan dado por supuesto, que nunca nos dimos cuenta de ello hasta que ha desaparecido. Si alguien propusiese construir una carretera nueva a través de la catedral de Salisbury la reacción sería inmediata. Sin embargo, los granjeros recibieron dinero del Ministerio de Agricultura para emular las llanuras, estos desiertos fabricados por el hombre en donde no crece otra cosa que el grano y no vive nada más que los granjeros y su ganado. La tromba anual de máquinas grandes y numerosas y el vertido generoso de pesticidas y herbicidas aseguraron que todo, excepto algunas especies de plantas e insectos resistentes, fuese eliminado.

 

Los granjeros al viejo estilo no lo pudieron digerir y dejaron la tierra a jóvenes agricultores graduados en la facultad, que trabajaban como ejecutivos para instituciones ciudadanas.

 

Un viejo granjero me dijo:

«No llevo una granja para ser un mecánico en una fábrica».

Pero todo ello era maravillosamente eficaz y pronto Inglaterra producía más alimento del que se podía comer.

La destrucción todavía continúa. Incluso aquí en Devon, los setos y los sotos siguen cayendo bajo las sierras eléctricas y las excavadoras. Rachel Carson acertó en su triste predicción de una primavera silenciosa, pero nos ha llegado no sólo por el envenenamiento por pesticidas, como ella imaginó, sino por el ataque en todos los frentes a los enemigos de los granjeros:

«malas hierbas, plagas y bichos».

Los pájaros necesitan un sitio para anidar y dónde mejor que en los setos, estos maravillosos bosques alineados que antaño dividían nuestros campos. El gobierno, con la ayuda de funcionarios negligentes, ha pagado subsidios generosos a los granjeros para arrancar los setos, hasta que la vida silvestre ha sido destruida; esto es tan efectivo como si el terreno hubiera sido rociado con pesticidas.

 

Los ecologistas, que deberían de haber visto lo que estaba pasando y protestar antes de que fuese demasiado tarde, estaban demasiado ocupados luchando en batallas urbanas, o haciendo manifestaciones fuera de las plantas de energía nuclear. Su batalla, aunque reivindicasen otra cosa... era mucho más contra la autoridad, representada por el monolítico comité directivo de la energía eléctrica. Denunciaron los aerosoles venenosos porque eran productos de las odiadas industrias químicas multinacionales.

 

Sin embargo, fueron muy pocos los amigos de la Tierra que protestaron por las granjas de negocio agrícola, o se dieron cuenta de la labor del ejército mecanizado de excavadoras y taladoras trabajando para que el paisaje fuera estéril, sólo útil para la siembra, de grano del año siguiente. No hay excusa para su descuido.

 

Marion Shoard, en su libro emotivo y bien editado, The Thief of the Countryside [El robo del campo], dijo todo esto que he dicho y mucho más.

Para los que ven el mundo en términos de un conflicto entre sociedades humanas y grupos de poder, mi punto de vista personal sobre el cambio de paisaje puede parecer irrelevante y obsesivo. También está la gran mayoría en cualquier lugar, tanto si se encuentra dentro de la comodidad de las viviendas urbanas con aire acondicionado del Primer Mundo, o en la miseria de una ciudad de chabolas.


¿Quién debe ser culpado en mayor grado por la destrucción?

 

Sin lugar a dudas son los científicos y los agrónomos que trabajaron para hacer que la agricultura fuera más eficiente. La experiencia de falta de alimentos hasta un punto cercano a la muerte por hambre fue un estímulo poderoso para hacer las islas Británicas autosuficientes en alimentos. Lo sé porque yo constituía una pequeña parte de ello.

En mi papel como inventor ayudé a mis amigos y colegas del Grassland Research Institute cerca de Stratford-upon-Avon en los años cuarenta. La intención era el aumento del rendimiento de las granjas inglesas pequeñas. Me acuerdo de los sermones a los jóvenes agricultores acerca de la ineficacia de los setos que dificultaban el movimiento libre de las máquinas alrededor del campo, en el desperdicio de los prados dejados como pasto permanente en comparación con una buena cosecha de monocultivo de centeno.

 

Nunca pensamos que el mensaje fuese oído de manera tan completa que el gobierno se animara a elaborar una ley que dio lugar a la eliminación de los setos y a la remodelación del comercio agrícola. Ni pasó por nuestra imaginación que la mayoría de los agricultores jóvenes comparten con la mayoría de jóvenes de todas partes su fascinación por los juguetes mecánicos.

 

Nosotros, y con nosotros el gobierno, les dimos el dinero para comprar, y la licencia para utilizar, algunas de las armas más peligrosas y destructivas nunca usadas. Armas para luchar contra los enemigos del agricultor, que son cualquier otra forma de vida que no sean las cosechas, el ganado, la gente contratada y la familia del agricultor.


Si alguien pudiera pensar que estoy confundido, que éste era otro ejemplo de la explotación implacable hecha por un gobierno de capitalistas al servicio de unas pocas multinacionales, le recordaría que empezó a finales de los años cuarenta, durante el período de gobierno laborista de posguerra, una administración segura en el poder, llena de confianza y comprometida con su ideología socialista: La destrucción del campo fue independiente de la política, se llevó a cabo a partir de buenas intenciones ayudadas por la tendencia de los funcionarios a aplicar efectos de retroalimentación positiva con subsidios, o negativa con impuestos.

 

Los agricultores trabajan sobre márgenes muy estrechos. Pueden poseer tierra que vale hasta un millón de libras, pero sus beneficios pueden ser muy pequeños en comparación con los beneficios de una inversión sencilla. Un subsidio minúsculo puede convertir una pérdida pequeña en un rendimiento importante. El campo de la mayor parte de Inglaterra ha desaparecido y lo que queda aquí en las tierras del oeste está desapareciendo porque el gobierno continúa pagando a los granjeros un subsidio que proporciona lo justo para hacer rentable que actúen como destructores en lugar de jardineros.

 

El subsidio pequeño para eliminar los setos ha dado lugar a la pérdida de alrededor de 100.000 millas de ellos en las últimas décadas. Un subsidio igualmente pequeño los volvería a poner en su sitio otra vez aunque pasarían generaciones antes de que recuperasen su funcionalidad como ecosistema y devolvieran su inspiración artística al paisaje del campo.

Por tanto, ¿qué debemos hacer en lugar de ello?

 

Mi visión de una Inglaterra futura sería como la de Blake: edificar una Jerusalén en esta tierra verde y agradable. Ello implicaría volver a las pequeñas ciudades densamente pobladas, nunca tan grandes que el campo estuviera más lejos de un paseo o de un trayecto en autobús.

 

Por lo menos un tercio de la tierra tendría que revertir en tierra arbolada y páramo, lo que los granjeros ahora llaman tierra abandonada. Una parte podría estar abierta a la gente para actividades de recreo pero una sexta parte, por lo menos, tendría que estar «abandonada», sólo disponible para la vida silvestre. La agricultura sería una mezcla de producción intensiva, donde fuera adecuado que así fuera, y de granjas pequeñas no subvencionadas para los que tuvieran vocación de vivir en armonía con la tierra.

 

En los años recientes, la sobreproducción de alimentos por las inmoderadas actividades agrícolas de la Comunidad Económica Europea, incluyendo Inglaterra, ha sido tan grande que estos sucesos han dado lugar a mi propuesta de un plan práctico básico para la gestión del campo.

En su desesperación malhumorada, a veces he oído la parodia que hicieron los verdes de los versos de Sir John Betjeman, escritos al principio de la segunda guerra mundial:

Venid bombas amistosas y caed en Slough,
para librarnos del arado.
Las coles vienen ahora;
la Tierra exhala.

Se convierten en:

Venid cabezas nucleares amistosas, golpeadles
y derribad su ciudad siempre en expansión.

No hace falta semejante catarsis horrible, incluso para los esperados. Dejada a sí misma, Gaia se relajará en otra larga Edad de Hielo. Olvidamos que el templado hemisferio norte, el hogar del Primer Mundo, goza ahora de un breve verano entre largos períodos de invierno que duran alrededor de un centenar de miles de años.

 

Incluso las cabezas nucleares no devastarían la Tierra de esta manera, ni lo haría así un «invierno nuclear», si pudiera ocurrir y durar lo suficiente para volver la Tierra a su estado normal de congelación. El estado natural de aquí en Devon ha sido, durante la mayor parte del millón de años pasado, un invierno ártico permanente. Incluso tan cerca del océano, el clima todavía era tan amargamente frío y desértico como lo es ahora en la Isla del Oso, en el océano Ártico.

 

Sólo 80 kilómetros al norte o al este de Coombe Mill estarían los grandes glaciares permanentes de las «Edades de Hielo». Estas cuchillas de excavadoras heladas raspan cualquier vestigio de vida en la superficie que haya florecido en las etapas interglaciales como la actual.

Entonces, ¿por qué preocuparse de la destrucción del campo que hace, como mucho, sólo unos pocos millares de años que existe y que pronto desaparecerá de nuevo? Me preocupo porque el campo inglés era una gran obra de arte, un sacramento como las catedrales, la música o la poesía. Todavía no ha desaparecido totalmente y me pregunto si no hay nadie preparado para permitirle sobrevivir el tiempo suficiente como para ilustrar una relación amable entre las personas y la tierra, un ejemplo vivo de cómo un grupo pequeño de gente lo hizo bien durante un breve período.

Lo poco que ha quedado de la vieja Inglaterra todavía se encuentra amenazado. Los ilustres guardianes del paisaje parecen no darse cuenta de su existencia. Ven el campo a través de nociones románticas de su belleza escénica. En mi región, Devon, sólo miran la tundra de Dartmoor y la ven como algo que debe ser preservado a cualquier precio. La tundra -la turbera encharcada, demasiado húmeda y demasiado fría para que crezcan los árboles- es un lugar habitual en la frontera entre las zonas polares y templadas, un resto de lo que era esta zona durante la última glaciación.

 

Por el contrario, los mismos guardianes contemplan la tierra del norte de Dartmoor, con sus granjas pequeñas poco eficientes, ricas en vida silvestre y comunidades de pueblos que apenas han cambiado desde hace mucho tiempo, como algo sin valor y desechable, un sitio adecuado para nuevos usos, como un pantano, una nueva carretera o un polígono industrial.


A menudo pienso que estos planificadores de ciudades que actúan de manera tan destructiva han sido engañados por el gran novelista Thomas Hardy. Sus escritos influyeron profundamente a mi madre, nacida y criada en ciudad, una mujer que pronto vio el campo a través de las gafas distorsionadas de Hardy. Sin embargo, mi padre nació en el Wessex de Hardy y me mostró cuán diferente era la realidad. Hardy, por muy brillante que fuese su caracterización, no comprendió el campo y sólo lo utilizó como un fondo para desarrollar su perspectiva trágica de la condición humana.

La Inglaterra que conocí cuando era niño y adolescente era imponentemente hermosa, los setos y los pequeños matorrales eran abundantes, y había arroyos y ríos repletos de peces que alimentaban a las nutrias. Este paisaje inspiró a generaciones de poetas para describir los sentimientos que nosotros mismos no podíamos expresar.

 

Sin embargo, aquel paisaje de Inglaterra no era un ecosistema natural, era un jardín del tamaño de una nación, maravillosa y cuidadosamente atendido. Los monocultivos agrícolas degradados de hoy en día -con sus asquerosas baterías para el ganado y las aves, sus feos edificios de paredes de metal y maquinaria rugiente y maloliente- han hecho que el campo parezca formar parte de los negros molinos satánicos de Blake.

 

Sé que a mí me parece de este modo porque conocí como era. Desde las ciudades y desde el extranjero vienen visitantes a Coombe Mill y elogian las pocas glorias que quedan. Ellos, y los planificadores del campo, no comprenden que si pronto no paramos el ecocidio, las tristes predicciones de Rachel Carson de una primavera silenciosa serán realidad, no porque hayamos envenenado los pájaros con pesticidas, sino porque hemos destruido sus hábitats, les hemos arrebatado un lugar donde vivir.

Siendo un inglés típico, no espero que «ellos», la Administración, cambien sus puntos de vista. Nadie estaba a favor de estas ideas excepto mi familia, que intentó hacerlo lo mejor posible con el terreno que poseemos en Coombe Mill. Lo hemos convertido en un hábitat y un refugio para algunas de las plantas y animales que el comercio agrícola está destruyendo. Este es el modo que nosotros, personalmente, hemos elegido para vivir con Gaia.

Sólo somos tres viviendo allí, pero 30 acres no son mucho más difíciles de manejar que un jardín suburbano. El césped de un jardín siempre necesita que lo estén segando, alimentando, regando y quitándole las malas hierbas, un trabajo, o un coste, incesante si alguien tiene que hacerlo por nosotros. Diez acres de nuestro terreno es hierba. No es un césped de pesadilla que requiera la atención continua de un ejército de jardineros; crece como un prado, rico en flores' salvajes y animales pequeños.

 

Los prados se dividen y forman un marco para los 20 acres de árboles plantados. Sólo necesita disfrutarlo y cortarlo una vez al año cuando la hierba ha crecido demasiado. Los granjeros locales están encantados de venir y cortar, utilizan la hierba como forraje y pagan por ella. El coste de mantener 10 acres de prado es comparable al de un jardín urbano bien cuidado. Los árboles necesitan más atención pero no tanta como para ser de ningún modo una carga para ninguno de nosotros tres.

El río Carey divide nuestro terreno en dos partes iguales, lo que plantea un problema. El río pasa cerca de la casa, que en tiempos fue un molino de agua, y tiene un ancho de alrededor de 18 metros.

 

No puede ser cruzado fácilmente caminando y pronto descubrimos que llegar a nuestro nuevo terreno implicaba un paseo de 8 kilómetros. Los puentes a través del Carey son espaciados. Hace dos años decidimos construir un puente para atender más fácilmente los 10.000 árboles que fueron plantados de nuevo en la parte oeste del Carey. La metáfora de tender un puente casi se ha convertido en un tópico.

 

Sin embargo, intentar construir un puente en la vida real, es una experiencia extraordinaria, personalmente, el poder de reducir una metáfora a la práctica.

Como el lector habrá comprendido, somos gente solitaria y no nos mezclamos mucho con nuestros vecinos. Sin embargo, en esta parte del oeste de Devon fuimos bien recibidos nada más llegar, y hemos experimentado más amabilidad espontánea que en cualquier otro lugar donde hubiéramos vivido. Helen, nuestro hijo John y yo estamos disminuidos físicamente de diversas maneras y por tanto contratamos una persona sana, lo que no es suficiente para hacerse cargo de un sitio como éste.

 

Dicho lugar no hubiera florecido sin los pródigos cuidados y la generosa ayuda de nuestros amigos del pueblo, Keith y Margaret Sargent. Nuestra casa y los edificios que se encuentran en el resto del lugar están hechos de barro y paja con techo de pizarra. Nunca habrían sobrevivido a las tormentas invernales si no hubiera sido por las expertas reparaciones de nuestros otros amigos del pueblo, y previos ocupantes de Coombe Mill, Ernie y Bill Orchard.

 

Sin embargo, no fue hasta que empezamos a planificar nuestro puente que experimentamos el vigor pleno de la comunidad en la que estamos inmersos.

Cuando estos amigos supieron cuál era nuestra intención, se empezó a formar el puente, primero en la imaginación como proyecto excitante y luego de manera más sólida, a medida que se dibujaban los planos y se recogían los materiales. Ellos tenían la experiencia necesaria para hacerlo junto con el ánimo y la alegría de una tarea desafiante, surgida únicamente de un pensamiento personal pasajero. El proyecto mostró, de una manera gaiana, cómo un pensamiento puede convertirse en un acto que conlleva un beneficio personal y local.

Nuestro puente está hecho de acero, fue construido por un herrero, Gilbert Rendall, y en todos los aspectos es una construcción mecánica. No me siento completamente a gusto con las cosas mecánicas. Recuerdo una conversación con mi amigo Stuart Brand, editor de CoEvolution Quarterly, y Gary Snyder, el poeta.

 

Estaban sorprendidos e indignados cuando dije «las sierras mecánicas son un invento más perverso que la bomba de hidrógeno».

 

Para mí una sierra mecánica es algo que corta en un tiempo de minutos algo que ha tardado cientos de años en crecer. Era el sistema de destruir las selvas tropicales. Para Gary Snyder era una herramienta de jardín benigna con la que podía, como un practicante, eliminar cuidadosamente las llagas de años de mala agricultura en su bosque. No es lo que se hace sino el modo como se hace; cuanto más poderosa es la herramienta más difícil es su uso.

El lector puede preguntarse cómo tenemos que vivir con Gaia según estos pensamientos dispersos. Contestaré que, como en una metáfora, Gaia acentúa fundamentalmente la importancia del organismo individual. Siempre es como consecuencia de la acción de individuos que evolucionan potentes sistemas locales, regionales y globales. Cuando la actividad de un organismo favorece el medio ambiente al mismo tiempo que al mismo organismo, entonces se extiende y es favorecida y finalmente el organismo y el cambio ambiental asociado a él adquirirán una extensión global.

 

También es cierto a la inversa, y cualquier especie que afecta al medio ambiente de forma dañina es condenada, aunque la vida continúa. ¿Es ello aplicable ahora a la humanidad? ¿Estamos condenados por la destrucción de nuestro mundo natural?

 

Gaia no es intencionadamente antihumana, pero cuanto más tiempo continuemos cambiando el medio ambiente global contra sus preferencias animamos nuestra sustitución por otra especie más ambientalmente decente.

Todo depende de usted y de mí. Si contemplo el mundo como un organismo vivo del que somos parte -no los propietarios ni los usufructuarios, ni tan siquiera unos pasajeros- podríamos tener mucho tiempo por delante de nosotros y nuestra especie podría sobrevivir dentro de su «tiempo asignado». Es una cuestión nuestra actuar de manera constructiva. El frenesí presente de agricultura y silvicultura es un ecocidio global tan tonto como sería actuar con el concepto de que nuestros cerebros son supremos y las células de los demás órganos desechables.


¿Excavaríamos pozos a través de nuestra piel para extraer sangre por sus nutrientes? Si vivir con Gaia es una responsabilidad personal, ¿cómo podemos hacerlo? Cada uno de nosotros tiene una respuesta personal al problema. Tiene que haber sistemas más simples de vivir con Gaia que el que nosotros hemos escogido en Coombe Mill.

 

Encuentro útil pensar en cosas que son inocuas con moderación pero malignas en exceso. Para mí se encuentran estas tres “c” mortales: coches, ganado y motosierras (cars, cattle, chain saws, en inglés). Por ejemplo, uno podría comer menos ternera. Si se hace, y los médicos tienen razón, la salud de uno puede mejorar, y al mismo tiempo se disminuye la presión para convertir los bosques en granjas de ternera absurdamente despilfarradoras.

La teoría de Gaia surgió a partir de la visión distante y extraterrestre de la Tierra, demasiado distante para preocuparse por la gente. Sorprendentemente, la visión no es incoherente con los valores humanos de amabilidad y compasión. En realidad, nos ayuda a rechazar el sentimentalismo acerca del dolor y la muerte, y a aceptar la mortalidad para nosotros así como para nuestra especie.

 

Con semejante impresión en la mente, Helen y yo deseamos que nuestros ocho nietos hereden un planeta saludable. De algún modo, el destino peor que podemos imaginar para ellos es que gracias al progreso de la medicina se vuelvan inmortales: condenados a vivir en un planeta geriátrico, con la tarea inacabable y abrumadora de siempre mantenerlo y mantenerse vivos y adaptado a nuestro estilo de vida.

 

Muerte y desmoronamiento son inevitables pero constituyen un precio pequeño que pagar por la posesión, aunque breve, de la vida como individuo. La segunda ley de la termodinámica indica que la única manera de que el universo pueda funcionar es hacia abajo, encaminándose hacia una muerte por enfriamiento. Los pesimistas son aquellos que utilizan una linterna para ver su camino en la oscuridad y esperan que la batería dure para siempre.

 

Lo mejor es vivir como recomendó Edna St. Vincent Millay:

Mi vela arde por los dos cabos,
No durará toda la noche,
pero, ah, mis enemigos y oh, mis amigos,
Proporciona una luz encantadora.

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