Capítulo XI

Las semanas pasaron y Eva seguía sin aparecer.

 

El barón Pfeill y Sephardi se enteraron de la noticia a través de Hauberrisser, y pusieron en marcha todo lo imaginable para dar con la desaparecida. Fijaron anuncios en todos las calles con sus señas personales y el caso no tardó en transformarse en el tema de conversación predilecto de todo Amsterdam.

La casa de Hauberrisser se vio asediada por un vaivén contínuo, la gente se apiñaba ante la puerta, entraban uno tras otro pretendiendo haber encontrado algún objeto perteneciente a Eva. Se ofrecía una fuerte recompensa a quien trajese alguna información sobre su paradero.

Se extendieron diversos rumores según los cuales había sido vista en tal o cual sitio; se recibieron cartas anónimas pobladas de alusiones oscuras, misteriosas, acusando a personas inocentes de haber raptado a la joven y de tenerla retenida, cartas escritas por locos y por malintencionados; las echadoras de naipes surgieron por docenas, igual que los “videntes” que presumían de facultades que no poseían.

 

El alma colectiva de la población, que hasta ahora le había parecido inofensiva, revelaba sus más bajos instintos: la codicia, la maledicencia, la jactancia, las pérfidas calumnias. Algunas descripciones llevaban tal sello de veracidad que a menudo Hauberrisser recorría la ciudad, acompañado por un policía, para entrar en pisos ajenos en los que, según las declaraciones, se hallaba presa Eva.

La esperanza y la decepción jugaban con él como una pelota. De pronto no quedó ni una calle, vía o plaza, donde no hubiera registrado una o más casas, yendo siempre tras pistas falsas. Era como si la ciudad se vengara así de su anterior indiferencia. Swammerdam venía todas las mañanas a verlo. Esta visita constituía para él un consuelo en medio de tanta tristeza.

 

A pesar de llegar siempre con las manos vacías, de que su única respuesta a la pregunta habitual era un simple movimiento de cabeza, su expresión de inquebrantable serenidad le transmitía una vez más la fuerza necesaria para afrontar los obstáculos. No volvieron a hablar del manuscrito, pero Hauberrisser intuía que éste era el verdadero objetivo del viejo coleccionista.

 

Una mañana, Swammerdam no pudo contenerse más.

—¿Todavía no ha comprendido que una hornada de pensamientos ajenos y hostiles está asaltándole para quitarle la razón? —preguntó, apartando la vista—. Si fueran avispas furiosas las que lo atacaran, enseguida sabría de qué se trata. ¿Por qué no hace frente a este enjambre de moscas del destino como si fueran avispas? —Swammerdam se interrumpió bruscamente y se fue de la habitación.

Un poco avergonzado, Hauberrisser reaccionó. Redactó una nota en la que decía que estaba de viaje y que todas las informaciones referentes a Eva van Druysen debían comunicarse directamente a la policía de ahora en adelante. Mandó al ama de llaves que la pegara en la puerta.

Pese a eso no consiguió calmarse. Por lo menos diez veces por hora sentía deseos de bajar y arrancar la nota. Cogió el rollo y se forzó a leerlo, pero sus pensamientos se perdían en la búsqueda de Eva tras de cada línea. Cada vez que fijaba su atención en el papel se decía a sí mismo que era una idiotez estudiar unas cuestiones tan puramente teóricas, tan desconectadas de la realidad, en un momento en el que cada minuto debía dedicarse a la acción.

Estaba dispuesto a encerrar el cuaderno en el escritorio cuando sintió muy claramente que se hallaba dominado por una fuerza pérfida e invisible.

 

Se detuvo un instante para reflexionar, pero más que reflexionar, lo que hizo fue escuchar.

—¿Qué fuerza extraña e inquietante es ésta —se interrogó a sí mismo—que suplanta a mi propio Yo y me obliga a hacer lo contrario de lo que había decidido un minuto antes?. ¿Quiero leer y no voy a poder?.

Hojeó nuevamente el libro, y cada vez que le surgía una dificultad volvía a asaltarlo el mismo pensamiento insistente: «Déjalo ya, no vas a encontrar el principio. Es un trabajo inútil». Puso en guardia a su voluntad para no permitirle entrar.

 

Su vieja costumbre de autoobservarse exigía una vez más sus derechos.

—¡Si por lo menos pudiera hallar el principio! —gimió dentro de él una voz engañosa e hipócrita mientras pasaba las hojas mecánicamente. El texto mismo le dio entonces la respuesta.

«Es el principio —leyó en un párrafo al azar, sorprendido de tropezarse justo con esta palabra— que le falta al hombre. No es que sea difícil encontrarlo, el obstáculo consiste en la idea obsesiva de tener que buscarlo.

»La vida es misericordiosa, nos regala un comienzo en cada instante. A cada segundo, nos es planteada la cuestión: ¿quién soy yo?. Pero no somos nosotros quienes la planteamos, por eso no encontramos el principio.

»Cuando nos la planteemos seriamente, habrá llegado el día en cuyo crepúsculo morirán aquellos pensamientos parásitos que se habían introducido en la fiesta de nuestra alma, para asistir al banquete.

»El arrecife de coral que ha ido construyendo a lo largo de milenios y al que llamamos “nuestro cuerpo” es su obra, su nido, su refugio. Para hacernos al mar, primero tenemos que abrir una brecha en el arrecife de cal y arcilla, y luego tenemos que disolverlo para que vuelva a su estado espiritual original. Más tarde te enseñaré cómo construir una casa nueva con las ruinas de este arrecife».

Hauberrisser depositó el rollo sobre la mesa para meditar un poco.

 

Poco le importaba ya que la página fuera un borrón o una copia de una carta que al autor dirigía a un desconocido, la segunda persona empleada en el texto había conseguido capturarlo, hacerle creer que él era el único destinatario. Decidió interpretar el manuscrito en este sentido de ahora en adelante. Reparó especialmente en una cosa: el escrito, a veces, se parecía a un discurso tal como hubieran podido pronunciarlo Pfeill, Sephardi o Swammerdam.

 

Ahora comprendía que los tres estaban impregnados del mismo espíritu que emanaba de la agenda enrollada, los tres se habían convertido en una especie de dobles para lograr que el pequeño señor Hauberrisser, actualmente tan desamparado y tan hastiado del mundo, se transformara en un ser realizado.

«Ahora escucha lo que tengo que decirte: ¡Ármate para los tiempos venideros!.

»Pronto el reloj del universo dará las doce, la cifra es roja y está bañada de sangre. Por este signo la reconocerás. La primera hora nueva será precedida por un huracán. Vela para que no te sorprenda dormido, porque los que entren en el nuevo día con los ojos cerrados seguirán siendo las mismas bestias de antes y ya nunca se despertarán. Existe un equinoccio espiritual. La primera hora nueva de la que te he hablado es un punto de inversión a partir del cual la luz se coloca en equilibrio con la oscuridad.

»Durante otro milenio más, los hombres aprendieron a dominar la naturaleza y a descifrar sus leyes. Bienaventurados aquellos que comprendieron el sentido de tal trabajo, los que captaron que la ley interior es igual a la exterior, pero una octava más alta. Estos son los llamados a la cosecha, los demás son siervos que labran la tierra con la vista inclinada.

»Desde el diluvio está oxidada la llave que abre nuestra naturaleza interior. La clave es estar despierto, estar despierto lo es todo. De nada está más convencido el hombre que de estar despierto. Pero en realidad se halla preso en una red de ensueños que él mismo ha tejido. Cuanto más apretada esté la red, más sólido será el reino del sueño. Los que se enredan en ella duermen, andan por la vida como manadas hacia el matadero, apáticos, indiferentes, sin pensar.

»Los soñadores de entre ellos no ven sino a través de las mallas un mundo enrejado, no ven sino porciones engañosas, no saben que se trata de fragmentos desprovistos de sentido de un todo gigantesco, y guían su conducta por ellos. Tales soñadores no son los poetas ni las personas fantásticas, como podrías creer. Son los hacendosos, los laboriosos, los incansables de este mundo, los roídos por la rabia de actuar. Se parecen a feos escarabajos afanándose por escalar un tubo liso, escalarlo y volverse a caer una vez arriba.

»Se imaginan que están despiertos, pero lo que creen vivir no es en realidad más que un sueño predeterminado hasta en el menor detalle y en el que la voluntad no tiene ninguna influencia. Ha habido y hay algunas personas conscientes de que sueñan, son pioneros aproximándose al baluarte. Detrás de ellos se esconde un Yo eternamente despierto, videntes como Goethe, Schopenhauer y Kant, pero carecían de las armas imprescindibles para tomar al asalto la fortaleza y su llamada a la lucha no despertó a los dormidos.

»Estar despierto lo es todo.

»El primer paso es tan sencillo que está al alcance de cualquier niño. El que no sabe cómo se anda no quiere renunciar a las muletas heredadas de sus antepasados. Estar despierto lo es todo.

»Está despierto en todo lo que hagas. No creas que ya lo estás. No, estás durmiendo y soñando.

»Junta todas tus fuerzas y, durante un momento, oblígate a sentir cómo recorre tu cuerpo esta sensación: ¡ahora estoy despierto!. Si consigues experimentar esa sensación reconocerás inmediatamente que tu anterior estado era como el de un sonámbulo, como el de un drogado.

»Es el primer paso todavía vacilante de un largo, largo viaje desde la servidumbre hacia la omnipotencia. Avanza así, de despertar en despertar.

»No hay un sólo pensamiento torturador que no pueda vencerse de esta manera. Lo dejas en el camino y ya no podrá alcanzarte, te elevarás sobre él como la copa del árbol se eleva por encima de las ramas secas.

»Una vez que hayas logrado extender el estado de vigilia a tu cuerpo, los dolores cesarán por sí mismos como hojas marchitas. Los baños por inmersión en agua helada de los judíos y los brahmanes, las vigilias nocturnas de los discípulos budistas y los ascetas cristianos, los suplicios a que se someten los faquires de la India, no son más que ritos externos petrificados, vestigios de un esfuerzo prehistórico por despertar y permanecer despierto.

 

Lee los libros sagrados de todos los pueblos de la Tierra. La enseñanza secreta acerca del estado de vigilia los recorre en su totalidad como un hilo rojo. Es la escalera del cielo de Jacob, que luchó durante toda la noche con el ángel del Señor, hasta que el “día” le trajo la victoria. Debes subir de escalón en escalón, de luz en luz, si deseas vencer a la muerte; las armas de la muerte son el sueño y el aturdimiento. El escalón inferior de la escalera de Jacob se llama “genio”.

 

¿Con qué palabras podríamos designar los escalones superiores?. La masa los desconoce y los considera como leyendas. La historia de Troya también fue considerada una leyenda durante siglos, hasta que alguien tuvo el coraje de comprobarla realizando excavaciones.

»En el camino del despertar, tu primer enemigo será tu propio cuerpo. Luchará contra tí hasta el primer canto del gallo. Pero si llegas a ver amanecer el día de la eterna vigilia, te distinguirás de todos esos sonámbulos que se creen seres humanos y son en realidad dioses dormidos; entonces el sueño se alejará para siempre de tu cuerpo y serás dueño del universo.

»Serás capaz de obrar milagros si lo deseas, y ya no tendrás que esperar humildemente que a algún falso dios le plazca obsequiarte… o cortarte la cabeza.

»Una felicidad habrá desaparecido para tí: la felicidad del perro fiel, siempre contento de reconocer la superioridad de un amo al que puede servir. Pregúntate: ¿cambiarías, incluso en tu estado actual, tu vida por la de tu perro?.

»¡Que no te espante el temor de no alcanzar la meta en esta vida!. El que pisa una vez nuestro camino, siempre volverá al mundo con una madurez interna suficiente para continuar su trabajo. Nace como “genio”.

»El camino que te muestro está sembrado de extraordinarias experiencias: personas ya fallecidas, a las que tú conocías en vida, resucitarán ante tí y te hablarán. Se te aparecerán formas luminosas, bañadas de claridad, que te bendecirán. ¡No serán más que imágenes!… imágenes emanadas de tu cuerpo cayendo en una mágica muerte bajo la influencia de tu voluntad transformada, formas que se convertirán de materia en espíritu de la misma manera que el hielo se disuelve en nubes de vapor al entrar en contacto con el fuego.

»Cuando todo lo cadavérico haya sido arrancado de tu cuerpo podrás decir que el sueño se ha alejado de tí para siempre. Entonces se consumará ese milagro que los seres humanos no pueden creer porque no lo comprenden, porque no saben que materia y energía son la misma cosa, el milagro de que, aunque te entierren, no haya cadáver en el ataúd.

»Sólo entonces, y no antes, sabrás distinguir la esencia de la apariencia. Aquel a quien encuentres en esos momentos no podrá ser sino uno de los que te precedieron en el camino. Los demás sólo serán sombras.

»Hasta ese instante no sabrás si eres el más desdichado o el más feliz de los hombres. Pero no temas, ninguno de los que optaron por el camino del despertar fue abandonado por sus guías, aunque se extraviaran.

»Voy a decirte cómo podrás reconocer si una aparición es realidad o es una quimera: si se te acerca mientras tu conciencia está turbada, y los objetos del mundo exterior se confunden o se desvanecen ante tus ojos, entonces no te fies. ¡Tienes que estar ojo avizor!. Porque es una parte de tí… Si no adivinas su significado oculto, no es más que un fantasma sin consistencia, una sombra, un ladrón que roe tu vida.

»Los ladrones que roban la fuerza del alma son peores que los ladrones de la Tierra. Te atraen como fuegos fatuos hacia el pantano de una engañosa esperanza para abandonarte en las tinieblas y desaparecer para siempre.

»No te dejes engañar por ningún milagro aparente que hagan para ayudarte, por ningún nombre sagrado que adopten, por ninguna profecía que puedan enunciar, aunque ésta se cumpliera; son tus enemigos mortales, deshauciados del infierno de tu cuerpo, contra ellos habrás de luchar por la supremacía.

»Las fuerzas que exhiben son las tuyas propias, se han apoderado de ellas para mantenerte en la esclavitud. No pueden vivir más que a costa de tu vida, pero si los vences, se derrumbarán, se convertirán en dóciles instrumentos que podrás mantener a tu antojo. Son innumerables las víctimas que se han cobrado entre los hombres. Repasa la historia de los visionarios y los sectarios, constatarás que la vía que sigues está cubierta de cráneos. De forma inconsciente la humanidad ha levantado un muro contra ellos: el materialismo. Este muro constituye una protección infalible; es un símbolo del cuerpo y al mismo tiempo es una prisión que impide ver lo que hay más allá.

»Ahora, cuando el muro se desmorona lentamente y el fénix de la vida interior renace de sus cenizas, los buitres de otro mundo comienzan también a batir sus alas. Por ello, ten cuidado. Sólo la balanza en la que pesarás tu conciencia te podrá indicar si puedes fiarte de las apariciones, cuanto más despierta esté tu conciencia en mayor medida se inclinará a tu favor la balanza. Si un guía o un hermano espiritual se te aparece, tendrá que hacerlo sin saquear tu conciencia; como el incrédulo Tomás, podrás poner tu mano en su costado.

»Sería fácil evitar las apariciones y sus peligros, bastaría que te comportaras como una persona normal. ¿Pero qué ganarías con ello?. Quedarías aprisionado en la cárcel de tu cuerpo hasta que el verdugo “muerte” te arrastrara al cadalso. El deseo de los mortales de contemplar a los seres sobrenaturales despierta simultáneamente a los fantasmas de los infiernos, porque es un deseo impuro, ávido, porque prefiere “tomar” en lugar de suplicar que se le enseñe a “dar”.

»Toda persona que vive en la Tierra como en una prisión, todo ser piadoso que implora su salvación, todos conjuran sin darse cuenta el mundo de los fantasmas. Hazlo tú también. ¡Pero hazlo conscientemente!. ¿Existe una mano que guarda a aquéllos que lo hacen inconscientemente, convirtiendo en islotes los pantanos donde deberían extraviarse inexorablemente?. No quisiera negarlo rotundamente, ya que no lo sé, pero no lo creo.

»Cuando tu camino atraviesa el reino de los fantasmas, te percatarás poco a poco de que no son más que pensamientos que de golpe se han hecho visibles. Esta es la razón de que te parezcan extraños y adopten formas de criaturas, el lenguaje de las formas es distinto del lenguaje del cerebro.

»Entonces habrá llegado el momento de que se lleve a cabo en tí una transformación insólita: las personas que te rodean se convertirán en fantasmas.

»Todos los seres que has amado se convertirán súbitamente en espectros. Incluido tu propio cuerpo.

»Es la soledad más terrible que uno pueda imaginar, la soledad de un peregrino en un desierto donde quien no sabe hallar la fuente de la vida está condenado a morir de sed. Cuanto acabo de decirte está escrito igualmente en los libros de los hombres piadosos de todos los pueblos: la venida de un nuevo reino, la vigilia, la superación del cuerpo y de la soledad.

No obstante, un abismo infranqueable nos separa de estos religiosos, ellos creen que los hombres buenos entrarán un día en el paraíso, y que los malos serán arrojados a las tinieblas del infierno, nosotros sabemos que llegará un tiempo en el que muchos despertarán y serán separados de los que duermen, como los amos se separan de los esclavos. Los que están dormidos no pueden comprender a los despiertos. Nosotros sabemos que el bien y el mal no existen, sino solo la “verdad” y el “error”.

 

Ellos creen que el “estado de vigilia” consiste en entregarse a las oraciones, manteniendo abiertos los ojos y los sentidos durante toda la noche, nosotros sabemos que el “estado de vigilia” es un despertar del Yo inmortal, y que la falta de sueño experimentada por el cuerpo es una consecuencia natural de ese despertar. Ellos creen que hay que descuidar y despreciar al cuerpo porque es pecaminoso, nosotros sabemos que el pecado no existe, que tenemos que comenzar por el cuerpo y que hemos bajado a la Tierra para transformarlo en espíritu.

 

Ellos creen que para purificar el espíritu es necesario retirarse a la soledad con el cuerpo, nosotros sabemos que hay que incomunicar primero al espíritu para transfigurar el cuerpo. Sólo a tí te incumbe elegir tu camino, el nuestro o el de ellos. Tu elección debe efectuarse por tu propia y libre voluntad. Yo no tengo derecho a aconsejarte.

 

Vale más cosechar el fruto amargo de la propia iniciativa que seguir un consejo ajeno y contemplar un fruto dulce en el árbol.

»No actúes como tantos que pese a conocer muy bien lo que está escrito: “examinad todas las cosas y conservad de entre ellas la mejor”, no examinan nada y conservan lo primero que se les presenta.»




La página había llegado a su fin, el tema quedó interrumpido. Al cabo de un rato de búsqueda, Hauberrisser creyó haber encontrado la continuación.

 

El desconocido al cual iba dirigido el texto parecía haberse decidido por la “vía pagana de la dominación del pensamiento”, porque el autor continuaba su discurso en otro folio bajo el título de:

 

«“EL FÉNIX”
 

»En el día de hoy has sido admitido en nuestra comunidad, eres un nuevo eslabón de la cadena que se extiende de eternidad en eternidad.

»Mi responsabilidad termina aquí, pasa a manos de otro a quien tú no puedes ver en tanto que tus ojos no dejen de pertenecer a la tierra.

»Está infinitamente lejos de tí, y sin embargo, está muy cerca, no lo separa de tí el espacio, pero está más allá de los límites del universo. Te rodea por todas partes como el agua rodea al nadador en el océano, pero tú no sientes su presencia.

»Nuestro símbolo es el fénix, el símbolo del rejuvenecimiento, el águila legendaria del cielo de Egipto, un águila de plumaje purpúreo y dorado que tras consumirse en su nido de mirra vuelve siempre a renacer de sus cenizas.

»Te dije que el principio del camino es tu propio cuerpo: quien sabe esto, puede iniciar el viaje en cualquier momento. Ahora te enseñaré a dar los primeros pasos: Debes separarte de tu cuerpo, pero sin querer abandonarlo, desprendiéndote de él como si aislaras la luz del calor. Ahí acecha ya tu primer enemigo.

»Quien se arranca de su cuerpo para atravesar los espacios corre el riesgo de hacer lo mismo que las brujas, que no hacen más que extraer un cuerpo fantasmal de su grosero cuerpo terrestre, y montarlo como una escoba para acudir al aquelarre. La humanidad, con un instinto seguro, se ha forjado una protección contra este peligro: se reserva siempre una incrédula sonrisa frente a la posibilidad de tales artilugios.

 

Tú ya no necesitas la duda para protegerte, tú tienes en lo que te he dado una armadura mucho más eficaz. Las brujas se imaginan estar participando en el aquelarre mientras que en realidad su cuerpo yace rígido e inconsciente en la habitación. Cambian la percepción terrestre por otra espiritual y dejan escapar lo mejor para ganar lo peor, en lugar de enriquecerse se empobrecen.

»Ya habrás deducido que ese no es el camino del despertar. Para comprender que tú no eres tu cuerpo —en contra de lo que piensan la mayoría de los humanos— debes reconocer las armas con las cuales lucha por dominarte. Es cierto que por el momento estás en su poder, tu vida se apagaría si tu corazón dejara de latir y todo se hace oscuridad cuando él cierra los ojos. Tú crees que te mueves, pero sólo es una ilusión, es él quien se mueve sirviéndose de tu voluntad.

 

Tú crees pensar pero es él quien genera los pensamientos, te hace creer que proceden de tí para que hagas todo lo que quiera. Siéntate erguido y proponte no mover ni un sólo miembro, no parpadear, quedarte inmóvil como una estatua: verás cómo se abalanza sobre tí inmediatamente, lleno de odio, para obligarte a que te sometas nuevamente a él.

 

Te combatirá de mil maneras hasta que le permitas moverse de nuevo, su descomunal furor y su precipitación en la lucha te pueden indicar hasta qué punto teme por su supremacía, y lo grande que debe ser tu poder para que recele tanto de tí.

»Pero tu cuerpo esconde una trampa, pretende inducirte a pensar que es en este terreno, el de la voluntad interior, donde se libra la batalla decisiva por la supremacía, pero esto solamente son escaramuzas en las cuales, si fuera necesario, estaría dispuesto a dejarte vencer con objeto de subyugarte después aún más ferozmente.

 

Los que consiguen la victoria en tales escaramuzas se convierten en los más desgraciados de los esclavos; se toman por vencedores y llevan en la frente un estigma: “carácter fuerte”. El fin que tú persigues no consiste en disciplinar tu cuerpo, le prohibes moverse con la única intención de reconocer las fuerzas de que dispones. Dichas fuerzas son numerosísimas, y por ello, casi insuperables. Podrás sentir cómo las dirige contra tí, una tras otra, si perseveras en esta medida aparentemente tan simple: permanecer inmóvil.

 

Primero experimentarás la potencia de los músculos que tienden a vibrar y temblar, el hervor de la sangre bañando de sudor tu rostro, los latidos violentos del corazón, escalofríos en la piel hasta que el vello se te eriza, vacilar todo tu cuerpo como si el centro de gravedad se hubiese desplazado. Todo esto podrás superarlo a través de la voluntad, pero no será solamente la voluntad: habrá ya un estado superior de vigilia escondido detrás de ella, invisible bajo su yelmo mágico. Incluso esta victoria carece de valor.

 

Aunque llegaras a controlar tu respiración y los latidos de tu corazón continuarías siendo un “fakir”, un “pobre”. ¡Un “pobre”!, la palabra lo dice todo…

»Los siguientes adversarios que te opondrá tu cuerpo son los escurridizos enjambres de moscas del cerebro, los pensamientos. Contra ellos ya no sirve la espada de la voluntad. Cuanto más la blandas, más furiosamente zumbarán a tu alrededor, y si lograras ahuyentarlos, aunque sólo fuera un instante, serías vencido de otro modo: durmiéndote, en los sueños.

»En vano les ordenarás que se mantengan quietos, sólo hay una manera de escapar de ellos: refugiándote en el estado de vigilia superior.

»La forma de alcanzar ese nivel debes hallarla por tí mismo. Tu sensibilidad tendrá que tantear incesante y cautelosamente, y al mismo tiempo tendrás que exhibir una férrea decisión. Eso es todo lo que puedo decirte sobre el tema. Cualquier consejo que se te diera en relación con esta penosa lucha sería como un veneno. Estás frente a un escollo que nadie, salvo tú mismo, puede ayudarte a franquear.

»No hace falta que ahuyentes los pensamientos para siempre. La lucha contra ellos tiene un propósito claro: llegar al estado superior de vigilia.

»Después de alcanzar dicho estado se te acercará el reino de los fantasmas de que te hablé.

»Surgirán formas espantosas, luminiscentes, querrán hacerte creer que proceden de otro mundo. Pero no serán sino pensamientos que todavía no habrás dominado, pensamientos que adoptan una forma invisible.

»Recuerda esto: ¡cuanto más majestuosa sea su apariencia, más nocivos resultarán para tí!.

»Muchas falsas creencias se elaboraron a partir de estas apariciones, haciendo que la humanidad retrocediera hacia las tinieblas. No obstante, cada uno de estos fantasmas posee un sentido profundo; no son sólo imágenes. En lo que a tí se refiere, y entiendas o no su lenguaje simbólico, son las marcas que señalan el nivel que has alcanzado en tu evolución espiritual.

»La etapa siguiente ya te la mencioné, en ella tus contemporáneos se convertirán en fantasmas ante tus ojos. Esta etapa, como todo lo relacionado con el dominio espiritual, alberga simultáneamente el veneno y el antidoto.

»Si te estancas en el punto de considerar a los humanos como a fantasmas, entonces sólo habrás absorbido el veneno, y serás como aquél de quien dicen las Escrituras: “Si no tienes amor, estás vacío como el metal que resuena”. Pero si descubres el sentido oculto en cada una de estas sombras humanas, verás con los ojos del espíritu, y no sólo su núcleo vivo, sino también el tuyo propio. Entonces te será devuelto cuanto te fue quitado, como a Job.

 

Estarás… de nuevo… donde estabas antes, como gustan comentar irónicamente los insensatos. No saben que es muy distinto volver a casa tras una larga estancia en el extranjero que no haber salido nunca de ella.

»Una vez que hayas alcanzado este punto, nadie sabe si se te concederán los poderes milagrosos que poseían los profetas de la antigüedad, o si en lugar de ello encontrarás la paz eterna. Tales fuerzas constituyen un don deliberado de quienes detentan la clave de los misterios.

»Si las recibes y te sirves de ellas, debe ser en interés de la humanidad, que necesita signos así.

»Nuestra vía acaba en la plena madurez, cuando la hayas conseguido serás digno de recibir el regalo de los poderes. ¿Te serán concedidos?. No lo sé.

»Pero de las dos maneras te habrás convertido en un fénix, en tu mano está alcanzarlo por la fuerza.

»Antes de despedirme de tí quisiera enseñarte cómo podrás reconocer un día, en el momento del “gran equinoccio”, si estás llamado a obtener el don de las fuerzas milagrosas. Escucha: Uno de aquellos que poseen la clave de los misterios se quedó en la Tierra para buscar y agrupar a los llamados. Al igual que él no puede morir, su leyenda tampoco morirá. Algunos sospechan que se trata del “Judío Errante”, otros lo llaman Elias. Los gnósticos pretenden identificarlo con Juan el Evangelista.

 

Cualquiera que afirma haberlo visto describe su aspecto de modo distinto. No te dejes desconcertar si en el futuro encuentras personas que te lo describan así. Es muy natural que cada uno lo vea de una manera. Un ser como él, que ha transformado su cuerpo en espíritu, ya no está ligado a ninguna forma fija.

»Un ejemplo te mostrará que tanto su forma como su rostro no pueden ser sino imágenes, imágenes que son una fantasmal apariencia de lo que en realidad es.

»Supón que se te aparece como un ser de color verde. El verde, aunque puedas verlo, no es ningún color en sí mismo, resulta de la combinación del azul y el amarillo.

»Esto lo saben todos los pintores. Pero pocos son los que saben que el mundo que nos rodea es como el color verde, que en verdad no es lo que parece ser.

»Deduce de este ejemplo que si se te apareciera como un hombre de rostro verde, ello significará que su auténtico rostro aún no te ha sido revelado.

»Si lo ves tal como es en realidad, es decir, como una forma geométrica, como un sello en el cielo que nadie salvo tú puede ver, entonces sabrás que estás llamado a obrar milagros. Yo lo encontré como un ser de carne y hueso, y pude poner mi mano en su costado. Su nombre era…».

Hauberriser adivinó el nombre. Estaba escrito sobre la página que llevaba consigo constantemente, era ese nombre que se presentaba ante él con tanta persistencia:

“Chidher el Verde”

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Capítulo XII

Soplo de descomposición en el aire.

 

Días agonizantes con un calor de incubadora y noches brumosas. La hierba de los prados cubierta al amanecer de telas de araña como manchas blanquecinas de moho. Entre los terrones marrón-violeta, charcos de agua fría y oscura que han dejado de creer en el sol. Flores de color paja que carecen de fuerzas para erguir las cabezas hacia el cielo transparente. Titubeantes mariposas de alas rotas, descoloridas. En las alamedas de la ciudad, las crujientes hojas cuelgan de tallos mustios.

 

Como una mujer ajada que no hallara colores lo suficientemente chillones para disimular su edad, la naturaleza comenzaba a acicalarse con los multicolores afeites del otoño.






Hacía tiempo que el nombre de Eva van Druysen había sido olvidado en Amsterdam.

El barón Pfeill la dio por muerta, y Sephardi se vistió de luto. Únicamente en el corazón de Hauberrisser su imagen no podía morir.

Sin embargo, no hablaba de ella cuando venían a verlo sus amigos o el viejo Swammerdam. Se había vuelto taciturno y reservado, sólo conversaba con ellos sobre cosas indiferentes.

No quería mostrar con sus palabras que se había refugiado en la secreta esperanza de volver a ver a Eva, una esperanza que crecía de día en día, pero que temía expresar como si al mencionarla destruyera una frágil redecilla.

Sólo delante de Swammerdam dejaba entrever su estado de ánimo, sin expresarlo con palabras.

Desde el momento que concluyó la lectura del rollo, se estaba operando en él una transformación que apenas si comprendía. Al principio practicaba el ejercicio de la inmovilidad cada vez que se le ocurría.

 

Por una parte se dedicaba a ello con curiosidad, y por otra con la actitud incrédula de una persona que, de forma permanente, como una divisa de frustración y desengaño, arrastra la siguiente convicción en el fondo de su alma:

«De todas maneras no servirá para nada».

Al cabo de una semana limitó la duración del ejercicio, de una hora o más en cualquier momento a un cuarto de hora por la mañana, pero entregándose a él con todas sus fuerzas, y practicándolo por el ejercicio mismo en lugar de hacerlo con la fatigosa y siempre decepcionante esperanza de que algo maravilloso debería producirse.

Pronto el ejercicio se le hizo indispensable, como un baño refrescante que esperaba con gozo cada vez que se acostaba. Cierto es que durante el día se sentía sacudido por violentos ataques de desesperación al pensar en la idea de haber perdido a Eva.

 

Rechazaba combatir estos pensamientos tan dolorosos por medio de la magia, habría sido como una huida frente al recuerdo abrasador de Eva, una actitud egoísta, insensible, un autoengaño, pero a pesar de todo, un día que el sufrimiento se le hizo tan insoportable que sólo el suicidio aparecía como posible solución, lo intentó.

Se sentó derecho, como estaba descrito en las instrucciones, y trató de conseguir a la fuerza un estado de vigilia superior, para, al menos momentáneamente, escapar de la intolerable tortura de sus pensamientos. Para su asombro, el intento dio resultado a la primera. Lo penetró una incomprensible sensación de certeza donde rebotaba cualquier duda, internamente experimentaba la afirmación de que Eva vivía, de que no corría peligro alguno.

 

Antes, siempre que su pensamiento se volcaba en Eva, cien o más veces al día, había sentido el azote de latigazos incandescentes, pero ahora interpretaba estos mismos pensamientos como la jubilosa noticia de que Eva, allá a lo lejos, pensaba en él y le enviaba saludos. Lo que había sido dolor, de golpe se convirtió en fuente de alegría.

Por medio del ejercicio había creado en su interior un refugio al que poder retirarse a cada instante, un refugio en donde hallar constantemente una renovada confianza, en donde conseguir ese crecimiento interior que para quienes no lo han experimentado no es más que una palabra desprovista de sentido. Antes de conocer este nuevo estado había pensado que sustraerse al dolor por Eva era cicatrizar aceleradamente las llagas de su alma, una aceleración del proceso de curación efectuado por el tiempo para calmar la pena de los seres humanos.

 

Se había defendido con todas las fibras de su ser contra tal curación, como lo haría cualquiera al darse cuenta de que la atenuación de la pena causada por la pérdida de una persona amada conlleva siempre la difuminación de su imagen, de la cual no quiere separarse. Pero antre ambos escollos, un estrecho sendero cuya existencia no podía sospechar, todo sembrado de flores, se había abierto ante él: la imagen de Eva no estaba cubierta por el polvo del pasado, como él había temido, no, sólo el dolor se había esfumado.

 

En lugar de una imagen velada por las lágrimas, Eva misma había resucitado para él. En los minutos de calma interna sentía su presencia con tanta nitidez como si estuviera ante él en carne y hueso.

 

A medida que se retiraba del mundo, conseguía vivir horas de una felicidad tan profunda como nunca hubiese creído posible, horas durante las cuales iba de cognición en cognición, comprendiendo cada vez con mayor claridad que existían verdaderos milagros de experiencia interior, milagros que contrastaban con los hechos exteriores como la luz con la sombra, y no sólo de modo aparente, como antes había imaginado, sino efectivamente. La metáfora del Fénix le impresionaba cada día más hondamente.

 

Siempre hallaba nuevos significados en ella, permitiéndole comprender con una plenitud insospechada la extraña diferencia que hay entre los símbolos vivos y los símbolos muertos. Todo cuanto buscaba parecía estar contenido en este símbolo inagotable. Solucionaba por él los enigmas, como un ser omnisciente al que sólo tenía que preguntar para conocer la verdad.

 

Mientras luchaba por dominar los pensamientos, se había dado cuenta de que a veces, después de lograrlo y de creer saber exactamente de qué manera lo había logrado, al día siguiente no podía encontrar ni la menor traza de este conocimiento en su memoria.

 

Estaba tan borrado de su cerebro, y aparentemente, tenía que partir de cero para descubrir de nuevo el método.

«El sueño de mi cuerpo me robó los frutos que había cosechado», se solía decir en tales casos. Para evitarlo, decidió mantenerse despierto todo el tiempo que pudiera, pero una mañana lo iluminó la idea de que la extraña desaparición de todo recuerdo no era más que el fenómeno de las “ascuas que se consumen”, de las cuales el fénix debía renacer sin cesar, rejuvenecido.

 

Comprendió que el hecho de crearse métodos y pretender servirse de ellos, era algo terrestre y transitorio, que lo valioso no era el cuadro terminado, como había dicho Pfeill, sino la capacidad de pintar. Tras entender esto, la lucha por el dominio de sus pensamientos había pasado de ser un combate agotador a ser un continuo placer.

 

Ascendía de grado en grado sin darse cuenta, hasta constatar un día con sorpresa que poseía la clave de un dominio con el que nunca hubiera osado soñar ni siquiera.

«Es como si hasta el presente yo hubiera estado rodeado por un enjambre de pensamientos similares a abejas que se alimentaran de mí, —había explicado a Swammerdam con el que, en aquella época, todavía solía hablar de experiencias interiores —. Ahora puedo alejarlos a voluntad y vuelven a mí cargados de ideas, como abejas cargadas de miel. En otro tiempo me saqueaban, hoy me enriquecen».

Unas semanas más tarde halló por casualidad en el pergamino la descripción de una experiencia análoga, casi en los mismos términos, y reconoció con alegría intensa que había elegido el buen camino del desarrollo interior sin haber recibido ninguna instrucción.

Las páginas en cuestión habían estado pegadas unas a otras a causa de la humedad y el moho; se soltaron gracias a los rayos solares que alcanzaban el rollo desde la ventana.

Tuvo conciencia de que en su pensamiento se había producido una operación idéntica.

En los últimos años, y ya antes de la guerra, había oído y leído muchas cosas acerca de lo que se denominaba mística, y de modo instintivo había vinculado todo lo relacionado con ella con la noción de “oscuridad”. Cuanto pudo aprender sobre ella llevaba el sello de la confusión y recordaba los éxtasis de un opiómano.

 

Y efectivamente, su juicio no era equivocado, porque lo que se entendía por mística en el lenguaje corriente no era en realidad más que un ir a tientas a través de la niebla.

 

Ahora podía percatarse de la existencia de un auténtico estado místico, difícil de descubrir y aún más difícil de conquistar, un estado que no sólo quedaba por debajo de la realidad de las experiencias cotidianas, sino que la sobrepasaba con creces en vivacidad y vigor. No quedaba ya nada del entusiasmo de los “místicos” en éxtasis, ningún aullido de libertad en vista de una redención egoísta, que para realzar su brillo, necesita el sangriento espectáculo de los condenados a las penas eternas del infierno.

 

También se había desvanecido como una pesadilla la ruidosa satisfacción de esa masa bestial que se cree de lleno en la realidad mientras digiere.

Tras apagar la luz, Hauberrisser se había sentado ante su mesa. Esperó en medio de la oscuridad. La noche se extendía como un paño colgado de la ventana, oscuro y pesado.

Sentía la proximidad de Eva, pero no podía verla.

Cuando cerraba los ojos, flotaban colores como nubes bajo sus ojos, disolviéndose y reconcentrándose. Por la experiencia que había adquirido sabía que esos colores constituían la materia con la cual podían crearse imágenes a voluntad, imágenes que en principo parecían rígidas e inertes, y que posteriormente, como animadas por una fuerza misteriosa, cobraban una vida autónoma, se transformaban en seres parecidos a él.

Hacía pocos días que había conseguido por primera vez formar y animar de esta manera el rostro de Eva. Creyó hallarse en el buen camino que lo llevaría a reunirse con Eva espiritualmente. Pero entonces recordó el párrafo referente a las alucinaciones de las brujas y comprendió que era allí donde comenzaba el reino ilimitado de los fantasmas, en el que bastaba entrar para no poder salir nunca más.

Sintió que cuanto más se desarrollara en él la facultad de transformar en imágenes los deseos secretos de su alma, más peligro correría de extraviarse en un sendero que no permitía el retorno.

Rememoró, con un sentimiento simultáneo de horror y de añoranza, los instantes durante los cuales había logrado evocar el fantasma de Eva; gris como una sombra al principio, y vistiéndose de color y de vida después, hasta hallarse ante él con toda la nitidez de un ser de carne y hueso.

Todavía sentía el frío glacial que se apoderó de su cuerpo cuando, impulsado por un instinto mágico, intentó involucrar los demás sentidos, el oído y el tacto, en la visión.

Desde entonces, se sorprendía deseando resucitar la imagen ante sus ojos, y siempre tenía que juntar todas sus fuerzas para resistir la tentación.






La noche avanzaba, pero no podía decidirse a dormir. Constantemente lo cercaba el confuso presentimiento de que tenía que existir algún medio para que Eva viniera hacia él, pero no bajo una forma vampírica animada por el soplo de su propia alma, sino en carne y hueso.

Emitió sus pensamientos para que retornaran a él cargados de nuevas inspiraciones acerca de la manera de lograr su propósito. Los progresos que había hecho en las últimas semanas le habían mostrado que este método consistente en emitir preguntas y aguardar pacientemente la respuesta, esta lúcida alternancia entre un estado activo y otro pasivo, ni siquiera fracasaba cuando se trataba de descubrir cosas que no hubieran podido ser desveladas por medio de procesos lógicos de pensamiento.

Las ideas le venían a la cabeza, una tras otra, y cada vez eran más fantásticas e inusuales; todas resultaron demasiado ligeras al pesarlas en la balanza de sus sentimientos.

Una vez más fue la clave del “estado de vigilia” la que le ayudó a abrir la cerradura secreta. Pero esta vez sintió instintivamente que también su cuerpo, y no sólo su conciencia, debía despertar en un nivel vital superior. Las fuerzas mágicas dormitaban en el cuerpo, eran ellas las que tenían que despertar para poder actuar sobre el mundo material.

Recordó, como un ejemplo instructivo, que la danza de los derviches árabes no tenía, en el fondo, otro fin que excitar el cuerpo para llevarlo al “estado de vigilia” superior.

Como bajo el efecto de una inspiración, posó las manos sobre sus rodillas y se irguió, imitando el ademán de las estatuas de los dioses egipcios, los cuales le parecieron de repente, por sus estáticos rostros, símbolos de un poder mágico. Impuso a su cuerpo una inmovilidad cadavérica mientras emitía una corriente de voluntad abrasadora a través de cada una de sus fibras. Al cabo de pocos minutos bullía dentro de él un incomparable huracán.

En su cerebro resonaba una insensata mezcla de voces humanas y animales, ladridos furiosos de perros, el canto estridente de innumerables gallos. En la habitación estalló un tumulto tal que parecía que la casa iba a explotar. Las metálicas vibraciones de un gong reverberaban en sus huesos, como si el infierno anunciara el día del Juicio Final, tuvo la impresión de convertirse en polvo.

 

La piel le escocia como una túnica de Nessus, pero apretó los dientes y no consintió a su cuerpo ni el menor movimiento. Entretanto llamaba a Eva sin cesar, con cada uno de los latidos de su corazón.

Una voz apagada, apenas un murmullo y sin embargo capaz de atravesar el alboroto como la punta de una aguja, le advertía que no jugase con fuerzas cuyo poder desconocía, que no poseía la suficiente madurez para dominarlas, que de un momento a otro podían precipitarlo en una incurable locura. Hauberrisser no la escuchó.

La voz se hacía cada vez más potente, tanto que el ruido del entorno parecía estar muy lejano; la voz le pedía a gritos que volviese atrás. Eva vendría con toda seguridad si no cesaba de llamarla a través de esas oscuras fuerzas del infierno. Si viniera antes de cumplirse el tiempo de su evolución espiritual, su vida se apagaría en ese mismo momento, como la llama de una vela, y él mismo se cargaría así con un fardo de dolor que sería incapaz de soportar. Apretó los dientes y continuó sin escuchar.

 

La voz intentó convencerle con argumentos racionales, diciéndole que Eva habría venido desde hacía tiempo o que le habría enviado un mensaje si le fuera posible; tenía pruebas suficientes de que estaba viva, constantemente le mandaba pensamientos llenos de amor y cada día experimentaba la certeza de su presencia muy cerca de él… Hauberrisser no escuchó, siguió llamando a Eva sin cesar.

Lo consumía el deseo de tenerla en sus brazos, aunque sólo fuera por unos instantes.

De pronto el tumulto enmudeció. Hauberrisser vio entonces que la habitación aparecía iluminada como en pleno día.

En el centro del cuarto, como surgido del suelo, se levantaba un poste de madera podrida que llegaba casi hasta el techo, rematado por una viga transversal, como una cruz decapitada.

Una serpiente de color verde claro, gorda como un brazo, estaba enroscada en el poste, mirándole con sus ojos sin párpados.

Su rostro, con la frente vendada por un trapo negro, era semejante al de una momia humana; la piel de los labios, disecada y fina como el pergamino, se veía muy estirada sobre los dientes amarillos y putrefactos.

A pesar de la deformación cadavérica de los rasgos, Hauberrisser reconoció en ellos un lejano parecido con el rostro de Chidher el Verde, tal como lo había visto en la tienda de la calle Jodenbree.

Con los cabellos erizados y el corazón parado por el horror, escuchó las palabras que surgían lentamente, sílaba a sílaba, como un silbido atenuado, de la boca descompuesta:

—¿Qué… qu… ieres… de… mí?.

Durante un instante lo paralizó un terror espantoso. Sentía la muerte detrás de él, acechándole; creyó ver una horrible araña negra deslizándose por la tabla de la mesa… Entonces su corazón gritó el nombre de Eva.

Enseguida, la habitación se vio nuevamente sumida en la oscuridad. Bañado de sudor, buscó a tientas el interruptor de la luz y lo apretó. La cruz decapitada, donde estaba instalada la serpiente, había desaparecido.

Tuvo la impresión de que el aire estaba envenenado. Casi no podía respirar, los objetos giraban ante sus ojos.

—¡Tiene que haber sido una alucinación provocada por la fiebre! —se dijo, intentando en vano calmarse. Pero era incapaz de deshacerse de la angustia que lo ahogaba, del miedo a que todo lo que acababa de contemplar hubiera ocurrido efectivamente en la habitación.

El cuerpo se le llenó de escalofríos al recordar la voz que lo había advertido.

 

La sola idea de volver a escucharla gritándole que con sus locos experimentos de magia había puesto en peligro la vida de Eva le quemaba el cerebro. Creyó que se asfixiaba, se mordió la mano, se tapó los oídos, sacudió los sillones para volver en sí, abrió la ventana y respiró el aire frío de la noche… pero no sirvió de nada: la certidumbre interna de haber cometido un error irreparable en el dominio espiritual de las causas persistía a pesar de todo.

 

Como bestias enfurecidas, se abalanzaron sobre él los pensamientos que, orgullosamente, creía haber dominado. Ninguna “voluntad de inmovilidad” le servía ya.

 

El método del “despertar” fracasó también.

—Esto es una locura, locura, locura —repitió convulsivamente, con los dientes apretados y dando frenéticas vueltas por la habitación—¡no ha pasado nada!. ¡Fue una visión y nada más!. ¡Estoy loco!. ¡Imaginación!. ¡Fantasía!. ¡La voz me engañó, y tampoco la aparición era real!. ¿De dónde saldrían el poste, y la serpiente… y la araña?.

Se esforzó por soltar una fuerte carcajada con su boca torcida.

—¡La araña!. ¿Por qué no está ya? —intentó burlarse de sí mismo.

Encendió una cerilla para buscar debajo de la mesa, pero no tuvo el valor de mirar por miedo a que pudiese estar allí, como un residuo del fantasmal acontecimiento.

Respiró aliviado al oír unas campanas dando las tres de la madrugada.

—Gracias a Dios, la noche se acaba.

Se acercó a la ventana, y asomándose, escudriñó largo rato la noche caliginosa, para ser testigo, como creía, de las primeras señales del crepúsculo. Súbitamente se dio cuenta de su verdadero motivo: estaba esperando, con los sentidos aguzados, que Eva viniese por fin.

«Deseo tanto volver a verla que mi imaginación me ha engañado estando yo despierto y consciente, con esta pesadilla de fantasmas»; trató de tranquilizarse atravesando de nuevo la habitación, pero la nostalgia volvía a apoderarse de él.

Entonces su mirada se quedó fija en una mancha oscura que había en su suelo, una mancha que no recordó haber visto nunca antes.

Se agachó y vio que la madera estaba podrida justo en el sitio donde había estado el poste de la serpiente.

Se le cortó la respiración, ¡imposible que la mancha estuviera antes!.

Un golpe violento, como si alguien llamara a la puerta, lo arrancó de su hipnosis.

¿Eva?.

¡Allí, otra vez!.

¡No!. No podía ser Eva, era un puño recio el que aporreaba la puerta de la calle.

Corrió hacia la ventana y preguntó quién andaba por ahí, en la oscuridad.

No hubo respuesta.

Al cabo de unos instantes se repitieron los rudos e impacientes golpes en la puerta. Tiró de una cuerda que permitía abrir la puerta de abajo. El pestillo resonó estrepitosamente. Escuchó con atención… Nadie. Ni el menor ruido en la escalera.

Finalmente hubo un crujido apenas perceptible, como si una mano buscara la manivela.

La puerta se abrió y el negro Usibepu entró silenciosamente, iba descalzo y tenía el pelo mojado a causa de la humedad de la niebla.

Involuntariamente, Hauberrisser buscó un arma, pero el zulú no le hizo el menor caso, parecía no verlo siquiera, dio la vuelta a la mesa con pequeños y vacilantes pasos, su mirada estaba fija en el suelo, y su nariz dilatada temblaba constantemente, como la de un perro siguiendo un rastro.

—¿Qué hace usted aquí? —gritó Hauberrisser. El negro no le contestó, apenas giró la cabeza.

Su respiración profunda y jadeante era un indicio de que se hallaba completamente inconsciente, como un sonámbulo.

De golpe pareció haber encontrado lo que buscaba, porque cambió de dirección, y con la cara inclinada hacia el suelo, se acercó a la mancha podrida.

Entonces levantó la vista lentamente, como si siguiera una línea hacia el techo, hasta dejar la mirada suspendida en el aire. Su gesto era tan vivo, tan convincente, que Hauberrisser creyó ver por un momento surgir nuevamente la cruz decapitada.

Ya no le cabía duda de que era la serpiente lo que el negro miraba, sus ojos permanecían clavados en un punto de la altura y sus gruesos labios murmuraban, como si hablara con ella. La expresión de su fisionomía cambiaba incesantemente, pasando del deseo ardiente al hastío cadavérico, de la alegría salvaje a los celos flameantes y la rabia indomable.

La inaudible conversación había terminado. Dirigió la cabeza hacia la puerta y se acurrucó en el suelo.

Hauberrisser lo vio abrir la boca, estaba preso de un espasmo, sacó la lengua y la retiró de un golpe, tragándosela, a juzgar por el gutural ruido y los movimientos de los músculos de su garganta.

Sus pupilas comenzaron a temblar bajo los párpados abiertos y su rostro se tiñó de un color grisáceo, una palidez de muerte.

Hauberrisser quiso acercarse a él y sacudirlo para que se despertara, pero un cansancio inexplicable lo retuvo sobre la silla, como paralizado, apenas podía levantar el brazo. La catalepsia del negro se le había contagiado.

Como una pesadilla perpetua, inamovible, ajena al tiempo, se extendía la habitación ante sus ojos, con la sombría e inmóvil silueta del negro.

El péndulo monótono de su corazón era lo único que parecía continuar vivo. Hasta habían desaparecido sus temores por Eva.

Varias veces oyó campanarios dando la hora, pero era incapaz de contar las campanadas, el letárgico semi-sueño interponía entre los sones espacios casi eternos.

Debían haber pasado varias horas cuando, por fin, el zulú empezó a moverse. Como a través de un velo, Hauberrisser lo vio levantarse, y aún en trance, salir de la habitación. Juntó todas sus fuerzas para romper el estado de letargo y bajó corriendo tras el negro. Pero éste ya había desaparecido; la puerta de la casa estaba abierta de par en par y la espesa e impenetrable niebla había absorbido todo rastro de Usibepu.

Ya iba a volverse cuando escuchó de repente un paso ligero. Un instante después Eva emergía del vapor blanquecino y se dirigía hacia él.

Con un grito de júbilo la tomó en sus brazos, pero ella parecía totalmente extenuada, no recobró el conocimiento hasta que la llevó a la habitación y la depositó suavemente en un sillón. Entonces se mantuvieron abrazados durante largo tiempo, incapaces de concebir lo excesivo de su felicidad. Él estaba de rodillas ante Eva, sin poder articular palabra, y ella, llena de ternura, había cogido entre sus manos la cabeza de Hauberrisser, cubriéndolo de besos una y otra vez.

 

El pasado ya era para él un mero sueño olvidado, cualquier pregunta acerca de los trágicos sucesos acontecidos, o sobre el paradero de Eva hasta ahora, habría sido como robar tiempo al precioso presente.

Un flujo de sonidos invadió la habitación: se habían despertado las campanas de la iglesia. Pero no las oyeron. La pálida luz de la mañana otoñal penetraba a través de los cristales. No repararon en ella. Sólo tenían ojos el uno para el otro.

 

Hauberrisser le acariciaba las mejillas, le besaba las manos, los ojos, la boca, aspiraba el perfume de sus cabellos… todavía no podía creer que era verdad y que sentía latir el corazón de Eva contra el suyo.

—¡Eva, Eva!. ¡No me dejes nunca más!. ¡Dime que nunca más me dejarás, Eva!.

Ella lo abrazó, frotando su mejilla contra la de él.

—No, no, siempre estaré cerca de tí. Incluso en la muerte. ¡Soy tan feliz, tan indeciblemente feliz de haber podido venir a estar contigo!.

—¡Eva, no hables de la muerte! —gritó Hauberrisser al sentir que las manos de su amada se tornaban frías—. ¡Eva!. ¡Eva!.

Sus palabras fueron sofocadas por un torrente de besos.

—No tengas miedo… ya no puedo abandonarte, amado mío. El amor es más fuerte que la muerte. Él lo dijo y ¡él no miente!. Estaba muerta y él me devolvió la vida. Siempre me devolverá la vida, aunque muera.

Hablaba como si tuviera fiebre. Hauberrisser la levantó y la acomodó en la cama.

—Me ha cuidado durante todo el tiempo que he estado enferma. Durante semanas me volví loca, me agarraba al collar rojo que la muerte lleva en el cuello, colgaba en el aire, entre el cielo y la tierra. ¡El rompió el collar!. Desde entonces estoy libre. ¿No me sentiste a tu lado todo el tiempo, hora tras hora?. ¿Por qué, por qué pasan tan rápidamente las horas?…

Le faltó la voz.

—¡Déjame… déjame ser tu mujer!. Quiero ser madre cuando vuelva a estar contigo.

Se entregaron a un amor salvaje, infinito. Se sumergieron, los sentidos perdidos, en un océano de felicidad.





—¡Eva!. ¡Eva!. —No contestó.

—¡Eva!. ¿No me oyes?.

Hauberrisser abrió bruscamente la cortina de la cama.

—¡Eva!… ¡Eva!…

Cogió su mano, la soltó y cayó inerte; escuchó su corazón y había dejado de latir; sus ojos se habían quebrado.

—¡Eva, Eva, Eva! —dio un grito horrible, se enderezó y fue hacia la mesa, titubeante

— ¡Agua, ir a por agua!. Entonces se derrumbó, como alcanzado por un puñetazo en la frente. —¡Eva!. El vaso estalló cortándole los dedos. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la cama, tirándose de los pelos.

—¡Eva!.

Quiso tenerla contra sí; observó la sonrisa de la muerte en su rostro rígido y recostó la cabeza sobre su hombro, gimiendo de dolor.

«Abajo en la calle alguien manipula unos recipientes metálicos… ¡La lechera!… Sí, sí, claro… Ruido metálico. La lechera… Ruido metálico…». De pronto se sintió incapaz de pensar. Oyó latir cerca de él un corazón y contó los latidos tranquilos y monótonos sin saber que eran suyos. Maquinalmente, acarició las sedosas y largas mechas de cabellos rubios extendidos sobre la almohada. «¡Qué hermosas son! ¿Por qué ya no se oye el tic-tac del reloj?».

 

Elevó la mirada. «El tiempo se ha detenido. Naturalmente. Todavía no es de día. Sobre el escritorio hay unas tijeras, y las dos velas del candelabro están encendidas. ¿Por qué las habré encendido?. Me olvidé de apagarlas cuando se fue el negro. Claro. Y después ya no tuve tiempo de hacerlo porque vino Eva… ¿Eva?.

Está… ¡Está muerta!. ¡Muerta!” —gimió una voz en su interior; las llamas del dolor, un dolor terrible, intolerable, le envolvieron.

—¡Terminar!. ¡Terminar!. ¡Eva!. Tengo que seguirla. ¡Eva, Eva!. Espérame. ¡Eva, tengo que seguirte! —jadeante, se precipitó sobre el escritorio y quiso hundirse las tijeras en el corazón, pero se detuvo—. ¡No, la muerte es demasiado poco!. ¡Saldré ciego de este maldito mundo!.

Entreabrió las puntas para clavárselas en los ojos, loco de desesperación, cuando una mano le golpeó en el brazo con tanta violencia que las tijeras cayeron al suelo con estrépito.

—¿ Quieres ir al reino de los muertos a buscar a los vivos?. —Chidher el Verde se encontraba ante él, igual que aquel día en la tienda de Jodenbuurt, vestido con un talar negro y los rizos blancos cayéndole sobre las sienes.

—¿Crees que “allí” está la realidad?. No es más que un paraíso pasajero para los espectros obcecados, de la misma forma que la Tierra es un paraíso pasajero para los soñadores ciegos. Quien no aprende a “ver” en la Tierra tampoco lo hará en el otro lado. ¿Piensas que porque su cuerpo esté ahí tendido Eva no podrá resucitar?. Ella vive, eres tú quien todavía está muerto. Quien ha alcanzado la vida una vez, como ella, ya no puede morir, y el que está muerto, como tú, puede nacer a la vida.

Cogió el candelabro e invirtió la posición de las dos velas, la de la izquierda hacia la derecha y la de la derecha hacia la izquierda. Hauberrisser dejó de percibir los latidos de su corazón, como si de golpe hubiera desaparecido de su pecho.

—Tan cierto como que ahora puedes poner la mano en mi costado es que estarás unido a Eva cuando tengas la nueva vida espiritual. Que la gente la crea muerta, ¿qué te importa?. No se puede esperar de los dormidos que vean a los despiertos.

»Hiciste una invocación del amor pasajero —señaló el lugar en el que había surgido el poste de la serpiente, posó su pie sobre la mancha podrida y ésta desapareció—. Te he traído el amor pasajero porque no me quedé en la tierra para tomar. Me quedé para dar. A cada cual lo que desea. Pero los hombres no saben lo que su alma desea. Si lo supieran, serían videntes.

»En la tienda mágica del mundo deseaste unos ojos nuevos, para ver las cosas terrestres bajo una nueva luz. Recuerda, ¿no te dije que primero tendrías que perder los viejos ojos a fuerza de llanto antes de poder recibir unos ojos nuevos?.

»Deseaste conocimiento y te di el diario de uno de los míos que vivió en esta casa cuando su cuerpo era todavía perecedero. Eva deseó el amor inmortal. Se lo di, y te lo daré también a tí, por intermedio de ella. El amor efímero es un amor fantasmal. Cuando veo brotar en la Tierra un amor que se eleva por encima de lo fantasmal, extiendo sobre él mis manos como unas ramas protectoras, para preservarlo de la muerte, porque no sólo soy el fantasma del rostro verde, también soy Chidher, el árbol eternamente reverdecido».




Cuando el ama de llaves, la señora Ohms, llevó el desayuno a la habitación, contempló con espanto el cadáver de una bella joven tendido sobre la cama, y a Hauberrisser arrodillado ante ella, con la mano de la muerta apretada contra su mejilla.

Mandó un mensajero a buscar a sus amigos, a Pfeill y a Sephardi.

Cuando llegaron lo creyeron desmayado y se acercaron a él. Retrocedieron aterrados ante la expresión sonriente de su rostro y el brillo de sus ojos.
 

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Capítulo XIII

El doctor Sephardi había pedido al barón Pfeill y a Swammerdam que vinieran a su casa. Llevaban más de una hora en su biblioteca.

Era ya noche cerrada. Hablaron de mística, de filosofía, de la Cabala, y del extraño Lázaro Eidotter, el cual, liberado hacía tiempo, había retornado a su negocio de bebidas alcohólicas, pero la conversación volvía siempre a la persona de Hauberrisser.

Al día siguiente era el entierro de Eva.

—¡Es terrible!. ¡Pobre hombre! —exclamó Pfeill, levantándose para andar por la habitación con pasos agigantados—. Si me pongo en su lugar me dan escalofríos —se paró y miró a Sephardi—. ¿No deberíamos ir a verlo y hacerle compañía?. ¿Qué opina usted, Swammerdam?. ¿Podemos excluir que se rompa esa tranquilidad incomprensible en la que está sumergido?. Si de repente volviera en sí y se encontrara solo y abandonado en su dolor…

Swammerdam negó con la cabeza:

—No se preocupe por él, señor. La desesperación ya no puede alcanzarlo. Eidotter diría que sus luces han sido intercambiadas.

—Su fe tiene algo terrible… —murmuró Sephardi— cuando lo oigo hablar de esa manera siento una especie de… espanto —vaciló un instante, preguntándose si no iría a abrir una llaga—. Cuando asesinaron a su amigo Klinkherbogk, usted nos preocupó mucho. Creímos que el suceso lo hundiría. Eva me pidió muy particularmente que fuese a verlo e intentara consolarlo. ¿Dónde pudo hallar la fuerza para soportar con tanto valor un horrible acontecimiento que debía haber sacudido los fundamentos de su fe?.

Swammerdam le interrumpió:

—¿Se acuerdan de la palabras que Klinkherbogk pronunció antes de morir?.

—Sí, frase por frase. Y más tarde comprendí también su significado. No cabe duda de que previó exactamente su fin antes de que el negro entrara en el cuarto. Lo que dijo acerca del rey de Etiopía bastaría para probarlo.

—Precisamente el hecho de que se haya realizado su profecía es lo que me consoló. Al principio, naturalmente, estaba derrumbado, pero cuando comprendí la magnitud del acontecimiento me pregunté. ¿Qué es preferible?. ¿Que una palabra pronunciada en trance se realice o que una niña enferma de tisis y un viejo y decrépito zapatero vivan algún tiempo más?. ¿Hubiera sido mejor que el espíritu mintiera?. Desde entonces el recuerdo de aquella noche es para mí una fuente de alegría pura y serena.

»¿Qué importa que los dos tuvieran que morir?. Créanme, ahora están más a gusto.

—¿Estás, pues, firmemente convencido de que existe una vida después de la muerte? —preguntó Pfeill—. Yo, desde luego, también lo creo —añadió en voz baja.

—Ciertamente estoy convencido de ello. Claro que el paraíso no es un lugar, sino un estado. Pero la vida en la Tierra tampoco es más que un estado.

—¿Y usted… añora ese estado?.

—N…No —Swammerdam vaciló como si le costara hablar del tema. Un viejo lacayo de librea morada vino a anunciar la llamada telefónica para el señor. Sephardi se levantó y abandonó la habitación.

Swammerdam prosiguió inmediatamente su discurso. Pfeill comprendió que no estaba destinado para los oídos de Sephardi.

—La cuestión del paraíso es un arma de doble filo. Hay mucha gente a la que podemos herir mortalmente al decirles que allá no hay más que imágenes.

—¿Imágenes?. ¿Qué quiere decir con esto?.

—Se lo explicaré con un ejemplo. Mi mujer, que como usted sabe, murió hace muchos años, me quería infinitamente, y yo a ella. Ahora, ella está en el “más allá” y sueña que estoy con ella. No sabe que no es sino mi imagen lo que está con ella. Si lo supiera, el paraíso sería para ella un infierno.

»Todos los moribundos que pasan al otro lado encuentran allí las imágenes de lo que añoran, y las toman por reales, incluso las de aquello que les importaba mucho —añadió señalando hacia los estantes llenos de libros—. Mi mujer creía en la Virgen. Ahora sueña con que está en sus brazos.

»Los propagadores de las luces que pretenden arrancar a las masas de la religión no saben lo que hacen. La verdad sólo es para una élite restringida. Debería quedar oculta a las masas. Quien sólo conoce la mitad de ella entra al morir en un paraíso sin color. El gran deseo de Klinkherbogk en esta tierra era ver a Dios, ahora está en el más allá y ve a “Dios”.

»Era una persona sin conocimientos ni cultura, no obstante salieron de su boca palabras de verdad, engendradas por su sed de Dios. Pero un destino misericordioso le impidió descubrir su sentido profundo.

»Durante mucho tiempo yo no comprendí la razón; ahora la comprendo. Sólo habría entendido la mitad de la verdad, y su deseo de contemplar a Dios no se hubiera realizado, ni en la realidad ni en los sueños del más allá» —se interrumpió al oír los pasos de Sephardi.

Pfeill comprendió instintivamente el por qué: probablemente sabía del amor que sentía por Eva. Sabía que Sephardi, a pesar de ser un científico, era profundamente religioso y piadoso, y no quería destruirle su “paraíso”, la ilusión de un más allá donde reunirse con Eva.

 

Swammerdam prosiguió:

—Acababa de decir que el hecho de ver realizada la profecía de Klinkherbogk ha restado importancia a su muerte atroz, convirtiendo mi dolor en alegría. También esto puede ser un “intercambio de las luces”; la transformación de la amargura en la dulzura, lo cual sólo puede lograrlo el poder de la verdad.

—Sigue siendo para mí un enigma sin solución —interrumpió Sephardi— la manera cómo consigue usted vencer el dolor gracias al conocimiento. Yo también intento combatir el dolor que me produce la muerte de Eva por medio de pensamientos filosóficos, pero tengo la sensación de que nunca me aliviarán.

Swammerdam ladeó la cabeza, pensativo.

—Naturalmente. Esto se debe a que sus conocimientos son generados por el pensamiento, y no por la “palabra interior”. Sin darnos cuenta desconfiamos de nuestros propios conocimientos y por ello nos parecen grises y muertos. Por el contrario, las inspiraciones que vienen de la palabra interior son regalos vivos de la verdad que nos alegran indeciblemente cada vez que nos acordamos de ellos.

»Desde que sigo esta “vía”, rara vez he oído la palabra interior, y sin embargo, toda mi existencia es iluminada por ella.

—¿Y todo lo que dijo se hizo realidad? —preguntó Sephardi, reprimiendo una duda en su voz—. ¿O no se trataba de profecías?.

—Sí. Había tres profecías referentes al lejano futuro. La primera era así: gracias a mi ayuda se abrirá para una joven pareja un camino espiritual que permanecía sepultado desde hace miles de años; muchos podrán acceder a él en el porvenir. Es el único camino que da a la vida su verdadero valor, que da un sentido a la existencia. Esta profecía se ha convertido en el contenido de mi vida. De la segunda de las profecías prefiero no hablar, si lo hiciera me tomarían por loco.

Pfeill preguntó:

—¿Se está refiriendo a Eva?.

Swammerdam no contestó, limitándose a sonreír. Finalmente dijo:

—Y la tercera carece de importancia, aunque ello es imposible; no les interesaría.

—¿Tiene indicios del cumplimiento de al menos alguna de las tres predicciones? — preguntó Sephardi.

—Sí. Tengo una ineludible certeza. Poco me importa que se realicen, me basta con saber que soy incapaz de dudar de su realización.

»Ustedes no pueden comprender lo que significa sentir la verdad a flor de piel, la verdad que nunca se equivoca. Son cosas de las que hay que tener una experiencia propia.

»Nunca experimenté lo que se llama una visión “sobrenatural” salvo en una ocasión, en sueños. Se me apareció la imagen de mi mujer en una época en que yo andaba buscando un escarabajo verde. Nunca deseé “contemplar a Dios”; jamás se me apareció un ángel, como a Klinkherbogk; nunca encontré, como Lázaro Eidotter, al profeta Elias, pero la vivencia de la palabra bíblica “Bienaventurados los que no han visto y han creído” me ha recompensado mil veces por ello. En mí la frase se ha hecho realidad. He creído donde no había nada que creer, y he aprendido a considerar posibles cosas imposibles.

»A veces siento junto a mí a alguien gigantesco y todopoderoso, o sé que él protege a éste o a aquél. No lo veo ni lo oigo, pero sé que está ahí.

»No espero verlo alguna vez, pero pongo toda mi esperanza en él. Sé que tiene que venir una época terrible, espantosa, que será precedida por un huracán de una intensidad nunca vista. No me importa vivir o no esa época, soy feliz sabiendo que vendrá.

Un escalofrío recorrió a Pfeill y a Sephardi cuando oyeron estas palabras que Swammerdam pronunció con una fría calma.

—Me han preguntado esta mañana que dónde creía yo que podía haberse escondido Eva durante tanto tiempo. ¿Cómo podría yo saberlo?. Sabía que vendría, eso sí, y efectivamente vino. Y tan seguro como que yo estoy aquí sé que no está… muerta. Él la protege con su mano.

—Pero… ¡si está en un ataúd, en la iglesia!. ¡Mañana la enterrarán! —exclamaron Pfeill y Sephardi al mismo tiempo.

—Aunque la enterraran mil veces, aunque tuviera en mis manos su cráneo, sabría que no ha muerto. —Está loco —le dijo Pfeill a Sephardi cuando Swammerdam ya se había marchado.




Las altas ventanas ojivales de San Nicolás despedían una luz tenue, un resplandor procedente del interior iluminaba la niebla nocturna.

Apoyando la espalda contra la tapia del jardín, confundido con la sombra, el negro Usibepu esperaba inmóvil a que pasara el guardia encargado de vigilar las mal afamadas calles del puerto desde que sucedieron los funestos acontecimientos del Zee Dijk.

 

Tras oír cómo se alejaban los cansinos pasos, se subió por las rejas, escaló un árbol y saltó desde allí al tejado, abriendo la claraboya con precaución y dejándose caer suavemente, como un gato. En el centro de la nave, sobre un catafalco de plata, reposaba Eva, las manos juntas sobre el pecho, los ojos cerrados y la sonrisa rígida, en medio de un montón de rosas blancas. Cirios rojos y dorados, gordos como un brazo y altos como un hombre, velaban a ambos lados del sarcófago y en la cabecera, con sus inmóviles llamas.

En un nicho de la pared se hallaba la imagen de la Virgen Negra con el niño en brazos, y ante ella, suspendido de una cadena brillante que colgaba del techo, centelleaba el cristalino corazón de rubí de una lámpara eterna.

Tras las rejas, manos y pies de cera pálida, muletas con la inscripción “gracias a María”, estatuas de Papas con sus tiaras blancas en la cabeza tallada en madera policromada, la mano alzada en ademán de bendición.

Sin hacer ruido, el negro se deslizó de columna en columna, lleno de sorpresa al contemplar aquellas cosas tan extrañas para él.

 

Cuando vio los miembros de cera, su rostro se contrajo en una mueca, creyó que procedían de enemigos vencidos. Acechó a través de las ranuras de los confesionarios y palpó con desconfianza las grandes estatuas de los santos, quería comprobar que no estaban vivos.

Tras convencerse de que se hallaba solo, se acercó de puntillas a la muerta, contemplándola largo rato con tristeza. Algo aturdido por su belleza, acarició sus cabellos rubios y sedosos, y se sobresaltó como si temiera interrumpir su sueño. ¿Por qué se había asustado tanto de él aquella noche en el Zee Dijk?. No acababa de comprenderlo.

Cada una de las mujeres que había deseado, ya fuera negra o blanca, se había sentido orgullosa de ser suya. Incluso Antje, la camarera de la taberna del puerto, que también era una mujer blanca y tenía el pelo rubio. Con ninguna había tenido que recurrir a la magia Vidû, todas vinieron por sí mismas a echarse en sus brazos. ¡Menos ella!. ¡Todas a excepción de ella!.

Por poseerla, ¡cuan gustosamente habría renunciado a todo ese dinero por el que estranguló aquella noche al viejo de la corona de papel!.

Noche tras noche desde que huyó de los marineros, había errado en vano por las calles para encontrarla. Ninguna de esas mujeres que esperan a los hombres en la oscuridad pudo decirle donde se encontraba.

Se frotó los ojos con la mano.

Como un confuso sueño desfilaron ante él sus recuerdos: las tórridas estepas de su patria, y el comerciante inglés que lo llevó a Ciudad del Cabo prometiéndole que sería rey de los zulúes; la casa flotante que lo trajo a Amsterdam, el circo, junto a esa tropa de despreciables esclavos nubios con los que cada noche tenía que ejecutar danzas guerreras, por un dinero que enseguida se le iba; esta ciudad de piedra donde su corazón se consumía de nostalgia, nadie que entendiera su lengua…

Acarició suavemente el brazo de la muerta y en su rostro se dibujó la expresión del más absoluto abandono.

 

¡Ella no sabía que por su causa había perdido a su Dios!. Para que viniera hacia él, invocó al terrible Souquiant, el Dios-serpiente de rostro humano, perdiendo así el poder de caminar sobre las piedras incandescentes. Despedido del circo y sin dinero, iban a mandarlo de vuelta a África, donde volvería como mendigo en lugar de como rey. Saltó del barco, y nadando, llegó a la ribera.

Durante el día se escondía en las embarcaciones, y por la noche recorría el Zee Dijk, buscándola a ella, a la que amaba más que a su estepa, más que a sus mujeres negras, más que al sol en el cielo, más que a todo.

Desde entonces, una única vez se le había vuelto a aparecer el Dios-serpiente, iracundo; durante un sueño le dio la cruel orden de llevar a Eva a casa de un rival. Sólo ahora tenía el derecho devolver a verla, cuando ya estaba muerta.

Preso de un profundo dolor, dejó la mirada errar por la sombría iglesia: ¿un hombre crucificado con una corona de espinas en la cabeza y clavos atravesándole las manos y los pies?. ¿Una paloma con un ramo verde en el pico?. ¿Un anciano con una gran bola dorada en las manos?. ¿Un joven atravesado de flechas?.

 

Sólo dioses blancos, extraños, cuyos nombres no podía invocar por no conocerlos. No obstante, ¡debían conocer la magia y saber resucitar a la muerta!. ¿De quién sino de ellos obtendría el señor Zitter Arpad el poder para hundirse cuchillos en la garganta, o tragarse huevos de gallina y hacerlos reaparecer?.

Una última esperanza lo inundó al reparar en la imagen de la Virgen. Debía de ser una diosa porque llevaba una diadema en la cabeza. Era negra, de manera que quizás comprendiera su lengua. Se inclinó ante la imagen, retuvo el aliento hasta escuchar los gemidos de los enemigos sacrificados que esperaban su llegada a las puertas del cielo para servirle como esclavos. Se tragó la lengua con un estertor para penetrar en el reino donde el hombre puede hablar con los invisibles. Nada.

Profunda, honda oscuridad en lugar de la pálida luz verdosa que estaba acostumbrado a ver. No podía encontrar el camino hacia la diosa extranjera.

Lentamente, y con tristeza, volvió junto al ataúd, se acurrucó al pie y entonó el canto mortuorio de los zulúes, una liturgia salvaje y terrible: a veces bárbaros sonidos guturales, a veces un murmullo como el golpe de los antílopes en fuga, roncos y desesperados rugidos, quejidos suaves y melancólicos que ahora parecían perderse en lejanos bosques y ahora despertaban con sollozos resonantes como el aullido de un perro que hubiera perdido a su amo.

 





Finalmente se levantó, quitándose una pequeña cadena blanca que pendía sobre su

pecho. Estaba hecha de las vértebras cervicales de regias esposas estranguladas, era el símbolo de su dignidad como jefe de los zulúes, un fetiche sagrado que confería la inmortalidad a todos los que se lo llevaban a la tumba. Enrolló el horrible rosario en las manos de la muerta.

Era lo más valioso que había poseído nunca. ¿Qué le importaba, de ahora en adelante, la inmortalidad?. No tenía patria, ni aquí ni en el más allá.

 

¡Eva no podía ir al cielo de los negros, y él no podía entrar en el paraíso de los blancos!.






Un ligero ruido lo sobresaltó.

Tendió el oído como una fiera preparada para saltar. Nada.

No era más que el crujido de las fúnebres coronas que se marchitaban.

Entonces su mirada reparó en un cirio que estaba al pie del catafalco. La llama temblaba y se inclinaba hacia un lado, como bajo el efecto de una corriente de aire. ¡Alguien debía haber entrado en la iglesia!.

De un salto se escondió detrás de una columna. Miró fijamente en dirección a la sacristía, esperando que la puerta se abriese.

Nadie.

Cuando volvió la cabeza hacia el féretro se alzaba un trono de piedra en lugar del cirio. Estaba ocupado por un ser esbelto, de tamaño sobrehumano; llevaba sobre la cabeza la corona de plumas del juez de los muertos. Se mantenía inmóvil. Estaba desnudo, con una tela roja y azul ciñéndole las caderas, sus manos sujetaban un cayado y un látigo: se trataba de un dios egipcio. De su cuello pendía una cadena con una tablilla de oro. Frente a él, al pie del ataúd, se erguía un hombre bronceado con cabeza de Ibis, sosteniendo en la mano el símbolo egipcio de la vida: la cruz rematada por un anillo.

A cada lado del féretro había una silueta, la una con cabeza de gavilán, la otra con cabeza de chacal. El zulú adivinó que habían venido a juzgar a la difunta. La diosa de la Verdad, con una túnica ajustada y un tocado en forma de buitre, llegó por el pasillo central y se acercó a la muerta, la cual se incorporó con rigidez. Le sacó el corazón del pecho y lo depositó en una balanza.

La silueta de la cabeza de chacal puso una estatuilla de bronce en el otro platillo. El gavilán comprobó el peso.

El platillo de la balanza en el que estaba el corazón de Eva se hundió profundamente.

El hombre de la cabeza de Ibis anotó el peso con un punzón, en silencio, sobre una tablilla de cera.

 

Entonces, el juez de los muertos dijo:

—Ella fue, en la Tierra, una sirviente piadosa del señor de los dioses, como recompensa ha alcanzado el país de la verdad y de la justicia. Despertará como divinidad viviente y brillará en el coro de los dioses que viven en los cielos, porque ella es de nuestra raza. Así está escrito en el libro de la morada secreta.

Desapareció en ese instante como tragado por el suelo.

 

Eva, con los ojos cerrados, bajó del ataúd. En medio de los dos dioses, y siguiendo al hombre de la cabeza de gavilán, Eva traspasó los muros de la iglesia, silenciosamente, desapareciendo.

Los cirios se transformaron en siluetas bronceadas que portaban llamas flameantes sobre sus cabezas, las cuales cubrieron con la tapa el ataúd vacío.

Un crujido se propagó en el interior de la iglesia cuando los tornillos penetraron en la madera.
 

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Capítulo XIV

Un invierno sombrío y helado había extendido una helada y blanca sábana sobre Holanda, sobre sus llanuras, retirándola lentamente, muy lentamente. La primavera no llegaba. Como si la tierra no pudiera despertar.

Vinieron los días pálidos de mayo, y desaparecieron; las praderas seguían sin reverdecer.

Los árboles estaban desnudos, secos, sin capullos, con las raíces heladas. Por todas partes campos negros y yertos, hierbas pardas y marchitas. Aterraba la total ausencia de viento. El mar estaba inmóvil, desde hacía meses no caía una sola gota de lluvia, sólo había un sol insípido tras las nubes de polvo. Noches de bochorno, sin rocío.

El ciclo de la naturaleza parecía haberse detenido. La angustia a causa de los amenazadores acontecimientos, atizada por predicadores que llamaban al arrepentimiento y que recorrían las calles bramando sus cánticos, había prendido en la población como en la terrible época de los anabaptistas.

 

Se hablaba de la inevitable escasez de víveres y del próximo final del mundo.






Hauberrisser había abandonado su piso de la Hooigracht para instalarse en una llanura al sureste de Amsterdam.

 

Vivía solitario en una casa secularmente aislada, la cual, según las leyendas, había sido un dolmen. Se hallaba adosada a una pequeña colina, en medio de un pólder 3.
 

3 Terreno pantanoso ganado al mar y que una vez desecado se dedica al cultivo.


Al regresar del entierro de Eva había reparado en ella. Como llevaba mucho tiempo deshabitada, pudo alquilarla enseguida. Ese mismo día trajo sus enseres, y con la llegada del invierno hizo instalar algunas comodidades. Deseaba estar a solas consigo mismo, lejos de los hombres, los cuales le parecían sombras sin vida. Desde su ventana podía ver la ciudad, con sus sombrías construcciones y su bosque de mástiles, yaciendo ante él como un humeante monstruo erizado.

Cuando enfocaba con los prismáticos las dos torres de la Iglesia de San Nicolás se sentía invadido por una sensación extraña: como si no fueran cosas lo que veía ante sí, sino recuerdos dolorosos, petrificados, que intentaban alcanzarlo con sus crueles brazos. Pero rápidamente se disolvían, fundiéndose con las casas y los tejados de la nebulosa lejanía.

Al principio visitó de vez en cuando la tumba de Eva en el cercano cementerio, pero su visita siempre había resultado un paseo mecánico, carente de sentido. Intentaba imaginarse que ella yacía allí, bajo la tierra, y pensaba que debía experimentar tristeza, pero esta idea se le antojaba tan insensata que a menudo olvidaba depositar sobre la tumba las flores que traía, y volvía a llevárselas de vuelta.

 

La noción del “dolor psíquico” se había convertido para él en una palabra sin sentido, perdiendo todo poder sobre su vida sentimental.

A veces, al reflexionar sobre esta extraña transformación de su ser, casi sentía miedo de su propia persona.




Una tarde se hallaba sentado ante la ventana, contemplando la puesta de sol.

Frente a la casa se alzaba un álamo ajado en un desierto de césped parduzco y seco. Solamente un poco más lejos, rodeado de una pequeña pradera verde, crecía, como en un oasis, un manzano cubierto de flores, era la única señal de vida en toda la región, los campesinos acudían en ocasiones a él en peregrinaje.

«La humanidad, el fénix eterno, se ha reducido a cenizas en el curso de los siglos, —pensó mientras dejaba errar la mirada por las tristes llanuras—, ¿resucitará algún día?».

Recordó la aparición de Chidher el Verde y sus palabras en el sentido de que se había quedado en la tierra para “dar”.

—Y yo, ¿qué hago? —se preguntó—. ¡Me he convertido en un cadáver andante, un árbol desecado como ese álamo de ahi fuera!. ¿Quién sabe, aparte de mí, que existe una segunda vida misteriosa?. Swammerdam me indicó el camino, y un desconocido me lo explicó con su diario. Sólo yo guardo con avaricia los frutos que el destino me ha dado. Incluso mis mejores amigos, Pfeill y Sephardi, creen que me he retirado a llorar por Eva. ¿Tengo derecho a apartarme de los hombres porque me parezcan fantasmas que yerran sin meta por la existencia?. ¿O porque me parezcan orugas reptando por los suelos sin saber que son futuras mariposas?.

Un vivo deseo de ir en el acto a la ciudad y plantarse en una esquina, como uno más de los itinerantes profetas que anunciaban el día del Juicio, y gritar a las masas que existia un puente entre las dos vidas, entre ésta y la del más allá, lo empujó a adoptar una decisión repentina.

 

Pero inmediatamente se corrigió:

«No haría más que arrojar perlas a los cerdos. La masa no podría comprenderme. Suplican que baje del cielo un dios al que poder vender y crucificar. Y los pocos valiosos que andan buscando un camino de liberación, ¿me escucharían?. No. Los que dicen la verdad han perdido credibilidad».

No pudo evitar pensar en lo que había dicho Pfeill acerca de que antes de regalarle algo a alguien habría que preguntarle si estaría dispuesto a aceptar el regalo.

—No, imposible, —se dijo, y empezó a reflexionar: «Es curioso pero cuanto más rico se hace uno en experiencias interiores, menos puede transmitirlas a los demás. Cada vez me alejo más de los hombres, hasta que llegue un momento en el cual ya no podrán oír mi voz».

Constató que ya casi había alcanzado ese límite. Recordó el diario y las singulares circunstancias en las que le había llegado.

«Lo continuaré con la descripción de mi propia vida, y abandonaré al destino lo que pueda ocurrir con él. El que me dijo que se había quedado para dar a todos según sus deseos deberá ocuparse de él como si fuese mi testamento, entregándolo a quienes puedan sacarle provecho, a aquéllos que aspiran a despertar espiritualmente. Si un solo ser alcanzara la inmortalidad gracias a mi relato, mi existencia habría tenido sentido».

Con la intención de reforzar las instrucciones del pergamino con sus propias experiencias y de llevarlo a su anterior vivienda para depositarlo en el armario secreto, se sentó y comenzó a escribir:

«Al desconocido que me seguirá en el tiempo:

»Cuando leas estas páginas, la mano que las escribió quizás esté podrida desde hace mucho tiempo.

»Tengo la certeza de que se descubrirán ante tus ojos en el preciso momento en que más las necesites, como el ancla de un desamparado barco que fuera a estrellarse contra los arrecifes.

«En el diario que se encuentra junto al mío hallarás una doctrina que incluye todo lo que una persona necesita para pasar, como por un puente, a un nuevo mundo poblado de maravillas. Lo único que puedo añadir es la descripción de mi vida y de los estados espirituales que he alcanzado gracias a esta doctrina. Con sólo reforzar en tí la certeza de que realmente existe una vía secreta que conduce más allá de la humanidad mortal, mis líneas cumplirían su cometido.

»Un soplo de inminentes terrores llena la noche en la que escribo estas palabras, terrores que no me conciernen a mí, sino a los innumerables que no maduraron en el árbol de la vida. No sé si veré por mis ojos corporales esa “primera hora” a la que alude mi predecesor en su diario, tal vez ésta sea mi última noche. Pero, aunque abandone esta tierra mañana o dentro de unos años, tiendo mi mano hacia el futuro, hacia la tuya.

»¡Cógela, como cogí yo la de mi predecesor, para que no se rompa la cadena de la enseñanza del “despertar” y lega tú también este testamento a los que te sigan!».




El reloj pasaba ya de la medianoche cuando su relato llegó al punto donde Chidher el Verde le impidió suicidarse.

 

Iba y venía por la habitación, sumergido en sus pensamientos. Comprendió que allí se iniciaba el gran abismo que separa la comprensión de un ser normal, por muy imaginativo y crédulo que sea, de la de una persona espiritualmente despierta. ¿Existían palabras para expresar aproximadamente lo que había vivido a partir de aquel momento, casi sin interrupción?.

 

Dudó mucho rato. No sabía si debía acabar el relato con la muerte de Eva; fue a la habitación contigua para buscar un estuche plateado que había mandado hacer con objeto de albergar el rollo. Cuando registró el armario tropezó con la calavera de papel maché que había comprado un año antes en el salón de artículos misteriosos.

La observó a la luz de la lámpara, meditabundo, y le vino a la mente la misma idea de antaño:

«Es más difícil sonreír eternamente que encontrar el cráneo que llevaba uno puesto en una vida anterior».

Esta idea le pareció como la promesa de que aprendería a sonreír en un futuro feliz.

Su vida pasada, con sus apasionados y dolorosos deseos, le resultó tan incomprensiblemente extraña y lejana como si hubiera sido vivida por ese ridiculo y a la vez profético objeto de papel, en vez de por su propia cabeza. No pudo evitar una sonrisa al pensar que tenía… su propio cráneo en la mano.

Había dejado atrás el mundo como si fuera la tienda de un ilusionista llena de baratijas y cachivaches.




Volvió a tomar la pluma y escribió:

«Cuando Chidher el Verde se hubo marchado, y con él, de forma incomprensible, todo dolor relacionado con Eva, me dispuse a acercarme a la cama para besar las manos de Eva cuando vi a un hombre arrodillado, la cabeza apoyada en el brazo de la muerta, en el cual reconocí, con sorpresa, mi propio cuerpo. No podía verme a mi mismo, si inclinaba la mirada para ver mis miembros no percibía más que un vacio. Al mismo tiempo, el hombre de al lado de la cama se levantó y miró sus pies, como yo mismo había creído hacerlo. Era como si fuese mi sombra y tuviese que ejecutar cualquier movimiento que yo le ordenara.

»Me incliné sobre la muerta y fue él quien lo hizo. Supongo que sufría al hacerlo, puede ser, pero no lo sé. Para mí, la que yacía allí, inmóvil, con una rígida sonrisa en los labios, era el cadáver de una joven desconocida, hermosa como un ángel, una imagen de cera que no me llegaba al corazón, una estatua de cera que se parecía a Eva en todos sus rasgos, pero sin que fuera más que su imagen. Me hacía tan inmensamente feliz el hecho de que no fuera Eva la muerta, sino una desconocida, que no podía pronunciar palabra a causa de la alegría.

»Luego entraron tres personajes en la habitación. Reconocí en ellos a mis amigos. Vi que se acercaban a mi cuerpo para consolarlo. Mi “sombra” sonreía sin contestar.

»¿Cómo hubiera podido contestar, si no era capaz de hacer nada sin que yo se lo ordenara?.

»Mis amigos, y las numerosas personas que vi después en la iglesia y durante el entierro, eran también sombras para mí, como mi propio cuerpo. El coche fúnebre, los caballos, los portadores de antorchas, las coronas, las casas ante las cuales pasamos, el cementerio, el cielo, la tierra y el sol: todo no eran más que imágenes sin vida interior, del color de un país de sueño al que yo echaba un vistazo, feliz y contento, porque todo aquello ya no me concernía.

 

Desde entonces mi libertad ha ido creciendo, y sé que he sobrepasado el umbral de la muerte. A veces, durante la noche, veo mi cuerpo acostado, oigo su respiración regular, todo ello estando yo despierto. Él tiene los ojos cerrados, pero yo puedo mirar a mi alrededor y estar donde quiera. Cuando él camina yo puedo descansar, y descansar cuando él anda. Pero si me dan ganas, puedo ver a través de sus ojos y oír con sus oídos, mas entonces todo es triste y oscuro a mi alrededor, y vuelvo a ser como los demás hombres: un fantasma más en el reino de los fantasmas.

 

Cuando me desprendo de mi cuerpo y lo observo como a una sombra que ejecuta automáticamente mis órdenes y participa de la vida aparente del mundo, experimento un estado tan extraño que no sé cómo describírtelo.

»Supon que te encuentras en un cine, con el corazón feliz porque acabas de sentir una gran alegría, y que contemplas en la pantalla a tu propio cuerpo sucumbiendo de dolor ante el lecho de muerte de la mujer amada, de la cual tú sabes que no está muerta, sino en casa, esperándote. Imagínate que más tarde oyeras a tu imagen proferir desesperados gritos de dolor con tu misma voz, como si ésta saliera por un altavoz, di, ¿te impresionaría este espectáculo?.

»Quisiera que lo vivieras tú mismo.

»Entonces sabrías, como yo lo sé ahora, que existe una posibilidad de escapar a la muerte.

»El grado que he podido alcanzar es esa gran soledad de la que habla mi predecesor en su diario. Podría ser para mí aún más terrible que la vida terrestre si fuera el último peldaño de la escalera que se me permitiese subir. Pero la jubilosa certidumbre de que Eva no ha muerto me eleva por encima de todo.

»Aunque todavía no puedo ver a Eva, sé que sólo tengo que dar un pequeño paso más en el camino del despertar para encontrarla, y de una manera mucho más real que cualquiera que nunca hubiera creído posible. Lo único que nos separa ya es una delgada pared, a través de la cual podemos sentir nuestra mutua presencia. ¡Cuánto más profunda e incomparablemente calmada es ahora mi esperanza de hallarla si la cotejo con la época en que la invocaba hora tras hora!.

»Entonces se trataba de una espera que me consumía, ahora tengo una certeza que me llena de alegría.

»Existe un mundo invisible que interpenetra al mundo visible. Tengo la certeza de que Eva habita en él como en una oculta demora, esperándome.

»Si tu destino fuera similar al mío y hubieras perdido a un ser amado, no creas que será posible volver a encontrarlo si no eliges el “camino del despertar”.

»Piensa en lo que Chidher el Verde me dijo: “quien no aprende a ver en la tierra tampoco aprenderá en el más allá”. Guárdate de la enseñanza de los espiritistas como si fuera veneno, son una de las pestes más temibles que jamás azotaron a la humanidad. Los espiritistas también afirman que entran en contacto con los muertos, creen que los muertos vienen a ellos; pero no es más que una ilusión. Afortunadamente, no saben quienes son los que vienen a ellos, si lo supieran tendrían miedo. Debes comenzar por ser tú mismo invisible antes de emprender el camino hacia los invisibles, por vivir simultáneamente aquí abajo y allá arriba, al igual que yo me he vuelto invisible incluso a los ojos de mi propio cuerpo.

»Yo todavía no he llegado tan lejos como para que se me conceda la visión del otro mundo, pero sin embargo, sé que los que abandonaron la tierra estando ciegos no se hallan allí. Son como melodías que se han extraviado en el aire y yerran por el universo hasta que vuelvan a encontrar unas cuerdas en las que poder vibrar nuevamente. El sitio donde ellos creen estar no es un lugar, es una isla de ensueños, sin dimensiones, poblada de sombras, mucho menos real que la Tierra.

»En verdad, sólo el ser despierto es inmortal. Los soles y los dioses perecen, únicamente él sobrevive y puede llevar a cabo lo que desee. No hay ningún dios por encima de él. No es vano el que nuestro camino se denomine la vía pagana: lo que los creyentes llaman Dios no es sino un estado que ellos mismos podrían alcanzar si fueran capaces de creer en sí mismos. Pero en su incurable ceguera se han creado un obstáculo que no osan franquear, se han fabricado una imagen para adorarla en lugar de convertirse en ella.

»Si quieres rezar, reza a tu yo invisible. Es el único dios que presta oídos a las oraciones. Los demás dioses te darán piedras en lugar de pan.

»Infelices aquéllos cuyas súplicas sean oídas después de rezar a un ídolo. Perderán su yo, puesto que nunca jamás serán capaces de creer que el favor se lo proporcionaron ellos mismos. Cuando tu yo invisible aparezca en tí como una realidad, lo reconocerás por el hecho de que proyecta una sombra. Yo tampoco supe quién era hasta el día en que vi mi cuerpo como una sombra.

 

Llegará el día en el cual los hombres, los seres humanos, proyectarán sombras luminosas sobre la tierra en lugar de las vergonzosas manchas negras de ahora, y nuevas estrellas se levantarán. ¡Contribuye tú también a que se haga la luz!».




Hauberrisser se levantó bruscamente, enrolló los folios y los metió en el estuche de plata.

Tenía la nítida sensación de que alguien lo incitaba a darse prisa. En el cielo se vislumbraba ya la primera claridad de la mañana naciente. El aire tenía un color plomizo, y la reseca llanura que se extendía frente a la ventana se parecía a un inmenso tapete de lana gris donde los canales trazaban rayas claras. Salió de la casa con la intención de dirigirse a Amsterdam.

 

Tras haber dado unos pocos pasos, renunció a su proyecto de ir a esconder el documento en su anterior domicilio de la Hooigracht. Volvió a proveerse de una pala. Comprendió que debía enterrarlo en algún sitio cercano. Pero, ¿dónde?. ¿Acaso en el cementerio?. Tomó esa dirección. No, allí tampoco.

Su mirada se detuvo en el manzano en flor. Era alli. Cavó un hoyo y depositó en él el estuche con el manuscrito.

Después fue lo más rápidamente que pudo a la ciudad, atravesando praderas y puentecillos con la grisácea luz del alba. Una gran preocupación por sus amigos, como si corrieran algún peligro, lo inquietaba de repente.

A pesar de la hora tan temprana el aire estaba reseco y caluroso, como anunciando tormenta.

Una calma sofocante daba a la región una apariencia siniestra, cadavérica. El sol colgaba como un disco de amarillo metal deslucido tras un velo de espeso vapor. A lo lejos, al oeste, sobre el Zuidersee, ardía un cúmulo de nubes rojas, parecía la tarde en vez de la mañana.

Impulsado por el vago temor de llegar demasiado tarde, tomaba atajos siempre que podía, caminando a través de los campos y las desiertas carreteras, pero parecía que la ciudad no quisiera acercarse.

Poco a poco, a medida que el día avanzaba, el aspecto del cielo se iba transformando: nubes blanquecinas en forma de ganchos se torcían como gusanos gigantescos azotados por invisibles torbellinos ante el fondo pálido, sin cambiar nunca de sitio; era como una lucha de monstruos aéreos enviados a la Tierra desde el espacio cósmico.

Como descomunales vasos volcados, remolinos en forma de embudos con la punta hacia arriba se hallaban suspendidos en el aire; fieras con las fauces abiertas se abalanzaban las unas sobre las otras, aglomerándose en un montón amenazador. Sólo en la tierra continuaba reinando la misma calma macabra, un viento al acecho.

Un alargado triángulo negro, una nube de langosta africana, pasó delante de él, oscureciendo su luz, de manera que por unos minutos toda la campiña estuvo sumergida en la noche; después fue a parar a lo lejos, aterrizando de forma oblicua. Durante toda la caminata, Hauberrisser no había tropezado con ningún ser vivo, cuando de golpe, se percató de la presencia de una extraña silueta sombría, de talla sobrenatural, con la nuca inclinada y ataviada con un talar.

La distancia no le permitió distinguir sus rasgos, pero reconoció los ademanes, la vestimenta, el perfil de la cabeza con sus largos rizos adornando las sienes. Se trataba de un judío viejo. Cuanto más se aproximaba más irreal se tornaba su figura: medía al menos siete pies de altura, no movía las piernas al andar y sus contornos tenían algo vago, difuminado.

Hauberrisser creyó observar incluso que de vez en cuando, una parte de su cuerpo, el brazo o el hombro, se alejaba para volver inmediatamente a su sitio.

Pocos minutos más tarde el judío era casi transparente, como si no estuviera formado por una masa compacta, sino por una acumulación de innumerables puntos negros, separados entre sí. Entonces, cuando la silueta se puso a su lado silenciosamente, Hauberrisser comprobó que estaba constituida por un enjambre de hormigas voladoras que habían adoptado una forma humana y la mantenían: un incomprensible espectáculo de la naturaleza, parecido a aquel enjambre de abejas que un día vio en el jardín del monasterio.

Durante un rato se quedó absorto en el fenómeno, mirándolo con asombro alejarse hacia el sureste, hasta desaparecer como el humo sobre el mar.

No acertaba a interpretar la aparición. ¿Era un presagio misterioso o era una mueca sin importancia de la naturaleza?. No le parecía plausible que Chidher el Verde escogiera una forma tan fantástica para hacerse visible.

Con la cabeza llena de elucubraciones, atravesó el parque del oeste, dirigiéndose hacia el Damrak para llegar cuanto antes a la casa de Sephardi. Un tumulto lejano le dio a entender que algo había ocurrido.

Pronto le fue imposible abrirse un camino a través de las principales calles a causa de las densas masas agitadas. Decidió internarse por las callejuelas de la Jodenbuurt.

Los adeptos del Ejército de Salvación desfilaban como tropas, rezando en voz alta o bramando el salmo: “Más la ciudad de Dios…”.

Hombres y mujeres, sumidos en un éxtasis religioso, se arrancaban las ropas y se desplomaban de rodillas, con espuma en la boca, vociferando obscenidades al mismo tiempo que aleluyas; fanáticos secretarios de torso desnudo se flagelaban la espalda con convulsivas e histéricas risas; aquí y allá se derrumbaban algunos epilépticos, retorciéndose sobre los adoquines.

 

Otros adeptos de cualquier secta estrafalaria se “humillaban ante el Señor”, una recogida muchedumbre los rodeaba, tenían la cabeza descubierta y daban saltitos agachados, como ranas, y croaban:

«¡Oh tú, mi amado niñito Jesús, ten piedad de nosotros!».




Asqueado y horrorizado, Hauberrisser erró por toda clase de callejuelas tortuosas, teniendo que desviarse continuamente de su camino a causa del gentío, hasta que ya no pudo avanzar más, viéndose encerrado por una multitud ante la sombría casa de la calle Jodenbree.

El salón de artículos misteriosos se hallaba cerrado, las persianas estaban echadas y faltaba el rótulo. Delante de la tienda se levantaba una plataforma de madera dorada con un trono, ocupado por el “catedrático” Zitter Arpad, que se vestía con un abrigo de armiño y tenía la frente adornada por una diadema de brillantes, como una aureola.

 

Lanzaba monedas de cobre con su efigie a la extasiada multitud y pronunciaba un discurso con voz potente, aunque apenas audible a causa de los incesantes gritos de “Hosanna”, en él se repetían constantemente las instigaciones demagógicas:

—¡Quemad a las prostitutas y traedme su oro pecaminoso!.

A duras penas logró Hauberrisser abrirse paso hasta una esquina. Intentaba orientarse cuando alguien lo cogió por el brazo, atrayéndolo hacia un portal. Reconoció a Pfeill.

 

Los dos habían acudido a la ciudad con la misma intención, como pudieron constatar por las pocas palabras que llegaron a intercambiar, se gritaban por encima de las cabezas del gentío, el cual no tardó en separarlos de nuevo.

—¡Vente a casa de Swammerdam! —exclamó Pfeill.

Era imposible detenerse, hasta los patios más pequeños estaban inundados de gente.

 

Cada vez que los dos amigos percibían un hueco en el hervidero de personas que les permitiera juntarse, tenían que aprovecharlo al máximo para poder avanzar, de manera que sólo podían comunicarse con frases breves y precipitadas.

—¡Un espantoso monstruo, este Zitter! —empezó Pfeill su entrecortado relato, hallándose ora delante de Hauberrisser, ora detrás o a su lado, pero siempre separado de él por un muro humano— La policía ha dejado de funcionar, así que no puede detenerlo en el ejercicio de sus actividades… y la milicia, hace tiempo que no existe… Se las da de profeta Elias, y la gente le cree y lo adora… El otro día provocó una horrible carnicería en el circo Carré… el gentío asaltó el circo… arrastraron a unas distinguidas señoritas extranjeras, cortesanas, desde luego, y lanzaron los tigres sobre ellas… Tiene la manía de los Césares… como Nerón… Primero se casó con la Rukstinat y después, para apoderarse de su dinero, la en…

—Envenenó —entendió Hauberrisser vagamente.

Acababa de separarse de Pfeill una procesión de encapuchados, con capirotes blancos y antorchas en las manos, cantando con voz indistinta y monótona la coral:

«O sanctissima, o pi…issima dulcis virgo Maa…riii…aaa», y apagando con ella las últimas palabras de su amigo.

Pfeill volvió a aparecer, tenía la cara ennegrecida por el humo de las antorchas.

—Luego perdió todo su dinero en el poker. Y entonces, durante meses, fue médium en sesiones espiritistas. Tuvo una enorme clientela… Todo Amsterdam ha pasado por sus salones.

—¿Qué tal está Sephardi? —gritó Hauberrisser.

—Lleva ya tres semanas en Brasil. Me pidió que te transmitiera sus saludos… Ya antes de marcharse había cambiado totalmente. Sé poco de él. Se le apareció el hombre del rostro verde, y le dijo que debía fundar un estado judío en Brasil. También le dijo que los judíos, siendo como son el único pueblo internacional, estaban llamados a crear una nueva lengua que poco a poco fuera sirviendo de medio de comunicación para todos los pueblos de la Tierra, acercándolos así los unos a los otros. Una especie de hebreo moderno, no lo sé exactamente.

»A raíz de la aparición, Sephardi cambió totalmente, como de la noche a la mañana… Decía que ahora tenía una misión… Parece haber dado en el clavo con la fundación de su estado sionista. Casi todos los judíos de Holanda le siguieron, y todavía llegan incontables muchedumbres de todos los países imaginables que quieren emigrar al Oeste… Esto es un completo hormiguero…

Durante unos instantes los separó una tropa de mujeres que entonaban cánticos.

 

Hauberrisser, al oír la palabra “hormiguero”, empleada por su amigo, no pudo evitar pensar en el extraño fenómeno que había contemplado antes de llegar a la ciudad.

—En los últimos tiempos, Sephardi frecuentaba bastante a un tal Lázaro Eidotter, al que he conocido entretanto —prosiguió Pfeill—. Es un viejo judío, una especie de profeta… Últimamente se encuentra en un estado de trance casi continuo… Todo lo que anuncia, se cumple. Hace poco predijo una terrible catástrofe que se produciría en Europa con objeto de preparar la llegada de una nueva era…

 

Decía que se alegraba de perecer él mismo en esa ocasión porque entonces le sería dado conducir hacia el reino de la plenitud a todos los que murieran. En cuanto a la catástrofe, no andaba tan equivocado… Ya ves lo que está pasando aquí, Amsterdam está a la espera del diluvio… La humanidad entera se ha vuelto loca…

 

Hace tiempo que no funcionan los ferrocarriles, en otro caso habría ido a verte a tu arca de Noé. Parece que hoy el frenesí ha llegado a su punto culminante… ¡Ah!, tendría que contarte tantas cosas… Madre mía, si no fuera por el constante alboroto del entorno, apenas se puede terminar una frase… Me han ocurrido muchas cosas increíbles…

—¿Y Swammerdam, cómo está? —gritó Hauberrisser tratando de dominar el ulular de una tropa de hermanos autoflagelantes que avanzaban de rodillas.

—Me envió un mensajero —contestó Pfeill— para que fuera a verlo inmediatamente, después de recogerte a tí… Menos mal que nos hemos encontrado por el camino… Tiene miedo por nosotros, según lo que me comunicó el mensajero. Cree que sólo estaremos seguros cerca de él. Afirma que su voz interior le predijo una vez tres cosas, entre ellas la de que él sobreviviría a la iglesia de San Nicolás…

 

Parece deducir de ello que saldrá vivo de la venidera catástrofe, y quiere que estemos junto a él para que, en vista de la nueva era, nos salvemos nosotros también.

Estas fueron las últimas palabras que Hauberrisser pudo entender.

 

Un clamor ensordecedor que salía de la plaza hacia la que se dirigían los dos amigos, sacudió el aire, propagándose rápidamente:

«¡El nuevo Jerusalén ha aparecido en el cielo!… ¡Un milagro, un milagro!… ¡Dios nos sea propicio!».

Las voces corrían de buhardilla en buhardilla, saltando por encima de los tejados, y llegaban hasta los rincones más lejanos de los suburbios. Sólo pudo ver a Pfeill mover los labios velozmente, como si le gritara algo con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces se sintió como aupado por aquel flujo humano sumido en la locura, y fue arrastrado sin poder oponer ninguna resistencia hasta la plaza de la Lonja.

Allí, la multitud era tan compacta que debía mantener los brazos pegados al cuerpo y apenas si podía mover las manos. Todas la miradas estaban fijas en el cielo.

En lo alto del firmamento luchaban todavía extrañas siluetas nebulosas parecidas a gigantescos peces alados, pero por debajo se habían acumulado montañas de nubes coronadas de nieve, separadas por un valle iluminado por oblicuos rayos de sol, en el cual se divisaba el espejismo de una ciudad extranjera, meridional, con blancos tejados planos y portales moriscos.

 

Hombres en flotantes albornoces, de orgullosos rostros cetrinos, atravesaban lentamente las pardas calles, tan próximos y tan pavorosamente nítidos que era posible distinguir los movimientos de sus pupilas cuando giraban la cabeza para, como parecía, contemplar con indiferencia el tremendo tumulto de Amsterdam. Fuera de la ciudad, ante los baluartes, se extendía un desierto rojizo cuyos límites se perdían en las nubes, atravesado por caravanas de camellos que eran como sombras en el aire luminoso.

Durante una hora permaneció la visión en el cielo, con un esplendor multicolor, palideciendo posteriormente de manera paulatina.

 

Sólo un minarete alto y esbelto, de una blancura tan cegadora como azúcar centelleante, fue visible hasta el último momento, pero se desvaneció súbitamente en la neblina.

 





Era ya tarde cuando Hauberrisser, empujado continuamente por la marea humana, encontró por fin la ocasión para ecapar del gentío.

Era absolutamente imposible llegar hasta la casa de Swammerdam porque ello supondría atravesar gran número de calles y volver a pasar por la plaza de la Lonja. Decidió regresar a su ermita y esperar un día más adecuado.

Pronto se halló de nuevo en las muertas y silenciosas praderas del pólder. Todo el espacio bajo el cielo se había transformado en una impenetrable masa polvorienta.

Hauberrisser oía crujir las hierbas secas bajo sus pies apresurados. La soledad era tan profunda como el murmullo de la sangre en sus oídos.

Tras él yacía la negra ciudad de Amsterdam, envuelta en el resplandor de una ensangrentada puesta de sol que recordaba una enorme antorcha en llamas.

Ni un sólo soplo de aire. De vez en cuando, un chapoteo, un pez que daba un salto en el aire.

Cuando se consumó el crepúsculo, grandes manchas grises se arrastraron por la pradera como telas extendidas y en movimiento.

Hauberrisser se dio cuenta de que se trataba de incontables hordas de ratones que se deslizaban a través de los campos, agitados y emitiendo chillidos apagados.

Conforme avanzaba la oscuridad, la naturaleza parecía más inquieta, a pesar de que no se moviese tallo alguno. De cuando en cuando se formaban pequeños torbellinos en las pantanosas aguas, sin que el menor soplo de aire las tocara, como originadas por el lanzamiento de una piedra invisible. Hauberrisser podía distinguir ya el álamo de la puerta de su casa. De golpe, surgiendo del suelo, se alzaron unas estructuras blancas en forma de columnas, interponiéndose entre él y la figura del árbol.

Avanzaron hacia él como silenciosos fantasmas, dejando tras de sí anchas líneas oscuras de hierbas calcinadas. Pasaron a su lado sin hacer el menor ruido, mudos espectros de la atmósfera, pérfidos y mortíferos.

 





Bañado de sudor, Hauberrisser entró en su casa.

La mujer del jardinero del cercano cementerio, que se ocupaba de los quehaceres domésticos, le había dejado la cena preparada. Estaba tan agitado que no pudo probar bocado.

Desasosegado, se echó en la cama sin desvestirse y esperó, sin pegar ojo, el día que iba a venir.
 

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Conclusión

Las horas pasaban con una insoportable lentitud, parecía que la noche no quisiera terminar nunca.

El sol se elevó por fin, pero el cielo permaneció negro. Sólo una raya del color del azufre brillaba en el horizonte, como si una esfera semioscura de borde incandescente se hubiese inclinado sobre la Tierra.

Un pálido amanecer se infiltraba en el cuarto. El álamo, los matorrales lejanos, las torres de Amsterdam, aparecían débilmente iluminados, como si la iluminación procediera de un foco empañado. La llanura se extendía como un gran espejo turbio. Hauberrisser miró con los prismáticos hacia la ciudad, que envuelta en una luz lívida, se destacaba del fondo sombrío y parecía esperar la muerte a cada instante.

Un tímido y desalentado repique de campanas vibró a lo lejos. Bruscamente se calló, un mugido sordo llenó el aire, y el álamo se inclinó hacia la tierra como un gemido.

Ráfagas de viento barrieron el suelo como latigazos, peinando la hierba seca y arrancando los escasos matojos. Tras pocos minutos, todo el paisaje desapareció por el aire a causa de una gigantesca nube de polvo. Cuando volvió a emerger era apenas reconocible: los diques se habían convertido en espuma blanca y permanecían derribados en la tierra turbia, como troncos desmembrados.

 

El huracán rugía con interrupciones cada vez más breves, pronto no se oyó más que un incesante bramido. A cada momento aumentaba su furia; el robusto álamo estaba doblado, formando un ángulo recto a pocos pies del suelo. Sin ramas, casi reducido a un tronco liso, se mantenía inmóvil en esa posición, oprimido por las masas aéreas que se desencadenaban por encima de él.

Sólo el manzano se mantenía quieto, como en un islote protegido de los vientos por una mano invisible, no se movía ni una sola de sus flores.

Vigas y piedras, escombros de casas, muros enteros, pasaban volando ante la ventana.

Entonces el cielo se tornó de un color gris claro y la oscuridad se disolvió en una luz fría y plateada.

Hauberrisser creyó que la rabia del huracán iba a calmarse, pero vio con espanto cómo se desprendía el corcho del álamo, convertido en fragmentos, desapareciendo sin dejar rastro. Inmediatamente, antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, las chimeneas de las fábricas del suroeste se quebraron por la base, transformándose en finas lanzas de polvo blanco que la tormenta se llevó con la rapidez del rayo.

Los campanarios corrieron la misma suerte, uno tras otro; durante algunos segundos se vieron sus masas negruzcas elevadas por los torbellinos de tifón, y luego, rayas escapando hacia el horizonte, puntos… y nada más.

En poco tiempo, la región no fue más que rayas horizontales desfilando ante la ventana con tanta rapidez que la mirada no era capaz de distinguir objetos aislados.

Hasta el cementerio había sido minado y desnudado, a juzgar por las planchas de ataúd y las cruces que pasaban volando por delante de la casa, siempre en posición horizontal y sin cambiar de rumbo, como si carecieran de peso.

Hauberrisser oyó el gemido de las vigas del techo. Esperaba a cada instante verlas derrumbarse. Se le ocurrió la idea de bajar al portal y echar los cerrojos para que el viento no arrancara los postigos, pero una vez que llegó a la puerta del cuarto, volvió sobre sus pasos.

Advertido por una voz interior, comprendió que si apretaba la manivela la terrible corriente de aire quebraría los cristales de las ventanas y dejaría penetrar a las fuerzas desencadenadas, de manera que toda la casa se desmoronaría en un instante. Sólo podría hacer frente a la destrucción mientras la colina protegiera la casa de la violencia del viento, mientras que las puertas cerradas aislaran los cuartos entre sí como si fueran alvéolos de abejas.

El aire de la habitación estaba helado y enrarecido. Una hoja de papel revoloteó desde el escritorio hasta la cerradura de la puerta, donde se quedó pegada.

Hauberrisser volvió a acercarse a la ventana. Miró hacia fuera: el huracán se había acrecentado, era un río impetuoso cuyo soplo dispersaba el agua de los diques, pulverizándola en el aire. Las praderas se parecían a una reluciente alfombra de felpa gris, y donde antes se alzaba el álamo no quedaba más que un tronco con una melena de fibras agitada por el viento.

 

El rugido era tan monótono y ensordecedor que Hauberrisser empezó a creer que estaba rodeado por un silencio de muerte. Fue sólo al fijar con unos clavos las temblorosas ventanas, al dejar de oír los martillazos, cuando volvió a reparar en el estruendo que reinaba fuera.

Durante mucho tiempo no se atrevió a mirar hacia la ciudad, por temor a ver barridas la iglesia de San Nicolás y la vecina casa del Zee Dijk, donde se hallaban Pfeill y Swammerdam.

 

Cuando por fin se atrevió a mirar, tímido y lleno de miedo, la vio alzarse intacta hacia el cielo, rodeada por un montón de escombros.

«¿Cuántas ciudades quedarán todavía de pie en Europa?», se preguntó, estremecido. «Toda la ciudad de Amsterdam está arrasada. Una cultura decadente se ha convertido en una pila de polvorientas inmundicias».

Entonces, al comprender el impacto del acontecimiento en toda su plenitud, se sintió horrorizado.

Las impresiones del día anterior, el cansancio resultante y el repentino estallido de la catástrofe lo habían mantenido en una especie de aturdimiento mental ininterrumpido que sólo ahora comenzaba a disiparse. Recobró la lucidez.

 

Se golpeó la frente.

—¿He estado dormido?.

Su mirada reparó en el manzano, que por un incomprensible milagro, había conservado todo su florido adorno, intacto. Se acordó de haber enterrado el rollo entre sus raíces el día anterior, le pareció que toda una eternidad había transcurrido en este corto lapso de tiempo.

¿No había escrito que poseía la facultad de separarse de su cuerpo?.

¿Por qué no lo había hecho?. ¿Ayer, durante la noche, o esta mañana al iniciarse el huracán?. ¿Por qué no lo hacía ahora?.

Por un instante volvió a conseguirlo: pudo ver su cuerpo apoyado en la ventana como una silueta vaga, extraña. El mundo exterior, a pesar de la devastación, ya no era, como en otras ocasiones, una imagen fantasmal privada de vida. Ante él se extendía una nueva tierra animada por vitales vibraciones. El presentimiento de un indescriptible encanto le atravesó el corazón.

 

Todo lo que le rodeaba parecía querer adquirir una nitidez duradera… El manzano, ¿no era acaso Chidher, el árbol eternamente “verde”?.

 

Un instante después, Hauberrisser estaba unido nuevamente a su cuerpo, contemplando el huracán, pero ahora sabía que tras la imagen de destrucción se ocultaba la nueva tierra prometida que acababa de ver con los ojos del alma.

Su corazón latía con fuerza, agitado por una jubilosa esperanza: sentía que se encontraba en el umbral del último y supremo despertar, dentro de él, el fénix batía sus alas para volar hacia el éter. Sintió tan nítidamente la cercanía de un acontecimiento que sobrepasaría de lejos toda experiencia humana, que apenas se atrevía a respirar.

 

Era casi como aquel día en el parque de Hilversum, cuando besó a Eva, el mismo batir helado de las alas del ángel de la muerte, pero mezclado esta vez con el presentimiento de una futura vida indestructible.

 

Las palabras de Chidher el Verde resonaron en sus oídos como si las pronunciara el manzano en flor:

“Te daré, a causa de Eva, el amor que nunca acaba”.

Pensó en los innumerables muertos que yacían enterrados bajo los escombros de la destrozada ciudad, era incapaz de sentirse triste por ellos.

«Resucitarán, aunque con otra apariencia, hasta que alcancen la forma última, la suprema forma del “Ser despierto”, el que ya no muere. La naturaleza también se rejuvenecerá, como el fénix».

Una inesperada agitación se apoderó de él con tanta fueza que creyó sofocarse: ¿no era la presencia de Eva lo que sentía tan cerca?. Un soplo rozó su rostro.

¿Qué corazón, sino el de Eva, podía latir tan cerca del suyo?. Era como si unos sentidos nuevos intentaran nacer en él para abrirle el mundo invisible que se interpenetra con el mundo visible.

 

De un instante a otro podía caer de sus ojos la venda que aún lo ocultaba.

—¡Dame una señal de que estás cerca de mí, Eva! —suplicó suavemente—. No dejes que pierda la fe en tu venida.

—Cuan miserable sería el amor que no fuese capaz de superar el tiempo y el espacio —oyó murmurar a una voz. El pelo se le puso de punta bajo el exceso de conmoción psíquica—. Aquí, en este cuarto, me curé de los horrores de la Tierra, y aquí esperaré a tu lado hasta la hora de tu despertar.

Un apacible sosiego lo envolvió.

 

Miró a su alrededor, en la habitación reinaba una alegre y paciente espera, como una llamada contenida de la primavera, todas las cosas estaban como dispuestas y listas para el milagro de una inconcebible transmutación. Oyó los latidos de su corazón.

Percibía que la habitación, las paredes y los objetos que lo rodeaban no eran más que formas externas, engañosas, formas que se prolongaban en el mundo de los cuerpos como sombras de un reino invisible. En cada momento podía abrírsele la puerta del país de los inmortales.

Intentó imaginar lo que sucedería cuando sus sentidos interiores se despertaran:

«¿Estará Eva conmigo, iré a su encuentro, la veré y hablaré con ella, como hacen las criaturas de esta Tierra?. ¿O nos habremos convertido en colores, en sonidos sin forma que se mezclan?. ¿Estaremos rodeados de materia, como aquí, o atravesaremos el espacio cósmico igual que rayos de luz?. ¿Se transformará también el mundo de la materia, y nosotros, cambiaremos con él?. ¿Participaremos en esa transmutación?».

Comprendió que sería una operación completamente natural, y no obstante, nueva e inconcebible para él.

 

Quizás fuera una operación semejante a la formación de esos torbellinos de viento que había visto nacer de la nada durante el día anterior, torbellinos que adoptaban formas tangibles y perceptibles para todos los sentidos de su cuerpo. De todos modos no podía explicarse el fenómeno con claridad.

El presentimiento de un indecible éxtasis lo estremeció de tal manera que supo muy nítidamente que la realidad de la experiencia que le esperaba iba a superar con creces todo cuanto pudiera imaginar.






El tiempo pasaba.

Parecía ser el mediodía: un círculo luminoso estaba suspendido en lo alto del cielo, difuminado por la neblina. ¿Seguía haciendo estragos el huracán?. Hauberrisser escuchó con atención.

No había nada que pudiera servir como referencia. Los diques estaban vacíos, no había en ellos el menor rastro de movimiento. En lo que abarcaba la vista, no quedaba ni un arbusto. La hierba estaba aplastada. Ni una sola nube en el firmamento, la atmósfera se mantenía inmóvil.

Cogió el martillo y lo dejó caer. Lo oyó chocar contra el suelo con estrépito. Comprendió que, en el exterior, todo se había calmado. Pero los ciclones seguían soplando sobre la ciudad, como pudo observar con los prismáticos. Bloques de piedra sobrevolaban el aire; surgían trombas de agua del puerto, se deshacían, volvían a formarse y se alejaban en el mar.

¡Ay!. ¿Se equivocaba quizás?. ¿No estaba viendo cómo temblaban las dos torres de la iglesia de San Nicolás?. Finalmente se hundió una de ellas, y la otra se elevó en el aire, girando sobre sí misma, y estalló como un cohete. Su inmensa campana quedó suspendida por un momento entre el cielo y la tierra. Después cayó silenciosamente.

 

A Hauberrisser se le paró la circulación de la sangre: ¡Swammerdam!. ¡Pfeill!.

¡No, no, no podía haberles sucedido nada: «Chidher el Verde, el eterno árbol de la humanidad, los protege con sus ramas». ¿Acaso no predijo Swammerdam que sobreviviría a la iglesia?. ¿Y no existían islotes como aquel manzano en flor en su oasis de césped verde, donde la vida se hallaba protegida de la destrucción con objeto de preservarla para la nueva era?.

En ese instante, el golpe de la campana al estrellarse, alcanzó la casa. Los muros retumbaron bajo el impacto de la onda expansiva con un sonido único, tan tremendo y perturbador que Hauberrisser creyó sentir cómo se le quebraban los huesos del cuerpo, como si fueran de cristal, casi perdió el conocimiento.

—Las murallas deJericó han caído… —escuchó la voz fuerte de Chidher el Verde resonando en la habitación— Ha resucitado de entre los muertos.

Silencio absoluto.

 

Luego, el grito de un niño. Hauberrisser, perturbado, miró a su alrededor. Finalmente volvió en sí.

Reconoció las paredes desnudas de su cuarto, pero era como si al mismo tiempo fuesen las murallas de un templo, adornadas con frescos que representaban a dioses egipcios. Se hallaba en medio de la estancia. Las dos apariencias del cuarto eran reales. Veía las vigas de madera del suelo ser a la vez las baldosas del templo. Dos mundos se interpenetraban, se fundían en uno solo, quedando a la vez separados entre sí, como si Hauberrisser estuviera simultáneamente dormido y despierto.

 

Deslizó la mano sobre la cal de la pared, palpó la superficie rugosa, y sin embargo tuvo la absoluta certeza de que sus dedos tocaban una alta estatua dorada, en la cual creyó reconocer a la diosa Isis sentada en su trono. Una nueva conciencia se había añadido a la habitual conciencia humana que había poseído hasta entonces, enriqueciéndolo con la percepción de un mundo nuevo que absorbía el antiguo, siendo paralelo, transformándolo y dejándolo perpetuarse de una manera milagrosa.

Todos sus sentidos, uno tras otro, despertaron en él doblemente, como flores que se abren, y salen del capullo. Las vendas se le cayeron de los ojos. Durante un largo momento no pudo comprender lo que había sucedido, como alguien que en toda su vida no ha visto más que la superficie de las cosas y de golpe toma conciencia de una tercera dimensión.

Comprendió gradualmente que había alcanzado la meta de esta vía, cuyo recorrido total es la razón secreta de toda existencia humana: convertirse en un ciudadano de dos mundos. Nuevamente gritó un niño.






¿No había dicho Eva que quería ser madre cuando volviera a él?. Recordó, estremecido.

¿Y no llevaba la diosa Isis un niño vivo y desnudo en sus brazos?. Alzó la vista y la vio sonreír. Ella se movía.

Los frescos se tornaban cada vez más nítidos, más coloridos, más luminosos. Había utensilios sagrados en la habitación. Todo era tan claro que Hauberrisser olvidó el aspecto del cuarto y no vio alrededor más que las rojas y doradas pinturas. Con el espíritu ausente fijó la vista en el rostro de la diosa y, lentamente, un vago recuerdo le vino a la mente: ¡Eva!. ¡Pero si era Eva, que ocupaba el lugar de la diosa egipcia!.

 

Se llevó las manos a la cabeza, no acababa de creerlo.

—¡Eva!. ¡Eva! —gritó.

A través de los muros del templo vio reaparecer las paredes de su cuarto. La diosa seguía sonriéndole desde el trono, pero ante él, muy cerca, se hallaba una mujer joven y vigorosa, viva y real, el fiel retrato terrestre de la aparición.

—¡Eva!. ¡Eva! —Hauberrisser la abrazó, cubriéndola de besos, con un grito de júbilo y de indecible alegría.

—¡Eva!…

Durante largo rato, estrechamente abrazados, contemplaron la ciudad muerta a través de la ventana.

Hauberrisser percibió un pensamiento tal como si fuera la voz de Chidher el Verde, diciéndole:

—Ayudad, como lo hago yo, a las futuras generaciones a construir un nuevo mundo con los escombros del antiguo, para que llegue el día en que yo también pueda sonreír.

El cuarto y el templo habían cobrado una nitidez semejante. Como la cabeza de Jano, Hauberrisser podía contemplar al mismo tiempo el mundo terrestre y el de más allá, distinguiendo claramente las cosas y los detalles:

Era un ser vivo.

Aquí abajo y en el más allá.

 

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