CAPÍTULO 2 - El cosmos como holograma

 

Es inevitable quedarse asombrado al ver hasta qué punto Bohm ha sido capaz de romper los rígidos moldes de los condicionamientos científicos manteniendo él solo una idea completamente nueva y literalmente inmensa, una idea que tiene coherencia interna y la fuerza de la lógica para explicar fenómenos de la experiencia física ampliamente divergentes desde un punto de vista totalmente inesperado... Es una teoría tan satisfactoria intelectualmente hablando, que mucha gente cree que si el universo no es como Bohm lo describe, debería serlo.
JOHN P. BRIGGS Y F. DAVID PEAT, A través del maravilloso espejo del universo


El camino que llevó a Bohm a la convicción de que el universo está estructurado como un holograma empezó en el límite mismo de la materia, en el mundo de las partículas subatómicas.

 

El interés por la ciencia y por el modo en que las cosas funcionan se despertó en él muy pronto. Siendo un chaval, en su casa de Wilkes-Barre, Pennsylvania, inventó una tetera que no vertía gotas, y su padre, un exitoso hombre de negocios, le instó a sacar beneficio de la idea. Sin embargo, cuando Bohm se enteró de que el primer paso de la empresa consistía en hacer una encuesta puerta a puerta para probar su invento en el mercado, se desvaneció su interés en el negocio.


Pero no se desvaneció su interés por la ciencia, y su curiosidad prodigiosa le obligó a buscar nuevas cumbres que conquistar. En los años treinta, cuando asistía al State College de Pennsylvania, encontró la cumbre más interesante, pues allí fue donde se quedó fascinado con la física cuántica.


Es una fascinación fácil de entender. El campo nuevo y extraño que habían encontrado los físicos escondido en el núcleo del átomo contenía cosas mucho más maravillosas que las que Hernán Cortés o Marco Polo encontraron jamás. Lo que hacía que aquel mundo nuevo fuera tan intrigante era que allí, al parecer, todo iba en contra del sentido común.

 

Más parecía una tierra gobernada por la brujería que una extensión del mundo natural; era un reino como el de Alicia en el País de las Maravillas, en el que las fuerzas inexplicables eran la norma y lo lógico se había vuelto del revés.


Un descubrimiento asombroso de la física cuántica era que si la materia se rompe en trozos cada vez más pequeños, al final se llega a un punto en que esos trozos (electrones, protones, etcétera) dejan de tener características de cosas. Por ejemplo, la mayoría de nosotros tendemos a pensar que un electrón es como una esfera diminuta o como una bolita que da vueltas a toda velocidad, pero nada podría estar más lejos de la verdad.

 

Los físicos han descubierto que un electrón, si bien puede comportarse a veces como una pequeña partícula compacta, materialmente no posee dimensión alguna. A la mayoría nos cuesta imaginarlo porque, en nuestro nivel de existencia, todas las cosas tienen dimensiones; pero si intentáramos medir la anchura de un electrón, descubriríamos que es una tarea imposible. Un electrón no es simplemente un objeto tal y como lo conocemos.


Otro hallazgo de los físicos es que un electrón puede manifestarse o bien como una partícula o bien como una onda. Si se dispara un electrón contra la pantalla de una televisión apagada, cuando choca con las sustancias fosforescentes que cubren el cristal aparece un diminuto punto de luz. El único punto de impacto que el electrón deja en la pantalla revela claramente la parte de partícula de la naturaleza del electrón.


Ahora bien, ésa no es la única forma que puede adoptar el electrón. También puede disolverse en una nube borrosa de energía y comportarse como si fuera una onda extendida por el espacio. Cuando un electrón se manifiesta en forma de onda puede hacer cosas que la partícula no puede. Si se dispara contra una barrera en la que se han hecho dos ranuras, puede atravesar ambas ranuras simultáneamente. Cuando electrones en forma de onda chocan unos con otros, llegan a crear patrones de interferencia.

 

Así como los magos de los cuentos populares son capaces de cambiar de forma, también el electrón se puede manifestar como partícula o como onda.


Esa capacidad camaleónica es común a todas las partículas subatómicas. También es común a todo lo que antaño se creía que se manifestaba exclusivamente como ondas. La luz, los rayos gamma, las ondas de radio, los rayos X, todo puede transformarse de onda en partícula y otra vez en onda. Hoy, los físicos creen que los fenómenos subatómicos no deberían ser clasificados como ondas o como partículas, sino en una sola categoría de algos que son siempre ambas cosas de un modo u otro.

 

Esos algos se denominan «quanta» y constituyen, según los físicos, la materia básica de la que está hecho el universo entero.


Pero lo más asombroso es quizá la existencia de indicios vehementes de que el único momento en que los quanta se manifiestan como partículas es cuando estamos mirándolos. Es decir, hay descubrimientos experimentales que indican que un electrón, cuando no está siendo observado, siempre es una onda.

 

Los físicos pueden llegar a esta conclusión porque han ideado tácticas inteligentes para deducir el comportamiento de un electrón cuando no está siendo observado (deberíamos señalar que ésta es sólo una de las interpretaciones de los indicios y no la conclusión a la que llegan todos los físicos; como veremos después, el propio Bohm hace una interpretación distinta).


Una vez más, esto nos parece magia más que la clase de conducta que solemos esperar del mundo natural, imaginemos que tenemos una bola que sólo es una bola cuando la miramos. Si esparcimos polvos de talco sobre la pista y lanzamos la bola cuántica rodando hacia los bolos, veremos que mientras la estemos contemplando traza una sola línea en los polvos de talco.

 

Pero si parpadeáramos mientras la bola está en tránsito, descubriríamos que, durante el segundo o los dos segundos en que no la estábamos observando, la bola habría dejado de trazar una sola línea y habría dejado en cambio una amplia franja ondulante, como la que deja una serpiente del desierto cuando se mueve por la arena zigzagueando (véase fig. 5).

Es una situación comparable a la que vivieron los físicos teóricos cuando descubrieron por primera vez indicios de que los quanta se muestran como partículas sólo cuando están siendo observados.

 

El físico Nick Herbert mantiene esta interpretación, la cual - afirma - muchas veces le ha hecho imaginar que el mundo a su espalda siempre es «un brebaje cuántico radicalmente ambiguo que fluye sin cesar»; pero siempre que se da la vuelta e intenta verlo, su mirada lo congela al instante y se convierte otra vez en la realidad ordinaria.

 

Según él, esto nos convierte en pequeños Midas, el rey legendario que nunca conoció el tacto de la seda o la caricia de una mano porque todo lo que tocaba se convertía en oro.

 

Y concluye afirmando:

«Asimismo, los seres humanos jamás podremos experimentar la verdadera textura de la realidad cuántica, pues todo lo que tocamos se convierte en materia».

FIGURA 5

Los físicos han descubierto pruebas convincentes de que los electrones

y otros quanta se manifiestan como partículas únicamente mientras los estemos mirando.

El resto del tiempo se comportan como ondas. Esto es tan extraño como que una bola

trace una sola línea recta en la pista de las bolas mientras la estás contemplando

y deje un rastro de ondas cada vez que parpadeas.

 


Bohm y la interconexión
Un aspecto de la realidad cuántica que a Bohm le resultaba especialmente interesante era el extraño estado de interconexión que parecía existir entre acontecimientos subatómicos que aparentemente no estaban relacionados entre sí.

 

Y se le antojaba igualmente asombroso ver que los físicos, en su mayoría, tendían a dar poca importancia al fenómeno. De hecho, estaba tan subestimado que uno de los ejemplos más famosos de interconexión permaneció oculto durante varios años en una de las suposiciones básicas de la física cuántica, antes de que alguien se diera cuenta de que estaba ahí.


El autor de dicha suposición fue uno de los padres fundadores de la física cuántica, el físico danés Niels Bohr. En su opinión, si las partículas subatómicas sólo empiezan a existir en presencia de un observador, entonces no tiene sentido hablar de las propiedades y características que tienen antes de ser observadas. Aquello molestó a muchos físicos, pues gran parte de la ciencia se basaba en el descubrimiento de las propiedades de los fenómenos.

 

Pero si el acto de la observación ayudaba realmente a crear esas propiedades, ¿qué implicaba para el futuro de la ciencia?


Un físico al que incomodaban las afirmaciones de Bohr era Albert Einstein. A pesar del papel que había jugado en la fundación de la teoría cuántica, Einstein no estaba contento en absoluto con el curso que había tomado aquella ciencia en ciernes.

 

Encontraba especialmente objetable la conclusión a la que había llegado Bohr de que las propiedades de una partícula no existen hasta que son observadas, porque, en combinación con otro hallazgo de la física cuántica, implicaba que las partículas subatómicas estaban conectadas entre sí de un modo que a juicio de Einstein era sencillamente imposible.


El descubrimiento en cuestión era que el resultado de algunos procesos subatómicos es la creación de un par de partículas con propiedades idénticas o íntimamente relacionadas. Consideremos por ejemplo un átomo extraordinariamente inestable que los físicos llaman positronio. Está compuesto por un electrón y un positrón (un positrón es un electrón con carga positiva).

 

Al ser el positrón la antipartícula del electrón, ambos acabarán aniquilándose finalmente el uno a otro y se desintegrarán formando dos quanta de luz o «fotones» que se desplazarán en direcciones opuestas (la capacidad de transformarse de un tipo de partícula en otro es otra de las propiedades del quantum). De acuerdo con la teoría cuántica, por mucho que se aparten los fotones, siempre tienen ángulos de polarización idénticos, como se descubrirá al medirlos. (La polarización es la orientación espacial del aspecto ondulatorio del fotón cuando se desplaza desde su punto de origen).


En 1935, Einstein y sus colegas Boris Podolsky y Nathan Rosen publicaron un artículo, hoy famoso, titulado «¿Se puede considerar completa la descripción de la realidad física según la mecánica cuántica?».

 

En él explicaban por qué la existencia de las partículas gemelas demostraba la imposibilidad de que la tesis de Bohr fuera correcta. Argumentaban que se podían crear dos partículas semejantes, pongamos los fotones emitidos cuando se desintegra el positronio, y dejar que se desplazaran alejándose a una distancia significativa.

 

Luego se interceptarían y se medirían sus ángulos de polarización. Si las polarizaciones se miden precisamente en el mismo momento y se ve que son idénticas, como predice la física cuántica, y si Bohr tenía razón y propiedades como la polarización no empiezan a existir hasta que son observadas o medidas, esto indica que los dos fotones tienen que estar de una manera u otra comunicándose entre sí instantáneamente de modo que saben en qué ángulo de polarización han de coincidir.

 

El problema era que, según la teoría de la relatividad de Einstein, nada puede viajar a una velocidad mayor que la de la luz, y no digamos instantáneamente, porque equivaldría a romper la barrera del tiempo y abriría la puerta a toda clase de paradojas inaceptables. Einstein y sus colegas estaban convencidos de que ninguna «definición razonable» de la realidad posibilitaría la existencia de una interconexión más rápida que la luz y, por tanto, Bohr tenía que estar equivocado.

 

Hoy su argumentación se conoce como la paradoja Einstein-Podolsky-Rosen, o paradoja EPR, para resumir.


Bohr permaneció imperturbable ante la argumentación de Einstein. En vez de creer que se producía una comunicación más rápida que la velocidad de la luz, ofreció otra explicación. Si las partículas subatómicas no existen hasta que son observadas, entonces no se puede pensar en ellas como «cosas» independientes.

 

Einstein, por tanto, estaba basando su argumentación en un error, puesto que consideraba que las partículas gemelas eran independientes. Las partículas gemelas formaban parte de un sistema indivisible y no tenía sentido pensar en ellas de otro modo.


En la época, la mayor parte de los físicos se pusieron de parte de Bohr y les alegró que su interpretación fuera correcta.

 

Un factor que contribuyó al triunfo de Bohr fue que la física cuántica había demostrado tener un éxito tan espectacular en la predicción de fenómenos, que había pocos físicos dispuestos a considerar siquiera la posibilidad de que pudiera tener algún fallo. Además, cuando Einstein y sus colegas plantearon el argumento de las partículas gemelas, el experimento nunca se pudo llevar a cabo porque lo impidieron razones técnicas y de otro tipo. Eso hizo que fuera aún más fácil quitárselo de la cabeza.

 

Es curioso porque aunque Bohr había ideado su argumentación como réplica al ataque de Einstein contra la física cuántica, su tesis de que los sistemas subatómicos son indivisibles tiene repercusiones igualmente profundas para la naturaleza de la realidad, como veremos más adelante.

 

Lo irónico es que tampoco se prestara atención a dichas repercusiones y que se tapara, una vez más, la importancia potencial de la interconexión.

 


Un mar de electrones vivo
Durante sus primeros años como físico, Bohm también aceptó la posición de Bohr, pero seguía estando perplejo ante la falta de interés por la interconexión que demostraban Bohr y sus colegas.

 

Cuando se licenció en el Pennsylvania State College, fue a la Universidad de California, en Berkeley, donde se doctoró en 1942. Antes de recibir el doctorado trabajó en el Lawrence Berkeley Radiation Laboratory y allí se encontró con otro ejemplo increíble de interconexión cuántica.
 

En aquel laboratorio de Berkeley, Bohm empezó lo que se convertiría en su obra cumbre sobre los plasmas. Un plasma es un gas con una alta densidad de electrones y de iones positivos, o átomos con carga positiva. Bohm descubrió asombrado que cuando los electrones estaban en un plasma, dejaban de comportarse como entidades individuales y empezaban a comportarse como si formaran parte de un todo mayor e interconectado.

 

Aunque parecía que sus movimientos individuales eran aleatorios, cantidades inmensas de electrones eran capaces de producir efectos sorprendentemente bien organizados. Como si fuera una criatura ameboide, el plasma se regeneraba constantemente y cercaba con un muro todas las impurezas, al igual que un organismo biológico encerraría una sustancia extraña en una cista.

 

Tan atónito estaba Bohm ante esas cualidades orgánicas, que comentó después que había tenido a menudo la impresión de que aquel mar de electrones estaba «vivo».


En 1947, Bohm aceptó el puesto de profesor ayudante que le ofrecieron en la Universidad de Princeton, lo que indica la gran consideración y respeto que tenían por él, y allí extendió la investigación que había iniciado en Berkeley al estudio de los electrones en los metales. Descubrió una vez más que los movimientos aparentemente aleatorios de los electrones individuales se las arreglaban para producir efectos generales sumamente organizados.

 

Como en el caso de los plasmas que había estudiado en Berkeley, no se trataba ya de una situación en la que participaban dos partículas y cada una se comportaba como si supiese lo que estaba haciendo la otra, sino de verdaderos mares de partículas en los que cada una se comportaba como si supiese lo que estaban haciendo innumerables billones de partículas.

 

Bohm llamó «plasmones» a esos movimientos colectivos de electrones y su descubrimiento estableció su gran reputación como físico.

 


La desilusión de Bohm
La importancia que él atribuía a la interconexión, así como su creciente insatisfacción con varias de las teorías predominantes en el campo de la física, le llevaron a preocuparse cada vez más por la interpretación de Bohr de la teoría cuántica.

 

Tras pasar tres años enseñando la asignatura de Física Cuántica en Princeton, decidió mejorar su comprensión de la misma escribiendo un libro de texto. Cuando terminó, descubrió que seguía sin sentirse cómodo con lo que decía la física cuántica y envió copias del libro a Bohr y a Einstein para pedirles su opinión.

 

No recibió respuesta de Bohr, pero Einstein se puso en contacto con él y le dijo que, puesto que ambos estaban en Princeton, deberían reunirse para hablar del libro. En la primera de lo que iba a convertirse en una serie de animadas conversaciones que se prolongarían seis meses, Einstein le dijo entusiásticamente que era la explicación más clara de la teoría cuántica que había oído nunca.

 

No obstante, admitió que la teoría le resultaba tan insatisfactoria como al propio Bohm.


Durante sus conversaciones, los dos hombres descubrieron que ambos sentían admiración por la capacidad de la teoría para predecir fenómenos. Lo que les preocupaba era que no permitía concebir la estructura básica del mundo de una forma real. Bohr y sus seguidores afirmaban que la teoría cuántica era una teoría completa y que era imposible entender con más claridad lo que pasaba en el terreno cuántico.


Tales afirmaciones equivalían a decir que no había otra realidad más profunda más allá del panorama subatómico, ni más respuestas que encontrar, lo cual chocaba también con la sensibilidad filosófica de Bohm y Einstein. En sus reuniones discutían sobre otras muchas cosas, pero esos puntos en particular pasaron a ocupar una posición destacada en los pensamientos de Bohm.

 

Inspirado por la influencia recíproca que existía entre él y Einstein, aceptó la validez de sus recelos sobre la física cuántica y decidió que tenía que haber una visión alternativa. Cuando publicó su libro de texto Quantum Theory, en 1951, éste fue recibido como un clásico, pero era un clásico sobre una materia en la que Bohm no tenía ya toda su confianza.

 

Su mente, siempre activa y en constante búsqueda de explicaciones más profundas, ya estaba escudriñando una manera mejor de describir la realidad.

 


Un nuevo tipo de campo y la bala que mató a Lincoln
Tras sus charlas con Einstein, Bohm intentó encontrar una interpretación viable que sustituyera a la de Bohr.

 

Empezó por suponer que las partículas, como los electrones, sí existen en ausencia del observador. Aceptó también que había una realidad más profunda por debajo del muro inviolable de Bohr, un nivel subcuántico que todavía esperaba ser descubierto por la ciencia. A partir de esas premisas, descubrió que podía explicar los descubrimientos de la física cuántica tan bien como Bohr, con sólo proponer la existencia de una nueva clase de campo en ese nivel subatómico.

 

A ese nuevo campo lo llamó «potencial cuántico» y explicó que teóricamente se extendía por todo el espacio, al igual que la gravedad. No obstante, a diferencia de lo que ocurría en los campos gravitacionales, magnéticos y demás, su influencia no disminuía con la distancia. Sus efectos eran sutiles, pero el campo tenía la misma fuerza en todas partes.

 

Bohm publicó su interpretación de la teoría cuántica en 1952.


La reacción ante el nuevo planteamiento fue negativa principalmente. Algunos físicos estaban tan convencidos de la imposibilidad de otra solución, que rechazaron sin más las ideas de Bohm. Otros lanzaron ataques apasionados contra sus razonamientos. Al final, prácticamente la totalidad de los argumentos se basaba sobre todo en diferencias filosóficas, pero no importaba: el punto de vista de Bohr había arraigado de tal modo en el campo de la física, que la solución de Bohm se consideró casi una herejía.


Pese a la dureza de los ataques, Bohm mantuvo la firme convicción de que en la realidad había algo más de lo que posibilitaba la visión de Bohr. Pensaba también que la ciencia mostraba una actitud demasiado limitada a la hora de enjuiciar ideas nuevas como la suya y examinó varias suposiciones filosóficas causantes de dicha actitud en su libro Causalidad y azar en la física moderna, publicado en 1957.

 

Una de ellas era la presunción, muy extendida, de que cualquier teoría, como la teoría cuántica, puede ser completa por sí sola. Bohm la criticaba alegando que la naturaleza puede ser infinita. Como ninguna teoría puede explicar completamente algo que es infinito, Bohm insinuaba que si los investigadores se abstuvieran de hacer suposiciones semejantes, la investigación científica sin barreras saldría beneficiada.


En el libro argumentaba que la ciencia contemplaba la causalidad de una manera demasiado limitada. Se creía que la mayoría de los efectos tenían sólo una causa o varias. Bohm pensaba, sin embargo, que un efecto podía tener un número infinito de causas. Por ejemplo, si preguntas a alguien por la causa de la muerte de Lincoln, podría contestar que fue la bala de la pistola de John Wilkes Booth.

 

Ahora bien, en una lista completa de las causas que contribuyeron a la muerte de Lincoln tendrían que figurar los acontecimientos que llevaron a la invención de la pistola, los factores que hicieron que Booth quisiera matar a Lincoln, las etapas de la evolución de la raza humana que posibilitaron que una mano fuera capaz de sostener una pistola, etcétera, etcétera.

 

Bohm admitía que durante la mayor parte del tiempo se podía pasar por alto la larguísima cadena de causas que condujeron a un efecto determinado, pero creía también que era importante que los científicos recordaran que no podía existir una sola relación causa/efecto al margen del universo como totalidad.

 


Si quieres saber dónde estás, pregunta a los no locales
Durante esa misma época de su vida, Bohm continuó puliendo su planteamiento de la física cuántica.

 

Cuando estudió con más detenimiento el significado del potencial cuántico, halló en él varias características que implicaban una desviación aún más radical con respecto al pensamiento ortodoxo. Una de ellas era la importancia de la totalidad. La ciencia clásica había considerado siempre que el estado de totalidad de un sistema se debía meramente a la interacción de las partes.

 

Sin embargo, el potencial cuántico daba la vuelta a esa visión e indicaba que, en realidad, era el todo el que organizaba el comportamiento de las partes, lo cual, además de llevar un paso adelante la afirmación de Bohr de que las partículas subatómicas no son algos independientes sino que forman parte de un sistema indivisible, sugería que la totalidad era la realidad primaria en varios aspectos.


Explicaba también que los electrones puedan comportarse en los plasmas (y en otros estados especializados como la superconductividad) como totalidades interconectadas.

 

En palabras de Bohm,

«los electrones no están dispersos porque el sistema entero, mediante la acción del potencial cuántico, experimenta un movimiento coordinado que parece más una danza de ballet que una multitud de gente desorganizada».

Y observaba, una vez más, que,

«la totalidad cuántica de la actividad es más afín a la unidad organizada con que funcionan las partes de un ser vivo que a la clase de unidad que se obtiene al juntar las partes de una máquina».

Una característica del potencial cuántico más sorprendente aún era su repercusión en la naturaleza de la localización.

 

En el nivel de nuestras vidas cotidianas, las cosas tienen posiciones muy específicas; no obstante, según la interpretación de Bohm de la física cuántica, la posición deja de existir en el nivel subcuántico, el nivel en que actúa el potencial cuántico. Los puntos del espacio se vuelven todos iguales y no tiene sentido decir que una cosa está separada de otra.

 

Los físicos denominan «no localidad» a esa propiedad.


El aspecto de no localidad del potencial cuántico permitió a Bohm explicar la conexión que existe entre partículas gemelas sin violar la prohibición que impone la teoría de la relatividad especial a que algo pueda viajar a más velocidad que la luz. Como ejemplo ilustrativo, ofrecía la siguiente analogía: imagínate un pez nadando en un acuario. Imagina también que nunca has visto un pez ni un acuario y que el único conocimiento que tienes de ellos procede de dos cámaras de televisión, una dirigida hacia el frente del acuario y la otra, hacia un lateral.

 

Al mirar los dos monitores de televisión podrías creer equivocadamente que los peces que aparecen en ambas pantallas son dos entidades distintas. Después de todo, cada imagen será un poco distinta de la otra puesto que las cámaras están colocadas en distintos ángulos. Pero si sigues mirando, al final caerás en la cuenta de que hay una relación entre los dos peces: cuando uno gira, el otro gira también, con un giro ligeramente distinto pero relacionado; cuando uno mira al frente, el otro mira al lateral, y así sucesivamente.

 

Si no conocieras toda la situación, podrías llegar a la conclusión errónea de que los peces se están comunicando de manera instantánea, aunque no sea ése el caso. No se produce comunicación alguna porque a un nivel más profundo de la realidad - la realidad del acuario - el hecho es que los dos peces son sólo uno y el mismo (véase fig. 6).

 

Esto, según Bohm, es precisamente lo que ocurre entre partículas como los dos fotones que emite un átomo positronio al desintegrarse.


En efecto, dado que el potencial cuántico cubre todo el espacio, todas las partículas están conectadas entre sí de una manera no local. El panorama de la realidad que Bohm iba elaborando se asemejaba cada vez más no a una imagen en la que las partículas subatómicas estaban separadas unas de otras y se movían por el vacío del espacio, sino a una imagen en la que todas las cosas formaban parte de una red sin divisiones y estaban incrustadas en un espacio tan real y tan rico en procesos como la materia que se movía en él.


Las ideas de Bohm seguían sin persuadir a la mayoría de los físicos, pero suscitaron el interés de unos pocos.

 

Uno de ellos fue John Stewart Bell, físico teórico del CERN, un centro para la investigación atómica pacífica situado cerca de Ginebra, Suiza. Al igual que Bohm, él tampoco estaba satisfecho con la teoría cuántica y pensaba que tenía que haber una alternativa.

 

Como dijo posteriormente:

«Entonces, en 1952, vi el ensayo de Bohm. Su idea era completar la mecánica cuántica afirmando que hay otras variables además de las conocidas por todos. Aquello me impresionó mucho».

Bell se percató también de que la teoría de Bohm implicaba la existencia de la no localidad y se preguntaba si habría algún modo de verificarla experimentalmente.

 

Arrinconó el asunto en el fondo de la mente durante años hasta que, en 1964, gracias a un año sabático, tuvo libertad para dedicarle toda su atención. Entonces, no tardó en encontrar una prueba matemática, ingeniosa y simple, que revelaba la manera de llevar a cabo el experimento. El único problema era que requería un nivel de precisión tecnológica que todavía no era factible.

 

Para estar seguro de que partículas como las de la paradoja EPR no utilizaban medios normales de comunicación, las operaciones básicas del experimento debían llevarse a cabo en un instante tan infinitesimalmente breve que no habría tiempo suficiente para que un rayo de luz cruzara la distancia que separaba las dos partículas.

 

Eso significaba que los instrumentos utilizados en el experimento tenían que hacer todas las operaciones necesarias en millonésimas de segundo.
 

FIGURA 6

Bohm cree que las partículas subatómicas están conectadas

como lo están las imágenes de un pez en los dos monitores de televisión.

Aunque parezca que las partículas, como los electrones, están separadas unas de otras,

el hecho es que, en un nivel más profundo de

la realidad - un nivel parecido al del acuario - sólo son

aspectos distintos de una unidad cósmica más profunda.

 


Entra en el holograma
A finales de los años cincuenta, Bohm había tenido un encontronazo con el comité del senador McCarthy y se había convertido en profesor investigador en la Universidad de Bristol, Inglaterra.

 

Allí encontró otro ejemplo importante de interconexión no local, junto con un joven investigador, alumno suyo, llamado Yakir Aharonov. Ambos descubrieron que, en las circunstancias adecuadas, un electrón puede sentir la presencia de un campo magnético situado en una zona en la que la posibilidad de encontrar al electrón es cero.

 

Hoy se conoce ese fenómeno como el efecto Bohm-Aharonov; cuando publicaron su descubrimiento, muchos físicos creían que no era posible. Todavía hoy queda el suficiente escepticismo residual como para que de vez en cuando aparezcan ensayos argumentando que no existe tal efecto, a pesar de que se ha confirmado en numerosos experimentos.


Como siempre, Bohm aceptó estoicamente su incesante papel de la voz en la multitud que dice valientemente que el emperador está desnudo.

 

En una entrevista que le hicieron varios años después, resumió sencillamente la filosofía que apuntala su coraje:

«A la larga, es mucho más peligroso adherirse a una ilusión que enfrentarse al hecho real».

No obstante, la escasa respuesta que encontraron sus ideas sobre la totalidad y la no localidad, así como su propia incapacidad para encontrar la forma de avanzar, le hicieron centrar la atención en otras cuestiones.

 

Todo ello le llevó a echar una mirada más detenida al orden en la década de 1960. La ciencia clásica, por lo general, divide las cosas en dos categorías: aquéllas con una disposición ordenada de las partes y las que tienen las partes desordenadas o en una disposición azarosa. Los copos de nieve, los ordenadores y las cosas vivas son todos ellos ordenados. La distribución de un puñado de granos de café esparcidos por el suelo, los restos que deja una explosión o una serie de números generados por una ruleta son desordenados todos ellos.


Según iba tratando el asunto con más profundidad, Bohm advirtió que también había distintos grados de orden. Algunas cosas estaban mucho más ordenadas que otras, lo cual implicaba que las categorías de orden que existían en el universo podían no tener fin. A partir de ahí, se le ocurrió que las cosas que vernos desordenadas tal vez no estén desordenadas en absoluto.

 

A lo mejor tienen un orden de un «grado [tan] indefinidamente alto», que nos parece que son aleatorias (es interesante señalar que los matemáticos no son capaces de demostrar la aleatoriedad; y aunque algunas secuencias de números se clasifican como aleatorias, son sólo estimaciones dictadas por el conocimiento y la experiencia).


Mientras se hallaba inmerso en estos pensamientos, Bohm vio un artilugio en un programa de televisión de la BBC que le ayudó a desarrollar un poco más sus ideas. El artilugio en cuestión era un bote diseñado especialmente que contenía un gran cilindro rotatorio. Se había llenado de glicerina (un líquido espeso y claro) el estrecho espacio que había entre el cilindro y el bote y una gota de tinta flotaba inmóvil sobre la glicerina.

 

Lo que interesó a Bohm fue que, cuando se giraba la manivela del cilindro, la gota de tinta se extendía por la espesa glicerina y parecía que desaparecía. Pero en cuanto se giraba la manivela en la dirección opuesta, el resto de tinta desvanecido lentamente se plegaba sobre sí mismo y formaba de nuevo la gotita (véase fig. 7).


Escribe Bohm:

«Inmediatamente pensé que estaba muy relacionado con la cuestión del orden, pues cuando la gota de tinta se extendía, tenía todavía un orden "oculto" (es decir, no manifiesto) que se revelaba cuando se reconstituía.

 

Por otra parte, en nuestro lenguaje habitual diríamos que cuando la tinta estaba diluida en la glicerina, estaba en un estado de "desorden". Aquello me hizo ver que tenían que intervenir nuevas nociones de orden».

FIGURA 7

Cuando se echa una gota de tinta en un bote lleno de glicerina y se gira un cilindro

que hay en su interior, parece que la gota se extiende y desaparece.

Pero cuando el cilindro se gira en la dirección opuesta, la gota surge de nuevo.

Bohm utiliza este fenómeno para ejemplificar

cómo el orden puede ser manifiesto (explícito) u oculto (implícito).
 

El descubrimiento le llenó de entusiasmo, porque le proporcionaba una forma nueva de contemplar muchos de los problemas que había estado considerando. Poco después de toparse con el artilugio de la tinta y la glicerina, encontró una metáfora aún mejor para entender el orden, una metáfora que le permitía no sólo atar los diversos cabos de años de cavilaciones, sino también hacerlo con tal fuerza explicativa que casi parecía haber sido expresamente concebida con ese fin. Era el holograma.


En cuanto Bohm empezó a reflexionar sobre el holograma, vio que también proporcionaba una forma nueva de entender el orden.

 

Al igual que la mancha de tinta en estado disperso, los patrones de interferencia grabados en una película holográfica parecían desordenados a simple vista. Ambos poseen un orden que está oculto o envuelto del mismo modo en que, en un plasma, el orden está envuelto en la conducta aparentemente aleatoria de cada uno de sus electrones.

 

Pero ésta no era la única revelación que hacía el holograma.


Cuanto más pensaba en ello, más persuadido estaba de que el universo utilizaba realmente principios holográficos en sus operaciones; se convenció de que el universo era en sí mismo una especie de holograma gigante y fluido y esa idea permitió que sus diversas revelaciones cristalizaran en un conjunto general y coherente.

 

Publicó sus primeros trabajos sobre su visión holográfica del universo a principios de la década de 1970, y en 1980 presentó un compendio meditado y maduro de sus pensamientos en un libro titulado La totalidad y el orden implicado, en donde no se limitó a reunir sus miles de ideas, sino que las transfiguró en una nueva manera de mirar la realidad tan increíble como radical.

 


Órdenes envueltos y realidades desenvueltas
Una de las afirmaciones más sorprendentes de Bohm es que la realidad tangible de nuestras vidas cotidianas es realmente una especie de ilusión, como una imagen holográfica.

 

Por debajo de la misma hay un orden de existencia más profundo, un nivel de realidad vasto y primario que da origen a todos los objetos y apariencias del mundo físico, de la misma manera que una placa holográfica da origen al holograma. Bohm llama orden implicado (que significa «envuelto») a ese nivel más profundo de la realidad, y se refiere a nuestro nivel de existencia como el orden explicado o desenvuelto.


Utiliza esos términos porque ve la manifestación de todas las formas del universo como resultado de incontables envolvimientos y desenvolvimientos entre los dos órdenes. Cree, por ejemplo, que un electrón no es una cosa sino una totalidad o un conjunto envuelto en todo el espacio. Cuando un instrumento detecta la presencia de un solo electrón, se debe simplemente a que se ha desenvuelto un aspecto del conjunto del electrón, algo parecido a la gota de tinta que se desenvuelve de la glicerina, en esa situación en concreto.

 

Cuando parece que un electrón se mueve, se debe a una serie continua de envolvimientos y desenvolvimientos.


Dicho de otra forma: los electrones y las demás partículas no son más sustanciales ni más permanentes que la forma que adopta un geiser cuando sale a borbotones de una montaña.

 

Los sostiene una afluencia constante del orden implicado. Y cuando parece que se destruye una partícula, no está perdida, sencillamente se ha vuelto a envolver en el orden más profundo del que surgió. Una película holográfica y la imagen que genera constituyen también un ejemplo de los órdenes implicado y explicado. La película es el orden implicado porque la imagen codificada en sus patrones de interferencia es un todo oculto envuelto en la totalidad.

 

El holograma que se proyecta a partir de la película es el orden explicado porque representa la versión perceptible y desenvuelta de la imagen.
 

El intercambio fluido y constante entre los dos órdenes explica que las partículas puedan cambiar de forma y convertirse de un tipo de partícula en otro, como el electrón en el positronio.

 

Cambios como éste se pueden interpretar como que una partícula, digamos un electrón, se envuelve de nuevo en el orden implicado mientras que otra, un fotón, se desenvuelve y ocupa su lugar. El intercambio explica también que un quantum pueda manifestarse como partícula o como onda. Según Bohm, ambos aspectos están siempre envueltos en un conjunto cuántico y lo que determina qué aspecto se desenvuelve y cuál permanece oculto es la manera en que el observador interactúa con el conjunto.

 

El papel que juega el observador en la determinación de la forma que adopta un quantum no es más misterioso que el que juega un joyero cuando al manipular una piedra preciosa decide qué facetas serán visibles y cuáles no. Como el término «holograma» se refiere habitualmente a una imagen estática y ésta no transmite la naturaleza dinámica y siempre activa de los incalculables envolvimientos y desenvolvimientos que crean el universo momento a momento, Bohm prefiere describir el universo no como holograma, sino como «holomovimiento».


La existencia de un orden más profundo, organizado holográficamente, explica también que la realidad se haga no local en el nivel subcuántico.

 

Como hemos visto, cuando algo está organizado holográficamente, deja de funcionar toda semejanza con la localización. Decir que cada parte de una película holográfica contiene toda la información que posee toda la película es sólo otra forma de decir que la información está distribuida de forma no local.

 

De ahí que si el universo está organizado con arreglo a principios holográficos, se puede esperar que también tenga propiedades no locales.

 


La totalidad no dividida de todas las cosas
Lo que más nos llena de perplejidad son las ideas plenamente desarrolladas de Bohm acerca de la totalidad.

 

Como en el cosmos todo está hecho del tejido holográfico ininterrumpido del orden implicado, a juicio de Bohm tiene tan poco sentido pensar que el universo está formado por «partes», como creer que los distintos surtidores de una fuente son independientes del agua de la que fluyen. Un electrón no es una «partícula elemental»; es sólo el nombre que se da a cierto aspecto del holomovimiento.

 

Dividir la realidad en partes y después darles nombre es siempre arbitrario, un convencionalismo, porque las partículas subatómicas (y todas las demás cosas que hay en el universo) no están más separadas unas de otras que los distintos dibujos de una alfombra estampada.
 

Es una idea profunda. Einstein asombró al mundo cuando afirmó, en la teoría de la relatividad, que el espacio y el tiempo no son magnitudes independientes, sino que están unidas uniformemente y forman parte de un todo mayor que él denominó «continuo espacio-tiempo». Bohm lleva esa idea un paso - gigante - más allá.

 

En su opinión, todo lo que hay en el universo forma parte de un continuo. A pesar de la aparente separación de las cosas en el orden explicado, todo es una extensión continua de todo lo demás y, al final, hasta los órdenes implicado y explicado se funden el uno con el otro.


Tómate un momento para pensar en esto. Mírate la mano. Ahora mira la luz que surge de la lámpara que tienes al lado. Mira al perro que reposa a tus pies. No se trata meramente de que estéis hechos de lo mismo. Es que sois la misma cosa. Una cosa. No dividida. Un algo inmenso que ha extendido sus brazos y sus apéndices incontables hacia todos los objetos visibles, hacia los átomos, los mares turbulentos y las estrellas centelleantes del cosmos.


Bohm advierte que esto no significa que el universo sea una masa gigante indiferenciada. Las cosas pueden formar parte de un todo no dividido y poseer cualidades propias únicas. Para aclarar lo que quiere decir, dirige la mirada a los pequeños remolinos que se forman a menudo en los ríos. A primera vista, parece que son cosas independientes y tienen muchas características individuales como el tamaño, la velocidad, la dirección de rotación, etcétera.

 

No obstante, un análisis minucioso revela que es imposible determinar dónde termina un torbellino y dónde empieza el río. Del mismo modo, Bohm no insinúa que las diferencias entre las «cosas» carezcan de significado.

 

Sólo quiere que sepamos constantemente que la división en «cosas» de diversos aspectos del holomovimiento siempre es una división teórica, una forma de hacer destacar esos aspectos en nuestra percepción por la forma en que pensamos. En un intento de corregirlo, en vez de llamar «cosas» a los diferentes aspectos del holomovimiento, prefiere llamarlos «subtotalidades relativamente autónomas».


Lo cierto es que Bohm cree que la tendencia casi universal a fragmentar el mundo y a prescindir de la interconexión dinámica que existe entre todas las cosas es la causa de muchos problemas, no sólo en el campo de la ciencia, sino también en nuestras vidas y en nuestra sociedad.

 

Por ejemplo, creemos que podemos extraer las partes valiosas de la tierra sin afectar a la totalidad. Creemos que es posible tratar partes del cuerpo sin preocuparnos por la totalidad. Creemos que podemos tratar diversos problemas de la sociedad como el crimen, la pobreza o la adicción a las drogas sin estudiar los problemas de la sociedad en cuanto totalidad, etcétera.

 

En sus escritos, Bohm argumenta vehementemente que nuestra forma actual de fragmentar el mundo en partes no sólo no funciona, sino que puede llevarnos a la extinción.

 


La consciencia como una forma más sutil de materia
Además de explicar por qué los teóricos de la física cuántica encuentran tantos ejemplos de interconexión cuando se sumergen en las profundidades de la materia, el universo holográfico de Bohm explica otros muchos misterios.

 

Uno de ellos es el efecto que parece tener la consciencia en el mundo subatómico. Como hemos visto, aunque Bohm rechaza la idea de que las partículas no existen hasta que son observadas, en principio no se opone al intento de unir la física y la consciencia. Cree simplemente que la mayoría de los físicos lo abordan de manera equivocada, tratando de fragmentar la realidad una vez más y afirmando que una cosa independiente como la consciencia interactúa con otra cosa independiente como una partícula subatómica.


Como todas esas cosas son aspectos del holomovimiento, Bohm opina que no tiene sentido hablar de interacción entre la consciencia y la materia.

 

En cierto sentido, el observador es el observado. El observador es también el aparato medidor, los resultados de los experimentos, el laboratorio y la brisa que sopla fuera del laboratorio. De hecho, piensa que la consciencia es una forma más sutil de materia y que la base de toda relación entre las dos no se encuentra en nuestro nivel de realidad, sino en las profundidades del orden implicado.

 

La consciencia está presente en diversos grados del envolvimiento y del desenvolvimiento de la materia y tal vez sea ésa la causa de que los plasmas posean características de cosas vivas.

 

Como dice Bohm,

«la capacidad de la forma para ser activa es el rasgo más característico de la mente, y con el electrón ya tenemos algo semejante a la mente».

De manera similar, cree que tampoco tiene sentido dividir el universo en cosas vivas y cosas no vivas.

 

La materia animada y la materia inanimada están entretejidas inseparablemente y la vida también está envuelta en la totalidad del universo. Hasta una roca está viva en cierto modo, afirma Bohm, porque la vida y la inteligencia están presentes, no ya en toda la materia, sino también en la «energía», en el «espacio», en el «tiempo», en «el tejido del universo entero» y en todo lo demás que sacamos del holomovimiento y contemplamos erróneamente como cosas independientes.


La idea de que la consciencia y la vida (y, de hecho, todas las cosas) son conjuntos envueltos en todo el universo tiene un lado secundario igualmente asombroso.

 

Al igual que cada trocito de un holograma contiene la imagen del todo, cada porción del universo contiene el todo. Esto significa que podríamos encontrar la galaxia Andrómeda en la uña del dedo gordo de nuestra mano izquierda si supiéramos cómo acceder a ella.

 

Asimismo, podríamos encontrar a Cleopatra cuando se reunió con César por primera vez, porque, en principio, todo el pasado y las repercusiones para todo el futuro también están encubiertos en cada pequeña región del espacio y del tiempo. El cosmos entero está envuelto en cada célula de nuestro cuerpo.

 

Y lo mismo hace cada hoja, cada gota de lluvia, cada mota de polvo, lo cual da un significado nuevo al famoso poema de William Blake:

 

Ver un mundo en un grano de arena
Y un cielo en una flor silvestre,
Abarcar el infinito en la palma de la mano
Y la eternidad en una hora.

 

 


La energía de un billón de bombas atómicas en cada centímetro cúbico del espacio
Si nuestro universo es sólo una pálida sombra de un orden más profundo, ¿qué más yace oculto, envuelto en la trama y la urdimbre de nuestra realidad?

 

Bohm tiene una sugerencia. Según los conocimientos actuales de la física, todas las zonas del espacio están plagadas de distintos tipos de campos formados por ondas de longitud variable. Cada onda tiene siempre algo de energía al menos.

 

Cuando los físicos calcularon la cantidad mínima de energía que puede tener una onda, averiguaron que ¡cada centímetro cúbico de espacio vacío contiene más energía que la energía total de toda la materia que existe en el universo conocido!


Algunos físicos se niegan a tomarse en serio un cálculo como ése y creen que debe de estar equivocado de un modo u otro. Según Bohm, es verdad que existe ese mar infinito de energía y que al menos nos dice algo sobre la inmensa naturaleza oculta del orden implicado. Cree que la mayor parte de los físicos hacen caso omiso de la existencia de ese mar enorme de energía porque, como peces que no son conscientes del agua en que nadan, han aprendido a concentrarse primordialmente en los objetos inmersos en el mar, en la materia.


La idea de Bohm de que el espacio es tan real y tan rico en procesos como la materia que se mueve en él, llega a su plena madurez en sus tesis sobre el mar implicado de energía.

 

La materia no existe con independencia de ese mar, del llamado «espacio vacío». Es una parte del espacio. Para explicar lo que quiere decir, Bohm propone la siguiente analogía: un cristal enfriado hasta el cero absoluto permitirá que un chorro de electrones lo atraviese sin esparcirlos. Si se sube la temperatura, se producirán grietas en el cristal que echarán a perder su transparencia, por decirlo así, y los electrones empezarán a esparcirse.

 

Desde el punto de vista de un electrón, las grietas parecerían trozos de «materia» flotando en un mar de nada, pero no es eso lo que ocurre realmente. La nada y los trozos de materia no existen con independencia unos de otros. Forman parte del mismo tejido, del orden más profundo del cristal.


Bohm cree que en nuestro nivel de existencia sucede lo mismo. El espacio no está vacío. Está lleno, es un pleno en vez de un vacío y constituye la base de la existencia de todo, incluidos nosotros mismos.

 

El universo no está separado de este mar cósmico de energía; es una onda en su superficie, un «patrón de excitación» comparativamente pequeño en medio de un océano inimaginablemente inmenso.

«Este patrón de excitación es relativamente autónomo y origina proyecciones aproximadamente recurrentes, estables y separables en un orden explicado de manifestación tridimensional», afirma Bohm.

En otras palabras: a pesar de su materialidad aparente y de su enorme tamaño, el universo no existe en sí mismo y por sí mismo, sino que es un hijastro de algo mucho más vasto e inefable.

 

Más aún: no es siquiera una gran producción de ese algo más vasto, sino sólo una sombra pasajera, un problema menor en el gran esquema de las cosas.


El mar infinito de energía no es todo lo que está envuelto en el orden implicado. Dado que el orden implicado es la base que ha dado origen a todo lo que hay en nuestro universo, contiene también como mínimo todas las partículas subatómicas que han sido o serán, toda forma posible de materia, energía, vida y consciencia, desde los quásares al cerebro de Shakespeare, desde la doble hélice de la estructura de la molécula del ADN hasta las fuerzas que controlan el tamaño y la forma de las galaxias. Y ni siquiera esto es todo lo que puede contener.

 

Bohm admite que no hay razón para creer que el orden implicado es el fin de las cosas. Más allá puede haber otros órdenes jamás soñados, etapas infinitas de una evolución ulterior.

 


Apoyo experimental al universo holográfico de Bohm
Hay varios descubrimientos fascinantes en el campo de la física que sugieren que Bohm puede tener razón.

 

Aun dejando aparte el mar implicado de energía, el espacio está lleno de luz y de otras ondas electromagnéticas que se entrecruzan e interfieren entre sí constantemente. Como hemos visto, las partículas son también ondas. Esto significa que los objetos físicos y todo lo demás que percibimos en la realidad están compuestos por patrones de interferencia, lo cual tiene consecuencias holográficas innegables.


Otro dato convincente procede de un descubrimiento realizado en un experimento reciente. En los años setenta, la tecnología estaba lo suficientemente avanzada como para llevar a cabo el experimento de las dos partículas planteado por Bell, y varios investigadores acometieron la tarea. Aunque hicieron descubrimientos prometedores, ninguno fue capaz de obtener resultados concluyentes.

 

Posteriormente, en 1982, tuvieron éxito los físicos Alain Aspect, Jean Dalibard y Gérard Roger del Instituto de Óptica de la Universidad de París. En primer lugar, produjeron una serie de fotones gemelos calentando átomos de calcio con láser. Luego, permitieron que cada fotón se desplazara en una dirección opuesta por un conducto de seis metros y medio y pasara por unos filtros especiales que los dirigían hacia uno de los dos analizadores de polarización posibles.

 

Cada filtro tardó diez mil millonésimas de segundo en cambiar de un analizador al otro, alrededor de treinta mil millonésimas de segundo menos de lo que tardó la luz en recorrer los 13 metros que separaban cada juego de fotones. De esta manera, Aspect y sus colegas consiguieron descartar toda posibilidad de que los fotones pudieran comunicarse a través de cualquier proceso físico conocido.


Aspect y su equipo descubrieron que, como predecía la teoría cuántica, cada fotón todavía era capaz de relacionar su ángulo de polarización con el de su gemelo.

 

Eso significaba que o bien se estaba contraviniendo la negativa de Einstein a aceptar la posibilidad de una comunicación más rápida que la luz, o bien las dos fotones estaban conectados de forma no local. Como la mayoría de los físicos se oponen a admitir dentro de la física procesos más rápidos que la luz, el experimento de Aspect se contempla por lo general como una prueba material de que la conexión entre los dos fotones no es local.

 

Además, como observa Paul Davis, físico de la Universidad de Newcastle-upon-Tyne, Inglaterra, dado que todas las partículas están continuamente interactuando y separándose,

«el aspecto no local de los sistemas cuánticos es pues una propiedad general de la naturaleza».

Los descubrimientos de Aspect no demuestran que el modelo de universo de Bohm sea correcto, pero le dan un respaldo enorme.

 

De hecho, como hemos mencionado ya, en opinión de Bohm, ninguna teoría es correcta en un sentido absoluto, ni siquiera la suya. Todas las teorías no son más que aproximaciones a la verdad, mapas finitos que usamos para intentar representar un territorio infinito e indivisible.

 

Esto no significa que Bohm crea que su teoría no es demostrable.

 

Está seguro de que, en algún momento en el futuro, se desarrollarán técnicas que permitirán someter a prueba sus ideas (cuando a Bohm le critican este punto, señala que hay varias teorías en física, como la «teoría de las supercuerdas», que probablemente no podrán demostrarse durante varias décadas).

 


La reacción de la comunidad física
La mayoría de los físicos contemplan las ideas de Bohm con escepticismo.

 

Por ejemplo, el físico de Yale Lee Smoling simplemente no encuentra la teoría de Bohm «muy convincente, físicamente». Sin embargo, existe un respeto casi universal por la inteligencia de Bohm.

 

La opinión de Abner Shimony, físico de la Universidad de Boston, es representativa en este sentido:

«Me temo que simplemente no entiendo su teoría. Es una metáfora, ciertamente, y la cuestión es cómo interpretar literalmente esa metáfora. No obstante, ha pensado profundamente sobre el tema y creo que ha prestado un servicio enorme al poner esas cuestiones al frente de la investigación de la física, en lugar de haberse limitado a silenciarlas. Ha sido un hombre valeroso, audaz e imaginativo».

Aparte de ese escepticismo, también hay físicos que ven con simpatía las ideas de Bohm, entre otros figuran mentes privilegiadas como Roger Penrose, de Oxford, creador de la teoría moderna del agujero negro, Bernard d'Espagnat, de la Universidad de París, una de las autoridades mundiales más importantes sobre los fundamentos conceptuales de la teoría cuántica, y Brian Josephson, de Cambridge, ganador del premio Nobel de Física en 1973.

 

En opinión de Josephson, el orden implicado de Bohm puede llegar algún día a incluir a Dios, o la Mente, en el marco de la ciencia, una idea que Josephson apoya.

 


Pribram y Bohm, juntos
Consideradas conjuntamente, las teorías de Bohm y de Pribram proporcionan una forma nueva y profunda de ver el mundo: nuestros cerebros construyen matemáticamente la realidad objetiva interpretando frecuencias que son, en última instancia, proyecciones de otra dimensión, de un orden más profundo de la existencia que está más allá del tiempo y del espacio.

 

El cerebro es un holograma envuelto en un universo holográfico.


Esta síntesis hizo que Pribram se percatara de que el mundo objetivo no existe, al menos en la manera en que estamos acostumbrados a creer. Lo que hay «ahí fuera» es un vasto mar de ondas y frecuencias y la realidad nos parece concreta sólo porque nuestros cerebros son capaces de tomar la confusa nube holográfica y convertirla en palos y piedras y demás objetos familiares que constituyen nuestro mundo.

 

¿Cómo puede el cerebro (que en sí mismo está compuesto por frecuencias de materia) tomar algo tan insustancial como una nube borrosa de frecuencias y hacer que parezca sólida al tacto?

«La clase de proceso matemático que Bekesy simuló con los vibradores es fundamental para entender la forma en que nuestros cerebros construyen la imagen que tenemos del mundo exterior», declara Pribram.

En otras palabras: la lisura de una pieza de buena porcelana china y el tacto de la arena de la playa bajo los pies en realidad no son sino versiones elaboradas del síndrome del miembro fantasma.


De acuerdo con Pribram, esto no significa que no haya tazas de porcelana y granos de arena ahí fuera. Significa simplemente que la realidad de una taza de porcelana tiene dos aspectos muy distintos. Cuando se filtra a través de la lente del cerebro, se manifiesta como una taza. Pero si pudiéramos librarnos de nuestras lentes, la experimentaríamos como un patrón de interferencia. ¿Cuál es la real y cuál es una ilusión? «Para mí ambas son reales - dice Pribram - o, si queréis, ninguna de las dos es real».


Ese estado de cosas no se limita a las tazas de porcelana.

 

También nosotros tenemos dos aspectos muy distintos en nuestra realidad. Podemos vernos como cuerpos físicos que se mueven por el espacio. O podemos vernos como una nube borrosa de patrones de interferencia envueltos en todo el holograma cósmico. Bohm cree que el segundo punto de vista podría ser el más correcto, porque pensar en nosotros como una mente/cerebro holográfico que mira un universo holográfico es un pensamiento teórico nuevamente, un intento de separar dos cosas que al final no pueden separarse.


No te preocupes si esto te resulta difícil de entender. La idea del holismo es relativamente fácil de comprender en algo externo a nosotros, como una manzana en un holograma. Lo que hace que sea difícil es que, en este caso, no estamos mirando un holograma. Somos parte del holograma.


La dificultad es también otro indicio de lo radical que es la revisión de nuestra manera de pensar que intentan llevar a cabo Bohm y Pribram. Sin embargo, no es la única revisión radical. La afirmación de Pribram de que el cerebro construye objetos palidece ante otra de las conclusiones de Bohm: construimos el tiempo y el espacio.

 

Las repercusiones de tal afirmación son uno de los temas que examinaremos al analizar el efecto de las ideas de Bohm y Pribram en la obra de investigadores de otros campos.
 

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