El Libro del Águila
 

Esta es el águila. Potentes son sus alas y poderosas sus garras. Su mirada contempla imperiosamente la Tierra. Está por encima del hombre. No puede ser ni vencida ni muerta. Durante trece días se yergue en el cielo, y durante trece días vuela para encontrarse con el Sol naciente. Verdaderamente, es sublime.
 

 


1 El regreso de los Dioses
3166 - 2981 a. de C.

El calendario maya comienza en el año 3113 a. de C. y termina el 24 de diciembre de 2011 d. de C. La historiografía tradicional sitúa el inicio de los acontecimientos históricos hacia 3000 a. de C. El período que se extiende hasta las migraciones germánicas (375 d. de C.) constituye la Antigüedad, y comienza con el nacimiento de las altas civilizaciones en los oasis fluviales del bajo Nilo y entre el Eufrates y el Tigris, que es donde el hombre desarrolla su primera existencia histórica. Los momentos culminantes de la historia oriental se caracterizan por inmensos imperios gobernados por monarcas fuertes y agresivos.

 

La vida espiritual queda restringida a la religión organizada. El Oriente es la cuna de la escritura, del servicio civil y de una tecnología asombrosamente eficiente. Entretanto, el hombre europeo y el asiático continúan en el nivel neolítico. Se han sugerido diversas fechas para el comienzo de las civilizaciones americanas. El explorador británico Niven estima que los primeros asentamientos urbanos de los antecesores de los aztecas fueron fundados hacia 3500 a. de C.

 

Según el arqueólogo peruano Daniel Ruiz, Machu Picchu, la misteriosa ciudad en ruinas de los altos Andes, fue fundada antes de la catástrofe mundial descrita en la Biblia como el Diluvio. La historiografía tradicional rechaza ambas fechas.
 


Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses

La Crónica de Akakor, la historia escrita de mi pueblo desde la hora cero hasta el año 12.453. es nuestro mayor tesoro. Contiene toda la sabiduría de los Ugha Mongulala, escrita en el lenguaje milenario de nuestros Padres Antiguos. Recoge el legado de los Maestros Antiguos, que ha determinado la vida de mi pueblo durante más de 10.000 años. Contiene los secretos de las Tribus Escogidas y corrige asimismo la historia de los Blancos Bárbaros. Porque la Crónica de Akakor describe el nacimiento y la decadencia de un pueblo escogido por los Dioses hasta el final del mundo, cuando ellos regresarán después de que una tercera Gran Catástrofe haya destruido a los pueblos. Así está escrito. Así es cómo hablan los sacerdotes.

 

Así ha sido registrado, con buenas palabras, con lenguaje claro:

Todavía el crepúsculo cubría la superficie de la Tierra. Todavía un velo cubría el Sol y la Luna. Aparecieron entonces las naves en el cielo, poderosas y de un color dorado. Grande fue la alegría de los Servidores Escogidos. Sus Maestros Antiguos volvían. Regresaban a la Tierra con sus rostros resplandecientes. Y el Pueblo Es-cogido reunió sus ofrendas: plumas del gran pájaro de los bosques, miel de abejas, incienso y frutas. Los Servidores Escogidos depositaron estas ofrendas a los pies de los Dioses y bailaron.

 

Bailaron con sus rostros vueltos hacia el Este, hacia el Sol naciente. Bailaron con lágrimas de alegría en sus ojos por el regreso de los Maestros Antiguos. Y los animales también se regocijaron. Todos, hasta el más humilde, se irguieron en los valles y contemplaron a los Padres Antiguos. Mas no eran muchos los que quedaban. Los Dioses habían matado a la mayoría en castigo por su conducta. Sólo unas pocas personas quedaban vivas para saludar con el debido respeto a los Maestros Antiguos.

En el año 7315 (3166 a. de C.)* los Dioses, que tan ansiadamente habían sido esperados por mi pueblo, regresaron a la Tierra. Los Maestros Antiguos de las Tribus Escogidas regresaron a Akakor y asumieron el poder. Pero únicamente unas pocas naves llegaron a nuestra capital, y los Dioses apenas permanecieron tres meses con los Ugha Mongulala. Seguidamente abandonaron de nuevo la Tierra. Tan sólo los hermanos Lhasa y Samón no regresaron al lugar de sus Padres Antiguos. Lhasa se estableció en Akakor; Samón voló hacia el Este y fundó su propio imperio.

 

* Los años entre paréntesis son «según el calendario de los Blancos Bárbaros» o cristiano. (N. del E.)

Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses, asumió el poder sobre un imperio devastado. Únicamente 20 millones de personas de los 362 que vivieron durante la Edad de Oro habían sobrevivido a la segunda Gran Catástrofe. Los asentamientos y los pueblos estaban en ruinas. Hordas de Tribus Degeneradas avanzaban por las fronteras. La guerra imperaba por todo el territorio. El legado de los Dioses había sido olvidado. Lhasa reconstruyó el antiguo imperio. Como una protección contra las tribus hostiles que avanzaban, mandó construir grandes fortalezas. Bajo su mando, los Ugha Mongulala erigieron grandes murallas de tierra a lo largo del Gran Río y las fortificaron con empalizadas de madera.

 

A escogidos guerreros les fue confiada la tarea de proteger la nueva frontera y de avisar a Akakor sobre los avances de las tribus hostiles. En el sur del país llamado Bolivia, Lhasa levantó las bases de Mano, Samoa y Kin. Estaban compuestas por trece edificios amurallados siguiendo la estructura de los recintos religiosos de nuestros Padres Antiguos. Una pirámide con una escalera en su parte delantera, un techo inclinado, y una habitación abovedada interior y exterior, dominaba sobre el campo que le rodeaba. Lhasa asentó a las Tribus Aliadas en las cercanías de las tres fortalezas. Estaban bajo el mando del príncipe de Akakor y tenían la obligación de pagar el impuesto de guerra.

Desde hacía miles de años, una nación vivía en las fronteras occidentales del imperio, y con la cual los Ugha Mongulala habían estado relacionados con una amistad especial. Esta nación, los incas, conocía el idioma y la escritura de los Maestros Antiguos. Sus sacerdotes conocían asimismo el legado de los Dioses. Hacia el final de la segunda Gran Catástrofe, esta tribu trasladó sus poblados a las montañas del país llamado Perú y allí fundó su propio imperio. Lhasa, preocupado por la seguridad de Akakor, dispuso que se erigiera una fortaleza en la frontera occidental y dio órdenes para la construcción de Machu Picchu, una nueva ciudad de templos situada en una elevación de los Andes.

El sudor perlaba las frentes de los porteadores. Las montañas se tiñeron de rojo con su sangre. Por eso se les llama las Montañas de Sangre. Pero Lhasa no les dio descanso. La nación de los Servidores Escogidos hacía penitencia por la traición de sus antepasados. Y los días pasaron. El Sol salió y se puso. Llegaron las lluvias y el frío. Las quejas de los Servidores Escogidos resonaron en el aire. Cantaban su sufrimiento con dolor.

La construcción de la ciudad sagrada de Machu Picchu es uno de los grandes acontecimientos de la historia de mi pueblo. Los detalles sobre su construcción permanecen oscuros. Muchos son los secretos eternamente ocultos en la escarpada Montaña de la Luna que protege Machu Picchu. Según los relatos de los sacerdotes, los trabajadores arrancaban de las rocas las piedras para las casas de los guerreros y las residencias de los sacerdotes y sus servidores. Un ejército de operarios trasladaba los bloques de granito para el palacio de Lhasa desde los lejanos valles de las laderas occidentales de los Andes.

 

Y cuentan también los sacerdotes que dos generaciones no fueron suficientes para completar la ciudad, y que las quejas de los Ugha Mongulala eran cada vez más insistentes a medida que el tiempo pasaba. Las Tribus Escogidas comenzaron a rebelarse y a maldecir a los Padres Antiguos. Parecía que iba a surgir una revuelta contra Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses. Se produjo entonces un estruendo en el cielo y la luz del día se convirtió en tinieblas. La ira de los Dioses explotó en un trueno resonante y en una iluminación terrible.

 

Y mientras caía una densa lluvia, los dirigentes de los insatisfechos quedaron convertidos en piedra, piedras vivientes y con piernas. Lhasa les ordenó que se introdujeran en las montañas y que se emparedaran dentro de las escaleras y terrazas de Machu Picchu.

 

Así es cómo fueron castigados los rebeldes.

Ellos soportan la ciudad sagrada sobre sus espaldas, eternamente prisioneros dentro de las piedras.

Machu Picchu es una ciudad sagrada. Sus templos están dedicados al Sol, a la Luna, a la Tierra, al mar y a los animales. Una vez que cuatro generaciones de hombres hubieron completado la ciudad, Lhasa se trasladó a ella y desde aquí condujo al imperio a un nuevo periodo de esplendor y prestigio.

Bajo Lhasa, el número de guerreros creció. Se sentían fuertes y no tenían que preocuparse por el país o por la familia. Sólo tenían ojos para las armas. Protegidos por los Dioses, vigilaban las posiciones de los enemigos. Recorrían el mundo siguiendo las instrucciones de Lhasa, porque el Hijo Elegido de los Dioses era verdaderamente un gran príncipe. Nadie podía derrotarle ni matarle. Lhasa era uno de los Dioses. Durante trece días, se elevó en los cielos. Durante trece días caminó para encontrarse con el Sol naciente. Durante trece días adoptó la forma de un pájaro y era verdaderamente un pájaro. Durante trece días se convirtió en un águila. Era realmente un elegido. Todos se inclinaban ante su presencia. Su poder llegaba hasta los límites del cielo, hasta los límites de la Tierra. Y las tribus se inclinaron ante el señor divino.

Lhasa fue el innovador decisivo del imperio de los Ugha Mongulala. Durante los trescientos años de su reinado, sentó las bases de un poderoso imperio. Luego regresó con los Dioses. Convocó a los ancianos del pueblo y a los sumos sacerdotes y les transmitió sus leyes. Ordenó al pueblo que viviera para siempre según el legado de los Dioses y que obedeciera sus prescripciones. Luego Lhasa se volvió hacia el Este y se inclinó ante el Sol naciente. Antes de que sus rayos tocaran la ciudad sagrada, ascendió en su disco volante la Montaña de la Luna que se destaca sobre Machu Picchu y se retiró para siempre de los humanos.

 

Esto es lo que cuentan los sacerdotes sobre la misteriosa partida de Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses, el único príncipe de las Tribus Escogidas que vino de las estrellas.
 


Samón y el imperio del Este

A menudo Lhasa estaba ausente con su disco volante. Visitaba a su hermano Samón. Volaba al poderoso imperio del Este. Y llevaba consigo una extraña vasija que podía atravesar el agua y las montañas.

La Crónica de Akakor no dice mucho sobre el imperio de Samón, el hermano de Lhasa, que había descendido a la Tierra con los Dioses en el año 7315. Según la historia escrita de mi pueblo, se estableció sobre un gran río situado más allá del océano oriental. Escogió a unas tribus errantes y les transmitió sus conocimientos y su sabiduría. Bajo su dirección, cultivaron los campos y construyeron poderosas ciudades de piedra. Surgió un poderoso imperio, imagen idéntica del de Akakor, y construido según el mismo legado de los Dioses que también determinaba la vida de los Ugha Mongulala.

Lhasa, el Príncipe de Akakor, visitaba regularmente a su hermano Samón en su imperio y permanecía con él en las magníficas ciudades religiosas sobre el gran río. Para reforzar los lazos entre las dos naciones, en el año 7425 (3056 a. de C.) ordenó la construcción de Ofir, una poderosa ciudad portuaria sobre la desembocadura del Gran Río. Durante casi dos mil años, los barcos procedentes del imperio de Samón arribaron aquí con sus valiosos cargamentos. A cambio de oro y de plata, traían pergaminos escritos en el idioma de nuestros Padres Antiguos, y también raras maderas, finísimos tejidos y unas piedras verdes que eran desconocidas para mi pueblo. Pronto Ofir se convertiría en una de las ciudades más ricas del imperio y botín apetecido de las tribus salvajes del Este.

Éstas asaltaron la ciudad en repetidos ataques, hicieron incursiones contra los barcos anclados e interrumpieron las comunicaciones con el interior. Cuando unos mil años después de la partida de Lhasa el imperio se desintegró, lograron por fin conquistar Ofir en el curso de una poderosa campaña. Asolaron la ciudad y la quemaron completamente. Los Ugha Mongulala entregaron las provincias costeras del océano oriental y se retiraron hacia el interior del país. Y la conexión con el imperio de Samón quedó cortada.

Mi pueblo únicamente ha conservado la memoria del imperio de Samón y sus regalos a Lhasa, los pergaminos escritos y las piedras verdes. Nuestros sacerdotes los han guardado en el recinto religioso subterráneo de Akakor, en donde también se conservan el disco volante de Lhasa y la extraña vasija que puede atravesar las montañas y las aguas. El disco volante es del color del oro resplandeciente y está hecho de un metal desconocido. Su forma es como la de un cilindro de arcilla, es tan alto como dos hombres colocados uno encima del otro, y lo mismo de ancho.

 

En su interior hay espacio para dos personas. No tiene ni velas ni remos. Pero dicen nuestros sacerdotes que con él Lhasa podía volar más rápido que el águila más veloz y moverse por entre las nubes tan ligero como una hoja en el viento. La extraña vasija es igualmente misteriosa. Seis largos pies sostienen una gran bandeja plateada. Tres de los pies apuntan hacia delante, otros tres hacia atrás. Éstos se parecen a cañas dobladas de bambú y son móviles; terminan en unos rodillos de una largura parecida a los lirios del valle.

Estos son los últimos vestigios del glorioso período de Lhasa y de Samón. Desde entonces, mucha agua ha caído en el océano. El imperio antiguamente poderoso, las 130 familias de Dioses que vinieron a la Tierra, han desaparecido y los hombres viven sin esperanza. Pero los Dioses regresarán. Regresarán para ayudar a sus hermanos, los Ugha Mongulala, que son de la misma sangre y tienen el mismo padre, tal y como está escrito en la crónica:

Esto es lo que Lhasa ha profetizado. Y así sucederá. Nuevos lazos de sangre se establecerán entre los imperios de Lhasa y de Samán. Se renovará la alianza entre sus pueblos, y sus descendientes se encontrarán nuevamente los unos con los otros. Entonces regresarán los Maestros Antiguos.


Akahim, la Tercera Fortaleza

Las noticias sobre Akahim, la Tercera Fortaleza, proceden de los tiempos de Lhasa. Esta ciudad de piedra está situada en las montañas en la frontera norte entre los países llamados Venezuela y Brasil. No sabemos quién construyó Akahim. Únicamente podemos imaginarnos cuándo fue levantada. Sólo comienza a mencionársele en la crónica tras el regreso de los Maestros Antiguos en el año 7315. Desde entonces, Akakor y Akahim han estado unidas por una gran amistad.

Yo mismo he visitado en varias ocasiones la capital de la nación hermana de las Tribus Escogidas. Se parece a Akakor, con su puerta de piedra, el Templo del Sol y los edificios para el príncipe y los sacerdotes. Una piedra labrada en forma de dedo extendido señala el camino hacia la ciudad. La entrada real está oculta detrás de una inmensa cascada de agua. Sus aguas caen hasta una profundidad de 300 metros.

 

Yo puedo revelar estos secretos porque desde hace 400 años Akahim está en ruinas. Después de guerras terribles contra los Blancos Bárbaros, el pueblo de los Akahim destruyó las casas y los templos de la superficie y se retiró al interior de las residencias subterráneas. Estas residencias están dispuestas como la constelación estelar de los Dioses y se hallan conectadas mediante unos largos túneles de forma trapezoidal. Hoy en día, sólo cuatro de las residencias están todavía habitadas; las nueve restantes están completamente vacías. Los en un tiempo poderosos Akahim apenas ascienden actualmente a 5.000 almas.

Akahim y Akakor se comunican entre sí mediante un pasadizo subterráneo y un enorme sistema de espejos. El túnel comienza en el Gran Templo del Sol de Akakor, continúa por debajo del cauce del Gran Río y termina en el centro de Akahim. El sistema de espejos se extiende desde el Akai, por encima de la alineación de los Andes, hasta las Montañas Roraina, que es como las llaman los Blancos Bárbaros. Consiste en una serie de espejos de plata de altura equivalente a la de un hombre y montados sobre unos grandes andamios de bronce. Cada mes, los sacerdotes se comunican por este sistema los acontecimientos más importantes en un idioma de signos secretos. Fue de esta forma cómo la nación hermana de los Akahim tuvo noticias por primera vez sobre la llegada de los Blancos Bárbaros al país llamado Perú.

La Segunda Fortaleza y la Tercera Fortaleza son los últimos vestigios del en un día poderoso territorio de nuestros Maestros Antiguos. Son el testimonio de un conocimiento superior, de una sabiduría inconmensurable, y de los secretos de los Dioses que ellos legaron a los Ugha Mongulala para preservar la herencia, tal y como está escrito en la crónica, con buenas palabras, con lenguaje claro:

He aquí nuestra ley suprema. Conservad nuestro legado. Mantenedlo sagrado, allá donde vayáis, allá donde construyáis vuestras cabañas, allá donde encontréis un nuevo hogar. Nunca actuéis según vuestra propia voluntad. Cumplid la voluntad de los Dioses. Escuchad sus palabras con respeto y gratitud. Porque ellos son grandes e inconmensurable es su sabiduría.

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2 El imperio de Lhasa
2982 - 2470 a. de C.

El cultivo de los valles fluviales del Nilo, del Eufrates y del Tigris inició el desarrollo gradual de las más antiguas civilizaciones de Oriente. Hacia 3000 a. de C., el Rey Menes fundó el Imperio Antiguo de Egipto. Era éste un Estado administrado centralmente y con un servicio civil de admirable estructuración. El Faraón, la Gran Casa, tenía poder absoluto para gobernar como una reencarnación divina. Su acción oficial más importante consistía en la construcción de una gigantesca tumba de piedra, la pirámide.

 

Las estatuas y los relieves mágicos encontrados en las cámaras funerarias evidencian el elevado nivel de su cultura material y espiritual. La escritura jeroglífica altamente desarrollada, y perfeccionada por los sacerdotes, describe las glorias del imperio. Hacia 2500 a. de C., los sumerios avanzaban hacia Babilonia. En el año 2350 a. de C., el rey semita Sargón fundó el primer gran imperio que conoce la historia.

 

Los únicos datos sobre el desarrollo histórico paralelo en el continente americano nos los proporciona el historiador español Fernando Montesinos, quien sitúa el origen de la dinastía inca de los Reyes del Sol en el tercer milenio a. de C.
 


El nuevo orden

Nada existía durante mucho tiempo, únicamente la tierra y las montañas. Esto es lo que los Dioses nos enseñaron. Ésta es la ley de la Naturaleza. También mi pueblo está sujeto a dicha ley. Es lo bastante poderoso para confiar en la mas importante ley del mundo. ¿Pero qué sentido tiene la vida para nosotros si no luchamos? ¿Qué sentido tiene si los Blancos Bárbaros quieren exterminarnos? Nos han privado de nuestra tierra y cazan a los hombres y a los animales. Los gatos monteses desaparecen con rapidez. Ya sólo quedan algunos jaguares allí donde hace unos años abundaban.

 

Cuando hayan desaparecido, moriremos de hambre. Nos veremos obligados a rendirnos a los Blancos Bárbaros. Pero ni siquiera esto les satisface. Exigen que vivamos según sus propias leyes y costumbres. Mas nosotros somos hombres libres del sol y de la luz, y no deseamos llenar nuestros corazones de pesadumbre con sus falsas creencias. No queremos ser como los Blancos Bárbaros, que pueden estar felices y llenos de alegría incluso cuando sus hermanos están infelices y tristes. No nos queda, por tanto, otra alternativa que la de recoger la Flecha Dorada, luchar, y morir tal como Lhasa —el Hijo Elegido de los Dioses que llegó para fundar un nuevo imperio y proteger a los Ugha Mongulala de la destrucción— nos enseño.

Lhasa dejó tras sí el poder y la gloria. Había decisiones y gobierno. Los hijos nacieron. Muchas cosas ocurrieron. Y el Pueblo Escogido adquirió aún mayor fama cuando reconstruyó Akakor con argamasa y cal. Pero los Servidores Escogidos no trabajaban. No construían fortalezas ni residencias. Dejaron esta tarea para las Tribus Sometidas. No tenían necesidad de pedir, ni de mandar, ni de utilizar la violencia, ya que todos obedecían con alegría a los nueras señores. Y el imperio se extendió. Grande era el poder de los Servidores Escogidos. Sus leyes imperaban sobre las cuatro esquinas del imperio.

Lhasa restauró la fama de los Ugha Mongulala. Las fronteras, apaciguadas y seguras: las tribus hostiles, derrotadas; las Tribus Aliadas, sometidas al servicio militar, tal y como Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses, había ordenado. Pero Lhasa no sólo restableció el poder exterior del imperio sino que también renovó el orden interior del territorio. Lhasa dividió a los Ugha Mongulala en rangos y en clases, y por primera vez el legado de los Dioses quedó registrado en leyes escritas. Durante miles de años, éstas han regido la vida de mi pueblo. Únicamente serian modificadas y completadas tras la llegada de los 2.000 soldados alemanes muchos siglos después.

«Hemos de dividir nuestras tareas.» Así habló y decidió Lhasa. Y así fueron renovados los rangos y distinguidas las clases. Todos los títulos y dignatarios —el príncipe, el sumo sacerdote y los ancianos del pueblo— fueron nombrados de nuevo. Éste fue el origen de los rangos y de las clases. Éste fue el nuevo orden del Hijo Elegido de ¡os Dioses, y que determinó la vida de los Ugha Mongulala.

Según las leyes escritas de Lhasa, el príncipe es el jefe de los Ugha Mongulala. Él es el más alto servidor de los Dioses, el descendiente de los Maestros Antiguos y el gobernador de las Tribus Escogidas. El pueblo lo llama el Elegido, porque los Dioses le han escogido para administrar el imperio. No es elegido por el pueblo. El oficio de príncipe es hereditario y se transmite de padre a hijo, al que a partir de los once años los sacerdotes enseñan el legado de los Dioses. Éstos le instruyen en la historia de las Tribus Escogidas y le preparan para su futura tarea con ejercicios físicos y espirituales.

Cuando el príncipe ha muerto, su hijo primogénito es llamado por los ancianos. Ha de demostrarles que está preparado para ser el más alto servidor de los Maestros Antiguos. Una vez que ha pasado la prueba, el sumo sacerdote le envía a una región secreta de las residencias subterráneas. Aquí deberá permanecer durante trece días y dialogar con los Dioses. Si éstos piensan que aquél merece la herencia de su legado, los ancianos lo presentarán como el nuevo gobernador de su pueblo. Pero si los Dioses lo rechazan y no regresa de las regiones subterráneas después de los trece días, los sacerdotes determinarán el correcto heredero con la ayuda de las estrellas. Ellos calcularán el nacimiento de un muchacho varón un día y una hora seis años antes. El escogido será llevado a Akakor y preparado para su futura tarea.

Y así es como el príncipe gobierna sobre las Tribus Escogidas: él es el supremo señor de la guerra y el más alto administrador del imperio. Los guerreros de los Ugha Mongulala están bajo sus órdenes. Asimismo, los ejércitos de las Tribus Aliadas le deben fidelidad. Decide por sí solo la guerra y la paz. Nombra a los más altos servidores civiles y a los señores de la guerra. Las leyes venerables de Lhasa solamente podrán ser modificadas con su aprobación. Porque como legítimo descendiente de los Dioses, el príncipe se sitúa por encima de las leyes de los hombres y está autorizado para rechazar el consejo de los ancianos en tres ocasiones.

Los tres mil mejores guerreros, seleccionados de entre las familias más famosas, se hallan bajo las órdenes directas del príncipe. Únicamente a ellos les es permitida la entrada en las residencias subterráneas portando armas. Los guerreros ordinarios lo tienen prohibido bajo pena de exilio. Pero la posición del príncipe no se basa exclusivamente en su poder personal, sino que descansa en su sabiduría, en su prudencia, en su conocimiento y en el legado de los Dioses, tal y como está escrito en la Crónica de Akakor:

Sobre lo alto de las montañas, entronizado por encima de los mortales, el príncipe gobernaba. Grande era su corazón. Dignas de confianza eran sus palabras. Conocía los secretos de la naturaleza. Decidía el destino de las Tribus Escogidas. Las otras tribus también estaban sometidas a su mando. Todos los hombres se inclinaban ante su ley.

El príncipe es el primer servidor de mi pueblo. A su lado está el Consejo de Ancianos, compuesto de 130 hombres y que se corresponden con el número de familias divinas que poblaron la Tierra. Todos los miembros del consejo supremo han destacado por sus conocimientos especiales o por sus hazañas en la guerra. Forman asimismo parte de él los cinco sumos sacerdotes y los señores de la guerra. El Consejo de Ancianos asesora al príncipe en todas las cuestiones importantes: supervisa el cumplimiento de las leyes, ordena la construcción de caminos, de poblados y de ciudades, y determina los impuestos que deben pagar todas las Tribus Escogidas.

El consejo supremo se reúne, según un ritual prescrito, una vez al mes en la Gran Habitación del Trono de las residencias subterráneas. Los cinco sumos sacerdotes dirigen las acciones de los 130 ancianos y depositan una hogaza de pan santificado y una fuente de agua sobre una piedra sacrifical sagrada situada en el centro de la habitación. Los señores de la guerra rinden sus armas delante de esta piedra, simbolizando con ello su sometimiento a los Dioses Todopoderosos. Seguidamente, el príncipe, envuelto en una magnifica capa de azules plumas, entra en la habitación.

 

Los miembros del consejo supremo visten capas blancas de lienzo. Únicamente una cadena hecha de pequeñas plumas permite identificar su rango. Tras la llegada del príncipe, los sacerdotes entonan una canción de alabanza en honor de los Dioses. Todos los presentes se inclinan hacia el Este, hacia el Sol naciente. Poco después, los 130 ancianos se mezclan con el pueblo reunido, y una vez que han escuchado a todos los demandantes, regresan hasta el príncipe e inician las deliberaciones. El ritual concluye con el anuncio de sus decisiones, que serán registradas por los escribas para toda la eternidad.

El príncipe y el consejo supremo gobiernan a las Tribus Escogidas. La transmisión de sus órdenes y disposiciones cae bajo la responsabilidad de una clase especial, la de los servidores civiles. El proceso de selección es muy estricto. Los mejores estudiantes de las escuelas de los sacerdotes esparcidas por todo el país serán enviados a Akakor, donde los ancianos les instruirán sobre sus futuras tareas. Si el príncipe los considera merecedores del puesto, los enviará a una de las 130 provincias del país. Las funciones más importantes de los servidores civiles consisten en la supervisión de las leyes sagradas de Lhasa y en la observancia del pago de los tributos por parte de las Tribus Aliadas. Los servidores civiles informarán al consejo supremo sobre los acontecimientos que ocurran en las partes más alejadas del territorio, y constituyen el apoyo del príncipe en su gobierno sobre los Ugha Mongulala.

Desde el reinado de Lhasa, la administración del imperio ha quedado confiada exclusivamente al príncipe, al consejo supremo y a la nueva clase de los servidores civiles. Los sacerdotes únicamente poseen la prerrogativa de conservar el legado de los Dioses. Para evitar la repetición de las luchas por el poder que se dieron durante la era de sangre, Lhasa promulgó una nueva ley. Dividió el ejército y asignó un guerrero a cada uno de los sacerdotes. El ejército de los señores de la guerra protege el país; el ejército de los sacerdotes protege el legado de los Dioses; tal y como está escrito en la crónica:

Así habló y decidió Lhasa. Porque era sabio y conocía las debilidades de los humanos. Destruyó sus ambiciones con sus leyes. Determinó el futuro de las Tribus Escogidas v su bienestar.
 


La vida en la comunidad

Los Blancos Bárbaros piensan solamente en su propio bienestar y diferencian estrictamente entre mío y tuyo. Allá donde exista algo en su mundo —un trozo de fruta, un árbol, un poco de agua, o un pequeño montón de tierra—, siempre hay alguien que dice que eso le pertenece. En el idioma de los Ugha Mongulala, mío y tuyo significan lo mismo. Mi pueblo no dispone ni de posesiones ni de propiedades personales. La tierra pertenece a todos por igual. Los servidores civiles del príncipe asignan un pedazo de tierra fértil a cada familia, dependiendo su tamaño del número de sus miembros. Muchas de las familias están agrupadas en una comunidad rural, en la que colectivamente se cultivan las cosechas y los campos. Un tercio de lo recogido corresponde al príncipe, otro tercio a los sacerdotes, y el tercero queda en la comunidad.

El Ugha Mongulala medio pasa toda su vida en la aldea. Goza de la protección del príncipe y es al mismo tiempo su servidor. Realiza su trabajo en el campo bajo la guía de los funcionarios. El trabajo se inicia al final de la estación seca, al comenzar la preparación para la siembra. El seco y duro suelo de los campos es aflojado por un arado, y las semillas colocadas en el interior de la tierra. Seguidamente, los sacerdotes sacrifican en el templo de la ciudad fruta recogida de la última cosecha e imploran la bendición de los Dioses.

 

Durante la subsiguiente estación lluviosa, las mujeres están muy ocupadas tejiendo y tiñendo los tejidos, mientras los hombres salen de caza. Con arcos y flechas y con una larga lanza de bambú siguen las huellas del jaguar, del tapir y del jabalí. Su presa es cortada en trozos: la carne fresca es recubierta de miel y enterrada profundamente en la tierra para su conservación. De este modo se mantiene fresca hasta la próxima estación seca.

 

Las pieles de los animales son curtidas y trabajadas por las mujeres para obtener botas y sandalias. Cuando el tiempo de la recolección ha llegado, las familias salen a los campos con cestos y vasijas y recogen los frutos. El maíz y las patatas quedan apartados en grandes silos de almacenamiento y posteriormente son enviados a Akakor en cumplimiento de la división prescrita de los bienes.

Como los Blancos Bárbaros han penetrado cada vez más, el fértil suelo de los valles de los Andes y de las zonas altas del Gran Río se ha hecho escaso. Mi pueblo se ha visto por ello obligado a iniciar la construcción de terrazas sobre las laderas y sobre las colinas, e irrigadas por un denso sistema de canales. Muros de protección inteligentemente escalonados impiden que el suelo fértil sea excavado por las aguas. Todos los poblados de importancia disponen de grandes cisternas, y canales subterráneos llevan el agua a los campos. Así es como mi pueblo se provee de alimentos en las llanuras y en las montañas, tal y como Lhasa ordenó y tal y como está escrito en la crónica:

Ahora hablaremos sobre lo que se hace en los campos donde se han congregado los Servidores Escogidos. Éstos recogen la fruta de la tierra. Recogen colectivamente maíz y patatas, miel de abejas y resina. Porque lo producido pertenece a todos y el terreno es propiedad común. Así es como Lhasa lo dispuso para que no hubiera ni diferencias ni hambre. Y la tierra se mostró generosa. El pueblo disfrutó de la abundancia y de la vida. Había alimentos más que suficientes en la tierra, en las llanuras y en los bosques, a lo largo de los ríos y en la inmensidad de las lianas.

Para su uso diario, mi pueblo elabora una gran cantidad de objetos artísticamente trabajados. Las mujeres tejen los más finos tejidos con la lana del carnero de las montañas. Para colorear los vestidos y convertirlos en prendas sencillas y hermosas, utilizan vegetales y jugos de árboles que son desconocidos por los Blancos Bárbaros. En las llanuras y en los bosques sobre el Gran Río nos cubrimos con un taparrabos sujeto por un cinturón de lana coloreada. Con una capa hecha de gruesa lana nos protegemos contra el frío de las montañas. Únicamente utilizamos los adornos en las fiestas especiales.

Las mujeres tejen cintas de colores para su pelo, que se corresponden con los colores respectivos de cada comunidad rural. Los hombres se pintan con los cuatro colores tribales de los Ugha Mongulala: blanco, azul, rojo y amarillo. Únicamente las clases superiores —funcionarios, sacerdotes y miembros del consejo supremo— lucen un collar de plumas de colores. Como un signo particular de su alta función, el príncipe y los sacerdotes llevan marcas tatuadas en sus pechos.

Así como sucede con los demás pueblos del Gran Río, las necesidades diarias de los Ugha Mongulala son modestas. La alimentación básica se compone de patatas, de maíz, y de tubérculos y raíces de diversas plantas. Las patatas son cocidas: la carne es frita en un fogón abierto situado en la antecámara de la casa. En todas nuestras comidas bebemos agua y jugo de maíz fermentado. Para comer utilizamos cucharas de madera y cuchillos de bronce. En las cabañas rectangulares de piedra no disponemos ni de sillas ni de mesas. Durante las comidas, la familia se arrodilla sobre el puro suelo, y por la noche duerme sobre bancos labrados en piedra.

 

Mi pueblo aprendió la utilización de los colchones rellenos de hierba con la llegada de los soldados alemanes. Perchas de bronce están insertas en las paredes interiores de las casas. Durante la noche, las ropas de lana se cuelgan sobre la entrada. Los alimentos se conservan en grandes vasijas de arcilla fabricadas con tierra roja de las montañas. Mediante grandes cuerdas, las vasijas son descendidas hasta el interior de los volcanes apagados para que allí se sequen, y posteriormente serán decoradas con bonitos dibujos que reproducen escenas de la historia de los Ugha Mongulala. Mas todos estos objetos no tienen ni punto de comparación con los de nuestros Maestros Antiguos.

 

No poseemos herramientas como las que ellos poseían y que, como si fuera por arte de magia, suspendían las piedras más pesadas, creaban la iluminación o fundían las rocas. Los Dioses no nos transmitieron estos secretos. En su legado se reflejan solamente las leyes de la Naturaleza. Pero la Naturaleza nada sabe sobre el paso del tiempo, del desarrollo o del progreso.

 

El ciclo eterno de la vida determina a todo lo existente —plantas, animales y humanos— tal y como está escrito en la Crónica de Akakor:

Todo existe y todo se consume. Así es como hablan los Dioses. Y así lo enseñaron a las Tribus Escogidas. Todos los hombres están sujetos a sus leyes, porque existe una relación interna entre el cielo que está arriba y la Tierra que está abajo.

Mi pueblo se ha sometido a la voluntad de los Dioses. Ello se evidencia en todos los aspectos de la vida, y también en la familia. Todo Ugha Mongulala ha de cumplir sus deberes para con la comunidad. Inicia su propia familia a la temprana edad de dieciocho años. Si una joven le gusta, el hombre vivirá con ella durante tres meses, en la casa de los padres de él. Durante este periodo de prueba, no le será permitida intimidad alguna. Si una vez transcurridos los tres meses el joven todavía desea desposarse con ella, el sacerdote declara el matrimonio y la pareja intercambia unas sandalias como símbolo de su fidelidad mutua y en presencia de todos los miembros de la comunidad rural.

Según las leyes de Lhasa, a una familia le será permitido tener dos únicos hijos. Después de ello, la mujer recibe una droga del sumo sacerdote que la convierte en estéril. De esta manera, el Hijo Elegido de los Dioses impidió la miseria y el hambre. Mi pueblo no cree en el divorcio. Si un hombre y una mujer insisten, pueden vivir nuevamente separados, pero todo nuevo matrimonio está prohibido bajo pena de exilio.

 

Porque sólo aquellos que conocen un solo hombre o una sola mujer pueden ser realmente felices.

«Has cometido un acto terrible. Que la desgracia te acompañe. ¡Oh, tú, a quien los Dioses habían mostrado la verdad! ¿qué has hecho? ¿Por qué has violado las leyes de los Padres Antiguos? Eres culpable.»

Así fue como el sumo sacerdote habló a Hama. Y Hama, que había rechazado a su esposa y había tomado a una nueva joven, admitió su falta. Su corazón era presa de angustia y de temor. Lloró amargas lágrimas. Pero el sumo sacerdote no se conmovió.

«No te han sido reservadas ni la muerte ni la prisión, Hama. Has violado nuestra más sagrada ley. Serás enviado al exilio. Esa es nuestra sentencia.»

Y Hama, que se había separado de su esposa, se separaba ahora de sí mismo. Vivió más allá de las fronteras como un Degenerado. Nadie se preocupó nunca más por su cabaña. Vagó por las montañas. Comió de las cortezas de los árboles y de los líquenes, los amargos líquenes que crecían sobre las rocas. Nunca más conoció los buenos alimentos.

 

Y nunca más tuvo mujer alguna a su lado.
 


La gloria de los Dioses

Ciento treinta familias de los Dioses vinieron a la Tierra y seleccionaron a las tribus. Convirtieron a los Ugha Mongulala en sus Servidores Escogidos y les legaron su enorme imperio tras su partida. Con la primera Gran Catástrofe, el imperio de los Dioses se desintegró. Las Tribus Aliadas dejaron sus antiguos territorios y vivieron según sus propias leyes. Lhasa restableció el imperio con su antigua gloria y poder, sometió a las Tribus Degeneradas que se habían rebelado contra Akakor e integró a numerosas tribus salvajes en su nuevo imperio en expansión. Para conservar la unidad, les obligó a que hablasen el idioma de los Ugha Mongulala y a que recibieran nuevos nombres.

 

Lhasa bautizó a las Tribus Aliadas de las provincias y de los alrededores de Akakor:

  • la Tribu que Vive sobre el Agua

  • la Tribu de los Comedores de Serpientes

  • la Tribu de los Caminantes

  • la Tribu de los que se Niegan a Comer

  • la Tribu del Terror Demoníaco

  • la Tribu de los Espíritus Malignos

Dio asimismo nombres a los pueblos que vivían en los bosques sobre el Gran Río:

  • la Tribu de los Corazones Negros

  • la Tribu de la Gran Voz

  • la Tribu Donde la Lluvia Cae

  • la Tribu que Vive en los Árboles

  • la Tribu de los Cazadores de Tapires

  • la Tribu de los Rostros Deformados

  • la Tribu de la Gloria que Crece

Las tribus salvajes que vivían fuera del imperio quedaron excluidas de este honor.

Con la llegada de los Blancos Bárbaros hace 500 años, el viejo orden de Lhasa quedó destruido. La mayoría de las Tribus Aliadas renunciaron a las enseñanzas de los Padres Antiguos y comenzaron a adorar el signo de la cruz. Hoy en día, únicamente los Ugha Mongulala viven de acuerdo con el legado de los Dioses. Nuestras creencias difieren de una manera fundamental de la falsa fe de los Blancos Bárbaros, quienes adoran la propiedad, la riqueza y el poder, y consideran que ningún sacrificio es demasiado grande con tal de obtener más que lo que el hombre que está a su lado. Pero el testamento de nuestros Dioses nos enseña cómo vivir y cómo morir. Afirma la existencia de una vida después de la muerte.

Nos enseña cómo se crea el cuerpo, cómo se consume y cómo es constantemente modificado por el alimento. Por esta razón, el cuerpo no puede representar nuestra vida real. Nuestros sentidos dependen de nuestro cuerpo, y son albergados por él como la llama por una vela. Cuando la vela se extingue, los sentimientos se extinguen igualmente. Por tanto, tampoco los sentimientos pueden ser nuestra vida real. Dado que nuestro cuerpo y nuestros sentimientos están sujetos al tiempo, su carácter está compuesto de cambio. Y la muerte es el cambio completo.

 

Nuestra herencia nos enseña que la muerte destruye algo de lo que en realidad podemos prescindir. El yo real, la esencia de los humanos, la vida, está fuera del tiempo. Es inmortal. Tras la muerte del cuerpo, el yo regresa al lugar de donde provino. Así como la llama se sirve de la vela, el yo se sirve del hombre para hacer manifiesta su vida. Tras la muerte, regresa a la nada, al comienzo del tiempo, al primer comienzo del mundo. El hombre forma parte de un grande e incomprensible desarrollo cósmico que se desenvuelve y que está gobernado por una ley eterna. Nuestros Maestros Antiguos conocían dicha ley.

Así es cómo los Dioses nos enseñaron el secreto de la segunda vida. Ellos nos mostraron que la muerte del cuerpo es insignificante y que solamente importa la inmortalidad de la vida, liberada del tiempo y de la materia. En las ceremonias del Gran Templo del Sol damos las gracias a la luz por cada nuevo día y sacrificamos miel de abejas, incienso y frutas escogidas, tal y como está escrito en la crónica:

Y ahora hablaremos del templo, del llamado Gran Templo del Sol. Lleva este nombre en honor de los Dioses. Aquí se reunían el príncipe y los sacerdotes. El pueblo quemaba incienso. El príncipe sacrificaba las plumas azules del pájaro de los bosques. Éstos eran los signos para los Dioses. De esta forma los Servidores Escogidos homenajeaban a sus Padres Antiguos, que son de la misma sangre y tienen el mismo padre.

Los conocimientos de nuestros Maestros Antiguos eran muy grandes. Conocían el curso del Sol y dividieron el año. Los nombres que dieron a las trece lunas fueron los siguientes: Unaga, Mena, Laño, Ceros, Mens, Laime, Gisho, Manga, Klemnu. Tin, Meinos, Denama. e Ilashi. A cada dos lunas de veinte días les sigue una luna doble. Al finalizar el año, dedicamos cinco días a la veneración de los Dioses. Seguidamente celebramos nuestra fiesta sagrada más importante, el solsticio, cuando se inicia la renovación de la Naturaleza. Los Ugha Mongulala se reúnen en las montañas que rodean Akakor y saludan al nuevo año. El sumo sacerdote se inclina ante el disco dorado en el Gran Templo del Sol y vaticina el futuro más inmediato, tal y como prescriben las leyes de los Dioses.

El legado de los Padres Antiguos determina la vida de los Ugha Mongulala desde el nacimiento hasta la muerte. Los jóvenes asisten a las escuelas de los sacerdotes desde la edad de seis años hasta los dieciocho. Allí aprenden las leyes de la comunidad, de la guerra, de la caza de los animales salvajes y del cultivo de los campos. A las muchachas se las instruye en el arte de tejer, en la preparación de los alimentos y en los trabajos del campo. Pero la función más importante de las escuelas de los sacerdotes consiste en la revelación y explicación del legado.

 

Los jóvenes Ugha Mongulala aprenden los signos sagrados de los Dioses y como vivir y morir. A los dieciocho años, los hombres han de pasar por una prueba de valor. Cada uno de ellos deberá luchar contra un animal salvaje del Gran Río, porque sólo aquel que se ha enfrentado a la muerte puede comprender la vida. Sólo entonces se hace merecedor de ser aceptado en la comunidad de los Servidores Escogidos y le es permitido adquirir un nombre e iniciar una familia. Tras su muerte, su familia separa la cabeza y quema el cuerpo. Los sacerdotes levantan la cabeza ante el Sol naciente como signo de que el finado ha cumplido sus deberes para con la comunidad.

 

Seguidamente la cabeza es conservada en uno de los nichos funerarios del Gran Templo del Sol, tal y como esta escrito en la crónica, con buenas palabras, con lenguaje claro:

Así lo vivo se sacrificó por lo muerto. Todos se reunieron en el Gran Templo del Sol. El cortejo fúnebre se situó delante de la mirada de los Dioses. Sacrificaron resina y hierbas mágicas. Y el sumo sacerdote habló: « Verdaderamente, hemos de dar gracias a los Dioses. Ellos nos dieron dos vidas. Excelente es su orden en el cielo y en la tierra».

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3 Apoteosis y decadencia del imperio
2470 - 1421 a. de C.

En Egipto, el Imperio Antiguo termina alrededor del año 2150 a. de C. Hacia aproximadamente los mismos años, Babilonia es destruida por una invasión de tribus de las montañas. Hacia el año 2000 se funda el imperio de Sumer y de Akkad. Bajo el reinado de Hammurabi la unidad política alcanza un inusitado nivel de arte y de civilización. Su código constituirá la base de la posterior legislación del Imperio Romano. Hacia el año 2000 a. de C., las tribus indogermánicas comienzan a extenderse por Europa.

 

Todas las estructuras estatales del Mundo Antiguo cobran una nueva imagen por la figura de los guerreros montados en carros de combate. Mientras que en Egipto el poderoso Imperio Nuevo de Tutmés extiende sus relaciones hasta Creta, en Europa florece la Edad del Bronce, que conduce al desarrollo de civilizaciones altamente diferenciadas. En el Nuevo Mundo, los registros de acontecimientos históricos comienzan con los pueblos Chavin en Perú, en torno al año 900 a. de C.

 

Nada se sabe sobre la existencia en esta época de indios en la Amazonia.
 


El imperio en la cumbre de su poder

Extensa es la tierra de mi pueblo. Antiguamente, este país es taba habitado exclusivamente por los Ugha Mongulala y por las tribus salvajes, entre las que se encontraban muchas naciones poderosas sobre el Gran Río. Desde la llegada de los Blancos Bárbaros, las tribus han ido extinguiéndose una tras otra. Si una comunidad se defendía, sus hombres eran asesinados y sus mujeres y niños tratados como animales. Esto está escrito en nuestra crónica, pero no en la de los Blancos Bárbaros. Los Blancos Bárbaros registran la historia de una manera equivocada.

 

Dicen muchas cosas que no son ciertas. Hablan sólo sobre sus propios actos heroicos y sobre la estupidez de los «salvajes». Porque los Blancos Bárbaros siempre están mintiéndose y engañándose los unos a los otros. Al violar todas las leyes de la Naturaleza, quieren convencerse a sí mismos de que son capaces de crear un mundo nuevo y mejor. Pero según el legado de nuestros Dioses, la Tierra fue creada con la ayuda del Sol. La Tierra, el suelo y mi pueblo se pertenecen los unos a los otros. Están inseparablemente unidos, tal y como Lhasa nos enseñó y tal y como está escrito en la Crónica de Akakor.

Los Servidores Escogidos no gobernaron con mano blanda. No renunciaron a las ofrendas sacrificales. Ellos mismos las comieron y las bebieron. Grande fue el poder que obtuvieron y muchos los tributos que recibieron: oro, plata, miel de abejas, fruta y carne. Estos fueron los tributos de las tribus sometidas. Y fueron depositados ante el príncipe, ante el gobernador de Akakor.

En el octavo milenio (2500 a. de C.) el imperio alcanzó la cumbre de su poder. Dos millones de guerreros dominaban sobre las llanuras del Gran Río, sobre las enormes regiones de bosques del Mato Grosso y sobre las fértiles laderas orientales de los Andes. 243 millones vivían según las leyes de Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses. Pero en el mismo momento en que el imperio había llegado a su apogeo, comenzó a declinar. En primer lugar, se produjeron cambios que pusieron a Akakor nuevamente a la defensiva. Las tribus salvajes se contaban ahora por millares. La tierra apenas era capaz de alimentar a tantas personas. Movidas por el hambre, invadieron una y otra vez los territorios del imperio. Y, asimismo, las Tribus Aliadas comenzaron a rebelarse contra la hegemonía de los Ugha Mongulala. Aparecieron nuevas naciones contra las que Akakor tuvo que luchar duramente para vencerlas.

Se movilizaron bajo las órdenes del consejo supremo. Llegaron hasta el Gran Lago en las montañas y ocuparon el país que lo bordea. Exploradores y guerreros, acompañados del mensajero con la Flecha Dorada. Habían sido enviados para observar a los enemigos de Akakor y derrotarlos. Unidos, los guerreros de las Tribus Escogidas fueron a la guerra y tomaron numerosos prisioneros. Porque las Tribus Aliadas habían rechazado el legado de los Dioses y se habían dado a si mismas sus propias leyes. Vivían según sus propias reglas. Pero los guerreros de los Servidores Escogidos eran valerosos. Derrotaron al enemigo y lo dejaron sangrando.

Durante miles de años, los ejércitos de los Ugha Mongulala han sido bastante superiores a los guerreros de las tribus rebeldes, debido a que eran cuidadosamente entrenados y entraban en batalla según los planes elaborados por Lhasa. Cien mil guerreros estaban bajo el mando del señor de la guerra, o Jefe-Cienmil-Hombres. Diez mil hombres eran dirigidos por un capitán o Jefe-Diezmil-Hombres. Los Jefes-Mil-Hombres y los Jefes-Cien-Hombres marchaban en vanguardia del ejército y daban la señal para el ataque. Tras el triunfo en una batalla, cogían prisioneros y se repartían el botín.

 

Si la batalla parecía perdida, los Ugha Mongulala se retiraban, amparados en la oscuridad, hacia unas posiciones ya preparadas de antemano. Solamente en las ocasiones más excepcionales acompañaba el príncipe a los ejércitos. Escogidos mensajeros lo mantenían en contacto con los guerreros, de modo que en casos de emergencia pudiera acudir en su ayuda con su propia guardia de palacio. Mi pueblo abandonó este orden de batalla cuando llegaron los Blancos Bárbaros. Ni siquiera un enorme ejército podría resistir las invisibles flechas del nuevo enemigo. El tiempo de las grandes campañas había terminado.

En la actualidad únicamente poseemos un ejército de 10.000 guerreros, todos ellos entrenados para el combate individual. Están agrupados en partes iguales y se hallan bajo el mando de los cinco supremos señores de la guerra y de los cinco sumos sacerdotes. Cada guerrero va equipado de arco y de flecha, de una gran lanza con una punta afilada, de una honda. y de un cuchillo de bronce. Como medio de protección contra las flechas del enemigo, porta un escudo hecho de una densa malla de bambú. El ejército se acompaña de una tropa de exploradores y, según sus informes, los señores de la guerra determinan la modalidad del ataque. Sólo el príncipe puede decidir la declaración de guerra. Como anuncio de la inminente batalla, envía por delante al mensajero con la Flecha Dorada.

La campaña más importante antes de la llegada de los godos se dio en el año 8500. Según cuentan los sacerdotes, las tribus salvajes de la frontera septentrional del imperio se habían aliado con la Tribu de los Caminantes. Asesinando y saqueando, llegaron hasta el Gran Río. La Tribu de la Gran Voz huyó de pánico. Maid, el legitimo gobernador de las Tribus Escogidas, declaró entonces la guerra contra los pueblos hostiles.

Al mismo tiempo que desde todas las partes del imperio se iba reuniendo un poderoso ejército, los Ugha Mongulala comenzaron a dotarse del necesario equipo militar. Prepararon arcos, flechas, hondas y lanzas de bambú en los valles y en los bosques del Gran Río. Día y noche los cazadores salieron para matar la caza necesaria para los guerreros. Las mujeres tejieron ropajes de guerra para sus hombres y cantaron canciones sobre las heroicas gestas de los grandes príncipes. Todo el territorio de Maid estaba dominado por un poderoso afán de batalla.

 

Así es, en cualquier caso, como lo cuentan los sacerdotes. Finalmente, cuando después de seis meses se hubo reunido un ejército de 300.000 hombres, Maid, el príncipe, convocó a los ancianos y a los sacerdotes. Vestido con el resplandeciente traje dorado de Lhasa y portando el cetro de plumas azules, rojas, amarillas y negras, mandó llamar al mensajero con la Flecha Dorada. Cuando éste llegó, todos los presentes se inclinaron. Maid le ofreció agua y pan. los signos de la vida y de la muerte. El júbilo estalló entre las tribus de los Servidores Escogidos, gritos de alegría que llegaron hasta las cuatro esquinas del Universo y sembraron el miedo y el terror entre las tribus hostiles.

Se inició entonces la gran marcha hacia la frontera septentrional. Durante dos meses, los enmudecidos tambores retumbaron e hicieron temblar la tierra. Y cuentan los sacerdotes que al final del segundo mes las Tribus Escogidas encontraron al ejército enemigo. Con sus gritos de guerra, los guerreros se lanzaron los unos contra los otros. Los arqueros dispararon sus flechas y destruyeron la vanguardia del enemigo. Tras ellos, las tropas de lanceros trataron de romper el cuerpo principal del ejército enemigo.

 

Al llegar la noche, la batalla se interrumpió: según el legado de los Dioses, ningún guerrero podrá entrar en la segunda vida si muere durante las horas de la oscuridad. Pero al comenzar la mañana siguiente la lucha se reanudó con una intensidad redoblada. En un poderoso ataque, los Ugha Mongulala derrotaron a la Tribu de los Caminantes. Sus capitanes se rindieron e imploraron misericordia. Pero Maid no escuchó y nadie fue perdonado.

 

La tristeza y la alegría se extendieron al mismo tiempo por el imperio.
 


Los Pueblos Degenerados

Durante el octavo y el noveno milenios, los Ugha Mongulala se vieron envueltos en varias campañas contra las tribus rebeldes. Maid derrotó a la Tribu de los Caminantes y rechazó el ataque de las tribus salvajes sobre las zonas bajas del Gran Río. Nimaia amplió las tres fortalezas —Mano, Samoa y Kin— situadas en el país denominado Bolivia y levantó fuertes barreras defensivas en los alrededores del destruido recinto religioso de Mano. Otros príncipes sostuvieron otras batallas: Anou luchó contra la Tribu de los Comedores de Serpientes y contra la Tribu de los Corazones Negros.

 

Ton castigó a los Cazadores de Tapires por su desobediencia y envió exploradores a las costas del océano oriental. Kohab, un descendiente especialmente digno de Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses, derrotó a la Tribu de los Rostros Deformados en una sangrienta batalla librada en las zonas altas del Río Negro y que duró tres días, extendiendo el imperio hasta el país llamado Colombia. Muda levantó un segundo cinturón defensivo en torno a Akakor y construyó depósitos subterráneos en los valles elevados de los Andes.

Pero fue el príncipe Maid el que tuvo que librar la batalla más peligrosa. Fue ésta la lucha contra la Tribu que Vive sobre el Agua, que tras la segunda Gran Catástrofe había fundado su propio imperio en las montañas del Perú. A lo largo de 800 años, sus caudillos sometieron a numerosos pueblos salvajes y avanzaron hacia Machu Picchu. El consejo supremo, para impedir que la tribu atacara Akakor, decidió someterla. En el curso de una guerra que duró tres años, dura y con enormes pérdidas, y en la cual los Ugha Mongulala sufrieron muchas derrotas humillantes, Maid logró finalmente vencer a la Tribu que Vive sobre el Agua y capturar a su caudillo. El peligro procedente del Oeste parecía haber quedado eliminado.

¿Cómo acabará todo esto?

 

Cada vez hay más pueblos que se dotan de sus propias leyes, que olvidan el legado de los Dioses y que viven como animales. Grande es el número de los Servidores Escogidos, pero innumerables los Degenerados. Devastan nuestros campos y matan a nuestros hijos. Son arrogantes. Muchos son los pueblos que han sometido.

Las tribus rebeldes mencionadas en la crónica pertenecían a los Degenerados. Lhasa las había integrado en el imperio de Akakor y les había enseñado el legado de los Dioses. En el curso de los milenios rechazaron la soberanía de los Ugha Mongulala y olvidaron las enseñanzas de los Padres Antiguos. Vivían como tribus salvajes en chozas de paja o en inmensas casas rectangulares suficientes para alojar a toda la comunidad tribal. Sus poblados están protegidos por una alta empalizada de madera. No cubren sus cuerpos. No están familiarizados con el arte de tejer.

 

Pero son muy inteligentes en el trabajo de las plumas para convertirlas en tocados. Los Degenerados cultivan la tierra quemando los bosques. Plantan mandioca, maíz y patatas. La caza es para ellos tan importante como el cultivo del suelo. Sus arcos y sus flechas son similares a los nuestros, pero más pequeños y ligeros. Han adoptado el mismo veneno que los Ugha Mongulala. En el combate cuerpo a cuerpo utilizan una lanza con una punta de piedra afilada.

Mientras que mi pueblo venera el legado de los Dioses, las Tribus Degeneradas adoran a tres divinidades diferentes: el sol, la luna y el dios del amor. Para ellos, el sol es el padre de toda la vida sobre la tierra; la luna es la madre de todas las plantas y de todos los animales; y el dios del amor protege a la tribu y es el responsable de la fertilidad del pueblo. Si una tribu cree que no es afortunada, el mago-sacerdote ahuyenta a los espíritus malignos. Los Degenerados también conocen el yo esencial que se separa del cuerpo en el momento de la muerte y entra en la segunda vida.

 

Creen que esta segunda vida tiene lugar en las residencias subterráneas de los Maestros Antiguos.
 


Viracocha, el Hijo del Sol

Los Blancos Bárbaros creen que ellos poseen los más elevados conocimientos. Y, en efecto, hacen muchas cosas que nosotros no podemos hacer, que nunca comprenderemos y que son un misterio para nosotros. Pero los mayores conocimientos reales de los humanos hace mucho tiempo que desaparecieron. Los conocimientos de los Blancos Bárbaros son solamente un re-aprendizaje y un redescubrimiento de los secretos de los Dioses, los únicos que han conformado la vida de todos los pueblos sobre la tierra.

 

Los Servidores Escogidos son los que con mayor fidelidad han preservado el legado de los Dioses, y consiguientemente su conocimiento es superior. Las Tribus Degeneradas apenas recuerdan la época de sus antepasados, y viven en la oscuridad. El legado de los Dioses nunca les fue revelado ni a las tribus salvajes ni a los Blancos Bárbaros, y como animales, vagan por el país. Existe tan sólo un pueblo, aparte de los Ugha Mongulala, que conoce las leyes de los Dioses. Estos son los incas, una nación hermana de las Tribus Escogidas. Su historia comienza en el año 7951 (2470 a. de C.). En ese año, Viracocha, el segundo hijo del príncipe Sinkaia, se rebeló contra el legado de los Dioses, huyó a la Tribu que Vive sobre el Agua y fundó su propio imperio.

Y los sacerdotes, hombres de magia poderosa, se reunieron. Todo lo conocían sobre futuras guerras. Todo les fue revelado; sabían si la guerra y la discordia estaban próximas. Verdaderamente, su conocimiento era inmenso. Y desde que vieron en el futuro la traición de Viracocha, el hijo segundo de Sinkaia, se mortificaron a si mismos y ayunaron en el Gran Templo del Sol en Akakor. Sólo comieron tres clases de fruta y pequeños pasteles de maíz. Era realmente un gran ayuno, para vergüenza del infiel Viracocha. Ninguna mujer se les acercó. Durante muchos días, permanecieron solos en el templo, observando el futuro, sacrificando incienso y sangre. Así es como pasaron sus días, desde el alba hasta el crepúsculo, y sus noches. Rezaron con sus corazones contritos por el perdón del infiel hijo de Sinkaia.

El rezo de los sacerdotes no pudo ablandar el corazón del segundo hijo de Sinkaia. Aunque no estaba autorizado para desempeñar el puesto de príncipe. Viracocha reclamó la soberanía sobre el pueblo de los Ugha Mongulala. Se rebelo contra el legado de los Dioses e infringió las leyes de Lhasa. Para preservar la paz en el territorio, el consejo supremo convocó a Viracocha a juicio. Los ancianos del pueblo deliberaron sobre su culpa en la Gran Habitación del Trono. Su sentencia emitió el mayor y más grave de los castigos, y lo enviaron al exilio.

Viracocha, el Hijo del Sol, como más tarde se hizo llamar a sí mismo, es el único descendiente de la dinastía de Lhasa que infringió las leyes de los Dioses y que tuvo que pagar su crimen con el exilio. Este era el mayor castigo de mi pueblo hasta la llegada de los soldados alemanes, quienes insistieron en la introducción de la pena de muerte. Para delitos menores, como la violencia o la desobediencia, el culpable debía pedir perdón públicamente.

 

La pereza es considerada como una infracción de las leyes de la comunidad y es castigada con un período de servicio en las peligrosas fronteras. La embriaguez únicamente constituye delito si el autor no ha cumplido sus obligaciones por causa de ella. El robo es el delito más abominable, ya que mi pueblo lo posee todo común y la propiedad personal carece de significado alguno. Como a los adúlteros, a los asesinos y a los rebeldes, a los ladrones se les envía también al exilio.

Viracocha el Degenerado no sólo infringió el legado de los Dioses, sino que ignoró asimismo la sentencia del consejo supremo. En vez de vivir aislado y solo en las montañas, como prescriben las leyes de mi pueblo, huyó a la Tribu que Vive sobre el Agua. Condujo a la tribu a un valle situado en las montañas de los Andes y construyó Cuzco, la ciudad de las cuatro esquinas del universo, como él la denominó. Había nacido una nueva nación hermana, el pueblo de los incas, los Hijos del Sol. Rápidamente creció y se hizo poderoso su imperio.

 

Los incas, bajo la dirección de Viracocha y sus descendientes, conquistaron muchos países y sometieron a numerosas tribus salvajes. Sus guerreros conquistaron las riberas del océano occidental y avanzaron profundamente en la inmensidad de las lianas del Gran Río. Acumularon enormes riquezas en la capital del imperio e introdujeron nuevas leyes que iban en contra del legado de los Dioses. Desarrollaron incluso una escritura propia. Ésta consistía en cuerdas de muchos colores que estaban atadas en nudos. Cada nudo y cada cuerda poseían un significado definido. Varias cuerdas anudadas juntas formaban un mensaje. Así es cómo desarrollaron su imperio, sobre la idolatría y la opresión. No les sería muy difícil montar una campaña de destrucción contra los Ugha Mongulala.

Había sido escrito que los descendientes de Viracocha rechazarán el legado de los Dioses. Cuando su poder se hallaba en su apogeo, la predicción de nuestros sacerdotes se cumplió. Estalló una cruel guerra fratricida que sacudió los fundamentos del imperio.

 

Y la destrucción quedo completada con la llegada de los Blancos Bárbaros.
 

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4 Los guerreros que llegaron desde el Este
1421 a. de C. - 1400 d. de C.


Con el hundimiento de los grandes imperios, el viejo mundo oriental se desintegró en pequeños Estados. Israel fue fundado hacia el año 1000 a. de C. Por la misma época surgió en Grecia una gran civilización y, posteriormente, florecería otra en la ciudad-estado de Roma, sobre el Tíber. Se supone que el nacimiento de Jesús tuvo lugar en Belén en el año 7 a. de C. Tras la división del Imperio Romano, los ostrogodos, bajo el mando del rey Teodorico el Grande, fundaron su propio imperio en Italia.

 

En el año 552, Narsés, general del Imperio Romano de Oriente, derrotó a Teja, el último rey de los godos, en la batalla del Monte Vesuvio. Nada se sabe acerca del destino de los godos que sobrevivieron. La historia de los vikingos se desenvolvió en la misma época. Este pueblo marinero ocupó las costas occidentales de Francia e Inglaterra y estableció una base en Groenlandia. Según informes aún sin confirmar, llegaron hasta las costas orientales de América del Norte.

La Edad Media europea comenzó en el año 900. Es en estos momentos cuando en América se inicia la historia de los aztecas, de los mayas, de los incas. Las tribus de los aztecas y de los incas desarrollaron, con su estructura de clases, una civilización puramente neolítica, tipificada por los jeroglíficos y por el calendario maya.

 

El aspecto más destacado de los incas, sin embargo, consistió en la expansión de su imperio, que alcanzaría su apogeo bajo Huayna Capác a comienzos del siglo XV.
 


La llegada de los guerreros extranjeros

Los Blancos Bárbaros son un pueblo de corazón duro. Llevan el fuego a los bosques, y cuando están ardiendo vemos como los animales atrapados por el fuego corren locamente tratando de escapar a las llamas, pero inevitablemente acaban por quemarse. Lo mismo ocurre con nosotros. Desde que los Blancos Bárbaros llegaron a nuestro país, la guerra es continua. Mas los Ugha Mongulala no fuimos los primeros en apuntar la flecha. Fueron los Blancos Bárbaros quienes enviaron el primer guerrero, y el segundo, y el tercero. Sólo entonces enviamos nosotros al mensajero con la Flecha Dorada.

 

Pero nuestros sacrificios han sido en vano. Los Blancos Bárbaros penetran cada vez más, devastándolo todo como un tornado. Sometieron a las Tribus Aliadas y las obligaron a asumir sus costumbres, que han sido dictadas por espíritus malignos. Mas el hombre es un ser que ha nacido libre en las montañas, en las llanuras y sobre el Gran Río, y allí el viento corre libremente y nada oscurece la luz del Sol allí el hombre puede vivir en libertad y respirar libremente, aun cuando puedan llegar batallas y caos, tal y como está escrito en la Crónica de Akakor:

Surgieron la discordia y la envidia. Las tribus disputaban entre sí y se lanzaban al pillaje. Las fiestas de la comunidad degeneraban en orgías de borrachos. Los Servidores Escogidos se volvían los unos contra los otros y se arrojaban los huesos y los cráneos de los fallecidos. Las Tribus Aliadas abandonaron sus asentamientos tradicionales y patearon nuevos caminos, donde fundaron sus propios poblados. En contra de la voluntad del consejo supremo de Akakor, construyeron numerosas ciudades. Cada uno de sus nuevos caudillos comandaba su propio ejército.

A mediados del undécimo milenio el imperio de los Ugha Mongulala había traspasado su cénit. El ejemplar territorio de Lhasa temblaba bajo la revuelta de las Tribus Aliadas. Enormes ejércitos de tribus salvajes desbordaron las fortalezas fronterizas del Mato Grosso y de Bolivia.

 

En Akakor, las tensiones entre el consejo supremo y los sacerdotes aumentaron.

 

La falsa fe y la idolatría amenazaban el legado de los Maestros Antiguos. Solamente la triple división del poder introducida por Lhasa impidió el colapso del imperio. El pueblo de los Ugha Mongulala se benefició de su orden y de sus leyes. pero ni siquiera éstas pudieron impedir una lenta desintegración del imperio, que se vio acelerada por los acontecimientos que se estaban desarrollando en la frontera occidental.

Allí los incas estaban librando enormes batallas y sometiendo a muchas tribus. Conquistaron los caminos de acceso a los estrechos del Norte y avanzaron sobre las laderas orientales de los Andes hasta la destruida ciudad religiosa de Tiahuanaco. Por vez primera desde el regreso de los Dioses, exploradores hostiles habían llegado hasta las murallas de Akakor.

Mas entonces ocurrió un acontecimiento que ha que dado descrito en nuestra crónica con las siguientes palabras:

Ahora hablaremos sobre los guerreros que llegaron desde el Este. A hora hablaremos sobre la llegada de los godos. Así era como ellos se llamaban a sí mismos. 364 generaciones habían pasado desde la partida de los Dioses, desde el comienzo de la luz, de la vida y de ¡u tribu. ¡04 príncipes habían sucedido a Lhasa. Los corazones de los Servidores Escogidos estaban sombríos.

 

El clan de Viracocha se había alejado a Cuzco. Allí construyeron sus cabañas. AIIí erigieron los templos de sus dioses y predicaron la guerra y el odio. Ése constituía su diario alimento desde el alba hasta el crepúsculo y por la noche. Un extraño mensaje llegó entonces a Akakor. Guerreros extranjeros estaban subiendo por el Gran Río: hombres valientes, tan fuertes como el gato montes, tan arrojados como el jaguar. Niños y mujeres venían con ellos. Caminaban en busca de sus dioses.

 

Así fue como los godos llegaron al imperio de los Ugha Mongulala.

La llegada de los guerreros extranjeros que se denominaban a sí mismos godos constituye uno de los grandes misterios de la vida de mi pueblo. Los Ugha Mongulala conocían desde los tiempos de Lhasa la existencia de un gran imperio situado más allá del océano oriental y que había sido gobernado por su hermano Samón. Pero desde la destrucción de la ciudad de Ofir en el séptimo milenio, las relaciones se habían interrumpido. Hasta la llegada de los godos, los sacerdotes creían que el imperio de Samón se había desvanecido.

 

Los guerreros extranjeros eran portadores de un mensaje bastante diferente: más allá del océano existían muchas tribus y naciones poderosas. Según los relatos de los godos, también su historia se derivaba de criaturas divinas. Una antigua familia de príncipes había descendido desde los cielos y les había enseñado la vida y la muerte. Muchos miles de años después, los godos se vieron forzados por el hambre y por las tribus hostiles a caminar hacia tierras extranjeras. Y aquí se había cumplido su destino.

Este era el nombre del príncipe de los godos. Ellos le llamaban el Cazador Salvaje. Poseía una gran sabiduría y una mente perspicaz. Era un profeta, de buena voluntad y autor de gestas heroicas. Él los salvó de la destrucción. Porque los valientes guerreros estaban abatidos, parecían condenados a la perdición en la montaña que vomitaba fuego. Se enfrentaban a su extinción. Pero el Cazador Salvaje se impuso a la desgracia de su pueblo. Firmó una alianza con los audaces navegantes del Norte. Y su pueblo salió al mar en busca de los dioses. Los godos los buscaron por todas las esquinas del mundo, por el Final Azul del Mundo y por el Final Rojo del Mundo. Cruzaron la infinitud de los océanos.

 

Y después de treinta lunas encontraron un nuevo hogar en el país de los Senadores Escogidos.
 


La alianza entre las dos naciones

La llegada de los godos en el año 11.051 (570 d. de C.) tuvo un significado providencial para los Ugha Mongulala. Akakor contaba ahora con el apoyo de un grupo de experimentados guerreros, infinitamente superiores a las tribus rebeldes. Durante varios siglos, el consejo supremo y los sacerdotes se apartaron de las luchas por el poder. El Pueblo Escogido recuperó la confianza en el legado de los Padres Antiguos. Una vez mas, la profecía de los Dioses se había probado cierta.

 

En la hora de la necesidad, habían enviado su ayuda, tal como está escrito en la Crónica de Akakor:

Así fue cómo los godos llegaron al imperio de las Tribus Escogidas. Y así fue cómo se establecieron en Akakor. Ahora existían dos clanes, mas una sola mente. No hubo ni peleas ni discordias; la paz reinaba entre ellos. No hubo ni violencia ni disputas; sus corazones estaban apaciguados. No conocían ni la envidia ni los celos.

La alianza entre los godos y los Ugha Mongulala quedo sellada mediante un intercambio de regalos. El consejo supremo asignó residencias y tierra firme a los nuevos llegados. Los godos obsequiaron a mi pueblo con nuevas semillas y con arados tirados por animales. Nos enseñaron otras formas de cultivar el suelo y mostraron a los artesanos cómo construir mejores telares. Pero su mayor regalo consistió en el secreto de la producción de un duro metal negruzco desconocido hasta entonces por mi pueblo y llamado hierro por los Blancos Barbaros. Hasta la llegada de los godos, únicamente laborábamos el oro, la plata y el bronce. El oro y la plata procedían de la región de la destruida ciudad religiosa de Tiahuanaco. Obreros escogidos arrastraban las piezas a través de los ríos en los cuales se hallaban las piedras que poseían el oro y la plata.

 

El bronce era preparado por los sacerdotes en grandes carboneras orientadas hacia el Este. Pero su calor no era suficiente para derretir el pardo mineral de hierro. Ahora los godos construyeron hornos de piedra. Unos agujeros regularmente repartidos aseguraban la ventilación y un calor mayor. Bajo la vigilancia de los nuevos aliados, los artesanos iniciaron la fabricación de largos cuchillos y de afiladas puntas para las lanzas, que eran superiores a las armas de las otras tribus. Prepararon armaduras de hierro para los señores de la guerra y para los Jefes-Diezmil-Hombres. Durante mil años, nuestros guerreros acudieron a la guerra con estas armas. Luego llegaron los Blancos Bárbaros con sus armas de fuego, y contra las cuales ni siquiera la armadura constituía protección alguna.

La armadura de hierro, las negras velas y las coloreadas cabezas de dragón de las naves de los godos han sido conservadas hasta nuestros días, y las hemos guardado en el Gran Templo del Sol. Según los dibujos de nuestros sacerdotes, las naves podían llevar hasta sesenta hombres y estaban impulsadas por una vela de fina tela que iba engarzada a un alto mástil. Más de 1.000 guerreros llegaron a Akakor en estas naves.

 

Éstos restablecieron el desintegrado imperio y lo convirtieron en fuerte y poderoso, tal y como está escrito en la crónica, con buenas palabras, con lenguaje claro:

A sí aumentó la grandeza y el poder de los Servidores Escogidos. Creció la fama de sus hijos y la gloria de sus guerreros. Aliados con los guerreros de hierro, derrotaron a sus enemigos. Construyeron un poderoso imperio. Gobernaron sobre muchas tierras. Su poder llegó hasta las cuatro esquinas del mundo.

 

La campaña en el Norte

A pesar de su derrota en la montaña que vomitaba fuego, los godos seguían siendo una nación de guerreros. Poco tiempo después de su llegada, comenzaron a apoyar a los Ugha Mongulala en su lucha contra las tribus rebeldes. Con sus nuevas armas de hierro empujaron a la Tribu de la Gran Voz a la estéril inmensidad de las lianas en las zonas bajas del Gran Río. Sometieron a la Tribu de la Gloria que Crece y a la Tribu Donde la Lluvia Cae, que habían cesado de pagar el tributo y destruido innumerables tribus salvajes. A comienzos de la séptima centuria, según el calendario de los Blancos Bárbaros, los guerreros de los Ugha Mongulala habían avanzado una vez más hasta las zonas bajas del Gran Río. El antiguo imperio de Lhasa parecía resurgir del pasado.

Así fue como comenzó la Gran Guerra. Los ejércitos de los Servidores Escogidos avanzaron. Atacaron a la Tribu de la Gran Voz y acallaron su arrogancia. Los arqueros y los hondistas superaron las empalizadas y destruyeron las puertas de los poblados del enemigo. Mataron a un incontable número de adversarios y un gran botín cayó en sus manos. He aquí la lista: flautas de huesos y cuernos huecos, preciosos adornos de plumas del gran pájaro de los bosques, pieles de jaguar y esclavos. De todo capturaron. Las Tribus Escogidas alcanzaron un poder que no habían poseído durante miles de años.

Según la Crónica de Akakor, los ejércitos aliados de los Ugha Mongulala y de los godos salieron a luchar en las cuatro direcciones del imperio y pusieron en fuga a las Tribus Degeneradas. Era un tiempo de castigo y un tiempo de retribución por su traición al legado de los Maestros Antiguos. Solamente en la frontera occidental se limitó Akakor a defenderse. Fiel a la orden de los Maestros Antiguos de no luchar jamás contra sus propios hermanos, el consejo supremo se limitó a erigir una elevada muralla para protegerse de los incas. Durante trece años, 30.000 aliados trabajaron sobre la espaciosa muralla de piedra con sus contrafuertes y sus trincheras. Fueron instaladas atalayas rectangulares hechas de gigantesca sillería y situadas entre sí a una distancia de seis horas de camino. Contenían habitaciones para el almacenamiento de armas y de alimentos, así como cuartos para los guerreros. Carreteras pavimentadas unían las fortalezas con Akakor.

La principal empresa militar del undécimo milenio la constituyó una poderosa campaña en el Norte. A su llegada, los godos habían traído noticias de un pueblo de tez morena que llevaba plumas. Vivía más allá de los estrechos del Norte y comerciaba con sus antepasados*.

 

* Es decir, con los indios norteamericanos. (.Y. del E.)
 

Como en ese momento los sacerdotes descubrieron signos ominosos en el cielo, el consejo supremo temió un ataque de las desconocidas naciones, decidió preparar un gran ejército y enviarlo a la frontera septentrional. Y así, dos millones de guerreros de los Ugha Mongulala y de las Tribus Aliadas partieron en el año 11.126 (645 d. de C.). tal y como esta escrito en la crónica:

Así fue cómo habló el príncipe a los guerreros reunidos: «Marchad ahora hacia ese país. No tengáis miedo. Si existen enemigos, luchad con ellos, matadlos. Y enviad nos mensajes de modo que podamos acudir en vuestra ayuda». Éstas fueron sus palabras. Y la gigantesca fuerza se puso en marcha. Estaban todos: los exploradores, los arqueros, los hondistas, los lanceros. Atravesaron las colinas. Ocuparon las playas de los océanos. Partieron hacia el Norte. Construyeron poderosas ciudades para mostrar la fuerza de las Tribus Escogidas.

La mayor campaña en la historia de las Tribus Escogidas concluyó sin resultados concretos. Unas lunas después de la partida del ejército, las comunicaciones se interrumpieron súbitamente. Los últimos informes en llegar a Akakor mencionaban una terrible catástrofe. El país más allá de la frontera era ahora un mar en llamas. Los guerreros que sobrevivieron huyeron hacia el Norte y se mezclaron con un pueblo extraño. Seria solamente mil años después, cuando los Blancos Bárbaros avanzaban hacia el Perú, cuando los temores del consejo supremo quedarían confirmados: guerreros extranjeros llegaron desde el Norte y destruyeron el imperio inca.

 

Y con su llegada también pereció el poderoso y pacifico imperio de los Ugha Mongulala.
 


Un milenio de paz

El pacifico imperio duró mil años, desde el 11.051 hasta el 12.012 (570-1531 d. de C.). En este período, solamente dos tribus gozaban de poder y de prestigio: los Ugha Mongulala, la nación de las Tribus Escogidas, y los incas, los Hijos del Sol. Se habían dividido el país entre ellos y vivían en paz. Los descendientes de Viracocha el Degenerado gobernaban sobre un enorme imperio desde Cuzco. En Akakor, el legitimo sucesor de los Padres Antiguos gobernaba de acuerdo con el legado de los Dioses.

Los Servidores Escogidos conocieron la felicidad, y vivían en paz. Verdaderamente, su imperio era grande. Nadie podía hacerles daño. Nadie podía derrotarles; su poder crecía cada vez más. Todo comenzó con la llegada de los godos. Las tribus más fuertes y las más pequeñas se sometieron con temor; temían a los guerreros de hierro. Estaban ansiosas de servir a las Tribus Escogidas y trajeron numerosos regalos. Mas los sacerdotes elevaron sus rostros al cielo. Dieron gracias por los poderosos aliados. Sacrificaron incienso y miel de abejas.

 

Y así fue cómo rezaron a los Dioses, éste era el grito de sus corazones:

«Concedednos hijas e hijos. Proteged a nuestro pueblo de la tentación y del pecado. Protegedlo de la lujuria; no le permitáis que tropiece cuando asciende y cuando desciende. Concedednos buenos caminos y buenos senderos. No permitáis que la desgracia y la culpa le sobrevengan a esta alianza. Preservad la unidad en las cuatro esquinas del mundo y a lo largo de los cuatro lados del mundo de modo que la paz y la felicidad reinen en el imperio de las Tribus Escogidas».

Y los Dioses escucharon las oraciones cíe los sacerdotes y bendijeron la unión entre la nación de los godos y la nación de los Ugha Mongulala. Los guerreros extranjeros que habían cruzado el océano en sus naves dragones se sometieron voluntariamente al legado de los Dioses. Aprendieron nuestro idioma y nuestra escritura, y se asimilaron rápidamente con nuestra nación.

 

Sus dirigentes asumieron importantes funciones en la administración del imperio. Sus generales se convirtieron en el terror de las tribus hostiles. Incluso sus sacerdotes renunciaron a sus falsas creencias, que habían traído en un pesado libro forrado en hierro. Este libro, que los soldados alemanes llamaban «Biblia», está escrito en signos que son incomprensibles para mi pueblo.

 

Contiene escenas sobre la vida de los godos en su propio país y habla también de un dios poderoso que había venido a la Tierra bajo el signo de la cruz para liberar al hombre de la oscuridad. Mil años después, los Blancos Bárbaros afirmarían su origen divino con el mismo signo. En su nombre y en su honor destruyeron el imperio de los incas y trajeron la muerte a millones de personas. Pero hasta su llegada, que es descrita en la tercera parte de la Crónica de Akakor, los Ugha Mongulala y los godos vivieron en paz, unidos por el legado de los Padres Antiguos.

 

Realiza ron los sacrificios prescritos, honraron a los Dioses, y recordaron el lejano período en el que sobre la tierra no existían ni los hombres ni el Gran Río. tal y como está escrito en la crónica:

Hace incontables años, el Sol y la Luna deseaban desposarse. Pero nadie podía unirlos. Porque el amor del Sol era ardiente y habría quemado la Tierra. Y las lágrimas de la Luna eran innumerables y habrían inundado la tierra firme. Así que nadie los unió y el Sol y la Luna se separaron. El Sol marchó en una dirección y la Luna en otra.

 

Pero la Luna lloró durante toda la noche y durante todo el día. Y sus lágrimas de amor cayeron sobre el planeta, sobre la tierra y sobre el mar. Y el mar se enfadó, y sus aguas, que durante seis lunas suben hacia arriba y durante seis lunas bajan hacia abajo, rechazaron las lágrimas. Fue así cómo la Luna las dejó caer sobre la tierra firme y creó con ellas el Gran Río.

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