VIII. LOVECRAFT Y SU PAISAJE
por Angela Carter

Como el ámbito geográfico de Lovecraft es el de los sueños, tiene la extraña precisión de los sueños. Sobre el libro de su mundo sabemos bastante más de lo que nunca hubiésemos conocido del mundo real, precisamente porque el propio Lovecraft lo inventó todo sobre aquel mundo y conoció todo lo que hay que conocer sobre él. La horrenda planicie de Leng; los bosques de Nueva Inglaterra, tan frecuentados; la Arkham visitada por brujas; las ciudades de sueño o de pesadilla, o de sueño sutilmente modulado de pesadilla, cuyas huellas azules se formaron sin la ayuda de la geometría euclidiana.

 

Cualquier cartógrafo competente podría trazar el mundo de H. P. Lovecraft con precisión microscópica. Pero no del todo. Lovecraft se mueve con total soltura entre pintorescos conjuntos de construcciones en el espacio y el tiempo, y aunque estos paisajes son básicamente una proyección o unos modelos de estados mentales, adoptan una ambigüedad muy especial.


La misma precisión con que Lovecraft describe la estructura de formaciones rocosas, la edad y el tipo del marco de una ventana, o las dimensiones de una plaza alucinatoria, es la minuciosa precisión de la paranoia. Las retorcidas formas de los árboles en los bosques que hay sobre Arkham son emanaciones de la amenaza que evocan: amenaza y angustia, perturbación y pavor. Las mismas ciudades, ya sean las de la antigua Nueva Inglaterra o las que se extienden más allá de las puertas de los sueños, presentan el espantoso enigma de un laberinto, siempre tortuoso y siempre con el Minotauro en su centro. Ahí yace lo inenarrable bajo alguna forma o estado especialmente vil e informe; lo inenarrable, un miedo sin nombre, innominable.

 

El paisaje de Lovecraft es expresionista, de un terror inminente; su verdadero mundo es hostil al hombre. Pero estos paisajes, nunca cómodos para el hambre, pueden, cono él, enfermar y morir. Peor aún, pueden volverse locos. Incluso las estrellas que hay encima de ellos se presentan bajo condiciones humanas.

“Silenciosamente, la Estrella Polar mira hacia abajo con malicia desde su sede en la negra bóveda, parpadea horriblemente como un ojo loco y vigilante que se esfuerza en enviar algún mensaje; pero no recuerda nada, salvo que una vez tuvo un mensaje por enviar”.

En los paisajes de Lovecraft hay por doquier un terror generalizado; también hay un horror específico, regional, que él sitúa en lugares llenos ya de ecos de antigua paranoia: la Nueva Inglaterra de los primeros colonizadores u, ocasionalmente, en la Montañas Catskill, en el interior del Estado de Nueva York, una región bastante salvaje dadas sus credenciales literarias como lugar sobrenatural, según el largo informe de Rip Van Winkle.


La Nueva Inglaterra de Lovecraft procede también en parte de fuentes literarias; si el fantasma de Poe acecha desde su Boston, también hay mucho de Nathaniel Hawthorne {nacido en el Salem de los juicios de brujas) en aquellas ciudades coloniales con techos de estilo holandés y, especialmente, en los bosques situados sobre Arkham, aquellos mismos bosques enmarañados y oscuros, en los que los protagonistas de The Scarlet Letter tenían sus citas con los emisarios de Satanás. Este es el escenario de la América virgen a la que Lovecraft se refiere en su ensayo On Supernatural Horror in Literature, la vasta y tenebrosa selva virgen en cuya luz crepuscular muy bien podrían esconderse todos los temores.


Los bosques que hay sobre Arkham, típicos bosques de cuentos de hadas, están habitados por una raza procreada por consanguinidad y genéticamente sospechosa, cuyos antepasados tenían que huir con frecuencia de los juicios de brujas en el Massachusetts del siglo XVIII. Allí los fantasmas son con frecuencia los de los indios más cruelmente desposeídos por los recién llegados a aquellas tierras. Este es el bosque primordial en el que el tiempo pasado domina sobre el tiempo presente y quedará sin modificaciones en el futuro; el hombre no tiene allí nada más que hacer, y si decide que le interesa visitarlo, peor para él, Lovecraft habla del “inherente carácter misterioso de la herencia americana”; en estos paisajes de bosques infernales; toca algo que está arraigado muy profundamente en la conciencia de los primeros colonizadores: una escondida vena de arcaica paranoia. Los bosques de Arkham son una imagen exacta del miedo al país desconocido que quedaba fuera de las cercas levantadas apresuradamente por los primeros colonizadores; la tierra que vinieron a someter pero que, de momento, no mostraba ningún signo de sumisión.


Existe un legendario miedo a los bosques; es el mismo pánico que el propio Pan inspiraba a quienes penetraban en sus dominios. Las tropas romanas, que no sentían miedo ante ningún enemigo, quedaron sobrecogidas por un terror rígido ante su primer encuentro con los inexplorados bosques de Germanía. Existe un miedo razonable frente a la masiva evidencia de una agitada forma de vida que no es humana, esto es, el mundo de los vegetales gigantes.

“Al Oeste de Arkham, los bosques son salvajes, y los que crecen en algunos profundos valles jamás han sido talados por el hacha”.

Fluyen los arroyos que nunca han visto el ;sol; las piedras caídas de las granjas abandonadas indican cuan mal recibido ha sido allí el hombre al pensar, en su necedad, que podría vivir allí, y también cuan precipitada y cuan ignominiosa fue su partida. Esta es la residencia del Negro Macho Cabrío de los Bosques con un Millar de Jóvenes; estas,

“sólidas y lujuriantes masas boscosas entre cuyos árboles primarios podrían esconderse ejércitos enteros de espíritus elementales”

(The Whisperer in Darkness)

En el momento en que es perforado por un meteorito, este paisaje se despoja de su constante aspecto de benevolencia superficial. Ahora la hierba es agrisada, está marchita. Y las parras han caído de los muros de una ruinosa granja convertida en “frágiles escombros”; mientras, grandes árboles desnudos arañan el cielo gris de noviembre con estudiada malevolencia” (The Colour Out of Space). Esta tierra antropomorfizada rezuma veneno; el terreno cultivado se ha transformado en un baldío maldito que, de hecho, está en trance de convertirse en otra versión de la meseta d‘ Leng, aquella meseta completamente estéril y oscura de la mitología de Lovecraft. Aunque de forma estilizada, es un paisaje basado en formas reales que se va convirtiendo en una invención, e incluso en una siniestra prefiguración de un paisaje devastado por una explosión más verosímil que la de aquellos globos extrañamente coloreados que llegaban del cielo. Estamos ante un paisaje de expoliación post-nuclear. Mircea Eliade dice:

“El bosque es un símbolo que contiene muerte”.

El hombre está excluido de estas regiones forestales, donde seres y objetos, plantas y animales, entremezclan y combinan sus formas. En los bosques de Arkham, en los profundos bosques de Massachusetts y Vermont, pueden encontrarse aquellas cavernas que conducen a la mansión de lo innominable y las negras piedras grabadas con curiosos jeroglíficos que invocan a los Seres Mayores incluidos por Lovecraft en el folklore de la brujería de Nueva Inglaterra. También aquí, en la verde oscuridad, siguen viviendo los mitológicos fantasmas con cuernos de los indios pieles-rojas que originalmente vivían en perfecta armonía con los bosques a los que sólo se teme cuando no se conocen.

 

El hombre está excluido de los bosques, pero los indios pieles-rojas no porque ellos no son humanos; quizá antes de que viniesen los europeos vivían como ángeles, aunque ahora alguna caída luciferina los ha convertido en seres de le oscuridad. De forma similar, la tribu de brujas de Salem/Arkham puede encontrar un hogar en los bosques que no son los de antes de la creación ni una sede de la inocencia, sino bosques después de la Caída, reinos concebidos por una naturaleza enloquecida, cuya vida instintiva ha extinguido a la razón. Los indios Narangasset suelen ser evocados por Lovecraft como sirvientes de los sabios y nigrománticos del siglo XVIII cuyos descendientes están forzados a soportar viles herencias de maldición en la era del motor de combustión interna. Los propios indios pieles-rojas existen en el siglo XX como fantasmas o como nombres de lugares, de ríos... el Miskatonic o el Pawtuxet es un largo río “que discurre por muchas regiones colonizadas en las que abundan los cementerios” (The Case of Charles Dexter Ward).

 

La misma ausencia de pieles-rojas de sus propios bosques expresa el alejamiento de esta extraña tierra. Oscuramente satánicos, están aliados con el propio Satanás, que no es más que una metáfora de los Seres Mayores o de lo innominable. No son hombres, sino una parte del paisaje, seres de la misma sustancia que los retorcidos y malignos árboles, que el agresivo follaje, del cual podrían brotar flores carnívoras en cualquier momento. El mal forma parte de la estructura de “aquellas antiguas, secretas e inquietantes colinas”, “las salvajes y encantadoras colinas detrás de la vieja Arkham condenada por los brujos”.

 

Pero la magia negra de dichas colinas no es la de Sabbath, aunque Lovecraft se refiere a menudo a Cotton Mather; aquellos arcos esculpidos. en las profundidades del bosque (véase The Case of Charles Dexter Ward) son las “puertas que ciertos hombres audaces y aborrecibles han condenado totalmente con titánicos muros entre el mundo y el exterior absoluto” (Through the Gates of Silver Key). Los antiguos sabios empleaban métodos cabalísticos para escapar del tiempo, hacia el reino infernal de la mitología Cthulhu; el bosque guarda estos secretos en su laberinto vegetal. Porque el bosque es una especie de laberinto. Pero un laberinto sensible; tiene un “alma terrible” (The Tomb).

 

El bosque es un voraz y multiforme ser capaz de sentir pasiones, y las expresa con el movimiento inesperado y sin motivo de las ramas y con los remolinos de un viento que mueve las hojas pero que no podríamos sentir en nuestros rostros. Los panoramas ciudadanos de Lovecraft también son laberintos. Un laberinto es una estructura arquitectónica, aparentemente sin objetivo alguno; su diseño es tan complejo que, una vez en su interior, es imposible o muy difícil salir de él. Algunos antiguos laberintos parecen haber sido diseñados como trampas para demonios. Una vez las malignas criaturas han sido atraídas a su interior, quedan atrapadas lo mismo que un genio en una botella. Para comprender mejor los misteriosos laberintos de Lovecraft, Waldemar Fenn cree que algunos laberintos prehistóricos deberían interpretarse como imágenes de los movimientos aparentes de los cuerpos astrales.

 

En De Groene Leeuw hay una ilustración de Goose van Wreewyk (Amsterdam, 1672) que representa el santuario de la piedra de los alquimistas rodeada de paredes que son las órbitas de los planetas, sugiriendo de esta manera un laberinto cósmico. Como un laberinto es un símbolo efectivo de la angustia existencial, la presentación de innumerables elecciones de las cuales sólo una es o puede ser la acertada, las laberínticas ciudades, pueblos y catacumbas de Lovecraft, transportadas a una escala cósmica, sugieren la posibilidad de un pánico eterno e infinito. El laberinto es el símbolo de la interioridad, de la esencia profunda,. del atormentado viaje hacia el centro del inconsciente, el núcleo de la oscuridad. En esta oscuridad, la ceguera es una claridad: “Las más profundas cavernas no son para la comprensión de los ojos que ven”, cita Lovecraft del Necronomicon del loco árabe. Uno de los primeros relatos de Lovecraft empieza así:

“Estaba absolutamente perdido, perdido sin esperanza en el laberíntico nicho de la Cueva de Mammoth” (The Beast in the Cave).

No existe ningún laberinto que no tenga un minotauro como secreto central. Uno debe perderse para encontrarse a sí mismo; el bosque, el laberinto y los apiñados barrios bajos de las grandes ciudades sirven para la misma función: son confusos paisajes de hormigón en los que, con el más viejo y poderoso de los miedos, uno puede perderse a sí mismo completamente. El laberinto es el camino hacia dentro; fuera, a la luz del día, en la Sala Común de los alumnos de últimos cursos de la Universidad Miskatonic, dice, no hay nada que temer.


La descripción de la ciudad de Providence, Rhode Island, en The Case of Charles Dexter Ward, ofrece una específica desviación de la exterioridad, del seguro mundo público, y un descenso hasta el peligroso laberinto. El joven Ward vive en una gran mansión georgiana, construida en la edad de la razón. Está en la cima de una colina, en el claro aire inmaculado a la vista de todos; es un paisaje exteriorizado y, por tanto, seguro. Los Estados Unidos, desde el punto de vista político hijos de la Ilustración Francesa, con su convicción de que la virtud era inherente al hombre, crearon en Providence la arquitectura de su propia ilustración con unas proporciones clásicas; una ciudad que estaría libre de los fantasmas del pasado que se escondía en los abigarrados rincones de las ciudades europeas. Pero la Providence de Ward, que desde las ventanas de su laberíntica mansión tiene el aspecto de las encantadoras ciudades de los sueños de Lovecraft con sus “arracimadas agujas, cúpulas y tejados”, está en gran parte configurada encima de la colina. Descendamos más abajo. Dejemos la ciudad pública, la sede de la exterioridad.


Pongámonos frente a la “exquisita Primera Iglesia 8aptista de 1775, lujosa, con su incomparable campanario Gibbs, y las terrazas georgianas y las cúpulas cerniéndose a su alrededor”. Bajemos por las pequeñas calles antiguas, “espectrales en su puntiagudo arcaísmo”, descendamos al “derroche de incandescente decadencia” del barrio marítimo con sus podridos muelles, su políglota vicio y su mugre. Como en un grabado de Piranesi, las lúcidas líneas de la arquitectura palladiana se transforman mediante un proceso de progresiva paranoia en un laberinto de ignorancia y angustia. Red Hook, en Brooklyn, “es un laberinto de viejo mugre cecea del antiguo barrio marítimo”, “una maraña de podredumbre material y espiritual” donde, como en Providence, la presencia del océano – engendrador de monstruos, “mansión abismal”, residencia de Dagon y de los misteriosos anfibios de Lovecraft – sugieren el horror de lo informe.


Nueva York sufre la misma decadencia en He. Vista por un recién llegado que la pisa por primera vez, desde un puente y a la puesta del sol, la ciudad parece el Eldorado, una fabulosa ciudad de sueño con “sus increíbles picos y pirámides elevándose delicadamente como flores desde unos charcos de niebla violeta”. Pero un mejor conocimiento revela una ciudad,

“completamente muerta, con su cuerpo caído, imperfectamente embalsamado e infestado por extrañas cosas inanimadas que, a diferencia de cuando estaba con vida, no tienen nada que hacer con él”.

El nigromante, el “él” del título, retrocede con el narrador en el tiempo hasta una inocente ciudad del pasado colonial y entonces le revela, en un espejo mágico, la ciudad del futuro.

“Vi los cielos plagados de extrañas cosas volantes, y debajo de ellas una infernal ciudad negra de gigantes terrazas de piedra con impías pirámides elevándose sin orden ni concierto hacia la Luna, y luces brillando diabólicamente desde innumerables ventanas. Y hormigueando repugnantemente sobre galerías aéreas vi las gentes amarillas y bizcas de aquella ciudad, horriblemente vestidas de naranja y rojo, bailando alocadamente con el batir de enfebrecidos timbales... “.

El Eldorado soñado se ha convertido en una ciudad de pesadilla, de negra roca que también se extiende más allá de los muros de la dormición. El narrador huye de la casa del nigromante, que era el corazón del laberinto, el espacio central en el cual se guardaba el horroroso secreto. “Nunca intentaré volver a aquellos tenebrosos laberintos”. Irá a casa, a una inocente Nueva Inglaterra, cuyos callejones “son barridos por fragantes vientos marinos al anochecer”. Sin embargo, considerando la importancia del océano en la mitología de Lovecraft, esta inocencia es ilusoria; en cualquier momento puede ser invadida por los informes habitantes de las profundidades. ¿No construyó Gnorri, el barbudo y con aletas, “singulares laberintos en el mar debajo de la ciudad de Llek-Vad? (Through the Gates of the Silver Key).

 

La inocente Nueva Inglaterra, cuyas tierras de labranza Lovecraft invoca ocasionalmente como un símbolo de rusticidad es, no obstante, la mansión de los demonios. Arkham, con su maraña de callejones sin pavimentar y oliendo a moho, “la inmutable ciudad de Arkham llena de leyendas de encantamientos, con sus arracimados tejados de estilo holandés que se inclinan pavoneándose sobre desvanes donde las brujas se esconden de los hombres del Rey”, es ella misma un laberinto. El secreto que esconde este laberinto es el espectro del sacrificio humano y el canibalismo, que parece haber fascinado a Lovecraft hasta un grado desacostumbrado.


En la casa de Arkham donde una vez vivió una bruja, el estudiante Gilman sueña con una ciudad infernal, una ciudad con “extraños picos, superficies equilibradas, cúpulas, minaretes, discos horizontales colocados sobre pináculos”, todo reluciendo bajo el deslumbrante burbujeo de un cielo policromo. El modelo laberíntico se traspone desde los barrios bajos de Arkham y se convierte en el prototipo de todas las ciudades de Lovecraft, absolutamente imaginarias, con unos nombres que parecen contener errores tipográficos. Llek-Vad, R’lyeh, Sarnath, Ulthar, Thalarion, “aquella. fascinante y repelente ciudad... por la que sólo andan demonios y cosas locas, no hombres”. La carne no es la sustancia de la que están compuestos los seres que habitan estos lugares.


Cuando observamos los majestuosos pilares de estas ciudades, sabemos que hemos dejado bastante atrás los terrores enraizados en el mundo real del bosque, y los barrios bajos, y los puertos. La arquitectura es absolutamente no-funcional, y a menudo presenta una confusión de estilos – arcos góticos, portales renacentistas, pirámides aztecas, cúpulas morunas – que sugieren un escudriñamiento a fondo de todas las ciudades que existieron o pudieron haber existido.


Algunas veces, esta inhabitable arquitectura e parece a aquellas ciudades de niebla y encajes dibujadas por Paul Klee:

“las murallas de Sarnath eran de ladrillo barnizado y calcedonia, teniendo cada una un jardín amurallado y su pequeño lago de cristal” (The Doom That Came to Sarnath).

Otras tienen la sonoridad metafísica de las perspectivas de De Chirico, como Atlantis, la ciudad bajo el mar que aparece en The Temple: “un amplio y elaborado conjunto de edificios en ruinas”, la mayoría de mármol, “impolutos e inviolados en la noche y en el silencio eternos de un abismo oceánico”. Son ciudades para ser vistas, no para ser habitadas.


Estas ciudades de sueño a menudo empiezan como bellas visiones trazadas en todas las hipérboles “camp” de que disponía Lovecraft; pero el sueño pronto se hace desabrido; la paranoica complejidad de las columnatas (que Marx Ernst habría llamado probablemente “falustradas”), los callejones, las rampas, las torres, empiezan a destilar su propia oscuridad. La alucinación se transforma en delirio. Las terrazas se desmoronan; los cimientos se hunden; percibimos el resto de la pesadilla a medida que vamos presintiendo la inminencia de la catástrofe. Hay una oculta inquietud en los peristilos. Al final nos vemos forzados a admitir cuán pocos, poquísimos sueños resultan, en realidad, completamente placenteros. En estos paisajes, un sonido acompaña siempre la transformación del sueño en pavor: es el sonido de las flautas. La neurastenia de Lovecraft, que le sensibilizaba a los sonidos, texturas y temperatura tanto como al propio Roderick Usher, utiliza este aflautado sonido una y otra vez, como preludio de una crisis de la imaginación que sacará a los informar es seres de sus cuevas o cambiará una tranquila mansión de Nueva Inglaterra en un lugar de horror. Gilman, el estudiante de The Dreams in the Witch-House, identifica el origen de este sonido como “el trono de Caos en el que suenan estúpidamente agudas flautas”.

 

El sonido de las flautas anuncia el acercamiento a la puerta del mundo interior de The Festival. En las montañas de la Antártida, las mismas rocas emiten un agudo sonido producido por el viento que sopla a través de ellas; son como un gran conjunto de zampoñas de piedra.

“Rachas intermitentes del terrible viento antártico barrían furiosamente las desviadas cimas con cadencias que algunas veces contenían imprecisas sugerencias de un sonido musical salvaje y vagamente sensible; con notas que se extendían en un amplio registro, y que por alguna subconsciente y mnemotécnica razón me parecían inquietantes y terribles”

(At the Mountains of Madness).

Este sonido, ya sea producida por flautas, por el viento, o por ranas. mugidoras, es siempre el preludio del horror. Es inquietantemente parecido a la atroz, aguda, y sostenida nota de violín del cuarteto de cuerda autobiográfico de Smetana, My Life, que ilustra el agudo y agonizante sonido anunciador de la propia sordera del BU1’Ol’.


La Antártida de Lovecraft es el mas terrible de todos sus paisajes. Este desolado reino de hielo y muerte, el lugar de donde le llegaban “la niebla y la nieve” al viejo Marinero en, al mismo tiempo, una versión realzada de la Antártida real; y una visión de la aborrecible meseta de Leng, el techo del mundo; y la laberíntica ciudad de los Seres Mayores. Es una estructura sinfónica de paisaje. Según de Quincy, antes de empezar The Rhyme of the Ancient Mariner, Coleridge planeó “un poema sobre el delirio, confundiendo su propio escenario de sueños. con las cosas externas y entró en contacto con la imaginería de las altas latitudes”. Con un plan similar, Lovecraft aportó sus propios medios; tenía horror y alergia a cualquier temperatura inferior a los veinte grados y, con frecuencia, hacia el final de su vida, por debajo de los treinta grados.


Si bien en el convulsivo bosque hay un exceso de vida, en cambio no lo hay en absoluto en la tierra de la niebla y de la nieve. Los espejismos de niebla del “gran continente desconocido y su secreto mundo de helada muerte” transforman los icebergs en “almenas de inimaginables castillos cósmicos”, lugares de perpetuo exilio. La blancura de la nieve es la infinita albura del verdadero misterio; el descubrimiento de una cadena de montañas en el subconsciente revela a los exploradores “el pórtico de un mundo prohibido, un mundo de inexplorada maravilla”. Bajo un enigmático cielo, hasta el propio paisaje se convierte en un vasto enigma que, una vez desentrañado, revela al hombre su insignificancia en el esquema cósmico de las cosas.


En el espectáculo de los picos montañosos,

“había una persistente insinuación que lo impregnaba todo de un prodigioso arcano y una potencial revelación”.

Parecen un mandala. Forman la entrada a una caverna de oráculos.

“Era como si estas rígidas agujas de pesadilla señalaran los pilares de una espantosa puerta de entrada a las esferas prohibidas de los sueños y a intrincados abismos de tiempo, espacio y ultradimensionalidad remotos”;

estas son las montañas de la demencia absoluta y sus vertientes más lejanas se asoman a unos abismos finales, malditos (En la imaginería de Lovecraft, el elemento sexual apenas necesita ser subrayado).


Este es un paisaje de abandono, de desolación, de muerte. Es el portal de la meseta de Leng, una metáfora para la total desnudez. Aquí encontramos una vez más un laberinto de “masas de piedra geométricamente eurítmicas” construido en “diabólica violación de la ley natural”. Ninguna mano humana ayudó a cincelar las piedras de esta vasta ciudad abandonada. Y también una vez más, su arquitectura presenta torres y puentes de enlace; Lovecraft debió haber admirado la arquitectura futurista de Metrópolis, de Fritz Lang.


Este último rompecabezas de piedra es “una complicada maraña de tortuosas calles y callejones; y todos ellos son profundos cañones, casi túneles, debido a los salientes de mampostería de los sobrecargados puentes”. La ciudad entera constituye el lugar recóndito y rebuscado de un mundo, o antimundo, de oscuros secretos; el horrible minotauro que hay en su corazón es una completa y hasta ahora desconocida prehistoria de este planeta, en la cual el hombre no tiene lugar alguno.


La arquitectura es de “de una variedad infinita, de una solidez preternatural y un exotismo completamente extraño”; representa conos, terrazas, columnas rotas, mientras va repitiéndose un motivo en forma de estrella dé cinco puntas con sus insinuaciones cabalísticas. Y esta ciudad, sus monumentos y sus murales, est5n completamente muertos.

“Con absoluta certeza, estábamos deambulando en medio de una muerte que había reinado, por lo menos, quinientos mil años”.

El narrador y su compañero Danforth, los únicos supervivientes del equipo de exploradores que partieron del mundo racional de la Universidad Miskatonic, van a parar precisamente al laberinto. Como Hansel y Gretel en el bosque, marcan su camino dejando caer trozos de papel tras de sí, hasta que, por fin, llegan a un monumental pórtico;

“cinceladas avenidas conducen al oscuro mundo interior de cuya existencia nada habíamos sabido antes, pero en aquel momento estábamos impacientes por recorrer”.

El laberinto los ha llevado al portal, a una perfecta oscuridad, a una especie de pozo que desciende vertiginosamente y que acabará conduciéndonos al borde de un gran abismo. La única fauna de estas regiones son pingüinos ciegos y albinos, unos seres de aspecto fetal. Este es el auténtico paisaje de la interioridad, del arquetípico Lugar más Interior: la matriz. La imaginería intrauterina aún se hace más sorprendente por la presencia en este abismo de los restos ruinosos de una inmensa torre. En este paisaje de devastada esterilidad encuentran la evidencia concreta de una vida que no es humana: el cadáver de su compañero de exploración, Gedney, y uno de los perros esquimales del equipo están conservados con gran cuidado, como si fuesen especimenes de laboratorio. Y lo son, ciertamente, para los Antiguos que habitan estas regiones de interioridad, ese negro agujero que hay bajo las montañas de locura; para ellos son interesantes ejemplos de una desconocida forma de existencia.


Este elemental miedo a las formas no existentes configura las paranoicas perspectivas de los paisajes de Lovecraft.
 

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IX. BIBLIOGRAFIA - De fragmentos del Necronomicon y comentarios

Manuscritos

  • Magical Teatrises por Cayo, Forman, Dee y Kelly; Museo Británico, Manuscrito 36.674, siglo XVI.

  • Invocation of Spirits, Museo Británico, Sloane 3.702, siglo XVI.

  • Tractatus Magici et Astrologici, Museo Británico, Sloane 3.821.

  • Schema Magicum, Museo Británico, Sloane 430, siglo XlV.

  • De Maleficiis, Museo Británico, Sloane 3.529, siglo XVI.
     

    Obras impresas

     

  • Agripa, Henry Cornelius, Three Books of Occult Philosophy (trad. James French), Londres 1651.

  • Paracelso, The Archidoxes of Magic (trad. Robert Turner), Londres 1656.

  • Magiae Albae et Nigurae C¡tatio genera!is, Roma 1501.

  • Scot, Reginald, The Discoverie of Witchcraft, 1584.

  • Murrey, M.A., The Witch-Cult in Western Europe, Londres 1921.

  • Barrett, Francis, The Magus, Londres 1801.

  • Frazer, James, The Golden Bough, Londres, MacMillan and Co.Ltd., 1963.

  • The Leyden Papirus, ed. F.L. Griffith y H, Thompsen, Dover Publications llnc., Nueva York, 1974.

  • Al Azif (The Necronomicon) por Abdul Alhazred. Owlswick Press, Filadelfia, 1973.

  • H.P. Blavatsky: The Secret Doctrine (3 vols.), The Theosophical Publishing House Ltd., Londres 1928.

  • Fort: The Book of the Damned, Abacus, Sphere Books Ltd., 1973.

  • Charles Fort: New Lands, Sphere Books Ltd., 1974.

  • John A. Keel: Strange Creatures From Time & Space, Neville Spearman.

  • Spence Lewis: The Myths of Mexico & Peru, Harrap & Co., 1913.

  • Mackenzie, Donald A.: Indian Myths & Lengend, Gresham Publishing Co.

  • Poignant, Roslyn: Myths & Legends of the South Seas, Hamlyn, 1970.

  • Plott, Robert: The Natural History of Staffordshire, 1686.
     

    Otras fuentes consultadas

     

  • Fragmentos de: Tables Cabalistiques Magiques, por Cid-Ali-Baal Zoroatre 1674

  • The Aboqnazar Codex; Clavicula Salomins of Zekerboni & Aboqnaza

  • The Polygraphia of Trithemius; The Order of the Cubic Stone Archives, Wolverhampton

  • The Complete Works of H.P. Lovecraft, varias ediciones

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