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por Christian Bronstein
Noviembre 2013 - Abril 2014
del Sitio Web
PijamaSurf

El arquetipo de la Madre
ha recorrido nuestro
inconsciente simbólico bajo diversas formas,
pero con una constante en su
significado:
la fertilidad creadora,
que viene acompañada de una
divinidad masculina
que da origen a la naturaleza
cíclica
del mundo y el pensamiento.
Parte 1
27 Noviembre 2013
I. La Era de
la Madre
Desde que el antropólogo suizo Johann Bachofen concibiera, a
fines del siglo XIX, el concepto de "matriarcado" para describir el
modo de organización social de las sociedades humanas previas a la
existencia de las llamadas "culturas clásicas" (griega y romana),
incontables investigadores y teóricos culturales se han ocupado
profusamente de este tema y, a pesar de los numerosos aspectos aún
inciertos, existe hoy en día un consenso general sólidamente
establecido al respecto.
Hasta donde se sabe, el llamado matriarcado fue un fase de varios
miles de años que la mayoría de las culturas ha atravesado, fase que
puede trazarse aproximadamente entre la invención de la agricultura
y de la escritura, o entre el período neolítico y la Edad de hierro.
Las culturas llamadas "matriarcales" no
se caracterizaban, como en principio se pensó, por ser sociedades en
las que las mujeres detentaban por sí solas todo el poder político y
social, imponiendo su voluntad a los hombres.
Por ello muchos autores critican el
término matriarcado ("el gobierno de la madre") como un prejuicio
surgido de las dicotomías simplistas e irónicamente patriarcales del
pensamiento moderno, y prefirieren caracterizar a estas sociedades
como "matrilineales" o "matrifocales", culturas en las que la
descendencia seguía a través de la línea materna.
Si bien en estas sociedades las mujeres
eran respetadas y, en muchos casos, tenían importantes roles
sociales, el predominio de lo femenino y lo materno no parece
haberse expresado tanto en la esfera social como sí en la
psicológica.
¿Cuáles eran, entonces, los rasgos
característicos de estas culturas?

La diosa babilónica
Ishtar
(c. 2000 a.C.)
El aspecto más sobresaliente de estas sociedades consiste en su
adoración a un Principio Femenino, expresado en la forma de una
diosa madre como figura religiosa central.
Una de las explicaciones más evidentes
de esto radica en que la actividad más importante de la vida social
en estas culturas era la agricultura.
La Gran Madre, cuya manifestación
visible era todo el reino natural, era concebida como la fuente y el
sostén de todo lo existente: de su simbólico vientre todas las cosas
surgían y hacía éste retornaban.
En términos de la psicología analítica
de Carl Gustav Jung, toda la cultura se sostenía sobre la
predominancia simbólica del arquetipo de la Madre.
"Por supuesto, es lógico que la más
primitiva representación del poder divino en forma humana haya
sido más bien femenina que masculina. Cuando nuestros ancestros
empezaron a formularse las eternas preguntas (¿de dónde venimos
al nacer? ¿a dónde vamos después de morir?), tuvieron que haber
observado que la vida emerge del cuerpo de una mujer.
Para ellos debe haber sido natural
imaginar el universo como una Madre bondadosa que todo lo da, de
cuyo vientre emerge toda vida y al cual, como en los ciclos
vegetales, se retorna después de la muerte para volver a nacer…"
(Riane Eisler, El Cáliz y la
Espada, 1987).
A medida que la revolución de la
agricultura iba transformando el modo de vida de las anteriores
sociedades de cazadores y recolectores, la Diosa fue ocupando cada
vez más el papel central en el orden divino del mundo, dentro de un
rico panteón de espíritus y divinidades menores.
Una Madre Cósmica,
"…cuyo cuerpo es el Cáliz divino que
contiene el milagro del nacimiento y el poder de transformar la
muerte en vida, a través de la misteriosa regeneración cíclica
de la naturaleza".
(Ibid, 1987)
La Gran Madre de nuestros ancestros tuvo
muchos nombres.
Era llamada,
Sus dos símbolos arquetípicos más
antiguos y predominantes fueron la luna y la serpiente.
En sus cíclicas fases, la luna
representaba los tres aspectos de la Diosa:
-
la luna creciente era la
doncella, la exuberante juventud de la vida
-
la luna llena era la
mujer encinta, la madre cuidadora
-
la luna nueva era la
anciana sabia, o la bruja, la madre devoradora, poseedora de los
oscuros misterios de la muerte
La serpiente-falo, por su parte,
presente en todas las culturas matriarcales, fue el símbolo central
de las fuerzas telúricas y sexuales, así como de la regeneración
cíclica de la vida.

Ligado a este "naturalismo sagrado", las cosmovisiones de esta forma
de consciencia prehistórica eran panteístas, lo que significa que no
existía para ellas una dicotomía rotunda entre un "mundo natural" y
un "mundo divino", ya que tanto el mundo subterráneo (de la muerte),
como el mundo celestial (del cielo y de los astros) y el mundo
terrenal (de las plantas, los animales y los hombres) eran aspectos
o dimensiones de un único mundo en el que los poderes divinos se
manifestaban, dando forma a todos los fenómenos.
El antropólogo Lévy-Bruhl, al referirse a la mentalidad
antigua propia de las culturas prehistóricas, denominará este tipo
de conciencia "participación mística", un modo de pensar y de
ser-en-el-mundo en el cual no existía una separación clara entre el
conocedor y lo conocido.
No era posible, en esta conciencia,
concebir una separación tajante entre lo que llamamos "mundo
interior" (o "yo") y lo que llamamos "mundo exterior".
La consecuencia evidente era que el
hombre no era capaz de concebirse como separado de la naturaleza.
"El ser humano primordial percibe el
mundo natural que lo rodea como impregnado de sentido, sentido
cuyo significado es al mismo tiempo humano y cósmico…
El mundo está animado por las mismas
realidades de resonancia psicológica que los seres humanos
experimentan en sí mismos. Hay continuidad entre el mundo
interior del hombre y el mundo exterior".
(Richard Tarnas, Cosmos y Psique,
2009).
La naturaleza, en otras palabras, era
vivida y experimentada como viva y sagrada, en toda su
irracionalidad, horror y belleza.
Puede decirse, por otra parte que, en muchos aspectos, este modo de
conciencia poco discriminatorio impedía a la cultura reflexionar
sobre sus propios paradigmas, cuestionar la "verdad" establecida de
sus mitos y su organización social, fomentando un estatismo tribal
incapaz de evolución o autocrítica.
El conocimiento humano de estas primeras
culturas agrarias era aún rudimentario comparado al nuestro y estaba
atravesado por tabúes y supersticiones de carácter simbólico e
inconsciente que condicionaban profundamente la vida social.

Kali,
el aspecto oscuro de la Diosa en la India
Dentro de este marco, debe incluirse la cultura del sacrificio
ritual, ya que la Diosa tenía también un aspecto oscuro:
la muerte (la Madre Devoradora
arquetípica), presente como la amenaza constante de las salvajes
e incontrolables fuerzas de la naturaleza.
Y si bien la vida y la muerte parecen
haber sido concebidas como un continuo interminable dentro de la
Gran Madre, el temor a la extinción física podía ser también una
realidad inmediata y aterradora.
Para apaciguar este aspecto de la Diosa,
las culturas matriarcales habrían recurrido al sacrificio
substitutorio (un modo de "soborno divino", podría decirse): la
ofrenda ritual de animales y, de ser necesario, humanos.
"La Gran Madre es al mismo tiempo la
Gran Protectora y la Gran Destructora, la Gran Devoradora, lo
que H.S. Sullivan, en fin, denominaba la Buena Madre y la Mala
Madre…
Aquí precisamente se asienta la
dinámica y el fundamento psicológico del ritual, ya que para
apaciguar a la Gran Madre, para que la Gran Protectora no
termine convirtiéndose en la airada Destructora, es necesario
llevar a cabo determinados ritos."
(Ken Wilber, Después del Edén,
1981)
Así mismo, Jung señalará que, dado que
el desarrollo de la individualidad era mínimo, en este tiempo
conceptos como la "subjetividad" prácticamente no tenían lugar, ya
que el ego ("yo") emergente estaba todavía casi completamente
sumergido o identificado con la colectividad de su grupo social.
Sin embargo, está carencia de
subjetividad y de distancia crítica frente a las tradiciones
establecidas parece haber sido complementada o suplida justamente
con un gran apego a los valores y propósitos colectivos, lo que dio
lugar a culturas extraordinariamente pacíficas y estables, que
convivían en una relativa armonía, sin signos de guerras, opresión o
esclavitud, y sin diferencias marcadas de poder entre los sexos.
Basándose en los hallazgos de la antropología, muchos autores han
concluido que en estas culturas valores como el poder, la conquista
y el heroísmo, tan propios de la cultura occidental clásica,
parecían estar prácticamente ausentes.
En su lugar, predominaba un universo
simbólico que orbitaba en torno a los valores maternales, la
fertilidad, la belleza y la cooperación colectiva.
"Las divinidades de estos pueblos no
llevan lanzas, espadas ni relámpagos, ni se han hallado
sepulturas de jefes especialmente lujosas que sugieran una
organización jerárquica de la sociedades con líderes poderosos y
una población sumisa.
No existen imágenes que celebren la
guerra, ni siquiera que la representen… no se había hecho
hincapié en la elección de lugares elevados, en construir muros
de tamaño desmesurado o armas para protegerse de los enemigos.
Aún más, la colina o montaña se
elegía como lugar de construcción de un santuario, no como
campamento fortificado o ciudadela… Más bien, incontables
ilustraciones de la naturaleza atestiguan el sentido que estos
pueblos tenían de la belleza y de la sacralidad de la vida."
(Anne Baring & Jules Cashford, El
Mito de la Diosa, 1991)

Deméter, diosa griega de la cosecha (siglo III a.C.)
Como ha mostrado la psicología profunda, las religiones y las
mitologías reflejan la estructura, los valores y la organización de
las culturas en las que emergen.
Por ello,
"es comprensible que las sociedades
con tal imagen de los poderes que gobiernan el universo,
tuvieran una estructura social muy diferente de aquellas que
veneran a un Padre divino que empuña un relámpago o una espada.
Y parece aún más lógico que en
aquellas sociedades que conceptuaban en forma femenina a los
poderes que regían el universo, las mujeres no hayan sido
consideradas como sumisas y que las cualidades 'afeminadas'
tales como el cariño, la compasión y la no violencia hayan sido
altamente valoradas."
(Riane Eisler, Ibid)
Intentando evitar las idealizaciones
míticas, que descansan siempre bajo la arquetípica fascinación del
Paraíso Perdido, y aunque nos resulte difícil de asimilar, la
evidencia arqueológica parece hablarnos con bastante elocuencia de
un extenso período en la historia del ser humano que fue próspero,
relativamente igualitario y pacífico durante más de 2.000 años.
Pero en los últimos siglos de la Era de
bronce, la historia humana sufrió una increíble y brutal
transformación.
II. La Era del
Héroe
De forma general, en las mitologías matriarcales, la Diosa Madre
estaba siempre acompañada de una figura menor, divinidad de la
fertilidad, que parece haber sido a la vez tanto la manifestación de
su poder como de su bondadosa superabundancia creativa:
esta figura era su hijo-amante,
representado en muchas culturas por el toro o el león y, más
tarde, como un joven dios masculino.
El destino ineludible de esta edípica
divinidad, simbolizado en el mito y el rito, era nacer como hijo
cada verano para unirse como amante a su madre durante cada
primavera en el
hierosgamos ("matrimonio sagrado") que fecundaba y
revitalizaba la tierra, y morir cada invierno, para ser resucitado
nuevamente por el poder divino de su madre con el comienzo de un
nuevo verano.
"En el mismo sacrificio, el
dios-consorte se une a la Gran Madre y luego renace o resucita
(transformándose, a lo largo de este proceso, en su propio
padre)…
Adviértase que ésta es precisamente
la fórmula de María y Jesús, en la que ella es, al mismo tiempo,
la madre del dios muerto y resucitado (Jesús) y la esposa virgen
del dios (el Padre).
Pero, antes de María y Jesús, fueron
Damuzi e Inanna, Tamuz e Isthar, Osiris e Isis… una historia
muy, muy antigua."
(Ken Wilber, Ibid)

"Teseo Libertador",
Affreschi Romani
Ercolano
El psicólogo analítico Eric Neumann dirá que esta divinidad
vinculada inexorablemente a la Gran Madre constituye las primeras e
incipientes representaciones del yo (ego) humano en y frente al
mundo que lo rodeaba.
En uno de los clásicos más perdurables e
influyentes del pensamiento junguiano,
Los orígenes e historia de la
conciencia, Neumann rastrea la progresiva transformación de este
hijo subordinado o dependiente en el arquetipo del Héroe, que
impregnará los mitos de todas las culturas humanas, hasta nuestros
días.
Para Neumann, el arquetipo del héroe no
es sino el arquetipo de la propia conciencia humana en su lucha por
la emancipación simbólica de las condiciones inconscientes que
constituyen su seno materno.
En su lucha y conquista de la individualidad y la autoconciencia
frente a su condición tribal inconsciente y su inmersión en el grupo
colectivo, el joven dios, subordinado de la fertilidad, deberá
cortar el vínculo que lo unía a su madre, emancipándose a sí mismo,
y convirtiéndose al mismo tiempo en un líder revolucionario, un
auténtico faro de renovación colectiva.
Como ejemplifica el mitólogo Joseph
Campbell,
"una multitud de hombres y mujeres
escoge el camino menos aventurado de las rutinas cívicas y
tribales relativamente inconscientes. Pero estos viajeros
también se salvan en virtud de las ayudas heredadas y
simbólicas de la sociedad, los ritos de iniciación… que han
funcionado por milenios."
Pero,
"sólo el nacimiento puede conquistar
la muerte, el nacimiento no de algo viejo, sino de algo nuevo
[...].
El héroe, por lo tanto, es el hombre
o la mujer que ha sido capaz de combatir y triunfar sobre sus
limitaciones históricas personales y locales y ha alcanzado las
formas humanas generales, válidas y normales […].
Su segunda tarea y hazaña formal ha
de ser (como todas las mitologías de la humanidad indican)
volver a nosotros, transfigurado y enseñar las lecciones que ha
aprendido sobre la renovación de la vida."
(Joseph Campbell, El Héroe de las
Mil Caras, 1959)

Benvenuto Cellini
Perseo y la Medusa
A finales de la
Edad de bronce y principios de la
Edad de hierro,
tanto en el sur de Oriente como en Occidente, una nueva mitología se
estaba imponiendo.
Es la Era de los héroes solares. El
amanecer de esta nueva conciencia heroica generaría la inversión
total del sistema valores y símbolos de los antiguos matriarcados.
La serpiente, representación ancestral
de la Diosa, asumiría la forma del monstruo-dragón de los poderes
telúricos, instintivos e inconscientes, que todo héroe divino debía
derrotar para abrirse camino hacia la constitución de su propia
libertad y poder, mostrándole el camino a los hombres.
"Sea de aire, tierra o agua, la Gran
Serpiente - como la Diosa - poco a poco va siendo acorralada,
sujeta, vencida.
Set mata a Apofis. Apolo da muerte a Pitón
mediante un flechazo. El rey dragón avéstico Azhdanak es
derrotado por Vahagun. Atar vence a Aji Dahara… Zeus derrota a
Tifón. Belerofonte, montado a lomos de
Pegaso, mata a la Quimera, hija de Tifón y Equidna, la Víbora.
Perseo decapita a la Medusa, que se muestra con cabellos de
sierpes sibilantes y mirada capaz de convertir en piedra a los
hombres.
La maldición cae sobre la serpiente…
Estruendos y furias acompañan el nacimiento del nuevo orden
social."
(Leonor Calvera, Historia de la
Gran Serpiente, 2000)
El triunfo del héroe divino, dirá
Neumann, representa el triunfo de la capacidad diferenciadora de la
conciencia humana frente a la naturaleza.
La Diosa panteísta de los cielos, la
tierra y el inframundo, es reemplazada por un Dios celestial que al
separar con su voluntad los cielos de la tierra, ordena el mundo
(trae "Cosmos" al "Caos"):
"La separación del cielo y la tierra
es una imagen del nacimiento de la conciencia, en la que la
humanidad es apartada de la naturaleza. Uno mismo que percibe y
valora se separa de lo que es percibido y evaluado.
[…Estos mitos] plasman la capacidad
humana para actuar de manera reflexiva antes que instintivamente
[…] se es cada vez más consciente del poder del individuo para
conformar los acontecimientos".
(Erich Neumann, Los orígenes e
historia de la consciencia, 1955)

El dios egipcio Shu (aire)
separando a las
diosas Nut (cielo) y a Geb (tierra),
c. 1000 a.C.
Y de la misma forma que las nuevas divinidades masculinas y
celestiales han separado los cielos de la tierra, lo divino y lo
humano se han desvinculado.
El mundo de los hombres y las bestias ya
no es sagrado, en tanto ha dejado de ser un aspecto o manifestación
de la propia Diosa: es una creación del Dios, por fuera de Él mismo.
La concepción monoteísta de un Dios trascendente que crea y ordena
el mundo desde el "más allá" reemplaza al mundo viviente de la
Diosa, que actúa desde el interior siguiendo su propia naturaleza.
Es aquí en donde podemos comprender también el establecimiento de
todos los maniqueísmos y dualismos filosóficos centrales de Oriente
y Occidente:
bien/mal, luz/oscuridad,
trascendente/inmanente, cielo/tierra, etc.
En estas nuevas mitologías, los opuestos
son irreconciliables, ya que es de su propia oposición que la nueva
conciencia emerge.
"El héroe es asimilado al sol; como
el sol, lucha contra la oscuridad, desciende al reino de la
muerte y emerge victorioso.
Aquí la oscuridad ya no es uno de
los modos de existencia de la divinidad, como sucedía en las
mitologías lunares; por el contrario, simboliza todo lo que el
dios no es, y por lo tanto, el adversario par encéllense.
La oscuridad ya no se valora como
una fase necesaria en la vida cósmica; desde la perspectiva de
la religión solar, se opone a la vida, a las formas y a la
inteligencia […]
Al final, el sol y la inteligencia
se asociarían hasta tal punto que las teologías solares y
sincréticas de finales de la antigüedad se convirtieron en
filosofías racionalistas; el sol es proclamado como inteligencia
del mundo."
(Mircea Eliade, Lo sagrado y lo
profano, 1959)

Zeus (dios griego),
"el padre de los
dioses y los hombres".
Pero la gesta heroica exige una revolución permanente, o la energía
renovadora del héroe cristaliza en la configuración de nuevas y
rígidas (e inconscientes) estructuras sociales.
Así, en el mismo acto heroico, el héroe
masculino, devenido en soberano y patriarca conquistador, se
convertirá, dentro de cada cultura, en el Dios supremo de un nuevo
orden social. Y de esta manera, la Era del Héroe da paso a la Era
del Padre, cuyo aspecto benigno es el del sustentador, ordenador y
protector, y cuyo aspecto negativo es el del tirano.
Y será éste, finalmente, el arquetipo
del Padre (portador del orden, señor de la autoridad, la tradición y
la ley, y soberano divino sobre todas las cosas) el que prevalecerá
y se impondrá como estructura simbólica central en las culturas
históricas, durante los próximos tres milenios.
El alzamiento de reinos guerreros
estructurados en jerarquías de dominación y esclavitud, así como el
sometimiento sistemático de las mujeres en todas las esferas de la
cultura, sería el aspecto social de esta transformación.
"Esta forma de gobierno y de valores
implícitos son patriarcales; es una jerarquía de hombres, de los
cuales cada uno existe en un orden establecido, con Zeus o Dios
en la cima, deidades inferiores debajo, luego los reyes
mortales, que remontan sus orígenes a algún dios, y después los
leales vasallos y súbditos.
Las grandes corporaciones, con el
presidente de la compañía y la junta directiva en la cima, son
los equivalentes contemporáneos de Zeus y los dioses del
Olimpo."
(Jean Shinoda Bolen, Los Dioses
de Cada Hombre, 1989)
¿Pero qué razones históricas, y que
consecuencias psicológicas y sociales se encuentran detrás de la
extraordinaria transformación cultural que daría lugar, tanto en
Oriente como en Occidente, a este pasaje del mundo matriarcal al de
los incipientes patriarcados originarios?
¿Y qué podrán decirnos éstas de nuestro
presente y de la decadencia de nuestra propia cultura?
Como sugiere el gran historiador de la cultura Richard Tarnas,
parafraseando a Hegel,
"una civilización no puede tomar
conciencia de sí, no puede reconocer su propio significado,
hasta que no ha madurado lo suficiente como aproximarse a su
muerte."
(Richard Tarnas, La pasión de la
mente occidental, 1991)
¿Será posible que la filogenética
travesía histórica de nuestra infancia numinosa en la Madre, de
nuestra heroica pero trágica emancipación de su seno inconmensurable
y de nuestra caída eventual bajo la tiranía del Padre, cuenten una
sola y gran historia, la historia del desarrollo de nuestra
conciencia, cuyo devenir se aproxima inexorablemente a un nuevo
clímax?
En la segunda parte rastrearemos las causas históricas y las
consecuencias sociales de esta dramática transformación, en busca de
la clave cultural que nos permita ver a través de nuestra propia
perspectiva histórica, de ésa que nos hizo, nos hace, y que avanza
acaso hacia su propia muerte.
Parte 2
01 Enero 2014
I. Del Mythos
al Logos
A inicios de la Edad del Hierro, todas las culturas neolíticas
ancestrales de Europa y el sur de Oriente, unidas por su adoración
al misterio de la sacralidad femenina y por una organización social
relativamente pacífica e igualitaria, estaban pereciendo.
Morían para dar paso a una nueva era: la
era del hombre.

Hay aún considerables controversias
sobre las causas que precipitaron un cambio histórico tan profundo y
cismático en la historia del devenir humano.
Según la popular teoría de la
antropóloga Marija Gimbutas, el surgimiento de coléricas
divinidades del cielo (cuyos símbolos eran el rayo, el aire, el
fuego y la tormenta), que se expandían como conquistadores brutales
sobre las antiguas teogonías matriarcales, coincide con las
invasiones de los pueblos guerreros, arios y semíticos que cayeron
en oleadas sobre los pueblos agrarios de la vieja Europa, el
Creciente Fértil y la India pre-védica, desde fines de la Edad del
Bronce.
Las invasiones crecientes de estos
pueblos nómadas no sólo alterarían y desgarrarían el pacífico mundo
de las culturas agrarias de la diosa, sino que eventualmente
llevarían a un sincretismo cultural que constituiría la base de un
nuevo orden social.
Gradualmente, el arquetipo del Padre
comenzaba a imponerse sobre la antigua supremacía de la Madre:
...encarnaron los atributos de un dios
celestial, masculino, omnipotente y omnipresente, que reinaba
soberano sobre todas las cosas.
"La supremacía de los dioses
celestes queda asegurada por una casta sacerdotal de sexo
masculino en India, en Persia y en el Canaán hebreo, y
posteriormente en las culturas cristiana e islámica".
(Anne Baring & Jules Cashford, El
mito de la diosa, 1991)
Pero, como hemos visto, este nuevo orden
social no estaría fundamentado únicamente en una azarosa violencia
histórica, sino en una radical transformación en la conciencia
humana.

Friedrich Engels, cofundador del marxismo, propuso la teoría
de que el paso de una organización social comunitaria (matriarcal) a
una organizada en torno al poder y la conquista (patriarcal) se
debió al surgimiento de la propiedad privada, la que a su vez
tendría su origen en los excedentes de riqueza de la tierra, que
eventualmente se traducirían en poder.
Sin embargo, el surgimiento de los
conceptos de "propiedad" y las leyes que la protegen puede ser visto
justamente como una consecuencia material y social del incipiente
sentido del "yo" de la mentalidad post-matriarcal, más orientada al
poder y engrandecimiento del individuo, que al bien comunal.
Otros autores han visto las causas de esta transformación en el
surgimiento de las primeras ciudades-estado:
la transición de la vida rural a la
urbanidad, de una vida orientada en torno a los ciclos naturales
a otra regida cada vez más por la ley y el poder de emperadores
y reyes.
El descubrimiento de la astronomía, como
un orden celestial del mundo que se convertiría en reflejo de las
jerarquías de los reinos terrenales, también ha sido considerado
como un factor clave en este proceso.
Pero quizás la innovación cultural más
trascendente que conduciría a esta ineludible mutación histórica, no
sería otra que la escritura. El nuevo medio de comunicación escrito,
basado en el ordenamiento y la abstracción, favorecería el
desarrollo del pensamiento abstracto, reflexivo y racional, sobre la
percepción concreta, emocional e intuitiva de la realidad
(hemisferio izquierdo sobre hemisferio derecho del cerebro).
Los
hemisferios cerebrales, como hoy sabemos, no trabajan de forma
completamente aislada uno del otro, pero cada uno está especializado
en procesar ciertas funciones, que pueden considerarse como opuestas
y complementarias.
Funciones que culturalmente se han
tendido a calificar como "masculinas" y "femeninas",
respectivamente: el hemisferio izquierdo se especializa en el
lenguaje, la lógica y el pensamiento abstracto, mientras que en el
derecho es donde tienen lugar fundamentalmente los procesos
inconscientes, las emociones, la imaginación, el instinto, la
intuición y la apreciación estética.
"El cerebro izquierdo es el del
intelecto, el yo; es el cerebro lógico, creador y analítico, el
que cree en la ciencia y en la razón, inventa y desarrolla las
matemáticas; es el cerebro de la tecnología. Su dominio es la mente consciente de
vigilia.
Por el contrario, el cerebro derecho está dominado por
el inconsciente (en el sentido junguiano del término), la
imaginación creadora, la síntesis, la emoción, los símbolos, la
intuición."
(André Van Lysebeth, La pareja
interior, 1998)

En su prolíficamente documentada obra El Alfabeto contra la Diosa,
el historiador y neurocirujano Leonard Shlain plantea que la
introducción de la escritura llevó gradualmente a un mayor
desarrollo del hemisferio izquierdo del cerebro (analítico,
racional), conduciendo a lo que se conoce como "lateralización
hemisférica":
un predominio de uno de los lados
del cerebro sobre el otro, lo que también puede ser visto como
un desequilibrio o disfunción a nivel cultural. Desequilibrio que se expresó socialmente
como el dominio de lo masculino sobre lo femenino.
El desarrollo creciente de la capacidad analítica de la mente
introduciría por primera vez el conflicto entre Myhtos y Logos,
entre el modo de ser-en-el-mundo basado en la fascinación
autoevidente del mito y el rito tradicionales y el de una naciente y
heroica consciencia lógico-reflexiva (filosófica).
En Grecia, cuna de la cultura
occidental, la escritura, más que cualquier otro descubrimiento en
la historia de la cultura humana, daría lugar a la lógica, la
filosofía, las matemáticas y la ciencia empírica, y poco a poco iría
desplazando a los antiguos mitos ancestrales como sistema absoluto
de significación colectiva.
"La mente se desprendió de la
experiencia inmediata, concreta, sensual-imaginativa, y se
volvió consciente de sí misma en distinción al entorno,
estableciéndose así como conciencia.
Este fue el despertar inicial de la
'conciencia razonable' de su previa somnolencia […] En este
nuevo modo de ser-en-el-mundo, la conciencia tenía que comenzar
no con el conocimiento, sino sólo con ideas acerca del mundo,
supuestos, hipótesis que podían ser verdaderas o falsas, es
decir, que en principio eran cuestionables, y que por tanto
requerían un informe racional y una verificación, fuera racional
o empírica […].
De repente la conciencia se había
vuelto ella misma responsable de lo que pensaba que era verdad.
Tenía que pensar."
(Wolfgang Giegerich, Dialectis &
Analytical Psychology, 2005)
Estas nuevas facultades de abstracción y
diferenciación corresponden, como hemos visto, a una mayor autonomía
del yo (ego) frente a los instintos naturales y frente a los valores
tradicionales del grupo colectivo.
"En los momentos decisivos, el
individuo ya no se apoyaba tanto en las respuestas instintivas a
los estímulos externos o en la mera imitación formal de una
tradición social estable, sino que cada vez estaba más sometido
al dominio y al control de sus propios procesos de pensamiento".
(Julian Jaynes, El origen de la
conciencia en la ruptura de la mente bicameral, 1976)
El precio de la capacidad auto-reflexiva
del ser humano y del aumento de su conciencia frente a la
impulsividad instintiva y la fascinación mítica, sin embargo, parece
haber sido la pérdida de una considerable armonía social, de su
percepción natural de la sacralidad de la vida y de su inherente
identidad con el mundo.
La introducción del nuevo carácter lógico-reflexivo en la conciencia
humana, por otra parte, sería gradual y, en la mayoría de los casos,
privilegio de ciertas élites.
Por esta razón, el despertar de la
"conciencia razonable" no haría desaparecer del todo el poder
colectivo de las narrativas míticas, sino que ésta se adecuaría
dentro de una nueva mitología que reflejaba el nuevo ser-en-el-mundo
y los sistemas de valores que lo acompañaban, una mitología del ego,
en la que el hombre soberano, conquistador, heroico y racional,
ocupaba el lugar central, desde el que señoreaba sobre todas las
cosas.
El trágico y heroico sacrificio de
Sócrates en nombre de la verdad sería el ejemplo paradigmático de
cómo el naciente Logos quedaría subordinado también, durante miles
de años, a los nuevos esquemas autoritarios de un pensamiento mítico
sustentado en valores patriarcales.
Junto con el desarrollo de la autoconciencia y el naciente poder del
"libre albedrío", tendría también lugar la emergencia de un concepto
que sería central para las culturas patriarcales: la culpa, que
implica una transgresión a las leyes divinas del mundo.
El sentimiento de culpa, nos dice el
psicólogo Wolfgang Giegerich, no tenía existencia en el modo
de conciencia pre-filosófico de las culturas prehistóricas.
"¿Cómo podría, si el hombre estaba
allí en una identidad con el mundo? Podía haber errores, actos
equivocados, pero no culpa en un sentido moral […] La emergencia
de la idea y la experiencia de la culpa refleja simplemente el
acto lógico del divorcio de la mente de su unidad simbiótica con
la naturaleza".
(Wolfgang Giegerich, Ibid)
La idea de culpa se manifestó en la
cultura griega en los conceptos de hamartía e hybris,
que con tanto énfasis y dramatismo han sido expresados en la
tragedia.
Mientras que
las religiones abrahámicas
(judaísmo, cristianismo e islam), hicieron de la culpa el bastión
central sobre el que se sostendría toda su cultura. En este punto,
podemos ver como la tríada universal de ley-culpa-castigo (el "padre
introyectado") se manifestaría en el inconsciente humano como el "Superyo"
descrito por Freud.
Junto con el concepto de culpa, la idea del Bien y el Mal como
realidades absolutas e irreconciliables se solidificó en estas
culturas.
El bien pasaba a estar definido por la
adecuación a la "ley del Padre", mientras que el mal constituía su
transgresión. Y la ley del Padre, su ley divina, estaba grabada
ahora en palabras sagradas.
En el código legal mesopotámico más
antiguo que se conoce, atribuido al rey Urokagina de Lagash, la
nueva cultura patriarcal dejaba claro cuál sería el lugar de la
mujer en el nuevo orden social:
"Si una mujer habla contra su
hombre, su boca será machacada con un ladrillo al rojo".
(Código de Hammurabi, h.2350 a.C.)

En las nuevas mitologías patriarcales, la abstracta e inmutable
nueva sacralidad de la palabra escrita reemplazó a la antigua
sacralidad del reino natural.
"El Antiguo Testamento fue la
primera obra en escritura alfabética que habría de influir en
las épocas venideras. Dando fe de su gravitas, siguen siendo
multitud los que aún lo leen tres mil años después.
Las palabras de sus páginas son un
punto de referencia de tres poderosas religiones: el judaísmo,
el cristianismo y el islam. Todas ellas son paradigmas de
patriarcado.
Todas las religiones monoteístas
muestran una deidad patriarcal anicónica cuya autoridad
resplandece a través de la palabra por Él revelada, santificada
en su forma escrita."
(Leonard Shlain, El Alfabeto
contra la Diosa, 2000)
El Antiguo Testamento convertiría a la
mujer (y a su símbolo tradicional más antiguo, la serpiente) en el
origen del mal en la tierra.
Al mismo tiempo que el alzamiento del
Dios Padre desterraría a la Diosa Madre, lo sagrado sería desterrado
del mundo material, temporal y fenoménico, para pasar a habitar
exclusivamente en un más allá atemporal, espiritual y abstracto.
La
consolidación de las religiones monoteístas significó el
establecimiento de una espiritualidad trascendente y antifenoménica.
El cuerpo se volvió, mitológicamente,
equivalente a la tierra, y la mente a los cielos, y el rechazo de
toda dimensión sagrada en el mundo material y en la vida se
efectivizó a través de una negación y rechazo cultural hacia todos
los aspectos impulsivos y sexuales del ser humano, los cuales serían
demonizados y reprimidos de manera general.
En todas estas sociedades, al mismo
tiempo, el lugar de la mujer fue socavado y denostado culturalmente
de manera sistemática, e incluso brutal, como si su existencia fuera
el símbolo exterior de una realidad interna que había que extirpar.
"El cuerpo se equiparó con la
feminidad y la mente con la masculinidad, y la disociación
psicológica interna entre el cuerpo y la mente conllevó la
opresión sociológica externa de lo femenino a manos de lo
masculino […] la opresión, la represión y/o explotación de la
naturaleza, del cuerpo y de la mujer tuvieron lugar por el mismo
motivo, ya que la naturaleza, el cuerpo y la mujer eran
consideras [inconscientemente] como una sola entidad (una
entidad, por cierto, a la que había que eliminar)".
(Ken Wilber, Después del Edén,
1981)
Desde las leyes patriarcales de Lagash y
Grecia, hasta los velos islámicos de La Sharia, desde la misógina
moral del sistema de castas brahmánico, hasta las
cacerías de brujas
de la Inquisición, los derechos de la mujer no sólo serían
rechazados por las culturas patriarcales, sino perseguidos durante
milenios, a fuego y sangre.

Finalmente, la tendencia diferenciadora del Logos conduciría en
Occidente al nacimiento de lo que se ha llamado "La Era de la
Razón":
la Ilustración, que se encargó de
someter a juicio los dogmas míticos de la espiritualidad
trascendente judeo-cristiana.
La revolución ilustrada, basada en el
creciente dominio y la comprensión del hombre sobre el mundo físico,
divinizó a la razón humana por sobre todas sus otras facultades,
conduciendo al colapso relativo de la visión del mundo medieval,
fundamentalmente mítica, y orientada a un más allá trascendente.
Y a pesar de la persistencia de las
creencias religiosas en la modernidad, el nuevo paradigma de la
ciencia, el materialismo, se convertiría en el nuevo fundamento
filosófico del mundo. El materialismo recuperaría el valor del mundo
material sobre los mundos celestiales de la religión
judeo-cristiana, pero negándole toda profundidad.
El nuevo universo humano se convertiría
en una maquina sin alma, inteligencia, belleza, significado o
propósito más que el que pudiera proyectar o imponer sobre él la
voluntad y la inteligencia del hombre tecnológico-conquistador.
¿Pero por qué este desarrollo (y desequilibrio) de la conciencia
humana habría de traducirse histórica y universalmente para todas
las culturas en el pasaje de una mitología femenina a una mitología
masculina?
La respuesta, quizás, podamos
encontrarla en las particulares diferencias biológicas y
psicológicas que caracterizan a uno y otro sexo.
II. Femenino y
Masculino
El cuestionamiento que desde fines del siglo XIX el feminismo hizo
de los solidificados y opresivos roles de género en la cultura
significó la ruptura de las concepciones estereotipadas de lo que
una mujer y un hombre es, de lo que pueden o no hacer y de los
espacios sociales que pueden o no ocupar.
Este revolucionario y necesario
cuestionamiento se radicalizó a fines del siglo XX, apoyado en el
paradigma del construccionismo social, el cual, si por una parte
tornó evidente cómo todos los hábitos y costumbres de las sociedades
son "construcciones culturales" de cada época y contexto
determinado, llegó a convertirse en un rechazo sistemático a
cualquier intento de síntesis transcultural que permita comparar y
comprender el porqué de estas transformaciones culturales y atisbar
detrás de ellas cualquier desarrollo o evolución histórica general.
Dentro de este marco, el llamado "feminismo radical" puso énfasis en
el concepto de construcción social de los roles de género, y su
tendencia ha consistido en negar cualquier tipo de diferencia en la
psicología y las capacidades predominantes de cada sexo, como si
cualquier diferenciación constituyera la base una nueva posible
forma de opresión o el ajuste a falsas concepciones prejuiciosas y
sexistas de lo femenino y lo masculino.
No obstante, hoy en día son claras las
evidencias que muestran que existen ciertas diferencias en la
psicología de hombres y mujeres, diferencias que se expresan como
tendencias innatas o condicionamientos cerebrales y hormonales.
Recientemente, las diferencias en la
estructura cerebral de hombres y mujeres fueron reconfirmadas por un
grupo de neurocientíficos de la Universidad de Pensilvania, en una
investigación en la que utilizaron una nueva técnica de resonancia
magnética.
El origen de estas diferencias podemos buscarlo en los primeros
estadios de la evolución humana: las culturas prehistóricas (y
prematriarcales) del paleolítico, el período más extenso de la
existencia humana (abarca 99% de ella).
Las condiciones de vida de estas
culturas humanas primigenias definirían universalmente las
características básicas de cada sexo, y los primitivos roles de
género no serían asignados en función de sexismos arbitrarios, sino
como una estrategia necesaria e inteligente para la supervivencia de
la especie.
"A pesar de la distancia de nuestra
civilización con las cuevas de Lascaux, seguimos estando
enormemente influidos por el diseño neurológico original que dio
lugar a unos cazadores-recolectores nómadas, que tuvieron gran
éxito como especie […].
Debido a sus diferentes funciones,
la evolución, al pasar el tiempo, proveyó emocionalmente a
hombres y mujeres para que respondieran de forma diferente ante
diferentes estímulos.
Esto hizo que ambos percibiesen el
mundo de forma distinta, tuviesen diferentes estrategias de
supervivencia, formas de compromiso y, en última instancia,
formas diferentes de conocimiento: la forma del cazador/matador
y la forma de la recolectora/cuidadora".
(Leonard Shlain, El Alfabeto
contra la Diosa, 2000)

El hombre, de contextura y fuerza física mayor, se ocupó de la
arriesgada, violenta y heroica actividad de la caza, ocupación en la
que tendría que desarrollar capacidades indispensables para su
supervivencia.
Por esta razón, actitudes basadas en
valores heroicos tales como la valentía y la fuerza, pasarían a
constituir para estas culturas ancestrales las características
definitorias de lo masculino.
En función de estas necesidades, el
hombre desarrolló un vínculo más fuerte entre la parte delantera y
la trasera del cerebro, lo que le otorgo mayores capacidades
motoras, percepción focalizada, acción coordinada y facultades de
orientación.
La testosterona, hormona vinculada tanto
a la agresividad como al impulso sexual, se encuentra presente en
una cantidad entre 10 y 20 veces mayor en hombres que en mujeres.
La caza, entre otras cosas, exige sangre
fría, por lo que percepciones emocionales no compatibles con ésta,
como la sensibilidad y la empatía, se infravaloraron, lo que también
tendría su impacto en la configuración del sistema nervioso.
En su lugar, la amígdala, considerada
como "el centro del control emocional", vital para responder a
situaciones de peligro, tuvo un mayor desarrollo.
La mujer, por su parte, junto con la recolección de alimentos, se
dedicaría al cuidado y la crianza de los hijos, actividades en las
que son primordiales la empatía, la sensibilidad, y la relación con
el otro.
Esto la llevaría a desarrollar un mayor
grado de conexión neuronal entre los hemisferios cerebrales (las
mujeres tienen entre 10% y 33% más de fibras neuronales en el cuerpo
calloso que los hombres), lo que implica una mayor intensidad en las
respuestas emocionales y una mayor percepción de éstas, así como una
mayor facilidad para realizar diversas tareas al mismo tiempo.
Allí
también podría encontrarse el origen de la famosa "intuición"
emocional femenina.
Y si la testosterona es la hormona
masculina más predominante, la oxitocina, conocida coloquialmente
como "la hormona de las relaciones", que se incrementa en las
mujeres durante el orgasmo, el parto y la lactancia, podría ser
considerada en cierto modo como su contra-cara.
El cariño y cuidado del otro, la
excitación sexual y el amor romántico, así como la confianza, el
respeto y la tolerancia en las relaciones sociales son los atributos
más característicos de esta hormona.
Debemos considerar, entonces, los efectos de la evolución biológica
en los rasgos psicológicos propios de cada sexo como factores tan
relevantes para condicionar el carácter de hombres y mujeres como
los culturales.
E incluso podemos ver cómo los propios
condicionamientos culturales (las concepciones estereotipadas de lo
que un hombre y una mujer son y deben ser) están enraizados en estos
primitivos condicionamientos biológicos, en una interdependencia que
tiende a cristalizarse y a perpetuarse mutuamente, a pesar de que
nuestras potencialidades humanas van mucho más allá de ellos.
"Las diferentes estructuras y
funciones biológicas del cuerpo del hombre y del cuerpo de la
mujer predisponen de manera innata hacia aquellas diferencias
sexuales que son caricaturizadas por el estereotipo masculino
(activo y agresivo pero, por otra parte, poco emotivo) y por el
estereotipo femenino (pasivo y no agresivo pero, por otra parte,
más emotivo), etcétera".
(Ken Wilber, Ibid)
III. Integrar
los opuestos

El destino de la mente humana, señala el filósofo y psicólogo Ken
Wilber, es desarrollarse más allá de sus meras tendencias y
condicionamientos biológicos sexuales y experimentar y explorar la
totalidad de sus posibilidades psíquicas, trascendiendo los
estereotipos culturales de las diferencias sexuales.
"A mi juicio, la reciente
investigación demuestra muy claramente que las personalidades
más desarrolladas presentan un equilibrio y una integración de
los principios "masculinos" y "femeninos" que los hace
"mentalmente andróginos", mientras que los individuos menos
desarrollados, por su parte, tienen a exhibir más nítidamente
las actitudes estereotípicas propias del sexo […]
Así pues, cuanto más crece y
evoluciona un ser humano, más posibilidad tiene de trascender
las diferencias corporales iniciales y descubrir la equivalencia
mental [entre hombres y mujeres] y la identidad equilibrada. En
cierto modo, esta es una forma de androginia mental superior (no
de una bisexualidad física) […].
Por otra parte, cuanto menos
evolucionada (y, por consiguiente, menos inteligente) es una
persona, más próxima se halla a los estereotipos masculinos o
femeninos".
(Ken Wilber, Ibid)
Con esta concepción es también
compatible el reciente descubrimiento de la neurociencia sobre las
facultades de "plasticidad neuronal" del ser humano:
nuestro cerebro no es un órgano
estático, configurado de una vez y para siempre, sino un proceso
dinámico de conexiones neuronales que cambia en la medida en que
también lo hacen nuestros hábitos mentales y nuestra conducta.

La idea de una "androginia mental" como estadio superador de la
condición humana ya estaba presente en la tradición hermética, la
filosofía esotérica de Occidente. Más específicamente, en la
alquimia medieval.
A la luz de la psicología profunda, la
filosofía simbólica de la alquimia fue interpretada por Carl Gustav
Jung como la búsqueda de la psique por unificar sus aspectos
"femeninos" y "masculinos", trascendiéndolos en una unidad mayor.
El proceso de individuación en la
psicología junguiana, análogo a la búsqueda alquímica, consiste en
valorar por igual nuestras funciones psíquicas que consideramos
opuestas, integrándolas en un todo que es más que la suma de las
partes.
Descubrimos entonces que los valores y
características que hemos categorizado como "femeninos" y
"masculinos" en nuestra cultura patriarcal son funciones
complementarias que están disponibles para todos los seres humanos,
independientemente de su sexo y de su sexualidad.
"Nuestra civilización moderna
privilegia excesivamente las funciones del cerebro izquierdo en
detrimento del derecho.
Mi progreso personal consiste en
procurar desarrollar en mí la intuición, la poesía, la síntesis,
el diálogo con mi inconsciente y todas sus riquezas y dejarme
guiar más por la intuición que por la lógica pura, con el fin de
que las dos mitades del cerebro establezcan un diálogo.
Esto no implica renunciar al
intelecto, el análisis, sino desarrollar los aspectos del
cerebro derecho para equilibrar ambo."
(André Van Lysebeth, Ibid)
Plantear la necesidad de una
unificación, de un trabajo conjunto de estos dos principios,
constituía para Jung lo más esencial y necesariamente vital para
nosotros como especie.
La destacada escritora feminista
Virginia Wolf lo expresó de manera poética, recuperando la
tradición filosófica del romanticismo:
"Y me puse a delinear de cualquier
manera un plano del alma, en el que dos poderes presidían, uno
masculino y otro femenino [...] Esa, tal vez, fue la intención
de Coleridge cuando dijo que una gran inteligencia es andrógina.
Cuando se opera esa fusión, la mente queda fecundada plenamente
y dirige todas sus facultades".
(Virginia Woolf, Una habitación
propia, 1929)
De esta integración en nuestro propio
contexto histórico, y de su posible expresión en la emergencia de
una nueva cultura, síntesis dialéctica de nuestra dramática historia
humana, nos ocuparemos en la última parte.
Parte 3
01 Abril 2014
"…un orden
patriarcal agonizante que se defiende en sus
últimos estertores, pero que lleva en su
vientre, como una madre, algo que es su destino:
llegar a parir."
-Claudio Naranjo
"Porque el poder que dirige al patriarcado, el
poder que está violando la tierra… ha de ser
transformado. Ha de haber un contrapeso a todo
este frenesí, aniquilación, ambición,
competición y materialismo."
-Marion Woodman
I. El
patriarcado inconsciente
La creciente inclusión de la mujer en los ámbitos culturales y
políticos desde fines del s. XIX fue consecuencia de la puesta en
crisis y desarticulación de forma cada vez más creciente del
fundamento de la organización social en Occidente:
la familia patriarcal, caracterizada
por la autoridad unilateral ejercida por el padre, jefe de
familia y dueño del patrimonio (literalmente, "lo recibido por
línea paterna") que incluía tanto los bienes materiales como los
esclavos, la esposa y los hijos.
En cierto modo, los movimientos
feministas del siglo XX han logrado grandes triunfos históricos, al
hacer equivalentes muchos de los derechos sociales de hombres y
mujeres en la mayoría de los países de Occidente.
El voto femenino, el derecho al divorcio
y el empleo igualitario, pueden ser considerados, quizás en igual
medida, tanto triunfos de la expansión del feminismo como del
desarrollo general de una conciencia humana más democrática y
liberal.
Otros derechos sociales, como la
interrupción voluntaria del embarazo (el derecho de la mujer a
decidir sobre su propio cuerpo), están ya contemplados por la ley en
numerosos países del mundo, y en muchos otros están actualmente en
discusión.

En las primeras etapas del feminismo, generalmente se había supuesto
que el patriarcado fue sólo un cambio en las relaciones sociales de
poder que sentó las bases para el sometimiento de las mujeres por
los hombres.
Sin embargo, como hemos visto a lo largo
de los artículos precedentes, no podemos entender al patriarcado
únicamente como un modo de relaciones sociales de poder, sino como
una lógica simbólica fundamental que ha configurado nuestra historia
humana y sobre la que se han sostenido o construido todos los
aspectos de nuestra cultura.
¿Qué es, entonces, el patriarcado hoy en
día?
Desde un punto de vista psicológico, el establecimiento del
patriarcado en lo inconsciente colectivo no se tradujo únicamente en
una "mejoría" social para los hombres, sino principalmente en la
imposición de roles endurecidos y universalizados que definieron y
delimitaron culturalmente el comportamiento socialmente aceptable de
los hombres y las mujeres, constriñendo a ambos géneros por igual en
sus posibilidades de expresión, no sólo políticas y sociales, sino
en la propia expresión de su ser.
"En los dos casos los rasgos
positivos que tradicionalmente se han asociado a cada uno de los
dos sexos, se han convertido en caricaturas frustrantes de lo
que hombres y mujeres deberían ser".
(Myriam Miedzian, Chicos son,
hombre serán, 1995)
En la cultura patriarcal, irónicamente,
el hombre ha sido forzado a ajustarse a una imagen extremadamente
estrecha y mutilada de sí mismo:
la de una virilidad fuerte,
inflexiblemente segura, exclusivamente racional, con la que no
son compatibles la debilidad, ni el miedo, ni la tristeza, ni la
sensibilidad emocional, ni la empatía, ni la expresión estética,
ni las demostraciones profundas de afecto.
En la mística de la masculinidad
patriarcal, todos estos rasgos son considerados implícitamente
femeninos y, por lo tanto, degradantes.
"Este código ético es interiorizado
desde la infancia por los varones desde distintos ámbitos [...]:
el familiar, el educativo, el de las relaciones entre iguales,
el deportivo y el de la cultura de masas.
Por mandato social, el hombre tiene
que aprender a reprimir y ocultar sentimientos […] Para
construir esta personalidad el hombre "no llora", no siente
miedo, se controla y evita caer en debilidades afectivas [...]
Transgredir cualquiera de los preceptos sociales que le
califican como "hombre de verdad", puede suponer poner en duda
su masculinidad y ser tratado como no masculino o afeminado con
el carácter de inferioridad que ello conlleva.
Por eso, si hay algo peor que "no
ser hombre" es ser homosexual, porque esto le acercaría mucho
más a ser femenino, que es la mayor categoría de inferioridad."
(López Castro, Cómo influye el
patriarcado en la masculinidad arquetípica, 2007)
El hombre patriarcal, además, para
consolidarse como tal, debe ser un conquistador, debe competir y
triunfar en la guerra individualista por conquistar espacios de
poder (donde poder equivale a acumulación de dinero y status
social).
En términos económicos, esa guerra se ha
traducido en
capitalismo global.
Por su parte, la mujer patriarcal fue considerada casi
exclusivamente en dos estereotipos masculinos contrapuestos que
pasarían a confinar su destino o etapas inevitables en su vida: el
de mujer-objeto y el de madre.
Fuera de estos estereotipos, la mujer
sería definida como un ser obediente, pasivo, carente de pensamiento
crítico o capacidades intelectuales que le permitan ser tenido
seriamente en cuenta en las cuestiones importantes de la sociedad.
"La mujer no ha jugado en ella
ningún papel protagónico o relevante, si acaso el de cumplir el
papel de una compañera cuya tarea es dar sosiego al
conquistador, darle más hijos (que sean varones preferentemente)
y que sea capaz de reproducir en el espacio doméstico (único
espacio en el que encuentra su "realización") la educación y los
valores masculinos".
(Arturo Toscano Medina, La
filosofía, la mujer y la cultura, 2001)

La revolución feminista significó en gran medida el cuestionamiento
de estos prejuicios patriarcales, abriendo las puertas a las mujeres
para integrarse de forma más igualitaria en las esferas laborales e
intelectuales de la cultura.
Pero si bien hoy se reconoce cada vez
más colectivamente en la sociedad occidental que las mujeres tienen
las mismas capacidades intelectuales que los hombres y gozan cada
vez más de sus mismos derechos, su inclusión social ha sido en
términos de "lo masculino".
En este sentido, en el siglo XX muchas
mujeres abandonaron la identificación inconsciente con los
estereotipos femeninos tradicionales del patriarcado para abrazar el
estilo heroico "masculino" de la modernidad competitiva sedienta de
logros capitalistas en la arena del mercado.
"En los primeros días del feminismo,
por ejemplo, muchas mujeres quisieron disipar el mito de la
biología como destino y demostrar la capacidad de la mujer para
pensar claramente, gobernar con autoridad y alcanzar lo que
alcanzan algunos hombres.
A resueltas de ellos, algunas
mujeres se volvieron adictas a la embriagadora fiebre de la
productividad, convirtiéndose en adictas al trabajo y
pretendiendo ser «supermujeres». Así como sus madres pueden
haber sacrificado el trabajo por el amor, ellos pueden haber
sacrificado las relaciones amorosas en beneficio de sus carreras
[…].
Ahora las mujeres dicen sentirse
insatisfechas con estas nuevas sendas, lamentando la pérdida de
la feminidad […], de perder el contacto con nuestros instintos
femeninos, al haber dado prioridad al desarrollo de la identidad
individual a costa de los valores de relación."
(Connie Zweig, Ser mujer: el
nacimiento de la feminidad consciente, 1990)
En su rol de objeto-sexual, la mujer ha
pasado de ser el atractivo trofeo del varón conquistador a un objeto
más de consumo en la sociedad capitalista, reproducido e impuesto
por los medios hegemónicos de comunicación, especialmente a través
de la publicidad, cuyo objetivo no es sólo vender un producto, sino
una imagen ideal y un estilo de vida acordes con los valores de la
sociedad de mercado.
Los estereotipos de la normalmente
inalcanzable "feminidad ideal" impuestos por el mercado ejercen una
enorme presión social en la mujer actual, la cual suele traducirse
en frustración y en variadas patologías psicológicas.

Sin embargo, estos roles estereotipados y patológicos, en la medida
en que comienzan a volverse conscientes, se están viendo
debilitados, flexibilizados y cuestionados de manera cada vez más
creciente.
Su transformación puede ser considerada
como un aspecto inevitable de la necesidad colectiva de evolucionar
hacia una nueva cultura.
II.
Individualidad y Comunión
En sus investigaciones experimentales sobre el desarrollo temprano
de la personalidad en niños y niñas en los años ochenta, la
psicóloga y filósofa Carol Gilligan descubrió que existen
ciertas tendencias innatas de carácter entre uno y otro sexo.
Gilligan, que se convertiría en la
primera profesora de estudios de género en la Universidad de
Harvard, concluyó que existe una tendencia natural en los hombres
hacia el individualismo, mientras que en las mujeres hay una
tendencia a poner el acento en las relaciones entre las personas.
En el ámbito ético, los hombres tienden
a pensar en reglas formales y abstractas, insistiendo en la
importancia de la autonomía del individuo y de la adecuación al
derecho, mientras que las mujeres tienden a considerar las cosas en
términos contextuales, relacionales, a pensar en términos de
comunidad y a otorgar más importancia al respeto y las
responsabilidad con los otros.
Siguiendo las investigaciones de Gilligan, podríamos decir que el
sexo masculino tiene una tendencia innata al desarrollo de la
autonomía, pero teme en cierto modo las relaciones, mientras que el
sexo femenino tiende a valorar más profundamente las relaciones,
pero tiene dificultades con la autonomía.
"Hoy en día hemos llegado a un punto
crítico de la evolución, un punto en el que los roles sexuales
primarios - hiper-autonomía para los hombres e hiper-relación
para las mujeres - están siendo, en cierto modo, trascendidos;
un punto en el que los hombres deben aprender a aceptar su ser
relacional y las mujeres deben aprender a aceptar su autonomía."
(Ken Wilber, Breve historia de
todas las cosas, 1997)
No es difícil percibir, entonces, cómo
nuestra actual cultura se ha erigido sobre un desequilibrio básico
de prioridades, en el cual,
-
los valores considerados "femeninos" (la
cooperación, la empatía, la solidaridad y la preocupación por el
bien común) se han infravalorado o relegado a la esfera de los
ideales utópicos y humanitarios,
-
mientras que los valores
"masculinos" (el individualismo, la competencia y el self-made
man americano) han determinado la lógica de las relaciones
sociales a través de la cuales nuestra sociedad funciona, una lógica
cuyo principal objetivo es privilegiar a los nuevos conquistadores y
reyes del mundo, aquellos que alcanzan la cima de la pirámide del
mercado (o que ya se encuentran en ella).
"Los problemas a los que nos
enfrentamos hoy aumentan por la definición de una individualidad
que ha llegado a significar una simple búsqueda del yo, y una
democracia que ha perdido también su significado […].
En nuestro sistema competitivo,
parece que pensamos que uno debe arreglarse por sí mismo. Una
vez más, las partes están funcionando sin consideración al
interés del todo. Gran cantidad de personas crece sin ningún
sentimiento de pertenencia a la comunidad y carecen de
sentimientos de lealtad y ayuda a los demás […]
Una de las principales dificultades
es que la mención del amor en cualquier marco que no sea
fundamentalmente personal se ha convertido en algo
sentimentalizado, emasculado, relegado a la imagen de la escuela
dominical de una efímera idealización. Se escriben libros
enteros de psicología en los que no se encuentra ninguna mención
al amor.
Sin embargo, el amor sigue siendo la
dinámica más esencial en el funcionamiento sano de la sociedad."
(John Weir Perry, La evolución de
la conciencia, 1988)
Este desequilibrio ha dado lugar a una
civilización que, a pesar de su desarrollo técnico e intelectual,
sigue sosteniéndose, aún hoy, sobre una lógica despiadada, en la
cual las relaciones de dominación, explotación (del hombre y del
medio ambiente) y desigualdad extremas se han naturalizado al punto
de volverse imperceptibles para la mayoría de las personas.
Como reflejó la implacable pregunta del
presidente uruguayo José Mujica en la Cumbre de las Naciones
Unidas sobre Desarrollo Sustentable del año 2012:
"¿Es posible hablar de solidaridad y
de que 'estamos todos juntos' en una economía que está basada en
la competencia despiadada? ¿Hasta dónde llega nuestra
fraternidad?"
Individualidad y comunión, sin embargo,
podrían ser valores fundamentales para construir una cultura
equilibrada.
Mientras que los totalitarismos de
Estado pueden ser contemplados como expresiones sociales
desequilibradas (y, en última instancia, falsas) del principio de
Comunión, en donde la individualidad queda subsumida y aplastada por
su adecuación a una fuerza impuesta desde un poder estatal
concentrado, autoritario y jerárquico.
El neoliberalismo capitalista, por su
parte, puede ser visto como una expresión desequilibrada del
principio de Individualidad, en donde la libertad colectiva se ha
identificado con la libertad de los mercados (desregulación
económica) y la libertad y el desarrollo personal se han
identificado con la noción de una ilusoria libertad de consumo o, en
su defecto, una promesa de libertad individual ganada "con el sudor
de la frente" a través de una justificada y glorificada competencia
social:
"En el capitalismo mágico, somos
todo lo libres que nuestro dinero puede pagar, dado que tal y
como reza su primera ley: "la libertad de las personas es
inversamente proporcional a la libertad de los capitales"".
(Rafa Cuadrado, La necedad de
vivir sin tener precio, 2012)
La imagen del desarrollo individual
dentro del capitalismo depende entonces exclusivamente de una
ilusoria meritocracia mercantilista que, aunque fuera real,
representaría la antítesis de una verdadera cooperación colectiva,
no resumiéndose en otra cosa que una lucha egocéntrica por el poder.
En este sentido, el desarrollo del
capitalismo neoliberal posmoderno puede ser contemplado como la
expresión socioeconómica de la estructura egocéntrica de conciencia
que predomina actualmente en nuestra cultura, de una individualidad
que ha devenido en individualismo narcisista y alienante y que
necesita desesperadamente reconocer su lugar en la unidad mayor en
la que existe.
"Es verdad que [en el capitalismo]
no existe nada ni remotamente parecido a la igualdad de
oportunidades, pero incluso si existiera, el sistema de todos
modos sería inaceptable.
Supongamos que los dos corredores
largan exactamente del mismo punto, usan el mismo calzado y todo
lo demás. Mientras que uno llega primero y se lleva todo lo que
quiere, el otro llega segundo y se muere de hambre."
(Noam Chomsky, El bien común,
1998)

En términos junguianos, las perspectivas
comunistas, que defienden la existencia de un Estado centralizado
que lo abarca y administra todo, descansan sobre el arquetipo de la
Madre, en donde la institución estatal es la familia que contiene y
provee a todos sus hijos por igual.
Mientras que las perspectivas
capitalistas se sostienen casi exclusivamente sobre el arquetipo del
Héroe, en donde la voluntad y el esfuerzo individual se conciben e
idealizan como únicos rasgos morales válidos para construir una
sociedad "justa", pero que en la práctica constituyen una falsa
justificación ética de las desigualdades, al mismo tiempo que
defienden la noción idealizada del esforzado y triunfal ascenso
social.
En otras palabras, de una jerarquía de
poder, lo que nos conduce nuevamente a los aspectos negativos del
arquetipo del Padre.
"La historia de la civilización ha
sido, a grandes rasgos, la historia de una brutalidad
enmascarada tras la idealización del heroísmo.
Si imaginamos a un habitante de
Marte observando los acontecimientos que tienen lugar en la
Tierra a través del paso de los siglos, no nos extrañaría que
llegara a la opinión de que los humanos, en su conjunto, son
despiadados: gente de muy poca compasión."
(Claudio Naranjo, La mente
patriarcal, 2010)
Otro modo de ver estas dos perspectivas
en el aspecto positivo de cada una es en la forma de derechos y
responsabilidades.
El gran desafío de nuestra cultura, cada
vez más global, sea probablemente hallar un equilibrio dinámico
entre estas dos esferas de valores, construir una cultura en donde
el auténtico desarrollo individual y el desarrollo colectivo no
estén en contradicción, sino que sean dos aspectos valorados y
fomentados por igual de una nueva y cooperativa organización social.
El filósofo anarquista Mijaíl Bakunin
sintetizó de forma unificadoramente clara esto al afirmar:
"No seré verdaderamente libre hasta
que todos los hombres y mujeres que me rodean sean también
libres. La libertad del otro, lejos de suponer una limitación
para mi libertad, es una condición indispensable para su
realización".
(Mijaíl Bakunin, Dios y el
Estado, 1871)
Una cultura en donde las
responsabilidades impliquen un auténtica participación e implicación
de cada individuo en la construcción y el desarrollo de la sociedad
demanda repensar nuestro sistema democrático y nuestra concepción
del Estado.
Nuestros actuales sistemas democráticos,
que en teoría debieran representar la voluntad de sus pueblos,
tienden sin embargo a reflejar en realidad la voluntad de los
intereses privados; esto es, del mercado.
"La anarquía económica de la
sociedad capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la
verdadera fuente del mal […]. El capital privado tiende a
concentrarse en pocas manos [...].
El resultado de este proceso es una
oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede
controlar con eficacia incluso en una sociedad organizada
políticamente de forma democrática. Esto es así porque los
miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados por los
partidos políticos, financiados en gran parte o influidos de
otra manera por los capitalistas privados [...].
La consecuencia es que los
representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente
los intereses de los grupos no privilegiados de la población."
(Albert Einstein, ¿Por qué el
socialismo?, 1949)
Sumado a ello, la influencia decisiva
que los poderes económicos concentrados ejercen a través de los
medios de comunicación dominantes para configurar la opinión social
y "construir realidades", hace de nuestra democracia un mecanismo
profundamente manipulable por el poder.
Si el actual despotismo económico del capitalismo patriarcal ha de
ser trascendido en alguna forma más inteligente y equitativa de
organización social, no será a través de la imposición violenta de
un Estado centralizado y autoritario, y probablemente tampoco a
través de la destrucción de todas las instituciones públicas, sino
posiblemente de su gradual o radical transformación.
Nuestra democracia representativa,
verticalista y burocrática, heredera de los
liderazgos monárquicos,
necesita evolucionar en formas cada vez más participativas y
directas de expresión colectiva.
Iniciativas como la Ley Orgánica de
Comunas en Venezuela, o proyectos de democracia digital como el
Open Ministry de Finlandia, el Partido WikiLeaks de
Julian Assange
en Australia, o el Partido de la Red en Argentina parecen avanzar
fuertemente en esa dirección.
La expresión de una voluntad colectiva
más consciente y cooperativa ha de ir la mano necesariamente de una
democracia más participativa.
La democracia participativa implica
una expresión de la voluntad individual, al tiempo que demanda una
responsabilidad e implicación mayor en la co-creación de lo
colectivo. Incluso alternativas tan revolucionarias como la
Economía
Basada en Recursos no pueden pensarse seriamente en la práctica como
alternativas superadoras al capitalismo sin algún sistema de
democracia participativa.
Hoy, los muros opresivos de nuestra cárcel patriarcal son cada vez
más evidentes, sus paredes tiemblan como sostenidas sobre
plataformas arenosas y apocalípticas.
Su suelo resulta cada vez más débil, más
ridículo, más inverosímil, sus ídolos se resquebrajan y se caen, y
sus columnas se doblan y se agrietan para romperse.
La actual crisis económica, política y
ecológica de nuestro tiempo nos demanda una nueva cultura si es que
hemos de sobrevivir en este mundo, ha de empujarnos hacia la
construcción de esta nueva cultura, a una inclusión y superación de
nuestras revoluciones y fracasos, de nuestros triunfos brillantes y
nuestras contradicciones vergonzosas, a una síntesis alquímica de
nuestra historia.
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