PRESENCIA EN LA HISTORIA - CASOS PÚBLICOS

Hasta aquí hemos presentado casos mayormente contemporáneos pero que atañen a particulares y que apenas si han sido conocidos por un reducido número de personas.

 

Éstas los conservarán en su memoria por toda la vida y los contarán en tertulias familiares o de amigos, suscitando la admiración de algunos, la sonrisa burlona de los más cerrados de mollera (aunque tengan títulos universitarios) y la incertidumbre en las mentes de todos. Y finalmente el caso morirá cuando muera su protagonista o pasará a formar parte del «folklore» popular, con sus infinitas leyendas.

 

Y los dioses seguirán tras sus bambalinas riéndose impunemente de los ingenuos mortales y dispuestos a repetir el truco o la broma con otro ser humano que nunca habrá oído hablar de semejantes cosas o que las creerá pura fantasía y que a su vez se llenará de asombro cuando repentinamente se encuentre ante hechos totalmente inexplicables.

Pero aparte de estos hechos individuales, en la historia tenemos muchísimos casos en que la intromisión de estos seres ha sido evidente y hasta descarada, y sin embargo la humanidad no se ha percatado o lo ha achacado a causas puramente naturales. Los dioses son expertos en este arte de encubrir sus actividades bajo la capa de «acontecimientos debidos a la naturaleza o al azar».

En este capítulo haremos algunas consideraciones sobre tres de estos acontecimientos históricos y públicos que no tienen explicación si no se miran desde el punto de vista que hemos considerado como la tesis fundamental de este libro.
 


El pueblo judío

El pueblo judío es un anacronismo histórico. Por un lado lo vemos aferrado a unas tradiciones antiquísimas y en buena parte absurdas (dietas, vestimentas, etc.) y por otro lo vemos en la vanguardia del mundo de las ciencias y de la tecnología. El hecho de que el Estado de Israel posea un arsenal de bombas atómicas, junto al fanatismo repetidamente demostrado por muchos de sus líderes, es algo que lógicamente debe llenar de inquietud a los otros pueblos del mundo.

 

Y si a esto añadimos el increíble pero real hecho de que la nación más poderosa del mundo —los Estados Unidos— está en buena parte en manos de judíos (nacidos o nacionalizados en Norteamérica) el peligro se hace aún mayor.

El pueblo judío, perseguido y masacrado en infinitas ocasiones, ha sabido sobrevivir siempre de una manera admirable y en la actualidad es en gran parte el que domina o por lo menos influye enormemente en algo tan importante como es la gran banca mundial.

Pues bien, el «fenómeno judío», totalmente inexplicable desde otros puntos de vista, tiene una clara explicación si lo miramos teniendo en mente la tesis de este libro, que en fin de cuentas no es más que la historia exacta del pueblo de Israel, aunque contemplada desde otro ángulo y viendo en su protagonista suprahumano no al Dios Único sino a uno de estos seres extrahumanos o dioses con minúscula de los que nos venimos ocupando.

No abundaré en detalles, porque todo este tema lo desarrollé ampliamente en mi libro Israel, pueblo-contacto. El resumen de todo él, es que Yahvé —un dios con minúscula y no el Dios Universal como él se presentaba— se aparecía en una nube a Moisés a la vista de todo el pueblo. Desde aquella nube, y valiéndose de un pequeño «cajón» o instrumento llamado «arca de la alianza» (que había que manejar con determinadas cautelas y colocar en un lugar apartado del pueblo al que sólo tenía acceso el caudillo) le comunicaba a Moisés cuál era su voluntad, al mismo tiempo que le confería «poderes».

Éste fue el origen de la religión judeocristiana y de las cualidades tan peculiares que el pueblo judío ha poseído a lo largo de su historia y posee todavía en la actualidad.

He aquí un ejemplo claro e innegablemente histórico de la intromisión en grande de una de estas misteriosas entidades en las vidas de los humanos.

Naturalmente que tanto judíos como cristianos absolutizan el hecho y lo convierten en algo trascendental y único, negando que sea sólo un hecho más de esta naturaleza. Para ellos «Dios» se ha comunicado sólo una vez oficial y personalmente con la humanidad y fue a través de las manifestaciones de Yahvé en la nube y más tarde, para los cristianos, cuando envió a su hijo Jesucristo.

Eso piensan los judeocristianos, y ni siquiera en esto están demasiado de acuerdo. Pero para un ser pensante libre de fanatismos, el judeocristianismo es sólo una más de las tantas religiones con que los humanos han estado engañados a lo largo de los milenios.

Lo que ahora a nosotros nos interesa considerar es el hecho en sí, prescindiendo de todo su contenido ideológico y de todo lo que en torno a él han fabulado cuatro mil años de fanatismo.

Los no cristianos —gústeles o no— tienen que reconocer que el judeocristianismo ha marcado profundamente el curso de la historia del planeta, para bien o para mal, dependiendo del punto de vista desde el que se mire. Pero es un hecho indiscutible.

Ahora bien, estamos ante un claro hecho de interferencia de entidades no humanas en la vida de un pueblo y, a través de él, en las vidas de cientos de millones de seres humanos que hoy practican el cristianismo.

Es cierto que gran parte de la humanidad, incluidos millones de judeocristianos, nunca han creído que Yahvé sea el «Dios Universal», a la vista de las barbaridades que le mandaba hacer a Moisés y a la vista de su ciego apasionamiento por el pueblo de Israel y de su ignorancia o desprecio de los otros pueblos. La sana razón dice que un «Dios Universal» no puede comportarse de una manera tan injusta y tan absurda.

Y ante esto surge de nuevo la pregunta: ¿Quién era entonces aquel ser que se presentaba en una nube, visible para todo el pueblo de Israel?

Es muy fácil decir que todas las manifestaciones de Yahvé no son sino una leyenda tejida a lo largo de los siglos. Al igual que es muy fácil decir que toda la vida de Cristo con todos sus hechos extraordinarios fue una pura invención de sus biógrafos. Es muy fácil decirlo pero es muy poco inteligente.

Si estos dos hechos fuesen los únicos en la historia de la humanidad, no tendríamos inconveniente en desecharlos por falsos. Pero resulta que en otras religiones y culturas nos encontramos con otros enteramente semejantes. Nos encontramos con «Dioses Universales» y con «Creadores del cielo y de la tierra» que les han hablado a sus elegidos desde nubes, o desde montañas o desde dentro de sus cabezas, y nos encontramos también con múltiples «Hijos de Dios» y «Redentores» que vinieron a este mundo para salvarlo. Y que incluso murieron en la cruz para lograrlo (1).

Por muy fanatizados que estén los seguidores de todos estos dioses y por mucho que nosotros menospreciemos sus creencias, los hechos que las motivaron, es decir, las apariciones de «espíritus» y de «dioses» a los fundadores de las diversas religiones, siguen ahí en todas las páginas de la larga historia de la humanidad.

Un hecho se puede negar; pero tantos y tan testimoniados, no sólo por documentos escritos sino por monumentos pétreos que han desafiado el paso de los tiempos, no se pueden negar y necesitan una explicación.

Y de nuevo tendremos que volver a preguntarnos: ¿quién o qué era lo que se presentaba ante el pueblo judío, qué lo incitó y lo condicionó para que su historia fuese lo que fue y lo que es?
 


La Alemania de Hitler

Presentemos otro ejemplo contemporáneo y público totalmente inexplicable si lo analizamos racionalmente: la Alemania dominada por el nazismo.

¿Cómo es posible que un pueblo tan avanzado como el alemán se haya dejado engañar y subyugar por un alucinado como Hitler? ¿Cómo es posible que millones de hombres tan ingeniosos y tan emprendedores se hayan dejado llevar como borregos al matadero de la Segunda Guerra Mundial? Y, ¿cómo es posible que los políticos de la sociedad «occidental», que se cree la más desarrollada del mundo, no hayan sido capaces de evitar aquella matanza espantosa en la que los científicos pusieron al servicio de la paranoia militar sus mejores inventos ?

Los historiadores y sociólogos nos dan mil razones para explicar lo inexplicable. Pero los dieciséis millones de muertos en los campos de batalla; los dos millones y medio de polacos, los seis millones de judíos y los quinientos veinte mil gitanos asesinados; los veintinueve millones de heridos y enfermos, los tres millones de civiles muertos en los bombardeos, y los veinticuatro millones de damnificados por las bombas, los quince millones de evacuados y deportados, y los once millones de recluidos en campos de concentración... son demasiado para aquel hombrecito esmirriado e imponente por añadidura.

La única explicación para tamaña monstruosidad es la que estamos diciendo: Hitler era sólo una marioneta. Él recibía los poderes de otros y sólo ejecutaba órdenes.

Se convence uno leyendo los muchos libros que sobre él se han escrito. Y a pesar de que la mayor parte de sus biógrafos no creen en estas inteligencias extrahumanas, sin embargo no dejan de apuntarlas, como una figura literaria o, en ocasiones, de una manera explícita, haciéndose eco de lo que el mismo Hitler decía.

Él, anticristiano y ateo confeso, se creía un instrumento de la «providencia», entendiendo por providencia todo un conjunto de fuerzas misteriosas del «más allá», con las que había aprendido a ponerse en contacto en sus largos años de aprendizaje en la secta Thule y en las muchas sociedades secretas e iniciáticas a las que perteneció. Y estas fuerzas del «más allá» eran las que lo dominaban y lo engañaban.

 

Y al mismo tiempo eran las que le daban el poder.

«¡Soy un enviado de la Providencia —decía en sus frecuentes arrebatos de frenesí— y seguiré con la precisión de un sonámbulo el camino que la Providencia me ha señalado! Creo haber sido llamado por la Providencia para servir a mi pueblo.»

Para que el lector vea hasta qué punto esta idea de que Hitler era manejado por fuerzas extrañas a él mismo está presente en sus biógrafos, le transcribiré breves citas de no menos de quince autores:

Walter Stein, compañero de estudios de Hitler en Viena:

 

«En él había entrado una entidad extraña: como si el propio Hitler oyera dentro de sí a la entidad que había tomado posesión de su alma.»

 

Y cuando ésta dejaba de dominarlo, «se derrumbaba en su asiento, agotado, como una figura solitaria, caído de las alturas de un éxtasis orgiástico, y bruscamente abandonado por aquella fuerza carismática que un momento antes le había dado el dominio sobre sí mismo y sobre su auditorio».

Kubizek dice que «era presa de furiosos demonios».

Paul Le Cour, en su libro Le drame de l'Europe, dice que cuando hablaba «era como si recibiese una corriente magnética que lo inflamase».

El doctor Otto Dietrich, el médico que lo atendió en el búnker, dice de él que «su voluntad se hallaba habitada por un demonio que al fin también poseía su cuerpo».

Werner Masser escribió que «Hitler nunca emprendía una acción sin haber sido invitado a ello por una orden o por una indicación de la providencia. Sus voces interiores le ordenaban marchar».

André Brissaud escribió:

«Con frecuencia daba la impresión de hallarse alucinado y de ser manejado desde fuera por un ser temible. ¿Qué pacto había firmado con el "más allá"?»

Y a esto André Rivaud añade:

«En sus momentos de furia este pelele cínico es terrible... De pronto, de un ser informe se cambia en una criatura aulladora y terrorífica que asusta a los más valientes, y se convierte en una especie de poseso dispuesto a matar inmediatamente a quien se atreva a resistirle. Un poseso sin lugar a dudas.»

A todas estas apreciaciones se pueden añadir las abundantes que R. Rideau-Dumas escribe en su libro El Diario secreto de los brujos de Hitler.

 

De ellas entresacamos las siguientes:

«Entonces estaba en su segundo estado, el de trance. En ese momento ya no dependía de sí mismo. Para llegar a tal desdoblamiento de la persona se había ejercitado en dominarlo. Sus ejercicios se basaban en el juego de una energía diez veces superior procedente de la voluntad, y del concurso de fuerzas supraterrestres. Se trataba de ritos procedentes de sociedades mágicas anteriores, así como la herencia de civilizaciones nórdicas desaparecidas... Seres extraterrestres enviaban a los iniciados energías irracionales, casi siempre de un terrible poder destinadas a llevar a cabo la liberación de la Humanidad incluso mediante la violencia.

«Absorto en sus voces interiores más oscuras e inquietantes parecía desplazado a otro mundo en que una voluntad infernal le dictaba órdenes... Permanecía horas enteras absorto en una extraña contemplación, más allá de la medianoche en su chalet, interrogando a sus voces interiores o a las estrellas acerca de las decisiones que tomaría... Él mismo dejó entrever que padecía la influencia de una energía cósmica. Se comparaba a un imán, pero se negaba a identificar la energía que movía el imán.»

Sin embargo al fin de su vida «tuvo clara conciencia de que había sido engañado por un genio malo».

Y es el mismo Ribadeau-Dumas el que nos dice que hasta Himmler decía de él que,

«estaba poseído por una fuerza oculta que escapaba por completo a su control. Era el demonio que lo tenía en su poder, el que le obligaba a cometer sus horribles crímenes, porque —según decía— había tomado posesión de su cuerpo desde hace mucho tiempo».

Las citas podrían seguir.

«El poder mágico que ejercía sobre las masas ha sido comparado con las prácticas ocultas de los brujos de África o con los chamanes de Asia... Asistimos a la metamorfosis de un hombre insignificante en un hombre importante.»

(Otto Strasser.)

«Se ha planteado con frecuencia el origen de la fuerza de persuasión extraordinaria que permitió a Hitler conquistar el poder por medios legales.»

(André Brissaud.)

«Los poderes del hombre —filosofa Rene Alleau a propósito de estas metamorfosis de Hitler— se detienen en un límite infranqueable; aquel donde comienza el orden espiritual con sus fuerzas universales. Otras fuerzas no humanas pueden entonces deteriorar la naturaleza del hombre...»

André Francois Poncet, embajador de Francia en Alemania, tuvo ocasión de observarlo de cerca cuando lo fue a visitar en su refugio de los Alpes, en Berchtesgaden, después del acuerdo de Munich:

«Hay días en que ante un mapamundi pone patas arriba naciones y continentes, la geografía y la historia, como un demiurgo enloquecido... tan extraño que parece que nunca se llegará a esclarecer completamente el enigma de su vida. La clave de su enigma está en otra parte.»

Elisabeth Ebertin, la famosa vidente de Munich, amiga de Hitler, escribió sobre él:

«En el estrado tiene todo el aspecto de un poseso, de un médium, el instrumento inconsciente de potencias superiores.»

El historiador Trevor Ravenscroft se extraña de que en el juicio de Nuremberg nadie haya hablado de las prácticas de brujería y de pactos satánicos de todos los que allí eran juzgados:

«Citar al diablo que ellos invocaban en la secta Thule hubiera sido cómico para aquellos jueces, y sin embargo la mayoría eran anglicanos, católicos, israelitas y masones, convencidos todos ellos en mayor o menor grado, de la existencia del diablo.»

Lo mismo que les pasaba a los jueces de Nuremberg, que no querían oír hablar del demonio, le pasa a nuestra sociedad tecnificada y «científica»: no quiere oír hablar de «entidades no humanas», a pesar de que los primeros tenían delante de sí, sentados en el banquillo, a las víctimas de tales «diablos» y nuestra sociedad está convertida en un infierno debido a las estrategias de estos mismos «diablos» que en la actualidad reciben otros nombres.

Édouard Calic dice que Karl Ernst Krafft, uno de los muchos brujos que tuvo a su lado Hitler, aseguraba que,

«al Führer le producía un gran placer cuando Krafft le declaraba que había leído en el cielo que aterrorizar a las gentes por medio de la matanza y la destrucción era una distracción de los dioses».

A lo que Hitler solía añadir:

«Los dioses son malos y les gusta la guerra.»

Otro aspecto importante de la vida de Hitler que nos reafirma más en nuestra idea de su dependencia de estas entidades es su manía por la sangre. No quiero entrar aquí en este profundo tema ni abrumar al lector con otra lista de citas acerca de este interesantísimo aspecto de su vida, pero lo cierto es que la idea de la sangre lo obsesionaba y en los himnos, discursos, reglamentos y emblemas, con gran frecuencia, siguiendo las normas del mismo Führer y de los «iluminados» que lo rodeaban, se hacía mención explícita de ella:

Somos la SS que marcha por tierra roja entonando un himno del demonio. ¡Que nos maldiga todo el mundo! ¡O que se bendiga nuestra sangre!

Así cantaban los temibles jóvenes de la SS, cuya divisa era «Sangre y honor».

Ribadeau-Dumas escribe:

«El rito de la sangre, viejo como el mundo, fue inculcado por Hitler a la SS con misticismo. Los Caballeros de la Orden Negra debían saber realizar el sacrificio de la sangre, el rito atroz de las poblaciones primitivas por el cual la vida exigía la muerte. Para Hitler, tal rito procede de su magia negra y de sus invocaciones satánicas.»

Esta manía por la sangre entronca perfectamente con lo que nos encontramos en todas las religiones, que son la obra maestra de todas estas inteligencias maléficas que se entrometen en las vidas de los humanos.

 

En todas ellas —si excluimos al budismo— la sangre desempeña un papel principalísimo y en el cristianismo la encontramos, sublimada, en el centro de su dogma y de su liturgia: la sangre de Cristo, sangre verdadera vertida por él en la cruz, es la que redime al género humano.

Los omnisapientes teólogos se sonreirán al leer esto, pero los «espíritus del mal que están en las alturas» de los que ellos nos hablan, se ríen a carcajadas viendo el gran mito que han montado con la sangre de un pobre hombre crucificado por los romanos hace dos mil años.

He aquí, pues, otro ejemplo insigne de intromisión de estas inteligencias en la marcha de la historia humana. Como grandes directores de un «guiñol» alzaron a aquel pobre muñeco de trapo austríaco, lo hicieron aullar como a un energúmeno, le dieron unos poderes paranormales de convicción y enloquecieron a media Humanidad poniéndola a pelear hasta destrozarse.

¿Cuántos Hitler ha habido a lo largo de la historia?

 

Los Carlomagnos, Atilas, Napoleones, Gengiscanes y demás caudillos megalómanos glorificados por los historiadores patrioteros y por la papanatería del vulgo, ¿no habrán sido otros Hitler?

 

Si a los cristianos hispánicos se les aparecía en el aire Santiago Matamoros, dándoles ardor para la lucha contra los sarracenos, a éstos (tal como sucedió en la batalla de Atarcos) —año 1195— se les aparecía también otro misterioso jinete celeste —que ellos naturalmente identificaban con el Profeta— animándolos a luchar contra los cristianos.

 

Son los macabros juegos de los dioses. Son las «ayudas» que estas misteriosas entidades de otros planos otorgan a sus «elegidos» para que siembren la discordia entre los hombres.

¿Cómo es posible que cerca ya del año 2000, cuando por sus adelantos técnicos la Humanidad podría vivir tranquila y feliz y con alimentos suficientes para que nadie pasase hambre, tengamos que regirnos por ideologías tan antihumanas como el capitalismo y el comunismo, y tengamos que tolerar a líderes tan ciegos como Reagan o Gorbachov, que como chulos de barrio se amenazan mutuamente con destruirse y destruir al planeta, teniéndoles sin cuidado el que cada año mueran de hambre millones de personas, cuando podrían evitarlo con una ínfima parte del dinero que dedican a armamentos?

¿Por qué tanta ceguera, tanta violencia, tanto odio, tanto dolor, tantas guerras y tanta sangre en la historia humana? ¿No será porque, como decía Hitler, «los dioses son malos y les gusta la guerra»?

Y si de los líderes políticos y militares nos vamos a los religiosos, nos encontraremos con idéntico fenómeno, aunque arropado con palabras místicas y apuntalado con imponentes tinglados doctrinales. Rama, Krishna, Buda, Confucio, Zoroastro y al igual que ellos Jesús de Nazaret, fueron sólo marionetas de estas entidades suprahumanas que nos dominan desde las sombras.

Todos oyeron «voces» que ellos pensaban que venían directamente de Dios. Pero eran sólo las voces de estos «dioses» pequeños y entrometidos —«los espíritus de las alturas»— cada uno engañando con una «revelación» diferente, aunque todos coincidan en pedir sacrificios, dolor y sangre.

Ahí está el máximo símbolo del cristianismo, la cruz, que es el resumen de estas tres exigencias de los dioses.

 

«Revelan» cosas diferentes, pero en fin de cuentas todos acaban pidiendo lo mismo.
 


La doncella de Orleáns

Juana de Arco: He aquí otro ejemplo histórico de la intromisión de estas entidades en la marcha de la historia de la Humanidad.

Los profesionales de esta ciencia han investigado a fondo todos los pormenores de la increíble vida y hazañas de esta jovencita. Pero no van más allá de los meros hechos. Es cierto que se quedan asombrados ante ellos, pero no nos explican cómo una joven de 17 años que no sabía leer, nacida en un villorrio de la Lorena y que lo único que había hecho hasta entonces en su vida era ayudar a sus padres en el cuidado de los animales y en el cultivo de los campos, pudo realizar una tarea tan ingente en tan breve tiempo.

Por supuesto que la mayor parte de ellos —a los que habría que añadir médicos y psicólogos— que han hecho un profundo estudio de su personalidad, basados en los abundantes documentos de los procesos a que la sometió la Inquisición, creen que Juana era una psicótica y se fundamentan precisamente en las «voces» que ella oía constantemente y que decía que eran de san Miguel, santa Catalina y santa Margarita además de sus «espíritus protectores».

Los historiadores creyentes, por el contrario, creen que estas voces eran en realidad de san Miguel y de sus santas protectoras y que Dios era el que la enviaba y la guiaba para que salvase a Francia.

Sea cual fuere la interpretación del origen de sus voces v de sus visiones, lo cierto es que en el proceso que se le siguió por hereje, los jueces y las autoridades estaban convencidos de que la joven tenía poderes sobrenaturales y que mediante ellos había logrado las proezas que se le atribuían. Pero el problema que a ellos más les interesaba era dilucidar si aquellos poderes venían de Dios o del diablo.

Por envidias, celos e intrigas políticas se sentenció que venían del diablo y la pobre Juana fue condenada a la hoguera en la que pereció el día 30 de mayo de 1431.

¿Cuáles son las razones en que me baso para afirmar que Juana de Arco es un ejemplo de la intervención de los «dioses» en la historia humana?

Son muchas e intentaré resumirlas en breves líneas.

En primer lugar señalaré sólo de paso el paralelo entre la vida de Juana y la vida de Jesucristo:

  • Ambos tenían como misión redimir y salvar al pueblo; ella a Francia y él al mundo entero.

  • Ambos estaban en comunicación y fueron ayudados por entidades extrahumanas para realizar la gran tarea que les había sido asignada.

  • Ambos realizaron cosas asombrosas imposibles para una persona normal.

  • Ambos estaban dotados de poderes suprahumanos.

  • Ambos fueron traicionados, entregados y muertos en el suplicio.

  • Ambos fueron glorificados después de su muerte.

Como ya hemos dicho, este paralelo podría extenderse a muchos otros héroes y fundadores de religiones.

El lector estará preguntándose, con todo derecho, cuál fue la gran hazaña que realizó Juana de Arco. Para darse entera cuenta de ella tendría que conocer a fondo el lamentable estado en que se encontraba la Francia de entonces, pero ello nos llevaría demasiado espacio. Bástele saber que por aquellas fechas Inglaterra dominaba buena parte del territorio francés.

 

Muchos de sus nobles eran partidarios descubiertos del rey inglés y otros habían pactado con él en secreto, mientras que los restantes se negaban a obedecer al rey de Francia, huido y acobardado, en sus tímidos intentos por expulsar a los ingleses de sus territorios. Este estado caótico duraba ya casi cien años y el débil y semi-imbécil Carlos VII, angustiado por tantos males, se desentendía del Gobierno y se refugiaba en las francachelas palaciegas que sus degenerados y truculentos «consejeros» le organizaban con mucha frecuencia.

Por todas partes reinaba el desaliento y la desorganización. Los nobles rivalizaban entre sí y con sus ejércitos privados peleaban entre ellos. Y como fruto de todo esto, el hambre y la miseria campaban por todo el reino. Agobiado por tantas calamidades y viéndose completamente impotente y lleno de deudas, el propio rey había pensado en huir a Escocia o a Castilla.

Ésta era la Francia que aquella pobre adolescente campesina quería salvar…

Si sólo hubiese dicho que «oía voces» probablemente nadie le hubiese hecho caso, porque «oír voces» es una vieja enfermedad de la mente con la que los médicos de todos los tiempos han estado muy familiarizados. Pero Juana no sólo oía y veía, sino que también hacía.

Le sucedía lo que a muchos otros «iluminados» y «escogidos»: tenía «poderes» y ante éstos las multitudes se rendían. No importa que algunos privilegiados se sintiesen humillados por los hechos de una niña campesina e intrigasen contra ella; pero sus hazañas eran patentes y la gente sin maldad se rendía ante ellas.

A causa precisamente de estas intrigas de las que el débil Carlos VII estaba rodeado por todas partes, Juana tuvo que esperar varios días para ser recibida por él. Los nobles cortesanos no querían que él la viese porque presuponían la gran impresión que iba a causar en su carácter pusilánime. Cuando no pudieron impedirlo por más tiempo, prepararon una trampa para desacreditarla ante toda la Corte.

Organizaron una gran fiesta palaciega en medio de la cual Juana debería presentarse por primera vez ante el rey, a quien no había visto nunca. Éste, a modo de broma y débil siempre ante las peticiones de sus consejeros, accedió contra su voluntad a esconderse en medio de la multitud de asistentes y permitió que otro ocupase su lugar en el trono.

Cuando apareció la doncella todo el mundo calló; unos por la gran admiración que hacia ella sentían y otros esperando el gran momento en que se hincaría ante el falso rey, para celebrarlo inmediatamente con una gran carcajada. El silencio era tenso y solemne. Juana avanzó unos pasos y se detuvo. Miró al trono e inmediatamente sus ojos se apartaron de allí y se dirigieron al lugar exacto en que el rey estaba semi-escondido. Avanzó entonces resueltamente hacia él mientras la multitud cortesana le abría paso en silencio. Se hincó ante él y cuando el rey se inclinó hacia ella para hacerla levantar, Juana aprovechó para decirle casi al oído varias cosas que lo conmovieron visiblemente, pues hacía tiempo que le atormentaban la conciencia.

Cuando Juana acabó de hablarle, el rey había cambiado por completo de semblante. Su ánimo siempre deprimido e indeciso se había llenado de valor y decisión. Había sentido que estaba ante un ser extraordinario que no sólo conocía todos sus pensamientos secretos, sino que era capaz de ayudarlo en la difícil tarea de unir a los franceses y de expulsar a los invasores ingleses de sus dominios.

A partir de este momento comienza una serie de hechos que no tienen explicación humana: la organización de un ejército que hasta entonces había estado profundamente dividido por el gran odio que se profesaban sus diversos jefes; la serie de batallas y triunfos sobre el ejército inglés, mucho más fuerte y mejor organizado, y sobre todo el gran dominio que Juana logra tener sobre una soldadesca brutal y anárquica que hasta entonces se había negado a combatir y a obedecer a sus propios jefes.

Las voces le decían a Juana cómo tenía que distribuir los diversos batallones, dónde tenían que ponerse las ballestas y las piezas de artillería, por que flanco tenían que atacar y cuál era el lado débil del enemigo...

Cuando alguno de los generales iba a ser herido ella se lo anunciaba, al igual que dijo la víspera de ser herida ella misma por primera vez:

«Mañana saldrá sangre de mi cuerpo.»

En pleno combate, se ponía con el estandarte en la mano en el borde del foso en un lugar bien visible, y desde allí, rodeada de una nube de saetas y proyectiles disparados contra ella, arengaba a las tropas y daba órdenes. Sus «amigos del cielo» la defendían.

En un año, a partir de su entrada en escena, el panorama político de Francia cambió por completo. Los ingleses estaban en retirada y el deseo de recobrar la independencia de la patria estaba vivo en todos los rincones de Francia.

Y todo esto logrado en apenas unos meses por una pobre muchachita campesina llena de simplicidad e ignorancia.

La segunda parte de su vida, es decir su prisión, juicio y ejecución en la hoguera por las autoridades eclesiásticas es otra confirmación más de que Juana era sólo un instrumento de los «dueños de este mundo» o si se quiere un juguete con el que «los dioses» se divirtieron durante un tiempo.

A pesar de toda la falta de lógica que haya en su derrumbamiento repentino, tras una ascensión fulgurante, hay sin embargo un gran paralelo con lo que les ha sucedido a tantos otros «salvadores», empezando por el mismo Cristo, tal como ya indicamos.

El abandono a última hora por parte de los «guías» es una cosa muy frecuente entre los «escogidos». El porqué de este abandono es algo que se nos escapa a los mortales, pero es algo que vemos repetido hasta la saciedad, sobre todo entre los «redentores» y fundadores de religiones —que terminan muriendo en la cruz o fusilados, tal como sucedió con el fundador de los mormones o de los Bahai— y entre los místicos cristianos v «contactados» que acaban sus días enfermos o locos, y sin saber qué pensar de todas sus experiencias al ver que la mayoría de las promesas que les hicieron no se han cumplido.

Juana, a causa de las envidias de los generales y de los nobles, fue traicionada y vendida por dinero a los ingleses —un paralelo más con Cristo— que se valieron de los tribunales eclesiásticos para hacerla desaparecer en la hoguera.

Durante su cautiverio fue golpeada innumerables veces y otras tantas pretendieron violarla, no sólo los soldados que la custodiaban, sino varios generales y nobles. Con una argolla de hierro al cuello, semidesnuda, hambrienta y aterida, encerrada en una estrechísima jaula fue paseada de ciudad en ciudad.

Durante todos estos meses «las voces» seguían hablándole. Le daban ánimos para seguir aguantando las vejaciones y sufrimientos y para contestar a los interminables interrogatorios a que fue sometida por los tribunales eclesiásticos. Pero no la liberaron de los tormentos, antes al contrario, la engañaron diciéndole que «sería liberada en una gran batalla» que nunca se produjo.

Aquellas voces que la habían dirigido hasta en los detalles más insignificantes y le habían advertido de los peligros que la acechaban, en los momentos cruciales no la previnieron de la celada que le habían tendido para hacerla prisionera. Ingenua hasta el fin, no se quejó cuando se vio enjaulada y sujeta con hierros, entregada como estaba totalmente en manos de sus «espíritus protectores».

Sócrates, otro «iluminado», fue también a última hora abandonado por su «daimon» que tan fiel le había sido durante toda su vida.

 

He aquí sus palabras tal como nos las narra Platón en su Apología de Sócrates:

«Mi daimon, el espíritu divino que me asiste, me permitía hasta hoy oírle muy frecuentemente, aun a propósito de cosas de muy poca importancia, en todo momento en que iba a hacer algo que no me convenía. Sin embargo hoy, cuando me sucede, como veis, algo que podría considerarse como la mayor de las desgracias —al menos como tal se la considera— [se refería a su condena de muerte] no sólo no se ha dejado oír al salir yo de mi casa ni cuando estaba ante el tribunal, sino que ni tan siquiera para prevenirme cuando he tenido que hablar. Sin embargo en otras ocasiones mucho menos graves me ha obligado a callarme aun en contra de mis intenciones. Hoy en cambio ni en un solo instante, mientras estaba ante el tribunal, me ha impedido hacer o decir lo que quisiese. ¿A qué debo atribuir esto...?»

Los modernos sabios que estudian el funcionamiento de la mente humana —y que tan poco saben de ella— no tienen reparo en tildar de histérica a una pobre adolescente analfabeta; sin embargo no se atreven a hacer lo mismo con el sesudo Sócrates, al que curiosamente le sucedía un fenómeno semejante, que tuvo además el mismo trágico final.

Siguiendo una pauta que es muy común en la manera de actuar de estas entidades extrahumanas, «las voces» la animaban a que siguiera sufriendo:

«Sufre con paciencia; no te inquietes por tu martirio —le dicen repetidamente—; sufrir es progresar, es elevarse

Y la pobre niña, abandonada de todos, va firme hacia la pira en que la van a quemar.

En lo alto del cadalso, contra frailes y obispos que le instan a que se retracte de todo y que confiese que todo ha sido obra de su invención, grita con las pocas fuerzas que le quedan, que todo ha sido verdadero; que las voces eran de sus ángeles amigos y que ella sólo ha obedecido a Dios.

 

¡Pobre muchachita víctima de los terribles juegos de los «espíritus de las alturas»!

Juana de Arco es como el símbolo personalizado de la Humanidad entera que por siglos ha seguido ciegamente «las voces divinas» que le han ido llegando a través de todas las religiones, y en fin de cuentas ha sido defraudada por éstas, al no dejarnos evolucionar con libertad y al ponernos a pelear por la diversidad de creencias.

A los pocos meses Juana era reivindicada y glorificada por los mismos tribunales eclesiásticos y por la misma Iglesia que la había quemado viva. Pero esto pertenece ya a la farsa humana que los hombres sabemos representar tan bien sin ayuda alguna de los dioses.

 

Éstos se limitan a reír «desde las alturas» viendo las bufonadas históricas que tan seriamente practicamos y que en muchas ocasiones son sólo consecuencias de sus disimuladas y perversas intrigas.
 


El islam

La religión islámica es otro gran ejemplo histórico de la intromisión de estas inteligencias en la vida de los hombres y en la marcha del planeta.

A un insignificante hombre llamado Mahoma se le aparece un misterioso joven que dice ser nada menos que el arcángel Gabriel y le dicta un libro «sagrado» —el Corán— que en seguida se convierte en la regla de vida para millones de hombres.

 

Este libro es en gran parte el responsable del atraso y el fanatismo en que viven muchos millones de seres humanos aparte de haber causado y de seguir causando infinidad de muertos.

Pues bien, uno se pregunta: ¿cómo es posible que una religión y en concreto un libro en donde lo ridículo se mezcla con lo sublime y lo ameno con lo plúmbeo, hayan podido extenderse por el mundo con el ímpetu avasallador con que en muy pocos años se extendieron, llegando hasta los confines de Asia y Oceanía, a donde no había llegado el cristianismo nacido cinco siglos antes?

La razón es la de siempre: la aparición de seres misteriosos de otro mundo que le dan capacidades especiales al humano que escogen para que pueda extender el mensaje o la orden que le dan.

En el siguiente capítulo nos asomaremos a la cultura y a la literatura islámicas ya que en ellas se describen de una manera muy concreta estas inteligencias suprahumanas de las que estamos hablando.

(1) Este tema lo he desarrollado en mi libro El cristianismo, un mito más.
 

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