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			12. LA MUJER A QUIEN Jesús BESABA
			 
			
			
			 
			De trascendencia obviamente enorme, pero no aclarada, fue la mujer 
			que se llamó María Magdalena para los antiguos movimientos 
			«heréticos» clandestinos de Europa. Sus lazos con la veneración de 
			las Vírgenes negras, con los trovadores medievales y las catedrales 
			góticas, con los misterios que rodean al abbé Saunière de 
			Rennes-le-Château y el Priorato de Sión, implican algo en ella que 
			pareció siempre muy peligroso para la Iglesia.  
			
			
			 
			Como hemos visto, se tejen muchas leyendas alrededor de esa mujer 
			enigmática y poderosa. Pero ¿quién fue, y cuál es su secreto?  
			
			
			 
			Ya hemos dicho que hay pocas referencias explícitas a «María 
			Magdalena» en los evangelios del Nuevo Testamento. Por el tenor de 
			las menciones, sin embargo, queda claro que fue la más importante de 
			las discípulas de Jesús... todas las cuales han sido ignoradas casi 
			totalmente por la Iglesia, y siguen siéndolo. Si se habla de ellas 
			para algo, por lo general interviene el sobreentendido de que la 
			palabra «discípulo» tiene más peso en cuanto se trata de hombres.  
			
			  
			
			
			En 
			efecto, la presencia de las discípulas ha sido menospreciada en 
			medida injustificable, y ello por comentaristas muy posteriores a la 
			época de los evangelistas. Pues si los judíos del siglo primero y de 
			aquella cultura pudieron tener alguna dificultad de tipo sociológico 
			o religioso para admitir el concepto de que unas mujeres fuesen 
			importantes, a los críticos más recientes no les vale esa excusa. 
			Sin embargo, el debate sobre el sacerdocio femenino en la Iglesia 
			anglicana, por citar sólo un ejemplo, demuestra que no ha cambiado 
			gran cosa en los 2.000 años transcurridos.  
			
			  
			
			
			Para los creyentes de 
			allí y de todas partes, «discípulos» se refiere automática y 
			exclusivamente a los seguidores masculinos: Pedro, Santiago, Lucas y 
			los demás, pero no «María Magdalena, Juana, Salomé...», pese al 
			hecho de que haberlas las hubo, como ni siquiera los autores de los 
			evangelios dejaron de reconocer.  
			
			
			 
			Durante la inacabable discusión sobre el ministerio femenino (ni 
			siquiera las 
			mujeres partidarias se atrevieron a usar el término de sacerdotisas, 
			por sus 
			resonancias paganas), circularon las representaciones más 
			extraordinariamente 
			erróneas en cuanto al séquito de Jesús, siempre con el fin de 
			«demostrar» que las 
			mujeres citadas no eran en realidad miembros de la clerecía. Se dijo 
			por ejemplo 
			que el discipulado de Jesús estaba compuesto exclusivamente de 
			hombres, pese al 
			hecho de estar citadas por sus nombres las mujeres de su entorno: la 
			tradición judía 
			de la época significaba que si los evangelistas hubiesen tenido la 
			posibilidad de 
			omitirlas, podían hacerlo y lo habrían hecho.  
			
			  
			
			
			Pero las nombran, y 
			eso significa que
			no era posible omitir su participación en el ministerio, como 
			también sucedió sin 
			duda alguna entre las generaciones cristianas inmediatamente 
			posteriores. Porque 
			según ha demostrado concluyentemente, entre otros, Giorgo Otranto, 
			profesor
			italiano de Historia de la Iglesia, durante varios siglos las 
			mujeres no se limitaron a 
			ser miembros de la congregación sino que oficiaron en el sacerdocio 
			e incluso en el episcopado.  
			
			
			 
			Tal como ha escrito una autoridad en el tema de las mujeres del 
			cristianismo primitivo, Karen Jo Torjesen, en su libro 
			
			When Women 
			Were Priests (1993):  
			
				
				Bajo el arco mayor de una basílica romana dedicada a dos santas, 
			Prudenciana y Práxedes,
			vemos un mosaico que representa a cuatro personajes femeninos: las 
			dos santas con María y 
			una cuarta mujer que lleva el cabello cubierto por un velo y un halo 
			cuadrado alrededor de 
			la cabeza, recurso expresivo mediante el cual nos indica el artista 
			que la persona retratada 
			vivía cuando se realizó el mosaico. Los cuatro rostros nos 
			contemplan serenamente sobre el 
			fondo dorado.  
				  
				
				Fácilmente se reconoce a María y a las dos santas, 
			pero la identidad de la
			cuarta no es tan obvia, aunque una nítida inscripción nos la 
			identifique como Theodora
			Episcopa, es decir la obispa Teodora. En latín la palabra masculina 
			obispo es episcopus, y la
			forma femenina es episcopa, así que la evidencia visual del mosaico 
			y también la evidencia
			gramatical de la inscripción aseguran sin posible equívoco que la 
			obispa Teodora fue una 
			mujer. Pero la a de Theodora está parcialmente borrada por unas 
			rayas hechas en el vidriado
			del mosaico, lo cual nos lleva a la consternante conclusión de que 
			alguien, tal vez ya en la
			Antigüedad, quiso suprimir la desinencia femenina.1  
			 
			
			
			Los clérigos actuales suelen meterse en jardines argumentales no 
			poco laberínticos cuando intentan negar lo que anuncian esas 
			imágenes de sacerdotisas. Dirían, por ejemplo, que Teodora era la 
			madre de un obispo, como efectivamente se ha intentado, pero los 
			hechos hablan por sí solos. Las mujeres del siglo I no servían sólo 
			para preparar el café y los bocadillos, como diríamos hoy, sino que 
			oficiaban la eucaristía y dirigían la oración de sus congregaciones. 
			En aquellos primitivos tiempos a nadie se le ocurrió sugerir lo que 
			sí se ha dicho en época reciente:2 que una mujer durante la 
			menstruación podría contaminar, no se sabe cómo, las Sagradas 
			Formas.  
			
			
			 
			No fue hasta noviembre de 1992 que la Iglesia de Inglaterra votó 
			definitivamente la espinosa cuestión y decidió permitir la 
			ordenación de mujeres 
			por el estrecho margen de dos votos. Aunque no tenemos el propósito 
			de terciar en 
			la polémica sobre el asunto, manifestaremos nuestra simpatía hacia 
			las numerosas 
			mujeres que enfrentándose a dificultades enormes procuraron hacer 
			entender a sus 
			«superiores» masculinos que no pedían otra cosa sino un retorno a lo 
			que fue en 
			los comienzos, no una reinterpretación radical que se le hubiese 
			ocurrido a alguien 
			del siglo XX.  
			
			  
			
			
			Al reinvindicar que se les permitiese recibir el 
			sacramento del Orden,
			no solicitaban otros derechos sino los que tuvieron hace siglos. 
			(Más curioso aún es 
			que la verdadera condición de la mujer en la Iglesia primitiva fuese 
			conocida, por 
			ejemplo, en el siglo XVII, cuando Agrippa incluye en 
			
			su tratado 
			sobre la
			superioridad de las mujeres, al que nos hemos referido en el 
			capítulo 7, las 
			palabras «[no olvidemos] a tantas santas abadesas y monjas como 
			viven entre 
			nosotros, a quienes antiguamente no se tuvo reparo en llamar 
			sacerdotisas».)3 
			
			
			 
			Había buenas razones, sin embargo, para que las mujeres tuvieran un 
			lugar 
			destacado en los cultos de Jesús, aunque por desgracia eran las 
			mismas que las 
			exponían a que determinado tipo de hombres procurasen denigrarlas y
			arrebatarles sus funciones. Si bien volveremos sobre esta cuestión 
			más adelante, 
			quede sentado por ahora que es indudable que las mujeres 
			desempeñaron dignidades sacerdotales en la Iglesia paleocristiana, 
			en pie de igualdad con los hombres como mínimo.  
			
			
			 
			El clero masculino cuando quiere ser condescendiente explica que las 
			mujeres nombradas en las Epístolas y en los Hechos se limitaban a 
			proporcionar hospitalidad a los apóstoles, hombres que andaban por 
			ahí predicando y bautizando a las gentes. Esta hospitalidad se les 
			agradece a mujeres que se llaman Luculla y Felipa, y es evidente que 
			muchas de ellas eran ricas y tal vez asombrosamente independientes 
			para lo que se usaba en su época y circunstancia. Aunque aquí vamos 
			a poner en tela de juicio que ésa fuese su única función, por la 
			manera en que se habla de María Magdalena también es obvio que ella 
			fue una de las primeras protectoras femeninas de ese género.  
			
			
			 
			Ella y otras mujeres «los asistían con sus bienes [a Jesús y a los 
			hombres que le seguían]», lo cual significa que los sustentaban 
			económicamente. En otros lugares se menciona a las mujeres «que le 
			seguían» y las palabras del original implican una participación 
			plena en las actividades y las prácticas del grupo.  
			
			
			 
			Como hemos visto, María Magdalena es la única mujer de los 
			Evangelios no caracterizada como hermana, madre, hija o esposa de 
			algún hombre. Tiene nombre propio, sencillamente, y aunque esto 
			puede ser ignorancia de los cronistas en cuanto a su identidad, 
			mucho más verosímilmente debió de ser conocida en su tiempo que no 
			hiciese falta explicar quién era a ninguno de los primeros 
			cristianos.  
			
			
			 
			De su relación con los demás cabe debatir, pero lo que sí resalta 
			claramente 
			de los textos evangélicos es que fue una mujer independiente. Tal 
			como recuerda 
			Susan Haskins, eso evidencia que tenía «medios propios».4 
			
			
			 
			Son pocos los personajes de] Nuevo Testamento que tienen un 
			señalamiento como el de María (la) Magdalena y entre esos pocos 
			resaltan Jesús el Nazareno y Juan el Bautista.  
			
			
			 
			¿Qué significa ese nombre? Se viene diciendo tradicionalmente que
			«Magdalena» quiere decir «de Magdala» y siempre se nos repite que 
			apunta a un
			pueblo de pescadores de Galilea llamado El Mejdel. Pero nada 
			demuestra que
			fuese así, ni que el pueblo se llamase Magdala en tiempos de Jesús 
			(de hecho, lo
			que hoy se llama El Mejdel aparece citado como Tariquea por 
			Josefo). 
			Sí hubo en
			cambio un Magdolum al nordeste de Egipto, cerca de la frontera con 
			Judea,
			probablemente el Migdol que menciona Ezequiel.5 
			
			
			 
			En cuanto al significado del nombre, se proponen diversas 
			interpretaciones 
			como «lugar de la paloma», «lugar de la torre» y «templo de la 
			torre».6 
			
			
			 
			Pudiera ser que el nombre de Magdalena hiciese referencia a un lugar 
			y también a un título, considerando la expresiva profecía del 
			Antiguo Testamento (Miqueas 4, 8):  
			
				
					
						
						Y tú, Torre del Rebaño,  Fortaleza de la hija de Sión,
						 a ti vendrá el antiguo poder,  el reino de la hija de Jerusalén. 
					 
				 
			 
			
			
			Pues tal como observó Margaret Starbird en su estudio de 1993 sobre 
			el culto a la Magdalena, 
			
			The Woman with the Alabaster Jar, las 
			palabras que se han traducido por «torre del rebaño» dicen 
			Magdal-eder, y agrega:  
			
				
				En hebreo, el epíteto Magdala significa literalmente «torre» o 
			«exaltado, grande, magnífico».7 
			 
			
			
			¿Era conocida en tiempos de la Magdalena su relación con las torres, 
			más significativamente, con la restauración de Sión? También es muy 
			revelador el significado de Magdal-eder como «torre del rebaño», que 
			viene a ser como atalaya o custodia de unos seres menores... quizás 
			incluso una «Buena Pastora».  
			
			
			 
			María Magdalena ha causado ya una conmoción contemporánea cuando los 
			autores de The Holy Blood and the Holy Grail aseguraron que había 
			sido consorte de Jesús. Aunque en realidad la proposición no era 
			nueva muchos se enteraron por primera vez y, claro está, hubo el 
			previsible escándalo.  
			
			  
			
			
			La presunción pecaminosa asociada a la 
			sexualidad se halla tan profundamente arraigada en nuestra cultura, 
			que cualquier sugerencia de que Jesús pudo tener una pareja sexual 
			parece sacrílega y rechazable, aunque fuese en el contexto de un 
			matrimonio monógamo amantísimo y con todas las de la ley. La noción 
			de un Jesús casado sigue juzgándose improbable, en el mejor de los 
			casos, y en el peor se atribuiría a una obra del Diablo. Pero hay 
			muchos motivos para creer que Jesús tuvo en efecto una relación 
			íntima... y muy probablemente con María Magdalena.  
			
			
			 
			A muchos comentaristas les ha extrañado el absoluto silencio del 
			Nuevo Testamento sobre la situación marital de Jesús. Pero los 
			cronistas de aquella época y circunstancia describían a la gente en 
			función de lo que los diferenciaba de los demás. Un hombre de más de 
			treinta años y que todavía no se hubiese casado desde luego llamaría 
			la atención. Conviene recordar que sólo disponemos de la imagen de 
			Jesús que trazaron los evangelistas, y tanto ellos como sus 
			informantes tenían una mentalidad esencialmente judía.  
			
			  
			
			
			Para los 
			judíos el célibe incurría en un desacato a la voluntad de Dios 
			porque se sustraía al deber de perpetuar el pueblo elegido, lo cual 
			no dejaría de serle reprochado por los ancianos de la sinagoga. 
			Según Geza Vermer, algunos rabinos del siglo II llegaron a comparar 
			la «abstención deliberada de procrear con el homicidio».8 Esas 
			genealogías que tanto abundan en la Biblia y nos parecen superfluas 
			a nosotros, revelan que los judíos estaban orgullosos de sus 
			linajes, y todavía hoy son de los pueblos que más valoran los 
			vínculos de la familia.  
			
			  
			
			
			El matrimonio siempre ha sido centro 
			principalísimo de la vida judía, sobre todo cuando la nación se veía 
			amenazada como sucedió bajo la ocupación romana. Que un predicador 
			carismático y famoso no fuese marido y padre de familia, habría 
			constituido una especie de escándalo y desde luego habría sido un 
			milagro que el grupo fundado por él hubiese tenido continuidad 
			después de la desaparición del fundador.  
			
			
			 
			De acuerdo con el Nuevo Testamento, Jesús y sus seguidores tuvieron
			numerosos enemigos, pero no ha llegado hasta nosotros ningún 
			testimonio que los 
			acusara de constituir una camarilla de homosexuales, como 
			ciertamente habría 
			sucedido si hubieran sido un grupo de hombres célibes. En cuyo caso 
			el suceso 
			habría llegado a Roma y hoy se sabría. Los escándalos de ese género 
			no son una exclusiva del moderno periodismo; Pilato y sus adláteres 
			eran unos romanos que habían visto mundo, y los judíos tampoco 
			negaron la existencia de la homosexualidad, aunque fuese para 
			condenarla sin remisión. Si Jesús y sus discípulos varones hubiesen 
			sido célibes y hubiesen predicado el celibato, desde luego no 
			habrían tardado en ser investigados por las autoridades.  
			
			
			 
			Los eruditos por lo general prefieren evitar el tema del celibato y 
			por eso suelen admitir sin discusión la creencia tradicional de que 
			Jesús no tuvo mujer. Pero cuando sale a colación el tema se pone de 
			manifiesto la dificultad de demostrar cuál fue su «estado civil». 
			Por ejemplo Geza Vermes, a quien mencionábamos anteriormente, en su 
			intento de trazar la figura histórica de Jesús procura encajarlo en 
			la pauta de los hassidim, los sucesores de los profetas del Antiguo 
			Testamento.  
			
			  
			
			
			De este modo trata de explicar los actos y las 
			enseñanzas de Jesús en función de ese rol, lo cual consigue con 
			bastante acierto algunas veces, y otras no tanto, por comparación 
			con lo que hacían y decían otros representantes conocidos del hassidismo de su época. Pero al abordar la cuestión del celibato de 
			Jesús, que dicho autor admite, empiezan las dificultades. La 
			primera, verse obligado a admitir que la mayoría de los personajes 
			históricos por él utilizados como término de comparación eran 
			casados y padres de familia.  
			
			  
			
			
			O mejor dicho, sólo puede nombrar un 
			santón de esa cultura que justificase el celibato, Pinhas ben Yair, 
			que vivió cien años más tarde que Jesús y ni siquiera perteneció al 
			movimiento hassídico.9 Asombrosamente,
			Vermes considera que ese 
			ejemplo basta para aducir que Jesús llevó una vida similar, pero no 
			ha logrado convencer a muchos. Y lo que es más, el celibato de 
			Pinhas fue tan anómalo que sólo por eso alcanzó la notoriedad. No 
			hay nada que sugiera que Jesús promoviese el celibato con su ejemplo 
			o enseñanzas; si así fuese desde luego no se habría pasado por alto.  
			
			
			 
			Es cierto que existieron algunas sectas judías como la de los 
			esenios, que eran célibes... aunque, una vez más, lo sabemos 
			precisamente porque eso era tan curioso que suscitó muchos 
			comentarios. Algunos recurren a esta circunstancia como argumento 
			para demostrar que Jesús fue un esenio. Sin embargo, en todo el 
			Nuevo Testamento no se menciona ni una sola vez a dicha secta, lo 
			cual no dejaría de ser extraño si Jesús hubiese sido su seguidor más 
			famoso.  
			
			
			 
			Estos argumentos en favor de que Jesús hubiese sido un hombre casado 
			han sido aducidos por más de un comentarista moderno, pero el 
			silencio de los evangelios al respecto da pie a otra interpretación. 
			Pudo tener una compañera sexual que no fuese su esposa, o que sí lo 
			fuese pero por un rito matrimonial no reconocido entre los judíos.
			 
			
			
			 
			(Procede recordar que según subraya la tradición herética Jesús y la 
			Magdalena eran pareja sexual, pero nunca dice que fuesen marido y 
			mujer; como hemos visto, los evangelios gnósticos, los cátaros y 
			otros de la trama sumergida o bien hablan expresamente de la 
			«concubina» o la «consorte» de Jesús, o tienen buen cuidado de 
			recurrir a términos ambiguos aludiendo a la «unión» que formaban.)
			 
			  
			
			
			Como prueba positiva de la situación marital de Jesús algunos 
			postulan que las bodas de Caná, en las que convirtió el agua en 
			vino, eran en realidad las suyas.10 En efecto, a tenor del relato 
			diríamos que su comportamiento es el del novio. La madre de Jesús se 
			preocupa por la falta de vino y, los criados se quedan esperando sus 
			instrucciones, para ejecutar luego las que él imparte, lo cual 
			apenas admite otra explicación que la apuntada. Es interesante que 
			este acontecimiento clave, el primer milagro de la vida pública de 
			Jesús, figure sólo en el Evangelio de Juan y, no haya merecido la 
			atención de los otros tres evangelistas. Pero el evento consiente 
			otra interpretación, sobre la cual volveremos luego.  
			
			
			 
			Frente a estos argumentos se alzan varias preguntas: si Jesús era 
			hombre casado, ¿por qué los evangelios no mencionan explícitamente a 
			su mujer, ni a su familia? Si estaba casado, ¿quién fue su mujer? 
			¿Qué motivos podían tener sus seguidores para borrar toda mención de 
			ella? Tal vez la evitaban porque consideraban que la relación que 
			ella tenía con Jesús los ofendía a ellos y perjudicaba la misión. Si 
			por ejemplo no hubieran estado casados pero tenían una relación 
			íntima sexual y espiritual, entonces quizá los discípulos varones 
			prefirieron ignorarla. 
			
			
			 
			Ésa es precisamente la situación que describen con gráficas 
			expresiones los evangelios gnósticos, donde se desvela quién era la 
			consorte de Jesús. Fue María Magdalena la pareja sexual de Jesús y 
			los discípulos envidiaban el ascendiente que ella tenía sobre el 
			Maestro.  
			
			
			 
			En cuanto a los motivos por los cuales se prefirió ocultar la 
			relación de Jesús con la Magdalena, lo que hoy nos parece obvio 
			quizá no lo fuese tanto en el contexto del siglo I. Ahora quizá 
			pensemos que el disimulo era necesario porque la Iglesia cristiana 
			siempre colocó a la mujer en un lugar subordinado y juzgó la 
			procreación como un mal inevitable. Pero todo indica que la 
			predisposición desfavorable a la vida matrimonial fue consecuencia 
			de ese disimulo, y no al contrario. La realidad es que la Iglesia 
			primitiva, antes de convertirse en institución y establecer una 
			jerarquía, no tenía postergadas a las mujeres, ni prejuicio contra 
			ellas, como hemos comentado.  
			
			
			 
			Que hay un disimulo deliberado en lo relativo a la Magdalena
			y su 
			relación con Jesús, es evidente, pero no se explica del todo por 
			mera misoginia. Debió de existir algún otro factor que inspiró esa 
			campaña anti-Magdalena. Tal vez algo que tuviese que ver con su 
			carácter o su identidad, en algún sentido, y/o con la naturaleza de 
			su relación con Jesús. O dicho de otro modo, la dificultad no era 
			que estuviese casado, sino con quién estaba casado.  
			
			
			 
			Una y otra vez, en el decurso de esta investigación, nos hemos 
			tropezado con esos indicios que apuntan en el sentido de que la 
			Magdalena era impresentable, aunque nunca se expliquen las razones. 
			Nos tocaba averiguar a qué obedecía esa aureola de peligrosidad, qué 
			otros factores aparte la misoginia podían explicar la antigua 
			animadversión contra la poderosa amiga de Jesús.  
			  
			
			
			Siempre se ha debatido con acaloramiento la identificación entre 
			María Magdalena, María de Betania, la hermana de Lázaro, y la 
			«pecadora anónima» que unge los pies de Jesús en el Evangelio de 
			Lucas. En tiempos antiguos la Iglesia católica decidió que los tres 
			personajes eran uno y el mismo; pero no hace mucho, en 1969, se 
			arrepintió de su decisión. La Iglesia ortodoxa oriental nunca dejó 
			de considerar que María Magdalena y María de Betania eran personas 
			diferentes.  
			  
			
			
			Por supuesto hay discrepancias y contradicciones que tienden a 
			dificultar la cuestión... aunque esa confusión es significativa en 
			sí misma porque los Evangelios, lo mismo que una persona culpable, 
			tienden a refugiarse en la evasiva cuando quieren ocultar algo. Y el 
			hecho es que las evasivas se notan en todas las descripciones de 
			Betania, de la familia que vivió allí —Lazaro, Marta y María— y de 
			los acontecimientos que en ella tuvieron lugar. Para nosotros eso 
			añade interés en vez de restarlo.  
			
			
			 
			Como hemos visto, el descubrimiento de Morton Smith demuestra que el 
			episodio de la resurrección de Lázaro desapareció del Evangelio de 
			Marcos en virtud de un acto deliberado de censura. En la única 
			versión canónica que ha sobrevivido, la del Evangelio de Juan, es 
			uno de los acontecimientos más cruciales de todo el relato. ¿Qué 
			tenía para molestar tanto a los primeros cristianos, que se tomaron 
			la molestia de quitarlo de los demás evangelios, o por lo menos de 
			uno de ellos? ¿Sería, una vez más, porque María estaba presente en 
			el suceso? ¿O la tacha, no se sabe cuál, estaba en el lugar, Betania?  
			
			
			 
			El Evangelio de Lucas (10, 38) describe un episodio en que Jesús 
			visita la casa de unas hermanas llamadas Marta y María, pero no se 
			hace mención de ningún hermano, ni se nombra el lugar, y esto es 
			bien curioso. Se limita a decir «cierta aldea», con indiferencia tal 
			que resulta sospechosa. Al fin y al cabo no es que el nombre de ese 
			lugar sea completamente desconocido para los demás cronistas. Además 
			Lucas ignora deliberadamente a Lázaro. ¿Qué pasaba con el lugar y 
			con la familia que vivía allí? (A lo mejor tendremos que considerar 
			como pista el hecho de que Juan el Bautista comenzase su ministerio 
			en cierto lugar llamado Betania.)  
			
			
			 
			También es Lucas el más oscuro a la hora de contar cómo la pecadora 
			ungió los pies de Jesús (7, 36-50). Es el único de los evangelistas 
			que sitúa la acción en Cafarnaúm, hacia el comienzo del ministerio 
			de Jesús, y no dice el nombre de la mujer que por lo visto irrumpió 
			en la casa para ungir los pies con la costosa esencia de nardos y 
			enjugárselos con sus propios cabellos.  
			
			
			 
			Sobre el mismo acontecimiento, el Evangelio de Juan dice 
			expresamente (12, 1-8) que lo de ungir los pies ocurrió en Betania, 
			en la casa de Lázaro, María y Marta, siendo María quien lo hizo. El 
			relato de la resurrección de Lázaro (11, 2) anticipa sobre la 
			narración reiterando que fue María la que derramó el perfume sobre 
			Jesús.  
			
			
			 
			Ni Marcos (14, 3-9) ni Mateo (26, 6-13) nombran a la mujer en 
			cuestión pero 
			coinciden al afirmar que sucedió en Betania dos días antes de la 
			Última Cena (no
			seis como dice Juan). Pero según ellos Jesús fue ungido en casa de 
			un tal Simón el 
			Leproso. Se diría que todo lo concerniente a Betania y a esa familia 
			tiene tan
			alarmados a los autores de los Sinópticos, que «confunden» el asunto 
			pese a que no pueden dejar de mencionarlo. Se ve que les 
			trastornaban los sucesos de Betania, quizá por las mismas razones 
			que justifican la importancia de dichos sucesos para la corriente 
			herética oculta.  
			
			
			 
			Betania tiene también su importancia porque Jesús salió de allí para 
			emprender su fatal viaje a Jerusalén: a la Última Cena, a su 
			prendimiento y su crucifixión. Y mientras los discípulos se muestran 
			completamente inconscientes de la tragedia que se avecina, algunos 
			indicios sugieren que la familia de Betania no estaba tan 
			desprevenida, y como hemos mencionado tal vez fueron ellos quienes 
			tomaron ciertas disposiciones, como suministrar la borriquilla que 
			montó Jesús para hacer su entrada en la capital.  
			
			
			 
			Queda claro que María de Betania y la mujer anónima que ungió a 
			Jesús son la misma persona, pero... ¿era también María Magdalena? 
			Muchos estudiosos actuales creen que María de Betania y María 
			Magdalena son dos mujeres distintas. Subsiste la pregunta, sin 
			embargo: ¿qué razones tendrían los evangelistas para querer 
			«confundir» el asunto?  
			
			
			 
			Desde luego tampoco faltan estudiosos partidarios de la hipótesis de 
			que la Magdalena era María de Betania. Por ejemplo, a William E. Phipps le parece muy raro que el nombre de 
			María de Betania, persona 
			indiscutiblemente muy próxima a Jesús, no figure entre las presentes 
			en la escena de la crucifixión; en cambio María Magdalena 
			aparece súbitamente al pie de la cruz sin que nada haya permitido 
			prever esa circunstancia.11 Señala
			Phipps que no es imposible que se aplicaran 
			dos epítetos a la misma persona, según el contexto: «de Betania» o 
			«de Magdala». Lo cual sería aún más probable en el caso de que los 
			cronistas tuvieran el propósito de oscurecer la cuestión.  
			
			
			 
			Sin embargo los estudiosos no suelen considerar, por lo general, la 
			posibilidad de que hubieran sido censurados los libros de los 
			evangelistas, ni que éstos hubiesen desfigurado intencionadamente 
			algún aspecto de los casos que habían elegido narrar. (Aunque 
			algunos, en especial Hugh Schonfield, sí admiten que hay algo 
			relacionado con el grupo de Betania que los evangelistas han 
			procurado ocultarnos, o bien lo ocurrido fue sencillamente que ellos 
			no lo sabían, o no lo entendieron.) Admitida la «confusión» 
			intencionada, es bien posible que María de Betania y María Magdalena 
			fuesen la misma persona.  
			
			
			 
			La presente investigación ha partido del examen de una tradición 
			clandestina 
			personificada en Leonardo da Vinci y la cofradía que supuestamente 
			presidió, 
			
			el
			Priorato de Sión. Recordemos aquí que la primera noticia acerca del 
			Priorato para
			el público de habla inglesa apareció en The Holy Blood and the Holy 
			Grail, y ese libro
			asegura sin rodeos que María Magdalena es la misma que María de 
			Betania. Es de
			notar que la nueva versión revisada de 1996 ofreció material nuevo, 
			como el 
			«documento Montgomery», que en conjunto parece corroborar el 
			fundamento de
			The Holy Blood and the Holy Grail, como ya hemos comentado.  
			
			  
			
			
			En el 
			contexto
			concreto el documento que dice que  Jesús estuvo casado con una 
			«Miriam de 
			Bethania» y que ésta pasó a Francia y tuvo una hija. Que esa persona 
			fuese María
			Magdalena es una obvia suposición, si bien el punto que nos 
			interesaba en este sentido era que los apologistas del Priorato lo 
			creían así. Y hay que recordar que todos los relatos tradicionales 
			sobre la presencia de María Magdalena en las Galias, como la Leyenda 
			Dorada, también suponen que era la misma persona que María de Betania. Pero ¿existe alguna prueba que lo respalde?  
			
			
			 
			Hay un indicio en Lucas, quien después de describir cómo la 
			«pecadora anónima» ungió a Jesús pasa en seguida a presentar por 
			primera vez el personaje de la Magdalena (8, 1-3). Todo sucede como 
			si, inconscientemente al menos, la asociación hubiera sido demasiado 
			fuerte para Lucas y no pudo seguir ignorándola.  
			
			
			 
			Son de gran significación las palabras de Jesús cuando relaciona no 
			sólo el acto de la unción sino también la persona de la que unge con 
			su propia e inminente sepultura, como por ejemplo en Marcos (14, 8): 
			 
			
				
				«Ha hecho lo que ha podido; se ha anticipado a ungir mi cuerpo para 
			la sepultura».  
			 
			
			
			Ahí tenemos una conexión implícita entre esa mujer de Betania y María Magdalena, pues fue ésta quien acudió a la sepultura 
			pocos días después con intención de ungir el cadáver de Jesús. Ambos 
			actos rituales, el de ungir a Jesús vivo y el propósito de hacerlo 
			con el difunto, son de mucha significación y cuando menos, 
			establecen una relación entre las dos mujeres. Sea como fuere, 
			reviste suprema importancia que la persona que unge a Jesús, 
			marcándole así para su auténtico destino, sea una mujer.  
			
			
			 
			Aunque no es imposible que fuesen una y la misma, preferiremos dejar 
			abierta la cuestión mientras seguimos profundizando en la 
			descripción de los personajes y los roles de la Magdalena y María de 
			Betania según la Biblia.  
			
			
			 
			Fijémonos en que la idea persistente de que María Magdalena había 
			sido prostituta proviene de la tradicional asociación (o confusión) 
			de su persona con la de María de Betania, descrita como «una 
			pecadora». Naturalmente, si María de Betania fue prostituta y además 
			es la misma persona que María Magdalena, se habría adelantado 
			bastante en cuanto a dilucidar la suma reticencia de los 
			evangelistas y el oscurecimiento deliberado de esa identidad. 
			Tendremos que examinar el personaje de María de Betania para ver qué 
			luz podemos arrojar sobre la cuestión.  
			
			
			 
			En los Evangelios Sinópticos no se nombra a la mujer que ungió a 
			Jesús pero se hace hincapié en que era una pecadora; el Evangelio de 
			Juan la identifica expresamente como María de Betania y no menciona 
			para nada su condición moral. En sí misma esta discrepancia podría 
			juzgarse algo sospechosa.  
			
			
			 
			Lucas prolonga la descripción diciendo «había en la ciudad una mujer
			pecadora». Aunque la palabra original griega por «pecadora», 
			harmatolos, que
			significa la persona que ha transgredido y se ha situado a sí misma 
			fuera de la ley, 
			en este contexto no implica necesariamente prostitución, hay otro 
			énfasis que se 
			asocia con la circunstancia de llevar los cabellos sueltos. Cosa que 
			no hacían las 
			señoras respetables y que sí implica algún tipo de pecado sexual, 
			por lo menos a 
			ojos de los evangelistas.12 
			
			  
			
			
			Así pues, en el contexto de la cultura judía de la época pasaba algo 
			con María de Betania que hacía de ella una impresentable, aunque no 
			se debe entender necesariamente que fuese una prostituta común de 
			las que tenían la calle por escenario de su comercio. (La esencia de 
			nardos se extraía de una planta india muy rara y costosa, y sería de 
			un coste prohibitivo para una simple callejera. Según William E. Phipps el óleo empleado le debió de costar el equivalente al salario 
			de un año para un obrero del campo.)13 
			
			  
			
			
			Y si supusiéramos que María 
			era la patrona de un próspero burdel, entonces no habría vivido en 
			la casa de su hermano Lázaro y su hermana Marta, a ninguno de los 
			cuales se le atribuye mala reputación de ningún género y que eran 
			evidentemente grandes amigos de Jesús, el cual incluso permaneció 
			algunas veces en dicha casa. Así pues, ¿cuál era la verdadera 
			naturaleza del «pecado»?  
			
			
			 
			La palabra harmatolos se tomó prestada a los arqueros, para quienes 
			significaba fallar el blanco. En el contexto que observamos no 
			significa otra cosa sino la persona que está fuera de la ley judía o 
			de sus observancias rituales, sea que incumple, o sea que no es 
			judío o judía en absoluto.14 Pero si la mujer no era judía en 
			realidad, eso sería suficiente para explicar la actitud de los 
			evangelistas hacia ella. Lo que ha dado lugar a la implicación de 
			que su transgresión había sido de carácter sexual es el detalle de 
			llevar el cabello suelto, y la actitud de los discípulos hacia ella.  
			
			
			 
			Esta noción de impresentabilidad ha alejado la atención, 
			intencionadamente o no, de lo que significa en realidad que Jesús 
			fuese ungido. En ese acto había un punto importantísimo en el que 
			muy pocos se fijan, pese a ser primordial para el cristianismo. Es 
			bien sabido que la palabra «Cristo» deriva del griego Christos, que 
			es a su vez una traducción del hebreo «Mesías».  
			
			  
			
			
			En contra de la 
			creencia mayoritariamente aceptada, eso no conlleva ninguna 
			implicación de divinidad;
			Christos significa sencillamente «el Ungido». (Según esta 
			interpretación, casi
			cualquier funcionario ungido es un «Cristo», desde Poncio Pilato 
			hasta la reina de
			Inglaterra.) La idea de un Cristo divino es una interpretación a 
			posteriori de los
			cristianos; el Mesías que esperaban los judíos no era otra cosa sino 
			un gran caudillo 
			político y militar, aunque eso sí, elegido por Dios. En la época la 
			palabra «Mesías» 
			o «Cristo» aplicada a Jesús no habría significado otra cosa sino «el 
			ungido».  
			
			
			 
			Es de observar que según los Evangelios, a Jesús sólo se le ungió 
			una vez. Aunque algunos aducen que esa «unción» fue, en realidad, el 
			bautismo oficiado por Juan, si se admite el argumento resultaría que 
			toda la multitud que iba al Jordán quedó formada por otros tantos 
			«Cristos». Queda el hecho incómodo de que la única persona que 
			«cristianó» a Jesús fue una mujer.  
			
			
			 
			Paradójicamente, nos cuentan (Marcos 14, 9) que Jesús comentó la 
			ceremonia diciendo:  
			
				
				Os aseguro que donde se predique el evangelio, en todo el mundo, se 
			hablará también de lo que ésta ha hecho para recuerdo suyo. 
				 
			 
			
			
			Es curioso. La Iglesia, aun creyendo tradicionalmente que la mujer 
			que ungió fue santa María Magdalena, prefirió ignorar esa voluntad. 
			Considerando el trato condescendiente que ha recibido por lo general 
			la Magdalena desde los púlpitos de todo el mundo, parece que incluso 
			las palabras de Jesús, como todo lo demás del Nuevo Testamento, han 
			debido someterse a un inflexible proceso de selectividad. Que en 
			este ejemplo consiste en no hacer apenas caso de ellas; pero incluso 
			cuando se comenta el episodio reconociéndole el servicio prestado, 
			lo cual sucede pocas veces, guardan silencio sobre lo que implica.
			 
			  
			
			
			Sólo dos personas cita el Nuevo Testamento que oficiaron ritos 
			principales de la vida pública de Jesús: Juan, quien le bautizó al 
			principio de su ministerio, y María de Betania, quien le ungió al 
			final. Pero ambos han sido marginados, como venimos viendo, por los 
			autores de los evangelios, como si sólo se les hubiese incluido 
			porque eran demasiado importantes para callar su intervención. Lo 
			cual obedece a una razón principal: el bautismo y la unción implican 
			autoridad por parte de quien oficia. Tanto el que bautiza como el 
			que unge confieren una autoridad — más o menos como el arzobispo de 
			Canterbury confirió la realeza a Isabel II en 1953—, pero es 
			menester que ellos estén investidos de autoridad para que el acto 
			sea válido.  
			
			
			 
			Más adelante abordaremos la cuestión de la autoridad de Juan; pero 
			ahora consideraremos el hecho de que el episodio de la unción haya 
			sido mencionado, que no deja de ser curioso. Pues si el ungir a 
			Jesús hubiese sido un gesto frívolo o desprovisto de sentido, no lo 
			habrían tenido en cuenta. Sin embargo se nos dice que los discípulos 
			y particularmente Judas condenaron la acción de María por gastar un 
			aceite de nardos tan raro y costoso, diciendo que se podía haber 
			invertido el dinero en socorrer a los pobres.  
			
			  
			
			
			A lo cual replica 
			Jesús que siempre habrá pobres, pero que él no estaría siempre allí 
			(para ser homenajeado de esa manera). Esta respuesta —además de ser 
			bastante contraria a la noción, mantenida por algunos, de que Jesús 
			fuese una especie de protomarxista— no sólo justifica la acción de 
			María sino que implica, en rigor, que sólo él y ella habían 
			comprendido verdaderamente lo que significaba.  
			
			  
			
			
			A los discípulos 
			varones se les escapan, como de costumbre, los matices más sutiles 
			de ese ritual sumamente significativo, y mantienen su hostilidad 
			ante la acción de María pese a que Jesús se encarga personalmente de 
			corroborar que estaba autorizada a ello. El acontecimiento tiene 
			además otra importancia señalada, porque designa el momento en que 
			Judas pasa a ser traidor: inmediatamente después acude a los 
			sacerdotes para vender a Jesús.  
			
			
			 
			María de Betania «cristianó» a Jesús con el aceite de nardos, 
			ungüento que seguramente guardaba para esa ocasión concreta, y que 
			estaba asociado a los ritos funerarios, tal como el mismo Jesús 
			comenta en Marcos 14, 8: «se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la 
			sepultura». Para él al menos, el acto sí tuvo el significado de un 
			rito.  
			
			
			 
			Es evidente que la ceremonia revistió un profundo significado, pero 
			¿cuál era 
			exactamente su intención? Y teniendo en cuenta la sociedad en que 
			vivían, ¿por 
			qué la oficiaba una mujer? En efecto, si consideramos el sexo y la 
			reputación (tal 
			vez injusta) de la oficiante, no cabe decir que fuese un ritual 
			típico de las costumbres judaicas. Tal vez el «documento Montgomery» 
			puede proporcionar la clave de la verdadera naturaleza de aquella 
			unción.  
			
			
			 
			Como se ha mencionado, ese relato habla del casamiento de Jesús con 
			una Miriam de Bethania descrita como «sacerdotisa de un culto 
			femenino», es decir de una tradición pagana de culto a la diosa. De 
			ser cierto, esto explicaría por qué la unción extrañó tanto a los 
			discípulos, aunque resta la dificultad aparente de saber por qué la 
			toleró Jesús. Pero si ella fue verdaderamente una sacerdotisa 
			pagana, queda aclarado por qué los discípulos la consideraban de 
			moral y carácter dudosos.  
			
			
			 
			Ahora bien, si María de Betania era en realidad una sacerdotisa 
			pagana, ¿por qué ungió a Jesús? Y repitámoslo, pues hace más al 
			caso, ¿por qué lo permitió él? ¿Se puede hallar algún paralelismo 
			entre este ritual y los que comúnmente se asocian con el paganismo 
			de la época? En efecto hay un rito antiguo de una semejanza 
			sorprendente, el que consiste en ungir al rey sagrado. Se fundaba en 
			la idea de que el verdadero rey o sacerdote no recibía la plenitud 
			de sus poderes divinos sino por mediación de la autoridad de la suma 
			sacerdotisa. Tradicionalmente la ceremonia adoptaba la forma de la 
			hieros gamos o nupcias sagradas: el rey-sacerdote se unía a la 
			reina-sacerdotisa. Esa unión sexual con ella le era necesaria para 
			convertirse en rey reconocido. Sin ella, no era nada.  
			
			
			 
			En la vida occidental moderna no hay nada comparable en concepto ni 
			en 
			práctica, y hasta la noción de hieros gamos resulta de muy difícil 
			entendimiento 
			para las gentes de hoy. No tenemos un concepto de sexualidad 
			sagrada, a no ser en 
			ese mundo reservado que es la intimidad de la pareja individual.  
			
			  
			
			
			En 
			dicho
			concepto no se trata sólo de sexualidad ni de erotismo por más 
			sublimados que 
			sean: en las nupcias sagradas el hombre y la mujer devienen 
			realmente dioses. La 
			suma sacerdotisa encarna a la misma diosa y ésta concede entonces la 
			suprema 
			bendición de la regeneración del hombre —como en la alquimia—, el 
			cual encarna 
			al dios. Y se creía que esa unión infundía en ellos mismos y en el 
			entorno un 
			bálsamo regenerativo, en tanto que eco real del impulso creador del 
			que nació el 
			planeta.15 
			
			
			 
			La hieros gamos era la expresión más alta de la llamada 
			«prostitución de los templos», que consistía en que el hombre 
			visitaba a una sacerdotisa para recibir la gnosis, o sea participar 
			personalmente de lo divino a través del acto del amor. Dicho ritual 
			se llamaba en realidad de hierodulía, que significa «servicio 
			sagrado»;
			llamarle «prostitución sagrada», con todo lo que implica de juicio 
			moral, es una 
			tergiversación de la época victoriana.  
			
			  
			
			
			Se entendía además que esa 
			servidora del
			templo, a diferencia de la prostituta secular, dominaba la situación 
			y guiaba la 
			conducta del visitante. Ambos recibían los beneficios físicos, 
			espirituales y de 
			potenciación mágica. El cuerpo de la sacerdotisa devenía, en un 
			sentido casi 
			inimaginable para los amantes en el moderno mundo occidental, la 
			puerta literal y 
			metafórica por donde se accedía a la divinidad.16 
			
			
			 
			En actitud, en lo relativo al acto sexual y a la mujer, nada más 
			lejos de la Iglesia por mucho que se modernice. Pues no sólo la 
			llamada prostitución sagrada confería la iluminación espiritual a 
			través del proceso llamado horasis: el hombre que nunca hubiese 
			«conocido» carnalmente a la hieródula no alcanzaba la plenitud 
			espiritual. Por sí solo apenas podía aspirar al contacto extático 
			con Dios o con los dioses; en cambio la mujer no tenía necesidad de 
			una ceremonia similar. Para aquellos paganos estaba naturalmente en 
			contacto con lo divino.  
			
			
			 
			Es posible que la «unción» practicada sobre Jesús simbolizase el 
			acto sexual de la penetración. Pero no es necesario concebirlo en 
			esos términos para entender la solemnidad del ritual; son 
			inevitables las asociaciones con los ritos ancestrales en que las 
			sacerdotisas que representaban a la diosa se preparaban físicamente 
			a fin de «recibir» al hombre elegido para simbolizar al rey sagrado, 
			o al dios salvador. Todas las escuelas mistéricas de Osiris, Tammuz, 
			Dioniso, Attis y los demás incluían un rito —oficiado por sus 
			simbólicas encarnaciones humanas— en que la diosa ungía al dios como 
			acto previo a la muerte real o simbólica de éste, que debía servir 
			para fertilizar una vez más las tierras.  
			
			  
			
			
			Tradicionalmente, 
			transcurridos tres días y gracias a esa intervención mágica de la 
			sacerdotisa/diosa, él resucitaría y la nación podía respirar 
			aliviada hasta el año siguiente.  
			
			  
			
			
			(En las representaciones mistéricas 
			la diosa pronunciaba las palabras «se han llevado a mi Señor, y no 
			sé dónde lo han puesto», prácticamente idénticas a las que se 
			atribuyen a María Magdalena en el huerto. Volveremos sobre esto con 
			más detalle.)  
			
			
			 
			Más claves sobre el auténtico significado de la unción de Jesús 
			pueden hallarse en el veterotestamentario Cantar de los Cantares (1, 
			12), donde «la amada» dice «mientras el rey se halla en su diván, mi 
			nardo exhala su perfume». Y recordando que el mismo Jesús relaciona 
			su unción con la sepultura, el versículo siguiente cobra otro 
			sentido: «Bolsita de mirra es mi amor para mí, que reposa entre mis 
			pechos».  
			
			
			 
			Está clara la relación entre la unción de Jesús y el Cantar de los 
			Cantares.  
			
			
			 
			Muchas autoridades creen que éste fue, en realidad, la liturgia de 
			un ritual de 
			nupcias sagradas, y apuntan a las muchas semejanzas con otras 
			similares de Egipto 
			y de los países del Oriente Próximo.17 
			
			
			 
			Hay una resonancia que llama la atención especialmente; es la que 
			apunta Margaret Starbird cuando escribe:  
			
				
				Versos idénticos y paralelos a los del Cantar de los Cantares se 
			encuentran en el poema 
			litúrgico del culto a la diosa egipcia Isis, la Hermana-Esposa del 
			mutilado [...] Osiris.18 
			 
			
			
			Son complejas las razones de esa unión de la diosa/sacerdotisa con 
			el 
			dios/sacerdote en las nupcias sagradas. En el plano superficial es 
			un rito de 
			fertilidad que debía garantizar la fecundidad personal y la de las 
			tierras del país, lo 
			que aseguraba el futuro de las personas y el de la nación. Pero 
			además, el éxtasis y 
			la intimidad del rito sexual sirven para que la diosa/sacerdotisa 
			confiera la 
			sabiduría a su compañero. En 
			
			The Sacred Prostitute (1988), Nancy Qualls-Corbett,
			analista de escuela junguiana, pone mucho énfasis en el vínculo 
			entre la prostituta
			sagrada y el principio de lo Femenino que simboliza Sophia, 
			la 
			Sabiduría.19 
			
			  
			
			
			Ya hemos presenciado repetidas apariciones de Sophia en 
			nuestra investigación —la veneraban especialmente los templarios—, y 
			tiene fuertes asociaciones tanto con la Magdalena como con Isis.  
			
			
			 
			La unción de Jesús fue un ritual pagano; la mujer que lo oficiaba, 
			María de Betania, era una sacerdotisa. Con este nuevo planteamiento 
			en mente, parece más que probable que su función en el círculo 
			interior de Jesús fuese el de iniciadora sexual. Pero recordemos que 
			tanto los heréticos como la Iglesia católica han creído durante 
			mucho tiempo que María de Betania y María Magdalena eran la misma 
			persona: en esa figura de la iniciadora sexual tenemos por fin el 
			motivo que nos faltaba para la confusión en cuanto al verdadero 
			papel y significación de la Magdalena en la vida de Jesús. Porque 
			Sophia es en efecto la Prostituta, que también es la «Muy Amada» de 
			las nupcias sagradas, y que es María Magdalena, la Madona negra e 
			Isis.20  
			
			  
			
			
			La sexualidad sacra implícita en la Gran Obra de los 
			alquimistas equivale a la continuación directa de esa antigua 
			tradición en la que el rito sexual confiere la iluminación 
			espiritual, e incluso una transformación física. Porque después de 
			la experiencia suprema con la diosa/sacerdotisa, el dios/sacerdote 
			queda tan cambiado que tal vez no le reconocerá nadie, y habrá 
			«resucitado» a una nueva vida.  
			
			
			 
			Es de resaltar, como lo han hecho Nancy Qualls-Corbett y otros 
			comentaristas recientes,21 que los evangelios gnósticos retratan a 
			María Magdalena como iluminadora, María Lucifer la que trae la luz, 
			la que confiere la iluminación por medio de la sexualidad sagrada. 
			Lo cual unido a nuestras conclusiones sobre María de Betania parece 
			indicar que ella y Magdalena eran efectivamente la misma mujer.  
			
			
			 
			Este planteamiento también corrobora la idea de que María fue la 
			esposa de Jesús, si aceptamos una redefinición esencial de esa 
			palabra. Era su pareja en un matrimonio sagrado, lo cual no es 
			necesariamente un emparejamiento de amor. En este sentido es 
			interesante la consideración del Cantar de los Cantares como la 
			liturgia de un matrimonio sagrado, tan vinculada siempre por la 
			tradición a María Magdalena.  
			
			
			 
			La sexualidad sacra —anatema para la Iglesia de Roma— encuentra sus 
			expresiones en el concepto de matrimonio sagrado y «prostitución 
			sagrada», en los antiguos sistemas orientales del taoísmo y el tantrismo, en la alquimia.  
			
			
			 
			Como dice Marvin H. Pope en su exhaustivo trabajo sobre el Cantar de 
			los Cantares (1977):  
			
				
				Entre los himnos tántricos a la Diosa hallamos algunos de los 
			paralelismos más sugerentes
			con el Cantar de los Cantares.22 
			 
			
			
			Y como explica Peter Redgrove en 
			
			The Black Goddess (1989) al 
			comentar las artes sexuales del taoísmo:  
			
				
				Es interesante la comparación con las prácticas sexuales de las 
			religiones del Oriente 
			Próximo y las imágenes que hemos heredado de ellas. Mari-Ishtar, la 
			Gran Prostituta, ungió
			a su consorte Tammuz (con quien se identificó a Jesús), en virtud de 
			lo cual hizo de él un
			Cristo. Con ello preparaba su descenso a los infiernos, de donde 
			regresaría cuando ella le 
			llamase. Ella, o su sacerdotisa, recibía el nombre de Gran 
			Prostituta porque ése era un rito 
			sexual de horasis, por cuyo orgasmo integral el consorte sería 
			transportado al continuum
			visionariamente cognoscible.  
				  
				
				Y era un rito de paso, del que él 
			regresaría transformado. Por
			eso mismo dijo Jesús que María Magdalena le había ungido para la 
			sepultura. Sólo las 
			mujeres podían oficiar estos ritos en nombre de la diosa, y por eso 
			no veló la tumba ningún 
			hombre, sino sólo María Magdalena y sus mujeres. Un símbolo 
			principal de la Magdalena en 
			el arte cristiano fue la ampolla del crisma: signo externo del 
			bautismo interno que 
			experimentaba el taoísta [...].23 
			 
			
			
			En esto de la crismera o recipiente del óleo que usó la Magdalena 
			para ungir a Jesús hay otro aspecto importante. Como se ha 
			reiterado, según los evangelios era de nardos, un perfume 
			excepcionalmente caro. Y la razón de ese precio elevado era que se 
			importaba de la India, es decir de la cuna de las ancestrales artes 
			sexuales del tantrismo. Y la tradición tántrica asigna diferentes 
			perfumes y óleos a las distintas partes del cuerpo: el de nardo era 
			para el cabello y para los pies...  
			
			
			 
			En la 
			
			epopeya de Gilgamesh se les dice a los reyes 
			sacrificiales: 
			«La prostituta
			que te ungió con aceite fragante llora por ti ahora», y también 
			usaban una frase 
			parecida a los misterios de Tammuz, otro dios que muere y cuyo culto 
			estuvo muy
			extendido en Jerusalén hacia la época de Jesús.24 En cuanto a los 
			«siete diablos» que 
			supuestamente Jesús expulsó de la Magdalena, quizá cobrarían otro 
			sentido si los 
			consideramos como los siete Maskin nacidos de la diosa Mari, que 
			eran los siete
			espíritus sumerio-acadios regidores de las siete esferas sagradas.25 
			
			
			 
			En la tradición del matrimonio sagrado, era la prometida del rey 
			sacrificial, la Suma Sacerdotisa, quien elegía el momento de su 
			muerte, la que asistía a su entierro y aquella cuya magia lo sacaría 
			de los infiernos para llamarlo a una nueva vida. En la mayoría de 
			los casos, naturalmente, esta «resurrección» sería puramente 
			simbólica y se manifestaba en la renovación biológica primaveral, o 
			como en el caso de Osiris, en el desbordamiento anual del Nilo que 
			renovaba la fertilidad de las tierras.  
			
			
			 
			De manera que podemos considerar la unción efectuada por María 
			Magdalena como las dos cosas que era: el anuncio de que había 
			llegado la hora del sacrificio de Jesús, y la selección ritual del 
			rey sagrado, en virtud de su propia autoridad como sacerdotisa. Que 
			esa función sea diametralmente opuesta a la que le ha asignado 
			tradicionalmente la Iglesia, a estas alturas no sorprenderá mucho.
			 
			
			
			 
			En nuestra opinión 
			la Iglesia católica nunca quiso que sus fieles 
			conocieran la 
			verdadera relación entre Jesús y María, y por eso los evangelios 
			gnósticos no se 
			incluyeron en el Nuevo Testamento, y muchos cristianos ni siquiera 
			saben que 
			aquéllos existen. Pero cuando rechazó los muchos evangelios 
			gnósticos y decidió 
			incluir únicamente los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan en el Nuevo 
			Testamento, el 
			Concilio de Nicea no tenía ningún mandato divino para esa gran 
			campaña de
			censura. Actuaba obedeciendo a su propio instinto de conservación, 
			porque para 
			entonces, siglo IV, el poder de la Magdalena y de sus seguidores se 
			había extendido demasiado y el patriarcado no tenía una batalla 
			fácil.  
			
			
			 
			De acuerdo con ese material censurado, descartado deliberadamente 
			para impedir que se conociera el verdadero panorama, Jesús confirió 
			a la Magdalena el título de «Apóstol de Apóstoles» y «Mujer que sabe 
			todo». Anunció que sería exaltada sobre todos los demás discípulos y 
			que ella regiría el inminente Reino de la Luz. Como hemos visto, 
			también la llamaba María Lucifer, «la que trae la luz», y se asegura 
			que resucitó a Lázaro de entre los muertos por amor a ella y nada 
			más, porque no podía negarle nada.  
			
			  
			
			
			El 
			Evangelio de Felipe, de los 
			gnósticos, describe cómo la aborrecían los demás discípulos y en 
			particular Pedro quiso disputarle la situación privilegiada cerca de 
			Jesús... incluso en una ocasión le preguntó con bastante ingenuidad 
			por qué la prefería a los demás y siempre la besaba en la boca.  
			
			  
			
			
			En 
			el 
			Evangelio de María, de los gnósticos, dice que Pedro la odiaba a 
			ella y a «todo el género femenino», y el Evangelio de Tomás atribuye 
			a Pedro la exclamación «dejad que se vaya María y nos deje, que las 
			mujeres no merecen vivir».  
			
			  
			
			
			Un anticipo de la dura batalla que estaba 
			por venir entre la Iglesia de Roma, fundada por Pedro, y la 
			heterodoxia sumergida, que era toda de María. (Será instructivo 
			recordar que todo comenzó como el choque personal entre dos 
			individualidades, una de las cuales era la consorte de Jesús.)  
			
			
			 
			Significativamente, el gnóstico Evangelio de Felipe (que describe
			expresamente a la Magdalena como compañera sexual de Jesús) abunda 
			en 
			alusiones a uniones entre el hombre y la mujer, entre la Esposa y el 
			Esposo. La 
			iluminación última se simboliza por los frutos de la unión entre el 
			Esposo y la 
			Esposa, siendo éste Jesús y la consorte Sophia, cuyo embarazo es el 
			advenimiento
			de la gnosis.26 (Es interesante, por cierto, que incluso los 
			evangelios canónicos citan 
			con frecuencia a Jesús refiriéndose a sí mismo como «el Esposo».) 
			También el 
			Evangelio de Felipe asocia claramente a María Magdalena con Sophia.27 
			
			  
			
			
			Este evangelio gnóstico relaciona cinco ritos de iniciación o 
			sacramentos: 
			bautismo, crisma (unión), eucaristía, redención... y el alto de 
			todos, «la cámara nupcial».  
			
				
				El crisma es superior al bautismo [...] y Cristo recibe este nombre 
			a causa del crisma [...]. El 
			ungido lo posee Todo, posee la resurrección, la luz, la Cruz, el 
			Espíritu Santos. El Padre se lo 
			dio todo en la cámara nupcial.28 
			 
			
			
			Si el rito sacramental del crisma era superior al del bautismo, esto 
			implica por 
			parte de María una autoridad superior a la de Juan el Bautista. Pero 
			tal vez sea más 
			significativo todavía que según el Evangelio de Felipe, al seguir 
			este sistema no 
			sólo Jesús sino todos los gnósticos devienen «Cristos» por medio de 
			la unción. Y el 
			sacramento más alto era el de la «cámara nupcial», nunca explicado, 
			y que sigue 
			siendo un misterio para los historiadores. No obstante, a la luz de 
			esta 
			investigación podemos aventurar una conjetura: ciertamente las 
			palabras del 
			pasaje encierran una clave acerca de la verdadera naturaleza de la 
			relación entre 
			Jesús y María.  
			
			  
			
			
			Como hemos mencionado, a ésta la llaman en los 
			evangelios
			gnósticos «la mujer que sabe Todo», y aquí se nos dice que «el 
			ungido lo posee 
			Todo». En el Evangelio de Felipe apostilla sin rodeos: 
			
				
				«Para que 
			entendáis el 
			poder que tiene la unión no profanada.»29 
			 
			
			
			El libro gnóstico 
			
			Pistis Sophia, del siglo III, continúa las que 
			dice ser enseñanzas de Jesús doce años después de su resurrección. 
			Aquí la Magdalena aparece en el papel arquetípico de catequista y le 
			interroga para que revele su sabiduría... exactamente como la Shakti 
			o diosa oriental interroga ritualmente a su divino consorte. Es de 
			notar que Jesús en el Pistis Sophia le confiere a María el mismo 
			tratamiento de «Amantísima» que usaban aquellas diosas y dice las 
			fórmulas que utilizaban los consortes del matrimonio sagrado.  
			
			
			 
			La intimidad entre Jesús y María conlleva otra consecuencia 
			profunda. Al comparar la relación entre ellos y la de Jesús con sus 
			discípulos apenas queda duda en cuanto a quien conocía verdaderamente 
			sus ideas, sus pensamientos y sus secretos. Con frecuencia se nos 
			describe a los discípulos varones como algo cortos de entendederas. 
			Una y otra vez se nos dice «pero ellos no lo entendieron»; no mueve 
			a entusiasmo, que digamos, esa falta de comprensión por parte de los 
			hombres destinados a fundar la futura Iglesia.  
			
			  
			
			
			Es verdad que según 
			los Hechos de los Apóstoles cayó luego sobre ellos el fuego del 
			Espíritu Santo que les confirió algunos poderes y sabiduría, pero 
			los evangelios gnósticos dicen bien claro quién era la discípula que 
			no precisaba de tal intervención celestial.  
			
			  
			
			
			Según el material 
			censurado fue la Magdalena quien después de la Crucifixión reunió a 
			los consternados discípulos, y con el poder de sus elocuentes 
			palabras les devolvió la fe en la causa cuando ellos parecían más 
			que dispuestos a abandonarla. Claro es que ella había visto con sus 
			propios ojos a Jesús resucitado, pero una vez más nos quedamos con 
			la curiosa sensación de la falta de fe, de valor y de motivación por 
			parte de ellos, en comparación con ella.  
			
			
			 
			¿Sería posible que los Doce no hubiesen sido en realidad el círculo 
			interior de los seguidores de Jesús, sino únicamente los más leales 
			de entre los devotos no iniciados? Considerándolo respectivamente, 
			asombra la ignorancia en que estaban.  
			
			
			 
			Por ejemplo, y aunque la muerte y la resurrección de Jesús eran la 
			quintaesencia de 
			su misión, su razón de ser, ellos nunca previeron tales sucesos, 
			«pues no habían 
			entendido aún la Escritura según la cual Jesús tenía que resucitar 
			de entre los 
			muertos».30 
			
			
			 
			Fueron María Magdalena y las mujeres que la seguían quienes 
			acudieron a la tumba. Tal vez sus palabras al jardinero —en 
			realidad, Jesús resucitado—diciendo que se habían llevado al «Señor» 
			y que «no sabía dónde lo habían puesto» significaban que, lo mismo 
			que los hombres, ignoraba lo sucedido. Pero hay poderosas razones 
			para considerar esas palabras como reveladoras de que estaba en el 
			secreto de unos misterios interiores, de los cuales tal vez era 
			sacerdotisa. Con toda probabilidad María Magdalena fue la consorte 
			de Jesús y la primera entre los Apóstoles, y también parece probable 
			que su función incluyese otra significación ritual más antigua y 
			pagana.  
			  
			
			
			Normalmente se interpreta que los hombres no acudieron a la tumba de 
			Jesús porque en aquellos tiempos los hombres no hacían esas cosas. 
			Pero a juzgar por el aturdimiento y apatía en que habían caído los 
			discípulos después de la Crucifixión según el relato de los 
			gnósticos, su ausencia no se debió sólo a motivos de decoro. En la 
			tradición de los misterios, cumplía exclusivamente a la sacerdotisa 
			el proclamar el punto culminante del sacrificio, la resurrección 
			milagrosa del rey.  
			  
			
			
			No obstante, y aun admitiendo que la unción, la muerte y la 
			resurrección de Jesús guardan obvias semejanzas con las tradiciones 
			paganas de la época, queda la pregunta de si era posible que un 
			predicador judío se aviniese a intervenir en semejante 
			representación. Pues aunque sí parece que la Magdalena había 
			participado en cultos del tipo de la prostitución sagrada, ¿qué 
			razones podía tener Jesús para dar la espalda a muchos siglos de 
			arraigada tradición judaica? ¿Es verosímil que él, precisamente, 
			tomase parte en un rito pagano?  
			
			
			 
			La misma pregunta nos plantea una posibilidad hasta aquí 
			inimaginable. Como hemos visto la realidad en cuanto a Jesús y su 
			misión tal vez era muy diferente de cuanto ha enseñado la Iglesia. 
			Aunque nos limitemos a deponer momentáneamente la incredulidad para 
			considerar qué pasaría si la hipótesis anteriormente apuntada fuese 
			cierta, no hay más remedio que encarar un panorama totalmente nuevo. 
			 
			
			  
			
			
			Qué pasa si Jesús fue oficiante de unas nupcias sagradas y, por 
			tanto, participante voluntario en un rito pagano. Qué pasa si María 
			Magdalena era la suma sacerdotisa de un culto a la diosa y por lo 
			menos espiritualmente, igual a Jesús. Y qué pasa si en realidad 
			Pedro y los demás discípulos varones no formaban parte del círculo 
			interior de aquel movimiento.  
			
			  
			
			
			Pero aún nos queda otra pregunta que 
			formularnos: una vez considerada esta situación tan radicalmente 
			inédita, aunque sólo sea como hipótesis, ¿qué clase de hombre pudo 
			ser el que ocupaba el lugar central de ese panorama? ¿Quién era el 
			auténtico Jesús?  
			
			  
			
			
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